Chen aún estaba malhumorado, lo que pronto demostró ser contagioso. Catherine también estaba apagada cuando entraron en el paisaje de estilo Qing del Jardín Yi.
A Chen le rondaba algo por la cabeza, lo sabía. Ella también tenía cantidad de preguntas sin respuesta en la suya. No obstante, habían encontrado a Wen.
No quería plantear esas preguntas de momento. Y se sentía incómoda por una razón diferente mientras caminaba a su lado por el jardín. En los últimos días Chen había desempeñado el papel del policía que lo controla todo; siempre tenía algo que decir: sobre modernismo, confucionismo o comunismo. Sin embargo, aquella tarde sus papeles se habían invertido. Ella había tomado la iniciativa. Se preguntaba si le había sentado mal.
El jardín estaba silencioso. Apenas había otros visitantes. Sólo se oían sus pisadas.
– Qué jardín tan bonito -dijo ella-, pero está casi desierto.
– Es por la hora.
La oscuridad empezaba a envolver el sendero del jardín; el sol se cernía sobre los aleros inclinados del antiguo pabellón de piedra como un sello. Cruzaron una puerta de piedra en forma de calabaza que daba a un puente de bambú donde vieron varias carpas doradas nadando en las aguas tranquilas y transparentes.
– Su corazón no disfruta de las vistas, inspector jefe Chen.
– No. Estoy disfrutando cada instante… en su compañía.
– No es necesario que diga eso.
– No es usted un pez -dijo él-. ¿Cómo sabe lo que siente un pez?
Llegaron a otro pequeño puente, al otro lado del cual vieron una casa de té con postes rojos y un gran carácter chino negro que significaba «Té» bordado en una bandera de seda amarilla que ondeaba en la brisa. Frente a la casa de té había unas rocas de forma extraña.
– ¿Entramos? -sugirió ella.
La casa de té en sus orígenes podía haber servido de sala de recepción de oficiales; era espaciosa, elegante, aunque lúgubre. La luz se filtraba a través de las ventanas de vidrio de color. En lo alto de la pared había una tabla horizontal con la inscripción en caracteres chinos: Regreso de la primavera. En el rincón, junto a un biombo lacado, una anciana que estaba de pie ante un mostrador de cristal les dio un termo forrado de bambú, dos tazas con hojas de té verde, una caja de tofu seco cocido con salsa de soja y una caja de pasteles de color verdoso.
– Si necesitan más agua pueden volver a llenar el termo aquí.
No había ningún otro cliente. Ni servicio, una vez que se sentaron a una mesa de caoba la anciana desapareció tras el biombo.
El té era excelente, quizá debido a las hojas de té, quizá debido al agua, o quizá por el ambiente tranquilo del lugar. El tofu seco, sabroso con una salsa marrón sazonada, también tenía buen sabor, pero el pastel verde era más apetitoso, con un sabor dulce inusual que Catherine nunca había probado.
– Esta es una cena maravillosa para mí -dijo ella con una hojita de té entre los labios.
– Para mí también -dijo él, añadiendo agua a la taza de Catherine-. En la tradición china del té, se dice que la primera taza no es la mejor. Su sabor aparece de una forma natural en la segunda o la tercera taza. Por eso la casa de té ofrece el termo, para que uno pueda disfrutar el té tranquilamente mientras contempla el jardín.
– Sí, la vista es fantástica.
– Al emperador Hui de la dinastía Song le gustaban las rocas de formas extrañas. Encargó una búsqueda de rocas por toda la nación, Huashigang, pero fue capturado por los invasores Jin antes de que las rocas elegidas fueran transportadas a la capital. Se dice que algunas se dejaron en Suzhou -dijo Chen-. Mire esta. Se llama La Puerta del Cielo.
– ¿En serio? No le veo el parecido -el nombre le parecía inapropiado. La roca tenía más forma de brote de bambú, angulosa y afilada. En modo alguno sugería una magnífica puerta que daba a los cielos.
– Tiene que verla desde la perspectiva correcta -dijo él-. Puede parecer muchas cosas: una piña oscilando al viento, o un anciano pescando en la nieve, o un perro ladrando a la luna, o una mujer abandonada aguardando el regreso de su amante. Todo depende de la perspectiva.
– Sí, todo depende del punto de vista -dijo ella, sin ver ninguno de aquellos parecidos. Le satisfizo ver que él se había recuperado lo suficiente para hacer de guía de nuevo, aunque al mismo tiempo estuviera irritado porque ella le había obligado a hacer el papel de turista.
Ver las rocas también sirvió de recordatorio de la realidad. A pesar de todos sus estudios chinos, una agente de policía norteamericana jamás vería las cosas exactamente igual que su compañero chino. Darse cuenta de esto la tranquilizó.
