9. PECES GORDOS

—Sabía que tramabas algo.

—¡Y una mierda! No lo sabías.

—¡Que sí! ¿Por qué te crees que estaba tan nervioso en el Pig?

—Siempre estás nervioso cuando hago algo que escapa a tu control.

Phil emitió un sonido que solo puede definirse como grito ahogado.

—No es verdad, Ken. No es justo. —Parecía ofendido de verdad.

Apoyé la mano en su hombro. Seguía siendo verdad, eso sí, pero dije:

—Perdón.

—No le pegaste de verdad, ¿no?

—Sí. Le di una buena hostia en la cara.

—¿Un puñetazo como Dios manda?

—Un puñetazo como Dios manda. Mira esta mano.

Le mostré la mano derecha para que viera los rasguños de los nudillos. Todavía me dolía la mano.

—Estás muy orgulloso, ¿verdad?

Lo pensé un momento.

—Sí —contesté.

Estábamos en el Bough. Phil me había dicho que esperaría en Capital Live! a que terminara la grabación de Última hora y recibir luego un informe de lo ocurrido; así que se sorprendió mucho al verme entrar en el despacho apenas noventa minutos después de haberle dejado para dirigirme al estudio de televisión en Clerkenwell.

—¿Le atacaste? —había preguntado Kayla, recostándose en la silla con su chaqueta de camuflaje y mordisqueando un bolígrafo. Yo había asentido y ella se había levantado y me había dado un beso—. Magnífico, Ken.

Phil y su ayudante Andi se habían mirado horrorizados. Y Andi había dicho:

—Propongo que vayamos al pub.

—Pero no avisaron a la policía.

—De momento no. Se pasaron el rato tratando de convencerme para que me quedara y continuara con el debate. No sé qué los hizo desistir, si el hecho de que hablar conmigo era como hablarle a la pared o que las chicas de maquillaje se estaban quedando sin base para cubrir el moretón de Lawson. Al final me fui y cogí un taxi.

—¿Crees que Brierley presentará cargos?

—Ni idea. —Me bebí mi London Pride y dediqué una gran sonrisa a Phil—. Me la suda.

—Llevabas semanas planeándolo, ¿verdad?

—Meses, en realidad. Desde la primera vez que me llamaron al despacho de Debbie, en septiembre. Tenía el típico dilema de no querer darles a esa gente una plataforma pero por otro lado querer exponerlos en público y machacar a esos cabrones espeluznantes, y la verdad es que pensé que podía hacerlo porque soy un puñetero liberal militante, no el típico endeble que trataría de comprender a ese hijo de puta o se limitaría a horrorizarse, pero luego pensé que no, que mejor bastaba con darle a probar un poco de su propia medicina.

Phil permaneció un rato en silencio, de modo que le miré: estaba sentado de lado, mirándome.

—¿Qué?

—Tal vez no te conozca tan bien como creía.

—Sí —contesté con una mueca—. Está bien, ¿eh?

—Aunque si presenta cargos contra ti podrías estar metido en un problema bastante grave.

—¿Por un primer delito? ¿Sin armas? No creo que vaya a acabar en prisión. Sí que se me había pasado por la cabeza la peor de las posibilidades en la que, justo en cuanto le ponía las manos encima a ese cabrón, me dejaba llevar y lo hacía picadillo, le dejaba paralítico o lo mataba o algo o le metía un UB47 de Telefunken por el culo, pero al final la cosa ha salido bastante bien. Puedo soportar una multa y quedar bajo apercibimiento, o como se llame.

—Pensaba más bien en tu trabajo.

Le miré.

—Sí. En teoría.

—No solo en teoría.

—Pensaba que ése era un punto seguro. No nos han echado la bronca desde, uf, desde hace semanas.

—¡Ken, por favor! Vivimos constantemente en el filo de la navaja, recibamos o no advertencias formales o discursitos en privado. Se me ha echado encima el departamento de publicidad con cancelaciones de American Airlines, Turismo Israelí… y uno o dos más. Obviamente, he conseguido contenerlos. Lo están pasando mal. Ahora mismo hay varias campañas bastante grandes que se están retirando, perder las que están pendientes les quita el sueño y estoy seguro de que la preocupación escala la estructura corporativa.

Fruncí el ceño.

—Bueno, tal vez los de Turismo Israelí vuelvan ahora que he pegado a un tipo terrible que niega el Holocausto.

Phil lucía una expresión de escepticismo muy pertinente.

—O tal vez —dijo— esto podría ser la gota que colma el vaso. Yo consultaría tu contrato. Prescindiendo de vagos comentarios que pudieran desacreditar a la emisora, apuesto a que cualquier tipo de procesamiento criminal, incluso pendiente, una simple amenaza de proceso, significa que pueden suspenderte de empleo y sueldo.

—Mierda. —Tenía la terrible impresión de que Phil estaba en lo cierto—. Será mejor que telefonee a mi agente.


—Veamos, señor McNutt. ¿Querría describir con sus propias palabras lo que ocurrió en el estudio de Winsome Productions, en Clerkenwell, Londres, la tarde del lunes catorce de enero de dos mil dos?

Mierda, era el mismo agente que me había interrogado acerca del viaje al East End en el que rompí la ventanilla del taxi y golpeé a «Raine» en la cara. Me habían ofrecido la posibilidad de prestar declaración en mi comisaría local y yo, estúpido de mí, la había aceptado. El agente era un joven blanco, de cara angulosa con carrillos algo fláccidos y pelo castaño que empezaba a retroceder por las sienes. Sonrió.

—Tómese su tiempo, señor McNutt. —Dio unas palmaditas a la aparatosa grabadora de madera que había en la mesa de la sala de interrogatorios.

No me gustaba la fruición con la que pronunciaba mi nombre. Aproximadamente por vez número quinientos en mi vida, maldije a mis padres por no haberse cambiado el apellido de manera oficial antes de nacer yo.

—Nunca ocurrió —dije.

Pausa.

—¿El qué? ¿Toda la tarde?

—No, lo que sea de lo que se me acusa.

—Agresión, señor McNutt.

—Sí, eso. No ocurrió. Se lo han inventado todo. —Empezaba a sudar. Parecía un plan genial hasta que empecé a seguirlo.

—Se lo han inventado todo.

—Sí.

—Bien, entonces, ¿qué ocurrió?

—Me presenté para la entrevista y la cancelaron.

—Comprendo. —El sargento meditó un instante. Consultó sus notas—. ¿En qué momento se canceló?

—No llegué a salir de la Sala Verde —dije, presa de una súbita inspiración.

—¿De dónde?

—La Sala Verde, la sala de recepción; donde te meten mientras no te necesitan en el estudio.

—Comprendo.

—No llegué a salir de allí. Vinieron a decirme que cancelaban la entrevista, el debate.

El sargento me miró con los ojos entornados.

—¿Es usted consciente de que en el tribunal se le pedirá que repita lo que está diciendo bajo juramento?

Ay, mierda. Perjurio. ¿Por qué no había pensado en eso? Había estado demasiado ocupado felicitándome por lo listo que era y asumiendo alegremente que todo el mundo me seguiría la corriente en cuanto comprendieran lo que trataba de demostrar. Lo había repasado todo cien veces pero, no sabía cómo, aquello siempre acababa conmigo aceptando humildemente el galardón de Hombre del Año, no acusado de perjurio.

Tragué.

—Cabe la posibilidad de que decida no decir nada bajo juramento.

Ahora el sargento me miraba como si yo estuviera loco. Me aclaré la garganta.

—Creo que debería hablar con mi abogado antes de añadir nada más.


—¿De modo que es seguro que tendré un jurado popular?

—Si insiste, señor Nott, sí. Sin embargo, le recomiendo fervientemente que tome la opción de presentarse ante un juez de primera instancia.

La abogada se llamaba Maggie Sefton. Trabajaba para el departamento de derecho criminal de mi bufete de abogados. Tenía la piel morena y unos bonitos ojos escondidos detrás de las gafas más discretas y minúsculas que jamás había visto.

—¡Pero necesito declararme inocente! —protesté—. ¡Es una cuestión política! Podría acabar en las noticias. ¿Eso no implica una instancia superior?

—En realidad, no. Y por regla general es mejor evitarlo.

—¿Por qué?

—Porque los jueces de primera instancia no pueden imponer penas de prisión.

Fruncí el ceño. La señora Sefton me dedicó la sonrisa compasiva y curtida que los adultos ofrecen a veces a los niños cuando los pobrecillos no logran entender el modo en que van las cosas en este mundo grande y cruel.

—No pueden mandarte a la cárcel, Kenneth. En cambio, una instancia superior sí que puede hacerlo.

—Mierda.


Había enviado unas flores al despacho de Amy, que me las devolvió. Tras nuestra ronda más bien poco satisfactoria de repaso a lo ocurrido la noche del domingo, Amy había dicho que me llamaría, pero no lo había hecho, de modo que al cabo de dos días me había pasado por la floristería más cercana. Había pensado que una docena de rosas serían el gesto perfecto para la chica semipija y retro que en mi cabeza representaba Amy —desde luego, no era algo que hiciera habitualmente—, pero era evidente que me había equivocado.

La docena de rosas llegó de regreso el jueves justo antes de salir para el trabajo, tres días después del fracaso de Última hora. La nota que las acompañaba rezaba: «Ken, interesante pero no como para conmemorarlo. Nos vemos. A.».

—Zorra —dije para mí, aunque tuve que admitir que Amy tenía razón.

Quité el papel del ramo y tiré las flores al río. Era pleamar, de manera que mientras las flores se alejaban flotando en la corriente, aceleradas por un frío viento del nordeste, pensé arrepentido que, si volvía esa misma tarde en el momento adecuado-equivocado, las vería navegar de vuelta. Puestos a pensarlo, una combinación oportuna de mareas y vientos podía mantenerlas a la vista del Bella del templo, penosamente empapadas y esparcidas, durante días, incluso semanas.

Me encogí de hombros, embutí el envoltorio en la papelera y me dirigí al aparcamiento donde estaba el coche que Capital Live! había enviado a recogerme. El Landy seguía en el garaje; le habían instalado dos neumáticos nuevos —de hecho, tres, puesto que también habían rajado el de recambio, colgado de la puerta del maletero—, pero todavía no habían cambiado las luces.

Me llamaron al teléfono nada más encenderlo, mientras caminaba por el pontón de camino al aparcamiento.

—Debbie, te pones en marcha muy temprano. ¿Qué tal?

—En cuanto llegues ven directo a mi despacho, ¿de acuerdo?

