Capítulo 15

A veces una despierta de un sueño. Y a veces, de vez en cuando, una despierta dentro de un sueño. Eso fue lo que me pasó. Abrí los ojos, con las sienes palpitando, vagamente consciente de algo cálido y peludo en los brazos. La brillante luz del sol me hizo entrecerrar los párpados al principio, pero cuando enfoqué la vista por fin, comprendí que estaba mirando a Cady y O'Neill directamente a la cara.

Me enderecé de golpe, gesto que mi cabeza no aprobó en absoluto. Seguro que estaba equivocada. Seguro que… no, seguían allí. Ante mí, junto a la cama en la que estaba sentada, había una gran mesa de roble rodeada de corcheras y pizarras blancas. Clavados en las corcheras había recortes de revistas, rostros y más rostros de personas que reflejaban hasta el último detalle de los personajes descritos en los libros de Seth. Una sección, titulada NINA CADY, mostraba al menos veinte recortes distintos de rubias esbeltas con el pelo corto y rizado; otra, titulada BRYANT O'NEILL, exhibía treintañeros de aspecto serio y cabello moreno. Algunos de los recortes estaban sacados de anuncios famosos que reconocí, aunque nunca había establecido la conexión entre su parecido con los personajes de Seth. Otros personajes secundarios de las novelas también tenían cabida en la exhibición, aunque de forma menos prominente que los dos protagonistas.

Inundaban las pizarras blancas montones de notas y palabras garabateadas, la mayoría organizadas en una suerte de extraño diagrama compuesto de abreviaturas que no tenían el menor sentido. Título provisional: Esperanzas azures arreglar más tarde; Añadir a Jonah en el cap. 7; pulir 57; ¿C &O en Tampa o en Nápoles? Comprobar descripciones; Don Markos en 8… Los garabatos no se acababan. Los miré fijamente, comprendiendo que estaba contemplando los cimientos de la próxima novela de Seth. Una parte de mí me susurró que debería apartar la mirada, que estaba echando algo a perder, pero el resto de mi ser se sentía demasiado fascinado por este atisbo de la forma en que nacían a la vida una novela y su mundo.

Por fin, el olor a beicon frito hizo que me apartara de la mesa de Seth, obligándome a resolver el rompecabezas de cómo había llegado hasta allí. Hice una mueca al recordar lo idiota que había sido delante de Doug, Román, e incluso Seth, pero el hambre consiguió aplacar temporalmente mis remordimientos. Aunque parezca extraño que pudiera tener hambre después de lo que me había metido en el estómago anoche, mi cuerpo se regeneraba deprisa, como Hugh de sus heridas.

Tras liberarme de las sábanas y soltar el osito de peluche que estaba abrazando sin darme cuenta, me dirigí al cuarto de baño para enjuagarme la boca y evaluar mi aspecto: desgreñado y totalmente adolescente con la camiseta. No quería malgastar energías cambiando de forma, sin embargo, de modo que salí trotando del cuarto de baño, siguiendo el sonido del aceite hirviendo mientras de fondo sonaba el «Radar Love» de los Golden Earring.

Encontré a Seth en una cocina moderna y bien iluminada, atareado con una sartén en el fuego. La combinación de colores era brillante y alegre, acentuados los armarios y las vigas de madera de arce por la pintura azul aciano de las paredes. Al verme, bajó el volumen de la música y me dedicó una mirada solícita. Su camiseta exhibía hoy a Tom y Jerry.

– Buenos días. ¿Cómo te encuentras?

– Sorprendentemente bien. -Me dirigí a una mesa pequeña para dos personas y me senté, tirando de la camiseta para taparme los muslos-. Por ahora parece que la única perjudicada es mi cabeza.

– ¿Quieres algo para eso?

– No. Ya se despejará sola. -Vacilé, detectando algo a través del olor a carne salada y grasienta-. ¿Eso es… café?

– Sí. ¿Quieres?

– ¿Normal?

– Sí. -Se acercó a un cazo, llenó una taza de café humeante y me la trajo, junto con un bonito juego para el azúcar y la leche. -Pensaba que tú no bebías de esto.

– Y no lo bebo. Sólo lo tengo a mano para cuando se despierte en mi cama alguna fanática de la cafeína.

– ¿Eso ocurre a menudo?

Seth sonrió misteriosamente y regresó a los fogones.

– ¿Tienes hambre?

– Muchísima.

– ¿Cómo te gustan los huevos?

– Más que duros.