– Tengo que hacerle algunas preguntas, inspector jefe Chen.
– Adelante, inspectora Rohn.
– Ya que ha llamado al departamento de policía de Suzhou desde casa de Liu, ¿por qué no llamar a la policía local para que haga el trabajo? Podrían haber obligado a Liu a colaborar.
– Podrían haberlo hecho, pero no me gustaba la idea. Liu no retenía a Wen contra su voluntad -dijo Chen-. Además, tenía numerosas preguntas sin respuesta. Por eso quería hablar antes con ellos.
– ¿Ha obtenido las respuestas?
– Algunas -dijo Chen, pinchando un dado de tofu con un mondadientes-. También me preocupaba la posible reacción de Liu. Es tan romántico… Según Bertrand Russell, la pasión romántica alcanza su cima cuando los amantes luchan contra todo el mundo.
– Lo ha estudiado bien, inspector jefe Chen. ¿Y si no hubiera conseguido convencerles?
– Como agente de policía, habría tenido que hacer un informe objetivo para el departamento.
– Entonces el departamento les haría colaborar, ¿no es cierto?
– Sí, por eso mi esfuerzo es patético, ¿verdad?
– Bueno, ha logrado convencerles. Ella está dispuesta a marcharse -dijo Catherine-. En cuanto a la relación entre Liu y Wen. ¿Puede contarme algo más? Aún no lo tengo claro. Puede que usted le haya dado su palabra a Liu… prometido confidencialidad tal vez. Dígame lo que pueda.
Ella tomó unos sorbos de té cuando él empezó, pero pronto estuvo tan absorta que el té se le enfrió en la taza. Chen incluyó lo que consideró que eran detalles importantes. Además, añadió cosas de las cintas de la entrevista de Yu que se centraban más en las desdichas que Wen había sufrido con Feng.
Catherine había recogido parte de la información, pero ahora las diversas piezas formaban un todo. Cuando Chen terminó su explicación, ella se quedó mirando el interior de su taza unos minutos. Cuando volvió a levantar la cabeza, el salón parecía aún más lúgubre. Entendió por qué había estado tan deprimido.
– Una pregunta más, inspector jefe Chen -dijo ella-. Sobre la conexión entre la policía de Fujian y los Hachas Voladoras… ¿es eso cierto?
– Es muy probable. Tenía que decirle eso -dijo Chen evasivo-. Yo habría podido protegerla una semana o dos, pero más tiempo, lo dudo. No tiene más opción que irse a Estados Unidos.
– Debería haber hablado de esto conmigo antes.
– No es agradable para un policía chino admitir estas cosas.
Ella le cogió la mano.
El instante de silencio fue roto por el ruido que hacía la anciana al partir semillas de sandía detrás del biombo.
– Vamos fuera -sugirió Chen.
Salieron, llevándose el té y los pasteles. Cruzaron el puente y entraron en el pabellón que tenía el tejado de azulejos vidriados amarillos y postes rojos. Los postes estaban incrustados en un banco que rodeaba el pabellón y tenía el techo de mármol plano y enrejado de celosía. Dejaron el termo en el suelo y se sentaron con las tazas y los pasteles entre los dos. Unos pajarillos gorjeaban en la gruta detrás de ellos.
– El paisaje del jardín de Suzhou fue diseñado -explicó él- para inspirar a la gente a sentirse poética.
Ella no se sentía así, aunque disfrutaba del momento. Sabía que algún día contemplaría ese atardecer en Suzhou como algo especial. Apoyándose de lado en el poste, experimentó un súbito cambio de humor, como si se hubiera operado en ellos otra inversión de papeles. Chen volvía a estar casi como siempre. Y ella se estaba poniendo sentimental.
¿Qué estarían haciendo Wen y Liu en aquel momento?
– Pronto Liu y Wen van a separarse -dijo melancólica.
– Liu puede ir a Estados Unidos algún día…
– No, jamás podrá encontrarla -meneó la cabeza-. Así es como funciona nuestro programa.
– Wen puede regresar… a hacer una visita -se calló en seco-. No, sería demasiado arriesgado para ella.
– Ni pensarlo.
– «Es difícil encontrarse, y también separarse. / Lánguido el viento del este, caídas las flores» -murmuró él-. Lo siento, estoy citando poesía otra vez.
– ¿Qué hay de malo en ello, inspector jefe Chen?
– Es sentimental.
– Por eso se ha convertido en un ermitaño que se esconde en un cascarón racionalista.
Al instante se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. ¿Por qué había explotado con esto? ¿Era porque estaba intranquila por el resultado de la investigación, porque ni él ni ella podían hacer nada que ayudara realmente a Wen? ¿O se debía a un paralelismo subconsciente que estaba aflorando a la superficie de su mente? También ella se marcharía pronto de China.
