Capítulo 8

Paige era toda sonrisas cuando llegué para cubrir el turno de la mañana al día siguiente.

– Buen trabajo con Seth Mortensen -me felicitó, levantando la mirada del montón de papeles cuidadosamente ordenados que había encima de su mesa. El escritorio que compartíamos Doug y yo en la trastienda de la librería acostumbraba a parecer el escenario de un apocalipsis bélico.

– ¿Por qué lo dices?

– Por convencerlo para que trabaje aquí.

Parpadeé. En el transcurso de nuestras peripecias en el Distrito U y Krystal Starz no le había dicho ni una palabra de convertirse en nuestro escritor residente.

– ¿Oh?

– Acabo de verlo arriba, en la cafetería. Dice que ayer se lo pasó bomba.

Salí de su despacho, perpleja, preguntándome si se me habría escapado algo el día antes. La excursión no me había parecido tan espectacular, pero supuse que Seth debía de estar contento y agradecido por los libros rebajados. ¿Había ocurrido algo digno de mención?

Sin previo aviso, me asaltó el recuerdo del contacto de la mano de Seth, la curiosa oleada de familiaridad que me había recorrido. No, decidí, aquello no había sido nada. Imaginaciones mías.

Subí a la cafetería en busca de un moca, desconcertada aún. Cómo no, Seth estaba sentado en una esquina, con el portátil abierto encima de la mesa ante él. Su aspecto era casi idéntico al del día anterior, sólo que hoy su camiseta lucía la efigie del teleñeco Beaker. Con la mirada fija en la pantalla, sus dedos volaban furiosamente sobre las teclas.

– Hola -le dije.

– Hola.

Eso fue todo. Ni siquiera levantó la cabeza.

– ¿Estás trabajando?

– Sí.

Me quedé esperando a que añadiera algo más, sin éxito. De modo que continué.

– Pues, esto, Paige me ha dicho que piensas mudarte aquí.

No respondió. Ni siquiera sabía si me habría oído. De pronto me miró con un brillo en los ojos.

– ¿Has estado alguna vez en Tejas?

Eso me pilló por sorpresa.

– Claro. ¿En qué parte?

– Austin. Necesito saber cómo es el tiempo por allí.

– ¿Cuándo? ¿En esta época del año?

– No… Más bien en primavera, o a principios de verano. Escarbé en mi memoria.

– Calor. Lluvia y tormentas. Algo de humedad. Está al filo de la senda de los tornados, ¿sabes?

– Ah. -Seth se quedó pensativo, antes de asentir ligeramente y volver a agachar la cabeza-. A Cady le encantará. Gracias.

Tardé un momento en darme cuenta de que se refería a uno de sus personajes. La aversión al mal tiempo de Nina Cady era famosa. El estómago me dio un vuelco y se me cayó el alma a los pies. Me extrañó que no oyera el golpe.

– ¿Estás… estás… escribiendo algo con Cady y O'Neill? ¿Ahora mismo?

– Sí. -Lo dijo como si nada, como si todavía estuviéramos hablando del tiempo-. Es el próximo libro. Bueno, el siguiente. El próximo ya está listo para su publicación. Llevo alrededor de una cuarta parte de éste.

Contemplé el portátil con admiración, como si fuera una dorada reliquia divina de antaño, capaz de realizar milagros. Acabar con las sequías. Con el hambre en el mundo. Me había quedado sin habla. Que la siguiente obra maestra se estuviera forjando delante de mis narices, que pudiera haber dicho algo que podría repercutir en ella era sobrecogedor. Tragué saliva con dificultad y me obligué a apartar la mirada del ordenador, a serenarme. Después de todo, no podía emocionarme con otro capítulo cuando todavía me faltaba por leer el anterior.

– Un libro de Cady y O'Neill. Guau. Eso es…

– Hm, esto, estoy ocupado. Tengo que aprovechar este momento. Perdona.

Sus palabras me cortaron en seco.

– ¿Qué? -¿Estaba echándome?

– ¿Podemos hablar más tarde?

Estaba echándome. Estaba echándome sin mirarme siquiera. Se me encendieron las mejillas.

– ¿Qué pasa con mi libro? -farfullé de cualquier manera.