– Buena elección. ¿Quieres beicon también? No serás vegetariana ni nada.

– Carnívora hasta la médula. Quiero el lote completo… si no es pedir demasiado. -Me sentía algo cohibida dejando que me sirviera, teniendo en cuenta todo lo que ya había hecho por mí. A él no parecía importarle.

El lote completo resultó ser más de lo que me imaginaba: huevos, beicon, tostadas, dos tipos de mermelada, café, tarta y zumo de naranja. Lo devoré todo, pensando en lo celoso que se pondría Peter, confinado todavía a su dieta baja en calorías.

– Estoy muerta de tanto zampar -le dije a Seth al final, mientras le ayudaba a recoger los platos-. Tengo que volver a la cama y dormir. ¿Comes así todos los días?

– Nah. Sólo cuando se dejan caer las mujeres ya mencionadas. Así me aseguro de que no se vayan demasiado pronto.

– No hay peligro, considerando que ésta es toda mi ropa.

– Falso -repuso, indicando el salón. Al levantar la cabeza vi mi vestido, limpio, en una percha. Del gancho colgaban mis braguitas transparentes-. En la etiqueta pone que hay que limpiarlo en seco, pero me arriesgué a poner el programa más delicado de la lavadora. Salió bien. También lo otro.

– Gracias -respondí, sin saber muy bien cómo reaccionar ante el hecho de que hubiera lavado mi ropa interior-. Gracias por todo. Aprecio de veras lo que hiciste por mí anoche… pensarás que soy un bicho raro…

Se encogió de hombros.

– No tiene importancia. Pero -miró de reojo a un reloj que había cerca- es posible que tenga que abandonarte dentro de poco. ¿Te acuerdas de esa fiesta? Empieza a mediodía. Puedes quedarte aquí todo lo que quieras.

Volví la cabeza hacia el mismo reloj. Las once cuarenta y siete.

– ¡Mediodía! ¿Por qué no me despertaste antes? ¡Llegarás tarde!

Se encogió de hombros otra vez, infinitamente despreocupado.

– Pensé que te vendría bien dormir.

Dejé la toalla que estaba sujetando, corrí al salón y agarré mi vestido.

– Llamaré a un taxi. Vete. No te preocupes por mí.

– En serio, no hay ningún problema -repuso-. Puedo llevarte a casa en coche, o… bueno, si te apetece, podrías acompañarme.

Los dos nos quedamos violentamente helados. La verdad, no me apetecía ir a ninguna fiesta extraña. Lo que necesitaba era irme a casa y arreglar las cosas con Román y Doug. Sin embargo… Seth se había portado extraordinariamente bien conmigo, y ya me había pedido antes que lo acompañara a ese sitio. ¿No le debía una? Lo menos que podía hacer era esto por él. Una fiesta vespertina seguramente ni siquiera duraría tanto.

– ¿Tendríamos que llevar algo? -Pregunté al final-. ¿Vino? ¿Brie?

Sacudió la cabeza.

– No creo. Es en honor de mi sobrina de ocho años.

– Ah. Entonces, ¿nada de vino?

– No. Y creo que su queso preferido es el gouda. Miré el vestido.

– Daré la nota. ¿Tienes algo que me pueda echar encima de esto?

Siete minutos más tarde estaba sentada en el coche de Seth, camino de Lake Forest Park. Me había vuelto a poner el vestido de georgette, más una camisa de franela de hombre a cuadros blancos, grises y azul marino. Llevaba la camisa abierta salvo por un par de botones. Me habría trenzado el pelo en vez de cambiarlo de forma, y estaba aplicándome a toda prisa el maquillaje que llevaba en el bolso sobre la marcha. Tenía la sospecha de que mi aspecto era una mezcla de Ginger Rogers y Nirvana.

Llegamos a la casa en los suburbios donde había dejado a Seth hacía unas semanas. Un racimo de globos rosas ondeaba en el buzón, y una madre vestida con vaqueros y una sudadera le decía adiós con la mano a una niña pequeña mientras ésta entraba en el edificio. Dicha madre regresó a continuación al gigantesco vehículo, capaz de transportar a un equipo de fútbol entero, que aguardaba con el motor encendido en el camino de entrada.

– Guau -dije, contemplándolo todo-. Nunca había estado en un sitio así.

– Seguro que sí, cuando eras pequeña -repuso Seth mientras aparcaba al otro lado de la calle.

– Bueno, ya -mentí-. Pero a esta edad es una experiencia distinta.

