12

Al final del tercer día de viaje hacia el sur, los campos cultivados y las casas bien edificadas de Montaña quedaron muy por detrás de Arevin. La carretera era ahora un sendero que se alzaba y descendía entre los bordes de las sucesivas montañas, y le guiaba ora casualmente a través de un valle agradable, ora precariamente a través de piedra. El paisaje se hacía más alto y más agreste. El estólido caballo de Arevin avanzaba pesadamente.

No había topado con nadie en todo el día, en ninguna dirección. Podría fácilmente recibir una ayuda de cualquiera que viajara hacia el sur: alguien que supiera mejor el camino, alguien que tuviera un destino, probablemente le alcanzaría y le sobrepasaría. Pero seguía solo. Sentía el frío del aire de las montañas, cerrado y oprimido por las paredes de roca y los oscuros árboles. Era consciente de la belleza del paisaje, pero la belleza a la que estaba habituado era la de las áridas llanuras de su tierra. Sentía nostalgia de su hogar, pero no podía regresar. Ante sus propios ojos tenía la prueba de que las tormentas del desierto oriental eran más poderosas que las del occidental, pero la diferencia era de cantidad más que de calidad. Una tormenta occidental mataba a las criaturas sin protección en veinte minutos; una oriental lo haría en diez. Tenía que quedarse en las montañas hasta la llegada de la primavera.

No podía esperar ni en la estación de los curadores ni en Montaña. Si no hacía otra cosa, su imaginación acabaría con la convicción de que Serpiente estaba viva. Y si empezaba a creer que estaba muerta, sería peligroso, no sólo para su cordura, sino también para la propia Serpiente. Arevin sabía que no podía ejecutar magia mejor que Serpiente, por mágicos que sus logros pudieran parecer, pero temía imaginarla muerta. Probablemente estaría a salvo en la ciudad subterránea, recopilando nuevos conocimientos que pudieran pagar por las acciones del primo de Arevin. Sabía que el padre más joven de Stavin tenía suerte de no verse obligado a pagar por su error. Suerte para él, mala suerte para Serpiente. Arevin deseaba poder darle buenas noticias cuando la encontrara. Pero todo lo que podría decirle era: «Lo he explicado, he intentado hacer que tu gente comprenda el miedo de los míos. Pero no me respondieron: quieren verme. Quieren que vuelvas a casa.»

En el borde de una pradera creyó que había oído algo y detuvo su caballo. El silencio tenía presencia propia, a su alrededor, sutilmente diferente del típico de un desierto.

¿He empezado a imaginarme sonidos, se preguntó, igual que imagino su contacto en la noche?

Pero entonces, en los árboles que tenía delante, volvió a oír la vibración de las pezuñas de animales. Un pequeño rebaño de delicados ciervos de las montañas apareció trotando hacia él, con sus patas destellando en blanco y sus largos cuellos flexibles tensamente arqueados. Comparados con los enormes bueyes almizcleros de su clan, los frágiles ciervos eran como juguetes. Casi no hacían ruido: eran los caballos de sus pastores los que le habían alertado. Su caballo, ansioso de la compañía de su especie, se acercó.

—Los pastores saludaron y detuvieron sus hermosas monturas. Los dos eran muy jóvenes, de piel bronceada por el sol y pelo rubio muy corto, por su aspecto debían de ser parientes. En Montaña, Arevin se había sentido fuera de lugar con sus ropas del desierto, pero se debía a que lo habían tomado por el loco. No había pensado necesario cambiar su forma de vestir después de aclarar sus intenciones. Pero ahora, los dos jóvenes le miraron un momento, se miraron mutuamente y sonrieron. Arevin empezó a preguntarse si no debería de haber comprado ropas nuevas. Pero tenía poco dinero y no quería emplearlo a menos que fuera en algo absolutamente necesario.

—Estás muy lejos de las rutas comerciales —dijo el pastor. Su tono no era beligerante, sino casual—. ¿Necesitas ayuda?

—No —respondió Arevin—. Pero te lo agradezco.

Los ciervos se arremolinaban a su alrededor. Emitían pequeños sonidos de comunión mutua, como si fueran pájaros.

La pastora gritó y agitó los brazos. Los ciervos se dispersaron en todas las direcciones. Otra diferencia entre este rebaño y el que Arevin apacentaba: la respuesta de un buey almizclero a los gestos de un humano montado a caballo sería acercarse para ver dónde estaba la diversión.

—Dioses, Jean, asustarás a todo bicho viviente desde aquí a Montaña —dijo el muchacho. Pero no parecía preocupado por los ciervos y, de hecho, éstos se agruparon poco más abajo del sendero. Arevin se quedó sorprendido de nuevo por la prontitud con que en este país revelaban sus nombres personales, pero suponía que tendría que acostumbrarse a aquel hecho.

—No podemos hablar con las bestias alrededor —dijo ella, y le sonrió a Arevin—. Es bueno ver la cara de otro ser humano después de no tener nada más que árboles y ciervos. Y a mi hermano.

—Entonces, ¿no habéis visto a nadie más en esta ruta? —Era más una afirmación que una pregunta. Si Serpiente había regresado de Centro y los pastores se habían topado con ella, habría tenido mucho más sentido que viajaran juntos.

—¿Por qué? ¿Estás buscando a alguien? —el joven parecía receloso, o tal vez sólo cansado. ¿Habrían encontrado a Serpiente después de todo? También Arevin podría hacer preguntas impertinentes para proteger a un curador. Y haría muchísimo más por Serpiente.

—Sí —dijo—. A una curadora. Una amiga. Su caballo es gris, y tiene también un pony atigrado, y una niña viaja con ella. Tendría que dirigirse hacia el norte, de vuelta del desierto.

—Pues no lo hace.

—¡Jean!

La muchacha miró a su hermano con el ceño fruncido.

—Kev, no tiene aspecto de querer hacerle daño. Tal vez la necesita para que atienda a alguien enfermo.

—Y tal vez es amigo de ese loco —respondió su hermano—. ¿Por qué la estás buscando?

—Soy amigo de la curadora —repitió Arevin, alarmado—. ¿Visteis al loco? ¿Está Serpiente a salvo?

—¿Ves como está bien? —le dijo Jean a Kev.

—No ha contestado a mi pregunta.

—Ha dicho que era su amigo. Tal vez no es asunto tuyo.

—No, tu hermano tiene derecho a preguntarme —dijo Arevin—. Y tal vez la obligación. Estoy buscando a Serpiente porque le dije mi nombre.

—¿Cuál es tu nombre?

—¡Kev! —dijo Jean, sorprendida.

Arevin sonrió por primera vez desde su encuentro con los dos muchachos. Empezaba a acostumbrarse a las preguntas bruscas.

—Eso es algo que no voy a deciros a ninguno —respondió amablemente.

Kev frunció el ceño, turbado.

—Ya sabemos —dijo Jean—. Es que estamos tanto tiempo aquí, apartados de la gente…

—Así que Serpiente está de regreso —dijo Arevin, con la voz tensa por la excitación y la alegría—. La visteis. ¿Cuándo?

