Capítulo 24

¿Y bien? -Preguntó suavemente Román-. ¿Qué opinas? ¿Vendrás conmigo?

– No lo sé -respondí, agachando la cabeza-. Tengo miedo. – Una fina nota trémula impregnaba mi voz.

Volvió mi rostro hacia el suyo, visiblemente preocupado.

– ¿Miedo de qué?

Lo miré con los ojos entrecerrados, en un gesto tímido. Vulnerable, incluso. Difícil de resistir. O eso esperaba.

– De… de ellos. Quiero hacerlo… pero no creo… no creo que podamos ser libres nunca. No puedes esconderte de ellos, Román. No eternamente.

– Podemos -susurró, rodeándome con los brazos, emocionado por mi temor. No me resistí en absoluto, sino que permití que aplastara el cuerpo contra mí-. Ya te lo he dicho. Puedo protegerte. Mañana encontraré al ángel, y pasado mañana nos iremos. Así de fácil.

– Román… -Lo miré fijamente, con los ojos muy abiertos, la expresión de alguien abrumado por alguna emoción. Esperanza, tal vez. Pasión. Asombro. Vi mi gesto reflejado en el suyo, y cuando se agachó para besarme, esta vez no se lo impedí. Le devolví el beso, incluso. Hacía mucho tiempo que no besaba a nadie simplemente por el placer de besar, por sentir su lengua introduciéndose delicadamente en mi boca, sus labios acariciando los míos mientras sus manos me aferraban con fuerza contra él.

Podría haber besado así eternamente, gozando de la sensación física, ajena al instinto de supervivencia de súcubo. Era magnífico. Embriagador, incluso. No había temor. Román quería hacer algo más que besarme, sin embargo, y cuando me empujó al suelo, directamente encima de la alfombra de mi salón, tampoco hice nada por impedírselo.

Su cuerpo ardía visiblemente de anhelo. Sin embargo, se movía cuidadosa y lentamente sobre mí, haciendo gala de un autocontrol que me sorprendió e impresionó. Me había acostado con tantos tipos que se rendían inmediatamente a sus necesidades que era verdaderamente asombroso estar con alguien aparentemente preocupado por mi satisfacción.

De ninguna manera pensaba quejarme.

Mantuvo su cuerpo contra el mío, por lo que no había espacio entre nosotros mientras seguía besándome. Después de un momento pasó de mi boca a mi oreja, trazando su contorno con la lengua y los labios antes de pasar al cuello. El cuello siempre había sido una de mis zonas más erógenas, y exhalé un suspiro tembloroso cuando aquella lengua tan diestra acarició delicadamente la piel sensible, erizándome el vello. Arqueé mi cuerpo contra el suyo, indicándole que podía acelerar las cosas si quería, pero no parecía tener ninguna prisa.

Bajó, siguió bajando, besándome los pechos a través de la delicada seda de mi camisa hasta dejar la tela húmeda, ceñida a mis pezones. Al mismo tiempo, deslizó también mi falda hacia abajo, hasta dejarme únicamente con las bragas. Concentrado aún en mis senos, sin embargo, siguió besándolos y acariciándolos, alternando besos suaves como plumas con bruscos mordiscos que amenazaban con dejarme marcas moradas. Descendió al fin, pasando la lengua por la piel tersa de mi estómago, deteniéndose cuando llegó por último a mis muslos.

Entretanto, yo enloquecía, febril y desesperada por tocar su cuerpo a cambio. Pero cuando lo busqué, apresó delicadamente mis muñecas contra el suelo.

– Todavía no -me regañó.

Supongo que era lo mejor, dado que supuestamente mi intención era hacer algo con el tiempo. Ganarlo, ¿no era eso? Sí, eso era. Estaba ganando tiempo para poder pensar en algún plan. Un plan en el que pensaría… más tarde.

– Magenta -observó, acariciándome las bragas con los dedos. Eran diminutas, una colección apenas de tiras de encaje y tela transparente-. ¿Quién lo hubiera adivinado?

– Casi nunca me pongo nada de color rosa ni magenta -reconocí-, pero por algún motivo me encanta la lencería en esos tonos. Y negra, naturalmente.

– Te queda bien. Puedes crearlas con el cambio de forma cuando quieras, ¿verdad?

– Sí, ¿por qué?

Alargó una mano y, de un solo gesto diestro, me las arrancó.

– Porque están en mi camino.