Nos acercamos a la puerta principal y pasamos sin llamar. Cuatro figuritas rubias se abalanzaron sobre él de inmediato, abrazándose a sus piernas y amenazando con derribarlo.

– ¡Tío Seth! ¡Tío Seth!

– ¡Ha llegado el tío Seth!

– ¿Eso es para mí? ¿Eso es para mí?

– Desistid, antes de que saque el gas lacrimógeno -las regañó Seth, sonriendo; aflojó la presa de una que amenazaba con arrancarle el brazo izquierdo de cuajo.

Otra de ellas, toda rizos amarillos y gigantescos ojos azules como las demás, se fijó en mí.

– Hola -dijo sin rodeos-, ¿y tú quién eres? -Sin darme tiempo a responder, salió disparada del recibidor, gritando-: ¡El tío Seth ha traído una chica!

Seth hizo una mueca.

– Ésa es Morgan. Tiene seis años. -Apuntó con el dedo a un clon suyo-. Ésta es McKenna, su hermana gemela. Ahí está Kayla, cuatro. Ésta de aquí -levantó del suelo a la más alta de todas, arrancándole una carcajada- es Kendall, la cumpleañera. Y supongo que Brandy andará por alguna parte, pero es demasiado civilizada como para asaltarme igual que el resto.

Al otro lado del recibidor se extendía un salón, donde otra niña rubia, algunos años mayor que Kendall, nos observaba tras el respaldo de un diván. Detrás de ella correteaban y gritaban una hueste de críos; los invitados a la fiesta, supuse.

– Estoy aquí, tío Seth.

Seth dejó a Kendall en el suelo y le alborotó el pelo a Brandy, para fastidio de ésta, que puso la cara de orgullo herido que sólo pueden poner quienes se encuentran al filo de la adolescencia. Morgan regresó poco después, seguida de una mujer alta y rubia.

– ¿Lo ves? ¿Lo ves? -Exclamó la pequeña-. Te lo dije.

– ¿Siempre causas tanto alboroto? -preguntó la mujer, dándole un rápido abrazo a Seth. Parecía feliz pero extenuada. Entendía por qué.

– Ojalá. Mis fans no son ni la mitad de entusiastas. Andrea, ésta es Georgina. Georgina, Andrea. -Le di la mano mientras una versión ligeramente más baja y joven de Seth entraba en la sala-. Y ése es mi hermano, Terry.

– Bienvenida al caos, Georgina -me dijo Terry tras las presentaciones. Miró de reojo a todos los niños, propios y ajenos, que corrían por toda la casa-. No sé si Seth habrá obrado bien trayéndote aquí. No saldrás nunca.

– Oye -exclamó Kendall-, ¿ésa no es la camisa que le regalamos al tío Seth por Navidad?

Un silencio embarazoso se abatió sobre los adultos mientras todos intentábamos mirar a otro lado. Al cabo, Andrea carraspeó y dijo:

– Vale, chicos, todos a sus puestos y que comiencen los juegos.

Me esperaba que una fiesta de cumpleaños infantil fuera salvaje, pero lo que aconteció aquella tarde superó todas mis expectativas. Igualmente impresionante era el modo en que el hermano y la cuñada de Seth conseguían controlar al rebaño de vociferantes y saltarinas criaturas que de alguna manera parecían estar en todos los rincones de la casa a la vez. Terry y Andrea los trataban a todos con paciente eficiencia, mientras Seth y yo hacíamos poco más que mirar y eludir las ocasionales preguntas al azar lanzadas contra nosotros. Como observadora, toda aquella experiencia me aturdía; no lograba imaginarme lo que sería enfrentarse a algo así todos los días. Era fascinante.

En cierta ocasión, mientras recuperaba el aliento, Terry me vio sola y entabló conversación.

– Me alegra que hayas venido -dijo-. No sabía que Seth estuviera saliendo con alguien.

– Sólo somos amigos -rectifiqué.

– Aun así. Es agradable verlo con alguien de carne y hueso. No imaginario.

– ¿Es cierto que estuvo a punto de perderse tu boda?

Terry hizo una mueca a modo de confirmación.

– Mi padrino, si te lo puedes creer. Se presentó dos minutos antes de que empezara la ceremonia. Ya nos disponíamos a comenzar sin él.

Sólo pude reírme.

Sacudió la cabeza.

– Si sigues saliendo con él, asegúrate de meterlo en vereda. Mi hermano será un genio, pero Dios, a veces necesita que lo lleven de la mano.

