5. DECLARACIÓN DE INTENCIONES

—Sí, solo quisiera decir si no te parece que todos esos euroescépticos deberían llamarse eurófobos.

Phil y yo pusimos los ojos en blanco. Me incliné muy cerca del micrófono. Este gesto produce el efecto, bastante universal, de hacer que la gente baje la voz, y yo no era ninguna excepción. Debía sonar como si estuviera hablando solo para el oyente.

—Verás, Steve, hablamos de todo eso hace dos años, en el programa nocturno, y, si lo recuerdas, organizamos una especie de Grandes Éxitos del Programa Nocturno durante la primera semana de emisión diurna en la que esa cuestión se tocó, hum, algunas veces. Imagino que te acabas de incorporar a la audiencia, Steve.

—Oh. Perdón. Sí. —Steve se bloqueó—. Es genial —atinó a decir—. Seguid así.

—Ése es mi lema, Steve —dije con una sonrisa y recostándome de nuevo—. Gracias por llamar.

Di paso a la siguiente llamada, que según la pantalla correspondía a un tal señor Willis, de Barnet. Tema: Europa y la lepra (Kayla podría ser la definición misma de ayudante, pero su mecanografía debía más al enfoque propio del bombardeo por saturación que cualquier otro concepto de selección de objetivo de precisión).

Señor Willis. Sin nombre de pila. Eso ya te decía mucho, incluso antes de saludar al tipo.

—Señor Willis —dije resueltamente—. Soy el señor Nott. ¿Qué quiere decir?

—Sí, simplemente me preguntaba cómo un individuo aparentemente inteligente como usted tiene tanta prisa por deshacerse de la libra y unirse a una moneda que no ha dejado de caer desde que entró en circulación.

—No tengo ninguna prisa, señor Willis. Como la mayoría de los británicos pienso que ocurrirá antes o después, de modo que la cuestión se reduce a dilucidar qué es mejor, cuándo es mejor, pero no afirmo conocer la respuesta. Lo que digo es que todo es economía y política y que no deberían mezclarse cuestiones sentimentales, porque la libra esterlina solo es dinero, como cualquier otra divisa. Si los alemanes pueden renunciar al marco, está claro que nosotros podemos dejar de emplear trocitos de papel con una estampa de la cabeza de la reina.

—Pero ¿por qué deberíamos hacerlo, señor Nott? Ocurre que muchos de nosotros creemos que la libra es importante. Queremos la libra esterlina.

—Mire usted, señor Willis, la libra la perdió usted… fuese lo que fuese, hace treinta años. Voy a recordarle algo; la libra, la libra de verdad, constaba de doscientos cuarenta peniques; un tercio de libra eran…

—Sí, pero…

—… Teníamos monedas de tres peniques, de seis peniques, chelines, florines, medias coronas, medios peniques, billetes de diez chelines…

—Ya lo sé…

—Y si eras elegante, guineas. Todo eso desapareció en los años sesenta y fue el final de la libra esterlina. Lo que tenemos ahora es, básicamente, un dólar británico, de modo que ¿a qué viene tanto refunfuñar?

—Querer conservar una parte importante de nuestra cultura británica con orgullo no es refunfuñar. Soy miembro de una organización…

Miré a Paul al otro lado de la mesa y abrí las manos. Él simuló cortarse la yugular. Asentí.

—Señor Willis —dije, bajando su voz—, voy a darle una pista muy útil; ataque el euro en base al tipo de interés. Un tipo de interés único para todo el Reino Unido apenas tiene sentido, no digamos ya para los veinticinco miembros que formarán la Unión Europea, a menos que quiera imponer niveles absurdos de movilidad laboral y un fondo de compensaciones regionales centralizado mucho mayor.

—Mire, no luchamos y ganamos la Segunda Guerra Mundial para…

—Ha sido muy interesante charlar con usted, señor Willis. Adiós. —Miré a Phil al tiempo que cortaba al señor Willis—. ¿Se nos cuelan las cartas al director del Daily Mail o qué?

—A mí me parece alentador que lleguemos a una gran variedad de oyentes de diversas edades, opiniones y procedencias culturales y étnicas, Ken —dijo Phil acercándose al micrófono.

