Capítulo 26

– ¿A qué viene esa cara, Kincaid?

Levanté la mirada del ordenador del mostrador de información para ver a Doug apoyado indolentemente en el filo de la barra.

– ¿Qué cara?

– Ésa. Es la expresión más triste que te he visto nunca. Me está partiendo el corazón.

– Ah. Lo siento. Cansancio, supongo.

– Bueno, en tal caso, largo de aquí. Tu turno ha terminado. Agaché la cabeza y consulté la hora en la pantalla. Las cinco y siete minutos.

– Supongo que sí.

Me observó de soslayo mientras me levantaba distraídamente de la silla y salía de detrás del mostrador.

– ¿Seguro que no te pasa nada?

– Sí. Lo dicho, sólo estoy cansada. Nos vemos. Empecé a alejarme.

– Ah, oye, ¿Kincaid? ¿Sí?

– Tú eres amiga de Mortensen, ¿no?

– Algo así -respondí, precavida.

– ¿Sabes qué es de él? Antes venía por aquí casi todos los días, pero ya lleva una semana sin dar señales de vida. Paige está que se sube por las paredes. Cree que le ha ofendido o algo.

– No sé. No somos tan amigos. Lo siento. -Me encogí de hombros-. A lo mejor está enfermo. O fuera de la ciudad.

– A lo mejor.

Abandoné la tienda y salí a la oscura tarde otoñal. Los viernes en Queen Anne atraían a la gente a raudales, gracias a la variedad de actividades y vida nocturna de la zona. Sin mirar a nadie, absorta en mis pensamientos, me dirigí a mi coche, aparcado a una manzana de distancia. Inmediatamente, un buitre montado en un Honda rojo aminoró y puso el intermitente, comprendiendo que mi plaza estaba a punto de quedar libre.

– ¿Estás lista? -me preguntó Cárter, materializándose en el asiento del copiloto.

Me abroché el cinturón de seguridad.

– Más lista que nunca.

Condujimos hasta el distrito universitario en silencio, con un millar de preguntas bullendo en mi cabeza. Desde que se llevaran a Seth de mi apartamento la semana pasada, el ángel me había dicho que no me preocupara, que él se ocuparía de que el escritor se recuperase. Me preocupaba de todos modos, naturalmente, tanto por Seth como por el pacto que había hecho con Jerome. Estaba a punto de convertirme en la mayor fuente de caos y tentación de Seattle; ni siquiera el historial estelar de Hugh seguiría teniendo tan buen… er, mal aspecto. Sería algo más que la simple esclava que Helena me había llamado. Sólo de pensar en ello me ponía enferma.

– Estaré contigo -me tranquilizó Cárter cuando nos acercamos a la puerta de Seth, minutos más tarde. El ángel parpadeó brevemente en mi campo de visión, y supe que se había vuelto invisible a ojos de los mortales, aunque no a los míos.

– ¿Qué está haciendo?

– Poca cosa. Hace un par de días que pasa cada vez más tiempo despierto, y le he contado algunas cosas, pero la verdad… creo que está esperándote a ti.

Suspiré, asentí con la cabeza y me quedé mirando la puerta. De repente me sentía petrificada.

– Puedes hacerlo -dijo en voz baja Cárter.

Asentí de nuevo, giré la manilla y entré. El apartamento de Seth ofrecía casi el mismo aspecto que la última vez que estuve aquí, la cocina aún brillante y alegre, la sala de estar atestada de cajas y libros sin desembalar. Una suave música escapaba del dormitorio. Pensé que era U2, pero no reconocí la canción. Me dirigí hacia el sonido, llegué al dormitorio de Seth y me detuve en el umbral, temerosa de cruzarlo.

Estaba en la cama, medio incorporado, apoyado en las almohadas. En sus manos sostenía El libro verde de las hadas, del cual parecía haber leído ya una tercera parte. Levantó la cabeza cuando me aproximé, y a punto estuvieron de doblárseme las rodillas de alivio al ver cuánto había mejorado su aspecto. Había recuperado el color, tenía los ojos brillantes y atentos. Sólo su vello facial parecía irregular y desaliñado, de resultas de no haberse afeitado en una semana, supuse. Eso respondía a mi pregunta sobre si Seth mantenía la barba hirsuta a propósito.

Cogió un control remoto que había encima de la mesita junto a la cama y apagó la música.

– Hola.

– Hola.

Di unos pocos pasos más dentro de la habitación, temerosa de seguir acercándome.

– ¿Quieres sentarte? -me preguntó.

– Claro. -Los rostros de Cady y O'Neill me escudriñaron desde la corchera mientras arrastraba una silla hasta la cama. Me senté, lo miré, y giré la cabeza, incapaz de soportar la profundidad de aquellos ojos castaños ambarinos tras haberme asomado a su mente.