—Ayer —dijo Kev—. Pero no va por este camino.

—Se dirige hacia el sur —informó Jean.

—¡Al sur! Jean asintió.

—Estábamos allí arriba para recoger el rebaño antes deque nieve. La encontramos cuando bajábamos de los pastos altos. Me compró uno de los caballos de carga para que lo montara el loco.

—Pero ¿por qué está con el loco? ¡La atacó! ¿Estáis seguros de que no la obliga a ir con él?

Jean se echó a reír.

—No. Serpiente estaba al mando. No hay duda. Arevin no dudó tampoco de ella, y así pudo descartar el peor de sus miedos. Pero seguía intranquilo.

—Al sur —dijo—. ¿Qué hay al sur? Pensé que no había ciudades.

—No las hay. Hemos llegado más lejos que nadie. Nos sorprendió encontrarla. Casi nadie usa ese paso, ni siquiera cuando regresan de la ciudad. Pero no nos dijo adonde iba.

—Nadie va nunca más al sur que nosotros —dijo Kev—. Es peligroso.

—¿En qué sentido?

Kev se encogió de hombros.

—¿Vas a seguirla? —preguntó Jean.

—Sí.

—Bien. Pero es hora de acampar. ¿Quieres quedarte con nosotros?

Arevin miró hacia el sur. Las sombras de las montañas pasaban el claro del bosque, y el crepúsculo se cerraba.

—No puedes ir mucho más lejos esta noche —dijo Kev.

—Y éste es el mejor sitio para acampar en medio día de viaje.

Arevin suspiró.

—De acuerdo —dijo—. Gracias. Acamparé aquí esta noche.

Arevin agradeció el calor del fuego que crepitaba en el centro del campamento. La fragante leña hacía saltar chispas. Los ciervos de las montañas eran una sombra oscura que se movía en el prado, completamente silenciosa, pero los caballos hacían resonar sus cascos de vez en cuando: pastaban ruidosamente, arrancaban con los dientes los brotes de hierba más tierra. Kev ya se había envuelto en sus mantas; roncaba suavemente junto a la hoguera. Jean estaba sentada frente a Arevin, con las rodillas apretadas contra su pecho. La luz del fuego prestaba a su cara una tonalidad rojiza. Bostezó.

—Creo que me voy a dormir —dijo—. ¿Y tú?

—Sí. Dentro de un momento.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó ella. Arevin alzó la cabeza.

—Ya habéis hecho mucho. Ella le miró con curiosidad.

—No me refería a eso exactamente.

El tono de su voz no era molesto del todo; era más suave, pero lo suficientemente cambiado para que Arevin supiera que pasaba algo.

—No entiendo qué quieres decir.

—¿Cómo lo decís en tu pueblo? Te encuentro atractivo. Te estoy preguntando si te gustaría acostarte conmigo esta noche.

Arevin miró a Jean sin expresión, pero estaba turbado. Deseó no ruborizarse. Tanto Thad como Larril le habían preguntado lo mismo, y él no los había comprendido. Los había rechazado como quien no quiere la cosa, seguramente ellos habrían pensado como mínimo que era una descortesía por su parte. Arevin esperó que se dieran cuenta de que no los había comprendido, que sus costumbres eran diferentes.

—Estoy sana, si eso es lo que te preocupa —dijo Jean concierta aspereza—. Y mi control es excelente.

—Te pido perdón —dijo Arevin—. No te comprendí. Me siento honrado por tu invitación y no dudo de tu salud ni de tu control. Ni tú tendrías que dudar de mí. Pero sino te ofendo, debo decir que no.

—No importa —repuso Jean—. Era sólo una idea. Arevin notó que estaba herida. Al haber rechazado tan brusca e involuntariamente a Thad y Larril, sentía que al menos le debía una explicación. No estaba seguro de cómo explicar sus sentimientos, pues ni siquiera él mismo estaba seguro tampoco de comprenderlos.

—Te encuentro muy atractiva —dijo Arevin—. No quisiera que me malinterpretaras. Pero acostarme contigo no sería justo, mi atención estaría… en otra parte.

Jean le miró a través de las ondas caloríficas de la hoguera.

—Puedo despertar a Kev si quieres. Arevin sacudió la cabeza.

—Gracias. Pero quería decir que mi atención estaría en otro lugar, no en este campamento.

—Oh —dijo ella, con súbita comprensión—. Ya veo. Note lo reprocho. Espero que la encuentres pronto.

—Espero no haberte ofendido.

—No importa —dijo Jean, con un poco de tristeza—. Supongo que no servirá de nada que te diga que no estoy buscando nada permanente, ni siquiera más allá de esta noche.

—No —respondió Arevin—. Lo siento. Sería lo mismo.

—De acuerdo —ella recogió su manta y se acercó al fuego—. Que duermas bien.

Más tarde, tendido en su petate, no resguardado del todo del frío, Arevin pensó lo agradable y cálido que se sentiría junto a otra persona. Se había emparejado con miembros de su clan y de otros vecinos toda su vida, pero hasta que conoció a Serpiente, no había conocido a nadie con quien pudiera unirse. Desde que la había encontrado, no había sentido deseos hacia nadie más, y lo que era aún más extraño, ni se había dado cuenta de que no se sentía atraído por nadie. Permaneció tendido en el duro suelo, reflexionando, y tratando de recordarse a sí mismo que no tenía ninguna evidencia más que un breve roce y unas cuantas palabras ambiguas de que Serpiente sintiera hacia él algo más que una atracción casual. Sin embargo, podía abrigar esperanzas.


Durante largo rato, Serpiente no se movió. En realidad, no pensaba que pudiera hacerlo. Seguía esperando que amaneciera, pero la noche persistía. Tal vez los seguidores de Norte habían cubierto el pozo para mantenerlo a oscuras, pero sabía que aquello era ridículo, aunque sólo fuera porque Norte querría poder verla y reírse de ella.

Mientras consideraba la oscuridad, la luz empezó a brillar sobre su cabeza. Miró hacia arriba, pero todo eran sombras difuminadas y extraños ruidos que se hacían cada vez más fuertes. Escuchó el sonido de cuerdas y madera rozando las paredes de piedra de la grieta y se preguntó qué otro pobre desgraciado había encontrado el refugio de Norte, y entonces, mientras una plataforma descendía suavemente hacia ella por medio de unas poleas, vio que era el propio Norte quien bajaba. Serpiente no podía sujetar a Melissa con más fuerza o esconderla de él, ni siquiera levantarse y luchar por ella. Las luces de Norte iluminaron la grieta y la deslumhraron.

El gigante bajó de su plataforma mientras las cuerdas caían a un lado. Dos de sus seguidores le seguían, portando linternas. Dos grupos de sombras se recortaron en las paredes.

Cuando Norte se hubo acercado lo suficiente, la luz los envolvió y Serpiente pudo verle la cara. Él le sonrió.

—Mis serpientes del sueño te aprecian —dijo, señalando hacia sus pies, donde las serpientes se arremolinaban camino de sus rodillas—. Pero no debes ser tan egoísta.