– ¿Eh?

El pacto de Glasgow. ¿Lo has firmado ya?

– Ah. Eso.

– ¿Y bien?

– Te mandaré un e-mail.

– Que me mandarás… entonces, ¿no tienes mi libro?

Seth sacudió la cabeza y siguió trabajando.

– Oh. Vale. -No entendía lo del email, pero tampoco iba a perder el tiempo implorando que me prestara atención-. Bueno. Pues luego te veo. Avísanos si necesitas cualquier cosa. -Lo dije en tono frío y cortante, pero dudo que se percatara.

Intenté no bajar las escaleras al galope. ¿De qué iba tratándome así? Sobre todo después de que le hubiera hecho de guía el día antes. Por muy famoso que fuera, no tenía derecho a portarse como un capullo conmigo. Me sentía humillada.

«¿Humillada por qué, porque no te ha hecho caso?», me recriminó la voz de la razón. Tampoco es que haya montado una escena. Tan sólo estaba ocupado. Además, eras tú la que se quejaba de que no escribía lo suficientemente deprisa.

Hice oídos sordos a la voz y regresé al trabajo, sintiéndome todavía un poco ofendida. El negocio no me dejó recrearme en mi ego herido por mucho tiempo, sin embargo; la actividad vespertina y la falta de personal se aseguraron de mantenerme ocupada en la planta. Cuando conseguí volver a mi oficina, fue sólo para agarrar el bolso al final del turno.

Cuando me disponía a salir, vi un mensaje de Seth en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Me acerqué al ordenador y leí.

Georgina,

¿Te has fijado alguna vez en los agentes inmobiliarios… cómo se visten, los coches que conducen? La realidad supera a la ficción, como suele decirse. Anoche le comenté a mi hermano que podría interesarme vivir en el distrito universitario, así que llamó a una amiga suya, agente inmobiliaria. Se plantó allí en dos minutos exactos, toda una proeza si tenemos en cuenta que su oficina está en West Seattle. Llegó en un Jaguar blanco cuyo resplandor palidecía únicamente ante la luminosidad de su sonrisa de Miss América. Mientras parloteaba sin cesar sobre lo emocionante que era tenerme aquí iba aporreando su ordenador, buscando residencias apropiadas, tecleando con unas uñas lo bastante largas como para empalar niños pequeños en ellas. (¿Lo ves? Recuerdo lo mucho que te gustaba la palabra «empalar».)

Cada vez que encontraba un sitio prometedor, se ponía como una moto: «Sí… si. ¡Sí! ¡Éste! ¡Éste! ¡Sí! ¡Sí!» Confieso que, cuando acabamos, me sentía sucio y extenuado, como si me tocara dejar un puñado de billetes encima de la almohada o algo. Dejando sus aspavientos al margen, lo cierto es que encontramos un bonito apartamento no demasiado lejos del campus, nuevecito. Era tan caro como me previniste, pero creo que es exactamente lo que quiero. Mistee… sí, ése es su nombre… y yo vamos a echarle un vistazo esta noche. Me atemoriza un poco ver su reacción como puje por el sitio. Sin duda pensar en la comisión le provocará un orgasmo múltiple. (Y pensar que siempre había creído que era la postura del misionero lo que impedía que las mujeres gozaran al máximo.)

En cualquier caso, sólo quería informarte de la novedad porque fuiste tú la primera en enseñarme el Distrito U. Lamento no haber tenido ocasión de charlar contigo antes; no me hubiera importado preguntarte tu opinión sobre los restaurantes de la zona. Todavía no conozco bien el lugar, y mi hermano y mi cuñada están demasiado ocupados con su vida suburbana como para recomendarme algún sitio donde no sirvan menús infantiles.

En fin, supongo que tendré que volver a escribir, si quiero permitirme mi nuevo alojamiento. Cady y O'Neill son unos… en fin, unos negreros, como habrás observado antes. Hablando de lo cual, no me he olvidado de tu copia de El pacto de Glasgow. Pensaba ponerte una dedicatoria medio original anoche, después del día tan agradable que pasamos juntos, pero me vi atrapado en la vorágine inmobiliaria. Me disculpo por ello. Te lo daré pronto. Nos vemos,

Seth.


