Capítulo 16

– ¿Georgina?

– Sigo aquí.

– Menudo embrollo, ¿verdad? Supongo que esto anula tu teoría sobre ángeles vengadores.

– No estoy tan segura.

Mi desolación inicial se había sustituido por una idea nueva, una idea que llevaba filtrándose en mi subconsciente desde que leí el pasaje bíblico en casa de Terry y Andrea. Me preguntaba… me preguntaba exactamente a qué estábamos enfrentándonos, si sería un ángel después de todo. Recordé las palabras del Génesis: En aquel entonces había gigantes en la Tierra… Éstos son los héroes de antaño, hombres famosos…

– ¿Qué opina Jerome de todo esto?

– Nada. ¿Qué esperabas?

– ¿Pero todo el mundo está bien?

– Bien, que yo sepa. ¿Qué vas a hacer? Ninguna estupidez, espero.

– Tengo que comprobar una cosa.

– Georgina… -me advirtió Hugh.

– ¿Sí?

– Ten cuidado. Jerome está de un humor de perros por culpa de todo esto.

Me reí secamente.

– Me lo imagino.

Un silencio azorado se apoderó de la línea.

– ¿Qué me estás ocultando?

Vaciló un momento más.

– Esto… esto te pilla por sorpresa, ¿verdad? ¿Lo de Lucinda?

– Desde luego. ¿Por qué no iba a hacerlo? Otra pausa.

– Es sólo que… en fin, tienes que reconocer que es un poco raro, primero Duane…

– ¡Hugh!

– Y luego, quiero decir, como nadie podía localizarte…

– Ya te lo he dicho, se me ha estropeado el móvil. No hablarás en serio.

– No, no. Es sólo… no sé. Luego hablamos. Colgué.

¿Lucinda muerta? ¿Lucinda, con su falda de espiguilla y su pelo a lo garçon. Era imposible. Me sentía fatal; acababa de verla el otro día. Vale, la había llamado zorra santurrona, pero no le deseaba esto. Como tampoco deseaba la muerte de Duane.

Sin embargo, las conexiones que había trazado Hugh eran extrañas, demasiado para mi gusto. Había discutido tanto con Duane como con Lucinda, y los dos habían fallecido poco después. Pero Hugh… ¿dónde encajaba él? Recordé la pulla de Lucinda: ¿Qué significa la amistad para los de tu clase?… Según tengo entendido, se lo pasó bomba contándole a quien quisiera escuchar lo de tu disfraz con el látigo y las alas. Era cierto que había tenido un pequeño encontronazo con el diablillo justo antes de su agresión. Agresión tan ligera como nuestra discusión, habida cuenta de que había sobrevivido.

Me estremecí, preguntándome qué significaría todo aquello. En ese momento entró Doug.

– ¿Todo aclarado?

– Sí. Gracias. -Nos quedamos callados unos instantes incómodos, hasta que me decidí a abrir las compuertas de mi culpa-. Doug, me…

– Olvídalo, Kincaid. No tiene importancia.

– No debería haberte dicho lo que te dije. Estaba…

– Borracha. Mamada. Hasta las patas. Suele ocurrir.

– Aun así, no tenía derecho. Sólo intentabas ser amable, y me puse como una perra psicópata contigo.

– Tampoco te pusiste tan psicópata.

– ¿Pero perra sí?

– Bueno… -Disimuló la sonrisa, sin mirarme a los ojos.

– Lo siento, Doug. Lo siento de veras.

– Para. Tanto sentimentalismo me va a matar.

Me incliné hacia él y le di un apretón en el brazo, apoyando la cabeza ligeramente en su hombro.

– Eres buena persona, Doug. Realmente buena. Y buen amigo. Siento… siento todas las cosas que han pasado… o que no han pasado… entre nosotros.

– Oye, olvídalo. Para eso están los amigos, Kincaid. -Se hizo un silencio violento entre nosotros; era evidente que esta conversación le hacía sentir incómodo-. ¿Te… te fue todo bien? Te perdí la pista después del concierto. El conjunto que llevas puesto no me tranquiliza ni un pelo.

– No te creerías de quién es esta camisa -bromeé con él, antes de contarle toda la historia de mis vómitos en casa de Seth y la consiguiente fiesta de cumpleaños.

