13

Serpiente atravesó con dificultad las hojas-planas, tambaleándose al cruzar una cavidad llena de reptadoras verdiazules. Resbalaba, casi caía sobre aquella superficie que la lluvia reciente había vuelto deslizante y fangosa. Melissa seguía sin moverse. Temerosa de soltarla, Serpiente continuó caminando.

No puedo hacer nada por ella aquí arriba, pensó de nuevo, y fijó su atención en el descenso.

Melissa parecía terriblemente fría, pero Serpiente no podía confiar en sus percepciones. Se esforzaba más allá de cualquier sensación. Avanzaba como una máquina, veía su cuerpo desde un puesto de observación distante, sabía que podía llegar al pie de la colina, pero estaba dispuesta a gritar de frustración porque su cuerpo se movía demasiado lentamente, estólidamente hacia adelante, un paso, otro, y no adquiría más velocidad.

Vista desde arriba, la montaña parecía mucho más empinada de lo que le había parecido al escalarla. Ni siquiera podía recordar cómo había conseguido llegar a la cima. Pero el bosque y la pradera inferior, las dulces capas verdes, la consolaron.

Serpiente se sentó y se acomodó en el borde del acantilado. Al principio se deslizó despacio, frenando su descenso con sus pies descalzos y arreglándoselas para conservar el equilibrio. Tropezó sobre la piedra; la bolsa rozaba y botaba junto a ella. Pero cerca del final adquirió velocidad, el peso muerto de Melissa le hizo perder el equilibrio, resbaló y cayó de lado. Luchó para no rodar y lo consiguió al coste de perder un poco de piel en la espalda y en los codos. Se detuvo finalmente en medio de una lluvia de arena y guijarros. Se quedó tendida por unos momentos, con Melissa junto a ella y el cesto aplastado bajo su hombro. Las serpientes del sueño se revolvían unas sobre otras, pero no encontraron ningún agujero lo bastante grande como para poder escapar. Serpiente se palpó el bolsillo del pecho y sintió a la pequeña recién nacida moverse bajo sus dedos.

Sólo un poco más, pensó. Casi puedo ver el prado. Si presto atención, podré escuchar a Ardilla masticando la hierba…

—¡Ardilla! —Esperó un momento, luego silbó. Llamó de nuevo y pensó que le oía acercarse, pero no estaba segura. El pony atigrado normalmente la seguía si estaba cerca, pero sólo respondía a su nombre o a un silbido cuando estaba de humor. Ahora mismo, no parecía apetecerle.

Serpiente suspiró y se puso de rodillas. Melissa yacía fría y pálida a su lado, con los brazos y las piernas manchados de sangre seca. Serpiente se la cargó al hombro; tenía el brazo derecho casi inútil. Recuperó fuerzas y se obligó a ponerse en pie. La cinta de la bolsa se soltó y colgó en su brazo. Dio un paso adelante. La cesta golpeó contra su pierna. Le temblaban las rodillas. Dio otro paso con la visión nublada por el miedo a que Melissa perdiera la vida.

Llamó de nuevo al pony y llegó tambaleándose al prado. Oía el sonido de los cascos de un caballo, pero no vio a Ardilla ni a Veloz, sólo el viejo jumento del loco tendido en la hierba con el hocico descansando en el suelo.


La túnica de Arevin, hecha con la lana de los bueyes almizcleros, le protegía de la lluvia, del calor, del viento y la arena del desierto. Continuó cabalgando a través del día húmedo, dejando atrás las ramas que le mojaban con las gotas de agua capturadas. Seguía sin encontrar el rastro de Serpiente, pero sólo existía este único camino.

Su caballo alzó la cabeza y relinchó con fuerza. Una llamada de respuesta surgió de detrás de un denso grupo de árboles. Arevin oyó el tamborileo de los cascos sobre el terreno duro y húmedo: un caballo gris y el pony atigrado, Ardilla, aparecieron galopando ante su vista más allá del sendero que se curvaba. Ardilla se detuvo y después se acercó, con el cuello arqueado. La yegua gris continuó trotando, dio la vuelta, galopó unos cuantos pasos más, jugando, y se detuvo de nuevo.

