5

Por la mañana, Serpiente extrajo de Susurro una botella de suero. No podía utilizar al ofidio para administrar la vacuna, pues cada persona requería solamente una pequeña cantidad. Susurro inyectaría demasiado veneno o a demasiada profundidad.

Para las vacunas utilizaba un inoculador, un instrumento con un círculo de puntos afilados como agujas que introducía la vacuna justo bajo la piel. Devolvió el crótalo a su compartimento y salió de la tienda.

Los nómadas habían empezado a agruparse, adultos y niños, tres o cuatro generaciones en cada familia. Grum era la primera, y estaba rodeada por todas sus nietas. Eran siete en total, desde Pauli, la mayor, a una niñita pequeña de unos seis años, la que había pulido la silla de Veloz. No todas eran descendientes directas de Grum, pues la organización de su clan dependía de una familia más extensa. Los hijos de los hermanos muertos de sus padres, de su hermana, y de los hermanos del compañero de su hermana, eran igualmente considerados nietos suyos. No todos habían venido con ella. Solamente lo habían hecho aquéllas que eran aprendices de futuras conductoras de caravanas.

—¿Quién va primero? —preguntó Serpiente jovialmente.

—Yo —respondió Grum—. Dije que sería yo, y aquí me tienes —miró a los recolectores, que permanecían pintorescamente apiñados en un extremo—. ¡Mira bien, Ao! —gritó en dirección al que había pedido los destrozados pertrechos de Serpiente—. Ya verás cómo no me mata.

—Nada podría matarte, vieja piel de cuero. Esperaré a ver qué le sucede a los otros.

—¿Vieja piel de cuero, yo? ¡Ao, eres un saco de harapos!

—No importa —dijo Serpiente. Alzó levemente la voz—. Antes quiero deciros un par de cosas a todos. Primero, algunas personas son sensibles al suero. Si la marca se vuelve rojo brillante, si duele, si la piel se pone caliente, regresad. Estaré aquí hasta la noche. Si ha de pasar algo, será antes de ese momento, ¿de acuerdo? Si hay alguien sensible, puedo evitar que enferme. Es muy importante que acudáis a mí si sentís algo peor que un dolor apagado. No intentéis haceros los valientes.

Ao volvió a hablar entre asentimientos y afirmaciones.

—Entonces, nos puedes matar.

—¿Tan tonto eres que pretendes que no pasa nada si te rompes una pierna?

Ao resopló indeciso.

—Entonces no seas tonto, no pretendas que no pasa nada y no te dejes morir si tienes una reacción. —Serpiente se quitó la túnica y se levantó la manga—. Lo segundo que tengo que deciros es esto. La vacuna deja una pequeña cicatriz como ésta —fue de grupo en grupo para mostrarles la marca de su primera inmunización contra el veneno—. De modo que si alguien quiere tener la cicatriz en un sitio menos obvio, por favor, que me lo diga ahora.

La visión de la pequeña cicatriz calmó incluso a Ao, quien murmuró sin convicción que los curadores podían soportar cualquier veneno y luego cerró el pico.

Grum era la primera en la cola, y Serpiente se sorprendió al ver que estaba pálida.

—Grum, ¿te encuentras bien?

—Es la sangre —dijo la anciana—. Sólo es eso, niña-Serpiente; no me gusta ver la sangre.

—Apenas la verás. Simplemente, relájate. —Mientras le hablaba con voz tranquilizadora, Serpiente frotó el brazo dela anciana con yodo de alcohol. Sólo le quedaba una botella de desinfectante en el compartimento de las medicinas de su zurrón, pero aquello bastaría para hoy, y podría conseguir más en la farmacia de Montaña. Serpiente exprimió una gota de suero en el brazo de Grum e introdujo el inoculador a través de su piel.

Grum dio un respingo cuando sintió las puntas, pero su expresión no cambió. Serpiente metió el inoculador en el alcohol y volvió a frotarle el brazo.

—Ya está.

Grum la miró sorprendida y luego observó su hombro. Los pinchazos tenían un tono rojo brillante, pero no sangraban.

—¿Se acabó?

—Es todo.

Grum sonrió y se volvió hacia Ao.

—Ya ves, viejo basurero, no pasa nada.

—Esperaremos —respondió Ao.

La mañana progresó sin ninguna complicación. Algunos niños lloraron, más por causa de la picazón del alcohol que por las afiladas agujas del inoculador. Pauli se había ofrecido a ayudar, y entretenía a los pequeños con historias y chistes mientras Serpiente trabajaba. La mayoría de los niños, y también muchos adultos, se quedaron a escuchar a Pauli después de que Serpiente los vacunara.

Aparentemente, Ao y los otros recolectores se sintieron más tranquilos sobre la seguridad que ofrecía la vacuna al ver que nadie había caído muerto al suelo cuando les tocó el turno. Se entregaron estoicamente a las agujas y el alcohol.

—¿No más tétanos? —preguntó otra vez Ao.

—Esto os protegerá durante unos diez años. Después, será mejor volver a vacunarse.

Serpiente apretó el inoculador contra el brazo de Ao, luego frotó la piel. Tras un momento de sombría duda, Ao sonrió por primera vez, mostrando una sonrisa amplia y complacida.

—Tememos al tétanos. Mala enfermedad. Lenta. Dolorosa.

—Sí —dijo Serpiente—. ¿Sabes qué la causa?

Ao colocó un dedo contra la palma de la otra mano y realizó un gesto que imitaba un corte.

—Tenemos cuidado, pero…

Serpiente asintió. Se daba cuenta de que los recolectores podían recibir cortes y pinchazos con más frecuencia que los demás, considerando su trabajo. Pero Ao conocía la conexión entre la herida y la enfermedad; dar una charla sobre el tema sería tiempo perdido.

—Nunca habíamos visto curadores. No en este lado del desierto. La gente del otro lado nos ha hablado de vosotros.

—Bueno, somos gente de las montañas —dijo Serpiente—. No sabemos mucho del desierto, y por eso muy pocos de nosotros vienen aquí.

Aquello era cierto sólo en parte, pero era la explicación más plausible.

—Nadie antes que tú. Eres la primera.

—Tal vez.

—¿Por qué?

—Sentía curiosidad. Pensé que podía resultar útil.

—Di a los otros que vengan también. No corren peligro —de repente, la expresión de la cara de Ao, estropeada por el clima, se ensombreció—. Hay locos, sí, pero no más que en las montañas. Hay locos en todas partes.

—Lo sé.

—Alguna vez le encontraremos.

—¿Querrás hacer una cosa por mí, Ao?

—Lo que tú digas.

—El loco no se llevó nada más que mis mapas y mi diario. Supongo que conservará los mapas si está lo suficientemente cuerdo como para utilizarlos, pero el diario no es de utilidad para nadie más que para mí. Tal vez lo tire y tu gente lo encuentre.