Doug estaba tronchándose de risa cuando terminé, aunque aliviado.

– Mortensen es buen tipo -dijo al final, riéndose todavía.

– Él piensa lo mismo de ti. Doug sonrió.

– Ya sabes cómo es… ay, la leche. Se me olvidaba, con tantas llamadas. -Se dirigió a la mesa, revolvió entre los papeles y libros, y sacó por fin un sobrecito blanco-. Tienes una nota. Paige dice que la encontró anoche. Espero que sean buenas noticias.

– Sí, yo también.

Pero me asaltó la duda en cuanto la vi. La cogí con cuidado, como si pudiera quemarme. El papel y la caligrafía eran idénticos a los de la anterior. Una vez abierto el sobre, leí:

Así que te interesan los ángeles caídos, ¿eh? Bueno, pues esta noche vas a tener una demostración práctica. Seguro que resulta más informativa que tus actuales pesquisas, y no requerirá que te tires al jefe para obtener ayuda con las extrapolaciones… aunque reconozco que ver cómo te prostituyes tiene sus momentos.

Levanté la cabeza y miré a los curiosos ojos de Doug.

– Nada grave -le dije como si tal cosa, doblando la nota y guardándola en mi bolso-. Agua pasada.

El informe de Hugh implicaba que habían asesinado a Lucinda la noche anterior, y según Doug esta nota me la habían pasado antes. El aviso había caído en oídos sordos. Aparentemente esta persona no conocía mis movimientos a la perfección, o no había querido que actuara a tiempo. Se trataba más bien de un truco para asustarme.

Cualquiera que fuesen sus intenciones para advertirme sobre lo de Lucinda, no eran nada en comparación con la otra referencia que había en la nota. La idea de que alguien me hubiera visto practicando el sexo con Warren me ponía los pelos de punta.

– ¿Adonde vas ahora? -preguntó Doug.

– Aunque no te lo creas, tengo que encontrar un libro.

– Estás en el lugar adecuado.

Regresamos al mostrador de información, donde estaba Tammi. Me complacía ver que Doug estuviera entrenándola para este puesto; necesitábamos gente disponible para todas las tareas cuando llegaran las vacaciones.

– Hora de prácticas -le dije-. Dime dónde tenemos este libro.

Le di el nombre, lo buscó en el ordenador, y observó los resultados con el ceño fruncido.

– No lo tenemos. Te lo puedo pedir.

Imité su gesto, comprendiendo de repente por qué la gente parecía tan cabreada cuando le decía eso.

– Genial -mascullé-. ¿Dónde voy a conseguirlo esta noche?

– Erik probablemente lo tendría en stock, pero ya habría cerrado.

– Detesto recomendarte esto -bromeó Doug-, pero puede que lo tengan en la biblioteca.

– Puede… -Consulté uno de los relojes de pared, preocupada por el horario de las bibliotecas de la zona.

– Esto, ¿Georgina? -empezó Tammi, dubitativa-. Conozco un sitio donde lo tienen. Y todavía está abierto.

Me volví hacia ella, sorprendida.

– ¿En serio? ¿Dónde…? No. Ahí no.

– Lo siento. -Sus ojos azules me imploraban que la perdonara por lo que iba a decirme-. Pero tenían tres copias en stock la última vez que estuve allí. No creo que las hayan vendido todas.

Solté un gemido, masajeándome las sienes.

– No puedo ir allí. Doug, ¿quieres hacerme un recado?

– Tengo que cerrar -me advirtió-. ¿Qué sitio es ése que estás evitando?

– Krystal Starz, el hogar de la bruja rara.

– No iría allí aunque me pagaras.

– Yo sí -apuntó Tammi-, pero también tengo que cerrar. Si te sirve de consuelo, no siempre está allí.

– Eso -añadió Doug, esperanzado-. Ningún encargado está de servicio todo el tiempo. Habrá algún empleado que la sustituya.

– A menos que anden escasos de mano de obra -rezongué. Qué ironía.

Salí de la librería y monté en el coche dispuesta a ir a Krystal Starz. Mientras conducía, reflexioné sobre la información que había recibido hoy.