—Melissa no las quiere —respondió Serpiente.

—Debo decir que no esperaba que estuvieras tan lúcida.

—Soy una curadora.

Norte frunció el ceño, dudando.

—Ah. Ya veo. Sí, tendría que haberlo pensado. Eres resistente, ¿verdad?

Hizo un gesto hacia sus seguidores; éstos soltaron sus linternas y se acercaron a Serpiente, La luz iluminó la cara de Norte desde abajo, y moteó su piel blanca como el papel de extrañas sombras negras. Serpiente retrocedió en un intento de apartarse de sus hombres, pero tenía la roca a sus espaldas; no podía huir a ningún sitio. Los seguidores se abrieron pasó fácilmente entre las piedras y las serpientes del sueño. Al contrario de Serpiente, estaban bien calzados. Uno alargó la mano para quitarle a Melissa. La curadora sintió las serpientes del sueño desenredándose de sus tobillos, y las oyó deslizarse por la roca.

—¡Atrás! —gritó, pero una mano escuálida trató de quitarle a Melissa de los brazos. Serpiente se abalanzó y mordió. Fue lo único que se le ocurrió. Sintió la fría carne retorcerse entre sus dientes hasta que encontró el hueso; saboreó la cálida sangre. Deseó tener dientes más afilados, dientes agudos con canales para albergar veneno. Tal como estaban las cosas, todo lo que podía hacer era esperar que la herida se infectase.

El seguidor de Norte retrocedió con un alarido, al tiempo que apartaba la mano, y Serpiente escupió su sangre. Hubo una ráfaga de movimiento, y los otros la agarraron por el pelo, el brazo y las ropas y la sostuvieron mientras le quitaban a Melissa. Norte la agarró por el pelo con sus largos dedos y le echó hacia atrás la cabeza contra la pared, para que no pudiera volver a morder. La sacaron a la fuerza del estrecho extremo de la grieta. Luchando contra ellos, Serpiente cayó al suelo mientras uno de los seguidores se volvía con Melissa hacia la plataforma. Norte volvió a tirarle del pelo y la arrastró. Sus rodillas se derrumbaron. Intentó levantarse, pero ya no tenía nada con lo que luchar, no le quedaban fuerzas para combatir el cansancio y las heridas. Agarrándose el hombro derecho con la mano izquierda, con los dedos llenos de sangre, se hundió en el suelo.

Norte le soltó el pelo y se acercó a Melissa, la miró a los ojos y le tomó el pulso. Volvió a observar a Serpiente.

—Te dije que no la apartaras de mis criaturas. Serpiente alzó la cabeza.

—¿Por qué estás intentando matarla?

—¿Matarla? No sabes ni la décima parte de lo que crees que sabes. Tú eres la única que la ha puesto en peligro —Soltó a Melissa, regresó junto a la curadora y se agachó para capturar varias serpientes. Las metió en una bolsa donde las introdujo con cuidado para que no le mordieran.

—Tendré que sacarla de aquí para salvarle la vida. Te odiará por haberle arruinado su primera experiencia. Los curadores sois demasiado arrogantes.

Serpiente se preguntó si tenía razón en lo que decía sobre la arrogancia; en ese caso, tal vez tendría también razón respecto a Melissa, respecto a todo lo demás. No podía pensar con propiedad para discutir con él.

—Sé amable con ella —susurró.

—No te preocupes. Será feliz conmigo —hizo un gesto con la cabeza a sus dos seguidores. Mientras éstos se le acercaban, Serpiente intentó levantarse y prepararse para la última defensa. Se estaba irguiendo sobre una rodilla cuando el hombre al que había mordido la agarró por el brazo derecho y la obligó a pegarse al suelo, retorciéndole de nuevo el hombro. El segundo seguidor la agarró por el otro lado.

Norte se inclinó sobre ella. En la mano sostenía una serpiente del sueño.

—¿Hasta qué punto estás segura de tus inmunidades, curadora? ¿También te sientes arrogante sobre ellas?

Uno de los hombres obligó a Serpiente a echar la cabeza hacia atrás para que dejara al descubierto su garganta. Norte era tan alto que aún podía ver cómo hacía descender hacia ella la serpiente del sueño.

Los colmillos se hundieron en su carótida. No pasó nada. Sabía que sería así. Deseaba que Norte se diera cuenta y la soltara, que la dejara tenderse en las frías rocas para dormir, aunque fuera para no volver a despertarse. Estaba demasiado cansada para seguir luchando, demasiado cansada para reaccionar incluso cuando el seguidor de Norte relajó su presa. La sangre corría por su cuello hasta el pecho. Norte cogió otra serpiente del sueño y la dirigió a su garganta.

Cuando la segunda serpiente la mordió, sintió una repentina descarga de dolor que se extendía desde su garganta a través de todo su cuerpo. Jadeó mientras se retiraba, y se quedó temblorosa.

—Ah —dijo Norte—. La curadora está empezando a comprendernos —dudó un momento mientras la contemplaba. Una más, tal vez —dijo—. Sí.

Cuando se inclinó de nuevo sobre ella, su cara estaba en sombras y la luz formaba un halo con su pelo claro y fino. En sus manos, la tercera serpiente del sueño era una sombra silenciosa.

Serpiente retrocedió, pero los seguidores de Norte no aflojaron su presa. Actuaban como si estuvieran hipnotizados por la negra mirada de la serpiente. Se echó hacia adelante y por un momento quedó libre, pero dedos como garras se hundieron en su carne y el hombre al que había mordido maldijo lleno de furia. Para obligarla a echarse hacia atrás, le retorció el brazo derecho con una mano y le hundió las uñas de la otra en su hombro herido.

Norte, que se había apartado del forcejeo, se acercó de nuevo.

—¿Por qué luchas, curadora? Comparte el placer que proporcionan mis criaturas.

Acercó la tercera serpiente del sueño a su garganta. El animal atacó.

Esta vez el dolor la surcó como antes, pero cuando se difuminó le siguió otra oleada de agonía. Serpiente gritó.

—Ah —oyó decir a Norte—. Ahora comprende.

—No… —susurró ella.

Se calló. No le daría a Norte la satisfacción de su dolor.

Los sicarios la soltaron y cayó hacia adelante, mientras trataba de apoyarse con la mano izquierda. Esta vez, la intensidad de la sensación no remitió. Se repitió una y otra vez, como un eco, por el cañón de su cuerpo, construyéndose, reforzándose, resonando. Serpiente temblaba con cada latido. Trataba de respirar entre los agónicos espasmos, y se desplomó contra la fría y dura roca.


La luz del día se filtraba en la grieta. Serpiente estaba tendida en el suelo, con una mano doblada ante ella. La escarcha cubría de plata los rasgados ribetes de su manga. Una gruesa capa blanca de cristales helados cubría los fragmentos de roca del suelo y el lado de la grieta. Fascinada por sus dibujos, Serpiente dejó que su mente vagara entre las delicadas hojas. Mientras las observaba, se hicieron tridimensionales. Estaba en un bosque prehistórico de helechos y coníferas, todo en blanco y negro.