Mientras los tres caballos se resoplaban mutuamente a modo de saludo, Arevin estiró la mano y rascó a Ardilla tras las orejas. Los dos caballos de Serpiente estaban en perfecto estado. Ninguno de ellos estaría libre si Serpiente hubiera caído en una emboscada: eran demasiado valiosos. Aun cuando los caballos se hubieran escapado durante un ataque, estarían aún ensillados y embridados. Serpiente tenía que encontrarse a salvo.

Arevin empezó a llamarla, pero cambió de opinión en el último instante. Sin duda era demasiado receloso,, pero después de todo lo que había sucedido, creía que lo mejor era guardar cautela. Unos pocos minutos más de espera no lo matarían.

Alzó la mirada y observó la pendiente, que se elevaba entre las rocas y los picos de las montañas, la extraña vegetación, líquenes… y la cúpula.

Después de darse cuenta de lo que era, no pudo comprender por qué no la había visto al instante. Era la única que había visto que mostraba señales de daño: el hecho servía para disfrazarla. Pero seguía siendo, incuestionable, una de las cúpulas de los antiguos, la mayor que había visto o de la que había oído hablar nunca.

Arevin supo sin ningún lugar a dudas que Serpiente estaba allí arriba, en alguna parte. Aquélla era la única posibilidad que tenía sentido.

Urgió a su caballo para que continuase, siguiendo las huellas de los otros caballos en el terreno enfangado. Se detuvo cuando pensó que oía algo. No había sido su imaginación: los caballos escuchaban con las orejas tiesas. Oyó la llamada una vez más y trató de gritar en respuesta, pero las palabras se atropellaron en su garganta. Azuzó al caballo tan bruscamente que el animal salió al galope hacia el sonido de la voz de la curadora, hacia Serpiente.

Seguido por el pony atigrado y la yegua gris, un caballito negro se abría paso entre los árboles al otro extremo del prado. Serpiente maldijo en un instante de furia, creyendo que uno de los seguidores de Norte regresaba en aquel justo momento.

Y entonces vio a Arevin.

Sorprendida, fue incapaz de moverse hacia a él, ni siquiera pudo hablar. El hombre bajó de su montura mientras aún galopaba; corrió hacia Serpiente con la ropa ondeando a su alrededor. Ella le miró como si fuera una aparición, pues estaba segura que de eso se trataba, aunque se detuvo lo suficientemente cerca para que pudiera tocarlo.

—¿Arevin?

—¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? El loco…

—Está en la cúpula —respondió ella—. Con algunos más. Ahora mismo no corren peligro. Pero Melissa sufre un shock. Tengo que llevarla al campamento… Arevin, ¿eres real?

El muchacho cogió a Melissa con un brazo y sostuvo a Serpiente con el otro.

—Sí, soy real. Estoy aquí.

La ayudó a cruzar la pradera. Cuando llegaron al lugar donde estaban apiladas sus cosas, Arevin se volvió para tender a Melissa. Serpiente se arrodilló junto a su zurrón y tanteó el cierre. Abrió el compartimento de las medicinas temblorosamente.

Arevin le colocó una mano sobre el hombro sano. Su contacto fue amable.

—Déjame atender tu herida —dijo.

—Estoy bien —dijo—. Me recuperaré. Es Melissa… —le miró y se quedó inmóvil al ver la expresión de sus ojos.

—Curadora —dijo él—. Serpiente, amiga mía… Ella intentó levantarse pero él trató de contenerla.

—No hay nada que hacer.

—¿Nada que hacer…? —Serpiente se puso en pie con mucho esfuerzo.

—Estás herida —dijo Arevin desesperado—. Ver ahora ala niña sólo te herirá más.

—Oh, dioses —dijo Serpiente. Arevin aún intentaba detenerla—. ¡Suéltame! —gritó. Arevin se apartó, sorprendido. Serpiente no se detuvo a pedir disculpas. No podía dejar que nadie la protegiera, ni siquiera él: era demasiado fácil, demasiado tentador.

Melissa yacía tumbada a la sombra de un pino. Serpiente se arrodilló sobre la gruesa capa de agujas marrones. Tras ella, Arevin permaneció de pie. Serpiente cogió la fría y pálida mano de la niña, que continuaba sin moverse. Al arrastrarse por el suelo, se había roto las uñas hasta la raíz. Había intentado con tantas fuerzas mantener su promesa… Había cumplido las promesas que le había hecho a Serpiente mucho mejor de lo que ésta le había mantenido las suyas. La curadora se inclinó sobre ella y apartó con cuidado el pelo rojo de las terribles cicatrices. Sus lágrimas cayeron sobre las mejillas de Melissa.