—Phil Ashby, oyentes. La voz de la razón. Cantando en armonía con el himno Declaración de Intenciones de la Empresa.

—Ése debo de ser yo. Hola —saludó Phil pegado al micro—. ¿Quién es nuestra siguiente llamada?

—Otro Steve, de Streatham. —Según la pantalla, quería hablar sobre Ezcocia, Europ. y la Unión.

—Hola, Steve de Streatham.

—¿Qué tal, Ken? ¡Pasa, tío! —gritó una voz grave.

Miré a Phil y bizqueé.

—Steve, creo que estás maltratando al micrófono del móvil. Estoy seguro de que si lo devuelves pronto a su dueño no presentará cargos.

—¿Qué? ¡Ah! Ja, ja, ja. No, tío, es mío.

—Bueno, bravo por ti. Y ¿por las mientes se te pasa…?

—¿Qué?

—¿Qué quieres decir, Steve?

—Ah, sí, ¡no quiero ser europeo!

—¿No? Bueno. Entonces, ¿a qué continente deberíamos enganchar las islas Británicas?

—No, ya sabes a qué me refiero.

—Eso creo. Bueno, pues vota en contra cuando tengas ocasión.

—Ya, pero de todos modos ocurrirá, ¿verdad?

—Eso me temo. Se llama democracia. —Apreté el botón de efectos especiales para risas falsas.

—Ya, pero la cosa es que la culpa es vuestra, tío, de los escoceses.

—Ajá. ¿Por alguna razón en particular, Steve, o es algún prejuicio anticaledonios generalizado?

—Sí, bueno, el gobierno es todo escocés, ¿no? El Partido Laborista. Son todos escoceses, ¿no?

—Un gran porcentaje de los altos cargos sí, Steve. Nuestro queridísimo líder en persona, nuestro prudente canciller es escocés…

—Peor aún, es del Fife —interrumpió Phil.

—No, Phil, lo siento —dije.

—¿Qué? —preguntó Phil.

—Sí —convino Steve—, eso es lo que…

—Un momento, Steve. Estaré contigo en un par de segundos, pero necesito aclarar una cosa con Phil, el productor. ¿De acuerdo?

—Ah —dijo Steve—. Claro.

—¿Qué? —repitió Phil inocentemente, parpadeando tras la gafas.

—Perdona, Phil, colega —le dije—. Pero no puedes hacer eso.

—No puedo hacer ¿el qué?

—Sacar a relucir divisiones y riñas insignificantes entre las diferentes zonas de Escocia. Nuestros prejuicios internos y fanatismos de microgestión son asunto nuestro. Nosotros podemos regodearnos en estas cosas, pero tú no. Es como los negros, que entre ellos se llaman hermanos, pero nosotros, los blancos, no podemos llamarlos así a ellos. Y, además, debo añadir que me parece muy bien.

Phil asintió.

—Las cosas no significan lo que dice el que las pronuncia, sino lo que entiende el que las escucha.

Presioné la tecla de efectos especiales para que sonara un largo minuto de «coro de aleluyas» por lo bajo y, alzando la voz, dije:

—Una de nuestras formulaciones más elegantes de lo que debería ser uno de los artículos de nuestra declaración de intenciones si no fuera porque escupimos sobre esas aberraciones idiotas desde muy alto y aplastamos sus caras lloricas con los tacos plagados de inmundicia de nuestras botas escocesas.

—Estoy contigo —dijo Phil—. Si no le das justicia a la gente, se vengará.

—Y nunca subestimes la codicia de los ricos.

—No olvides tampoco la habilidad de la gente para extraer la lección equivocada de un desastre.

—¿La barrera antimisiles?

—En resumidas cuentas —dijo Phil, despacio—, que no puedo decir sobre los escoceses las mismas cosas que tú no paras de repetir.

—¡Por supuesto que no! Tú eres inglés. Algunos de nosotros, escoceses listos, todavía os culpamos por la enemistad entre Edimburgo y Glasgow. Los buenos ciudadanos de ambas urbes, igualmente valiosas, se querían con toda el alma hasta que aparecisteis vosotros. Y, francamente, esa idea totalmente absurda según la cual de no haber sido porque nos unió el odio hacia los ingleses todavía seríamos un puñado de tribus de las montañas con el culo al aire casándose entre hermanos y asesinándose unas a otras en cuevas no se tiene en pie por ningún lado, no señor. Lo único que hicisteis fue dividirnos y conquistarnos. Así que, como acabo de decirte, será mejor que no empieces, ¿vale?