Di un par de pasos.

—Yo también estoy bien, Debs. Gracias por preguntar.

—Ven al despacho, ¿vale?

—Ah, vale —dije. Oh, oh, pensé—. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Hasta pronto. —Colgó.

El Motorola volvió a vibrar cuando llegué al Lexus que esperaba junto a la acera. Un Lexus; el día anterior había sido un Mondeo. Al menos algo iba mejorando. Saludé al conductor, que estaba leyendo el Telegraph.

—¿Nott? —pregunté, desplegando el móvil mientras el conductor plegaba el diario. Me pareció mejor preguntar; una vez me había subido en la limusina de un vecino de otro barco al que esperaban para llevarlo a Heathrow—. De Capital Live!

—Yo mismo, jefe —dijo el conductor.

Subí, me puse el cinturón de seguridad y hablé por el móvil.

—Dime, Phil.

—La prensa se ha enterado.

—¿Qué? —pregunté al tiempo que el coche arrancaba con suavidad.

—El Instituto Lawson Brierley de Estudios Fascistas o como se llame ha publicado un comunicado de prensa esta mañana. Básicamente para decir que se dan cuentan de lo que intentas, pero blablablá, la plena majestad del derecho inglés y la justicia anglosajona debe tener prioridad frente a las maquinaciones políticas teatrales y arrogantes de pseudointelectuales cosmopolitas.

—Espero que no estés parafraseando.

—No. Acabamos de hablar por teléfono con la gente del Mail. Seguidos de los del Sun, el Standard y luego la ITN, el Eye y el Guardian. Espero completar la colección antes de cambiar de hora. ¿Por qué no te funciona el fijo?

—Anoche lo desconecté; algún capullo empezó a llamarme hacia la una de la madrugada sin dejar ningún mensaje en el contestador, además no veía el número del que llamaba, así que me cabreé y lo arranqué.

—Sería algún periodista al que el señor Brierley le ha soltado la noticia antes de tiempo. Esta mañana, ¿te esperaba la prensa a la puerta de casa?

—No.

—Has tenido suerte. ¿Estás en el coche?

—Ajá.

—Bien, si quieres esquivar las preguntas al llegar, dile al conductor que te deje en el aparcamiento y coge el ascensor, ¿vale?

—Sí. Mierda. Vale. —Suspiré—. Joder, la que se me viene encima. …

—Valor, muchacho.

—Sí. Bueno.

—Hasta luego.

—Sí, nos vemos en el despacho de Debbie.

—Mierda. Se ha enterado, ¿verdad?

—Claro.

—Entonces es ella la que tiene colapsado mi teléfono interno. Mejor hablamos cuando llegues; ¿nos encontramos en el aparcamiento?

—De acuerdo. —Guardé el móvil.

El conductor me miró en el espejo retrovisor, pero no dijo nada.

Me dediqué a contemplar el fluir del tráfico. Mierda. ¿Y si me despedían? De algún modo, los comentarios profundamente perniciosos de Nina sobre la publicidad me habían animado. Había pensado que por mucho que se complicara el asunto de la agresión en el estudio, al menos nos daría mucha publicidad a mí y a la emisora y por eso todo el mundo estaría contento. Jesús, ¿no había sido lo bastante cínico? Quizá Amy tuviera razón. Quizá fuera un inocentón. Recordé la noche de verano en el Soho con Ed y Craig, cuando mi imaginación no había sabido profundizar lo suficiente en las motivaciones del ser humano, cuando había sido tan inocente como para pensar que la peor reacción frente al desvalido y el vulnerable era la indiferencia, no algo peor.

Menuda vergüenza profesional y personal.

Me perdí en el tráfico un rato, sumergido en los recuerdos. Pasó un mensajero en su Bandit con portaequipajes. Bueno, pensé, si acababan despidiéndome y no me cogían en ningún otro sitio siempre podía volver a trabajar de mensajero. O quizá Ed me tomara en serio si le decía que de verdad de verdad quería convertirme en DJ de discoteca. Joder, sí; se ganaba una pasta y únicamente porque en el pasado no le hubiera dado importancia y me hubiera interesado solo por la diversión, las drogas y las mujeres no significaba que ahora no pudiera darle una oportunidad como carrera profesional. Si Boy George podía, ¿por qué yo no?

Nos estábamos parando en el Mall, arrimándonos a la acera cerca del Instituto de Arte Contemporáneo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

El conductor echó una mirada al retrovisor, encendió las luces de emergencia, apagó el motor y se giró, pasándome las llaves. Me quedé mirando las llaves que me había dejado en la mano preguntándome qué narices pasaba.

—Tengo que hablar con usted, señor Nott —dijo. Cosa que bastó para tensarme y comprobar si los seguros de la puerta estaban subidos—. Pero no quiero alarmarle. —Señaló las llaves con la cabeza—. Por eso le he entregado las llaves. Si quiere, puede salir del coche.

El hombre tendría unos cincuenta años; un tipo con un leve sobrepeso que se estaba quedando calvo y el tipo de gafas de montura grande que estuvieron de moda a principios de los años noventa, además de una cara transida de preocupación y una mirada triste. Por lo demás, resultaba bastante anodino. Hablaba con un acento vagamente de las Midlands, como si hubiera nacido y crecido en Birmingham y hubiera vivido la mayor parte de su vida en Londres. Iba vestido con pulcritud, llevaba un traje gris claro que solo entonces empezó a parecerme de un corte demasiado bueno para un chófer de limusina.

—Aaah. Voy a comprobar la puerta, ¿le parece?

—Adelante, por favor.

La puerta se abrió sin problemas y el ruido del tránsito y la cháchara de un grupo de turistas japoneses que pasaba por allí entró en el coche. Cerré.

—Dejaré el móvil preparado aquí al lado —dije con recelo.

El chófer asintió. Me tendió la mano.

—Chris. Chris Glatz. —Nos estrechamos la mano.

—Y bien, Chris, ¿qué está pasando aquí?

—Como le iba diciendo, señor Nott, me gustaría tener una charla con usted.

—¿Sobre qué?

—Una cuestión que, hum… me ha tocado intentar resolver.

Apreté los ojos.

—Necesitaría que fuera más específico.

Miró alrededor. En la amplia acera arbolada frente a la espléndida columnata del ICA, una pareja de policías paseaba despacio, vigilándonos.

—Francamente, no estamos en un buen sitio —dijo a modo de disculpa—. Sugiera otro lugar.

Consulté el reloj. Faltaba una hora y diez minutos para la hora límite de llegada al estudio antes de que empezara el programa.

—Será mejor que conduzca yo —le dije.

Si se lo hubiera pensando demasiado o se hubiera negado, me habría marchado, pero solo pareció sorprenderse un poco, asintió y abrió su puerta. Me aseguré de que los dos policías nos echaran un buen vistazo saludándolos: «Buenos días, agentes». Contestaron con la cabeza, muy profesionales.

De camino, telefoneé a la oficina, pero las líneas estaban ocupadas. Así que dejé un mensaje a la secretaria de Debbie diciendo que llegaría tarde.


Aparqué el Lexus detrás del Museo de la Guerra Imperial. Compramos unos cafés en un carrito ambulante y caminamos hacia la parte delantera por debajo de los cañones colosales de dos piezas de artillería naval. El señor Glatz se sacó unos guantes del bolsillo del abrigo y se los puso. El aire soplaba del este y las nubes eran grises como la pintura de la artillería gigante que pendía sobre nuestras cabezas.

—Bonito coche —dije—. ¿Es suyo?

—Sí. Gracias.

—Debería haber adivinado que la emisora no alquilaría un Lexus para mí.

—Ja, ja.

—Bien, señor Glatz. Chris.

—Bien, señor Nott…

—Llámeme Ken, por favor.

—De acuerdo. Ken. Bien, iré directo al grano. Ah, bueno, primero será mejor aclarar que todo esto es extraoficial, ¿de acuerdo?

—No soy periodista, señor Glatz, pero sí, de acuerdo.

—Bien. Entonces. Recordarás que hace unos meses presenciaste un accidente.

—Hum… El tipo del Beemer Compact azul, el que hablaba por el móvil y…

—Exacto, ese. —Bebió un sorbo de café—. Verás, Mark, el caballero implicado, el señor Southorne, y yo a veces trabajamos juntos.

—Comprendo.

—¿No has oído hablar de él?

—No. ¿Debería?

Glatz meneó una mano.

—Es bastante conocido en la City. Es uno de esos tipos con estilo, ¿sabes?

Bueno, no, pensé, pero podía imaginármelo. No me había parecido que tuviera mucho estilo allí plantado bajo la lluvia con el móvil en la mano y mirando a un motorista todavía inconsciente tirado en el suelo, pero a lo mejor había sido por la impresión.

—La cuestión es que, verás —dijo Glatz con aire afligido—. Con esta, se pondría en diez amonestaciones. En el carnet.

Asentí.

—Pobre.

—Doce, y se lo retiran. Seguro que sabes lo que es eso.

—Por supuesto.

—Y bueno, la cuestión es que Mark necesita el coche. Le encanta su coche; le encantan sus coches. Pero conduce mucho, cosa que le entusiasma, y…

Levanté una mano.

—Un momento, Chris. Conducía una mierda de utilitario de dos años. Si le gustan tantos los coches…

—Sí, se lo habían dejado. Tenía el M5 en el taller.

—Ajá.

Vamos que si ajá. Me lo merezco, pensé. Claro. Ya me había embalado dando por sentadas un montón de cosas del hombre ese solo porque conducía la clase de coche que la gente se compraba porque quería dejar claro que tenía un BMW en lugar de por lo que el coche era capaz de hacer. De hecho el tipo tenía un M5. Eso era otra cosa. Había probado a un conducir un M5 hacía un año; una bestia pulcra con cuatrocientos caballos de potencia. Un motor estupendo, pero desperdiciado en Londres.

—Mira, ah, Ken —dijo Glatz, sonriéndome de un modo extraño—. Sinceramente, creo que esto se ha llevado mal. Creo que el enfoque general lo han pensado con el culo. —Otra sonrisa forzada—. Perdón por la expresión.

—Bueno, evidentemente me sorprende, pero está bien.

Sonrió.

—Voy a hablarte claro, Ken. La cuestión es que, verás, nos gustaría que te retractaras de tu declaración, sobre todo en lo referente a que Mark estuviera hablando por teléfono en el momento del accidente.

—Vaya.