Aquí y allá, senderos húmedos cortaban las huellas, volviendo bruscamente a la bidimensionalidad, formando un segundo dibujo más burdo. Las líneas oscuras parecían las huellas de las serpientes del sueño, pero Serpiente no esperaba que ninguno de los animales estuviera vivo con esta temperatura, ninguno podría deslizarse sobre el suelo cubierto de hielo.

Tal vez Norte, para salvaguardarlas, las había llevado a un lugar más cálido.

Mientras esperaba que aquello fuera cierto, escuchó el silencioso roce de escamas contra la piedra. Una de las criaturas, al menos, se había quedado allí. Esto la consoló, pues significaba que no estaba completamente sola.

Esta debe ser una bestia fuerte, pensó.

Puede que fuera la grande que la había mordido. Su tamaño era suficiente para producir y conservar un poco de calor corporal. Abrió los ojos e intentó localizar el sonido. Antes de que pudiera mover la mano, si es que podía hacerlo, vio a las serpientes.


Porque quedaban más de una. Dos, no, tres serpientes del sueño entrelazadas una contra otra sólo a un palmo de distancia. Ninguna era la grande; ninguna era mucho más grande de lo que había sido Silencio. Se enroscaban y se retorcían, dibujaban en la capa de escarcha oscuros jeroglíficos que Serpiente no podía descifrar. Los símbolos tenían un significado, de eso estaba segura. Sólo una parte del mensaje estaba ante sus ojos, así que, lentamente, con dificultad, volvió la cabeza para observar las huellas entrelazadas. Las serpientes del sueño permanecían al borde de su campo visual, frotándose unas contra otras, formando con sus cuerpos hélices de triples trenzas.

Las serpientes se congelaban y morían, eso tenía que ser, y tenía que llamar a Norte de alguna manera para que las salvase. Serpiente se apoyó sobre los codos, pero no pudo levantarse más. Se revolvió en un intento de hablar, pero una oleada de náuseas se apoderó de ella. Norte y sus criaturas. Serpiente trató de vomitar, pero no había nada en su estómago que pudiera ayudarla a purgar su revulsión. Aún estaba bajo los efectos del veneno.

El agudo dolor se había reducido a un golpeteo sordo. Se esforzó por superarlo, por sentirlo cada vez menos, pero no pudo mantener la energía necesaria. Derrotada, volvió a desmayarse.


Serpiente emergió del sueño, no de la inconsciencia. Seguía notando el dolor de las heridas, pero sabía que las había derrotado al ahuyentarlas, una por una, y que no regresarían. Aún estaba libre, y Norte no podría esclavizarla con las serpientes del sueño. El loco había descrito el éxtasis, por tanto el veneno no la había afectado como hacía con los seguidores del gigante. No sabía si era debido a sus inmunidades de curadora o a causa de la resistencia de su voluntad. Realmente, no importaba.

Comprendió por qué Norte había mostrado tanta seguridad al decir que Melissa no moriría congelada. El frío permanecía, y Serpiente era consciente de ello, pero sentía calor, incluso fiebre. No sabía cuánto tiempo podría conservar su cuerpo el metabolismo incrementado, pero sentía la sangre circulando en su interior y sabía que no tenía que temer la congelación.

Recordó a las serpientes del sueño, activas más allá de toda posibilidad sobre el suelo cubierto de joyas de escarcha.

Debe de haber sido un sueño, pensó.

Pero miró alrededor, y entre los oscuros jeroglíficos de sus huellas se enroscaba un triplete de pequeñas serpientes. Vio un segundo triplete, luego un tercero, y de repente, llena de asombro y delicia, comprendió el mensaje que este lugar y sus criaturas habían intentado darle. Era como si fuera la representante de todas las generaciones de curadores, enviada aquí a propósito para aceptar lo que se le ofrecía.

Al mismo tiempo que se preguntó por qué habían tardado tanto tiempo en descubrir los secretos de las serpientes del sueño, comprendió los motivos. Ahora que había expulsado el veneno, podía entender lo que los jeroglíficos le decían, y veía mucho más que los múltiples tripletes de serpientes del sueño copulando sobre las gélidas piedras.

Su pueblo, como todos los otros pueblos de la tierra, estaba demasiado metido en sí mismo, era demasiado introspectivo. Tal vez aquello era inevitable, pues su aislamiento tenía buenas razones. Pero como resultado, los curadores no tenían perspectiva de los problemas; para proteger a las serpientes del sueño, habían impedido que maduraran. Aquello era también inevitable: las serpientes del sueño eran demasiado valiosas para arriesgarse a experimentar con ellas. Era más seguro producir unas pocas por medio de clones trasplantados nuclearmente que amenazar las vidas de las que ya poseían los curadores.

Serpiente sonrió ante la claridad y simpleza de la solución. Naturalmente que las serpientes del sueño no maduraban nunca. En algún punto de su desarrollo, necesitaban este amargo frío. Naturalmente que rara vez se apareaban, ni tan siquiera las pocas que maduraban espontáneamente: el frío disparaba también la reproducción. Y finalmente: en los diferentes intentos para que las serpientes maduras se aparearan, los curadores seguían tediosos planes para ponerlas juntas… dos a dos.

A falta de ningún otro nuevo conocimiento, los curadores comprendieron que las serpientes del sueño eran alienígenas, pero no había sido capaces de llegar hasta el final de su conclusión.

Dos a dos. Serpiente se rió silenciosamente.

Recordó las apasionadas discusiones con otros curadores durante las clases, en el almuerzo, en su entrenamiento, sobre si las serpientes del sueño serían diploides o hexaploides, pues el número de cuerpos nucleares convertía cada planteamiento en una posibilidad. Pero en todos aquellos debates, nadie había sospechado la verdad. Las serpientes del sueño eran triploides, y requerían un triplete, no una pareja. La hilaridad de Serpiente se disolvió en una triste sonrisa de pena por todos los errores que ella y su pueblo habían cometido durante tantísimos años, obstaculizados como estaban por la falta de información apropiada, por una tecnología mecánica insuficiente para proporcionar las posibilidades biológicas, por el etnocentrismo. Y por el aislamiento forzoso de la tierra con respecto a los otros mundos, por el aislamiento autoimpuesto de tantos pueblos hacia los demás. Su pueblo había cometido errores: con las serpientes del sueño sólo habían obtenido algún éxito por equivocación.

Ahora que Serpiente comprendía, tal vez era demasiado tarde.


Serpiente se sentía cálida, tranquila y soñolienta. La sed la hizo despertarse; luego el recuerdo. La grieta estaba más brillante que nunca, y las rocas sobre las que se hallaba estaban secas. Movió la mano y sintió el calor de la negra roca.

Se incorporó y verificó su estado. Le dolía la rodilla, pero no estaba hinchada. Apenas le dolía el hombro. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero ya había empezado a curarse.