—Está muy bien eso de que nos tengáis a nosotros para echarnos la culpa.

—Y que lo digas —convine con entusiasmo—. No esperes ni por un nanosegundo el menor destello de gratitud.

—Ya te digo —contestó Phil sonriendo—. Como suele decir la juventud de hoy.

—Sí, uno de estos días sacarás una copia de Fuera de onda del videoclub, Phil. —Phil rió en silencio y yo volví con Steve—. Steve. Sí. ¿Todos esos escoceses de Westminster? Entiendo lo que dices, pero no te olvides de una cosa: si los escoceses te parecen basura y ellos son los que han tenido que ganarse el ascenso a la cima de toda esa gente particularmente asquerosa, ¿qué se deduce entonces de los políticos ingleses?

—Creo que es una conspiración, tío.

—¡Brillante! Phil, un formulario para conspiraciones. —Cogí el papel con el guión de la mesa y lo estrujé cerca del micrófono—. Gracias. ¿Steve? Listo, dispara.

—Porque, vamos a ver, vosotros queréis meternos en Europa, ¿no?

—¿Sí? —Miré a Phil con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Sí! ¡Claro que queremos! Tienes razón, Steve, creo que has descubierto algo. Probablemente un programa de rehabilitación. Pero, oye, tiene sentido. Hay una conspiración escocesa para vengarnos por trescientos años de opresión a la que, en secreto, sentimos que nunca nos resistimos lo bastante.

—Creo que tenéis celos.

—Pues claro que sí. Cuando hemos intentado invadiros, nunca ha funcionado. Lo mismo cabe decir de vosotros, aunque obviamente tenemos la impresión de que siempre se os ha dado mucho mejor lo de matar que a nosotros. Luego nos descubristeis el punto flanco y sencillamente nos comprasteis. Muy listos. Salvo que nunca os hemos perdonado que fuerais más listos que nosotros; en esta relación se supone que los astutos somos los escoceses.

—Ya, porque vosotros sí que queréis entrar en Europa, ¿a que sí?

—Naturalmente. Los escoceses seríamos grandes europeos. Cuando oímos a los ingleses quejarse de que no quieren que les manden desde una lejana capital donde hablan otro idioma y que les impondrá otra moneda pensamos: Un momento, nosotros llevamos tres siglos aguantándolo. Ya hemos pasado por eso, nos hemos aclimatado y hemos aprendido. Londres, Bruselas… ¿con cuál quedarse? Mejor ser insignificantes e ignorados por un superpoder en potencia que por un páramo imperial donde lo único que llega puntual son las primas de bonificación empresarial.

—Ya, bueno.

—Has hecho un gran trabajo, Steve. Una contribución estupenda. Me rompe el corazón que no paguemos nada.

—No pasa nada.

—Claro, Steve, que todo esto significa que, una vez descubierta la conspiración, la gente que en realidad gobierna el país va a ir a por ti. A partir de ahora, vivirás en una huida constante, tío. Lo siento. Y yo tendría que ir tirando, la verdad, porque esta gente no se duerme en los laureles. Alguna vez le han echado el guante a alguien cuando todavía estaba al teléfono denunciando una nueva amenaza a lo poco que queda de nuestra supuesta sociedad libre. No bromeo, tío, cuando todavía estaba al… —Anulé la línea de Steve—. ¿Steve? ¿Hola? ¿Steve? ¿Steve? ¡Steve! ¿Estás…? ¡Dios mío, Phil! —susurré con voz ahogada—. Han pillado al pobrecillo. Dios, sí que son rápidos.

—Muy rápidos —convino Phil.

—Es probable que mientras seguimos charlando lo hayan atado ya con una tela a cuadros de los pies a la cabeza y lo hayan cargado en una furgoneta Irn Bru sin matrícula.

—Ajá —dijo Phil con su atroz acento escocés—. Antes de que acabe el día estará languideciendo en una reunión de gaitas en la isla de Ocktermuckty, Ken.