Cayó entre nosotros el silencio de siempre, esfumados los avances que habíamos hecho en nuestra conversación. Esta vez Seth no tomaría la iniciativa. Tal y como Cárter había observado, el escritor me estaba esperando. Volví a levantar la cabeza, obligándome a mirarle a los ojos. Tenía que hacerlo. Tenía que ser yo quien diera las explicaciones, pero me resistía. Era irónico, pensé. Yo, que la mitad de las veces no sabía cuándo cerrar la boca. Yo, famosa por tener siempre algún comentario ingenioso guardado en la manga.

A sabiendas de que no iba a volverse más fácil, respiré hondo y lo solté todo, consciente del peso del cielo a mi espalda y del infierno que había consentido en tender a mis pies.

– La verdad es… la verdad es, que no trabajo realmente en una librería. Quiero decir, sí, pero ése no es el verdadero motivo por el que estoy aquí, mi propósito. Lo cierto es que soy un súcubo, seguro que has oído hablar de nosotros… o crees haber oído hablar de nosotros, porque dudo que los rumores sean ciertos…

Continué. Se lo conté. Se lo conté todo. Las reglas del estilo de vida súcubo, mi desilusión con el mismo, por qué me negaba a salir con las personas que me gustaban. Le hablé de los demás inmortales, de los ángeles y los demonios que caminan entre nosotros. Le expliqué incluso qué eran los nefilim, apuntando que la presencia de Román en mi apartamento había formado parte de una estratagema mía, pero soslayando en su mayoría las embarazosas circunstancias en que nos había encontrado Seth. Seguí hablando, sin parar, sin saber qué decía la mitad de las veces. Sólo sabía que tenía que seguir hablando, tratando de explicarle a Seth algo que desafiaba cualquier explicación.

Por fin terminé, agotado mi raudal de palabras.

– Ya está. Creo que eso es todo. Te lo puedes creer o no, pero las fuerzas del bien y del mal… tal y como los perciben los humanos, al menos… existen y campan por el mundo, y yo soy una de ellas. Esta ciudad está infestada de agentes y entidades sobrenaturales; los humanos sencillamente no se dan cuenta. Tal vez sea lo mejor, la verdad. De lo contrario, si supieran demasiadas cosas sobre nosotros, descubrirían lo patéticas y jodidas que son en realidad nuestras vidas.

Me callé, pensando que si Seth no hubiera visto lo que había visto, probablemente pensaría que estaba chiflada. Diablos, incluso después de todo, lo más seguro era que me tomara por loca. Estaría en su derecho. Sus ojos castaños me sopesaban a mí y a mis palabras en silencio, y una irritante humedad se agolpó en los míos. Giré la cabeza para ocultar las lágrimas, pestañeando rápidamente, porque si bien los súcubos son culpables de hacer un montón de cosas extrañas delante de los hombres mortales, estaba segura de que llorar no es una de ellas.

– Has dicho… has dicho que una vez fuiste humana. -Pronunció las palabras dubitativamente, sin duda intentando asimilar todo el concepto de la mortalidad y la inmortalidad-. ¿Entonces cómo… cómo te convertiste en súcubo?

Volví a mirarlo. No podía negarle nada en ese momento, por doloroso que fuera.

– Hice un pacto. Ya te he dicho que estuve casada… que engañé a mi marido. Las consecuencias de mi infidelidad no fueron… agradables. Ofrecí mi vida… convertirme en súcubo… a cambio de reparar el daño que había causado.

– ¿Elegiste la eternidad para enmendar un error? -Seth frunció el ceño-. No parece un trato equitativo.

Me encogí de hombros, ligeramente incómoda con el tema. No había hablado nunca de ello con nadie.

– No lo sé. Ya está hecho.

– Vale. -Se movió ligeramente en la cama; el suave susurrar de las sábanas era el único sonido entre nosotros-. De acuerdo. Gracias por contármelo.

Sabía reconocer una despedida cuando la oía, y ésta se clavó en mí como un puñal. Eso era todo. Listo. Seth había terminado conmigo. Se acabó. Después de todo lo que le había contado, era imposible que las cosas volvieran a ser como antes, pero en realidad, ¿no sería eso lo mejor?

Me levanté apresuradamente; de pronto no quería seguir estando allí.

– Ya. Vale. -Me dirigí a la puerta, pero me detuve de improviso para volver a mirarlo-.

– ¿Seth?

– ¿Sí?

– ¿Lo entiendes? ¿Por qué hago las cosas que hago? ¿Por qué no podemos… por qué tenemos que…? -No logré terminar la frase-. Es imposible. Ojalá fuera de otra manera…

– Ya -dijo, con un hilo de voz.

Giré sobre los talones y huí de su piso en busca de mi coche. Cuando monté en él, enterré el rostro en el volante, sollozando incontrolablemente. Transcurridos unos minutos me envolvieron con delicadeza unos brazos, y me volví hacia Cárter para llorar en su pecho. Había oído hablar de personas que tienen encuentros angelicales, los testigos hablan de la paz y la belleza que se experimentan en tales ocasiones. Nunca me había parado a pensar en ello, pero conforme se desgajaban los minutos, el espantoso dolor que me oprimía el pecho remitió, y fui tranquilizándome, hasta poder levantar por fin la cabeza para mirar al ángel.