Tras las partidas de cartas vino la tarta, y después de la tarta llegaron los regalos. Kendall levantó el paquete de Seth con gesto experto y lo agitó.

– Libros -declaró.

Brandy, la más adulta y por consiguiente más callada del grupo, me miró de reojo y explicó:

– El tío Seth siempre nos regala libros.

Esto no pareció desmoralizar a Kendall. Rasgó el envoltorio y chilló de júbilo ante las tres recopilaciones de historias de piratas que contenía.

– Piratas, ¿eh? -le dije a Seth-. ¿Eso es políticamente correcto?

Le brillaban los ojos.

– Es lo que quiere ser de mayor.

Mientras la fiesta se prolongaba y los invitados eran finalmente recogidos por sus padres, Kendall acosó a Seth para que le leyera algún cuento, y lo seguí, junto con las sobrinas y otros rezagados, al salón mientras los padres de las niñas intentaban fregarlo todo en la cocina. Seth leyó con la misma pasión de la que hiciera gala durante su sesión de firmas, y yo me acurruqué en un sillón, conformándome con escuchar y observar. Me llevé un susto cuando la figurita de Kayla se encaramó y se sentó en mi regazo.

Era la más pequeña de todas, capaz de chillar como la que más pero poco dispuesta a hablar. Me estudió con los soles que tenía por ojos, me tocó la trenza con interés, y se ovilló contra mí para escuchar a Seth. Me pregunté si comprendería algo de lo que él decía. En cualquier caso, era suave, cálida y olía como huelen las niñas pequeñas. Inconscientemente, pasé los dedos por las finas y sedosas hebras de cabello dorado y pronto empecé a tejerlas en una trenza parecida a la mía.

Cuando Seth terminó la historia, McKenna vio lo que yo estaba haciendo.

– Luego yo.

– No, yo -ordenó con vehemencia Kendall-. Es mi cumpleaños.

Terminé haciéndoles trenzas a las cuatro chiquillas más jóvenes. Brandy se hizo tímidamente la remolona. Puesto que no quería cuatro copias mías, elegí otros estilos para las niñas, espiguillas y trenzas agrupadas que hicieron las delicias de mis modelos. Seth siguió leyendo, levantando ocasionalmente la cabeza hacia mí y mi trabajo.

Cuando llegó la hora de irse, me sentía física y emocionalmente agotada. Los niños siempre me inspiraban un sentimiento de añoranza; estar tan cerca de ellos me entristecía directamente de una forma que no podía explicar.

Seth se despidió de su hermano mientras yo esperaba junto a la puerta. Mientras lo hacía, reparé en una pequeña estantería que había a mi lado. Tras estudiar los títulos, seleccioné la Nueva Biblia anotada de Burberry: Viejo y Nuevo Testamento. Recordando lo que había dicho Román sobre lo mala que era la traducción en la versión del Rey James, abrí el libro y busqué el Génesis 6.

El enunciado era prácticamente idéntico, un poco más depurado y moderno en algunas partes, pero inalterado en su mayor parte. Con una excepción. En el versículo 4, la versión del Rey James decía: «En aquel entonces había gigantes en la Tierra (y también después), cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres…» En esta versión, sin embargo, ponía: «En aquellos días los nefilim caminaban sobre la Tierra, y también después, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres…»

¿Nefilim? Junto a la palabra había un subíndice, que seguí hasta la nota a pie de página adecuada.

El término «nefilim» se traduce a veces como «gigantes» o «caídos». Las distintas fuentes discrepan en el origen de estos descendientes angelicales, citándolos en ocasiones como vecinos de los cananeos y otras como criaturas parecidas a los titanes que nos recordarían a los héroes griegos (Harrington, 2001).

Frustrada, busqué la referencia de Harrington en la bibliografía del libro, donde encontré que estaba extraída de Misterios y leyendas de la Biblia, de Robert Harrington. Memoricé el título y el autor, y dejé la Biblia en su sitio justo cuando Seth se giraba ya para marcharse.

Condujimos en silencio, con el cielo agrisándose ya ante la proximidad del invierno de Seattle. Normalmente habría interpretado el silencio en el coche como extraño o violento, pero lo encontré reconfortante mientras mi mente giraba en torno a la referencia sobre los nefilim. Decidí que tenía que echarle el guante al libro de Harrington.

– No tenían helado -comentó Seth de repente, interrumpiendo mis cavilaciones. ¿Eh?