—Ah, Phil —suspiré feliz—, cuando te escucho hablar me siento de nuevo en casa.

—Magnífico. Bueno, ¿nuestra siguiente llamada?

—Bien. Phil, es evidente que hemos quedado relegados a la onda escocesa, tal como tu aterradoramente fiel imitación de Sean Pertwee demuestra sin lugar a dudas. Veamos… —Ojeé la pantalla de llamadas entrantes, avanzando hasta la página de las llamadas nuevas—. Ah, Angus. He aquí un bonito nombre de las Tierras Altas. —Abrí la línea—. Angus. ¿Eres escocés? Dime que sí.

—Claro, tío. Soy escocés. Hola. ¿Qué tal?

—Estupendamente. ¿Y tú?

—De coña.

—Y ¿qué coña has estado pensando últimamente?

—Sí, esto… estaba escuchando lo que decíais de los ingleses y nosotros y, ah, me ha parecido una gilipollez.

Bip. «Gilipollez» era una palabra censurable; esta vez Phil se encargó de taparla, aunque todos teníamos el botón correspondiente. Las palabras censurables eran: «coño», «joder» (y sus variantes), «gilipollas» (y sus variantes), «mierda» (pero no «basura»), «hijo de puta», «capullo» (según el contexto) y «polla» (también según el contexto). Podíamos censurarlas porque el programa se emitía con un retraso de tres segundos. Esto significaba, al menos en teoría, que Phil podía censurarme si decía algo calumnioso o que pudiese desacreditar o mandar a los tribunales a Capital Live!

—Te has explicado con contundencia, Angus —dije.

—Eh, lo siento, tío.

Miré al otro lado de la mesa.

—¿Recuento de bips del día, Phil?

—Ha sido el primero.

—Eso me parecía. Setenta minutos en antena. Caramba. Nos salimos de la media. En fin, Angus, ¿querías decir algo más? La verdad es que nos hemos ganado una reputación nacional de tener un discurso intelectual convincente que deberíamos tratar de mantener, Angy, y, francamente, no estás dando la talla.

—Ya, pero es que si los ingleses no quieren formar parte de Europa, pues vale. Pero ¿por qué no podemos hacerlo nosotros? Ellos que elijan su camino, que nosotros seguiremos el nuestro. No los necesitamos. Es que a veces dan vergüenza ajena, tío.

Me dio la risa. Phil se ofendió.

—¿Eso lo dice la nación que nos dio los estupendos programas infantiles de los Krankies? —preguntó alzando la voz, indignado—. ¿Y las barritas Mars fritas? ¿Os avergonzáis de nosotros?

Yo seguía riéndome.

—Sí, bueno, Angus —dije—. Sé a lo que te refieres, pero por otro lado siempre lo hemos querido todo, ¿no? Me refiero a los escoceses. Cuando todo el mundo estaba de acuerdo en que todavía podía uno enorgullecerse del Imperio, nosotros no parábamos de insistir en que no se olvidaran de quién lo había construido por ellos: nosotros fuimos vuestros mejores soldados, ingenieros y demás, y os construimos los barcos y extrajimos el carbón para alimentarlos. Sí, cuando los ingleses llevaron la civilización a los morenitos, tal vez fuera un general inglés y sus hombres de petimetre a caballo los que gritaran a la carga y azuzaran a las masas desde lo alto de una colina, pero fueron los brutotes con faldas y gaitas los que en realidad cargaron y se ocuparon del trabajo de bayoneta. Ah, y ¿hemos mencionado ya que fuimos nosotros los que inventamos la máquina de vapor y la tele?

»¿Sí? Pero luego, en cuanto imperialismo se convirtió en una palabra malsonante empezamos con el cuento de: «Hermano negro, nos solidarizamos contigo. Por cierto, sabemos exactamente por lo que habéis pasado; esos cabrones ingleses invadieron nuestro país primero, llevamos trescientos años bajo el yugo imperialista. Totalmente explotados. Y, a propósito, además nos robaron la máquina de vapor y la tele.

El móvil de Angus había empezado a chisporrotear a mitad de mi discurso, se cortó y volvió a dar tono de comunicando.