Para empezar, la referencia a los nefilim. La traducción del Rey Jorge mencionaba la descendencia angelical, llegaba a calificarla incluso de anormal, pero no me había parado a considerar las posibilidades que podrían ofrecer unos ángeles mestizos. La anotación en la traducción de Terry y Andrea se extendía tan sólo un poco más sobre estas criaturas, pero había bastado para encenderme una lucecita en la cabeza. ¿Quién mejor, pensé, para eliminar tanto a ángeles como demonios que una especie de semidiós bastardo?

Claro que, todo el hallazgo de los nefilim se había producido como consecuencia del versículo sobre los ángeles caídos que me había enseñado Erik. Podría estar corriendo con los ojos vendados cuando en realidad el culpable era un inmortal corriente y moliente, aunque inestable, exterminando a miembros de ambos bandos. Después de todo, todavía no había sacado a Cárter de mi lista de sospechosos, ni había averiguado por qué dicho asesino querría rematar la faena con Duane y Lucinda pero había dejado a Hugh con vida.

La otra novedad del día, la segunda nota, desvelaba pocas cosas que no supiera ya. Sencillamente la había encontrado demasiado tarde como para que me sirviera de advertencia. Y si había algún voyeur siguiéndome a todos lados, poco podía hacer yo al respecto.

Sin embargo, la pregunta que eso planteaba era obvia: ¿Por qué me seguía esta persona? Todos los indicios sugerían que yo era la única que recibía tal atención, la única a la que le enviaba notas. Y de nuevo, la incómoda verdad: Todo el mundo con el que me peleaba se convertía en víctima…

Aparqué en una calle desierta justo antes de llegar a Krystal Starz. Sin que Tammi y Doug lo supieran, había encontrado una solución fácil para enfrentarme a Helena. Tras quitarme el vestido y la camisa de Seth, para no consumirlos, cambié de forma y adopté la apariencia de una mujer tailandesa alta y delgada con un vestido de lino. A veces empleaba este cuerpo para cazar.

La librería new age estaba tranquila cuando entré, con tan sólo un par de clientes curioseando. Vi al mismo acólito joven de la última vez detrás de la registradora, y para colmo de la buena suerte, no había ni rastro de Helena. Aun disfrazada, seguía sin apetecerme encontrarme con esa chiflada.

Sonreí al joven del mostrador, me acerqué y le pregunté dónde podía encontrar el libro. Devolviéndome la sonrisa como un idiota (ésta era una forma muy atractiva, después de todo), me condujo a una sección determinada de su críptico sistema de catalogación, donde halló el libro de inmediato. Tal y como había dicho Tammi, tenían tres copias en stock.

Regresamos a la caja, pagué y suspiré aliviada, pensando que iba a salir de allí incólume. No hubo suerte. La puerta trasera que daba a la sala de conferencias se abrió, y Helena se materializó como una aparición, envuelta en un vaporoso vestido fucsia, cargada con sus habituales diez kilos de collares. Maldición. Era como si aquella mujer realmente poseyera un sexto sentido o algo.

– ¿Va todo bien, Roger? -le preguntó al dependiente, usando su ostentosa voz ronca.

– Sí, sí. -El muchacho asintió vigorosamente con la cabeza, al parecer encantado por que hubiera usado su nombre de pila.

Helena se giró hacia mí y me dedicó una de sus sonrisas de diva.

– Hola, querida. ¿Cómo estás esta tarde?

Recordando que este alias no tenía ninguna enemistad con ella, me obligué a sonreír y respondí educadamente:

– Bien, gracias.

– Me lo imaginaba -dijo solemnemente mientras yo le daba el dinero al chico-, porque siento maravillas en tu aura.

Abrí los ojos como platos en lo que esperaba que fuese una buena imitación de la admiración propia de una lega.

– ¿De veras?

Asintió con la cabeza, complacida por haber encontrado un público complaciente.

– Muy brillante. Muy fuerte. Con muchos colores. Te aguardan cosas buenas. -Este mensaje estaba a años luz del que me había dado en Emerald City, pensé. Al ver mi libro, me observó intensamente, probablemente porque era denso y estaba cargado de información, al contrario que la mayoría de las supercherías que vendía-. Estoy sorprendida. Me esperaba que leyeras sobre cómo canalizar mejor tus dones. Cómo maximizar todo tu potencial. Te puedo recomendar varios títulos si te interesa.