El agua caía en un pequeño riachuelo en el otro lado del pozo. Serpiente se levantó y se acercó apoyándose en la pared de roca. Se sentía temblorosa, como si de repente hubiera envejecido muchos años. Pero aún conservaba su fuerza, sentía cómo regresaba gradualmente. Se arrodilló junto al arroyo, tomó agua con las manos y bebió con cautela. El agua estaba fría y clara. Bebió profusamente, confiando en su decisión. Resultaba extremadamente difícil envenenar a un curador, pero no quería desafiar a su cuerpo con más toxinas.

El agua casi helada hizo que le doliera el estómago vacío. Descartó los pensamientos de comida y se alzó en el centro de la grieta, girándose lentamente para inspeccionarla a la luz del día. Las paredes eran ásperas, pero no tenían fisuras; no podía ver ningún lugar donde asirse. El borde era tres veces más alto de lo que podría saltar aun en el caso de que no estuviera herida. Pero tenía que salir de alguna forma. Tenía que encontrar a Melissa y escapar.

Se sentía mareada. Temiendo dejarse llevar por el pánico, respiró profunda y lentamente durante unos instantes, y cerró los ojos. Le resultaba difícil concentrarse porque sabía que Norte regresaría en cualquier momento. El gigante querría mofarse de ella mientras estuviera despierta, ya que había vencido sus inmunidades y la había afectado con el veneno. Su odio le haría desear verla arrastrarse como el loco, suplicando hasta que la satisfaciera y debilitándose cada vez que lo hiciera. Tiritó y abrió los ojos. En cuanto Norte se diera cuenta del efecto auténtico que tenía sobre ella, lo usaría para matarla, sin duda.

Serpiente se sentó y se quitó el turbante de Melissa que le cubría el hombro. El material estaba rígido y sucio por la sangre, y tuvo que empaparlo para quitar la última capa que permanecía pegada a su piel. Pero la costra de la herida era gruesa y no volvió a sangrar. La herida no era limpia: la cicatriz se llenaría de suciedad y porquería a menos que hiciera algo pronto. Pero no se infectaría y no podía perder tiempo con ella ahora. Rasgó un par de estrechas tiras de un borde del trozo de tela y con el resto hizo una especie de bolsa. Cuatro grandes serpientes del sueño se retorcían en las rocas casi a su alcance. Las capturó, las metió en el saco y buscó más. Las que tenía eran maduras con seguridad, y tal vez una o dos incluso estaban formando huevos fértiles. Capturó tres más, pero el resto había desaparecido. Caminó por entre las piedras con más cuidado, buscando alguna señal de madrigueras, pero no encontró nada.

Se preguntó si no habría imaginado o soñado la escena del apareamiento. Le había parecido tan real…

Lo hubiera soñado o no, antes había muchas más serpientes del sueño en la grieta. O sus agujeros estaban demasiado bien ocultos para que pudiera encontrarlos sin llevar a cabo una búsqueda más exhaustiva, o Norte se había llevado el resto.

De reojo, vio que algo se movía y se dio la vuelta. Estiró la mano para agarrar la serpiente del sueño y ésta la atacó. Retiró la mano, contenta de ver que, después de todo lo que había sucedido, sus reflejos eran todavía capaces de evitar los colmillos. No temía la mordedura: su inmunidad al veneno en este momento sería extremadamente alta. Cada vez que quedaba expuesta a él, hacía falta más cantidad para afectarla. Pero no quería volver a experimentarlo.

Capturó a la última serpiente del sueño grande y la metió en la bolsa, ató la bolsa con una de las tiras de material y se la ató a la cintura con la otra, dejando un largo ronzal.

Sólo veía una manera de escapar. Bueno, había otra manera, pero dudaba que tuviera tiempo de construirse una escalera de piedras y salir de allí. Regresó al extremo de la grieta, al estrecho lugar donde las paredes convergían, donde había sostenido a Melissa.

Algo le hizo cosquillas en el pie desnudo. Miró al suelo y vio la serpiente del sueño recién nacida. Se agachó y la recogió con cuidado para no molestarla. El tejido córneo había caído, y las escamas de debajo eran de color rosa pálido en torno a su boca. Con el tiempo, se volverían escarlata. La diminuta serpiente saboreó el aire con su lengua trífida, hundió la nariz contra su palma, y se enroscó en su pulgar. Serpiente se la guardó en el bolsillo del pecho de su camisa rasgada, donde podía sentir cómo se movía bajo la fina capa de tela. Era joven, y podría domarla. El calor de su cuerpo la acunó.

Serpiente se introdujo en el estrecho espacio. Apoyándose presionó sus hombros y su columna contra la roca. La herida no había vuelto a dolerle, pero no sabía cuánto esfuerzo podría soportar. Se preparó para no sentir el dolor, pero el cansancio y el hambre hacían difícil la concentración. Serpiente colocó su pie derecho contra la pared opuesta y apretó, tensándose. Con cuidado colocó el otro pie sobre la pared y quedó suspendida entre las dos caras de la grieta. Empujó con los dos pies, deslizando los hombros hacia arriba, y apretó las manos. Deslizó los pies un poco más arriba y volvió a empujar, estaba arrastrándose hacia arriba.

Una guijarro se soltó bajo su pie y resbaló. Arañó la pared, tratando de conservar la posición. La piedra le rasgó los codos y la espalda. Cayó, aterrizando de mala forma. Buscó aire, intentó levantarse y luego se tendió. Temblaba de arriba a abajo. Cuando por fin se calmó, inspiró profundamente y se puso en pie de nuevo. Su rodilla mala temblaba ligeramente debido al esfuerzo.

Al menos, no había caído sobre las serpientes del sueño. Se llevó al mano al bolsillo y sintió a la pequeña moviéndose tranquilamente.

Cerrando con fuerza los dientes, Serpiente se apretó contra la pared. Empezó a subir de nuevo, moviéndose con más cuidado, palpando en busca de piedras rotas antes de hacer presión sobre ningún punto nuevo. La roca le arañaba la espalda y las manos le resbalaban por efecto del sudor. Continuó: se imaginó mirando por encima del borde de su prisión el horizonte.

Oyó algo y se quedó inmóvil. No es nada, pensó. Un pedazo de piedra que golpeaba a otra. La roca volcánica siempre parece viva cuando choca contra sí misma.

Los músculos de sus muslos temblaban con el esfuerzo. Le picaban los ojos y la visión se le nublaba por el abundante sudor.

El sonido se repitió. No eran rocas que chocaban, sino dos voces. Y una era la de Norte.

Casi llorando de frustración, Serpiente volvió a bajar por la grieta. Descender resultó igual de difícil, y le pareció que pasaba mucho tiempo antes de poder acortar de un salto el resto del camino. Su espalda, manos y pies arañaban la roca. Hacía tanto ruido en aquel espacio cerrado, que estaba segura de que Norte la oiría. Mientras una roca caía por una cara de la grieta, Serpiente se tendió en el suelo y se enroscó en torno al saco de las serpientes del sueño. Se quedó inmóvil, intentando anular los temblores de la fatiga a base de pura fuerza de voluntad. Necesitaba desesperadamente jadear para recuperar la respiración, pero se obligó a respirar lentamente, como si estuviera profundamente dormida. Hizo como que cerraba los ojos, pero podía ver la sombra que se cernía sobre ella.