—Angus ha abandonado las ondas —anunció Phil.

—Eso parece —dije, mirando el reloj del estudio y tachando otro segmento del guión con un lápiz—. Bien, se acabó la sección Looney Tunes, en la que vosotros, valientes todos, llamáis para que os insulte un profesional. Ahora tenemos unas informaciones de vital importancia sobre un asunto que no sabíais que querías escuchar y luego, inmediatamente después y ya que hablamos de insultar a la gente, Shaggy. ¡Adelante, Shaggy! No te cortes…


—¿Qué narices estás haciendo?

—He cambiado de idea. Quiero una ginebra con zumo.

—¿Y para eso telefoneas a Craig?

—Ajá.

—Si debe de estar a menos de ocho metros —protesté señalando hacia la barra—. Hasta le veo la coronilla.

Estábamos sentados en unas sillas de aluminio en la terraza de un bar de la Frith Street. Creo que era agosto. Era sábado por la noche, una de esas cálidas noches de verano en el Soho cuando da la impresión de que el barrio entero es interior, como una inmensa sala tipo madriguera; cuando la gente abarrota las calles entre los edificios bajos y lo convierte todo en un espacio único y los coches avanzan despacio, muy despacio, por las estrechas callejuelas, más lentos que los peatones, y parecen tan grandes como en los aparadores; son cosas enormes, torpes, montones de metal caliente atrapados por la prensa de blandos cuerpos semidesnudos. La música salía por las puertas y ventanas abiertas del bar, se filtraba desde una discoteca situada unos pasos más allá y emergía también de los coches que se arrastraban por la calle, amortiguada si las ventanillas iban subidas o más estridente si las llevaban bajadas. Olía a tabaco, cansancio, perfume, curry, kebab, cerveza, sudor y asfalto. Además, de vez en cuando llegaba el leve olorcillo, casi subliminal, de las alcantarillas, de los desagües, como si algo tóxico y en descomposición se filtrara desde el subsuelo.

Ed se giró un poco en su silla, echando un vistazo por encima del hombro al bar ruidoso y atestado donde, por lo visto, Craig había conseguido por fin alcanzar la barra.

—Sí, puede —dijo tecleando en el teléfono—. Pero intenta llegar hasta él o llamar su atención.

Tal vez a Ed no le faltara razón. También se me ocurrió que un cubito de hielo lanzado con puntería podría ayudar, pero miré mi botellín de Budvar y la Beck’s de Ed y cambié de opinión. Incluso con una buena provisión de cubitos (que no teníamos) y mis fabulosas habilidades como lanzador (que muy probablemente se habrían visto comprometidas por las tres o cuatro horas que llevaba bebiendo), cabía pensar que semejante actuación condujera al error, el malentendido y el fracaso. Incluso era posible que acabara en una trifulca.

—¿Craig? Sí. Ji, ji, ji. La mejor manera, tío. No, ginebra con zumo. Eso, de naranja. Sí, gracias, tío.

—¡Que sea doble! —chillé al teléfono. Los que pasaban por mi lado me miraron.

—Sí, es él —explicó Ed al móvil—. Hasta ahora.

—Eres de lo más decadente —le dije.

—Ya ves.

—No es nada personal.

Ed no debería haber estado. Había ido a un concierto en Luton que se canceló justo antes de empezar por culpa de unas amenazas de bomba. Como no tenía nada más que hacer, se vino con Craig y conmigo. Las salidas con Craig solían acabar en una discoteca pero sin saber cómo habíamos terminado siguiendo una ruta de Alcoholismo Duro. A esas alturas quedaba prácticamente descartado el bailoteo químico a la caza de bellas señoritas. Desde luego, podíamos cambiar de opinión, pero en tal caso era casi seguro que la noche acabaría en una lamentable humillación.

—¿Por qué iba alguien a poner una bomba en una discoteca? —le pregunté a Ed—. Ni siquiera amenazarla.

—Guerra de territorio, tío. Para montar esas cosas, encargarse de la seguridad, vender las pastis; se mueve pasta gansa. —Ed se acabó la Beck’s—. Claro que normalmente la cosa marcha sin problemas en interés de todos para que siga entrando el dinero, pero de vez en cuando hay algún desacuerdo y ninguna de las partes da el brazo a torcer y algún capullo necesita dejar claro lo que piensa. Como esta noche. —Me miró diciendo que sí con la cabeza—. El tipo de chanchullo en el que andaría metido el tal Merrial.