—¡Te lo guardaremos!

—Eso es lo que quería pedirte —describió el diario—. Antes de marcharme, te daré una carta para el campamento delos curadores en las montañas del norte. Si un mensajero les llevara el diario y la carta, estoy segura de que recibirá una recompensa.

—Lo buscaremos. Encontramos muchas cosas, pero los libros no son frecuentes.

—Probablemente no aparezca nunca, lo sé. Tal vez el loco pensó que era algo valioso y lo quemó cuando se dio cuenta de que no lo era.

Ao puso mala cara ante la idea de quemar un trozo de papel en perfectas condiciones y dejarlo reducido a la nada.

—Buscaremos con interés.

—Gracias.

Mientras Pauli terminaba de contar la historia de Sapo y las Tres Ranitas del Árbol, Serpiente comprobó el estado de los niños y se alegró al no encontrar ninguna señal de reacción alérgica.

—Ya Sapito no le importó no poder escalar a los árboles nunca más —dijo Pauli—. Y ese es el fin. Ahora, iros a casa. Os habéis portado muy bien.

Salieron corriendo en tropel, aullando e imitando el croar de las ranas. Pauli suspiró y se relajó.

—Espero que las ranas de verdad no crean que la temporada de apareamiento ha llegado antes de tiempo, o las tendremos saltando por todo el campamento.

—Ese es el tipo de riesgo que corre el artista —dijo Serpiente.

—¡Artista! —Pauli se echó a reír y empezó a arremangarse el brazo.

—Eres una juglar muy buena.

—Narradora de historias, tal vez —dijo Pauli—. Pero juglar, no.

—¿Por qué no?

—Soy sorda como una tapia. No sé cantar.

—La mayoría de los juglares que he conocido no saben contar historias. Tienes un don.

Serpiente preparó el inoculador y lo colocó sobre la suave y aterciopelada piel de Pauli. Las pequeñas agujas resplandecían con las gotas de la vacuna que contenían.

—¿Estás segura de que quieres la cicatriz aquí? —preguntó Serpiente súbitamente.

—Sí, ¿por qué no?

—Tu piel es tan hermosa que me molesta tener que marcarla —Serpiente mostró a Pauli las cicatrices de su mano libre—. Creo que te envidio un poco.

Pauli palmeó la mano de Serpiente. Su contacto fue tan amable como el de Grum, pero más firme y fuerte.

—Son cicatrices dignas. Estaré orgullosa de la que me produzcas. Cualquiera que la vea sabrá que he conocido a una curadora.

Con cierta aprensión, Serpiente apretó las agujas contra la piel de Pauli.

Serpiente descansó durante toda la tarde, igual que el resto del campamento. No tenía nada que hacer después de escribir la carta para Ao, ni nada que empaquetar. No le quedaba nada. Ardilla llevaría su silla de montar, porque el armazón estaba intacto y se podría reparar el cuero. Aparte de eso y de las ropas que llevaba puestas, sólo tenía el zurrón de las serpientes, a Sombra y Susurro, y a la fea víbora de arena en el lugar donde debería estar Silencio.

A pesar del calor, Serpiente echó las puertas de la tienda y abrió dos de los compartimentos de la bolsa. Sombra se escurrió, alzó la cabeza y ensanchó los músculos del cuello, asomando la lengua para saborear la extrañeza de la tienda. Susurro, como de costumbre, reptó muy despacio. Mientras las observaba brillar en la tibia penumbra, con sólo la débil luz azul de las linternas bioluminiscentes iluminando sus escamas, Serpiente se preguntó qué habría pasado si el loco hubiera saqueado su campamento mientras ella estaba allí. Si los animales hubieran estado en su compartimento habría entrado sin que lo advirtiera pues había dormido profundamente mientras se recuperaba de la picadura de la víbora. El loco la habría golpeado en la cabeza y se habría dedicado a sus actos vandálicos, o a su búsqueda. Serpiente seguía sin comprender por qué un loco lo destruiría todo tan metódicamente a menos que estuviera buscando algo y, por tanto, no se tratara en absoluto de un loco. Sus mapas no eran diferentes de los que la mayoría de los habitantes del desierto poseían y compartían. Ella los habría prestado a cualquiera para que hiciera una copia. Los mapas eran esenciales, pero se obtenían fácilmente. El diario, sin embargo, sólo tenía valor para ella. Casi deseaba que el loco hubiera atacado el campamento mientras estaba presente, pues si hubiera abierto el zurrón de las serpientes, no habría destruido nada más. No se sentía orgullosa de considerar aquella posibilidad con un escalofrío de placer, pero era exactamente así como se sentía.

Susurro reptó sobre su rodilla y se enroscó en su muñeca tomando la apariencia de un grueso brazalete. Varios años antes, cuando era más pequeña, encajaba mejor en aquel sitio. Unos pocos minutos después, Sombra se arrastró por la cintura de Serpiente y acabó colocándose en sus hombros.

En tiempos mejores, si todo salía bien, Silencio se habría enroscado en su garganta, convirtiéndose en un suave collar viviente de esmeraldas.

—Niña-Serpiente, ¿puedo entrar? —Grum no apartó las telas de la puerta de la tienda más que lo justo para asomarse.

—Desde luego, si no tienes miedo. ¿Quieres que las retire? Grum dudó.

—Bueno… no.

Entró tras abrir la puerta. Tenía las manos llenas. Mientras sus ojos se acostumbraban a la tenue luz de la tienda, se quedó quieta.

—No pasa nada —dijo Serpiente—. Las dos están aquí conmigo.

Parpadeando, Grum se acercó. Colocó junto a la silla de montar una manta, una bolsa de cuero, una cantimplora y una pequeña olla de cocina.

—Pauli está recogiendo provisiones —dijo—. Nada de esto podrá reparar lo que ha sucedido, pero…

—Grum, ni siquiera te he pagado aún por haber cuidado de Ardilla.

—Ni quiero que lo hagas —dijo Grum, sonriendo—. Yate lo he explicado.

—Tenéis la parte mala de un trato que a mí no me cuesta nada.

—No importa. Visítanos en primavera y verás los potrillos rayados de tu pony. Tengo un presentimiento.

—Déjame pagar el nuevo equipo.

—No. Hablamos y quisimos dártelo —encogió el hombro izquierdo, que ahora probablemente estaba dolorido por la vacuna—. Para darte las gracias.

—No quiero parecer desagradecida —dijo Serpiente—, pero ningún curador acepta pago por las vacunas. Aquí no había nadie enfermo. No he hecho nada por nadie.

—Nadie estaba enfermo, cierto, pero si lo hubiéramos estado, nos habrías ayudado, ¿tengo razón?