¿Es que esta mujer no paraba nunca de intentar vender algo?

– Oh, me encantaría -respondí, zalamera-, pero sólo traigo efectivo suficiente para esto. -Indiqué la bolsa que tenía ahora en la mano.

– Lo entiendo -repuso con gesto serio-. Deja que te los enseñe de todas formas. Para que sepas qué buscar la próxima vez.

Indecisa, consideré qué sería más perjudicial: si seguirle el juego o iniciar otra guerra con otro cuerpo. Vi un reloj y comprobé que la tienda cerraba dentro de quince minutos. No podía hacerme perder mucho tiempo.

– De acuerdo. Encantada.

Radiante, Helena me condujo a la otra punta de la tienda, con otra víctima en su haber. Tal y como había prometido, miramos libros sobre cómo utilizar las partes más fuertes del aura, un puñado de libros sobre la canalización a través de los cristales, e incluso uno sobre cómo la visualización podía ayudar a materializar nuestros mayores deseos. Este último era tan ridículo que me entraron ganas de aporrearme la cabeza con él para poner fin a mi sufrimiento.

– No subestimes el poder de la visualización -susurró-. Puedes controlar tu destino, marcar tus propios caminos, reglas y aspiraciones. Presiento un gran potencial en ti, pero seguir estos principios puede ayudarte a conseguir más… todas las cosas que desearías para tener una vida feliz y satisfactoria. Carrera, hogar, marido, hijos.

Una imagen de la sobrina de Seth ovillada en mi regazo me asaltó de improviso, y le volví rápidamente la espalda a Helena. Los súcubos no pueden tener hijos. No era ése el futuro que me aguardaba, con libro o sin él.

– Tengo que irme. Gracias por la ayuda.

– De nada -respondió recatadamente, entregándome una lista donde oportunamente había anotado los títulos… y los precios-. Deja que te dé unas octavillas con nuestros próximos programas y actividades.

Aquello no tenía fin. Al final me liberó cuando estuve suficientemente cargada de papeles, todos los cuales fueron a parar al cubo de la basura que había en el aparcamiento. Dios, cómo odiaba a esa mujer. Supuse que Helena la lisonjera embaucadora profesional era mejor que Helena la loca de atar que había visto en Emerald City, aunque la verdad, por muy poco. Por lo menos había conseguido el libro, que era lo único que me importaba.

Aparqué en uno de mis restaurantes chinos favoritos de camino a casa, ya con mi forma normal. Cargada con el libro de Harrington, pedí pollo estilo General Tso mientras leía la entrada sobre los nefilim:

Los nefilim se mencionan por primera vez en el Génesis 6:4, donde se denominan a veces «gigantes» o «caídos». Con independencia de la traducción del término, el origen de los nefilim queda claro a partir de este pasaje: son la descendencia semidivina de los ángeles y las mujeres humanas. El Génesis 6:4 se refiere a ellos como «poderosos» y «hombres famosos». El resto de la Biblia hace poca mención a la ascendencia angelical de los nefilim, pero encuentros con gigantes y hombres de «gran estatura» se registran frecuentemente en otros libros, como los Números, el Deuteronomio y Josué. Hay quienes especulan que el «gran pecado» que provocó la inundación en el Génesis 6 fue en realidad el resultado de la influencia corruptora de los nefilim sobre la humanidad. Posteriores lecturas apócrifas, como Enoch 1, profundizan en la plaga de los ángeles caídos y sus familias, describiendo cómo los ángeles corruptos enseñaban «encantos y encantamientos» a sus mujeres mientras su descendencia vagaba salvaje por toda la Tierra, masacrando y sembrando la desgracia entre los humanos. Los nefilim, dotados con grandes habilidades muy parecidas a las de los antiguos héroes griegos, estaban sin embargo maldecidos por Dios y repudiados por sus padres, consignados a vagar por la Tierra hasta el fin de sus días sin encontrar la paz hasta ser destruidos finalmente por el bien de la humanidad.