Se agachó, me separó los muslos y enterró el rostro entre ellos. Su lengua trazó lentamente el perfil de mis labios antes de estirarse para acariciarme el clítoris, encendido e hinchado. Gimiendo, levanté las caderas y las aplasté contra él, intentando satisfacer más de mi abrasadora necesidad. Una vez más, me empujó contra el suelo, tomándose su tiempo, dibujando círculos con la lengua y provocándome, conduciéndome a cotas de placer aparentemente infinitas. Cada vez que parecía estar a punto de alcanzar el clímax, se contenía y bajaba la lengua, sondeando mi interior, cada vez más húmedo.

Cuando por fin permitió que me corriera, lo hice gritando ferozmente, sacudido prácticamente mi cuerpo por descargas eléctricas mientras él me sujetaba y continuaba lamiendo y chupando, impasible ante mis espasmos. A esas alturas estaba tan sensibilizada y mareada que su contacto era casi insoportable. Oí mi voz rogándole que se detuviera, mientras me provocaba otro orgasmo.

Satisfecho, me soltó y se apartó, contemplándome mientras aminoraban los dichosos espasmos de mi cuerpo. Entre nosotros, se quitó la ropa en apenas dos segundos y aplastó su cuerpo contra el mío, fusionando las pieles desnudas. Cuando mis manos se deslizaron hacia bajo para agarrar y acariciar su erección, suspiró con un goce palpable.

– Dios, Georgina -exhaló, clavados sus ojos en los míos-. Dios. No te imaginas cuánto te deseo.

¿No?

Lo guié hasta mi interior, deslizándolo dentro. Mi cuerpo se abrió para él, dándole la bienvenida como si fuera una parte de mí que hubiera echado en falta, y comenzó a entrar y salir de mí con movimientos largos y controlados, observando mi rostro y estudiando el efecto de cada cambio de ángulo y ritmo.

Estoy haciendo tiempo, pensé calculadoramente, pero cuando me aplastó las muñecas contra el suelo, reclamando el control de mi cuerpo con cada embestida, supe que me mentía a mí misma. Esto era algo más que una simple distracción para avisar a Jerome y a Cárter. Esto era por mí. Era egoísta. Deseaba continuamente a Román desde hacía semanas, y ahora por fin lo tenía. No sólo eso, sino que era tal y como él había dicho: no se trataba de la supervivencia, sólo del placer. Había tenido sexo antes con otros inmortales, pero no desde hacía algún tiempo. Se me había olvidado lo que era no tener los pensamientos de otra persona en mi cabeza, regodearme únicamente en mis propias sensaciones.

Nos movíamos con una cadencia ensayada, como si nuestros cuerpos hicieran esto todos los días. Los vaivenes controlados se volvieron más salvajes, menos precisos. Me penetraba cada vez con más brío y ferocidad, como si pretendiera traspasarme hasta el suelo. Alguien estaba armando un alboroto considerable, y comprendí que era yo. Estaba perdiendo el sentido de lo que me rodeaba, dejando de pensar coherentemente. Sólo existía la respuesta de mi cuerpo, la fuerza creciente que me consumía y me abrasaba, haciéndome exigir más. Ansiaba culminar y le urgí a ello, levantando el cuerpo contra el suyo y apretando los músculos a su alrededor.

Jadeó al sentir mi presión. Sus ojos ardían con una pasión casi primitiva.

– Quiero ver cómo te corres otra vez -jadeó-. Córrete para mí.

Por el motivo que fuera, sólo hizo falta esa orden para rematarme, para arrojarme por el precipicio de aquel éxtasis vertiginoso. Grité con más fuerza, con la voz ronca. No sé cuál era mi expresión, pero bastó para empujarlo a su propio final. No emitió ningún sonido cuando sus labios se entreabrieron, pero cerró los ojos y se mantuvo dentro de mí tras una última embestida bestial, estremeciéndose de placer.

Cuando terminó, trémulo aún el cuerpo con la intensidad del orgasmo, rodó fuera de mí hasta quedarse de espaldas, sudoroso y satisfecho. Me volví hacia él, extendiendo mis dedos sobre su torso, admirando los músculos fibrosos y la piel bronceada de su cuerpo.

– Qué hermoso eres -le dije, metiéndome un pezón en la boca.

