7. DESPECHO SEXUAL

—¡Nikki! ¡Por Dios! ¿Qué has hecho?

—¿Verhoeven? ¿Subestimado? —Pensé en ello—. ¿Cómo?

—Hendrie. Aston Villa. Separados al nacer.

—Pajas: ¿por qué esa mala prensa?

—Toc-toc.

—Ya sabes; con abrigo de pieles pero sin bragas.

—Vete al infierno, sito en el monte Arafat. Craig había organizado una fiesta de fin de año en su casa de Highgate.


—¡Hola, Ken! Ah, mi corte de pelo. ¿Te gusta?

—¡No! Es…

—Más corto. Más fácil de lavar. Diferente.

—Sí, y más moreno. ¿Estás loca?

—Pareces mi padre.

—¡Pero tenías un pelo precioso!

—Y aún lo tengo, gracias.


—Piensa en el final de Desafío total.

Dejé escapar unas risillas.

—’Sasto.

—¿Qué quieres decir, ’sasto? No puedes decir «exacto» y quedarte tan ancho con esos aires de enterado. Explícate, tío.

—¿Cómo reaccionaste entonces, de qué iba?

—Iba de un final totalmente ridículo con la Mina Piramidal, una montaña enorme pero, aun así, poco más que un simple grano a escala planetaria, llevando una atmósfera marciana entera a las que por lo visto eran la presión y temperatura normales en más o menos medio minuto, incluidas nubes algodonosas y demás, a tiempo para devolver a su lugar a Arnie y sus ojos de ingenuo unos minutos después de que empezaran a sufrir hemorragias, todo ello sin dejar efectos secundarios permanentes en los cuerpos ni de los planetarios ni de los humanos. —Pensé en lo que acababa de decir—. Ni en el de Arnie.

Ed asintió.

—’Sasto.

—¡Lo estás haciendo otra vez! ¿Vas a parar ya con la mierda esa del ’sasto?

—Ji, Ji, Ji.

—Sí, y lo del ji, ji, ji tampoco es una gran mejoría. —Cogí a Ed por los hombros y le dije apretando los dientes—: ¿Qué coño quieres decir?

—Lo que quiero decir —respondió Ed entre risitas— es que, bien, el final es tan ridículo que solo puede significar, bueno, que Arnie, es decir, su personaje, por fuerza tiene que seguir en su sueño de realidad virtual. El final no es real, ¿vale?

Abrí la boca. Retiré las manos de los hombros de Ed. Le señalé con el dedo:

—Hum… —dije.

—Y por tanto, bueno, el tal Verhoeven es un genio subversivo.

Me quedé quieto, asintiendo, intentando recordar las escenas anteriores de la película.

—Por supuesto —añadió Ed—. Solo es una teoría.


—¿Hendrie? ¿Quién?

—Hendrie, juega para el Vila. Tienes que haberlo visto.

—No veo por qué.

—Se parece a Robbie Williams.

—… Craig, tienes que salir más.

—Si salgo. Fui al partido. Le vi allí.

—Vale, deberías quedarte más en casa.

—Phil, «Pajas: ¿por qué esa mala prensa?» no tiene gracia. En cambio, «Revientaculos: ¿por qué esa mala prensa?» tiene un valor cómico moderado. Solo moderado, aunque no suficiente para utilizarlo en el programa ni nada parecido, solo te lo pongo de ejemplo.

—Estaba pensando en otro tema de participación de los oyentes.

—Vale. Bueno, hay damas al otro lado de las líneas eróticas encargadas de asegurarse de que se cubren este tipo de necesidades. Eso me han dicho.

—Yo no pensaba en eso.

—Bueno, pues entonces, ¿en qué? ¿En patrocinar pajas?

—No, no, no. Mira, se llamaría: «Échate una mano».

—Ajá. Siempre has tenido celos de cuando en el Show de la mañana Chris Evans sacó a aquella chica que recitaba poemas con la «piruleta» de su novio en la boca, ¿verdad?

—Nooo, mira…

—Phil, no. Déjalo.

—¿En serio?

—Sí.

—¿No crees que… ?

—Lo que yo creo es que deberías ir a charlar con Craig.


—¿Quién es?

—Tijuana.

—¿Qué Tijuana?

—Gary Glitter.

—¿Qué?

—¿«Tijuana be in my gang, my gang, my gang»?


—Bueno, entiendo lo que pretende decir: mucho hablar y poco trincar —le dije a Amy, inclinándome hacia ella. Estábamos en el porche del jardín de Craig, cerca de la medianoche. Acababa de intentar hablar con Jo, que estaba en Barcelona con Addicta, sin conseguirlo—. Es solo que no es lo que entendí la primera vez que lo oí. Es lo único que digo.

—¿El qué? ¿Con abrigo de pieles y sin bragas?

—¡Sí! Siempre pensé que sonaba la hostia de bien. Muy, muy sexy.

Se rió, echando la cabeza atrás y dejando a la vista un cuello largo y bronceado y una dentadura perfecta. Su melena rubia brillaba suavemente a la luz que llegaba desde las ventanas iluminadas de la casa.

—Sí, bueno, seguro.


—Muy ingenioso, pero injusto.

—Tú no sabes lo que es. No tienes ni idea. Lo único que tienes es esa teoría tuya, tu preciosa party-line para uno, como de costumbre. No te imaginas lo que es. No has estado allí. No has palpado el ambiente. Estamos rodeados de gente que nos odia.

—Ah, ¿perdona? Que estás hablando conmigo, ¿eh? Estoy más que familiarizado con el revelador hormigueo en la sien que te indica que el foco de todas las antipatías se ha fijado en ti una vez más. Pero solo… Pero retrocedamos solo un poco: ¿quién es ese «nosotros»? ¿Cuándo narices te convertiste en hija de la revolución sionista?

—Cuando comprendí que era cuestión de ellos o nosotros, Ken.

—Venga ya… ¿En serio lo piensas? Joder, yo solo…

—Todos nos odian. A todos los países fronterizos con Israel les gustaría vernos destruidos. Nuestra única salida es el mar, que es donde nos quieren ver. ¡Somos un país muy pequeño! Y además, dentro de nuestra nación, esa gente nos asesina, bombardea y dispara, dentro de nuestras fronteras, en los autobuses, en las calles, en las tiendas, ¡en casa! Tenemos que detenerlos; no tenemos elección. Y tú, tú tienes la desfachatez de afirmar que nos hemos convertido en nazis y no ves que tú te has convertido en otro antisemita de mierda.

—Joder, Jude, mira, sé que todo esto te afecta mucho…

—¡No, no tienes ni idea! Eso es precisamente lo que te estoy diciendo. Que no puedes entenderlo.

—Bueno, ¡lo intento! Mira… por favor, por favor no pongas en mi boca palabras ni creencias en mi cabeza que no son mías.

—Están ahí, Ken, pero no lo aceptas.

—No soy antisemita. Mira, a mí me gustan los judíos, admiro a los judíos; por Dios, si soy claramente pro semita. ¡Ya te lo he dicho! ¡Al menos, en parte! Ha sido así desde niño, desde que oí hablar del Holocausto y desde que comprendí que los escoceses y los judíos son muy parecidos. Los escoceses somos listos, pero nos acusan de ser mezquinos. Pasa lo mismo con los judíos. Es cultural, no tiene que ver con la raza, pero unos y otros hemos aportado a la civilización más de lo que nos corresponde por peso numérico; los judíos sois el único pueblo que pongo por delante de los escoceses en términos de influencia en el mundo dado el volumen de su población.

—No dices más que tonterías.

—Hablo en serio. ¡Os he querido desde niño! ¡Tanto, que me daba vergüenza decírtelo!

—No me tomes el pelo.

—Es verdad. Sencillamente eras tan tremendamente izquierdista que nunca me atreví a confesártelo.

—Ken.

—Lo digo en serio. Adoraba Israel.

(Era cierto. Cuando tenía trece años me había enamorado locamente de una chica llamada Hannah Gold. Sus padres vivían en Giffnock, una de las zonas más verdes del sur de Glasgow. No veían con buenos ojos nuestra amistad y mi evidente amor por su hija. Pero los cautivé, además de que hice mis deberes. A los seis meses el señor G expresaba su grata sorpresa ante mis amplios conocimientos sobre Israel y los judíos. Los Gold se mudaron a Londres al poco de cumplir Hannah los catorce años y nos escribimos durante un tiempo, pero luego se volvieron a mudar y perdimos el contacto. Me habían roto el corazón, pero me recuperé y seguí adelante, pasando de la desolación a algo vergonzosamente próximo a la indiferencia en cosa de unas tres semanas.

Mi recién descubierto interés por Israel resultó más duradero. Y por entonces no entendía cómo era posible que alguien no amara Israel. Era la nación más carismática, valiente y pirata del mundo, capaz de desafiar a todos los matones que la rodeaban. La guerra de los Seis Días, Dayan y su parche en el ojo, un primer ministro mujer, los kibbutzim; de niño me henchía de orgullo que hubieran sido tanques de construcción británica los que habían surcado el Sinai con la estrella de David ondeando en sus astas. Solía sacar libros sobre Israel de la biblioteca. Grandes generales judíos… ¡incluía a Trotsky! Hasta sabía que el ejército israelí había mejorado los Centurión sustituyendo los motores diesel británicos por otros de gasolina; me sabía todos esos tecnicismos bélicos de adolescente, me encantaban. Yom Kippur; el triunfo contra todas las probabilidades, robándoles los barcos a los franceses delante de sus narices, el bombardeo de Entebbe; ¡cortaba la respiración! ¡Era de película! ¿Cómo podía no admirarlos?)

—Pero eso fue antes de la invasión del Líbano, antes de Sabra y Chatila…

—¡Fueron las milicias cristianas! —protestó Jude.