—Sí, por supuesto, pero…

—Si alguien no pudiera pagarte, te entregarías igualmente, ¿íbamos a hacer nosotros menos? ¿Debemos enviarte al desierto sin nada?

—Pero puedo pagar. —En su bolsa llevaba monedas de oro y plata.

—¡Serpiente! —Grum frunció el ceño, y el tono cariñoso abandonó bruscamente su voz—. La gente del desierto no roba, y no permite que roben a sus amigos. Te hemos fallado. Déjanos nuestro honor.

Serpiente advirtió que Grum no hubiese permitido que la convenciera para aceptar ningún tipo de pago. Para ella era importante que Serpiente aceptara el regalo.

—Lo siento, Grum. Gracias.


Los caballos estaban ensillados y dispuestos para la marcha. Serpiente cargó a Veloz con la mayor parte del equipo para aliviar a Ardilla. La silla de la yegua, aunque decorada e intrincadamente trabajada, era funcional. Encajaba tan bien en el caballo y era tan cómoda y de una calidad tan excelente que Serpiente empezaba a sentirse incómoda por lo llamativa que era.

Grum y Pauli acudieron a despedirla. Nadie había sufrido ninguna reacción adversa a la vacuna, así que Serpiente podía marcharse sin problemas. Abrazó cariñosamente a las dos mujeres. Grum la besó en la mejilla con sus labios suaves, cálidos y muy secos.

—Adiós —susurró Grum mientras Serpiente montaba en la yegua—. ¡Adiós! —repitió en voz alta.

—¡Adiós! —Serpiente azuzó al animal y se giró en la silla para despedirse.

—Si llegan las tormentas —chilló Grum—, busca una cueva. No olvides las señales. ¡Te llevarán a Montaña más rápidamente!

Sonriendo, Serpiente guió a la yegua entre los árboles. Aún podía oír los consejos y avisos de Grum referentes a los oasis, el agua y las dunas de arena, la dirección del viento, los sistemas que tenían las caravanas de conservar sus pertrechos en el desierto; y sobre senderos, carreteras y posadas para cuando llegara a las montañas cenitales, la alta hilera que separaba los desiertos orientales y occidentales. Ardilla trotaba al lado de Serpiente, sano y con su pata sin herrar.

La yegua, bien descansada y alimentada, habría querido galopar, pero Serpiente la obligó a ir al trote. Tenían un largo camino por delante.


Veloz resopló y Serpiente se despertó con brusquedad y casi se golpeó la cabeza con la cornisa de roca. Era mediodía; en su sueño se había acurrucado en la única sombra que quedaba.

—¿Quién anda ahí?

No respondió nadie. No había ninguna razón para que hubiera alguien cerca. El oasis de Grum y el siguiente antes de llegar a las montañas estaban a dos noches de distancia: Serpiente había acampado para pasar el día en las rocas desoladas. No había plantas, ni comida, ni agua.

—Soy curadora —gritó y se sintió como una idiota—. Ten cuidado, mis serpientes están sueltas. Habla, déjame verte o hazme alguna señal y las recogeré.

No contestó nadie.

No hay nadie ahí fuera, por eso, pensó Serpiente. Por el amor de los dioses, nadie te está siguiendo. Los locos no siguen a la gente, simplemente están… locos.

Se tumbó de nuevo y trató de quedarse dormida, pero cada vez que las arenas arrastradas por el viento la tocaban, se despertaba… No se sintió cómoda hasta que llegó la noche y levantó el campamento para dirigirse hacia el este.


El sendero rocoso montaña arriba refrenaba a los caballos y volvió a hacer cojear a Ardilla. Serpiente cojeaba también ligeramente, pues el cambio de altitud y temperatura le afectaban la rodilla mala. Pero el paso hacia el valle que albergaba la Montaña se encontraba a otra hora de marcha. Al principio, el sendero había sido escarpado, pero lo habían superado; pronto pasarían la cima del macizo oriental de las montañas centrales. Serpiente desmontó para dejar descansar a Veloz.

Serpiente contempló el horizonte mientras rascaba la testuz de Ardilla. El animal mordisqueó sus bolsillos. Una fina polvareda oscurecía el horizonte, pero las dunas cercanas de arena negra brillaban ante ella, reflejando la luz rojiza del sol. Las ondas de calor daban ilusión de movimiento. Una vez, uno de sus maestros le describió el océano, y Serpiente imaginó que tenía este aspecto.

Se alegraba de dejar atrás el desierto. El aire era ya más frío, y la hierba y los matojos se aferraban tenazmente en las grietas llenas de rica ceniza volcánica. Más abajo, el viento arrastraba arena, tierra y ceniza de la falda de las montañas. Estas plantas altas y resistentes crecían al socaire, pero no había mucha agua para ayudarlas.

Serpiente se dio la vuelta y condujo al caballo y al pony hacia arriba. Sus botas resbalaban en la roca pulida por el viento. La túnica del desierto la molestaba, así que se la quitó y la anudó tras la silla. Los pantalones anchos y la blusa de mangas cortas que llevaba aleteaban contra sus piernas con el viento. A medida que se iba acercando al paso, el viento aumentaba, pues el estrecho desfiladero en la roca funcionaba como un embudo que ampliaba la más leve brisa. Dentro de unas horas haría frío. ¡Frío…! Apenas podía imaginar semejante lujo.

Serpiente alcanzó la salida y se internó en otro mundo. Al contemplar el verde valle, sintió que tenía que dejar detrás todas las desgracias del desierto. Ardilla y Veloz alzaron la cabeza y olisquearon y resoplaron ante el olor del fresco pasto, el agua corriente y otros animales.

La ciudad en sí se extendía a ambos lados del camino principal, macizos en edificios de piedra construidos contra la montaña, escarbados en ella, asomados negro sobre negro. Los campos cubrían el suelo del valle, esmeraldas y dorados sobre el plano curso de un río plateado. El extremo más lejano del valle, más alto que el lugar donde Serpiente se encontraba, era vegetación y bosque hasta por debajo de los picos pelados del otro macizo montañoso.

Serpiente inspiró profundamente el aire libre y empezó a descender.

La hermosa gente de Montaña conocía a los curadores desde mucho antes. Su deferencia, contrariamente al miedo que Serpiente había saboreado al otro lado del desierto, estaba coloreada por la admiración y la cautela. Estaba acostumbrada a la cautela; se debía solamente al sentido común, pues Sombra y Susurro podían resultar peligrosas para cualquier persona menos para ella. Serpiente devolvió los respetuosos saludos con una sonrisa mientras guiaba sus caballos entre las calles empedradas.