– Me odia -hipé-. Ahora Seth me odia.

– ¿Por qué dices eso?

– Después de todo lo que acabo de revelarle…

– Sospecho que está preocupado y confuso, sí, pero no creo que te odie. Un amor como ése no se convierte en odio tan fácilmente, aunque reconozco que a veces los dos van entremezclados.

Sorbí por la nariz.

– ¿Lo sentiste? ¿Su amor?

– No igual que tú. Pero sí, lo sentí.

– No había sentido nunca nada parecido. No puedo igualarlo. Me gusta… me gusta mucho. Puede que incluso lo ame también, pero no igual que él a mí. No soy digna de ese amor.

Cárter chasqueó suavemente la lengua, en tono de amonestación.

– Nadie es indigno de ser amado.

– ¿Ni siquiera alguien que acaba de acceder a pasarse el próximo siglo haciendo daño a los humanos, corrompiendo almas y conduciéndolas a la tentación y la desesperación? Debes de odiarme por eso. Hasta yo me odio por eso.

El ángel me observó con expresión firme y serena.

– ¿Entonces por qué accediste?

Apoyé la cabeza en el asiento.

– Porque no podía soportar la idea de ser… de que ese amor fuera borrado de su cabeza… olvidado.

– Irónico, ¿eh?

Me volví hacia él, incapaz de sorprenderme ya nada.

– ¿Cuánto sabes sobre mí?

– Lo suficiente. Sé lo que recibiste por convertirte en súcubo.

– Entonces pensé que era lo correcto… -murmuré, con la mente en otro tiempo y lugar muy lejanos, en otro hombre-. Estaba tan triste y enfadada conmigo… no podía seguir viviendo, sabiendo lo que yo había hecho. Sólo quería desaparecer de su recuerdo para siempre. Pensé que lo mejor sería que él… que todos… se olvidaran de mí. Que olvidaran que alguna vez había existido.

– ¿Y ahora no piensas lo mismo?

Sacudí la cabeza.

– Volví a verlo… años después, cuando era un anciano. Cambié para adoptar la forma con la que me había conocido… ésa es la última vez que he llevado ese rostro, de hecho… y me acerqué a él. Pero me miró como si no me reconociera. No sabía quién era. El tiempo que habíamos pasado juntos. El amor que había sentido por mí. Todo había desaparecido. Para siempre. Aquello me mató. Me sentí como una muerta ambulante después de aquello.

No podía permitir que ocurriera. Otra vez no. No con Seth, después de experimentar lo que sentía por mí. Aunque ese amor haya terminado… empañado por lo que piense ahora de mí. Aunque no vuelva a dirigirme la palabra. Seguirá siendo mejor que como si ese amor jamás hubiera existido.

– El amor rara vez es perfecto -señaló Cárter-. Los humanos se engañan pensando que tiene que serlo. Es la imperfección lo que hace perfecto al amor.

– Déjate de acertijos, por favor -le dije, exhausta de repente-. Acabo de perder a la única persona que podría haber amado después de todos estos años. Amado de verdad, sinceramente. No sólo por la emoción, como con Román. Seth… Seth lo tenía todo. Pasión. Entrega. Amistad.

»No sólo eso, sino que he accedido a volver a ser un súcubo "en activo". -Cerré los ojos y me tragué la bilis que amargueaba en mi garganta. Pensé en todos los hombres buenos del mundo, hombres como Doug y Bruce. No quería ser su ruina-. Cómo odio a Cárter. No te imaginas cómo lo odio, qué poco me apetece seguir haciendo esto. Pero vale la pena. Vale la pena si Seth puede conservar sus recuerdos.

Dirigí una mirada de preocupación al ángel.

– Puede conservarlos, ¿verdad?

Cárter asintió con la cabeza, y exhalé un suspiro de alivio.

– Bien. Al menos queda una mota de esperanza en todo esto.

– Por supuesto. Siempre hay esperanza.

– Para mí no.

– Siempre hay esperanza -repitió con firmeza; la nota imperiosa de su voz me sobresaltó-. Nadie está por encima de la esperanza.

Sentí cómo las lágrimas afloraban de nuevo a mis ojos. Señor. Últimamente parecía que no podía parar de llorar.

– ¿Ni siquiera un súcubo?

– Un súcubo menos que nadie.

Me abrazó otra vez, y volví a entregarme a mis sollozos, un alma condenada encontrando momentáneo consuelo en los brazos de una criatura celestial. Me pregunté si lo que decía era cierto, si era posible que aún hubiera esperanza para mí, pero entonces recordé algo que me hizo medio reír y medio atragantarme al mismo tiempo.

Los ángeles nunca mienten.

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