– Tú tampoco estás mal -murmuró, acariciándome el cabello. También mi cuerpo estaba perlado de sudor, lo que hacía que algunos mechones se rizaran más de lo habitual a causa de la humedad-. ¿Ésta eres tú? ¿Tú verdadera forma?

Sacudí la cabeza, sorprendida por su pregunta. Subí los labios a su cuello.

– Sólo he lucido ese cuerpo una vez desde que me convertí en súcubo. Hace mucho tiempo. -Entre beso y beso, le pregunté-: ¿Quieres algo distinto? Puedo ser todo lo que desees, ¿sabes?

Sonrió, exhibiendo aquellos dientes tan blancos.

– Una de las ventajas de ser súcubo, sin duda. -Se sentó, me cogió en brazos y se puso de pie, tambaleándose ligeramente con el peso añadido-. Pero no. Pregúntamelo dentro de un siglo, tal vez, y quizá mi respuesta sea distinta. Por ahora, me queda mucho que aprender de este cuerpo.

Me llevó al dormitorio, donde hicimos el amor de forma ligeramente más pausada y civilizada, entrelazándose nuestros cuerpos como lenguas de fuego líquido. Una vez satisfecho el animalismo inicial, nos demoramos ahora, explorando las distintas maneras en que respondía el cuerpo del otro. Pasamos la mayor parte de la noche repitiendo el mismo patrón: despacio y con cariño, deprisa y con furia, descanso, y a repetir. El cansancio me venció en algún momento alrededor de las tres y por fin me rendí al sueño, apoyando la cabeza en su pecho, ignorando las preocupaciones que bullían en el fondo de mi pensamiento.

Me desperté pocas horas después, sentándome de golpe cuando los hechos de la noche anterior cayeron sobre mí con todo su peso. Me había dormido en los brazos de un nefilim. Para que luego hablen de vulnerabilidades. Sin embargo… aquí estaba, aún con vida. Román yacía a mi lado, cálido y acogedor, con Aubrey a sus pies. Los dos me miraron con ojos guiñados y adormilados, extrañados por la brusquedad de mi movimiento.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, conteniendo un bostezo.

– N-nada -le aseguré. Al margen de la pasión, me descubrí capaz de pensar con más claridad. ¿Qué había hecho? Puede que acostarme con Román me hubiera ganado algo de tiempo, pero no estaba más cerca de encontrar una salida a esta situación demencia!

Allí tendida, al ver los narcisos de Cárter, tomé una decisión. Las flores en sí sólo habían sido parte de un pequeño gesto, pero había algo en ellas que me hacía comprender que no podía quedarme sentada y dejar que Román asesinara a Cárter. Debía actuar, sin pensar en el riesgo, sin pensar en la posibilidad del fracaso. Todos tenemos momentos de debilidad. Lo que cuenta realmente es cómo nos recuperamos de ellos.

Daba igual que amara al nefilim y odiara al ángel, nada de lo cual era enteramente cierto. Se trataba de mí, de la clase de persona que era realmente. Me había pasado siglos cazando hombres para sobrevivir, a menudo con efectos devastadores, pero no podía ser cómplice de un crimen premeditado, por noble que fuera la causa. No había llegado a esa etapa de mi vida. Todavía no.

Parpadeé para contener las lágrimas, abrumada por lo que debía hacer. Lo que debía hacerle a Román.

– Pues vuelve a dormirte -murmuró, pasando una mano por mi cuerpo, desde la cintura hasta el muslo.

Sí, sabía lo que tenía que hacer. Era un plan desesperado, en absoluto infalible, pero no se me ocurría otra cosa para aprovechar que Román había bajado la guardia.

– No puedo -le expliqué, empezando a levantarme de la cama-. Tengo que trabajar.

Abrió un poco más los ojos.

– ¿Qué? ¿Cuándo?

– Me toca abrir. Tengo que estar allí dentro de media hora.

Se sentó, apenado.

– ¿Trabajarás todo el día?

– Sí.

– Aún hay un par de cosas que quería hacer contigo -murmuró, rodeándome la cintura con un brazo para atraerme hacia él, cubriéndome un seno con la mano.

Me apoyé en él, fingiéndome arrebatada por la pasión. Vale, no estaba fingiendo exactamente.

– Mmm… -Acerqué mi cara a la suya, rozándonos los labios-. Podría llamar y decir que estoy enferma… aunque no se lo creerán. Nunca me pongo mala, y lo saben.