Las tiendas cerraban y las tabernas abrían. Mañana, la gente empezaría a acudir a Serpiente para pedirle su ayuda, pero esperaba que esta noche le permitieran una cómoda habitación en la posada, una buena cena y una botella de vino. El desierto la había dejado exhausta. Si alguien acudía a verla ahora, tan tarde, sería un caso de enfermedad grave. Esperaba que no hubiera nadie muriendo esta noche en Montaña.

Dejó los caballos en la puerta de una tienda que estaba aún abierta y se compró pantalones nuevos y una camisa; escogió la talla por aproximación, siguiendo los consejos del propietario, pues estaba demasiado cansada para probárselos.

—No importa —dijo el dueño—. Puedo adaptarlos más tarde, si quiere. O también puede devolverlos si no le gustan. Puedo cambiar cosas, en el caso de una curadora.

—Me estarán bien —respondió Serpiente—. Gracias. —Pagó y salió de la tienda. Había una farmacia en la esquina, y la propietaria estaba cerrando la puerta.

—Discúlpeme —dijo Serpiente.

La farmacéutica se dio la vuelta, sonriendo resignadamente. Entonces, al mirar a Serpiente y su carga, vio el zurrón de las serpientes. La sonrisa se convirtió en sorpresa.

—¡Una curadora! —exclamó—. Entre. ¿Qué necesita?

—Aspirina —dijo Serpiente. Sólo le quedaban unos pocos granos, y no quería agotarlos—. Y alcohol de yodo, si lo tiene.

—Sí, por supuesto. Yo misma hago la aspirina y purifico el yodo cuando lo tengo. Mis productos no están adulterados —rellenó las botellas de Serpiente—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vimos un curador en Montaña.

La belleza y la salud de su pueblo es proverbial —dijo Serpiente, y no estaba haciendo ningún cumplido. Contempló la tienda—. Y su material es excelente. Espero que pueda manejarlo todo.

En una sección de los estantes, la farmacéutica conservaba los calmantes del tipo fuerte y abrumador que debilitaba el cuerpo en vez de fortalecerlo. Sintió vergüenza de comprarlos porque tendría que admitir de nuevo la pérdida de Silencio, así que evitó mirarlos. Sin embargo, si había alguien muy enfermo en Montaña, tendría que utilizarlos.

—Oh, vamos tirando —dijo la farmacéutica—. ¿Dónde se alojará? ¿Puedo enviarle gente?

—Por supuesto. —Serpiente mencionó la posada que le había recomendado Grum, pagó las medicinas y salió de la tienda junto con la propietaria, quien giró en dirección contraria. Sola, emprendió la marcha calle abajo.

Vio de reojo una figura embozada. Serpiente se giró y se situó en posición defensiva. Veloz resopló y se hizo a un lado. La figura embozada se detuvo.

Avergonzada, Serpiente se enderezó. La persona que se le acercaba no iba ataviada con las ropas del desierto, sino envuelta en una capa encapuchada. No pudo verle la cara, oculta por la capucha, pero no era ningún loco.

—¿Puedo hablar contigo un momento, curadora? —Su voz reflejaba duda.

—Por supuesto. —Si el hombre podía ignorar lo extraño de su conducta, ella la dejaría pasar también sin hacer ningún otro comentario.

—Me llamo Gabriel. Mi padre es el gobernador de la ciudad. He venido a invitarte a nuestra residencia.

—Eres muy amable. Había planeado quedarme en la posada…

—Es una posada excelente —dijo Gabriel— Y el dueño se sentirá honrado con tu presencia. Pero mi padre y yo deshonraríamos a Montaña si no te ofreciéramos lo mejor.

—Gracias —contestó Serpiente. Estaba empezando a sentirse, si no cómoda, al menos agradecida por la generosidad y hospitalidad que ofrecían a los curadores—. Acepto tu invitación. No obstante, debo dejar un mensaje en la posada. La farmacéutica dijo que era posible que me enviara gente.

Gabriel la miró. Serpiente no podía ver más allá de la sombra de la capucha, pero pensó que tal vez estaba sonriendo.

—Curadora, a media noche, todo el mundo en el valle sabrá exactamente dónde estás.

Gabriel la guió a través de las calles que se curvaban siguiendo los contornos de la montaña, entre edificios de piedra negra de una sola planta. Los cascos de los caballos y las botas de Gabriel y Serpiente resonaban con fuerza sobre el empedrado, produciendo ecos por delante y detrás. Los edificios terminaron y la calle se ensanchó hasta convertirse en una carretera pavimentada, separada de la hondonada del valle tan sólo por un grueso muro.

—Normalmente, mi padre habría venido a saludarte —dijo Gabriel. Su tono no sólo era de disculpa, sino inseguro, como si tuviera algo que decirle y no supiera cómo empezar.

—No estoy acostumbrada a ser recibida por dignatarios.

—Quiero que sepas que te habríamos invitado bajo cualquier circunstancia, incluso si… —Su voz se quebró.

—¡Ah! —dijo Serpiente—. Tu padre está enfermo.

—Sí.

—No tienes que dudar en pedirme ayuda. Es mi profesión, después de todo. Y si consigo alojamiento gratis, es un beneficio inesperado.

Serpiente no veía la cara de Gabriel, pero la tensión desapareció de su voz.

—No quería que creyeras que somos de esa clase de gente que nunca ofrece nada sin esperar algo a cambio.

Continuaron en silencio. La carretera se curvaba para rodear un macizo de roca que cortaba la línea de visión, y Serpiente contempló por primera vez la residencia del gobernador. Era ancha y alta, construida contra la cara inclinada de un acantilado. La habitual piedra negra estaba salpicada con franjas estrechas de blanco justo bajo el tejado, que presentaba un grupo de brillantes paneles solares al este y al sur. Las ventanas de las habitaciones superiores eran enormes paneles curvados para igualar las torres de cada lado del edificio principal. Las luces que brillaban a través de ellas no mostraban ninguna falla. A pesar de las ventanas y el labrado de las altas puertas de madera, la residencia era tanto una fortaleza como una exhibición de belleza. No tenía ventanas en la planta baja, y las puertas eran sólidas y compactas. Su extremo más lejano estaba escudado por un segundo macizo. El patio pavimentado terminaba en el acantilado, que en ese punto no era tan alto como en el sitio donde Serpiente se encontraba ahora. Un sendero iluminado llevaba a su pie, donde se encontraban los establos y una pequeña zona de pastos.

—Es impresionante —dijo Serpiente.

—Pertenece a Montaña, aunque mi padre lleva viviendo aquí desde mucho antes de mi nacimiento.

Continuaron recorriendo la carretera de piedra.

—Habíame de la enfermedad de tu padre —estaba segura de que no podía ser demasiado seria, o Gabriel habría estado mucho más preocupado.

—Fue un accidente de caza. Uno de sus amigos le atravesó la pierna con una lanza. No quiere admitir que está infectada. Tiene miedo de que se la amputen.