Bebí un sorbo de café. La verdad era que detestaba esta nueva cultura del café; eso de la gente paseándose con vasos de cartón del tamaño de una pinta lleno de una droga aguada, caliente e insulsa que costaba unas veinte palabras y cinco preguntas solo pedirla, convirtiendo algunas calles de Londres en meras procesiones de Starbuck, Aroma, Coffe Republic, Costa y… basta. El señor Glatz estaba exponiendo sus argumentos.

—Presentaremos un buen expediente, sugeriremos que el motorista iba demasiado rápido y sacaremos a Mark del follón. Pero necesitamos que te retractes del testimonio dado, Ken, porque es lo que más nos perjudica. Sin tu testimonio podríamos arreglárnoslas; con él, la acusación nos destrozará.

Asentí.

—Bien —dije. Se me había ocurrido una idea muy rara, inquietante, pero también extrañamente tranquilizadora. Parecía improbable de puro grotesco, pero por otra parte, ¿cuándo había sido eso un problema para la realidad si estaba determinada a servirte los flanes con calamares?—. Esa relación de negocios ocasional con el tal Mark…

—¿Sí?

—En términos de legitimidad, ¿dónde la situaríamos?

Chris Glatz se rió entre dientes.

—Ahí me has pillado, Ken. La verdad, muy por debajo de la línea de flotación.

—Bien, y cuando dices —pregunté lentamente— que el asunto se ha llevado mal, ¿a qué te refieres exactamente?

—Ah. Bueno. Cuando, y me apresuro a añadir que, Ken, en ese momento yo no estaba implicado en el tema —dijo levantando una mano—. Cuando se decidió que mis colegas podrían ayudar a Mark con el problema de… ¿cómo decirlo?, tratar de hacerte entender el hecho de que nos tomamos muy en serio el compromiso de ayudar a nuestro amigo y colega.

Habíamos estado dando vueltas al paseo circular de delante del museo. Di media vuelta y le dije a la cara:

—¿Tiene algo que ver con un viaje al East End en taxi hasta la puta Haggersley Street?

Mi nuevo colega Chris miró alrededor y dio unas palmadas al aire.

—A ver, entiendo que estés molesto, Ken, pero…

—Hijos de puta… ¿Intentasteis dragarme y secuestrarme por una puta infracción de tráfico? —Una vez más, tuve problemas para mantener la modulación de mi voz lo más meliflua posible.

Glatz volvió a dar palmadas al aire. Suspiró y se llevó una mano a la mejilla, luego señaló hacia delante con la cabeza y echamos a andar de nuevo, paseando despacio por el sendero circular.

—Ken, no voy a engañarte —dijo con voz cansada—. Fue una reacción excesiva. Pero —añadió alzando una mano sin darme tiempo a responderle— se tuvo la sensación de que era necesario impresionarte para que comprendieras que somos serios y que contamos con los recursos y la voluntad para llevar adelante, ¿cómo decirlo?, cualquier plan de incentivos que consideremos oportuno.

—Podéis cumplir las amenazas porque sois unos criminales.

Chris se rió en voz alta de mi comentario.

—Bueno, ya que estamos siendo sinceros, en esencia, sí.

—Comprendo. ¿Y la amenaza telefónica? ¿Y los neumáticos del Land Rover? ¿Y los faros?

Asintió.

—Un poco descuidado, un poco innecesario, la verdad, Ken. Por eso estoy aquí. Por eso me dirijo a ti de hombre razonable a hombre razonable.

Reí escuetamente.

—Obviamente, no escuchas mi programa.

Sonrió y bebió otro sorbo de café.

—Ken, nos gustaría compensarte por los daños y las molestias ocasionadas.

—Ya. Sobornarme.

—Sinceramente, sí.

—¿Cuánto?

—Dos mil. Y pagaremos la factura del taller.

—¿Y si digo que no?

Se volvió para mirarme.

—¿La verdad?

—La verdad.

—Entonces iré a ver a Mark y le diré que hemos hecho cuanto hemos podido; incluso nos hemos aventurado por él, pero no ha funcionado. Hemos probado con dinero y tampoco ha funcionado, y a menos que quiera elevar la oferta a una cifra que aceptes…

—No soy pobre ni lo bastante avaricioso, Chris. Y a mucha honra. —Sonreí.

—Me parece bien —dijo, tirando el café en un papelera. Habría seguido su ejemplo salvo que la precaución me empujó a guardar el café todavía bastante caliente para escaldar a cualquiera con el fin de usarlo de arma si la cosa se ponía fea—. De modo que le diría a Mark que a lo mejor tiene que aceptar su castigo como un hombre y conducir con más cuidado en el futuro y contratar a un chófer por el tiempo que le retiren el carnet. Y a menos que cometa una estupidez, cosa de la que intentaré disuadirle, ahí terminará todo.

—¿De veras?

Le miré a los ojos. Me dio la clara impresión de que en realidad al señor Glatz no le parecería mal del todo que su socio tuviera que tragarse el orgullo y apechugar con la condena.

Se encogió de hombros.

—Hay que tener sentido de la proporción con estas cosas, Ken —dijo de modo muy razonable—. De lo contrario, la gente acaba mal parada. Y es un follón. Y los follones, en general, no son buenos para los negocios.

—Así que si no me avengo a retractarme de mi declaración, se acabó.

—En principio sí.

—Ya sé que en principio sí, pero ¿en la práctica?

—Ken. —Glatz dejó escapar un largo suspiro—. No he venido a amenazarte. He venido a hacerte una oferta y así lo he hecho. Parece que la rechazas. En lo que a mí y a mis colegas respecta, fin de la historia. En lo que a ti respecta… Ya me entiendes.

—Creo que sí. Continúa.

—No puedo hablar por Mark, que tal vez quiera ponerse en contacto contigo.

—¿Y eso qué coño significa?

—Ken, Ken —dijo levantando ambas manos—. No te alteres. Significa solo lo que he dicho. No es una amenaza. —Me dedicó lo que probablemente tenía la intención de ser una sonrisa alentadora—. Mark no es… No confía en el físico, ¿comprendes? Por eso hacemos un buen equipo. Él es muy bueno con el dinero, los contactos, el encanto… Bueno. Pero al lavarnos nosotros las manos, la acción directa parece que no se contempla.

—Bien. —Pensé. Señalé a Glatz con el dedo—. Solo por si se le ocurre alguna idea, le dices que un tipo llamado John Merrial me debe un favor, ¿de acuerdo?

Glatz pareció muy sorprendido durante un instante fugaz. Luego, solo ligeramente sorprendido.

—¿El señor Merrial? —preguntó—. ¿De verdad?

—De verdad. Y si Mark no sabe quién es John, creo que tú podrías explicárselo. ¿Verdad?

Glatz había apartado la vista y asentía en silencio. Casi estábamos de vuelta bajo los cañones, que parecían un lugar estremecedoramente apropiado para invocar el nombre del señor M. ante otro villano, a todas luces de menor categoría.

—Ya veo, Ken —dijo sin dejar de asentir y mirándome—. Vaya, interesante. No tenía ni idea. Un favor, ¿eh?

—Es lo que me dijo la última vez que le vi.

Glatz me miró y asintió.

—¿Puedo confiar en tu discreción, Ken? Extraoficialmente, tal como hemos acordado. Todo esto es estrictamente entre tú y yo.

—Evidentemente. Siempre y cuando tu amigo Mark no cometa ninguna estupidez.

—Hablaré con él.

—Estaría muy bien.

Sonrió.

—Bien. Bueno, creo que hemos terminado. ¿Te parece, Ken?

Sonreí.

—Supongo, Chris.

—De acuerdo. —Dio una palmada—. Te llevo de vuelta a la emisora. ¿Quieres conducir tú?

—Lo prefiero. —Echamos a andar hacia el coche.

El señor Glatz señaló mi reloj con la cabeza.

—A propósito, bonito reloj.

—Hum…


¡Ah, qué gustazo cuando llegamos a Capital Live! Hice lo típico de Ronald Reagan, llevándome una mano a la oreja fingiendo que no entendía lo que me decía la prensa. Por supuesto, en lugar de hacerlo cruzando el césped de la Casa Blanca de camino al helicóptero con la prensa a unos cincuenta metros de distancia y detrás de un cordón custodiado por marines, yo estaba a unos diez centímetros de los periodistas, separado de ellos solo por el grosor de un cristal que podría haber bajado con solo apretar un botón. Así era más divertido.

—¡Ken! ¡Ken! ¿Es verdad que pateaste al tipo?

—¡Ken! ¿Cuál es la verdad? Cuéntanos lo que pasó.

—Ken, ¿es verdad que empezaste tú?

—¡Ken! Los alicates, ¿se los tiraste?

Fue fantástico ver a tantos gacetilleros; me esperaba uno o dos, pero aquello era propio de celebridades. Debía de ser un día tranquilo en la capital. Me llevé la mano a la oreja, moví la cabeza, sonreí de oreja a oreja y articulé «No os oigo» en silencio mientras el coche avanzaba despacio y tomaba la curva de entrada en el aparcamiento. Intentaron abrir las portezuelas pero había puesto los seguros a la altura de Trafalgar Square. Tenía dos fotógrafos plantados delante del coche, apuntando al parabrisas; dejé que el coche se deslizara con los frenos chirriando, obligando poco a poco a que los fotógrafos retrocedieran.

En el asiento del acompañante, el señor Glatz se había sorprendido al ver la pequeña multitud de reporteros reunidos a la entrada de las oficinas. Cuando me habían descubierto entre el tráfico conduciendo hacia el aparcamiento subterráneo y se habían acercado corriendo a aporrear las ventanillas armados con grabadoras, disparando flashes —vamos, si había hasta una cámara de televisión—, el hombre se había horrorizado, pero era demasiado tarde. Había cogido un periódico y se había escondido detrás. Claro, eso era justo lo que no tenía que haber hecho, porque ahora las damas y los caballeros de la prensa estaban empezando a pensar: Un momento, ¿quién es ese Sr. Tímido del asiento de al lado? Un par de ellos fotografió las manos del señor G. y el Torygraph que sostenían.

—Lo siento, Chris —dije.

—Dios. ¿Qué cojones pasa?

—Oh, fui a un programa de la tele con un tipo que se merecía una buena torta, así que se la di. No sé por qué se ha montado tanto alboroto.

—Maldita la falta que me hace a mí todo esto.

Glatz suspiró al tiempo que yo saludaba al guardia de seguridad metido en la cabina del principio de la rampa; la barra se alzó y bajamos a más velocidad. Pisé el freno y conseguí que los frenos rechinaran al llegar al final.