Releí el mensaje dos veces. Estaba casi segura de que en el breve espacio de tiempo que hacía que conocía a Seth, jamás le había oído pronunciar en voz alta tantas palabras como las que acababa de escribir. No sólo eso, sino que eran palabras divertidas. Entretenidas. Como una mini novela de Cady y O'Neill, dirigida a mí en exclusiva. El polo opuesto de su actitud engreída de esta mañana. Si hubiera dicho algo siquiera remotamente parecido en persona, lo más probable es que me hubiese desmayado.

– Increíble -musité para el monitor.

Una parte de mí se sentía hipnotizada por la carta, pero otra opinaba que podría haber mostrado un poco más de tacto primero, ocupado o no. El resto de mi ser observó que todas estas «partes de mí» probablemente deberían recibir terapia y, además, realmente necesitaba ir a ver a Erik por lo del asunto del cazador de vampiros. Me apresuré a enviar una respuesta:

Gracias por el mensaje. Supongo que sobreviviré a otro día sin libro. Buena suerte con la agente inmobiliaria, y asegúrate de ponerte un condón cuando le hagas tu oferta. Otros sitios buenos para comer por esa zona son Han & Hijos, la cafetería El Tomate Pera, y el chino Loto.

– Georgina

Salí de la tienda y enseguida me olvidé de Seth, alegrándome del escaso tráfico que había a esa hora tan temprana del día. Conduje hasta Lake City y encontré sin problemas la intersección que me había indicado la chica de Krystal Starz. Localizar la tienda resultó ser más complicado. La zona estaba atestada de centros comerciales y negocios varios, y leí miríadas de anuncios y letreros con la esperanza de hallar algo prometedor. Por fin divisé un cartelito oscuro encajonado en la esquina de un grupo de tiendas poco frecuentadas. ARCANA, S. A. Tenía que ser ahí.

Aparqué enfrente, esperando que estuviera abierto. En la puerta no había ningún horario ni nada, pero cedió sin ofrecer resistencia cuando la empujé. Al entrar me envolvió el aire perfumado con incienso de sándalo; un pequeño reproductor de CD emitía suaves notas de arpa desde el mostrador. Puesto que no se veía a nadie en la sala, deambulé de un lado para otro, regalándome la vista. Las paredes estaban cubiertas de auténticos libros sobre mitología y religión (no como las supercherías que se vendían en Krystal Starz), y en los expositores de cristal minuciosamente ordenados vi joyas en las que reconocí la mano de algunos artistas de la zona. Diversos artículos rituales (velas, incienso y estatuillas) se acumulaban ordenadamente en los rincones, confiriéndole al lugar un acogedor aire de revoltijo y habitabilidad.

– Señorita Kincaid. Es un honor volver a verla.

Giré sobre los talones, olvidándome de la estatua de Tara la Blanca que estaba admirando. Erik entró en la estancia, y reprimí la sorpresa que me había causado su aparición. ¿Cuándo había envejecido tanto? Ya era anciano cuando lo vi por última vez (la piel morena arrugada, el pelo canoso), pero no recordaba que caminara ligeramente encorvado, ni aquellas profundas ojeras. Intenté precisar cuándo fue la última vez que hablamos; no pensaba que hubiera pasado tanto tiempo. ¿Cinco años? ¿Diez? Con los mortales, era fácil perder la cuenta.

– Yo también me alegro de verte. Te has vuelto caro de encontrar. Tuve que ir a husmear a Krystal Starz para averiguar qué te había pasado.

– Ah. Espero que la experiencia no fuera demasiado… incómoda.

– Nada que no pudiera manejar. Además, me alegro de que te largaras de allí. -Miré alrededor del atestado establecimiento, tenuemente iluminado-. Me gusta este sitio.

– No es gran cosa… tampoco me reporta grandes beneficios… pero me pertenece. Es para lo que he estado ahorrando, un lugar donde poder pasar mis últimos años.

Hice una mueca.

– No te pongas dramático conmigo, que no eres tan mayor.

Su sonrisa se ensanchó, al tiempo que su expresión se volvía ligeramente sarcástica.