—¿Qué aspecto tiene?

—No lo sé. No me permite verla. Ni siquiera me ha dejado verle desde ayer —hablaba con resignada tristeza.

Serpiente le miró, preocupada, pues si su padre era lo bastante testarudo y temeroso como para soportar un dolor considerable, su pierna podría estar infectada hasta un punto irreversible.

—Odio las amputaciones —dijo Serpiente con bastante sinceridad—. Te sería difícil creer lo que llego a hacer para evitar tener que practicarlas.

Gabriel llamó a la entrada de la residencia, y las pesadas puertas se abrieron. Saludó al criado e hizo llevar a Ardilla y Veloz a los establos.

Serpiente y Gabriel entraron en el vestíbulo, una cámara de negra piedra pulida que reflejaba el movimiento e imágenes borrosas. Como no había ventanas, estaba bastante oscuro, pero otro criado entró rápidamente y encendió las luces de gas. Gabriel dejó el petate de Serpiente en el suelo, se echó hacia atrás la capucha y dejó que la capa le resbalara por los hombros. Las paredes pulidas reflejaron su cara erráticamente.

—Podemos dejar aquí tu equipaje. Alguien lo subirá. Serpiente se rió para sí al oír que llamaba «equipaje» a su petate, como si fuera una rica mercader a punto de iniciar un viaje de negocios.

Gabriel se volvió hacia ella. Al ver su cara por primera vez, Serpiente contuvo la respiración. Los habitantes de Montaña eran muy conscientes de su belleza; este joven salía a la calle tan embozado que Serpiente se había preguntado si no sería feo, o incluso marcado con cicatrices, o deforme. Estaba preparada para eso. Pero en realidad, Gabriel era la persona más hermosa que jamás había visto. Era fornido y bien proporcionado. Su cara era bastante cuadrada, pero no llena de planos y ángulos como la de Arevin; reflejaba más vulnerabilidad, sentimientos más cerca de la superficie. El muchacho se aproximó a ella y pudo ver que sus ojos eran de un azul inusitadamente brillante. Su piel tenía el mismo tono bronceado que su pelo rubio oscuro. Serpiente no podía decir por qué resultaba tan hermoso, si la belleza se debía a la simetría de sus rasgos, a su equilibrio y su piel sin mácula, o a cualidades menos definibles, o a todo a la vez y más; pero Gabriel era, simplemente, impresionante.

El muchacho la miró expectante, y Serpiente se dio cuenta de que pensaba que debería dejar también el zurrón de cuero. No pareció darse cuenta del efecto que producía en ella.

—Mis serpientes están aquí dentro —dijo—. Las llevo siempre conmigo.

—Oh… lo siento —empezó a sonrojarse hasta las cejas—. Tendría que haber sabido…

—No te preocupes, no tiene importancia. Creo que es mejor que veamos a tu padre cuanto antes.

—De acuerdo.

Subieron por una amplia escalera de caracol hecha de bloques de piedra cuyos bordes estaban gastados por el tiempo y el uso.

Serpiente no había conocido nunca a una persona tan extremadamente hermosa que fuera tan sensible a las críticas como Gabriel, especialmente a las críticas intencionadas. La gente muy atractiva normalmente exudaba un aura de autoconfianza y seguridad que a veces llegaba a la arrogancia. Gabriel, por el contrario, parecía excesivamente vulnerable. Serpiente se preguntó a qué se debería aquello.

Las gruesas paredes de roca de los edificios de las ciudades montañesas conservaban sus habitaciones a una temperatura casi constante. Después de pasar tanto tiempo en el desierto, Serpiente agradecía su frescor. Sabía que estaba sudada y cubierta de polvo por el viaje, pero ahora no se sentía cansada. El zurrón de cuero era un peso satisfactorio en su mano. Agradecería un simple caso de infección. A menos que fuera tan grave que no pudiera hacer otra cosa sino amputar, había pocas posibilidades de complicación, y casi ninguna de muerte. Estaba contenta porque probablemente no tendría que enfrentarse al hecho de perder otro paciente tan pronto.

Siguió a Gabriel por la escalera de caracol. El muchacho no se detuvo al llegar a lo alto, pero Serpiente hizo una pausa para echar un vistazo a la enorme habitación. Su alta ventana de color de humo, el panel curvado en la cima de la torre, ofrecían un espectacular panorama del valle entero. La escena dominaba toda la habitación, y alguien se había dado cuenta de eso, pues no había muebles para distraer la atención, excepto grandes almohadones de colores neutros. El suelo tenía dos niveles, un semicírculo superior colocado contra la pared negra, a donde conducían las escaleras, y un anillo más bajo y más ancho que bordeaba la ventana.

Serpiente oyó gritos de enfado, y un momento después un hombre viejo salió de la habitación de al lado, tropezó con Gabriel y le hizo perder el equilibrio. Gabriel, una vez que hubo recuperado el equilibrio, agarró al viejo por los hombros para sostenerle, y el viejo se agarró a él por la misma razón. Se miraron mutuamente con gravedad, ajenos a lo gracioso de la situación.

—¿Cómo está? —preguntó Gabriel.

—Peor —respondió el viejo. Miró a Serpiente—. ¿Es…?

—Sí, he traído a la curadora —se volvió a presentarla al viejo—. Brian es el ayudante de mi padre. Nadie más puede acercársele.

—Ahora no puedo hacerlo ni siquiera yo —dijo Brian. Se apartó el pelo blanco de la frente—. No me permitió verle la pierna. Le duele tanto que ha tenido que meter una almohada bajo las mantas para colocar el pie encima. Tu padre es un hombre testarudo, señor.

—Nadie lo sabe mejor que yo.

—¡Dejad de hacer ruido ahí fuera! —gritó el padre de Gabriel—. ¿Es que no tenéis respeto? Salid de mis habitaciones.

Gabriel se enderezó y miró a Brian.

—Será mejor que entremos.

—Yo no, señor —dijo Brian—. Me ordenó que saliera. Me dijo que no volviera a entrar hasta que me llamara, si lo hacía alguna vez. —El viejo parecía abatido.

—No importa. No hablaba en serio. Nunca te haría daño.

—De verdad, ¿crees eso, señor? ¿Que no pretende hacer daño?

—No te hará daño a ti. Eres indispensable. Yo no.

—Gabriel… —dijo el viejo, abandonando su pose de servilismo.

—No te vayas muy lejos —dijo Gabriel rápidamente—. Espero que quiera verte pronto. —Entró en el dormitorio de su padre.

Serpiente le siguió al interior. Sus ojos se acostumbraron lentamente a la oscuridad, pues las cortinas escondían las amplias ventanas y las lámparas no estaban encendidas.