—¡Curadora! Serpiente no se movió.

—¡Curadora, despierta!

Oyó el golpe de una bota contra las piernas. Una lluvia de fragmentos de roca cayó sobre ella.

—Sigue durmiendo, Norte —dijo el loco—. Como todos los demás, menos tú y yo. Vámonos a dormir, Norte. Por favor, déjame dormir.

—Calla. Ya no queda veneno. Las serpientes están exhaustas.

—Podrían morder una vez más. O déjame bajar y coger otra, Norte. Una grande. Así podré asegurarme de que la curadora está durmiendo de verdad.

—¿Y a mí qué me importa si duerme o no?

—No puedes confiar en ella, Norte. Es astuta. Me engañó para que la trajera aquí…

La voz del loco se perdió con sus pasos y los de Norte. Por lo que Serpiente pudo oír, Norte no se molestó en replicar de nuevo.

Mientras se marchaban, Serpiente se movió sólo lo suficiente para colocar la mano sobre el bolsillo de su camisa. La recién nacida está aún bien; podía sentirla moverse lenta y tranquilamente bajo sus dedos. Empezó a creer que, si alguna vez llegaba a salir viva de la grieta, la diminuta serpiente lo haría también. O tal vez sería al contrario. Su mano temblaba; la retiró para no asustar a la serpiente. Se dio la vuelta muy despacio y miró al cielo. La parte superior de la grieta parecía encontrarse a una distancia inmensa, como si cada vez que intentaba escalar, sus paredes se hicieran más altas. Una cálida gota corrió por su cara para perderse en su pelo.

Serpiente se sentó. Le costó más trabajo ponerse en pie, pero finalmente se alzó en el estrecho espacio entre las paredes y miró la cara de la roca. Las zonas arañadas de su espalda rozaban contra la piedra, y la herida en su hombro corría el peligro de volver a abrirse de un momento a otro. Sin mirar hacia arriba, Serpiente colocó un pie contra la pared, se agarró, apoyó el otro pie y empezó a subir de nuevo.

Mientras se iba arrastrando cada vez más arriba, pudo sentir que la tela de sus ropas se rompía bajo sus hombros. El turbante anudado se elevó del suelo y rozó la pared bajo ella. Empezó a balancearse; era lo suficientemente pesado como para perturbar el equilibrio. Se detuvo, suspendida como un puente que no condujera a ninguna parte, hasta que el péndulo redujo su oscilación. La tensión de los músculos de sus piernas aumentó hasta que apenas pudo sentir la roca contra sus pies. No sabía lo que le faltaba para llegar a la cúspide y no quería mirar.

Había llegado más alto que antes; aquí las paredes de la grieta se hacían más anchas y le resultaba más difícil agarrarse. A cada pequeño paso que daba, tenía que estirar las piernas un poco más. Ahora estaba suspendida por los hombros, por las manos y por los talones. No podía seguir mucho más. Bajo su mano derecha, la piedra estaba húmeda de sangre. Se esforzó en subir por última vez. Bruscamente, su nuca asomó por encima del borde de la grieta y pudo ver el suelo y las colinas y el cielo. El brusco cambio casi deshizo su equilibrio. Se agarró con el brazo izquierdo, cogiéndose al borde de la grieta con el codo y luego con la mano. Giró el cuerpo y se agarró al suelo con la mano derecha. La herida del hombro le soltó una descarga por la espalda hasta las yemas de los dedos. Hundió las uñas en el suelo, resbaló, se aferró. Buscó un sitio donde apoyar el pie y, de alguna manera, lo encontró. Se colgó contra el muro durante un instante, jadeando en busca de aire y sintiendo las magulladuras en sus caderas donde se había golpeado contra la roca. Por encima de su pecho, en su bolsillo, comprimida pero no aplastada, la serpiente del sueño recién nacida se revolvía infelizmente.

Utilizando sus últimas fuerzas, Serpiente pasó el borde de la grieta y quedó tendida, jadeante, en la superficie horizontal. Todavía le temblaban las piernas. Se arrastró el resto del camino. El turbante roto rozó el suelo de piedra, y su tejido se estiró y se rasgó. Serpiente lo cogió con cuidado y lo colocó a un lado. Sólo entonces, con una mano sobre las serpientes y la otra casi acariciando el terreno sólido, pudo mirar a su alrededor y asegurarse de que no la había visto a nadie. Por el momento, al menos, estaba libre.

Se desabrochó el bolsillo y miró a la serpiente, apenas podía creer que no hubiera sufrido ningún daño. Volvió a abrocharse, cogió una de las cestas de la pila junto a la piedra y metió en ella a las serpientes maduras. Se cargó la cesta a la espalda, se puso temblorosamente en pie y se encaminó a los túneles que circundaban el cráter.

Pero los túneles la rodeaban como si fueran reflejos infinitos, y no pudo recordar por cuál de ellos había venido. Estaba enfrente del gran canal refrigerador, pero el cráter era tan amplio que cualquiera de las tres salidas podía haber sido la que deseaba.

Tal vez sea lo mejor, pensó Serpiente. Tal vez siempre entran por el mismo y tendré más posibilidades de escapar si sigo uno que esté desierto. O tal vez no importa cuál tome, me encontraré con alguien, o tal vez todos los demás conducen a callejones sin salida.

Al azar, Serpiente entró en el túnel situado a mano izquierda. Por dentro parecía diferente, pero eso era debido a que la escarcha se había fundido. También había antorchas en este túnel, de modo que los seguidores de Norte tenían que utilizarlo para algo. Pero la mayoría de ellas habían ardido hasta casi consumirse, y Serpiente se arrastró en la oscuridad desde un vago punto destellante al siguiente, pegada a la pared para poder regresar si el túnel no la conducía al exterior. Cada nueva luz tenía que ser la boca del túnel, pero cada vez encontraba otra antorcha debilitándose. El corredor se extendía hacia adelante. Por mucho que la hubieran acosado antes, por agotada que estuviera ahora, sabía que el primer túnel no había sido tan largo.

Una luz más, pensó. ¿Y entonces…?

El humo negro flotaba a su alrededor, sin revelar siquiera una corriente de aire que pudiera mostrarle el camino. Se detuvo junto a la antorcha y se dio la vuelta. Sólo había oscuridad a su espalda. Las otras llamas se habían apagado, o había tomado una curva que le impedía verlas desde aquí. No podía volver atrás.

Recorrió un gran trecho en la oscuridad antes de ver la siguiente luz. Deseó que fuera la luz del día, hizo tratos y apuestas consigo misma para que así fuera, pero supo que se trataba de otra antorcha ya antes de alcanzarla. Casi se había apagado; era apenas era un rescoldo. Pudo oler el humo acre de una llama moribunda.

Serpiente se preguntó si no se estaría dirigiendo hacia otro pozo, hacia otra grieta que la esperaba en la oscuridad. A partir de entonces, caminó con más precaución, arrastraba el pie hacia adelante sin descargar sobre él su peso hasta asegurarse de que pisaba suelo firme.