—No hay nada que hacer —repitió Arevin—. No tiene pulso.

—Sh-h —susurró Serpiente, buscando todavía un latido en la muñeca de la niña, en su garganta, pensando en un momento que había encontrado el pulso, segura luego de que no era así.

—Serpiente, no te tortures así. ¡Está muerta! ¡Está fría!

—Está viva —sabía que él pensaba que la pena la hacía perder la cordura. No se movió, pero siguió mirándola tristemente. Ella se volvió hacia él—. Ayúdame, Arevin. Confía en mí. He soñado contigo. Creo que te quiero. Pero Melissa es mi hija y mi amiga. Tengo que intentar salvarla.

El pulso fantasmagórico alcanzó débilmente sus dedos. Melissa había sido mordida tantas veces… pero el incremento metabólico provocado por el veneno había desaparecido, y en vez de volver a un nivel normal, había caído bruscamente a un nivel que apenas era capaz de sostener la vida. Y la mente, esperaba Serpiente. Sin ayuda, Melissa moriría de agotamiento, de hipotermia, casi como si estuviera muriendo por exposición al frío.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Arevin. Su tono era resignado, deprimido.

—Ayúdame a moverla.

Serpiente colocó las mantas sobre una roca amplia y llana que llevaba todo el día recibiendo la luz del sol. Se movía torpemente. Arevin cogió a Melissa y la tendió sobre las cálidas mantas. Dejando a su hija por un momento, Serpiente vació sus alforjas en el suelo. Tendió a Arevin la cantimplora, el horno de parafina y los trastos de cocina. El muchacho la observaba, inseguro. Ella apenas había tenido oportunidad de mirarlo.

—Calienta un poco de agua, Arevin, por favor. No demasiada —hizo un gesto con las manos para indicar la cantidad. Sacó el paquete de azúcar del compartimento de las medicinas de su zurrón.

De nuevo junto a Melissa, intentó levantarla. El pulso aparecía, desaparecía, regresaba.

Está ahí, se dijo Serpiente. No lo estoy imaginando.

Colocó un poco de azúcar sobre la lengua de Melissa, esperando que pudiera disolverlo. Serpiente no se atrevía a obligarla a beber: podría ahogarse si aspiraba el agua y se le metía en los pulmones.

Disponía de poco tiempo, pero si no iba con cuidado, podía matar a la niña casi con la misma seguridad con que lo habría hecho Norte. A cada minuto aproximadamente, mientras esperaba a Arevin, le daba a Melissa unos pocos granos más de azúcar.

Sin decir nada, Arevin trajo el agua hirviendo. Serpiente puso una pizca más de azúcar en la lengua de Melissa y le tendió el frasco a Arevin.

—Disuelve aquí toda la que puedas —masajeó las manos de Melissa y le palmeó la mejilla—. Melissa, querida, intenta despertarte. Sólo un momento. Hija, ayúdame.

Melissa no respondió. Pero Serpiente sintió el pulso, una vez más, esta vez tan fuerte como para tener esperanzas.

—¿Está preparado?

Arevin vertió el agua caliente en el cuenco: lo hizo ansiosamente y derramó un poco en su mano. Alarmado, miró a Serpiente.

—No te preocupes. Es azúcar —dijo Serpiente, y cogió el cuenco.

—¿Azúcar? —exclamó él, y frotó los dedos sobre la hierba.

—¡Melissa! Despierta querida —los párpados de la niña se movieron. Serpiente suspiró aliviada.

—¡Melissa! Tienes que beberte esto.

Los labios de Melissa se movieron levemente.

—No intentes hablar todavía —Serpiente le llevó el pequeño recipiente de metal a la boca y dejó que el líquido denso y pastoso corriera lentamente, poco a poco, esperando hasta estar segura de que Melissa había bebido cada porción del estimulante antes de darle más.

—Dioses… —dijo Arevin, maravillado.

—¿Serpiente? —susurró Melissa.