—¿De veras?

—Es posible. —Ed se encogió de hombros—. Ni lo sé ni lo quiero saber. Es una putada cuando esos cabrones no dan pie con bola. Dejan a un pobre y honesto DJ en la ruina.

—Tranquilo, ya te organizo una colecta.

—Que te den.


No tengo ni idea de dónde ocurrió lo siguiente.

—Oye.

—¿Qué?

—¿Tú entiendes todo lo que dice ese colega tuyo?

—¿Quién? ¿Craig?

—A ver quién, si no, idiota.

—Pues claro.

—Pues tiene su acento, ¿eh? ¿No te parece?

—¿De qué coño hablas?

—O sea, me las apaño por los pelos con tu jerga de las Highlands, pero con él necesitaría un intérprete.

—¿Se supone que haces gracia?

—Que no, que lo digo en serio. Ji, ji, ji. —No sabes lo que dices. Craig ya no tiene acento escocés. Bueno, casi ninguno; cuando vuelve a Glasgow le toman por londinense.

—Venga ya.

—¿Y qué coño es eso de que tengo acento, capullo?

—¿Qué? ¿No creerás que hablas un inglés de la BBC, verdad?

—¡Mejor aún! —bramé. Creo que la gente se giró otra vez—. ¡Yo no tengo acento!

—¡Ja! ¡Vamos, que si tienes acento! ¡Te lo digo yo!

—Ni una mi’aja —dije con intención irónica.

—Ji, ji, ji. Como quieras. ¿De dónde soy yo?

—Británico.

Ed puso los ojos en blanco.

—Vale, ¿de qué parte de Gran Bretaña?

—Brixton.

—Te estás haciendo el tonto a propósito, tío.

—¡Vale! ¡Ing-glés!

—¿Lo ves? No, señor, yo soy inglés.

—¿Inglés? ¿Qué quieres decir? Hay una g, ¿no?

—Exacto, pero solo una, tú pronuncias «ing-glés».

—Siento disentir.

—Di «film».

—Filn.

—¡No! Va, dilo como lo dices siempre.

—Siempre lo digo así.

—¡Una mierda! ¡Dices filmm! Siempre.

—No. Film. ¿Ves?

—¿Ves?

—¿Si veo el qué?

—Acabas de decir «filmm».

—¡Que no!

—No, qué va. Mira, aquí está tu colega; a ver cómo lo dice él. Oye, Craig; di «film», tío.

Craig se sentó, dejó las bebidas en la mesa y, con una sonrisita, dijo:

—Película.

Nos partimos de risa.


—No, es como darse cuenta de que están los poderosos y los indefensos, los fuertes y los débiles, los ricos y los pobres, los ganadores y los perdedores, y ¿con qué grupo te identificas? Si es con los ganadores, entonces en esencia lo que estás diciendo es: «Bien, a los pobres, a los necesitados, a los oprimidos o los que sean, que los jodan; yo miro solo por mí; quiero ser uno de los ganadores y me da igual a quién perjudique o lo que haga para conseguirlo y mantenerme en esa posición». Si te identificas con los perdedores…

—Eres un perdedor —dijo Ed.

—No, no, no; no lo eres.

—De todos modos, tú tienes dinero.

—No estoy diciendo que tener dinero sea inmoral en absoluto. Aunque no estoy seguro de que poseer acciones…

—¡Escucha lo que dices, tío! ¿Qué tiene de malo tener acciones?

—La prioridad legal que automáticamente adquieres ante los trabajadores y los consumidores, ¡eso! —contesté. Para entonces, hasta yo mismo era consciente de mi pedantería.

—Sí, ya. Te apuesto a que de todos modos tienes acciones, tío, aunque no lo sepas.

—¡No tengo ninguna! —protesté.

—¿No? —preguntó Ed—. ¿Tienes un plan de pensiones?

—¡No! —exclamé triunfante.

Ed pareció sorprendido.

—¿Qué? ¿No tienes un plan de pensiones?