Cuando apareció la siguiente antorcha, apenas la advirtió.

No ofrecía la luz suficiente como para ayudarla a guiarse. La cesta se le hacía más pesada y empezaba a notar los efectos de todo cuanto le había sucedido. Le dolían terriblemente la rodilla y el hombro, tanto que tuvo que meterse la mano en el cinturón y dejar reposar el brazo contra su cuerpo. Mientras se arrastraba por el peligroso sendero, pensaba que no podía levantar los pies más alto ni siquiera aunque pudiera hacerlo.

De repente, se encontró en la falda de una colina, a la luz del día, bajo los extraños árboles retorcidos. Miró a su alrededor, atontada, y luego estiró la mano izquierda y acarició la áspera corteza del árbol. Tocó una frágil hoja con un dedo dolorido y arañado.

Serpiente quiso sentarse, reír, descansar, dormir. En cambio, giró a la derecha y dio la vuelta a la colina, esperaba que el largo túnel no la hubiera conducido demasiado lejos del campamento de Norte. Deseó que el gigante o el loco hubieran hecho alguna mención al lugar donde habían puesto a Melissa.

Los árboles terminaron bruscamente. Serpiente casi se internó en el claro antes de detenerse y esconderse en las sombras. Densos matojos bajos de hojas redondas alfombraban el prado con una sólida capa de vegetación escarlata. Sobre el colchón natural estaban tendidos los hombres que había visto con Norte, y más gente. Todos estaban dormidos. Soñando, supuso Serpiente. La mayoría yacían boca arriba, con las cabezas echadas hacia atrás, la garganta al descubierto, revelando las marcas de los pinchazos y unos hilillos de sangre entre muchas otras cicatrices. Serpiente los miró de uno en uno, sin reconocer a nadie, hasta que llegó al otro extremo del claro. Allí, a la sombra de un árbol alienígena, dormía el loco. Su posición difería de la de los demás: estaba boca abajo, y tenía extendidos los brazos ante él como en gesto de súplica. Estaba descalzo, tenía los pies desnudos. Mientras Serpiente atravesaba el claro para acercarse a él, vio las múltiples marcas de colmillos en el interior de sus brazos y tras las rodillas. Así que Norte había encontrado una serpiente todavía útil y el loco había conseguido por fin lo que quería.

Pero Norte no estaba en el claro, y Melissa tampoco. Un sendero muy gastado conducía de nuevo al bosque.


Serpiente lo siguió con cautela, dispuesta a esconderse entre los árboles al menor signo de alerta. Pero no pasó nada. Incluso podía oír el rumor de los animalillos, los pájaros o las indescriptibles bestias alienígenas mientras caminaba descalza sobre el duro terreno.

El sendero terminaba justo a la entrada del primer túnel. Allí, junto a una gran cesta, con sólo una serpiente del sueño en las manos, estaba sentado Norte.

Serpiente le observó con curiosidad. Sostenía al animal con cuidado, por detrás de la cabeza, para que no pudiera atacar. Con la otra mano, acariciaba sus suaves escamas verdes. Serpiente había advertido antes que Norte no tenía cicatrices en la garganta, y suponía que utilizaba un método más lento y más placentero de tomar el veneno. Pero ahora las mangas de su túnica estaban caídas y pudo ver claramente que sus pálidos brazos tampoco aparecían cubiertos por las cicatrices.

Serpiente frunció el ceño. Melissa no estaba en ningún lugar a la vista. Si Norte la había vuelto a meter en las cuevas, Serpiente podría buscarla futílmente durante días y no encontrarla. No le quedaban fuerzas para una larga búsqueda. Salió al claro.

—¿Por qué no dejas que te muerda? —preguntó.

Norte se sobresaltó violentamente, pero no perdió el control de la serpiente. Miró a la curadora con un gesto de pura confusión. Miró rápidamente a su alrededor como si advirtiera por primera vez que no tenía cerca a su gente.

—Están todos dormidos, Norte —dijo Serpiente—. Soñando. Incluso el que me trajo aquí.

—¡Venid! —gritó Norte, pero nadie contestó.

—¿Cómo has salido? —susurró Norte—. He matado a curadores… y nunca tenían magia. Eran tan fáciles de matar como cualquier otra criatura.

—¿Dónde está Melissa?

—¿Cómo saliste? —gritó él.

Serpiente se le acercó sin ninguna idea de lo que iba a hacer. Ciertamente, Norte no era fuerte, pero sentado era aún casi tan alto como ella de pie, y ahora mismo carecía de fuerzas. Se detuvo delante de él.

Norte agitó la serpiente del sueño delante de su cara, como si pretendiera asustarla o atarla a su voluntad con el simple deseo.

Serpiente estaba tan cerca que estiró la mano y acarició al ofidio con la yema de un dedo.

—¿Dónde está Melissa?

—Es mía —dijo él—. No pertenece al mundo exterior. Su lugar es éste.

Pero sus ojos claros y nerviosos le traicionaban. Serpiente siguió su mirada y vio la gran cesta, casi tan larga como su altura y la mitad de profunda. Serpiente se acercó a ella y levantó cuidadosamente la tapa. Dio involuntariamente un paso atrás y tomó aire llena de ira. La cesta estaba casi rebosante de una sólida masa de serpientes del sueño. Se volvió hacia Norte, furiosa.

—¿Cómo has podido…?

—Era lo que necesitaba.

Serpiente le dio la espalda y lentamente, con cuidado, empezó a sacar las serpientes del sueño de la cesta. Había tantas que no podía ver a Melissa más que como una vaga sombra. Sacó a una pareja de serpientes del cesto, y cuando ya no pudieron alcanzar a su hija, las dejó caer al suelo. La primera se deslizó sobre su pie y se enroscó en su tobillo, pero la segunda se perdió rápidamente entre los árboles.

Norte se puso en pie.

—¿Qué estás haciendo? No puedes…

Corrió tras las serpientes liberadas, pero una de ellas se alzó para atacar y Norte retrocedió. Serpiente dejó caer otras dos serpientes al suelo. Norte intentó una vez más capturar a una de ellas, pero el animal lo atacó y el gigante estuvo a punto de caer al suelo al esquivarla. Norte abandonó la caza y corrió hacia Serpiente, usando su altura para amenazarla; pero ella agitó una serpiente del sueño ante él y se detuvo.

—Les tienes miedo, ¿verdad, Norte? —dio un paso hacia él. El gigante intentó mantenerse firme, pero cuando Serpiente dio un segundo paso, retrocedió bruscamente.

—¿No aceptas tus propios consejos? —Serpiente estaba más furiosa que nunca: la parte objetiva de su mente contemplaba horrorizada lo alegre que estaba la otra de poder asustarle.

—Aléjate…

Mientras Serpiente se aproximaba, Norte cayó de espaldas. Se revolvió en el suelo y se apartó, pero tropezó de nuevo cuando intentó levantarse. Serpiente estaba lo suficientemente cerca para poder notar su olor, mohoso y seco, en nada parecido al olor humano. Jadeando como un animal acorralado, se detuvo y se encaró a ella con los puños cerrados para golpearla mientras le acercaba más la serpiente del sueño.