—¡Venga, ya! Ariel Sharon los dejó hacer, y lo sabes muy bien. Pero eso fue solo el comienzo; empecé a despertar a lo ocurrido con los palestinos, a todas las resoluciones de Naciones Unidas que Israel había obviado, a las que se le permitía, en exclusiva, obviar; luego a la historia (la novia es bella, pero ya está casada) y los asentamientos ilegales y los bombardeos secretos. Oí lo que creía Rabbi Kehane, lo que sus seguidores todavía creen, vi los cadáveres desangrándose en la mezquita, y me dieron ganas de vomitar. Y ahora se matan civiles al menor pretexto sin ningún proceso legal de ninguna clase. Y he escuchado a israelíes hablar de una solución final para el problema palestino. He escuchado a un ministro del gabinete decir sin el menor rastro de ironía que, si pudieran cazar a todos los terroristas y librarse de ellos, no quedarían palestinos, y no puedo ni creerme que estoy escuchando a una persona con educación sugerir una estupidez tan monumental y tan obtusa desde el punto de vista psicológico.

»Mira; no quiero que nadie salga herido. No creo en los atentados suicidas ni en los ataques a civiles y, por supuesto, los judíos tenéis todo el derecho a defenderos, pero, por Dios, ¿podríamos al menos coincidir en una cosa? El Holocausto no fue malvado y horroroso y el acto de barbarie humana más concentrado y obsceno porque les ocurriera a los judíos, fue todo eso porque le pasó a alguien, a cualquier grupo, a cualquier persona. Como les ocurrió a los judíos y no tenían ningún lugar al que escapar, pensé: Sí, por supuesto, merecen tener un país. Era lo menos que se podía hacer. El mundo entero lo entendió. En parte por culpa, pero al menos lo hizo.

»Pero no era un cheque moral en blanco. Por amor de Dios, si alguien debería saber lo que es ser demonizado, victimizado y oprimido y sufrir bajo un régimen de ocupación militarizado y arrogante y tener la inteligencia de ver lo que les está ocurriendo y lo que les están haciendo a otros, deberían ser los judíos.

»De modo que cuando la juventud palestina apedrea tanques y los tanques lanzan explosivos a las tiendas donde las madres amamantan a sus hijos, cuando arrasan los huertos de todos los poblados árabes, dinamitan sus casas y destrozan los caminos… ¿No ves lo que estáis haciendo? ¡Estáis creando guetos! Cuando el ejército israelí afirma con total seriedad que Mohammed al-Durrah y su padre fueron asesinados por pistoleros palestinos, como si eso no fuera a nivel microcósmico la misma bazofia que asegurar que los campos de exterminio los construyeron los aliados al terminar la guerra… Yo… Yo… ¡Es que me tiro de los pelos, Jude! Y luego los periódicos publican cartas sobre aplacar a los palestinos y comparan Israel con Checoslovaquia justo antes de la Segunda Guerra Mundial, ¡es absurdo! Checoslovaquia no era el Estado mejor armado de la Europa de la época, era uno de los más débiles; no era la única superpotencia de la región con un monopolio de armas de destrucción masiva, no era el vencedor bien equipado de tres guerras previas ocupando los territorios de otros.

—¡Pero nos matan! Súbete a un autobús, ve a por una pizza, conduce de vuelta de la sinagoga, elige el camino equivocado en tu propia ciudad…

—¡Y los dos tenéis que parar! ¡Eso ya lo sé! ¡Pero vosotros sois los que tenéis el control de la situación! ¡Sois los que venís de una posición de fuerza! Siempre es el más poderoso el que tiene que ceder más, el que tiene que contenerse más, el que tiene que dar los últimos golpes antes de que todo termine!

Jude sacudía la cabeza, mirándome con la cara manchada de lágrimas.

—Estás tan lleno de mierda que nunca lo entenderás. Nunca lo entenderás. De modo que no somos perfectos. ¿Quién lo es? Luchamos por nuestras vidas. Todo lo que haces y dices apoya a los que nos empujarán al mar. Estás con el enemigo, con los exterminadores. Nosotros no nos hemos convertido en nazis, tú sí.

Hundí la cara en las manos y cuando volví a levantarla, viendo el rostro enfadado y enrojecido de Jude, solo pude añadir:

—Nunca he dicho eso. Existe un movimiento pacifista israelí, Jude. Hay gente, judíos, en Israel que se oponen a Sharon y lo que está haciendo, lo que les hace a los palestinos. Que quieren la paz. Paz por territorios, si hace falta, pero paz. Reservistas que se niegan a luchar en los territorios ocupados. Yo estoy con ellos. Ésa es la gente que respeto. He superado mi amor adolescente por Israel, pero nunca dejaré de respetar y amar al pueblo judío por todo lo que ha hecho… Es solo que no puedo soportar ver lo que ese gordo hijo de puta canoso y criminal de guerra está perpetrando en su nombre.

—Que te jodan. Sharon fue elegido democráticamente. Ha dicho que cambiará paz por territorios. Así que, que te jodan. ¡Que te jodan!

—Jude…

—¡No! Adiós, Ken. No me molestaré en decir hasta la vista porque espero no volver a verte. Y no te molestes en llamarme. De hecho, no te molestes en nada nunca más. Nunca.

—Jude…

—Me avergüenzo de haber permitido que alguna vez llegaras incluso a tocarme.

Y con esto, mi ex mujer me lanzó su bebida, dio media vuelta y se marchó.

Feliz Año Nuevo.


Un poco después. Borracho y lacrimógeno, me llegó la hora de acostarme. Me quedaba a dormir en casa de Craig, en el segundo dormitorio para invitados. Algunos lo habían estado utilizando como guardarropía no oficial, tirando abrigos y chaquetas sobre la cama; los recogí todos y los llevé a la habitación de al lado, el trastero, guardarropía oficial.

—Hola, Nikki.

—Ken —contestó Nikki, sacando algo de la chaqueta. Iba vestida con un suéter rosa esponjoso y vaqueros negros ajustados—. ¿Cómo estás?

—Cansado —dije, soltando los abrigos y chaquetas en el montón de la cama.

La música retumbaba desde el piso de abajo y se oía el jolgorio de la gente. Los únicos muebles del trastero eran una mesa vieja (cubierta también de abrigos y cosas) y una cama estrecha a rebosar de ropa. Montones de estanterías con libros y baratijas mil; una mesa plegable empapelada y una escalera de mano apoyada en la pared. Había una bombilla pelada, sin pantalla. Nikki me sonreía, de pie. Incluso con el pelo corto estaba guapísima.

Levantó la cosita plateada y delgada que había cogido de su chaqueta. Pastillas de naranja para la tos.

—Estoy resfriada —dijo sin dejar de sonreír, casi con aire de suficiencia. Bajo la luz directa de la única bombilla del cuarto, el pelo de Nikki tenía reflejos color rojo brillante y ocre oscuro.

Entorné los ojos y la miré como por encima de unas gafas.

—¿De qué vas colocada?

—Oh. ¿Tanto se nota? Oh, oh. —Soltó una risilla. Se llevó las manos a la espalda y se quedó donde estaba, con la vista en el techo y balanceándose adelante y atrás. Movía la mandíbula de un lado al otro, al mismo ritmo.

Negué con la cabeza.

—Vaya con la mocosa esta… Te has metido un éxtasis, ¿verdad?

—Eso me temo, tío Ken.

—Bueno, pues que lo disfrutes, pero acuérdate de Leah Betts y no bebas demasiada agua.

—Te quiero, tío Ken —dijo, inclinándose hacia delante y con una amplia sonrisa.

Me reí.

—Sí, yo también te quiero, Nikki.

Blandió las pastillas para la garganta delante de mi cara a modo de amenaza.

—¿Te apetece un Strepsil?

—Gracias. Estoy intentando dejarlo.

—Vale.

Dio un paso a un lado y así la manecilla de la puerta, que se había cerrado sola.

—Las damas primero —dije, abriéndole la puerta.

—¡Gra-cias! —dijo Nikki, dando un paso al frente, pero tropezó con el borde de la puerta y cayó contra mi pecho—. Feliz Año Nuevo, Ken. —Levantó la cara a la altura de la mía, sin dejar de sonreír.

Lo cierto es que no se sabía cómo habíamos conseguido evitarnos desde las campanadas.

—Feliz Año Nu…

Apoyó sus labios en los míos y me dio un besazo húmedo y baboso, luego se apartó, con una sonrisa feliz e inclinó la cabeza hacia ambos lados, emitió un ruido que podría haber correspondido a «hum…» y volvió a adelantarse y a besarme. Con cierta franqueza, debo decir. Pero sin lengua.

Ah, Dios mío, mierda, joder, pensaba una parte de mí. Es decir, otra parte pensaba: ¡Siií! Pero la mayor parte de mí pensaba cosas malas de una u otra especie. La rodeé con los brazos y le devolví el beso, saboreándola y oliéndola, absorbiendo su dulce aroma como si anduviera desesperado por una transfusión de juventud. Nikki se retorció entre mis brazos, apretándose contra mí y deslizando los brazos por mis costados y espalda.

Algo se cayó al suelo; las pastillas de naranja.

Entonces Nikki se echó para atrás, parpadeando, y tuve que dejarla ir. La sonrisa desapareció un momento. Luego Nikki sacudió la cabeza y empezó a sonreír tímidamente. Se secó la boca delicadamente con el dorso de la mano.

—¿Qué estoy haciendo? —suspiró, sin dejar de mover la cabeza. Pensé en cómo se habría movido su pelo al hacerlo si todavía lo llevara largo.

—Bueno —dije tragando saliva—. Estás haciendo muy feliz a un viejo, eso es evidente, pero, hum… no creo…

—No, yo tampoco… —dijo en voz baja, luego se rió con fuerza y le dio un ataque de tos. Meneó la cabeza y bajó la vista al suelo. Me agaché y le pasé el paquete de pastillas para la garganta.

La risa ronca de Nikki retumbaba en la habitación.

—Lo siento, tío Ken. No quería… Lo siento.

Alcé una mano.

—No pasa nada. Y, por favor, deja ya de disculparte. A mí me ha parecido bien, te lo aseguro. Pero, ah…

Nikki tosió. La tos áspera rebotó en las paredes desnudas del cuarto. Hizo un esfuerzo evidente por recobrar la compostura.

—Sí —dijo, y carraspeó ruidosamente—. Lo mejor será que finjamos…

—Que no ha pasado nada. Sí. —Asentí.