—Estoy aquí, Melissa. Estamos a salvo. Ahora estás bien —sentía ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

—Tengo frío.

—Lo sé —envolvió los hombros de la niña con la manta. Ahora que la niña tenía la bebida caliente en el estómago y el estimulante enviaba energía a su sangre, podía hacerlo.

—No quería dejarte allí, pero prometí… Tenía miedo deque el loco pudiera coger a Ardilla. Tenía miedo de que Sombra y Susurro murieran…

Desaparecidos sus últimos temores, Serpiente acomodó a Melissa sobre la roca cálida. No había nada en las palabras de la niña que indicara un daño cerebral; había sobrevivido entera.

—Ardilla está aquí con nosotras, igual que Sombra y Susurro. Puedes volver a dormir. Cuando despiertes, todo estará bien —era posible que la niña tuviera dolores de cabeza durante un día o dos, dependiendo de lo sensible que fuera al estimulante. Pero estaba viva, estaba bien.

—Intenté marcharme —dijo Melissa, sin abrir los ojos—. Seguí y seguí, pero…

—Estoy muy orgullosa de ti. Nadie podría hacer lo que tú hiciste sin ser fuerte y valiente.

El lado de la boca que no aparecía deformado por la cicatriz se torció en una media sonrisa, y entonces la niña se quedó dormida. Serpiente tapó su cara con una esquina de la manta.

—Habría jurado por mi vida que estaba muerta —dijo Arevin.

—Se pondrá bien —respondió Serpiente, más para sí que para Arevin—. Gracias a los dioses, se pondrá bien.

La urgencia que la poseía, la fuerza provocada por la adrenalina, había desaparecido lentamente sin que se diera cuenta.

No podía moverse, ni siquiera para sentarse. Sus rodillas se habían doblado; todo lo que podía hacer era caer. Ni siquiera podía decir si se estaba desmayando o si sus ojos le estaban engañando, porque los objetos parecían acercarse y alejarse.

Arevin le tocó el hombro izquierdo. Su mano era tal como la recordaba, amable y fuerte.

—Curadora, la niña está a salvo. Ahora piensa en ti —dijo él; su voz era completamente neutra.

—Ha sufrido mucho —susurró Serpiente. Las palabras surgieron con dificultad—. Te tendrá miedo…

El no contestó, y ella se tambaleó. Arevin la sostuvo y la ayudó a tenderse en el suelo. Su pelo se había soltado, le caía sobre la cara y tenía el mismo aspecto que la última vez que lo había visto.

Arevin le llevó la botella a los labios resecos, y Serpiente bebió agua caliente refrescada con vino.

—¿Quién te hizo esto? —preguntó el muchacho—. ¿Corres todavía peligro?

Ni siquiera había pensado qué podría suceder cuando Norte y los suyos revivieran.

—Ahora no, pero más tarde, mañana… —bruscamente, intentó levantarse—. Si me duermo, si no despierto a tiempo…

El la tranquilizó.

—Descansa. Montaré guardia hasta el amanecer. Entonces podremos trasladarnos a un lugar más seguro.

Con la seguridad que le proporcionaba su presencia, ella pudo descansar. Arevin la dejó durante un momento, y se quedó tendida en el suelo, con los dedos extendidos y presionando, como si la tierra la sostuviera y a la vez le devolviera algo. La frialdad le ayudaba a suavizar el dolor de la herida de flecha. Notó que Arevin se arrodillaba a su lado, y el muchacho le puso un paño frío y húmedo en el hombro para empapar el material rasgado y la sangre seca. Ella le observaba con los ojos semicerrados, admirando una vez más sus manos, las largas líneas de su cuerpo. Pero su contacto era tan neutro como lo habían sido sus palabras.

—¿Cómo nos encontraste? —preguntó ella—. Creí que eras un sueño.

—Fui a la estación de los curadores. Tenía que intentar hacer comprender a tu pueblo lo que sucedió, y que la culpa era de mi clan, no tuya —él la miró, y luego, tristemente, apartó la mirada—. Creo que fracasé. Tu maestra sólo dijo que tenías que regresar a casa.

Antes, Arevin no había tenido tiempo de responder a lo que Serpiente le había dicho: que soñaba con él y lo amaba. Pero ahora actuaba como si nunca lo hubiera oído, como si sus actos sólo se debieran al cumplimiento del deber. Serpiente se preguntó con un gran sentimiento de vacío, de pérdida y de pena, si había malinterpretado sus sentimientos. No quería más gratitud y culpa.