—No —dijo—. No lo hagas… Pensando en Melissa, Serpiente no replicó.

Norte observó a la serpiente del sueño, hipnotizado.

—No… —su voz se quebró—. Por favor…

—¿Es piedad lo que quieres de mí? —gritó Serpiente con alegría, sabiendo que no le ofrecería más merced que la que él le había dado a su hija.

Súbitamente, Norte abrió los puños y le tendió las manos, dejando al descubierto las finas venas azules de sus muñecas.

—No —dijo— Quiero paz —temblaba visiblemente mientras esperaba la mordedura de la serpiente del sueño.

Anonadada, Serpiente retiró las manos.

—¡Por favor! —gimió Norte de nuevo—. ¡Por los dioses, no juegues conmigo!

La curadora miró a la serpiente, luego a Norte. Su placer en la capitulación se convirtió en repulsa. ¿Era tan parecida a él que necesitaba ejercer poder sobre otros seres humanos? Tal vez sus acusaciones eran ciertas. El honor y la deferencia la satisfacían tanto como a él. Y desde luego, era culpable de arrogancia, siempre había sido culpable de arrogancia. Tal vez la diferencia entre Norte y ella no estribaba en la cualidad, sino sólo en la cantidad de poder que ambicionaba. No estaba segura, pero sabía que si usaba la serpiente contra él ahora, mientras estaba indefenso, fueran cuales fueran las diferencias tendrían aún menos significado. Dio un paso atrás, y dejó caer el animal al suelo.

—Apártate de mí —también su voz temblaba—. Voy a coger a mi hija y regresar a casa.

—Ayúdame —susurró él—. Yo descubrí este lugar, usé a sus criaturas para ayudar a los demás, ¿no merezco ayuda ahora? —su aspecto era lastimero, pero Serpiente no se movió.

—De repente, el gigante rugió y se dirigió a la serpiente del sueño. La agarró con una mano y la obligó a morderle la otra muñeca. Gimió cuando los colmillos se hundieron una y otra vez.

Serpiente se apartó, pero el hombre ya no le prestaba atención. Se volvió hacia la gran cesta de mimbre.

Las serpientes del sueño habían empezado a escapar por sus propios medios. Una de ellas se deslizó por encima de la cesta y cayó a tierra con un golpe suave. Otras muchas se asomaron, y gradualmente el peso de toda la masa desbordó la cesta de mimbre y la tumbó. Las serpientes escaparon en un grupo cimbreante. Pero Melissa no estaba allí.

Norte pasó arrastrándose junto a Serpiente, ajeno a su presencia, e introdujo sus pálidas manos empapadas en sangre en la masa de las serpientes del sueño.

La curadora lo agarró y le hizo dar la vuelta.

—¿Qué…? —el hombre se estiró débilmente hacia las serpientes… Sus ojos translúcidos estaban vidriosos.

—¿Dónde está Melissa?

—Estaba soñando… —miró a las serpientes del sueño—. Con ellas.

De alguna manera, Melissa había escapado. De alguna manera, su hija había derrotado a Norte, al veneno, al cebo del olvido. Serpiente buscó de nuevo por todo el campamento, viéndolo todo excepto lo que deseaba ver.

Norte gimió lleno de frustración y Serpiente lo soltó. El gigante se aferró a las serpientes que escapaban hacia el bosque. Sus brazos eran una masa de pinchazos sangrientos, y cada vez que volvía a capturar a una de sus criaturas, la obligaba a morderle.

—¡Melissa! —llamó Serpiente, pero no hubo respuesta.

De repente, Norte rugió; entonces, después de un instante, emitió un extraño gemido. Serpiente miró por encima del hombro. Norte se levantó lentamente, con una serpiente en las manos manchadas de sangre, y un hilillo gemelo de sangre corriéndole por una mordedura que tenía en la garganta. Se enderezó, y la serpiente del sueño se revolvió. Norte cayó de rodillas. Se tendió en el suelo y quedó inmóvil. Su poder le abandonó mientras las extrañas serpientes del sueño escapaban de vuelta a su bosque.

—Por instinto, Serpiente se le acercó. Respiraba con dificultad. No estaba herido, no por una caída tan leve. Serpiente se preguntó si el veneno le afectaría de la misma manera en qué afectaba a sus seguidores. Pero aun cuando no fuera así, aun cuando su miedo le causara una mala reacción, no podía hacer nada por él.

La serpiente del sueño que aún tenía en la mano se revolvió y escapó de su garra. Serpiente contuvo la respiración, apenada. El animal tenía roto el espinazo. Serpiente se arrodilló junto a él y terminó su dolor, como había hecho con Silencio.

Con el sabor de su sangre salada y fría en los labios, buscó su pequeña bolsa de mimbre y se la echó al hombro. No se le ocurría otro sitio donde buscar a Melissa sino en el camino que corría colina abajo, hacia la rotura de la cúpula.

Los árboles-maraña arrojaban una sombra más profunda y oscura aquí que en el primer sitio por donde Serpiente había pasado, y la abertura entre ellos era más estrecha y más baja. Reprimiendo los escalofríos que le recorrían la espalda, continuó cuanto pudo. El bosque extraño que la rodeaba podía albergar cualquier tipo de criatura, desde serpientes del sueño a carnívoros silenciosos.

Melissa no tenía protección ninguna; ni siquiera conservaba su cuchillo.

Cuando ya empezaba a creer que seguía un camino equivocado, llegó al macizo de roca donde el loco la había traicionado. Estaba muy lejos del campamento de Serpiente, y se preguntó cómo podía haber llegado Melissa tan lejos.

Tal vez escapó y se ha escondido, pensó Serpiente. Tal vez está todavía ahí arriba, cerca del campamento de Norte, durmiendo, o soñando… o muriendo.

Dio unos pocos pasos más, dudó, decidió, y continuó adelante.

Tendida fuera del sendero, con los dedos hundidos en el suelo para alejarse a rastras un poco más, Melissa yacía inconsciente justo en el siguiente recodo del camino. Serpiente corrió hacia ella, tropezó, cayó de rodillas junto a ella.

Con cuidado, giró a su hija. Melissa no se movió, estaba inerte y fría. Serpiente le buscó el pulso, primero creyó que lo encontraba, después le abandonaron las esperanzas. Melissa sufría un profundo shock, y no podía hacer nada por ella.

Melissa, hija mía, pensó, has intentado mantener la promesa que me hiciste, y casi lo conseguiste. Yo también te hice promesas, y no cumplí ninguna. Por favor, dame otra oportunidad.

Torpemente, obligándose a usar su brazo derecho casi inutilizado, Serpiente levantó el pequeño cuerpo de Melissa y se lo cargó sobre el hombro izquierdo. Se tambaleó al ponerse en pie, casi perdió el equilibrio. Si caía, no sería capaz de volver a levantarse. El sendero se extendía ante ella, y sabía lo largo que era.

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