El señor Glatz se marchó con aspecto infeliz, resignado a enfrentarse a la muchedumbre de sinvergüenzas gruñones que seguían patrullando a la salida del aparcamiento.

Me encontré con Timmy Mann en el ascensor.

—Timmy —dije muy animado—. Llegas pronto.

—Eh, sí, ah, hola, ah, Ken —contestó Timmy en una muestra del ingenio incisivo que le había convertido en todo un éxito para el programa de los mediodías. Bajó la vista cuando se cerraron las puertas del ascensor. Timmy tenía algo de atávico; mayor que yo, ex presentador del programa matinal de Radio One y con el pelo negro cortado con un estilo peligrosamente cercano al mullet. Era bajo, incluso para un locutor radiofónico.

En cuanto arrancó el ascensor, mi buen humor se evaporó y se me cayó el alma a los pies.

—Ah, claro —dije—. Has venido a presentar mi programa, ¿no?

—Ah, más o menos. A lo mejor.

—Bueno, no te olvides de pedir que te paguen las horas extras.

—Hum… sí.


—¿Dónde cojones estabas?

—Charlando con un tipo sobre una amenaza de muerte —le contesté a la directora de la emisora, Debbie, dejándome caer en un sofá. El sofá estaba en el extremo más alejado del despacho redecorado de Debbie, a una alfombra oval color malva pastel de distancia de su nuevo escritorio de cromo y fresno, donde Phil el productor y Guy Boulen, picapleitos de Mouth Corporation, estaban sentados—. Hola, Phil. Guy.

—No te he dado permiso para sentarte ahí.

—Bien, Debbie, porque tampoco te lo he pedido.

El sofá era grande y mullido y color guinda sin llegar a parecer unos labios. Olía a nuevo.

—¿Qué es eso de la amenaza de muerte? —preguntó raudo Phil mientras Debbie seguía con la boca abierta dispuesta a contestarme.

—Solucionado. Todo ha sido un terrible error; una reacción exagerada. Ya sé de qué va y casi con total seguridad está controlado.

Phil y Boulen se miraron. Boulen se aclaró la garganta.

—¿Has conocido a la persona que se esconde detrás de todo esto?

—Más bien a la organización, Guy; he conocido al tipo en cuya mesa aterrizó el tema después de que sus subordinados no consiguieran los resultados buscados. Y que todo llegara demasiado lejos.

—¿Quién era? ¿Quién es? —preguntó Phil.

—No te lo puedo decir. He jurado mantener el secreto.

—¿Es…? —empezó a decir Boulen.

—¿Puedo recordaros que tenemos que tomar un decisión sobre un programa de radio que empieza dentro de veinte minutos? —dijo Debbie en voz alta, atrayendo la atención de nuevo hacia ella.

—Debs —dije—. Lo de Última hora y Lawson Brierley: lo niego todo. No ocurrió. Es todo mentira. Se lo han inventado. —Miré a Boulen y sonreí—. Pienso tirar por ahí.

El asintió y también sonrió, dubitativo.

—Pero han presentado cargos contra ti —dijo Debbie.

—Ajá.

—Podemos retirarte de antena.

—Lo sé. Y bien, ¿vais a hacerlo?

Debbie me miró como si acabara de cagarme en su sofá nuevo. Sonó el teléfono de su mesa. Le echó una mirada y contestó.

—¿Es que no hablas cristiano, coño? He dicho que no… —Cerró los ojos y se llevó una mano a la frente, haciendo resbalar las gafas nariz abajo. Se las quitó y clavó la vista en el techo con ojos cansinos—. Sí, desde luego. Perdona, Lena. Pásamelo.

Los demás nos miramos todos.

Debbie se enderezó en su silla.

—Sir Jamie…


—Chumbawumba y «Tubthumping». Un placer escuchar nuestra vieja sintonía musical entera, un poco de música relajante para estos tiempos tan duros, ¿no te parece, Phil?

—Golpeas a la gente y se levantan como si nada —convino Phil.

—La señora Nutter, el señor Prescott y yo estamos de acuerdo. Pero ¿a qué viene lo de hablar de golpear a la gente, Phil?

—Oh, por nada. —Phil agitó una mano quitándole importancia—. Por la letra de la canción[4].

—Espléndido. Es hora de algunos anuncios de vital importancia. Volvemos enseguida, si mientras no nos suprimen por bajeza moral. De hecho, regresamos con Ian Dury and The Blockheads y «Hit Me With Your Rhythm Stick». Es broma. En realidad serán los Cornershop y «Lessons Learned From Rocky One to Rocky Three». Para ya, Phil. —Activé el efecto especial de chirrido que indicaba que Phil estaba negando con la cabeza.

—¿Cómo estás? —suspiró.

—Tratando de que todo siga igual que siempre, Phil.

—Yo me desespero.

Me reí.

—Sí, lo sé. Ahora parece que la cosa está fatal pero espérate y verás. No será bonito.

—Pincha los anuncios, Ken.

—Ya lo he hecho.

Los dos nos recostamos y nos bajamos los auriculares al cuello mientras sonaban los anuncios.

—Hasta aquí hemos llegado —dijo Phil.

—Vamos tirando —convine.

—Toda la vida. —Phil alzó la vista hacia el retrato de sir Jamie colgado de la pared—. Me he preguntado si nos escucha por internet.

Sir Jamie había telefoneado a Debbie, la directora de la emisora, desde el archipiélago que poseía en el Caribe. Se había enterado de que la prensa había dado cobertura al incidente de Última hora y llamó para decir que le parecía de vital importancia que yo siguiera con el programa de radio a menos que la emisora no tuviera más opción legal que retirarlo. Creo que fue la primera vez que sentí un leve destello de afecto por el tipo. Incluso le había pedido a Debbie que me pasara el teléfono para hablar conmigo. Me dijo que me apoyaba, que me apoyaba al ciento por ciento.

—Solo espero y confío —le dije a Phil— en saber estar a la altura de la fe depositada en mí por nuestro Querido Propietario.

—¿En serio que vamos a aceptar llamadas?

—Tenemos que hacerlo, Phil. Nos debemos a nuestro público.


—Sí, vale. Entonces, Ken, ¿qué es eso de que has zurrado a un tipo en la tele?

—Le han informado muy mal, caballero.

—Entonces, ¿no es verdad?

—En realidad, hablaba en general, Stan; hablas como alguien que compra prensa amarilla, en consecuencia y sin ninguna duda, te han informado mal, bueno, imagino que desde hace años.

—Venga ya, Ken. ¿Le pegaste o no?

—Llegado este punto tengo que recurrir a la costumbre de la vieja diplomacia y decir que no puedo ni confirmar ni desmentir lo que sea que hayas oído.

—Pero ¿es verdad?

—¿Qué es verdad, Stanley? La verdad de uno es la mentira de otro, la fe de uno es la herejía de otro, la certeza de uno es la duda de otro, lo que para uno es contrabando para otro solo son bengalas, ¿me entiendes?

—No se lo vas a decir a nadie, ¿verdad?

—Stan, soy como una carpa de agua dulce egipcia; me niego a mí mismo.

—¿Qué?

—La cuestión a la que creo que podrías estar refiriéndote está sub judice, Stan, o lo estará pronto; la condición legal técnica actual no está del todo clara, pero digamos que es mejor tratar el tema como algo de lo que no debe hablarse.

—Muy bien. Así que, ¿qué? ¿Cómo le va a esa mierda de club de fútbol tuyo por tierras escocesas?

Me reí.

—Ahora te escucho, Stan. ¿Sobre qué aspecto en concreto de la profunda atrocidad de los Bankies te gustaría que habláramos, Stanley? Tenemos muchos para elegir y el programa es largo.

—En realidad me la suda, colega.

—Ah, indiferencia. Buena elección. Veamos… ¿Stan? ¿Stanley? ¿Hola? —Le había cortado—. Ah, qué mordaz ha sido este rechazo casual pero incisivo de Stanley. Aunque la verdad es que tengo que decir que en la actualidad a los Bankies no les está yendo nada mal en la liga y tienen muchos números para ascender. Sin embargo, estoy seguro de que la normalidad se restablecerá a su debido tiempo.

Eché un vistazo a la pantalla de llamadas. Las chicas hacían cuanto podían por descartar a los periodistas; el sistema señalaba los números telefónicos de los periódicos y, si Kayla o Andi sospechaban de alguno en particular, lo marcaban con un asterisco (aunque, en el caso de Kayla, además de un asterisco también podía tratarse de , [, 7, 8, 9, U o I). Un nombre y un tema cautivaron inmediatamente mi atención. Oh, oh.

Nombre: Ed. Tema: Robe.

—Ah… Toby, tienes un problema con la seguridad en los aeropuertos.

—Sí. Hola, Ken. Es por las gafas.

—¿Las gafas?

—No puedes subir un cortaúñas a un avión, ni siquiera uno de los pequeños, pero la gente sube con gafas, para eso no hay problema.

—¿Y tú crees que…?

—Las lentes de las gafas son de cristal, ¿no? No son de plástico, ¿verdad? Rompes una y ya tienes dos cuchillas perfectas, ¿no? Muy afiladas. ¿Que las quieres subir a bordo? Ningún problema. Pero ¿un cortaúñas? O sea, por favor, un cortaúñas. Ah, no, de ningún modo. ¿De qué van?

Vi desaparecer la entrada de Ed de la pantalla; había colgado. Ya había dicho lo que tenía que decir.

—Buena puntualización, Tobias —dije—. Deberían dejar las gafas en el banquillo y ofrecer lentes de contacto blancas para esos bellacos astigmáticos en todos los escáneres de los aeropuertos.


—Ed.

—¿Qué coño hacías tratando de contactar con Robe?

—Oh, bueno. Adivina.

—Te dije que no lo hicieras. Que lo dejaras correr.

—Estaba desesperado. Pero, oye, ahora ya está.

—No está.

—Que sí; no me vendió un… ya sabes. Ni siquiera quedamos. Y…

—Se pensó que eras un poli, ¿verdad? Pensó que eras un madero tratando de ponerle una trampa.

—Me dio un poco esa impresión. Pero…

—Ahora me está dando el coñazo porque el número lo conseguiste por mí. De mi madre, Kennif; de mi madre. No le veo la gracia.

—Lo siento, Ed. —Intentaba reprimir las ganas de decirle algo del tipo: «Vamos, Ed, no es tan malo como follarse a la novia de un colega»—. Tenía miedo, pánico, pero lo siento de veras.

—Pues claro que lo sientes.

—Pero ya no necesito… el artículo en cuestión. Ésa es la buena noticia.