Él no respondió.
Ella se inclinó para frotarse el tobillo, que le dolía.
– Cómase el último trozo -dijo él, ofreciéndole el pastel.
– Es un nombre extraño, Pastel de Hoja Verde de Bambú -dijo ella, examinando la caja.
– Es posible que para preparar el pastel se hayan utilizado hojas de bambú. El bambú era una parte muy importante de la cultura china tradicional. Tiene que haber un bosquecillo de bambú en un jardín chino y un plato de brotes de bambú en un banquete chino.
– Interesante -comentó ella-. Incluso los gánsteres chinos emplean la palabra «bambú» en el nombre de sus organizaciones.
– ¿A qué se refiere, inspectora Rohn?
– ¿Recuerda el fax que el domingo recibí en el hotel? Contenía un poco de información general sobre las tríadas internacionales implicadas en el tráfico ilegal de personas. Una de ellas se llama Bambú Verde.
– ¿Lleva encima ese fax?
– No, lo dejé en el Peace Hotel.
– ¿Pero está segura?
– Sí, recuerdo el nombre -dijo ella.
Catherine cambió de postura. Se volvió hacia él y se reclinó en el poste. Él retiró las tazas. Ella se quitó los zapatos y puso los pies sobre el banco, con las rodillas dobladas bajo la barbilla, descansando las plantas de los pies desnudos en el frío mármol del banco.
– Su tobillo no se ha recuperado por completo -dijo él-. El banco está demasiado frío.
Y ella notó que le cogía los pies y se los colocaba en su regazo, poniendo la mano en el arco de la planta, calentándolo con la palma antes de frotarle el tobillo.
– Gracias -dijo ella, doblando sin querer los dedos de los pies en los de su mano.
– Déjeme recitarle un poema, inspectora Rohn. Durante los últimos días me ha venido a la cabeza en fragmentos.
– ¿Un poema suyo?
– No realmente. Es más como una imitación de «La luz del sol en el jardín», de MacNeice. Es un poema que trata de que la gente sea agradecida durante el tiempo que comparten, aunque el momento sea fugaz.
Se puso a hablar, con la mano en el tobillo de Catherine.
– «Bajo el ardiente sol dorado, / no podemos recoger el día / del antiguo jardín / y ponerlo en un álbum de antaño. / Aprovechemos el momento / O el tiempo no perdonará…»
– El ardiente sol dorado en el jardín -dijo ella.
– En realidad, la imagen central de la primera estrofa se me ocurrió en el Suburbio de Moscú.
– Luego, después de ver el poema de Liu sobre la danza del carácter de la lealtad, en especial después de conocer a Wen y a Liu, se me ocurrieron otros versos -explicó-. «Cuando todo está dicho, / no podemos distinguir / la pregunta y la respuesta. / ¿Qué ha de mantenernos hechizados, / la danza o el bailarín?».
– La danza y el bailarín, entiendo -dijo ella, haciendo gestos de asentimiento-. Para Liu, Wen ha convertido la danza del carácter de la lealtad en un milagro.
– El poema de MacNeice se refiere a lo indefensa que está la gente.
– Sí, MacNeice es otro de sus poetas modernistas favoritos.
– ¿Cómo lo sabe?
– He investigado un poco sobre usted, inspector jefe Chen. En una entrevista reciente habló de su melancolía porque su trabajo no le permitía escribir tanto como él quería, pero usted sentía lástima de sí mismo, por perder su oportunidad como poeta. La gente dice en forma de poema lo que les es imposible decir en la vida.
– No sé qué decir…
– No tiene que decir nada, inspector jefe Chen. Me marcho dentro de un par de días. Nuestra misión ha terminado.
La bruma envolvió el jardín.
– Déjeme recitarle la última estrofa -dijo él-. «Triste ya no es triste, / el corazón endurecido de nuevo, / sin esperar perdón / sino gratitud y alegría / por haber estado contigo, / la luz del sol perdida en el jardín».
Ella pensó que sabía por qué había decidido recitar el poema.
No sólo por Wen y Liu.
Se quedaron allí sentados, en silencio; los últimos rayos de sol recortaban su silueta sobre el jardín, pero ella experimentó de forma indeleble un instante de gratitud.
El atardecer se iba extendiendo como el rollo de una pintura china tradicional: Un panorama cambiante y sin embargo inalterable recortado en el horizonte, fresco, una ligera bruma ablandando las colinas a lo lejos.
El mismo jardín poético, el mismo puente crujiente de la dinastía Ming, el mismo sol moribundo de la dinastía Qing.
Cientos de años antes.
Cientos de años más tarde.
La tranquilidad era tanta que se oían las burbujas que estallaban en el agua verde.