Levanté la cabeza, sintiéndome sin aliento. No había oído nunca nada parecido. Tenía razón cuando le dije a Erik que los practicantes eran los menos indicados para hacer preguntas sobre sus propias historias; sin duda esto era algo que alguien debería haberme mencionado antes. Descendencia angelical. ¿Eran reales los nefilim? ¿Existían aún? ¿O me había adentrado en un callejón sin salida, siguiendo una pista falsa cuando debería haber restringido mi búsqueda a los inmortales de mi calibre o superiores, como Cárter? Al fin y al cabo, estos nefilim eran semihumanos; no podían ser tan poderosos.

Tras pagar la cuenta, salí a la calle camino de mi coche, abriendo una galleta de la fortuna sobre la marcha. Estaba vacía. Qué encanto. Una fina llovizna levantaba neblina a mi alrededor, y el cansancio comenzaba a apoderarse de mí; nada sorprendente, teniendo en cuenta mis últimas veinticuatro horas.

No pude encontrar aparcamiento cuando llegué a Queen Anne, lo que indicaba que había algún tipo de evento deportivo o espectáculo en marcha no muy lejos de allí. Refunfuñando, aparqué a siete manzanas de distancia de mi casa, jurando no volver a alquilar un apartamento que sólo tuviera tres plazas. La brisa que habíamos sentido antes Seth y yo empezaba a amainar, normal puesto que Seattle no era una ciudad propensa a sufrir grandes vendavales. La lluvia arreció, sin embargo, contribuyendo a empeorar mi estado de ánimo.

Había recorrido la mitad de la distancia que me separaba de mi hogar cuando oí pasos detrás de mí. Me detuve y me giré para mirar atrás, pero no vi nada salvo el pavimento mojado que reflejaba apagadamente la luz de las farolas. Allí no había nadie. Volví a darme la vuelta, empezando a acelerar el paso hasta que me di una palmada mental en la frente y sencillamente me volví invisible. Jerome tenía razón; pensando demasiado como una humana.

Aun así, no me gustaba la calle que había elegido; estaba demasiado desierta. Tenía que atajar y cubrir el resto de la distancia siguiendo Queen Anne Avenue.

Acababa de doblar una esquina cuando algo chocó contra mi espalda con fuerza, impulsándome dos metros hacia delante, sobresaltándome tanto que volví a hacerme visible.

Intenté darme la vuelta, defendiéndome de mi agresor, pero otro golpe me alcanzó en la cabeza y me puso de rodillas. Tenía la impresión de que estaban pegándome con algo con forma de brazo y mano, pero sólido, más parecido a un bate de béisbol. Otra vez, mi atacante me golpeó, esta vez en un omoplato, y grité con la esperanza de que alguien me oyera. Otro impacto me dio en la sien, con tanta fuerza que me tiró de espaldas. Guiñé los ojos, intentando ver quién estaba haciéndome esto, pero sólo pude discernir tenuemente una forma oscura y amorfa, apabullándome sin compasión. Un nuevo golpe impactó en mi mentón. El asalto no me dejaba levantarme, no podía defenderme del dolor que se abatía sobre mí con más fuerza e intensidad que la lluvia que me rodeaba.

De pronto, una luz ocupó todo mi campo de visión, una luz tan cegadora que dolía. No era la única que pensaba lo mismo. Mi agresor retrocedió, soltándome, y oí un extraño chillido atiplado que se emitía sobre mi cabeza. Atraída por un impulso irresistible, miré hacia la luz. Al hacerlo un dolor abrasador me traspasó el cerebro, y mis ojos repararon en la figura que se acercaba a nosotros: hermosa y sobrecogedora, de todos los colores y de ninguno, luz blanca y oscuridad, alada y armada con una espada, cambiantes e indiscernibles sus rasgos. El siguiente grito que oí fue el mío, la agonía y el éxtasis de lo que había visto abrasaba mis sentidos, aunque ya no podía verla. Mi vista había ido volviéndose cada vez más blanca hasta que todo se puso negro, y dejé de ver. Entonces, se hizo el silencio.

Me quedé allí sentada, sollozando, dolorida física y espiritualmente. Oí pasos, y sentí que alguien se arrodillaba a mi lado. De alguna manera, pese a mi ceguera, sabía que no era mi agresor. Esa persona había huido hacía mucho.

– ¿Georgina? -preguntó una voz familiar.

– Cárter -jadeé, rodeándolo con los brazos.

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