—¿No? ¿Por qué no?

—Resulta que había sido una especie de malentendido. Estuve con alguien que está en proceso de resolverlo.

—Hablas como un contable. ¿Alguien te ha apuntado con una pistola en la sien?

—Creo que todo va a salir bien. Casi seguro.

—Bien. Así que ahora solo tienes que preocuparte de que no aparezcan un montón de fachas en mitad de la noche y te pateen la cabeza con sus botas como venganza por haber hostiado al cabrón ese de la tele que negaba el Holocausto.

—Vaya, te has enterado.

Me había llevado casi toda la tarde ponerme en contacto con Ed; su teléfono estaba todo el rato apagado o comunicando y no había querido dejarle un mensaje. Había empezado a llamarle nada más acabar el programa. Habíamos tenido otra reunión con Debbie y Cuy Boulen, nos habían traído unos bocadillos de la cantina para almorzar en el despacho y luego, durante la primera mitad de la tarde, me había dedicado a tareas rutinarias pero necesarias.

Cuando estábamos a punto de marcharnos Phil se había acercado hasta un pasillo con vistas a la calle y había comprobado que todavía quedaban algunos periodistas esperando fuera, así que había pedido un taxi municipal y uno privado por teléfono para que me recogieran en el aparcamiento; Phil, Kayla y Andi se subieron al taxi municipal; apilaron los abrigos y las bolsas en el suelo en un gran montón del tamaño aproximado para esconder debajo a una persona y los periodistas los siguieron diligentemente. Yo me marché en el maletero del otro taxi diez minutos después. Ya había acordado con Craig que me quedaría con él un par de días hasta que hubiera pasado lo peor. El taxi se detuvo según lo convenido en Park Road y salí del maletero para sentarme delante.

Por fin contacté con Ed, después de instalarme en casa de Craig.

—Pues claro que me he enterado. Sales en el Standard, colega.

—¿De veras? ¿En qué página?

—¿Cómo? ¿No tienes un ejemplar?

—Todavía no. Conseguiré uno, luego. ¿En qué página? ¿Qué página?

—Hum… la cinco.

—Por encima o por debajo del pliegue.

—¿Del qué?

—De la mitad de la página. En un tabloide no es tan importante, pero…

—Te han dado la página entera, colega. Bueno, aparte de un anuncio de vuelos baratos.

—¿La página entera? Vaya.

—Dicen que comprenden que lo hiciste por la presión de estar amenazado de muerte y el secuestro y todo lo demás.

—¿Qué?

En fin.


Moví la cabeza.

—Ridley Scott tiene que responder por muchas cosas.

—¿Qué? —preguntó Craig—. ¿Por hacer Black Hawk derribado?

—Vaya, pues sí. Pero no, pensaba más bien en la introducción del concepto Vapor Gratuito.

Craig levantó la vista en mi dirección. Estábamos un poco borrachos y algo colocados, viendo Alien en DVD después de una comida temprana consistente en pizza a domicilio. Nos la habíamos comido mientras veíamos los noticiarios de las televisiones londinenses locales por si me mencionaban, pero no. Me pregunté entonces quiénes serían el equipo de cámaras que esa mañana esperaba a la entrada de las oficinas, aunque luego decidí que probablemente correspondía a alguna televisión que no había conseguido un metraje lo bastante bueno para emitirlo (quizá debería haber salido, decir algo) o cuyos editores habían juzgado que la historia no era lo bastante importante.

Craig estaba bastante menos borracho y colocado que yo, además solo se había comido una porción de la pizza; tenía una cita misteriosa sobre la que no quería contarme nada, a las nueve. Mientras tanto: Alien. Craig era exactamente la clase de hombre que se racionaría, comprando una película vieja en DVD cada vez que se comprara una editada por primera vez. Alien era su última adquisición vieja.

Craig me miró.

—¿Vapor Gratuito?

—Sí —dije gesticulando hacia la pantalla—. Mira qué vaporosa está la Nostramo esa. ¿Quién coño ha decretado que las naves espaciales, docenas de generaciones después de su lanzamiento (sin duda el Modelo T de la navegación espacial y que se sepa nada proclive a los vapores) estarían tan llenas de humo? O sea, ¿por qué? Y desde entonces se ha usado de manera grotesca y excesiva en prácticamente todas las películas de ciencia ficción y suspense descerebradas.

Craig se quedó sentado mirando la película un rato.

—¿El diseñador?

—¿Qué?

—El diseñador de decorados —dijo con autoridad—. Porque queda bien. Hace que el lugar parezca industrial, vivido. Y esconde cosas, de manera amenazadora. Que es lo que se busca en una película de terror o de suspense. Además le da a la gente como tú algo de lo que quejarse, que clarísimamente constituye una ventaja añadida.

—¿Me quejo mucho?

—Yo no he dicho eso.

—Ya, bueno, pero se entiende. ¿Lo hago?

—Pones un montón de pegas a las pelis, Ken.

—¿Ah, sí?

—La ciencia ficción, por ejemplo. A tu entender, ¿cuál es la única película de ciencia ficción creíble desde el punto de vista técnico?

Dos mil uno.

Craig suspiró.

—¿Por qué?

—Porque Kubrick no permite que se oiga nada en el espacio. Y porque era un genio, sabía cómo usar ese silencio, así consigue el momento brillante en que como-se-llame sale disparado del tanque pequeñito para excursiones hacia la cámara estanca y va rebotando por el interior hasta que choca con los controles de cierre de la puerta y entrada de aire y solo entonces entra el sonido; magnífico.

—Y el resto de películas que ocurren en el espacio…

—Son menos creíbles porque cuando ves una explosión en el espacio justo después oyes un efecto sonoro que hace que te castañeteen los dientes.

—Y por tanto…

—Aunque hay que admitir que, de todos modos, prácticamente todas las películas con explosiones se equivocan en el tiempo que tardan en oírse. No solo parece que los directores no entienden que el sonido no viaja en el vacío, tampoco parecen entender cómo viaja en una atmósfera. Ves una explosión a un puto kilómetro de distancia, pero el sonido siempre ocurre exactamente al mismo tiempo, no un segundo después, cuando deberías oírlo.

—Pero…

—Aunque se perciben atisbos de mejoría. Hermanos de sangre tiene explosiones correctas. Es decir, ésa era la menor de sus virtudes, pero es un síntoma de que se estaban tomando la cosa en serio, de que la gente de efectos especiales estaba haciendo que las explosiones parecieran reales, lo cual quizá solo implique un fogonazo y cosas volando por todas partes en lugar de montones de gasolina o lo que sea que le echen; todo ese asunto de los nubarrones de gas en llamas es una chorrada.

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—Sí. ¿Por qué importa? Solo son películas, Ken.

—Porque no es verdad, coño, por eso —dije agitando enfáticamente los brazos.

—Bueno, ¿y lo que ocurrió en el estudio de televisión?

—Ya te lo he contado.

—Sí, me lo has contado, y también me has dicho que me has contado la verdad. Pero no es lo que le has contado a otros, no es lo que has declarado bajo juramento, ¿no?

Me giré sin levantarme del sofá de cara a Craig, olvidándome de Sigourney y sus compinches condenados.

—¿A qué viene eso?

—Ken, estás siempre sermoneando sobre la verdad y acerca de ceñirse a los hechos, pero tú mientes en público.

—¡Por una razón! ¿Es que no has entendido nada?

—Entiendo perfectamente lo que estás haciendo, Ken —dijo Craig en tono razonable—. Incluso lo aplaudo. Creo. —Se estiró de nuevo en el sofá, con las manos en la nuca—. Es decir, implica recurrir a la violencia, que se corresponde más a la reacción típica de tu parte de mala persona, pero comprendo lo que haces. Lo único que digo es que al tratar de dejar claro lo que piensas te estás viendo obligado a comprometer tu lema de contar la verdad incluso cuando duele.

—Venga ya, Craig; yo no soy mejor que nadie; miento constantemente. Sobre todo en el contexto de las relaciones personales. Dios, me encantaría ser un hombre monógamo, fiel, dulce, cariñoso, pero no lo soy. He engañado… a la mayoría de mujeres con las que he estado. He engañado a mis jefes, a la prensa, a…

—¿Y a mí?

Me dejó con la palabra en la boca. Me recosté, pensando.

—Bueno, hay… Bueno, hay lo que solían llamarse mentiras piadosas, ¿no? Falsedades relativamente sin importancia necesarias para… para evitar herir los sentimientos de la gente o no hacer cómplice a alguien… bueno, o cómplice o…

—Ya sé lo que son las mentiras piadosas, gracias, Ken.

—Ya; cosas que tienes que decirle a la gente, incluso a las amistades, si estás engañando a un tercero. —El censor interno, conectado en línea, que normalmente utilizaba con unas cuantas palabras o frases de adelanto para asegurarme de que no maldecía por antena, estaba ahora trabajando de modo similar, de manera que no llegara a mentir a Craig incluso pese a que cuidaba de no decirle toda la verdad, que habría implicado admitir que le había mentido muchísimo en relación a la noche que había pasado con su mujer—. Nunca te decía la verdad cuando estaba tirándome a otra y creía que Jo podría preguntarte dónde estaba. Venga, hombre. Tú también lo haces; ahora mismo lo estás haciendo. ¿Adónde vas luego? ¿Con quién has quedado?

—No es lo mismo. Me limito a no contártelo. No puedes comparar negarse a contarlo todo con mentir deliberadamente.

—Ya, pero también es no ser franco, ¿no?

—¿Y qué? No tienes derecho a saberlo todo de mi vida privada.

—¡Si soy tu mejor amigo! —Le miré—. Lo soy, ¿no?

—Mejor amigo masculino, seguro.

—¿Quién es tu mejor amiga?

—Bueno, ¿Nikki?

—¿Nikki?

—Sí; oye, para empezar, la conozco de toda la vida.

—Sí, pero…

—Hemos pasado grandes momentos juntos, situaciones difíciles, y además es una estupenda compañía, es afectuosa, divertida, sabe escuchar, es comprensiva… ¿Qué?

Yo me limitaba a negar con la cabeza.

—Tienes que dejarla ir, Craig. De acuerdo, es estupenda y todo eso, pero…

—¡Le dejo ir a la suya! —protestó Craig—. Está en Oxford. Le encanta, apenas viene a casa, tiene tantos amigos que no sabe qué hacer con ellos. Por lo que yo sé ha tenido ya más ligues que yo en toda mi vida. Créeme, Ken, me alegro por ella y no quiero asfixiarla de cariño ni nada. Pero siempre será mi mejor amiga.