– Terry y Andrea. La tarta no era de helado. ¿Te apetece uno?

– ¿No has tenido ya suficiente azúcar?

– Es que pegan, eso es todo.

– Ahí fuera estamos a diez grados -le advertí mientras aparcaba junto a una heladería. Tomar helado cuando el tiempo era tan inclemente se me antojaba raro-. Y hace viento.

– ¿Me tomas el pelo? En Chicago, este sitio ni siquiera estaría abierto en esta época del año. La temperatura es agradable.

Entramos. Seth encargó un cucurucho doble de menta y chocolate con trocitos de galleta. Yo fui más atrevida y pedí uno de tarta de queso con arándanos y sorbete de moca con almendras. Nos sentamos a una mesa junto a las ventanas y degustamos nuestros azucarados manjares de nuevo en silencio.

Al final, dijo:

– Hoy estás muy callada.

Lo miré extrañada, haciendo una pausa en mi disección mental de los nefilim.

– Esto es nuevo.

– ¿El qué?

– Por lo general soy yo la que piensa que estás muy callado. Tengo que hablar sin parar para que la conversación no decaiga.

– Ya lo había notado. Esto, no era eso lo que quería decir. Ha sonado mal. Me gusta que hables. Siempre sabes qué decir. La palabra justa en el momento adecuado.

– Menos anoche. Anoche dije cosas horribles. A Doug y a Román. Nunca me lo perdonarán -me lamenté.

– Seguro que sí. Doug es buen tipo. No conozco bien a Román, pero…

– ¿Pero qué?

Seth parecía incómodo de repente.

– Me imagino que eres fácil de perdonar.

Nos quedamos mirándonos un momento, y sentí calor en las mejillas. No era el calor de desnudarse y abalanzarse sobre alguien con la sangre hirviendo, sino una calidez placenteramente familiar. Como arroparse con una manta.

– Eso tiene una pinta horrible, ¿sabes?

– ¿El qué?

Señaló mi cucurucho.

– Esa mezcla.

– Oye, no lo critiques antes de probarlo. En realidad combinan muy bien.

Puso cara de dudar de mis palabras. Acerqué la silla y le ofrecí un mordisco. -Asegúrate de probar los dos sabores.

Se agachó para morder y consiguió pescar sendos pedazos de tarta de queso con arándanos y sorbete de moca con almendras. Lamentablemente, un pedazo de tarta de queso con arándanos se le pegó a la barbilla en el proceso. Alargué la mano instintivamente para detener la gota y deslizaría de nuevo a sus labios. Del mismo modo, Seth enjugó el helado con la lengua, lamiéndome los dedos.

Una descarga de erotismo me recorrió de la cabeza a los pies, y al mirarlo a los ojos supe que él también la había sentido.

– Toma -dije atropelladamente, buscando una servilleta, ignorando el deseo de devolver mis dedos a su boca.

Seth se limpió la barbilla con ella, pero por una vez no se dejó vencer por la timidez. Se quedó donde estaba, inclinado sobre mí.

– Tu fragancia es asombrosa. Como… gardenias.

– Nardos -lo corregí automáticamente, aturdida por su proximidad.

– Nardos -repitió-. E incienso, creo. No había olido nunca nada igual. -Se acercó un poquito más.

– Es Michael, de Michael Kors. Lo venden en todas las perfumerías de renombre. -Solté casi un gemido cuando las palabras abandonaron mis aturullados labios. Menuda idiotez acababa de soltar. Los nervios me volvían frívola-. A lo mejor Cady podría empezar a ponérselo.

Seth estaba completamente serio.

– No. Ésta eres tú. Sólo tú. No olería exactamente igual en nadie más.

Me estremecí. Usaba este perfume porque era una reminiscencia de lo que los demás inmortales presentían en mi firma única, mi aura. Ésta eres tú. Con esas simples palabras, me sentí como si Seth acabara de descubrir una parte secreta de mí, como si hubiera visto mi alma.

Nos quedamos allí sentados, con la química ardiendo abrasadora entre nosotros, sin que ninguno de los dos actuara. Sabía que él no intentaría besarme como había hecho Román. Seth se conformaba simplemente con mirarme, con hacerme el amor con los ojos.