—Pero estás aquí —dijo. Se apoyó en un codo, y con un poco de esfuerzo se sentó para mirarle a la cara—. No tenías por qué seguirme. Si tenías que cumplir un deber, terminó en mi hogar.

Él la miró a los ojos.

—Yo… también soñé contigo, —se inclinó hacia ella, con los brazos apoyados en las rodillas, las manos extendidas—. Nunca había intercambiado el nombre con otra persona.

Lenta, alegremente, Serpiente posó su sucia mano izquierda tejida de cicatrices sobre la mano derecha del muchacho, morena y limpia.

Él la miró.

—Después de lo que sucedió…

Deseando ahora más que nunca que no estuviera herida, Serpiente se metió la mano en el bolsillo. La serpiente del sueño recién nacida se enroscó entre sus dedos. La sacó y se la mostró a Arevin. Señalando hacia la cesta, dijo:

—Tengo más allí, y ahora sé cómo hacer que se reproduzcan.

Arevin miró la diminuta serpiente, y luego a la mujer, maravillado.

—Entonces, llegaste a la ciudad. Te aceptaron.

—No —contestó ella. Miró hacia la cúpula roja—. Encontré las serpientes del sueño ahí arriba, donde viven —volvió a meterse a la recién nacida en el bolsillo. El animalillo ya empezaba a acostumbrarse a ella; sería una buena ayuda para una curadora—. Los habitantes de la ciudad me rechazaron, pero todavía no han oído la última palabra de los curadores. Aún están en deuda conmigo.

—Mi pueblo también —dijo Arevin—. Una deuda que no he conseguido pagar.

—¡Me has ayudado a salvar la vida de mi hija! ¿Crees que eso no cuenta para nada? —luego, más tranquilamente, añadió—: Arevín, me gustaría que Silencio todavía estuviera viva. No puedo pretender que no. Pero fue mi negligencia lo que la mató, nada más. Nunca he pensado otra cosa.

—Mi clan —dijo Arevín—, y el compañero de mi prima…

—Espera. Si Silencio no hubiera muerto, nunca habría regresado a casa cuando lo hice.

Arevin sonrió levemente.

—Y si no hubiera vuelto entonces, nunca habría ido a Centro. Nunca habría encontrado a Melissa. Y nunca habría encontrado al loco ni habría oído hablar de la cúpula rota. Escomo si tu clan hubiera actuado como un catalizador. Si no hubiera sido por vosotros, aún seguiríamos suplicando a la gente de la ciudad para que nos proporcionaran serpientes del sueño, y ellos habrían continuado rechazándonos. Los curadores habrían seguido sin cambios hasta que no quedaran más serpientes del sueño ni curadores. Ahora todo es diferente. Así que tal vez estoy tan en deuda con vosotros como tú crees que lo estáis conmigo.

El la miró durante un largo rato.

—Creo que estás buscando excusas para mi pueblo. Serpiente cerró el puño.

—¿Es un sentimiento de culpa lo único que puede existir entre nosotros?

—¡No! —dijo Arevin bruscamente. Más tranquilo, como sorprendido por su propio estallido, añadió—: Al menos, esperaba algo más.

Aplacada, Serpiente le cogió la mano.

—Yo también. —Le besó en la palma. Lentamente, Arevin sonrió. Se acercó más, y un momento después se abrazaron.

—Si hemos estado en deuda mutuamente, ya lo hemos reparado, nuestros pueblos pueden ser amigos —dijo Arevin—. Y tal vez tú y yo hayamos ganado el tiempo que una vez dijiste que necesitábamos.

—Así es —dijo Serpiente.

Arevin se apartó la maraña de pelo de la frente.

—He aprendido nuevas costumbres desde que llegué a las montañas. Quiero cuidarte mientras se cura tu hombro. Y cuando estés bien, quiero preguntarte si puedo hacer algo por ti.

Serpiente le devolvió la sonrisa; sabía que se comprendían.

—Esa es una pregunta que también he querido hacerte —dijo, y entonces hizo un guiño—. Ya sabes que los curadores sanamos rápidamente.


FIN
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