Ella también.

—Solo hasta que, bueno, nos muramos —sugirió.

—Estoy completamente de acuerdo.

Se estremeció.

—Perdona, Ken, pero es que todo esto es un poco…

—¿Raro?

—Sí, raro.

Volví a abrir la puerta.

—Oh. Hola, Emma.

—¡Mamá! ¡Hola! —saludó Nikki con una amplia sonrisa en la cara.

—¿Qué es raro? —preguntó Emma entrando en la habitación con un aire claramente desconfiado. Minúsculo modelito negro. Pelo negro azabache con diadema cual tiara blanda, collar de perlas grises. Con un abrigo negro en el brazo.

Agité una mano como quitándole importancia al asunto y señalé con la cabeza las pastillas de la tos que tenía Nikki.

—Intentaba ligarme a tu hija ofreciéndole drogas, pero no ha aceptado. —Sonreí con tristeza y hundí los hombros mientras Emma me miraba a los ojos—. En realidad, intentaba irme a dormir, Em; estoy hecho polvo. ¿Tú también te vas?

Emma titubeó, pero al final decidió que yo parecía bastante despreocupado. No pasaba nada. Desde luego, nada con lo que quisieras comerte la cabeza.

—Sí —contestó, luego miró a su hija—. ¿Estás lista, Nikki?

Nikki sacó una pastilla, la lanzó al aire y dio un paso adelante con la boca abierta. Cerró los dientes con un chasquido. Volvió a retroceder con el dulce para la tos entre los dientes.

—Lista. —Dio media vuelta, rebuscó entre la pila de abrigos hasta dar con su chaqueta—. Buenas noches, Ken —dijo poniéndose la chaqueta y besándome suavemente en la mejilla.

—Buenas noches, pequeña.

—Enseguida bajo —le dijo Emma a Nikki.

—Vale —contestó Nikki al tiempo que la puerta volvía a cerrarse—. Voy a despedirme de papá.

Emma me miró.

Oh, oh, pensé. Y ahora, ¿qué?

—Una gran chica —le dije a Emma, gesticulando hacia la puerta que se cerraba—. La quiero muchísimo.

—¿Estás bien? —preguntó Em.

Parecía preocupada de verdad. Me relajé.

—Estoy cansado —dije sinceramente.

—Me han dicho que Jude te ha hecho pasar un mal rato.

—Ha sido mutuo, pero sí. —Suspiré, bostecé—. Vaya. Lo siento, perdona.

—No pasa nada.

—Jude y yo nos hemos puesto de acuerdo en que no estamos de acuerdo. Aunque, bien mirado, no estoy seguro de que hayamos coincidido ni siquiera en eso.

Emma asintió, me miró brevemente al pecho. Alargó una mano y me tocó en el brazo, dándome palmaditas.

—Descansa.

—La mejor idea de toda la noche. —Sostuve la puerta abierta para ella.

—Buenas noches, Ken. Cuídate.

Me dio un beso en la mejilla, igual que su hija. Se volvió al llegar a las escaleras, justo cuando yo abría la puerta de mi dormitorio, y me dedicó una sonrisa valiente y breve. Alzó una mano dubitativa, luego bajó rápidamente los escalones.

Me quedé en ropa interior y me metí en la cama. Me dormí pensando en Celia, deseando que estuviera bien y a salvo con su familia en la Martinica. Lo hacía con bastante frecuencia. Una parte de mí albergaba la esperanza de que, si me dormía pensando en ella, la vería en sueños, pero hasta el momento no había funcionado.

Dormí bien durante una media hora hasta que varias personas entraron en la habitación y encendieron la luz para recoger los abrigos. Les dije dónde estaban los abrigos; luego, en cuanto se marcharon, me levanté, me puse los pantalones y fui al guardarropía oficial, recogí todos los abrigos y chaquetas de la cama y los colgué fuera, en la barandilla de la escalera. Lo cual no impidió que otro grupo de borrachos entrara en la habitación, encendiera la luz y buscara sus abrigos.

Saqué la bombilla de la luz principal y la siguiente vez que alguien volvió a entrar, murmurando sobre abrigos y dándole al interruptor de la luz unas diez veces, me puse a roncar muy fuerte hasta que se fueron.


Cuando me despierto voy vestido de oficial de las SS con la polla colgando por fuera. Estoy esposado a la cama y amordazado con cinta de electricista, igual que Jo; la violan, le rebanan el cuello y la dejan tirada encima de mí. Se han llevado varias cosas para simular un robo que se ha complicado y han abierto diversas brechas en el barco, de modo que al subir la marea me ahogaré.

—¡Ah!

—¿Ken?

—¡Joder! ¡Mierda! ¡Joder! ¡Hostia!

—¡Ken! ¡Despierta! Solo es un sueño. Lo que sea. Solo es un sueño, una pesadilla. Vamos, vamos…

—Me cago en Dios Todopoderoso. —Me dejé caer de espaldas sobre la cama. El corazón me martilleaba como un motor, respiraba como si acabara de correr una maratón—. Dios…

Jo me abrazó y me acunó.

—No pasa nada. Todo va bien. Tranquilízate, tranquilo…

—Oh…

—No eres tú.

—Joder.

—¿Ya está?

—Sí. Ahora sí. Ya estoy bien.

Solo que no estaba bien.

Jo se durmió enseguida pero yo me pasé mucho, muchísimo rato mirando el dormitorio a oscuras y ligeramente inclinado, tragando fuerte, oliendo la vaharada ocasional de aguas residuales y podredumbre que llegaba desde el lodo del canal, al acecho de burbujeos de mal augurio provenientes de la sentina, buscando a los matones escondidos entre las sombras y temblando mientras la capa de sudor de mi piel se iba secando.

Esperé tumbado la llegada del amanecer y la subida de la marea, esperé a que las aguas volvieran a subir y nivelaran de nuevo el Bella del templo, amortiguando el leve olor a muerte y restaurando el equilibrio.


—¿Hola?

—Hola, señora C.

—¡Oh! ¿Es el hombre de la radio? ¿Cómo estás, Kennit, cariño?

—Un poco resfriado, pero aparte de eso, bien. Y mucho mejor ahora que hablo con usted, señora C. ¿Cómo está? ¿Tan guapa y atractiva como siempre? ¿Tan guapa y atractiva como la última vez que la vi? Fue en la noria, ¿verdad?

—Ah, tesoro, mucho más. ¡Muchísimo más! Eres terrible. Se lo diré a mi hijo y, cuidado, que igual no me quedo en eso.

—No debe contárselo, señora C. La pasión incontrolada que siento por usted debe mantenerse en secreto, de lo contrario Ed podría sentirse terriblemente ofendido. Es decir, suponga que me seduce usted y luego se queda embarazada, ¿eh?

—¿Qué? ¿A mi edad? ¡Escúchate! ¡Granuja!

—Tendríamos que casarnos; me convertiría en el padre de Ed. Nunca me lo perdonaría.

—¡Basta! Me va a dar algo. ¿Y mi pañuelo? Ah, eres terrible. Yo misma me encargaría de que mi chico tuviera una charla contigo, pero ahora está en Francia o en Roma o en no sé dónde, tesoro, así que tendrás que llamarle al móvil.

—No importa, señora C. Ya sabía que no estaba; era una excusa para oír su voz.

—Ya está, ya estás siendo malo otra vez.

—No puedo evitarlo. Es el poder que ejerce sobre mí.

—Terrible, eres terrible, un pillo.

—Está bien, señora C. Llamaré al móvil de Ed. Ha sido un placer hablar con usted. Oh… También quería hablar con un amigo de Ed. Ah… ¿Robe? Sí, Robe. ¿No tendrá su número?

—¿Robe? ¿Para qué quieres hablar con él, cielo?

—… Perdón, me estaba sonando. Perdone, señora C.

—Perdonado, cielo. Bueno, y ¿qué es eso que tienes que hablar con Robe?

—Ah, sí; estuve hablando con un tipo. De una discográfica. ¿Ice House? Es bastante grande. Por lo visto la empresa, el sello discográfico, necesita guardias de seguridad; guardaespaldas, ese tipo de gente. Para cuando los artistas, los artistas de rap, viajan a Estados Unidos. Pensé que quizá a Robe le interesaría. O sea, esos tipos no son moco de pavo, muchos de ellos antes eran gángsteres; no sentirían el menor respeto por el típico blanco de espaldas anchas acostumbrado a no dejar entrar a la gente en la disco si no llevan el calzado adecuado. En cambio, con Robe se entenderían. Pero es un trabajo serio y bien pagado. Sé que Rob podría hacerlo. Y quién sabe adónde podría llevarle.

—Por lo que explicas suena mucho más respetable de lo que acostumbra a hacer Robe. Robe es un mafias, Kennit. Es peligroso. Demasiadas pistolas. En esta casa no es bienvenido. Que yo sepa, Ed ya no le ve.

—Lo comprendo. Ed y yo estuvimos charlando de él, no hace mucho. Por eso pensé que esto podría ser una manera de sacarle del tipo de vida que lleva. Pensé que tal vez si tuviera unas palabras con él…

—Bueno, creo que no tengo aquí su teléfono, pero supongo que podría conseguirlo.

—Sería estupendo, señora C. Por supuesto, entendería que no quisiera comentárselo a Ed. Es posible que todo esto quede en nada, pero por probar…

—Bueno, quizá sea un pérdida de tiempo, cielo, pero te honra que lo hayas pensado. Te volveré a llamar, ¿de acuerdo?

—Es usted una santa, y muy sexy. La adoro.

—¡Ah! ¡Basta!