—Hola, padre —saludó Gabriel.

—Lárgate. Te dije que no me molestaras.

—He traído a una curadora.

Como todos los otros habitantes de Montaña, el padre de Gabriel era guapo. Serpiente lo notaba, a pesar de las arrugas de ansiedad que surcaban su fuerte rostro. Tenía la piel blanca, ojos oscuros y pelo negro enmarañado por su permanencia en cama. Sano, resultaría impresionante, el tipo de persona que siempre toma el control del grupo al que se une. Era guapo de una manera completamente diferente de Gabriel, una que Serpiente podía reconocer pero hacia la que no sentía ninguna atracción.

—No necesito ninguna curadora —dijo—. Márchate. Quiero a Brian.

—Le asustaste y le has hecho daño, padre.

—Llámale.

—Vendría si lo hiciera. Pero no puede ayudarte. La curadora sí puede. Por favor… —la voz de Gabriel adquirió un tinte de desesperación.

—Gabriel, por favor, enciende las lámparas —dijo Serpiente. Dio un paso hacia adelante y se plantó junto a la cama del gobernador.

Gabriel obedeció, y su padre se apartó de la luz. Tenía los párpados hinchados y los ojos inyectados en sangre.

Sólo movió la cabeza.

—Se pondrá peor —dijo Serpiente amablemente—. Llegará un momento en que no se atreverá a moverse. Al final, aunque quiera no podrá hacerlo, porque el veneno de la herida le debilitará demasiado. Entonces morirá.

—¡Mira quién viene a hablar de venenos!

—Me llamo Serpiente. Soy curadora. Yo entiendo de venenos.

El hombre no reaccionó ante el significado de su nombre, pero Gabriel sí lo hizo, y se volvió a mirarla con renovado respeto, e incluso temor.

—¡Serpiente! —exclamó el gobernador.

Serpiente no estaba acostumbrada a malgastar fuerzas con discusiones o métodos de persuasión. Se dirigió al pie de la cama y apartó las mantas para poder observar la pierna herida del gobernador. Éste empezó a sentarse, protestando, pero se tumbó bruscamente, respirando con dificultad, con la cara pálida y brillante debido al sudor.

Gabriel se acercó a Serpiente.

—Será mejor que te pongas allí con él —dijo. Podía oler el empalagoso olor de la infección.

La pierna era un espectáculo desagradable. La gangrena había empezado. La carne estaba hinchada, franjas rojas subían hasta el muslo. Dentro de unos pocos días, el tejido moriría y se volvería negro, y entonces no se podría hacer otra cosa sino amputar.

El olor era fuerte y nauseabundo. Gabriel estaba más pálido que su padre.

—No tienes por qué quedarte —dijo Serpiente.

—Yo… —tragó saliva y empezó de nuevo—. Estoy bien.

Serpiente volvió a colocar las mantas en su sitio, cuidando de no presionar el pie hinchado. Curar al gobernador no sería ningún problema. Pero tendría que lidiar con su beligerancia defensiva.

—¿Puedes ayudarle? —preguntó Gabriel.

—¡No hace falta que me hagas de intérprete! ¡Puedo hablar por mí mismo! —dijo el gobernador.

Gabriel bajó la mirada con aquella ilegible expresión suya que su padre ignoró, pero que a Serpiente le pareció resignada, lastimera y carente por completo de furia.

Gabriel se dio la vuelta y se dedicó a las lámparas de gas. Serpiente se sentó en el borde de la cama y palpó la frente del gobernador. Como había esperado, la fiebre era alta.

El gobernador se dio la vuelta.

—No me mires.

—Puede ignorarme —dijo Serpiente—. Puede incluso ordenarme que me marche. Pero no puede ignorar la infección, y ésta no se detendrá porque usted lo diga.

—No me amputarás la pierna —dijo el gobernador, pronunciando cada palabra por separado, sin expresión.

—No pretendo hacerlo. No será necesario.

—Sólo necesito que Brian la lave.

—¡No puede lavar la gangrena! —Serpiente empezaba a enfurecerse por la actitud infantil del gobernador. Si la fiebre lo hubiera hecho delirar, le habría tratado con infinita paciencia; si estuviera a punto de morir, comprendería que no estuviese dispuesto a admitir lo que pasaba. Pero no era el caso. Parecía tan acostumbrado a salirse con la suya que no podía aceptar la mala suerte.

—Padre, escúchala, por favor.

—No finjas que te preocupas por mí —dijo el padre de Gabriel—. Serías muy feliz si me muriera.

Blanco como el mármol, Gabriel se quedó inmóvil durante unos segundos; luego, lentamente, se dio la vuelta y salió de la habitación.

Serpiente se levantó.

—Ha dicho algo terrible. ¿Cómo se atreve? Cualquiera podría ver que quiere que viva. Le ama.

—No quiero ni su amor ni tus medicinas. Ninguna delas dos cosas pueden ayudarme.

Cerrando los puños, Serpiente siguió a Gabriel.

El joven estaba sentado en la habitación de la torre, mirando la ventana, apoyado contra el escalón que formaba el desnivel. Serpiente se sentó a su lado.

—No siente las cosas que dice —la voz de Gabriel era tensa y humillada—. En realidad…

Se echó hacia adelante y se cubrió la cara con las manos, sollozando. Serpiente lo rodeó con sus brazos y trató de consolarle, le sostuvo, palmeó sus fuertes hombros y acarició su suave cabello. Fuera cual fuese el origen de la animosidad que sentía el gobernador, Serpiente estaba segura de que no se debía al odio o a la envidia por parte de Gabriel. El muchacho se secó la cara con la manga.

—Gracias —dijo—. Lo siento. Cuando se pone así…

—Gabriel, ¿tiene tu padre un historial de inestabilidad? Por un momento, Gabriel pareció sorprendido. Se echó a reír bruscamente, pero sin amargura.

—¿Inestabilidad mental, quieres decir? No, está bastante sano. Es un asunto personal entre nosotros. Supongo… —Gabriel dudó—. A veces debe desear que me muera, para poder adoptar un hijo mayor más adecuado, o tener otro. Pero no se volverá a unir a nadie. Tal vez tiene razón. Talvez a veces también yo deseo que se muera.

—¿Lo crees así?

—No quiero creerlo.

—Yo no lo creo. En absoluto.

Él la miró, iniciando lo que Serpiente pensaba sería una sonrisa absolutamente radiante, pero sollozó otra vez.

—¿Qué pasará si no se hace nada?

—Estará inconsciente dentro de un par de días. Luego… luego la elección será amputarle la pierna contra su voluntad, o dejarle morir.

—¿No puedes tratarle ahora? ¿Sin su consentimiento? Serpiente deseó poder darle una respuesta que le gustara más.