– Que se jodan -murmuró, empujándome contra la cama, cada vez más atrevidas sus manos-. Que se jodan ellos para que podamos joder nosotros.

– Pues deja que me levante -me reí-. No puedo ponerme al teléfono así.

Me soltó a regañadientes, y me levanté de la cama, dirigiéndole una sonrisa por encima del hombro. Me observó con avidez, como un gato que evalúa a su presa. Sinceramente, me gustaba.

El deseo pronto dio paso a la aprensión cuando entré en la sala de estar y cogí el teléfono inalámbrico. Había dejado todas las puertas abiertas, actuando con toda la calma y tranquilidad posibles, para no darle motivos de alarma a Román. A sabiendas de que probablemente podría oírme en la sala, ensayé mentalmente mis palabras mientras marcaba el número del móvil de Jerome.

Como de costumbre, sin embargo, el demonio no respondió. Maldito fuera. ¿De qué servía nuestro enlace si no podía usarlo a voluntad? En previsión, había pensado en otra posibilidad: Hugh. Si saltaba el buzón de voz de su móvil, se me habría agotado la suerte. No podría salir adelante con mi plan si tenía que llamar a su oficina y sortear su arsenal de secretarias.

– Al habla Hugh Mitchell.

– Hola, Doug, soy Georgina.

Pausa.

– ¿Acabas de llamarme Doug?

– Mira, no puedo entrar hoy. Creo que he pillado ese virus que anda suelto por ahí.

Román salió del dormitorio, y le sonreí mientras se dirigía a mi frigorífico. Mientras tanto, Hugh intentaba encontrarle algún sentido a mi sinsentido.

– Esto, Georgina… me parece que te has equivocado de número.

– No, hablo en serio, Doug, así que no te hagas el listo conmigo. No puedo entrar a trabajar, ¿vale?

Silencio sepulcral. Al cabo, Hugh preguntó:

– Georgina, ¿estás bien?

– No. Ya te lo he dicho. Mira, ¿te importaría correr la voz?

– Georgina, ¿qué oc…?

– Vale, seguro que se te ocurre algo -continué-, pero tendrá que ser sin mí. Intentaré estar ahí mañana.

Colgué y miré a Román, sacudiendo la cabeza.

– Tenía que ponerse Doug. Definitivamente no me ha creído.

– Te conoce demasiado bien, ¿eh? -preguntó, bebiendo un vaso de zumo de naranja.

– Sí, pero me cubrirá, aunque se queje. Es un cacho de pan.

Tiré el teléfono encima del diván y me acerqué a Román. Hora de más distracciones. Dudaba que Hugh comprendiera la gravedad de la situación, pero por lo menos sabría que algo no andaba bien. Como había notado ya en el pasado, uno no sobrevivía mucho tiempo como inmortal si era un estúpido. Sospecharía algo y, con suerte, buscaría a Jerome. Mi trabajo ahora consistía en mantener ocupado al nefilim hasta que llegara la caballería.

– ¿Qué era exactamente lo que querías hacer conmigo? -ronroneé.

Varias cosas, según descubrí. Volvimos al dormitorio, y descubrí que matar el tiempo hasta que Hugh entrara en acción no era tan difícil como me temía. Sentía ligeras punzadas de culpa por disfrutar tanto con Román, sobre todo ahora que había tomado la decisión de pedir ayuda. Había asesinado a incontables inmortales y tenía planes para hacer lo mismo con alguien cercano a mí. Sin embargo, no podía evitarlo. Me sentía atraída por él -me había sentido atraída por él desde hacía mucho-, y era realmente bueno en la cama.

– La eternidad no parece tan mala contigo en mis brazos -murmuró más tarde, acariciándome el pelo mientras me acurrucaba contra él. Al girar mi rostro hacia el suyo, vi una expresión sombría en sus ojos.

– ¿Qué ocurre?

– Georgina… ¿quieres… realmente quieres que deje en paz a este ángel?

– Sí -respondí atropelladamente tras un momento de sorpresa-. No quiero que hagas daño a nadie más.

Me estudió largo rato antes de volver a hablar.

– Anoche, cuando me lo pediste, no pensé que pudiera. No me creía capaz de dejarlo correr. Pero ahora… después de estar contigo… de estar así. Me parece insignificante. Bueno, tal vez insignificante no sea la palabra adecuada. Quiero decir, lo que nos hicieron fue terrible… pero puede que si sigo yendo detrás de ellos, les esté dejando ganar. Me convierto en lo que dicen que soy. Permito que continúen dictando los parámetros de mi vida. Estaría conformándome con la disconformidad, supongo, perdiéndome lo verdaderamente importante. Como amar y ser amado.