El viento apresó de improviso la puerta del diminuto establecimiento, abriéndola de golpe al entrar una fuerte ráfaga. Me azotaron el rostro mechones de cabello, y aplasté con las manos las servilletas que amenazaban con escapar volando de nuestra mesa. Otros artículos de la heladería no tuvieron tanta suerte: se formó un remolino de servilletas y papeles, y una taza llena de cucharillas de plástico se cayó del mostrador, esparciendo su contenido por el suelo. El dependiente salió corriendo de detrás del mostrador para cerrar la puerta, peleándose con el viento hasta lograr encajar el pestillo. Una vez hecho esto, lanzó una mirada de enfado a la puerta.

Roto el hechizo, cualquiera que fuese, Seth y yo recogimos nuestras cosas y salimos poco después. Le pedí que me dejara en la librería. Esperaba que Doug estuviera allí para disculparme con él, y quería echarle el guante al libro de Harrington.

– ¿Quieres entrar un rato? ¿Saludar a la gente? -Me sentía remisa a separarme de Seth ahora, a pesar de todas mis tareas pendientes.

Sacudió la cabeza.

– Lo siento. Tengo que irme. Voy a ver a alguien.

– Ah. -Me sentí un poco tonta. Que yo supiera, lo mismo podría tener una cita. ¿Y por qué no? Tampoco es que yo fuera su único contacto social, sobre todo después de mi discursito sobre no aceptar citas. Era una estupidez darle tanta importancia a lo ocurrido en la heladería, sobre todo si se suponía que estaba loca por Román-. Bueno. Gracias por todo. Te debo una.

Descartó mi oferta con un ademán.

– No ha sido nada. Además, me devolviste el favor yendo a la fiesta.

Era mi turno de negar con la cabeza.

– No hice nada realmente. Seth se limitó a sonreír.

– Nos vemos.

Me apeé del coche y de repente volví a asomar la cabeza al interior. -Oye, debería habértelo preguntado antes. ¿Me has firmado ya el libro? ¿El pacto de Glasgow?

– Ay… Dios. No. Es increíble que se me haya olvidado. Todavía está en mi casa. Enseguida lo firmo y te lo traigo. Lo siento. -Parecía apesadumbrado de veras.

– Vale. No pasa nada. -Debería haber peinado su apartamento de arriba abajo hasta encontrarlo.

Nos dijimos adiós de nuevo, y entré en la librería. Si recordaba correctamente mi horario, Paige debería haber abierto y Doug realizaría ahora las funciones de encargado. Efectivamente, estaba en el mostrador de información, observando mientras Tammi ayudaba a un cliente.

– Hola -dije mientras me acercaba a él, hecha un manojo de nervios al recordar mis duras palabras-. ¿Puedo hablar un momento contigo?

– No.

Guau. Me esperaba que estuviera enfadado… ¿pero esto?

– Antes tienes que llamar a tu amigo.

– Mi… ¿Qué?

– El tipo ése -me explicó Doug-. El cirujano plástico que sale con Cody y contigo. ¿Hugh?

– Sí, ése. Ha llamado, no sé, como cien veces, dejando mensajes. Estaba preocupado por ti. -Su expresión se volvió blanda y recelosa al mismo tiempo mientras reparaba en mi conjunto de vestido y camisa de franela-. Igual que yo.

Fruncí el ceño, extrañada por el apremio de Hugh.

– Bueno. Le llamaré ahora. ¿Hablamos más tarde?

Doug asintió con la cabeza, y yo empecé a sacar mi móvil hasta que recordé que lo había roto la noche anterior. Me retiré a la oficina de la parte de atrás, me senté en la mesa y llamé a Hugh.

– ¿Diga?

– ¿Hugh?

– Dios santo, Georgina. ¿Dónde diablos te habías metido?

– Esto, er, en ninguna parte…

– Llevamos toda la noche y toda la mañana intentando localizarte.

– No estaba en casa -expliqué-. Y se me ha estropeado el móvil. ¿Por qué? ¿Qué sucede? No me digas que ha habido otro.

– Eso me temo. Otro asesinato esta vez, nada de palizas amistosas. Al no dar contigo, los vampiros y yo pensamos que te habría encontrado también, aunque Jerome dijo que podía sentir que estabas bien.

Tragué saliva.

– ¿Quién… quién ha sido?

– ¿Estás sentada?

– Más o menos.

Me preparé para escuchar cualquier cosa. Demonio. Diablillo. Vampiro. Súcubo.

– Lucinda.

Parpadeé.

– ¿Cómo? -Todas mis teorías sobre justicieros contra el mal saltaron por los aires-. No es posible. Pero si es… es… Hugh terminó la frase por mí:

– Un ángel.

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