—Gabriel, no es fácil decir esto, pero si pierde la conciencia mientras aún está decidido a que no le ayude, entonces tendré que dejarlo morir. Tú mismo has dicho que está cuerdo. No tengo ningún derecho a actuar en contra de sus deseos. No importa lo estúpidos y desmesurados que éstos sean.

—Pero podrías salvarle la vida.

—Sí. Pero es su vida.

Gabriel se frotó los ojos con las manos en un gesto de cansancio.

—Iré a hablar con él.

Serpiente le siguió a las habitaciones de su padre, pero estuvo de acuerdo en quedarse fuera cuando Gabriel entró. El joven tenía valor. A pesar de los defectos que tuviera a los ojos de su padre (y al parecer también a los suyos propios), tenía valor. Sin embargo, quizás a otro nivel, la cobardía no estaba totalmente ausente, pues ¿por qué razón iba a quedarse aquí y permitía que le trataran de aquella forma? Serpiente no pudo imaginarse a sí misma en aquella situación. Pensaba que sus lazos con los otros curadores, su familia, eran todo lo fuertes que podían sostener una relación, pero tal vez los lazos de sangre eran aún más fuertes.

Serpiente no se sintió culpable por escuchar la conversación.

—Quiero que dejes que te ayude, padre.

—Nadie puede ayudarme. Ya no.

—Sólo tienes cuarenta y nueve años. Puede que alguien te hiciera sentir lo mismo que sentiste por madre.

—No metas a tu madre en esto.

—No, ya no. Nunca la conocí, pero la mitad de mí es ella. Lamento haberte decepcionado. He decidido marcharme de aquí. Después de unos pocos meses puedes decir… no, dentro de unos meses vendrá un mensajero y te dirá que he muerto, y nunca tendrás que saber si es cierto o no.

El gobernador no respondió.

—¿Qué quieres que diga? ¿Que lamento no haberme marchado antes? De acuerdo… lo lamento.

—Eso es algo que nunca tendrías que haberme dicho —dijo el padre de Gabriel—. Eres testarudo, e insolente, pero nunca me habías mentido antes.

El silencio se alargó. Serpiente estaba a punto de entrar cuando Gabriel volvió a hablar.

—Esperaba poder redimirme. Pensaba que podría ser de suficiente utilidad…

—Tengo que pensar en la familia —dijo el gobernador—. Y en la ciudad. Pase lo que pase, siempre serías mi primogénito, aunque no fueras mi único hijo. No podría renegar de ti sin humillarte en público.

Serpiente se sorprendió al notar la compasión en aquella voz ronca.

—Lo sé. Ahora lo comprendo. Pero el que mueras no servirá de nada.

—¿Cumplirás tu plan?

—Lo juro —dijo Gabriel.

—De acuerdo. Que entre la curadora. Si Serpiente no hubiera hecho un juramento para ayudar a los heridos y enfermos, habría dejado el castillo en este mismo momento. Nunca antes había oído un rechazo tan calmado y razonado. Y era entre padre e hijo…

Gabriel salió al pasillo y Serpiente entró en silencio en el dormitorio.

—He cambiado de opinión —dijo el gobernador. Y luego, como si advirtiera lo arrogante que parecía, añadió—: Si aún consientes en tratarme.

—Le trataré —dijo Serpiente brevemente, y salió de la habitación.

Gabriel la siguió, preocupado.

—¿Pasa algo malo? ¿Has cambiado de idea? Gabriel parecía calmado e ileso. Serpiente se detuvo.

—Prometí ayudarle y lo haré. Pero necesito una habitación y unas cuantas horas antes de poder tratar su pierna.

—Te daremos todo lo que pidas.

La guió por toda la planta superior hasta que llegaron a la torre sur. En vez de contener una única habitación inmensa, ésta se hallaba dividida en varias cámaras más pequeñas, menos abrumadoras y más cómodas que las habitaciones del gobernador. La habitación de Serpiente era un segmento de la circunferencia de la torre. El pasillo curvo tras la habitación de invitados rodeaba un baño común central.

—Es casi la hora de la cena —dijo Gabriel mientras le mostraba su cuarto—. ¿Cenarás conmigo?

—No, gracias. Esta vez no.

—¿Quieres que te suba algo?

—No. Sólo vuelve dentro de tres horas.

Le prestó poca atención porque no podía entretenerse con sus problemas mientras planeaba la operación de su padre. Con tono ausente, le dio unas cuantas instrucciones de lo que tenía que preparar en la habitación del gobernador. Como la infección era tan fuerte, sería un trabajo sucio y maloliente.

Una vez que hubo terminado, Gabriel continuó allí.

—Le duele muchísimo —dijo Gabriel—. ¿No tienes nada que pueda sedarle?

—No —dijo Serpiente—. Pero no le vendría mal si pudieras emborracharle.

—¿Emborracharle? De acuerdo, lo intentaré. Pero creo que no servirá de mucho. Nunca le he visto inconsciente por acción de la bebida.

—El valor anestésico es secundario. El alcohol activa la circulación.

—Oh.

Cuando Gabriel se hubo ido, Serpiente drogó a Susurro para elaborar un antídoto para la gangrena. El veneno tendría una suave anestesia local propia, pero aquello no serviría de mucho hasta después de que Serpiente hubiera purgado la herida del gobernador y su circulación no estuviera tan seriamente impedida. No le agradaba la idea de tener que hacerle daño, pero no lo lamentaba tanto como con otros pacientes a los que había tenido que causar dolor en el transcurso de una cura.

Se quitó las polvorientas ropas del desierto y las botas, que necesitaban con urgencia un poco de ventilación. Había dejado su camisa y sus nuevos pantalones en su petate, pero alguien los había subido y los había sacado. Sería agradable volver a vestir las ropas a las que estaba acostumbrada, pero pasaría mucho tiempo antes de que fueran tan cómodas como las que el loco había destruido.

El cuarto de baño estaba suavemente iluminado con lámparas de gas. La mayoría de los edificios tan grandes como este tenían sus generadores de metano propios. Fueran privados o comunales, los generadores usaban la basura y los desechos humanos como un sustrato para la producción bacteriana de combustible. Con un generador y los paneles solares en el tejado, el castillo probablemente se autoabastecía en lo referente a la energía. Incluso podía tener un sobrante para controlar la temperatura. Si se daba el caso de un verano tan caluroso que sobrepasara el aislamiento natural de la roca, el edificio podría refrigerarse. La estación de los curadores contaba con recursos similares, y Serpiente no lamentaba demasiado volver a disfrutar de ellas. Llenó el baño de agua caliente y se lavó con regalo. Incluso el jabón perfumado era una mejora sobre la arena negra, pero cuando buscó una toalla y descubrió que olía a menta, simplemente se echó a reír.