Había llegado a la conclusión de que tal vez estuviera enamorándome de mi dentista. Por supuesto, no era verdad y lo sabía, pero la idea me parecía atractiva; tenía un no sé qué de relajante y despreocupado. Quizá se tratara de algún complejo freudiano, dado que mi padre era dentista, quizá se debiera a que Mary Fairley, licenciada en cirugía maxilofacial, era escocesa, de Nairn, y tenía el acento más dulce y las erres más maravillosas que había oído desde que me había mudado a Londres; quizá respondiera a todo eso de estar tumbado con la boca abierta, completamente en manos de una mujer mientras sonaba música suave y ella y su ayudante, casi igual de atractiva, hablaban en voz baja y tono profesional; pero, fuera lo que fuese, casi había llegado a convencerme de que sentía algo por ella. Mary era de constitución gruesa pero de tacto y movimientos delicados; tenía el pelo rubio rojizo, los ojos verdes grisáceos, una nube de pecas en la nariz y unos pechos que a veces se interponían muy ligeramente en su camino requiriendo un gesto rápido —el equivalente corporal de sacudirse el pelo de la cara— cuando se inclinaba sobre mí.

La miré a los ojos, deseando que las gafas protectoras no fueran necesarias. Aunque probablemente no fueran mala cosa, visto que había pillado el resfriado de Nikki; tuve que levantar la mano y detener el trabajo dental un par de veces para estornudar.

Era sorprendente lo seguro que me sentía en el sillón del dentista; siempre un poco a la que salta, a la espera de una punzada, pero a salvo. Mary era educada pero no charlatana, pese a la conexión caledonia. Muy profesional. Estar colado por una dentista desinteresada podría parecer frustrante y triste, pero también me sorprendió considerarlo algo inocente y puro, e incluso sano. Desde luego, muchísimo más sano que enamorarse perdidamente de la esposa de un gángster y planear acabar lleno de cables en un estudio de televisión.

Mary perforó un empaste viejo estropeado y el aire de mi boca se llenó de olor a muerte.


—Nuestro cliente sostiene que en el momento del accidente no estaba hablando por el móvil.

—Pues entonces su cliente miente.

—Señor, ah, señor McNutt, con todos mis respetos, solo pudo usted ver muy fugazmente el coche de nuestro cliente cuando…

—Mire usted… Perdón… ¡Achís!

—Jesús.

—Gracias. Perdón. Sí, lo que le iba diciendo; la señorita a la que llevaba a casa telefoneó a la policía para informar del accidente. Eso fue hacia las cinco, a lo sumo diez segundos después del choque. ¿Por qué no hablamos con su compañía telefónica y la de su cliente y comparamos las horas en que terminaron las dos llamadas? Porque, ahora que lo pienso, su cliente todavía tenía el móvil en la mano cuando bajó del coche y sospecho que no había colgado. Veamos si esa llamada y la de la señorita Verrin coinciden, ¿le parece?

El abogado y su aprendiz se miraron.


—Qué suerte tenéis. No solo me ha bajado el resfriado a la garganta, con lo cual mi voz es más ronca y sexy que nunca, sino que además acabamos de poneros a los Hives, los White Stripes y los Strokes; todos seguiditos sin ni siquiera una sílaba de tonterías que os estropeara la diversión. ¡Os estamos malcriando! A ver, Phil, ¿qué decías?

—Sí; no puedes lanzar una acusación como esa sin más.

—¿Te refieres a mi insinuación de que para un futbolista un cerebro a pleno rendimiento sería un lastre?

—Sí; ¿qué quieres decir? ¿Que en todos los vestuarios de los equipos de fútbol deberían colgar un cartel que dijera: «No hay que ser tonto para trabajar aquí, pero ayuda»?

—Sería muy ingenioso, Phil. Pero no.

—Pero afirmas que los futbolistas tienen que ser tontos.

—No, solo digo que puede serles de ayuda.

—¿Por qué?

—Piénsalo. Estás jugando al tenis; ¿cuál es la jugada que por lo visto confunde a todo el mundo? La que consigue que incluso los profesionales hagan el ridículo de vez en cuando. En este último Wimbledon ocurrió al menos una vez.

—Habríamos encontrado la fuente de la aparente estupidez de los futbolistas, si en esa situación creyeran estar jugando al fútbol; pero por lo visto nos hemos pasado al tenis.

—Tener una única red en el centro en lugar de dos en cada extremo podría dar lugar a confusiones, pero no me refería a eso. A ver si me sigues, Phil. En el tenis, ¿qué jugada parece la más sencilla pero aun así la gente se equivoca? Venga, piensa. La buena gente del mundo de la radio confía en ti.

—Ah. Un smash alto, cuando la pelota sale disparada hacia el cielo y parece que tengas que esperar media hora junto a la red a que caiga.

—Exacto. ¿Y por qué la gente falla cuando parece tan fácil?

—¿Porque juegan mal?

—Ya hemos quedado en que incluso los mejores jugadores del mundo la fallan, de modo que no, no es por eso.

Phil se encogió de hombros. Yo gesticulaba con una mano por encima de la mesa, como si intentara atraer a mi nariz el aroma de un plato de comida. A veces ensayábamos un poco estas situaciones, otras veces no, y simplemente le dejaba caer las cosas y confiaba en la suerte y en el hecho de que a estas alturas ya nos conocíamos bastante bien. Phil asintió.

—Tienen demasiado tiempo para pensar.

—Exactamente, Phil. Como la mayoría de los deportes, el tenis es un juego de movimientos veloces, reacciones rápidas y una buena coordinación entre la vista y las manos; bueno, en el caso del fútbol sería coordinación vista-pies, pero captas la idea, y la gente a menudo juega mejor cuando no tiene tiempo de pensar. Pensar el servicio se vuelve en contra de tipos como Sampras o Rusedski. Ocurre lo mismo en el criquet; los científicos coinciden en que no debería ser posible que el bateador golpee la pelota porque no pasa suficiente tiempo entre que un buen lanzador la tira y la bola alcanza el bate. Desde luego, un bateador como Dios manda habrá interpretado primero el lenguaje corporal del lanzador. Lo mismo vale para un tenista al que se le da bien devolver los lanzamientos potentes; sabe adónde irá la pelota antes de que le lancen el servicio. La cuestión es que todo ocurre demasiado deprisa para que el cerebro participe; no hay tiempo para pensar, solo para reaccionar. ¿Estamos?

—Ajá.

—Ahora el fútbol.

—Bien, volvemos al tema.

—En el fútbol a menudo tienes mucho tiempo para pensar. Otras veces no, claro: llega una pelota volando, levantas la pierna, le das a la primera y se aleja, y ya estás corriendo hacia la banda con la camiseta por encima de la cabeza y los brazos en cruz. Pero si estás en una escapada, recibes la pelota en el medio campo, solo tienes que batir a un defensa y no hay ningún compañero de apoyo, te encuentras con lo que parece muchísimo rato para correr y pensar, y desde luego no estoy acusando a los futbolistas de ser incapaces de hacer ambas cosas a un tiempo. Así que bates al defensa; ya solo falta el portero y vuelves a tener tiempo de pensar. Y ahí es cuando ves a algunos tipos, incluso entre la elite, que se hacen un lío porque han tenido demasiado tiempo para pensar. Todo su córtex frontal o lo que sea ha tenido tiempo de plantearse: Hum, bueno, podríamos hacerlo así o asá o del otro modo. Pero para entonces ya es demasiado tarde porque el portero se ha adelantado y le lanzas la pelota directa a las manos o a las ovaciones irónicas de los aficionados del equipo contrario o has optado por un globo y titubeas y el portero ha tenido tiempo de lanzarse a tus pies y robarte el balón. Esto les ocurre a jugadores profesionales, muy bien pagados y de gran calidad, y en cierto sentido no es ningún deshonor, es solo que son humanos. Sin embargo, si nos fijamos en un jugador particularmente espeso…

—Vas a meterte otra vez con el pobre Gascoigne, te veo venir.

—Hombre, venga ya; el tío es tan burro que no podría fingir que toca la flauta con los dedos sin liarse. Pero sí: Gazza es el mejor ejemplo. Es, bueno, era un gran futbolista con mucho talento pero de inteligencia tan limitada que ni siquiera en todos esos segundos de carrera hacia el portero le daba tiempo de pensar. O si estaba pensando, pensaba más o menos: Guau, tío, qué buena está la churri esa de detrás de la portería. Y ahí radica la diferencia; cuanto más tiempo te mantengas sin pensar, mejor futbolista serás.

Phil abrió la boca para hablar, pero añadí:

—Eso explica además por qué el billar y el golf son tan diferentes, son juegos de concentración y temple, no de habilidad para reaccionar.

Phil se rascó la cabeza. Apreté el botón de efectos especiales correspondiente.

—Bueno, un buen sermón de resumen —dijo. Yo ya había metido la siguiente pista, con la intro baja. Faltaban quince segundos para que empezaran a cantar—. Hemos empezado por el fútbol, nos hemos desviado hacia el tenis, luego hemos tocado el criquet y finalmente hemos retomado el bello deporte del… pero en el último minuto hemos virado bruscamente hacia el golf y el billar. Menudo lío.

—¿Tú crees? —Miré el segundero.

—Sí.

—Pareces un poco tonto. ¿Has pensado en hacerte futbolista profesional?


—¿De modo que es definitivo? —preguntó Debbie.

—Sí —respondió Phil.

—¿Hasta qué punto?

—Bueno, hasta el punto definitivo —dijo Phil con torpeza.

—Sí, pero ¿cómo de definitivo? ¿Bastante definitivo? ¿Muy definitivo? ¿Absolutamente ciento por ciento definitivo?

—Bueno, no, no es tan definitivo —concedió Phil.

—Por Dios, creía que este constante ir y venir de luz verde y parones solo ocurría en el cine. No es más que un programa de la tele, joder, no la trilogía del Señor de los Putos Anillos —dije.

—Es delicado —contestó Phil.

—Como mi cabeza un sábado por la mañana —murmuré—, y no monto tanto lío.

El nuevo despacho temporal de Debbie estaba casi tan abajo como el nuestro. Eché un vistazo a las baldosas blancas del patio de luces. Parecía que fuese a llover pero no estaba claro. Era viernes; la grabación de Última hora estaba programada para el lunes. Otra vez. Mi gran enfrentamiento con el asqueroso que negaba el Holocausto, Larson Brogley o no sé qué, volvía a estar en marcha. De hecho llevaban ya un mes sin cancelar la cita, con lo que probablemente se había establecido algún récord. Era posible que llegara a celebrarse. Estaba nervioso.