– Usted tampoco, señorita Kincaid. De hecho, es usted tan hermosa como la primera vez que la vi. -Me dedicó una pequeña reverencia, agachándose probablemente más de lo debido para alguien con su espalda-. ¿En qué puedo servirle?

– Necesito información.

– Por supuesto. -Señaló una mesita que había cerca del mostrador, enterrado bajo una montaña de libros y un elaborado candelabro-. Siéntese, tome el té conmigo y hablaremos. A menos que tenga usted prisa.

– No, tengo tiempo.

Mientras Erik traía el té, yo despejé la mesa y puse los libros en el suelo, ordenados en pulcros montoncitos. Cuando volvió con la tetera, pasamos un rato hablando de trivialidades y sorbiendo nuestras bebidas, aunque en realidad mi cabeza estaba en otra parte. Mi preocupación debió de manifestarse alta y clara mientras mis dedos bailaban por el borde de la taza y la punta de mi pie tamborileaba con impaciencia en el suelo.

Por fin, abordé el tema.

– Necesito saberlo todo sobre los cazadores de vampiros. Para la mayoría de la gente, esto habría sido una solicitud extraña, pero Erik se limitó a asentir con la cabeza, expectante.

– ¿Algo en particular?

– Cualquier cosa. Sus costumbres, cómo reconocerlos. Todo lo que sepas.

Se reclinó en la silla, sosteniendo la taza con delicadeza.

– Tengo entendido que los caza vampiros nacen, no se hacen. Tienen el «don», por así decirlo, de matar vampiros. -Pasó a referir varios detalles más, la mayoría de los cuales encajaban con lo que yo ya sabía gracias a Peter.

Reflexionando sobre lo que había dicho Cody, sobre la sensación de que te seguía alguien a quien no podías ver, pregunté:

– ¿Poseen alguna otra habilidad especial? ¿Pueden volverse invisibles?

– No, que yo sepa. Algunos seres inmortales sí, naturalmente, pero no los caza vampiros. Siguen siendo simples mortales, después de todo, pese a sus peculiares talentos.

Asentí con la cabeza, siendo como era una de aquellas criaturas que podían volverse invisibles, aunque rara vez utilizaba ese poder. Jugueteé con la idea de que la sombra de Cody podría haber sido un inmortal invisible, intentando gastarle una broma, pero aun así debería haber percibido el aura característica que nos delata a todos. De hecho, debería haber podido presentir también a un cazador de vampiros humano. El hecho de que no hubiera visto ni sentido nada reforzaba la teoría de Peter, según la cual el acoso eran simples imaginaciones de Cody.

– ¿Los cazadores de vampiros pueden hacer daño a otras criaturas? ¿Demonios… u otros seres inmortales?

– Es complicado hacerle algo tangible a un inmortal -musitó-. Algunas personas de bien… sacerdotes poderosos, por ejemplo… pueden expulsar demonios, pero no lastimarlos de forma permanente. Del mismo modo, he oído hablar de algunos mortales que han capturado criaturas sobrenaturales, aunque ir más allá… No digo que sea imposible, tan sólo que no he oído nunca algo así. Según mi información de segunda mano, los caza vampiros sólo pueden hacer daño a los vampiros. Nada más.

– Tu información de segunda mano es para mí más valiosa que los hechos más contrastados.

Me observó con curiosidad.

– Pero ésta no es la respuesta que usted esperaba.

– No lo sé. Es más o menos lo mismo que ya me habían dicho. Creía que podría haber algo más.

Cabía enteramente dentro de lo posible que Jerome me hubiera dicho la verdad, que esto fuera un simple caso de caza vampiro suelto y los consejos que nos había dado a Hugh y a mí, meras cortesías para evitarnos disgustos. Sin embargo, no lograba sacudirme de encima la sensación de que Jerome se había callado algo, como tampoco creía realmente que Cody fuera la clase de persona que se imagina cosas.

Debía de haberme quedado perpleja porque Erik sugirió, aparentemente con algo de vacilación:

– Podría ahondar en esto por usted, si quiere. Que nunca haya oído hablar de nada capaz de hacer daño a otros inmortales no significa que esté fuera de lo posible.

Asentí con la cabeza.

– Te lo agradecería. Muy amable.