—Vale, vale. Pero lo del sexo tiene que parecerte un poco raro.

—Ken, he tenido tropecientos años de preparación para el hecho de que mi hija tendría una existencia sexual independiente. Reconóceme algo de previsión. Y algo de… comprensión. Hemos hablado de estas cosas, Ken; los tres juntos. Nikki toma precauciones. No la hemos educado para que se comportara como una idiota. —Me pinchó en la rodilla con un dedo—. En fin. Eso no viene al caso. El caso era que yo soy sincero contigo al admitir que no voy a contarte algo, yo no…

—¡Ya vale! He entendido la diferencia.

Y he cambiado sutilmente la dirección de la conversación, canalla farsante e hipócrita, me dije para mí.

—De todos modos, no se trata de eso —añadí, intentando alejarme del tema de las mentiras y las relaciones—. Ni de emplear el parsec como unidad temporal como hacían en la primera Guerra de las galaxias y no molestarse ni siquiera en quitarlo en la edición nueva. Es el modo general en que funcionan las películas, las películas de Hollywood. Lo he estado pensando; imagina que los cuadros se hicieran como las películas en Hollywood.

Craig suspiró, y sospeché que sospechaba que se avecinaba un protosermón, lo cual era cierto.

—La Mona Lisa tal como la conocemos sería solo un primer bosquejo; en el segundo la habrían pintado rubia; en el tercero, sonriendo feliz y mostrando algo de escote; para el cuarto, aparecerían ella y sus hermanas, igualmente atractivas y guerreras, y el paisaje de fondo se habría convertido en una jovial escena de playa; en el quinto bosquejo se la quitarían de encima y se quedarían solo con las hermanas, cambiarían la playa por una montaña neblinosa y las chicas serían pelirrojas y un poco más, no sé, étnicas, y para el sexto o el séptimo sustituirían la montaña por una jungla oscura y misteriosa y la protagonista sería una doncella de tez morena vestida con un escueto chal, una mirada ardiente, seductora y una exótica flor en su larga cabellera… Bingo. La Gioconda tendría el mismo aspecto que algo que tu anciano tío compró en Woolworths a principios de los años setenta y de lo que no ha tenido el buen sentido de desprenderse en sucesivas redecoraciones.

—¿Y qué? Si hicieran las películas como se hacen los cuadros, todas serían como una peli de Andy Warhol. —Fingió un escalofrío teatral—. Que no sé a ti, pero a mí la idea me aterra. —Miró el reloj—. Bueno. Será mejor que me arregle. —Se levantó.

—Falta casi una hora.

—Ya, pero tengo que ducharme y todo. —Se dirigió hacia la puerta—. Hazte a la idea de que estás en tu casa.

—Gracias. —Ladeé la cabeza de un modo que sabía que resultaba encantador e irresistible cuando Ceel lo hacía—. ¿Quién es, Craig? ¿La conozco?

—No pienso decírtelo.

—La conozco. No será Emma, ¿verdad?

Se rió.

—¿Alguien nuevo?

—Ken, no es asunto tuyo.

—Ya, ya lo sé. Pero es alguien nuevo, ¿no?

—Quizá —dijo el (en retrospectiva) muy hijo de puta con una sonrisita.

—¿De nuestra edad? ¿Más joven? ¿Mayor? ¿Con hijos? ¿Cómo os conocisteis?

Abrió la puerta mientras negaba con la cabeza.

—Eres como un puñetero periodista.

—¡Espero que la chica valga la pena! —grité al tiempo que Craig salía del salón en dirección a las escaleras.

Confesaré de buen grado cómo me entretuve mientras Craig estuvo fuera: tras un solitario porro y una botella de Rioja, probé con la tecla de rellamada de su teléfono, pero contestaron los imbéciles de Pronto Pizza.

Qué pasa; podría haber cotilleado en la factura detallada del teléfono o algo así. La tecla de rellamada era peccata minuta… incluso aunque sintiera un mínimo remordimiento por abusar de la confianza de mi anfitrión y Mejor Amigo Oficial (escocés).

Como si le importara; a la mañana siguiente, cuando salí para el trabajo, todavía no había regresado.


—La señora Boysert trabajará en casa todo el día.

—Bien. ¿Puede darme el número de su casa?

—Lo siento. No quiere que la molesten.

—Entonces no está trabajando, ¿no?

—¿Cómo dice?

—Mire, ¿me va a dar el número de teléfono o no?

—Lo lamento, señor Nott. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Sí; dígale que es una zorra.

—Ya. ¿De veras quiere que le pase el mensaje, señor Nott? Si insiste, lo haré, pero…

—Ah, olvídelo.


El mediodía del viernes de la semana en que Celia volvía a la ciudad llegó y pasó, pero no recibí ningún paquete ni ninguna llamada telefónica. Nunca me había dejado tan abatido saber que tendría que esperar aún más para verla. Empecé a desear haber hecho algo triste durante alguna de nuestras tardes juntos y haberle pedido unas bragas o algo así. Al menos ahora tendría algo. Me preguntaba si existiría alguna página web que me condujera hasta las revistas y los catálogos viejos en los que había aparecido como modelo. Desde luego, era probable (hacía ya mucho tiempo que había comprendido, como todos los usuarios de internet antes o después, que prácticamente no podía imaginar nada que no estuviera en la red), pero en cuanto se me ocurrió, me lo pensé mejor y decidí que en realidad prefería no saberlo.


Craig pasó fuera el fin de semana con su misteriosa mujer. Ed no estaba, Emma estaba ocupada todo el tiempo, había dejado de insistir con Amy, y Phil estaba decorando. Vi un montón de películas en DVD.


—¡Ken! ¿Cuál es tu versión de la historia? ¿De veras afirmas que no ocurrió nada?

—¡Ken! ¡Ken! ¿Te enviaste tú mismo las amenazas de muerte?

—¿Dirías que Lawson Brierley ha recibido lo que merecía, Ken?

—Ken, ¿es cierto que las amenazas de muerte las hacía alguien con acento árabe?

—Ken, ¿es un montaje publicitario? ¿Es verdad que van a retirar el programa?

—¡Ken! Al grano, al grano: te pagaremos la exclusiva. Con tu aprobación. ¡Y fotos!

—Ken, ¿es verdad que también golpeaste y pateaste a dos guardias de seguridad y a una ayudante de producción?

—Ken, podrían acusarte de desacato al tribunal, ¿qué opinas?

—Kenneth, ¿dirías que tus acciones del pasado lunes y tu actitud desde entonces constituyen una obra de arte ejemplo de metagénero y que cuestiona el contexto en lugar de un simple acto político de violencia mediática?

—¡Eh! Ken, ¿atizaste al capullo o no?

—¡Hola, chicos! ¡Chicas! Bonita mañana, ¿verdad?

(Ése era yo.)

—Ken. ¿La postura que has adoptado tiene algo que ver con tu reconocida antipatía hacia Israel? ¿Podría decirse que estás compensándola?

—¡Ken! Va, Ken. Eres uno de los nuestros. Coopera, coño. ¿Es que no puedes contestar ni una puñetera pregunta? Ya sabes lo que pasará si no lo haces. ¿Aporreaste al tipo o no?

—Ken; ¿es verdad que ya tienes una condena por agresión? En Escocia.

—Señor Nott, a menudo ha criticado a los políticos por no contestar a las preguntas directas de los medios de comunicación; ¿no se siente, en cierto modo, un hipócrita?

—Me encantaría responderos a todas las preguntas, de verdad; de hecho, me muero de ganas por contestaros, y eso podéis reproducirlo. Pero no puedo. La vida a veces es un engorro, ¿eh?

(Ese volvía a ser yo.)

—¡Ken! ¡Ken! ¡Aquí, Ken! ¡Por aquí! Venga, tío; una sonrisa.

—No, tío —dije—. No es mi lado bueno.

—¿Cuál es?

—Cualquiera que fuera, ya es historia. Hasta la vista, chicos.

Kenneth ha entrado en el edificio.

Enseñé mi pase en recepción y al guardia de seguridad y tuve el ascensor para mí solo hasta la segunda planta. Dentro del ascensor, solté un grito y luego me relajé, dejándome caer contra la pared.

Había decidido encararme con la prensa a la semana de mi ahora casi mítica pelea con el asqueroso fascista negador del Holocausto y absoluto mal bicho, Lawson Brierley. Había ido caminando desde casa de Craig hasta el metro, había cogido el metro y caminado otro poco hasta las oficinas de Capital Live! y había visto con tiempo a los periodistas amontonados en la ancha acera de la entrada que daba a la Soho Square. Me había cuadrado de hombros, repasado un par de respuestas preparadas de antemano que tal vez me fueran útiles y había cruzado sonriente por entre aquel montón de capullos.

Si sabían que no iban a sacarte nada ni siquiera teniéndote cara a cara, quizá se rindieran antes que si te limitabas a esquivarlos, porque si sencillamente los evitabas todavía les quedaba la esperanza de que si te pillaban a solas te vendrías abajo y hablarías y acabarías contándoles lo que querían oír. Por supuesto, eso no iba a impedirles inventar lo que quisieran, incluidas supuestas citas directas —a eso se refería el tipo que había gritado «Ya sabes lo que pasará si no hablas»—, pero al menos tenías la conciencia tranquila.

El truco no tenía nada que ver con no contestar a las preguntas sensatas y razonables; el truco consistía en no responder a las preguntas ridículas, las que se pasaban de la raya: ¿me había enviado yo mismo las amenazas de muerte? ¿Había golpeado a la ayudante de producción? ¿Tenía otra condena previa por agresión? (De haberla tenido, lo sabrían; habrían conseguido una copia de la denuncia de las puñetas.) Probablemente ni siquiera se trataba de rumores que alguien les hubiera contado; eran preguntas que los periodistas habían ideado con la esperanza de que yo reaccionara a alguna de ellas con un «¡Claro que no!»… Pero el problema era que contestar a una pregunta habría sido como abrirse una vena en una piscina llena de tiburones; desencadenaría la histeria. Empezabas a contestar —a negar— y luego era muy difícil parar.

Pero ya había sido muy difícil.

Acento árabe. Y que si iban a retirar el programa. Menudos cabrones sin principios, qué zorros. (No tenía ni idea de quién había sido el memo que pensaba que era todo una obra de arte. ¿Revista de filosofía tenía ahora, en estos tiempos post-posmodernos, ratas que te asaltaban a la puerta del trabajo? Tuve que suponer que así era.)