Pasarían tres horas antes de que la droga surtiera efecto sobre Susurro. Serpiente estaba tumbada en la cama, completamente vestida pero descalza, despierta, cuando Gabriel llamó a la puerta. Serpiente se levantó, agarró amablemente a Susurro por detrás de la cabeza y la dejó enroscarse por su brazo antes de dejar entrar a Gabriel.

El joven observó al ofidio con cautela, suficientemente fascinado para vencer una inquietud obvia.

—No dejaré que te ataque —dijo Serpiente.

—Me estaba preguntando cómo son al tacto.

Serpiente extendió el brazo y el muchacho acarició las suaves escamas de Susurro. Retiró la mano sin hacer ningún comentario.

De vuelta al dormitorio del gobernador, Brian, que ahora no parecía tan abatido, se hallaba contento por tener una vez más a su amo bajo su cargo. El gobernador era un borracho llorón. Sollozaba casi cantarinamente cuando Serpiente se le acercó, y gruesas lágrimas le corrían por las mejillas. Los lamentos cesaron en cuanto vio a Serpiente. La curadora se detuvo al pie de la cama. Le observó, temerosa.

—¿Cuánto ha bebido?

—Todo lo que ha querido —respondió Gabriel.

—Sería mejor que estuviera inconsciente —dijo Serpiente, sintiendo piedad por él.

—Lo he visto beber hasta el amanecer con los miembros del consejo, pero nunca le he visto inconsciente.

El gobernador bizqueó.

—No más brandy —dijo—. No más —las palabras sonaban potentes a pesar de un ligero farfulleo—. Si estoy despierto, no me podrás cortar la pierna.

—Eso es —respondió Serpiente—. Quédese despierto, entonces.

El gobernador miró a Susurro, vio sus ojos que no parpadeaban y su lengua fluctuante, y se echó a temblar.

—Otro medio —dijo—. Tiene que haber otro medio…

—Está probando mi paciencia —dijo Serpiente. Sabía que iba a estallar de un momento a otro o, aún peor, empezaría a llorar por Jesse otra vez. Sólo podía comparar lo mucho que había querido ayudarla y cuan fácilmente podía curara este hombre.

El gobernador se tumbó en la cama. Serpiente sintió que aún temblaba, pero al menos estaba callado. Gabriel y Brian permanecían uno a cada lado. Serpiente apartó las sábanas del pie de la cama y las colocó a modo de barricada visual sobre las rodillas del gobernador.

—Quiero ver —susurró el hombre. Tenía la pierna hinchada y violácea.

—No —dijo Serpiente—. Brian, por favor, abre las ventanas.

El viejo criado se apresuró a obedecer; descorrió las cortinas y abrió los paneles de cristal a la oscuridad exterior. El aire fresco entró en la habitación.

—Cuando Susurro le muerda —dijo Serpiente—, sentirá un dolor agudo. Entonces, la zona alrededor de la mordedura se quedará entumecida. Eso sólo por encima de la herida. El entumecimiento se extenderá lentamente, porque la circulación está casi cortada. Pero cuando se extienda más rápido, purgaré la herida. Después de eso, la antitoxina actuará con más efectividad.

Las mejillas arreboladas del gobernador palidecieron. No dijo nada, pero Brian le acercó un vaso a los labios y bebió copiosamente. El color regresó a su rostro.

Bien, pensó Serpiente. A algunas personas se le puede decir, a otras no.

Serpiente le tendió a Brian un paño limpio.

—Esparce un poco de brandy aquí y pónselo sobre la nariz y la boca. Gabriel y tú podéis hacer lo mismo si queréis, esto no va a ser nada agradable. Y echad un buen trago cada uno. Luego agarradle los hombros. No le dejéis sentarse bruscamente, o asustará a la serpiente.

—Sí, curadora —dijo Brian.

Serpiente limpió la piel por encima de la profunda herida del muslo.

Menos mal que no tiene también el tétanos, pensó, recordando a Ao y los otros recolectores. Los curadores habían visitado Montaña ocasionalmente, aunque lo habían hecho con más frecuencia en el pasado. Tal vez el gobernador había sido vacunado después de saber que no tendría que ver a una serpiente. Se desenredó a Susurro del brazo y la agarró por la protuberancia de su mandíbula, dejándola tocar con la lengua la piel descolorida. El ofidio empezó a reptar sobre la cama. Cuando Serpiente quedó satisfecha con su posición, le soltó la cabeza.


Mordió.

El gobernador gritó.

Susurro sólo mordió una vez, y tan rápidamente que volvió a enroscarse antes de que nadie pudiera darse cuenta de que se había movido. Pero el gobernador lo sabía. Empezó a temblar violentamente otra vez.

Sangre oscura y pus manaron de los dos pequeños pinchazos.

El resto del trabajo de Serpiente fue maloliente y sanguinolento, pero rutinario. Abrió la herida y la dejó desangrarse. Esperaba que Gabriel no hubiera cenado demasiado, porque parecía a punto de vomitar, incluso con el paño empapado en brandy sobre la cara. Brian permanecía estoicamente al lado de su señor, confortándole y tranquilizándole.

Cuando Serpiente terminó, la hinchazón de la pierna se había reducido considerablemente. Se pondría bien en unas pocas semanas.

—Brian, ven aquí, ¿quieres?

El viejo la obedeció dubitativo, pero se relajó cuando vio lo que había hecho.

—Tiene mejor aspecto —dijo—. Al menos está mejor que la última vez que me dejó mirarlo.

—Bien. Seguirá sangrando, así que es mejor conservarlo limpio.

Le enseñó cómo tenía que vendar la herida. Brian llamó a un criado joven para que se llevara los paños, empapados, y el olor de la infección y carne putrefacta se disipó pronto. Gabriel estaba sentado en la cama y limpiaba la frente de su padre con una esponja. Un poco antes, el paño empapado en brandy se le había caído de la cara, pero no se había molestado en reemplazarlo. Ya no parecía tan pálido.

Serpiente recogió a Susurro y dejó que el animal se enroscara sobre sus hombros.

—Si le duele mucho la herida, o si le vuelve a subir la temperatura… si hay algún cambio que no sea una mejora, llámame. De lo contrario, lo veré por la mañana.

—Gracias, curadora —dijo Brian.

Serpiente vaciló al pasar junto a Gabriel, pero éste no alzó la mirada. Su padre permanecía muy quieto, respirando pesadamente, estaba dormido o a punto de hacerlo.

Serpiente se encogió de hombros y salió de la torre del gobernador, regresó a su habitación y metió a Susurro en su compartimento. Luego, deambuló escaleras abajo hasta que encontró la cocina. Otro de los omnipresentes e innumerables sirvientes del gobernador le preparó la cena, y después se fue a la cama.

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