– Es un honor ser de ayuda a alguien como usted. Y si lo desea, también podría hacer más averiguaciones sobre los cazadores de vampiros en general. -Se interrumpió de nuevo, eligiendo con cuidado sus palabras-. Si una persona como ésa anduviera suelta, en la comunidad ocultista de la zona se manifestarían ciertos indicios. Se comprarían víveres, se harían preguntas. Los seres así no pasan desapercibidos.

Ahora fui yo la que vaciló. Jerome nos había pedido que tuviéramos cuidado. Tenía la impresión de que no le haría gracia que nos tomáramos la justicia por nuestra mano, aunque estar hablando ahora con Erik tal vez fuera precisamente eso. No creo que tantear el terreno tuviera importancia. Recabar información no era lo mismo que ir personalmente en busca de esa persona.

– También te lo agradecería. Cualquier cosa que pudieras averiguar sería útil. -Apuré el té y dejé la taza vacía-. Tendría que irme ya.

Se levantó conmigo.

– Gracias por tomar el té conmigo. Estar en compañía de una mujer como usted ocurre generalmente sólo en los sueños de uno.

Me reí en voz baja de la broma velada, que hacía referencia a la antigua leyenda según la cual los súcubos sólo visitan a la gente mientras duerme.

– Tus sueños están a salvo, Erik.

Me devolvió la sonrisa.

– Vuelva dentro de unos días y compartiré con usted lo que sepa. Prepararé té de nuevo.

Al mirar alrededor de la tienda vacía, pensando que no había aparecido ningún cliente durante mi visita, de repente sentí la necesidad de hacer algo por su negocio.

– Deja que compre un poco de ese té antes de irme.

Me dirigió una mirada indulgente, con un brillo de diversión en los ojos castaños, como si conociera mis verdaderas intenciones.

– Siempre la he tenido por alguien más aficionada al té negro… o admiradora de la cafeína, al menos.

– Oye, incluso a mí me gusta jugar con fuego de vez en cuando. Además, estaba bueno… a su herbácea y descafeinada manera.

– Le daré tus cumplidos a mi amiga. Es ella la que prepara las mezclas, yo sólo las vendo.

– Conque amiga, ¿eh?

– Amiga y nada más, señorita Kincaid.

Se acercó a una estantería detrás del mostrador, donde se alineaban distintas variedades de té. Me acerqué para pagar y admiré algunas de las joyas que había bajo el cristal. Me llamó la atención una pieza en particular, una gargantilla de tres hileras de perlas de agua dulce, de color melocotón, intercaladas con cuentas de cobre o trocitos de cristal verdemar. Un colgante de cobre con forma de ankh era la atracción principal.

– ¿Esto también es de alguno de los artesanos de la zona? -Lo hizo un viejo amigo que tengo en Tacoma. -Erik metió la mano en el expositor, sacó la gargantilla y la dejó encima del mostrador para enseñármela. Pasé las manos por las delicadas perlas lustrosas, todas ellas de forma ligeramente irregular.

– Creo que mezcló algo de influencia egipcia, pero su intención era invocar el espíritu de Afrodita y el mar, crear algo que se podrían haber puesto las sacerdotisas de la antigüedad.

– Nunca lucían nada así de elegante -murmuré mientras le daba la vuelta a la gargantilla y comprobaba el elevado precio que marcaba la etiqueta. Me descubrí hablando sin ser consciente de ello-. La influencia egipcia estaba presente en muchas de las antiguas ciudades griegas. En las monedas de Chipre se acuñaban ankhs, además de efigies de Afrodita.

El tacto del cobre del ankh me trajo a la memoria otro collar, uno perdido hacía mucho bajo el polvo del tiempo. Aquel era más sencillo: una simple ristra de cuentas grabadas con ankhs diminutos. Pero mi marido me lo había regalado la mañana de nuestra boda, colándose en nuestra casa a hurtadillas justo después del amanecer en un gesto inusitadamente impulsivo para él.

Le había regañado por la indiscreción.

– ¿Qué haces? Me vas a ver esta tarde… ¡y después todos los días!

– Tenía que darte esto antes de la boda. -Me enseñó la hilera de cuentas-. Era de mi madre. Quiero que te lo quedes, y que te lo pongas hoy.