Pues claro que estoy nervioso, pensé, mientras la directora de la emisora y el productor seguían discutiendo acerca de hasta qué punto era definitivo como un par de obispos tratando de establecer cuántos ángeles pueden bailar en la punta de una aguja. A ellos ya les iba bien; pensaban que el único peligro era que me pusiera en ridículo o que desacreditara a la emisora y, por extensión, a sir Jamie; no tenían ni idea de lo que planeaba (si la hubiesen tenido, se habrían horrorizado, claro, y habrían tratado de disuadirme —y quizá habrían advertido al equipo de producción de Última hora— o habrían cancelado el acuerdo y habrían amenazado con despedirme si insistía en seguir adelante sin su beneplácito. Es lo que yo haría de encontrarme en una situación similar… es decir, si el talento en cuestión hubiese sido tan tonto como para contarme lo que pensaba hacer).

Típico; normalmente estas oportunidades televisivas se presentaban y ocurrían a gran velocidad. Si hubiese tenido mi brillante pero peligrosa idea para cualquier otra aparición o incluso propuesta de aparición, todo habría terminado ya meses atrás y haría mucho que estaría cargando con las consecuencias, cualesquiera que hubieran sido. Por razones varias, pero, sobre todo, debido al 11 de septiembre, esta aparición se iba posponiendo y me estaban dando tiempo de sobra para macerar la idea.

—¿…un seguimiento con una entrevista telefónica en el programa?

—Hum… No creo.

Sí, que debatan, esos pobrecillos ilusos. No sabían la suerte que tenían de no saber nada. Solo yo conocía mi gran idea, mi gran idea arriesgada, probablemente loca y sin duda delictiva. No la había compartido con Jo, Craig ni Ed; con nadie. Aunque había empezado a soñar con ella y me preocupaba que Jo me oyera comentar algo en sueños. Desde luego era mejor que soñar con escuadrones de la muerte que violaban a Jo y a mí me dejaban vestido de nazi a esperar que el barco se hundiera, pero seguía sin ser divertido. Con los años me había acostumbrado a tener sueños mundanos, incluso aburridos, y la última temporada de pesadillas que recordaba me había acosado en la recta final de los exámenes finales de mi último año de instituto, de modo que no estaba preparado psicológicamente para soñar con nazis en estudios de televisión y gente que me ataba a una silla y blandía pistolas.

Por otro lado, era probable que me acojonara en el último minuto. Lo planificaría, llevaría el equipo necesario, pero no conseguiría llegar hasta el final. Algún Guardia Imperial de la sensatez, leal todavía a la idea de mantenerme en mi puesto de trabajo y lejos de los tribunales y la prisión, irrumpiría en el Palacio de la Razón y organizaría una contrarrevolución, un golpe en favor del sentido común y la decencia de los comportamientos. Siendo totalmente sincero conmigo mismo, era el resultado más probable. No con mucho, pero aun así seguía siendo el más probable.

—¡Por amor de Dios! —dije interrumpiendo a Debbie, que daba vueltas a la cuestión del seguro legal compartido contra calumnias y quién debería pagar qué porción. Casi me daban ganas de decirle que la menor de sus preocupaciones era que yo pudiera decir algo escandaloso o delictivo, pero me contuve—. Hagámoslo y punto.

—De acuerdo —dijo Phil— Pero estamos esperando a que acepten grabarlo por la tarde.

—Como quieras. Me da igual. Solo quiero acabar de una vez. —Los dos me miraron, como si les sorprendiera que me afectara algo así. Huy, posible brecha en el sistema de seguridad. Abrí las manos despacio—. Es que me estoy cansando de esperar —expliqué con calma.

—Entonces, vale —dijo Debbie—. El lunes.

—A-le-lu-ya.

—Escucha.

Y con eso basta. Allá vamos…


—Hostia. Menudo montón de lucecitas.

—Potente, ¿eh?

—Superpotente.

Era viernes por la noche. Faltaba una hora para que una limusina nos llevara a Ed y a mí a un concierto en Bromley, pero Ed había querido fardar conmigo de su casa recién redecorada y remodelada, de modo que estaba de visita en la casa familiar; un complejo muy cambiado y retocado con creatividad que ocupaba dos casas adosadas de Brixton, una de ellas al final de la hilera de adosadas y con lo que antes había sido un pequeño supermercado en la planta baja. Ed podría haberse permitido una mansión en Berkshire de haberlo querido, y yo sospechaba que más o menos todavía ansiaba conseguirla, pero respetaba su decisión de quedarse con su madre y su numerosa familia, adaptando la casa en la que había crecido y comprando la de al lado, además de la tienda, en lugar de huir de su viejo vecindario en cuanto empezó a lloverle el dinero.

Me había preocupado un poco que Ed se hubiera enterado por su madre de que trataba de ponerme en contacto con Robe, su amigo mafioso, hubiera deducido que todavía andaba detrás de una pistola y estuviera enfadado conmigo, pero de momento nada de esto había ocurrido; nos habíamos encontrado en el gran salón principal de la planta baja y al instante nos había rodeado una muchedumbre caótica y sonriente de tías, primas y hermanas de Ed (algunas bastante atractivas) y un par de parientes masculinos y novios. La madre de Ed no estaba porque había ido a clase, cosa que me había ahorrado cualquier posible bochorno. Ed nos había excusado y los dos habíamos huido a la planta alta, pero seguía sin decir nada de Robe.

El piso de Ed dentro de la casa comunal ocupaba los dos áticos. Las dos grandes buhardillas daban encima de tejados, pero las vistas interiores resultaban más asombrosas; un espacio abierto y largo en tonos ocres cálidos y rojos oscuros con algún toque amarillo. Confíen en mí: era muchísimo más elegante de lo que parece. Todo olía a nuevo. El único fallo estilístico certificable estaba en el dormitorio de Ed, moderadamente inmenso e impresionantemente vacío.

—¿Espejos, Edward?

—¡Sí! Perverso, ¿eh?

—¿Espejos? En ambos lados…

—¡Son armarios!

—¿Y los del techo? Dios. Dios, Dios, Dios.

—¿Qué pasa? Lo dices porque ninguna churri quiere verte ese culo paliducho tuyo cuando te la estás tirando. Yo soy de foto. Si no fuera tan descaradamente hetero, me enamoraría de mí mismo.

Crucé los brazos, di un paso atrás y le miré. Al final me limité a negar con la cabeza.

—¿Qué?

—No —dije—, ahí me has pillado. No tengo palabras.

—No jodas. Te pillé, rey de la radio.

—Hombre, estoy fuera de servicio.

Ahora estábamos en el estudio-leonera, con todos los aparatos de música encendidos. Eché un vistazo a los seis teclados apilados y colocados en ángulo, los tres soportes de cincuenta centímetros de la altura de un hombre y una mesa de mezclas que te costaría abarcar incluso con los brazos totalmente extendidos y la cara aplastada contra su superficie. Había además otro puñado de trastos y maquinitas; unidades llenas de botones apoyadas en mesas, una batería electrónica y al menos tres aparatos cuya función ni siquiera alcanzaba a imaginar. La mayoría del equipo titilaba en la oscuridad creada por las gruesas cortinas; cientos de pantallas líquidas creando amplias constelaciones de rojo, verde, amarillo y azul, además de docenas de pantallas de suave brillo pastel con letras mayúsculas sobreimpresas en negro. Dos monitores de pantalla ancha más grandes que mi televisor se encendieron entre parpadeos cuando Ed arrancó el Mac silenciosamente. Los monitores de Ed eran Nautilus gigantes, treinta mil libras de amonitas de azul reluciente con brillantes amarillos y altos hasta los hombros, colocados al fondo de la habitación apuntando a la gran butaca de cuero negro dispuesta en el epicentro de aquella cosmología tecnológica de última generación.

—Ed, todo esto ¿qué hace exactamente?

—Música, tío.

—Creía que solo pinchabas.

—Sí, bueno, estoy diversificándome, ¿no?

—¿Quieres decir que vas a empezar a componer?

Cogí un manual rojo oscuro de tamaño A4 para algo llamado Virus y lo hojeé, entornando los ojos a causa de la falta de luz.

—Sí. Pensé que sería divertido. De todos modos, mira qué trastos.

Volví a mirarlos.

—¿Sabes qué? Tienes toda la razón, Ed. No tienen que generar una sola nota para justificar esta gloriosa preciosidad. Por favor, no me digas que los vas a usar para hacer música tipo chumba- chumba.

—¿Chumba-chumba?

—Sí, ya sabes; el tipo de música que oyes en la calle cuando pasa un hermano en un Astra con las lunas tintadas. Siempre suena chumba-chumba.

—Qué va, colega. Bueno, sí, a veces, puede. Pero no; un día de estos compondré una puñetera sinfonía.

—¿Una sinfonía?

—Sí. ¿Por qué no?

Le miré de arriba abajo.

—Por ambición que no quede, ¿eh, Edward?

—Te diré; la vida es demasiado corta, colega.

Hojeé el manual del tal Virus.

—¿De veras entiendes esto?

—Claro que no. No hay que entenderlo para conseguir que suene. Pero si lo necesitas, tiene más recursos.

—¡Función Pánico Ampliada! —leí—. ¡Ja! ¿Cómo no vas a enamorarte de un trasto con función de pánico ampliada?

—También conocida como botón de Páralo Todo.

—Brillante —concluí devolviendo el manual a la estantería con los otros. El móvil vibró en mi cadera. Consulté la pantalla—. Jo. Será mejor que conteste; está en no sé dónde, en Berlín o Budapest o yo qué sé.

—Iré calentando el software para que escuches un poco de chumba-chumba.

—¿Hola? —contesté al teléfono.

Y a lo lejos oí: «Sí, sí, sí, vamos, fóllame, fóllame, hazlo, así, sí, así, así, así, fóllame, más fuerte. Fóllame fuerte. Así, así, ¡sí, sí, sí!». Todo ello acompañado de lo que sonaba a ropa frotándose contra ropa, varios cachetes y después una voz masculina gritando: «Oh, sí, oh sí…».

No paraba. Continuó un buen rato.