– ¿Q-qué quieres decir?

Tomó mi mejilla en su mano.

– Quiero decir que lo haré, cariño. El pasado no va a seguir dictando mi presente. Por ti, estoy dispuesto a irme. Tú y yo. Saldremos hoy y dejaremos atrás todo esto. Encontraremos un hogar en alguna parte y empezaremos una vida juntos. Podríamos ir a Las Vegas.

Me quedé petrificada en sus brazos, con los ojos como platos. Ay, Dios.

Unos nudillos golpearon mi puerta, y salté casi tres metros por los aires. Sólo habían transcurrido cuarenta minutos. No, no, pensé. Era demasiado pronto. Sobre todo después de este repentino cambio de parecer. Hugh no podría haber reaccionado tan rápido. No sabía qué hacer.

Román enarcó una ceja, más curioso que otra cosa.

– ¿Esperas a alguien?

Sacudí la cabeza, intentando disimular el galope desbocado de mi corazón.

– Doug siempre amenaza con venir a buscarme -bromeé-. Espero que no se haya decidido a hacerlo por fin.

Me levanté de la cama, fui al armario, esforzándome por obligar hasta al último de mis nervios a aparentar despreocupación, me puse un quimono granate, me atusé coquetamente la melena enmarañada y salí a la sala de estar, intentando no hiperventilar una vez lejos de la vista de Román. Señor, pensé, acercándome a la puerta. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a…?

– ¿Seth?

El escritor estaba fuera, con una caja de repostería en la mano, reflejando su rostro tanta sorpresa como se reflejaba sin duda en el mío. Vi cómo sus ojos me recorrían rápidamente de arriba abajo, y comprendí de pronto cuan corta era mi bata y cuánto revelaba la seda ceñida. Sus ojos volaron a mi cara, y tragó saliva.

– Hola. Me… esto…

Uno de mis vecinos, que pasaba por allí, se detuvo y se me quedó mirando fijamente al verme con el quimono.

– Pasa -urgí a Seth con una mueca, cerrando la puerta a su espalda. Me esperaba un ejército de inmortales, pero ahora estaba más desconcertada que nunca.

– Lo siento -logró decir al final, intentando evitar que su mirada se desviara a mi cuerpo-. Espero no haberte despertado…

– No… No… No hay problema…

Naturalmente, Román eligió ese momento para aparecer, cruzando el pasillo desde mi dormitorio con sólo los boxers puestos.

– ¿Pero qué…? Ah, hola, ¿qué tal? Seth, ¿verdad?

– Sí -respondió Seth, sucinto, alternando la mirada entre Román y yo. En vista de esa mirada, dejé de preocuparme por los nefilim, los inmortales, o por salvar a Cárter. Lo único en lo que podía pensar ahora era qué debía de pensar Seth de todo esto. El pobre Seth, que no había hecho nada más que ser amable conmigo desde que lo conocí, pero que sin embargo conseguía resultar herido una y otra vez por mi desconsideración… por no mencionar un desafortunado cúmulo de circunstancias. No sabía qué decir; me sentía tan mortificada como aparentemente se sentía él. No quería que me viera así, con todas mis mentiras y señales inconsistentes sacadas a la luz.

– ¿Eso es el desayuno? -preguntó risueñamente el nefilim. Era el único de nosotros que no se sentía incómodo.

– ¿Eh? -Seth aún parecía mudo de asombro-. Ah, sí. -Dejó la caja encima de la mesita del salón-. Quedaos con esto. Es tarta de moca. Con arce y pacana. Yo… voy a… ya me iba. Lo siento si os he molestado. Lo siento mucho. Sabía que tenías el día libre y pensé que podríamos… no sé. Como ayer dijiste… en fin. Era una tontería. Debería haber llamado. Lo siento.

Empezó a darse la vuelta, pero el daño ya estaba hecho. De todos los escenarios posibles, tenía que ser éste el que Seth eligiera para ponerse a farfullar «sabía que tenías el día libre». Joder. Román se volvió hacia mí, transformándose en furia ante mis ojos la incredulidad de su gesto.

– ¿A quién -jadeó, casi sin poder hablar de rabia- has llamado? ¿A quién cojones has llamado? Retrocedí un paso.