Con todo, de un modo extraño, dejando momentáneamente a un lado la moralidad, no pude sino sentirme impresionado por la dedicación e ingenuidad de aquellos reporteros. Me sentía privilegiado porque aquellos consumados expertos me habían dado una paliza verbal. Y no lo estaba haciendo nada mal; seguro que eran cazanoticias de primera, no novatos echando todavía los dientes.


La vida y el programa siguieron adelante. Craig anunció que también pasaría la noche del lunes fuera, así que pensé que podía trasladarme de nuevo al Bella del templo. Me mudé y no pasó nada. Me devolvieron el Landy del garaje y lo dejé una noche en el aparcamiento exterior sin que lo atacaran, incendiaran, secuestraran ni nada.

Superado el primer encontronazo con la prensa, cada vez me resultó más fácil. El truco estaba en no responder a nada. «Ken, tu padre dice que se avergüenza de ti, ¿qué respondes?» (Mi respuesta consistió en telefonear a mis padres, a cuya puerta se había presentado el puto Mail on Sunday. Por supuesto, ellos no habían dicho que se avergonzaran de mí; habían contestado a una pregunta hipotética del periodista acerca de pegar a gente indefensa y esto, de algún modo —aterrador—, había sido extrapolado a una cita directa.)

Por otro lado, el Guardian había investigado un poco a Lawson Brierley y había descubierto que él sí que tenía condenas por agresión; de hecho, tenía dos, una con un componente racial. Por no mencionar el tiempo cumplido en prisión por fraude y desfalco. Algunos periódicos se mostraban ligeramente a mi favor, aunque el Telegraph y el Mail seguían pensando que debían colgarme de las pelotas y el Mail gritó además a los cuatro vientos que retiraba su publicidad de Capital Live! Entretanto rechacé dos ofertas para aparecer en televisión y varias entrevistas en exclusiva; creo que las ofertas alcanzaron las once mil libras, una cifra aduladora pero no lo suficientemente alta para que me detuviera siquiera a considerar aceptarlas.


—Supongo que debe de ser un poco raro tener que defender a alguien que sabes que es culpable —le dije a mi abogada.

Maggie Sefton me miró como queriendo decir: «¿Hablas en serio?». Le devolví la mirada y ella obviamente decidió que yo era tan inocente como parecía.

—Pregúntale a cualquier abogado defensor; la mayoría de nuestros clientes son culpables. —Rió en silencio—. Por lo visto, los legos suelen pensar que tiene que resultar muy duro defender a alguien que sabes que es culpable. No lo es; es lo que haces casi todo el tiempo. Defender a alguien que sabes que es inocente, eso sí que es raro. —Alzó una ceja y abrió una carpeta archivadora bastante llena—. Puede quitarte el sueño durante noches.

—A ver, Maggie, dímelo sin rodeos. ¿Me estoy comportando como un estúpido?

Alzó la mirada rápidamente.

—¿Quieres mi opinión personal o profesional?

—Las dos.

—Profesionalmente, te estás metiendo en un campo de minas. Te estás complicando la vida.

No pude evitar sonreír. Ella también sonrió, solo un momento.

—Ken, te arriesgas a cargos de perjurio y desacato al tribunal. Afortunadamente, llegado el caso, tu empresa puede permitirse un buen abogado, pero sospecho que él o ella van a pasarse la mayor parte de la preparación tratando de dejarte claro que tendrás que ser muy cuidadoso y controlar muy, muy bien lo que dices. Si vas por ahí abriendo la boca, ya sea en el tribunal o fuera de él, podrías meterte en problemas muy serios. El juez puede encarcelarte por desacato sin más, sin ningún trámite extra, y el perjurio para los jueces es aún un delito más serio que una simple agresión sin agravantes.

—¿Y tu opinión personal?

Maggie sonrió.

—Personalmente, Ken, te diría: «Bravo». Pero mi opinión personal no cuenta.

—¿Y las buenas noticias?

Apartó la mirada unos instantes.

—… No hay prisa —dije.

Dio una palmada.

—Pongamos manos a la obra, ¿de acuerdo?


Desviar a los periodistas y los oyentes normales interesados en el asunto durante el turno de llamadas se convirtió en el juego de la semana. La multitud de gacetilleros disminuyó rápidamente hasta que el jueves conseguí trabajar sin que me molestaran. Me metí en la cabeza que Ceel estaría escuchando ese día y que recibiría un paquete y una llamada de ella al terminar el programa, pero, una vez más, nada.

Quedaba el viernes; el viernes tenía que recibir noticias de Ceel. De lo contrario el intervalo habría sido demasiado largo. Ceel se habría olvidado de mi aspecto. Se habría vuelto a enamorar de su marido. Habría encontrado a otro. ¡Dios mío! ¿Y si ya lo había encontrado? ¿Y si era un especie de aventurera sexual en serie y yo era solo uno más de la docena o así de tíos con los que quedaba cada quince días para mantener relaciones sexuales? ¿Y si se estaba follando un harén masculino entero? Uno por día, ¡o incluso dos al día! ¡Uno por la mañana, antes de mí! Quizá no salía nunca de esos hoteles de cinco estrellas, quizá prácticamente vivía en ellos, servida por un flujo continuo de amantes tristemente engañados. Quizá…

Mierda, estaba volviéndome loco. Tenía que verla, tenía que hablar con ella.

—Oye, ¿ésa no es tu ex novia?

Estábamos en el despacho después del programa del jueves. Kayla había cogido nuestro ejemplar del número de febrero de Q nada más llegar. Me lo mostraba por encima de la mesa. Phil apartó la vista de la pantalla del ordenador.

Fruncí el ceño.

—¿Qué? ¿Quién?

—Jo —dijo Kayla—. Mira. —Me pasó la revista.

Estaba en la sección de noticias. Un fotografía pequeña a color y un par de párrafos. Brad Baker de Addicta fotografiado después de un concierto en Montreux con su actual pareja Jo Le Page. La Le Page, componente del equipo de management de Addicta, ha sido vista en el escenario ayudando a la banda en los coros; claramente, tiene mejor voz que Yoko Ono o Linda McCartney. Sobran las comparaciones con Courtney Love. Probablemente las fans adolescentes de Brad Baker ya han enviado cartas de odio.

—¿Se está tirando a ese cabrón? —dije—. ¡Me dijo que lo odiaba!

—El viejo truco —murmuró Kayla. Estiró las manos abiertas en mi dirección. Chasqueó los dedos—. De vuelta, por favor.

—Y es relaciones públicas de Ice House —continué—. No es manager de Addicta. Putos periodistas inútiles. Hijos de puta.

—Ejem. —Kayla volvió a chasquear los dedos.

—Ten —dije, tirándole la revista a las manos.

—¡Te has sonrojado! —exclamó Kayla.

—¿Quién está colorado? —preguntó Andi entrando por la puerta con un bandeja de cafés y galletas.

—Ken; mira —contestó Kayla—. Su ex se tira a Brad Baker.

—¿Quién? ¿El de Addicta?

—Sí.

—¡Menuda suerte!

—Sí. Viene aquí, en el Q. ¿Ves?

—Ah, sí. —Andi chasqueó la lengua en señal de desaprobación, mirando la revista mientras dejaba la bandeja en la mesa. Me miró—. Qué vergüenza.

Miré a Phil.

—¿De verdad estoy colorado? —Tenía la impresión de que podía ser. Desde luego, la situación me resultaba embarazosa. Me refiero a que todavía me afectara tanto que fotografiaran a Jo con otro; patético.

Phil me miró con cautela.

—Ajá —dijo con aire ausente al tiempo que Andi le pasaba su café y su donut. Entornó los ojos detrás de las gafas y asintió—. Tal vez un poco.

—A mí me parece enternecedor —sentenció Andi mirándome con una sonrisa compasiva, compungida.

Por mi parte conseguí mover la boca en un mueca que tal vez, con la distancia y la luz desde atrás, alguien corto de vista podría interpretar como una sonrisa.

—Esto me recuerda —dijo Phil tecleando en su ordenador— un cotilleo del correo de la empresa. —Tecleó un poco más—. Sí —dijo asintiendo frente a la pantalla—. Es posible que Mouth Corporation compre Ice House.

—¡Ice Mouth! ¡La boca de hielo! —dijo Kayla.

—Mouth House —sugirió Andi.

—Mierda —dije, muy elocuente.


El programa del viernes acabó. No llegó ningún paquete. Me deprimí. Iba por el pasillo hacia el despacho cuando mi móvil, recién conectado, vibró. ¡Sí! Saqué el Motorola de la funda.

Mierda; mi abogada, otra vez.

—Maggie —dije con un suspiro.

—Buenas noticias.

Me animé al instante; los abogados no van soltando frases así sin una buena razón.

—¿Qué pasa? ¿Han descubierto que Lawson pertenece a una red de abuso de menores?

—Mejor. Ha retirado los cargos.

—¡Es broma! —Me detuve en el pasillo.

—No. Tenía algunos partidarios dispuestos a financiarle la demanda civil y creo que han decidido que llevarla adelante solo serviría para proporcionarte una plataforma desde la que dejar claro el argumento que evidentemente tratas de demostrar. De modo que la han cancelado. El señor Brierley ha llegado a la misma conclusión.

Tenía gracia; Lawson y sus colegas de derechas preocupados por la posibilidad de proporcionarme una plataforma.

—Entonces, ¿ya está?

—Queda la cuestión de las costas. Podemos intentar que las paguen.

—Bien, bueno, será mejor que hables con la gente de la empresa que lleva los temas financieros y legales, pero ¿qué pasa con el caso? Es decir, ¿se acabó?

—Como te decía, parece que han desestimado la posibilidad de una demanda civil y, dado que la policía decidió no presentar cargos, sí. Considero muy poco probable que ahora cambien de opinión. Parece que estás limpio.

—¡Guapísima! —chillé—. ¡Hemos ganado!

—Bueno, puedes decirlo así, pero técnicamente ni siquiera empezamos la lucha. Digamos que se han retirado del campo de batalla y te han dejado vía libre.

—Brillante. Maggie; gracias por todo lo que has hecho. Te lo agradezco mucho. De verdad. Es increíble.

—Sí, bueno, recibirás la factura por correo, por una cantidad justa, felicidades. Ha sido un placer conocerte, Ken.

—Igualmente, Mags. Has hecho un trabajo estupendo. Gracias de nuevo.

—Está bien. Que disfrutes del champán.

—¡Eso es! Oye, nosotros acabamos enseguida. ¿Te vienes a tomar una copa con nosotros?