Me quedé de pie donde estaba y escuché el tiempo suficiente para convencerme de que no era una broma, ninguna gracia y en modo alguno algo intencionado. Fue más o menos entonces cuando Ed apartó la vista de las apabullantes y complicadas instrucciones de las pantallas de los dos monitores gigantes para mirarme a mí; al principio solo de pasada, luego otra vez, con el ceño fruncido y las cejas arqueadas. Le pasé el móvil.

Ed también escuchó un rato. Una sonrisa sustituyó al ceño •fruncido, incluso durante unos segundos, una mirada lasciva, pero luego debió de adivinar algo en mi expresión porque la sonrisa desapareció, me devolvió el teléfono y bajó la vista, carraspeando y volviéndose hacia los monitores.

—Lo siento, tío —le oí decir.

Escuché un poco más, luego el teléfono de Jo debió de caerse, porque se oyó un golpe sobre algo mullido y el sonido llegaba muy apagado, incoherente. Cerré el móvil.

—Bien —dije—. Creo que de la selección de frases se deducía que lo que está bien para uno está bien para todos. —Ed sabía de sobra que yo no le era fiel a Jo; vamos, si hasta habíamos tenido ocasión de vernos en acción con dos argentinas una noche en la playa de Brighton, a principios de mayo.

Ed miró alrededor, mordiéndose el labio inferior.

—¿Crees que era broma?

—No.

—¿Que lo ha hecho a propósito?

Negué con la cabeza.

—Lo dudo; una vez tuve el teléfono colapsado durante horas por culpa de llamadas accidentales de Jo. Suele pasarle cuando va con las amigas de bares o a la disco. —Exhalé un largo respiro—. Además, ah, es su manera de expresarse, durante el acto. No creo que sea tan buena actriz como para fingirlo.

—Guau. Bueno. Así que tenéis una relación abierta, ¿eh?

—Eso parece. Solo que ninguno de los dos se ha molestado en comunicárselo al otro.

Ed parecía preocupado.

—¿Todavía te apetece escuchar algo de música o preferirías una copa o fumar o qué?

—No, pínchame algo, Ed. Lo que sea, pero potente. —Dejé escapar una risa nada divertida.


Jo dijo:

—Escucha.

Y yo dije:

—Oh, oh.

—¿Qué?

—Hoy día la gente de nuestra edad, vale, de acuerdo, la gente de mi edad y de la tuya, no dice «escucha» sin querer implicar algo bastante serio.

Jo bajó la vista.

—Ya, bueno…

Allá vamos, pensé.

Estábamos en el acuario de Londres, situado en la que había sido sede de la GLC en la orilla sur del Támesis, junto a la London Eye. La discográfica de Mouth Corporation había organizado una juerga a la que me habían invitado. Al igual que a Jo. Ella acababa de llegar, directa de Heathrow, donde había aterrizado su vuelo desde Budapest.

Me pareció que el acuario resultaba un lugar un tanto siniestro para una fiesta. Sobre todo para un fiesta de la industria musical. Abundaban los tiburones, arriba y abajo. La luz también era rarilla; por lo visto, los peces no se tomarían a bien montones de destellos al estilo discoteca, focos estroboscópicos y demás porquerías, de modo que solo teníamos una especie de baño azul verdoso de luminiscencia subacuática con el que todo el mundo parecía enfermo. La luz se deslizaba sobre la metalurgia facial de Jo, como un eco visual de los diodos azules y verdes de la maquinaria musical de Ed de la noche anterior.

Le había preguntado a Jo cómo estaba y me había contestado que bien. Me había pensado mejor lo de preguntarle si había llamado sin querer a alguien durante las últimas veinticuatro horas, pero ahora, prácticamente sin preámbulos, me soltaba un «escucha».

—Mira —dijo Jo.

La gente pasaba por los lados, alguien saludó y grandes cuerpos grises y lacios se movían sinuosamente por detrás y por encima de Jo.

—Oh. ¿Ahora es «mira»? Vamos abordando los sentidos uno a uno. ¿Qué será lo siguiente? ¿Huele?

Jo se mordió los labios y me miró.

—No tienes intención de ponérnoslo fácil, ¿verdad?

—Poner fácil ¿el qué, Jo? ¿Por qué no me lo dices?

—Ken, creo que deberíamos, ah, ya sabes, cortar.

Dicho lo cual se enderezó, echando los hombros atrás y levantando la cabeza en ademán desafiante. Pensé en la noche que nos conocimos y en el modo en que su postura resaltaba los pezones en la camiseta. Esta vez llevaba un jersey de canalé holgado, de color amarillo y cuello vuelto. Vaqueros negros. Solo las botas eran las mismas.

La miré fijamente. Por supuesto yo sabía que aquello era lo que seguramente seguiría al «escucha», pero, por alguna razón, saberlo no evitó que me sorprendiera y, por segunda vez en dos días, me quedé temporalmente sin palabras, y esta vez no por nada bueno. Había pensado que tal vez fuera a decirme que sabía lo que había ocurrido con el teléfono y que lo lamentaba, o que estaba embarazada (siempre un buen recurso, aunque poco probable porque siempre, siempre, usábamos condón) o quizá algo completamente distinto, como que había aceptado un trabajo en Los Angeles o en Kuala Lumpur o que había decidido meterse a monja o algo así, pero al menos desde la noche anterior, en el estudio de Ed, había sabido que lo que fuera que hubiese entre nosotros estaba llegando a su fin.

Aun así, me sentí abatido y sorprendido. Abrí la boca. Ella seguía mordiéndose los labios, por lo que su nariz parecía más larga. Se había alejado un poco de mí, casi chocándose con la gente que charlaba detrás de ella, delante del grueso cristal de las ventanas del acuario que distorsionaban la imagen. Me pregunté si creía que iba a pegarle. Nunca lo había hecho. Nunca había pegado a una mujer y nunca lo haría. Bah, bueno, a excepción de «Raine», claro, pero en ese caso podía argüir montones de circunstancias atenuantes.

—Ah, bien —dije.

Bajé la vista a mi botella de Pils. Pensé que podría lanzársela a la cara, como Jude me había tirado su gin-tonic en casa de Craig en la primera media hora del año; pero, claro, Jude había sido previsora y se había armado con un bonito vaso ancho y bajo, yo tenía una botella de cuello estrecho. Para conseguir empapar satisfactoriamente a la víctima deseada tendría que pedirle a Jo que esperara un segundo mientras hundía el pulgar en la botella y la sacudía antes de vaciársela en la cara. No sería elegante. De todos modos, no me apetecía.

De manera que me había engañado. Probablemente no era la primera vez, pero, bueno, y qué; yo también había hecho de las mías.

—¿Es todo lo que se te ocurre? —dijo—. ¿«Ah, bien»? ¿Ya está?

—Anoche te oí follarte a un tipo, Jo. Por teléfono. Tu móvil, otra vez.

Parpadeó.

—No lo sabía —contestó. Asintió—. Lo he encontrado esta mañana en el suelo, sin batería. —Cogió aire—. Guau. —Bajó la vista al suelo, asintiendo, luego me miró. Abrió los brazos—. Lo siento. No quería que te enteraras así.

—Bueno, pues así ha sido.

—¿Ibas a decirme algo?

—No lo había decidido. Pensé que quizá te darías cuenta de lo ocurrido y descubrirías a qué móvil habías llamado y vendrías toda arrepentida o te inventarías alguna explicación increíble y vergonzosa.

—¿Estabas preparándote para dejarme?

—No. Ya se me había ocurrido que, bueno, en esos viajes al extranjero, durante todas esas noches fuera de casa y con el estilo de vida del rock, las drogas, la bebida y lo demás… Más o menos sospechaba que podrías haber tenido alguna que otra aventura.

—¿Y tú? —preguntó volviendo a levantar la cabeza mientras las luces subacuáticas se reflejaban en las tachuelas y varillas de su cara.

—¿Te refieres a si también he tenido aventuras?

—Sí. ¿Y bien?

—Un momento —dije empezando a enfadarme—. Estoy siendo más que razonable. Anoche te oí follando con otro; tú a mí no me has oído. ¿Y ahora me dejas y buscas algo que lo justifique? Bueno, pues de ningún modo. No tienes derecho a preguntarme nada. Sí; sí, la verdad es que pensaba dejarte. De hecho, con el corazón, con la cabeza, ya te había dejado, antes de que tú cortaras.

—No seas crío.

—Que te jodan, Jo.

—¿Ni siquiera te interesa por qué quiero acabar con esta relación?

—Ni lo sé ni me importa. Quizá el tipo nuevo la tiene más grande que yo; ¿a quién cojones le importa?

—Por Dios, Ken.

—Mira, espero que seáis los dos muy felices, ¿vale? Ahora, déjame en paz. Y llévate tus cosas del Bella. —Eso estaba mejor, pensé. Estaba tomando la iniciativa. Al fin y al cabo, me lo merecía; yo era la parte ofendida—. Te doy hasta el lunes por la mañana para que saques todas tus porquerías de mi barco, si no, lo tiro todo por la borda. Adiós.

Di media vuelta y me alejé, estropeando un poco el efecto al tropezar con alguien, derramarle un poco de Pils en la manga y tener que musitar una disculpa antes de marcharme.

Más o menos había esperado que Jo me siguiera para reprocharme algo, y desde luego, dada la situación, me parecía razonable que se hablara de «reprochar» o incluso «reconvenir» en lugar de sencillamente «objetar» o «discutir». Pero no lo hizo.

Dediqué lo que quedaba de fiesta a emborracharme a conciencia con una excitante variedad de bebidas alcohólicas y no volví a ver a Jo en toda la noche. Probablemente porque se había tomado a pies juntillas lo de que iba a tirar sus cosas al agua y no confiaba en que esperara hasta la mañana del lunes, porque cuando al final volví a casa, de madrugada, y me arrastré fuera del taxi y dentro del Bella del templo, Jo ya había estado allí y se había largado; se había llevado su ropa y sus cosas y la llave estaba en el felpudo, justo debajo del buzón de la puerta.

Me quedé mirando la llave un rato, la recogí al cuarto o quinto intento, salí a cubierta y la lancé con todas mis fuerzas a las oscuras aguas de la bajamar.