– Seth, vete de…

Demasiado tarde. Una oleada de poder, parecida a la que había empleado Jerome contra mí, nos golpeó y nos arrojó contra la pared de la sala de estar.

Román se abalanzó sobre nosotros a zancadas, fulminándome con la mirada, como llamas azules sus ojos.

– ¿A quién has llamado? -rugió. No respondí-. ¿Tienes idea de lo que has hecho?

Nos volvió la espalda, agarró mi teléfono y marcó.

– Necesito que vengas ahora mismo… sí, sí, me importa tres cojones. Déjalo. -Recitó mi dirección y colgó. No me hacía falta preguntarle a quién había llamado. Ya lo sabía. Al otro nefilim. A su hermana.

Román se pasó una mano por el pelo, y empezó a deambular frenéticamente de un lado para otro.

– Mierda. ¡Mierda! ¡Podrías haberlo estropeado todo! -me gritó-. ¿Te das cuenta? ¿Lo entiendes, puta mentirosa? ¿Cómo has podido hacerme esto?

No respondí. No podía. Moverme, hablar incluso, costaba demasiado esfuerzo en esa red psíquica. Ni siquiera podía mirar a Seth. Sólo Dios sabía qué estaría pensando de todo esto.

Diez minutos más tarde sonó otro golpe en la puerta. Si me quedaba algún tipo de favor divino, serían Jerome y Cárter, que venían a rescatarme. Hasta un súcubo se merecía un descanso de vez en cuando, pensé mientras veía cómo Román abría la puerta. Entró Helena. Ay, Dios.

– Ya era hora -le espetó Román, cerrando la puerta de golpe tras ella.

– ¿Qué está pas…? -Dejó la pregunta a medias, abriendo los ojos como platos al vernos a Seth y a mí. Se giró hacia Román y se fijó mejor en él. Y en sus boxers-. Por todos los santos, ¿qué has hecho ahora?

– Viene alguien -siseó él, desoyendo la pregunta-. Ahora mismo.

– ¿Quién? -preguntó Helena, con las manos en las caderas. No había ni rastro de ronquera en su voz ahora, y parecía asombrosamente competente. De no haber estado ya sin habla, me habría quedado muda al verla.

– No lo sé -reconoció-. Seguramente nuestro exaltado progenitor. Ella ha llamado a alguien.

Helena se giró y se acercó a mí, consiguiendo que el terror me helara los huesos al comprender el peligro que corría. Helena era el otro nefilim. Helena la loca, la chiflada. Helena, a la que yo había insultado un sinfín de veces, de la que me había burlado a sus espaldas, a la que le había robado dos empleadas. Su expresión me informaba de que también ella estaba repasando esa lista mientras me contemplaba.

– Baja el campo -le ordenó a Román, y un momento después Seth y yo nos desplomamos de bruces, respirando entrecortadamente, cuando el poder nos liberó-. ¿Tiene razón? ¿Has llamado a nuestro padre?

– No… No he llamado… a nadie.

– Miente -observó tranquilamente Román-. ¿A quién has llamado, Georgina?

Cuando no respondí, Helena dio un paso adelante y me abofeteó con fuerza, restallando como un latigazo el impacto. La sensación me resultó familiar, aunque eso no era de extrañar. Era Helena la que me había vapuleado aquella noche en la calle. Comprendí entonces que debía de haber sabido que era yo cuando entré en Krystal Starz, a pesar de mi disfraz. Pese a reconocer mi firma, había decidido jugar conmigo, vendiéndome la historia del gran futuro que me esperaba mientras me hablaba de títulos y talleres.

– Siempre tienes que hacerte la difícil, ¿verdad? -resopló-. Durante años os he soportado a ti y a otros como tú, quienes se burlan de mi estilo de vida y mis enseñanzas. Debería haberme ocupado de ti hace tiempo.

– ¿Por qué? -Me pregunté en voz alta, recuperado una vez más el control de mi voz-. ¿Por qué lo haces? Tú, más que nadie, que conoces la existencia de los ángeles y los demonios… ¿por qué promulgas todas esas chorradas sobre la nueva era?

Me lanzó una mirada fulminante.