—Gracias, pero estoy muy liada. Tal vez en otra ocasión, ¿de acuerdo?

—Sí, vale. Gracias otra vez. Hasta la vista.

—Adiós, Ken.

Recorrí los pasos finales y abrí de golpe la puerta del despacho para encontrarme con Phil, Kayla y Andi con cara de sorpresa.

Abrí los brazos.

—¡Tachán!


—¡Craig! ¡Genial! ¡Te estaba buscando!

—Ken.

Estaba delante del Bough, contemplando la calle. Detrás de mí, en el pub, sonaba «Ms. Jackson» de los Outkast. La música estaba bastante alta; habíamos convencido a la encargada, Clara, de que subiera el volumen para equipararlo al nivel de la celebración. Eran más o menos las seis y media y el cielo estaba todo lo negro que llega a ponerse en Londres; con la oscuridad de una noche despejada tras un día claro. Un olor a alcantarillas levemente fecal, independiente de la estación del año, se escapaba desde alguna rejilla hasta que una ligera brisa lo arrastró lejos.

—¡Me he librado! —bramé al móvil—. ¡No voy a juicio! ¡El cabrón de Lawson Brierley ha cedido! ¿No te parece genial?

—Sí. Me alegro mucho por ti.

Su voz me produjo escalofríos.

—¿Craig? ¿Qué ocurre? —pregunté, alejándome un poco más de la puerta del pub en dirección a la calle, lejos del ruido y el olor a cerveza y alegría.

—Bueno. Tengo buenas y malas noticias, Ken.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Nikki está bien?

—Nikki está perfectamente. No tiene nada que ver con Nikki.

Eso al menos ya era un alivio.

—Bueno, pues entonces, ¿qué pasa?

—La buena noticia es que Emma y yo volvemos a intentarlo.

—¿En serio? —Me detuve a pensarlo—. Bueno, ¡es fantástico! ¡Bien hecho! Estupendo. Me alegro muchísimo. Por los dos. De veras.

—Sí —contestó Craig, y le oí respirar hondo.

—La mala noticia es que cuando decidimos volver juntos pensamos que tendríamos que hacer borrón y cuenta nueva de nuestra relación.

Oh, oh, pensé.

—Ajá —dije.

—Tuve que contarle… un par de episodios.

—Ya —dije, sintiendo frío de pronto—. Bien hecho; me alegra oírlo. —Me apoyé en la pared de al lado de una ventana del pub.

—Emma también tenía un par de devaneos que contar. Pero uno, creo que un rollo de una noche, no quería contármelo. Se suponía que teníamos que contárnoslo todo, pero ella no quería dar nombres, al menos no ese en concreto. De hecho, no ha llegado a decírmelo. Pero después de… bueno, al final he sacado yo mismo la conclusión, Ken.

Siguió una larga pausa.

—Sí —dije.

—Eras tú, ¿verdad?

Mierda. Mierda, mierda, mierda, mierda.

—¿Sigues ahí, Ken?

—Aquí sigo, tío.

—Eras tú, ¿verdad?

—Craig, yo…

—Eras tú.

—Mira, tío, yo…

—Tú.

—… Sí, era yo.

Otra larga pausa. Carraspeé, cambié de postura, sonreí brevemente, tímidamente cuando un tipo que pasaba por allí me miró como si me conociera.

—Bueno, Ken, venga —dijo Craig en voz baja—. ¿Cómo crees que me siento?

Respiré hondo y suspiré.

—Os quiero a los dos. A Nikki también. —Tuve que aclararme otra vez la garganta—. Ocurrió, Craig, no lo planeamos, o sea, no estaba previsto ni nada. Fue una de esas cosas, te consuelas y luego la cosa, ah, llega demasiado lejos, bueno, ya sabes.

—No, no lo sé, Ken. La única vez que estuve en una situación remotamente similar, fui un ingenuo y Jo y yo decidimos que no valía la pena poner en peligro nuestra relación contigo solo por un polvo rápido. Debo admitir que ahora lo lamento. Por dentro debías de estar muriéndote de la risa cuando te lo conté, ¿no?

—Pues claro que no, Craig; por amor de Dios, me moría de vergüenza. Mira, tío, por Dios, lo siento. Nunca quise hacerte daño. Ni que Emma y tú lo pasarais mal. Ocurrió, fue una de esas cosas que pasan. ¿Qué podía hacer? Pensé que tal vez podríamos…

—Seguir como si nada.

—Si quieres decirlo así. Solo… que no se convirtiera en una pérdida. Tío, no intentaba pegártela ni tampoco se trató de ese rollo de competencia entre machitos, solamente intentaba comportarme como un amigo con Em, ayudarla en lo que estaba pasando. Estaba hecha un mar de lágrimas y, bueno, ya sabes; habíamos bebido lo nuestro y, bueno, como te digo, lloraba… y lloraba y nos abrazamos y, y…

—Y te tiraste a mi mujer, Ken.

Cerré los ojos, me volví de cara a la pared del pub.

—No.

—¿No?

—No, eso no fue lo que pasó. No fue solo eso. Éramos dos personas que se conocían y eran amigas, que tenían a alguien en común a quien querían, o habían querido o todavía querían, se juntaron dos personas así y una se sentía muy sola y vulnerable y necesitaba un hombro sobre el que llorar y la otra también estaba un poco sola y, como la mayoría de los hombres, era débil y se alegró tanto de poder ayudar a la otra y le halagó tanto que la otra persona se sintiera reconfortada por su apoyo y sus abrazos y sus susurros y… ninguna de las dos pudo detener una especie de respuesta natural que se desencadenó al abrazarse. Y los dos se sintieron culpables, pero también… tranquilizados, validados; no, validados no, menuda palabra de mierda. Los dos se habían aferrado a otro ser humano y pese a que había un tercero implicado, otra persona a la que ambos amaban, en el fondo no era más que eso; no se trataba…

—De follarse a mi mujer, Ken.

Mantuve los ojos cerrados.

—No. No iba de eso. No fue así. Si es la impresión que da, lo siento. Lo siento muchísimo, Craig. No quería hacerte daño, ni a ti ni a ella. Siento que haya pasado. —Hice una pausa—. De verdad.

Craig permaneció callado un rato.

—Lo triste es que probablemente estés siendo sincero, Ken.

—¿Vais a volver juntos de todos modos? Es decir, esto no va a…

—Vamos a volver juntos, Ken. El problema eres tú. Ni yo, ni Em.

—Mira, tío…

—Ken, Ken, Ken…

—¿Qué?

—¿Podrías dejarnos en paz una temporada? A los dos solos. Necesitamos tiempo para… arreglar las cosas. ¿Me explico?

Quise tener ganas de vomitar. Abrí la boca cuanto pude. Tragué.

—Claro. Sí. Por supuesto… Sí, claro.

—Tal vez… Quizá… Necesitemos tiempo para reflexionar.

—Sí. Por supuesto. —Descubrí que me había mordido el labio. Notaba el sabor de la sangre—. Ah, espero que seáis muy felices. Espero que funcione. De veras.

—Sí. Bueno. Ah… Gracias por ser sincero, al menos. Me alegro que lo del juicio haya acabado bien.

—Sí. Gracias. Sí.

—Adiós, Ken.

Y, oh, joder, solo el modo en que lo dijo. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas cuando le contesté:

—Adiós, Craig.

El teléfono se cortó. Lo plegué, lo colgué del cinturón. Me quedé un rato mirando la alcantarilla, escuchando el ruido de la música que llegaba del bar.

Al final me enderecé, me sequé la nariz, me limpié las mejillas, me cuadré de hombros y regresé a la puerta del Bough. Había considerado irme de allí sin más, volver a casa a llorar en la almohada o algo por el estilo, pero seguía teniendo una fuga legal que celebrar, y ¿qué mejor modo de ahogar el dolor de haber hecho daño a mi mejor amigo —tal vez le he perdido para siempre— que coger una buena curda?


Cervezas, whiskies, un puro. Mucha charla y mucha tontería con Phil, Kayla y Andi, y luego las chicas se fueron y nos dejaron solos a Phil y a mí durante la hora previa al cierre del local. Hablamos de ir al Clout y a alguna otra discoteca y al final nos decidimos por el Grouche. Me topé con un creativo publicitario del que sabía que por lo general llevaba exceso de material y le saqué algo de coca de calidad razonable para bajarme la borrachera (principalmente para poder volver a emborracharme), pero luego tiré casi toda por el suelo del baño de la taja que llevaba.

No recordaba haber cogido un taxi ni despedirme de Phil, ni salir del Groucho; lo único que recordaba era llegar a casa, al Bella del templo, y estar de pie en el muelle contemplando el agua y tener que cerrar un ojo para no ver doble y decidir que era absolutamente necesario telefonear a Ceel. Hacía demasiado que no la veía. Acababa de evitar un juicio y quizá hubiese perdido a uno de mis dos mejores amigos y necesitaba, desesperadamente, hablar con ella. Incluso consideré, muy brevemente, pasarme por casa de los Merrial y mirar una ventana tras otra con la esperanza de ver a Ceel, de sentirme cerca de ella; quizá hasta podría llamar al timbre y… No.

La telefonearía.

Tuve que usar ambas manos y mantener un ojo cerrado pero conseguí abrirme camino hasta la Posición 96 del listín e inmediatamente apreté la tecla de confirmación cuando el teléfono preguntó si quería marcar ese número y luego oí su voz. ¡Oí su voz! Grabada, pero ¡su voz! Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Un mensaje. Podía dejar un mensaje.

Ja; guarro, ¿por qué no? A lo mejor le gustaba.

«Oh, nena, me muero por follarte —dije arrastrando las palabras—. Ha pasado demasiado tiempo, Ceel… y no me refiero solo a mi polla… Ja, ja. Por favor, llámame. Te necesito. Te echo mucho de menos. Necesito lamerte ese rayo que tienes. Quedemos otra vez, pronto. Muy pronto. Te quiero. Buenas noches. Buenas noches, Ceel. Oh, ah, soy yo; yo, Ken. Ken el Pillín. Ja. Buenas noches. Buenas noches, Ceel. Te quiero. Quiero follarte. Buenas noches. Te quiero. Buenas noches.»

No sé cómo, conseguí entrar y meterme en la cama.

Aunque una parte de mi cerebro debía de seguir funcionando, porque cuando me desperté con la luz de la mañana no fue solo a la realidad de una resaca de muerte, sino también a la conciencia plena, espantosa, que me dejó lívido y con retortijones, de lo que había hecho.

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