—Tenía que pasar. No estabais hechos el uno para el otro.

—Craig, por Dios, pareces mi madre.

Estábamos sentados en un banco cerca de la cima de Parliament Hill, en Hampstead Heath, con vistas a la ciudad, bajo el sol débil y los nubarrones de una fría tarde de enero. Craig había ido andando. Yo había llegado en metro.

Probablemente todavía estaba demasiado borracho-resacoso para conducir, pero no podría haber cogido el coche aunque hubiera querido, al menos el Landy; esa misma noche alguien le había rajado un par de neumáticos y había reventando los dos faros. Lo había denunciado a la policía y me habían dicho que ya lo sabían, que habían pasado de noche a echar un vistazo cuando la alarma del Landy notó que el vehículo se escoraba a un lado e informó al centro de seguridad de la Mouth Corporation, que a su vez alertó a comisaría. Habían llamado a la puerta durante diez minutos y al teléfono durante media hora pero al final se habían dado por vencidos y me habían dejado roncar como a un buen borracho. Analizarían las cintas de las cámaras de vigilancia. Los críos, probablemente.

Ya, seguro, pensé. Justo cuando tenía la esperanza de que lo que fuera que estaba pasando hubiera terminado, un poco más. Genial.

—Ya —dijo Craig, en respuesta a mi acusación de parecerse a mi madre—. ¿Y las madres qué saben? Lo que más te conviene.

Negué con la cabeza.

—La gente te viene siempre con la cantinela de que no estabais hechos el uno para el otro después.

—Pues claro; si alguien lo dice antes, cuando todavía puede ser de alguna ayuda, se le acusa de estar celoso o algo parecido; y luego, cuando la relación se rompe, se le acusa de ser la causa de la ruptura. No hay modo de ganar. Es mejor callarse la boca hasta que todo termine.

—¿Alguna vez te gustó Jo?

—Jo no me desagrada. Me parecía bien. No era una de esas ocasiones en las que estás esperando a que la relación termine para poder decirle a tu amigo lo que pensabas de su ex. Me refiero a la teoría. Jo estaba bien, pero estaba casi tan chiflada como tú y era mucho más ambiciosa. Necesitas a alguien que te estabilice un poco, no otra zumbada como tú a la que te puedas tirar.

—No creo quejo estuviera tan loca como crees.

Craig ladeó la cabeza.

—Bueno, a veces perdía un poco la cabeza. Me sorprende que hayáis durado tanto.

Suspiré.

—Sí, Kulwinder me dijo lo mismo en la fiesta del once de septiembre.

Contemplé la lenta sucesión de enormes jets virando alrededor de las nubes en la lejanía, situándose en la suave pendiente invisible que los conduciría en dirección oeste hasta Heathrow.

—Intentó liarse conmigo, una vez —dijo Craig.

Le miré.

—Bromeas. —Eso sí que era raro.

—No; fue una vez que no sabía dónde estabas, en verano. Habíais discutido y tú te habías largado hecho una furia y te habías dejado el móvil; Jo supuso que estarías conmigo, de modo que se plantó en la puerta de casa y la invité a entrar; no hubiera sido correcto no dejarla entrar, sobre todo porque estaba llorando. Le ofrecí una copa, la consolé…

—Estuviste de acuerdo con ella en que soy un hijo de puta.

—Perdona; me mantuve en la delgada línea que separa la solidaridad masculina de prestar tu hombro a una dama afligida.

—De modo que una cosa llevó a la otra.

Mierda. ¿Y si se la había tirado? Incluso aunque no fuera a admitirlo, ¿y si se la había follado? Piensa, Ken. ¿Te molesta? Bueno, ¿qué?

No particularmente. Es decir, no tenía derecho a estar celoso o enfadado, al menos, no con Craig, dado lo que había ocurrido con Emma, pero esa clase de consideraciones lógicas y equitativas no era el tipo de argumento que tiene peso en el conjunto de instintos y reacciones programadas que conforman el corazón humano.

—Bueno, no, una cosa no llevó a la otra —dijo Craig—. Solo me agarró. De repente.

—Joder.

—Nos habíamos bebido media botella cada uno…

—¿De vino?

—Sí, por supuesto; no iba a darle whisky.

—Perdona.

—Me había levantado para descorchar otra…

—¿Ah, sí?

—Sí; estaba siendo solidario y educado. Para ya de insinuaciones e indirectas, ¿quieres?

—Perdona, perdona.

—Solo me abrazó. Me volví, de la sorpresa, claro, y me plantó la boca en los labios y me cogió de las pelotas.

—Hostia puta. —Miré a las nubes, luego a Craig—. Pero hiciste lo que hay que hacer.

—No, Kenneth —dijo, estirando sus largas piernas. Llevaba pantalones de chándal grises con una chaqueta que había estado de moda hacía diez años—. Lo correcto habría sido demostrarle lo maravilloso que puede ser el acto amoroso cuando lo haces con un hombre de verdad, pero no lo hice.

—Apuesto a que la morreaste un buen rato, hijo de puta. Besaba muy bien.

Craig lo meditó.

—Hum… Eso lo dejaba para impresionarte, pero sí, tienes razón.

—No te la tiraste, ¿verdad?

—No. Monté el número del sacrificio: eres muy guapa y me siento muy halagado pero los dos sabemos que a la mañana siguiente nos arrepentiríamos. Por Dios, si hasta estuvimos de acuerdo en que no estaría bien traicionarte; valía la pena negarnos el placer por ti.

—Mierda.

—¿Y ahora qué pasa?

—Se me acaba de ocurrir algo terrible.

—¿El qué? ¿A quién llamas?

—Una vez fue a buscarme a casa de Ed.

—Oh, oh.

—Sí.

Craig hizo el gesto de levantarse del banco.

—¿Quieres que me…?

—No; si vas a verme humillado, tanto da que sea ahora.


—Te la follaste, ¿verdad?

—¡No!

—Mira, Ed, Jo me dijo que había ido a tu casa una vez. También fue una vez a casa de Craig ¡y se le tiró encima! —«¡Eh!, a mí no me metas», dijo Craig. Pasé de él—. ¿Tratas de decirme que contigo no lo intentó?

—Ah…

—¿Ah? ¡¿Ah?! ¿No tienes nada más que decir? ¿Un puto «Ah»?

—Bueno…

—¡Te la follaste! ¡Cabrón!

—¡Se me tiró encima, tío! ¡Prácticamente me violó!

—Que te jodan, Ed.

—Y de todos modos me dijo que nunca lo había hecho con un negro, ¿qué tenía que hacer? ¿Dejarla con las ganas?

—No mezcles la raza en esto, ¡por Dios! ¡Y tampoco me vengas con la mierda esa de los sementales negros de pollas grandes!

—Yo no he sacado lo de la raza, tío, ¡fue ella!

—Ed, vete a tomar por culo. ¿Cómo pudiste?

—No pude evitarlo, tío.

—Bueno, ¡pues aprende a evitarlo, coño! ¡Puto adolescente!

—Mira, tío, lo siento; al día siguiente me sentía fatal y nunca volvió a pasar.

—Ya, te lo pasaste bien, te tiraste a la chica de un amigo y añadiste otra muesca a los espejos del techo de los cojones, ¿para qué ibas a molestarte en repetir?

—Ken, escucha; si pudiera dar marcha atrás y hacer que no hubiera ocurrido, créeme que lo haría. Nunca te lo había contado porque no quería herir tus sentimientos y la relación que tenías con Jo. Ojalá no hubiera pasado, de verdad. Te pido perdón, ¿vale?

—Bueno… yo… ¡No! —escupí—. ¡Déjame estar más tiempo cabreado! ¡Hijo de puta! —añadí con bastante poca eficacia.

—Perdona, tío.

Y pensé: Sí. Todos lo sentimos. Todo el mundo lo siente muchísimo, joder. Debería ser el segundo nombre de toda la puta especie Homo Perdona Sapiens. Tal vez podríamos cambiarlo en una votación amañada.

—Escucha —dijo Ed.

Algo frío pareció aposentarse en mis tripas. ¡Jesús! Un «escucha» de Ed, ¿ahora qué?

—¿Qué? —dije.

—Mañana tienes la cosa esa de la tele, ¿no?

Mierda, al final se había enterado de lo de Robe y pensaba que quería un arma para llevarla al estudio.

—Sí —contesté.

—Pues que tengas suerte. Espero que vaya bien. Machaca al nazi ese, ¿vale?

—Sí.

—Ahora puedes volver a enfadarte conmigo si quieres o esperar al fin de semana que viene y gritarme a la cara. Si sigue en pie lo del fin de semana. ¿Sigue en pie?

—Supongo.

—Lo siento, tío.

—Ya.

—¿Colegas?

—Sí, supongo. Colegas.


Craig me invitó a cenar. Supuse que por compasión; Nikki estaba en casa y Emma se pasaría a verlos, de modo que en realidad querían una velada tranquila los tres solos.

Lo que yo quería en realidad era volver a ver a Nikki, solo para asegurarme de que todo iba bien y que después de la fiesta de Nochevieja no había cambiado nada, al menos, no a peor, porque el beso, los dos besos me habían dejado preocupado. Le había permitido besarme y le había devuelto el beso, y cuanto más lo había pensado en el tiempo transcurrido desde entonces, más me avergonzaba y sentía la terrible necesidad de decirle que aquello no había cambiado nada y que, por supuesto, no se repetiría jamás y que también sentía el día del Land Rover bajo la lluvia, el día del accidente, cuando había intentado persuadirla para almorzar juntos —de un modo que ahora me parecía triste y desesperado— y que siempre, siempre sería un buen amigo y un buen tío, durante el resto de su vida… Aunque a la vez también quería no tener que decir nada y que todo volviera a ser como siempre entre nosotros, sin distanciamientos ni incomodidades.

El problema era que Emma también iba a estar, y si Craig mencionaba lo ocurrido con Jo —le había pedido que no les dijera nada a Emma y a Nikki y sobre todo que no comentara lo de Jo y Ed, pero aun así…— la situación podría torcerse debido a la historia que había tenido con Emma. Era una historia mínima, me repetía constantemente a mí mismo, pero no por ello con un potencial menos letal para mi relación con Craig.