Se inclinó hacia delante y me ciñó el cuello con ellas. Cuando sus dedos me rozaron la piel, una oleada cálida y hormigueante recorrió todo mi cuerpo. A la tierna edad de quince años no entendía exactamente esas sensaciones, aunque estaba decidida a explorarlas. Hoy en día, más sabia, las reconocía como los primeros coletazos de la pasión que eran, y… en fin, también había algo más. Algo que aún no alcanzaba a comprender por completo. Una conexión eléctrica, la sensación de que estábamos ligados a algo superior a nosotros. Sabía que estar juntos era inevitable.

– Ea -había dicho cuando las cuentas estuvieron seguras y mi cabello de nuevo en su sitio-. Perfecto.

No añadió nada más. No hacía falta. Sus ojos me decían todo lo que necesitaba saber, y me estremecí. Antes de Kyriakos, ningún hombre me había dirigido un segundo vistazo. Después de todo yo era la desgarbada hija de Marthanes, la lenguaraz que hablaba sin pensar. (El cambio de forma resolvería uno de esos problemas, a la larga, pero no el otro.) Sin embargo Kyriakos siempre me había escuchado y me observaba como si yo fuera algo más, alguien tentador y deseable, como las hermosas sacerdotisas de Afrodita que realizaban aún sus rituales a escondidas de los religiosos cristianos.

Quería tocarlo, sin comprender cuánto hasta que tomé su mano de repente, inesperadamente. La coloqué en mi cintura y lo atraje hacia mí. La sorpresa ensanchó sus ojos, pero no se resistió. Éramos casi igual de altos, lo que facilitó que su boca se aplastara contra la mía en un beso demoledor. Me apoyé en la cálida pared de piedra que había a mi espalda hasta quedar aprisionada entre ella y él. Podía sentir todas las partes de su cuerpo contra el mío, pero todavía no estábamos lo bastante cerca. Ni por asomo.

Nuestros besos ganaron en ardor, como si sólo nuestros labios pudieran tender un puente sobre el angustioso abismo que nos separaba. Moví su mano de nuevo, esta vez para subir mi falda sobre un muslo. Sus dedos acariciaron la piel tersa que quedó al descubierto y, sin necesidad de más apremio, se deslizó hasta la cara interior. Arqueé la espalda hacia su cuerpo, contoneándome casi contra él, desesperada por sentir su tacto en todas partes.

– ¿Letha? ¿Dónde te has metido?

La voz de mi hermana llegó en alas del viento; no estaba cerca, pero no tardaría en llegar. Kyriakos y yo nos separamos, jadeantes, con el pulso acelerado. Me miraba como si estuviera viéndome por primera vez, con un brillo abrasador en los ojos.

– ¿Alguna vez has estado con alguien? -preguntó, extrañado.

Sacudí la cabeza.

– Cómo… nunca te imaginé capaz…

– Aprendo rápido.

Sonrió y apretó mi mano contra sus labios.

– Esta noche -exhaló-. Esta noche…

– Esta noche -convine.

Entonces retrocedió, con la mirada aún encendida.

– Te quiero. Eres mi vida.

– Yo también te quiero. -Sonreí y lo vi partir. Un minuto después, oí otra vez a mi hermana.

– ¿Letha?

– ¿Señorita Kincaid?

La voz de Erik me despertó del recuerdo, y de improviso volví a encontrarme en su tienda, lejos del hogar de mi familia, reducido a ruinas hacía tanto tiempo. Sostuve su mirada interrogante y levanté el collar.

– Me llevo esto también.

– Señorita Kincaid -dijo con nerviosismo, manoseando la etiqueta del precio. La ayuda que le ofrezco… no hay necesidad… es

Lo sé le aseguré Ya lo sé. Pon esto en mi cuenta, de todos modos. Y pregúntale a tu amigo si podría hacer unos pendientes a juego.

Salí del establecimiento con la gargantilla puesta, pensando aún en aquella mañana, la sensación de ser tocada por vez primera, tocada únicamente por alguien a quien amaba. Expulse el aire despacio y lo aparté de mi mente. Como tantas otras veces.

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