– ¿Chorradas? ¿Es una chorrada animar a la gente a asumir el control de su propia vida, a verse como fuentes de poder en lugar de perderse en el laberinto de culpas del bien y el mal? -Ante mi silencio, continuó-. Enseño a la gente a ser dueña de sí misma. Le enseño a olvidarse del pecado y la salvación, a aprender a encontrar la felicidad ahora… en este mundo. Cierto, en parte está… algo maquillado a fin de maravillar y atraer, ¿pero qué más da eso, si se consigue el objetivo? La gente sale de mis clases sintiéndose como dioses. Descubre su divinidad interior, en vez de tener que buscarla en cualquier institución fría e hipócrita.

No podía ni siquiera empezar a formular una respuesta. Se me ocurrió que Helena y Román pensaban exactamente igual, ambos desilusionados con el sistema que los había engendrado, ambos rebelándose contra él a su manera.

– Sé lo que piensas de mí. He oído lo que dices de mí. Te vi tirar a la basura los materiales que te di aquella noche, pensando sin duda que sólo era otra charlatana desquiciada de la nueva era. Y sin embargo… para ser tan engreída y confiada, tan sumamente condescendiente, eres una de las personas más desgraciadas que he conocido nunca. Odias el juego, pero lo juegas. Lo juegas, y lo defiendes porque te falta el valor para hacer otra cosa. -Sacudió la cabeza, riéndose secamente-. No me hacían falta poderes psíquicos para vaticinar lo que te dije. Tienes un don, pero lo malgastas. Estás desperdiciando tu vida, y morirás desdichada y sola.

– No puedo cambiar lo que soy -repuse acaloradamente, zaherida por sus palabras.

– Típicas palabras de una esclava del sistema.

– Que te den -le espeté. Que desmenucen el orgullo y la identidad de uno suele conseguir que esa persona se enfade irracionalmente, por grande que sea la verdad dicha-. Mejor ser una esclava complaciente que una rareza bastarda divina. No me extraña que cacen a los de vuestra especie hasta la extinción.

Volvió a pegarme, imprimiendo fuerza de nefilim al golpe esta vez, como aquella noche en el callejón. Me dolió… mucho.

– Zorra asquerosa. No sabes lo que dices.

Hizo ademán de ir a agredirme de nuevo, pero se detuvo cuando Seth se interpuso de repente ante mí.

– Basta -exclamó-. Dejadlo ya, todos…

Una ráfaga de poder -de Román o Helena, no lo sé- lanzó a Seth por los aires, contra la pared del fondo. Hice una mueca.

– ¿Cómo te atreves…? -Empezó Helena, con un destello de rabia en sus ojos azules-. Tú, un mortal, sin la menor idea de lo que eres…

Había empezado a moverme antes de que las palabras pudieran salir siquiera de su boca. Ver cómo castigaban a Seth desencadenó algo en mi interior, una respuesta airada la cual sabía que no serviría de nada, pero irreprimible igualmente. Me abalancé sobre Helena, adoptando la primera forma que se me pasó por la cabeza, sin duda gracias a haber visto antes a Aubrey: una tigresa.

La transformación duró sólo un segundo pero fue tremendamente dolorosa: mi cuerpo humano se expandió, mis pies y manos mutaron en zarpas pesadas. El factor sorpresa jugaba a mi favor, pero sólo por un momento; cargué sobre ella y derribé su cuerpo ligero al suelo.

Mi victoria fue efímera. Antes de poder hundirle los dientes en el cuello, una fuerza huracanada me arrancó de encima de ella para arrojarme contra la vitrina donde guardaba la porcelana. El impacto fue diez veces más intenso que el que nos había inmovilizado antes a Seth y a mí, y el dolor me hizo recuperar mi forma normal mientras los cristales se hacían añicos a mi espalda, provocando una lluvia de esquirlas a mí alrededor, cortándome la piel.

Me moví de nuevo, sabiendo que era inútil pero necesitando hacer algo, obsesionada con el afán de pelea. Me abalancé sobre Román esta vez, ordenándole a mi cuerpo que adoptara la forma de… en fin, ni siquiera sabía de qué. No tenía ninguna forma específica en mente, tan sólo rasgos: garras, colmillos, escamas, músculos. Veloz. Grande. Peligroso. Una criatura de pesadilla, un verdadero demonio escapado del infierno.