Corría el peligro de perder una novia, dos de mis mejores amigos y —al día siguiente— quizá el trabajo y la libertad, todo en un loco período de veinticuatro horas.

A la mierda, pensé. Cierra las escotillas. Habría estado bien cenar con ellos y todavía tenía tanta resaca que probablemente no habría bebido mucho y por tanto me habría servido de preparación prudente y comedida para el gran día siguiente, pero decidí no ir. Tenía otros planes.


—Hola, Ken.

—Amy, nena, ¿qué tal?

—Estupendamente. ¿Y tú?

—Ah… bueno, ya sabes.

—No, no sé nada. ¿Qué pasa? ¿Problemas?

—Jo y yo… hemos terminado.

—¡Oh! Lo siento. Parecíais muy unidos.

—Bueno. —¿De veras? Yo nunca lo hubiera dicho, pero por otro lado era la clase de cosa que se dice en esas situaciones—. Sí. Es… No hay vuelta atrás. Se veía venir pero… tengo que confesar que me ha afectado un poco más de lo que esperaba.

—Vaya. Pobrecito.

—Sí. Casi dos años.

—Caray.

—Sí. Parecen más.

—Claro.

—Le tenía mucho cariño.

—Bueno, por supuesto.

—Ahora todo ha terminado.

—Lástima.

—En fin.

—Hum… ¿Estarás bien?

—Amy… Sobreviviré.

—¡Pareces tan triste!

—Bueno, lo superaré. Algún día.

—¡Oh! ¿Puedo hacer algo por ti?

—Bueno, supongo… Podrías dejarme que te invitara a cenar. Esta noche. ¿Qué te parece?

—Me parece una idea absolutamente maravillosa, Ken. La verdad es que no tenía nada que hacer.

Miré el móvil pensando: Bueno, pues podrías haber conectado antes el teléfono, nena.


—¡Amy, por favor! Eso son dos mentiras: una, que la gestión privada es automáticamente mejor que la pública…

—¡Es que lo es! ¿Alguna vez has tenido que tratar con la administración local, Ken? ¡Esa panda de inútiles no duraría dos minutos en el mundo real!

—Ni los ferrocarriles cuando el gobierno les retiró la subvención.

—¡Ja! Apuesto a que contrataron empleados del gobierno local.

—No seas… Mira. La otra gran mentira es que la gestión privada sale más barata y genera dinero extra. ¡Mentira! Son las normas contables del Tesoro. Hay costes de infraestructura quienquiera que sea el constructor. Tienes que invertir, de modo que inviertes lo más barato que puedes; pagas lo menos que puedes por las cuotas de intereses. Y eso incluso antes de tener en cuenta los beneficios que un inversor privado espera, que van los primeros. De manera que ¿quién puede pedir dinero prestado a un interés más bajo que cualquier empresa comercial? Respuesta: el Estado.

—Creo que descubrirás que, de hecho, eso depende de qué Estado, Ken.

—Vale, el Estado británico puede pedir dinero prestado más barato, a un tipo de interés más bajo, que ninguna empresa.

—Sí, porque no lo malgasta en cosas que el sector privado sabe hacer mejor.

—¡Eso es ridículo, Amy!

—No, señor. ¿Y qué pasa con el riesgo?

—¿Qué riesgo? Si todo sale mal, el pobre contribuyente acaba pagando.

—Siempre se corre un riesgo, Ken —dijo Amy sonriéndome levemente—. La vida está llena de riesgos.

Me recosté en la silla. Estábamos en La Eateria, un restaurante nuevo de Islington de hiriente modernidad. Doloroso mobiliario de jardín de madera para las mesas y las sillas y paredes decoradas con esas cosas de plástico naranja perforado que los constructores emplean para levantar vallas instantáneas. Menú pretencioso, comida apenas suficiente, personal hosco. Me sorprendía que no estuviera más concurrido. Aunque, claro, era domingo por la noche.

Amy estaba espléndida, con su lacia melena rubia reluciendo a la luz de lo que parecían faros de coche colgando del techo. Llevaba medias y falda negras y un top ajustado de manga larga del mismo color con una cadena dorada que descansaba sobre la piel morena que dejaba ver el escote cuadrado.

De modo que tenía un aspecto magnífico e iba arreglada —de haberse presentado con vaqueros salpicados de pintura y una camiseta sin planchar, habría deducido que no llegaríamos a ningún lado— y, sin embargo, de pronto, por primera vez en las numerosas ocasiones en las que habíamos quedado para comer, se había convertido en la señorita Chica Capitalista de Grupo de Presión.

Hasta entonces todas nuestras citas para almorzar y cenar, que en realidad no eran citas, habían consistido en comida, bebida y flirteo. Maldita sea, ¡habían sido muy divertidas! Desde luego no habían incluido discusiones sobre cooperaciones públicas de desarrollo con el sector privado. Es decir, yo sabía que la empresa para la que Amy trabajaba estaba involucrada en promover esa clase de sandeces, pero, por Dios, nunca me las había soltado a mí. Yo le había hecho un comentario de pasada sobre Railtrack, la empresa que ahora gestionaba los ferrocarriles, y las futuras atracciones de Postrack a cargo del correo y Tubetracak del metro, y la mujer se me había lanzado al cuello a muerte.

—¿Sabes lo que me cabrea de verdad? —dije dejando el tenedor.

Casi no había tocado el plato principal. El chef de aquel sitio parecía obsesionado con el peso y por lo visto había elegido los ingredientes y métodos de cocción para asegurar la estabilidad y altura máximas de las torres de material que creaban en la cocina, cuya comestibilidad y sabor ocupaban los puestos inferiores en la lista de prioridades. Probablemente en algún lugar entre la cuadrícula de rosti pasado y la capa de mostaza con pinta de cola que servía de pegamento rápido.

—No, no sé qué es lo que te cabrea de verdad, Ken —dijo Amy, llevándose un tenedor de cordero con higos a los labios—. Pero tengo la desagradable impresión de que te mueres por contármelo.

Morirme. Mierda, ni siquiera le había contado todavía el asunto «Raine», mi involuntario viaje al East End, la amenaza telefónica y los neumáticos rajados del Landy. Se lo había contado a Craig, Ed y Jo, y les había hecho prometer que mantendrían el secreto, pero en el caso de Amy me lo reservaba para esa noche, más adelante. Ahora empezaba a pensar que carecía de sentido.

—Sí —dije—. Lo que quiero saber es por qué vamos a poner la codicia por encima de la vocación de servicio. ¿Qué tiene de malo querer ayudar a la gente? ¿No es eso lo que los políticos dicen que quieren hacer? Dicen que lo único que quieren es servir a la sociedad; para empezar nos lo dicen nada más hacerse políticos; entonces, ¿por qué no se alistan con las enfermeras y los profesores y los bomberos y los policías y todas las otras personas que de verdad sirven a la comunidad?

—Están del lado de la policía, Kenneth.

—Ah, sí, eso sí. Pero ¿qué pasa con los otros? ¿Es que nos mienten cuando afirman que quieren servir y lo único que quieren es poder o es que todavía no se les ha ocurrido relacionar las cosas?

Amy también se recostó, respirando hondo y flexionando los hombros. Intenté no perder de vista sus ojos y apreciar sus pechos únicamente mediante visión periférica, pero era casi como insultarlos. Por otro lado, quizá debiera sacarle el máximo partido al paisaje porque no parecía que fuese a ver más de lo que tenía delante. Amy movió la cabeza y dijo:

—Eres de lo más inocente, Ken.

—¿Ah, sí?

—Sí. Pareces muy bien informado y listo, pero en realidad te limitas a arañar la superficie de las cosas, ¿verdad?

—Si tú lo dices, Amy…

Se quedó mirándome un momento. Tenía los ojos azul verdoso y el iris con ese aspecto excesivamente definido que a veces provocan las lentillas. Amy seguía respirando de forma bastante exagerada y dejé vagar la vista hasta sus pechos con cierto placer preñado de remordimientos.

—No eres más que el monito de feria de sir Jamie pero te crees una especie de radical. Te crees que eres la hostia, ¿no, Ken?

Lo pensé.

—Cuando tengo un buen día —admití—. Un par seguidos.

—Supongo que te consideras la conciencia de Mouth Corporation o algo así.

—Ah, no. El bufón, tal vez; una molestia, una condición, algo así.

Amy se inclinó hacia delante.

—Pues piensa una cosa, Ken —dijo. Yo también me adelanté, ansioso por que me dieran algo en lo que pensar—. Gracias a ti, sir Jamie sale impune de más cosas. Al contratarte y permitirte emitir tus pequeñas diatribas y criticar algunos detalles del imperio Mouth Corporation y de la gente y las organizaciones con las que se hace la cama, sir Jamie consigue dar la impresión de que es imparcial y capaz de aceptar las críticas. Lo que pasa en realidad es que a la mierda de las empresas, y Mouth Corporation tiene como el que más, se les da mucha menos publicidad de la que merecen gracias a ti. —Se echó hacia atrás. Yo también. Pero Amy no había terminado—. Le cuestas a la emisora algún que otro anunciante y la compañía pierde algún contrato de vez en cuando, pero sir Jamie tiene una buena inversión contigo, Ken, no te equivoques. Tú también formas parte del sistema. Ayudas a que funcione. Todos lo hacemos. Es solo que algunos de nosotros lo sabemos y otros no.

Se limpió la comisura de los labios con la servilleta.

La miré un momento. Le brillaban los ojos. Sonreía. Pensé en Ceel y me pregunté de pronto qué coño estaba haciendo allí.

—Bueno —dije—. ¿Vamos a follar o no?

Amy se rió y volvió a echarse hacia delante, una buena señal. Esta vez habló en voz más baja.

—¿Tienes drogas, Ken? ¿Algún éxtasis? ¿Coca?

Se me ocurrió mentir y decirle que no. ¿Pueden creérselo?

—No llevo nada encima.

—Pilla algo.

—Vale.


Y lo hicimos, pero no fue muy bien. Ni las drogas ni el sexo.

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