Ni siquiera llegué a acercarme al nefilim, sin embargo. Alguno de ellos se me anticipó, en pleno vuelo, y me repelió. Esta vez aterricé junto a Seth, que me observaba con los ojos desorbitados por el asombro y el terror. Me golpearon unos rayos de poder, haciéndome gritar de dolor, destrozándome todos los nervios. La piel de mi nueva forma me protegió tan sólo brevemente, antes de que el daño y el agotamiento me arrebataran el control de la transformación. Regresé a mi delgado cuerpo humano justo cuando otra red de poder me inmovilizaba en el sitio, asegurándose de que no pudiera volver a hacer nada.

Mi ataque con el cambio de forma había durado un minuto, y ahora me sentía completamente rendida y drenada de energía, agotadas por fin las reservas de Martin Miller. Bien por hacerse la valiente. Un nefilim podría borraros del mapa a cualquiera de vosotros sin ningún problema.

– Muy valiente, Georgina -se rió Román, enjugándose el sudor de la frente. También él había empleado una gran cantidad de poder, pero podía gastar mucho más que yo-. Valiente, pero estúpida. -Se acercó a mí, me miró de arriba abajo y sacudió la cabeza con amargura-. No sabes racionar tu energía. Te has agotado.

– Román… lo siento…

No hacía falta que me dijera cuan bajas eran mis reservas. Podía sentirlo. Mi energía no sólo estaba baja, sino agotada. Tenía el depósito vacío, por así decirlo. Me miré las manos y vi cómo mi apariencia parpadeaba ligeramente, temblando casi como un espejismo producido por el calor. Mala señal. Llevar el mismo cuerpo durante el tiempo suficiente, aunque no sea el original, se vuelve algo innato al cabo de unos pocos años, y ya hacía quince que usaba éste. Era mi segunda naturaleza. Lo consideraba mío propio; era al que regresaba siempre inconscientemente. Sin embargo, ahora debía esforzarme para conservarlo, para no regresar al cuerpo con el que había nacido. Mala señal… muy mala.

– ¿Que lo sientes? -dijo Román, y vi en su expresión hasta qué punto le había hecho daño-. No puedes ni imaginarte…

Todos lo sentimos al mismo tiempo. Román y Helena giraron sobre los talones para cruzar la mirada, alarmados, un segundo antes de que mi puerta volara por los aires. Las ligaduras que me retenían desaparecieron cuando los nefilim redirigieron su poder hacia el apocalipsis que acababa de irrumpir en mi piso.

Entró un raudal de luz cegadora, tan brillante que hacía daño. Una luz familiar. La misma forma terrible que había visto en el callejón se materializó de nuevo, sólo que esta vez había dos de ellas. Imágenes especulares. Indistinguibles entre sí. No sabía quién era quién, pero recordé el comentario que había hecho Cárter de pasada hacía una semana: un ángel en todo su esplendor pondrá en fuga a casi cualquier criatura… mataría a un mortal…

– Seth -susurré, dándole la espalda al glorioso espectáculo para mirar al escritor. Seth lo contemplaba fijamente, desorbitados de asombro y temor sus ojos castaños, cautivados por tanta gloria-. Seth, no los mires. -Con las escasas fuerzas que me quedaban, levanté una mano temblorosa y volví su rostro hacia el mío-. Seth, no los mires. Mírame a mí. Sólo a mí.

Alguien profirió un alarido en algún lugar a nuestras espaldas. El mundo estaba haciéndose pedazos.

– Georgina… -exhaló Seth, rozándome tímidamente la cara-. ¿Qué te ocurre?

Concentrando toda mi fuerza de voluntad, le ordené a mi cuerpo que luchara y retuviera la forma con la que nos habíamos conocido. Era una batalla perdida de antemano. Cuestión de vida o muerte. No podría sobrevivir mucho tiempo así. Seth se acercó más a mí, y apagué el sonido del caos y la destrucción desatados a nuestro alrededor, volcando toda mi atención, toda mi percepción, en su semblante.

He dicho que Román era hermoso, pero su belleza no era nada… absolutamente nada… comparada con la de Seth en esos momentos. Seth, con sus largas pestañas, sus inquisitivos ojos castaños, su bondad manifiesta en todas sus acciones. Seth, con su pelo alborotado y su barba hirsuta, enmarcando un rostro que no podía ocultar su naturaleza, la fuerza radiante de su carácter, su alma como un faro en una noche de niebla.

– Seth -susurré-. Seth.

Se inclinó sobre mí, dejando que lo atrajera más y más cerca, y entonces, mientras el cielo y el infierno batallaban a nuestro alrededor, lo besé.

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