—No. Me borré del de la empresa y nunca he contratado otro.

—Estás loco.

—¡Que no! Tengo principios, cabrón.

—Para un hombre como Ken, las pretensiones de superioridad moral bien valen algún que otro porcentaje —le explicó Craig a Ed. A mí me pareció que en mi defensa.

—Sigo pensando que debes de tener acciones por algún lado. Entonces, ¿dónde inviertes la pasta?

—En una sociedad de crédito hipotecario. De ámbito nacional, es el último gran fondo de inversión inmobiliaria. Todo mi dinero se destina a ofrecer préstamos para que la gente se compre una casa, no al resto del mercado de capital, y desde luego no va a parar a los bolsillos de ningún director gordo y cabrón.

—Ya —bufó Ed—. ¿Y qué sacas? ¿Un cuatro por ciento?

—Una conciencia limpia. —Huy, otra vez bordeando el precipicio de la pomposidad—. En fin, lo que digo es que se puede ser ambicioso y ganar dinero y querer que a tus amigos y a tu familia les vaya bien y mantener al mismo tiempo, mantener… ¿Qué estoy intentando decir, Craig?

—«Estoy borracho» —se rió Ed—. Alto y claro.

—Creo —intervino Craig— que tratas de explicar lo que determina que seas de izquierdas o de derechas. O liberal o no. Algo por el estilo. —Agitó un brazo—. No lo sé.

Craig estaba sentado con aire desgarbado, sobresaliendo de la silla, con las extremidades muy poco dispuestas a actuar y la luz reflejándose en su cabeza afeitada. Nos habíamos trasladado al Soho House después de que cerraran el bar. Quizá pasáramos por algún lugar intermedio (véase más arriba). En fin; todos habíamos lamentado mucho dejar el bar por la gran cantidad de mujeres escandalosamente guapas que pasaban por la calle sin parar, además habíamos observado que su belleza iba considerablemente en aumento a medida que avanzaba la noche.

De todos modos, ahora estábamos en el House, lleno y sofocante, y aunque me parase a pensarlo no lograba recordar en qué planta nos encontrábamos ni en qué sala ni dónde quedaba el lavabo. Al menos nos las habíamos apañado para conseguir mesa, pero estar sentado en medio de tantos cuerpos de pie te situaba demasiado bajo para orientarte y distinguir algún tipo de monumento natural como antes. No tenía idea de cómo habíamos llegado al tema de las ideologías personales pero había dejado de intentar averiguarlo, probablemente lo había sacado yo.

—Algo así —dije sintiendo que coincidía en una cuestión importante pero sin ser capaz de recordar exactamente cuál—. Es una puta declaración de intenciones. Y además tiene sentido. Se trata de con quién están tus simpatías; contigo o con tus iguales. Mujeres. Seres humanos. Todo se resume en eso.

—¿Qué?

—Eso, lo que voy a explicar, ahora, aquí mismo.

—¿Y bien?

—Adelante.

—Se trata de lo siguiente: si ves a alguien que lo está pasando realmente mal ¿vas y piensas «Jódete, pringado»? O si ves a alguien que las está pasando canutas ¿piensas «Oh, qué pena» o «Qué vergüenza» o «Pobrecillo» y te preguntas cómo puedes ayudarle? Es una opción. Es cuestión de opciones. Tienes que elegir. Depende de lo asqueroso o lo majo que seas.

—Guau, tú debes de ser muy majo —dijo Craig—. Porque te has saltado la opción peor que «Jódete, pringado».

—¿Ah, sí? ¿Hay otra peor?

—Sí. «Hum… ¿cómo puedo explotar a este que está en la miseria y utilizar así a una persona vulnerable para mis propios fines?»

—Hostia. —Dejé escapar una exhalación, avergonzado de mi falta de cinismo—. Me había saltado una. —Negué con la cabeza—. El mundo está plagado de hijos de puta.

—Y nunca están a más de tres centímetros de una rata —sentenció Ed. Arqueó las cejas—. Sobre todo por aquí.

—¿Tres centímetros? —pregunté—. Creía que eran diez metros.

—Seis centímetros —apuntó Craig a modo de compromiso.

—Lo que sea.

—Sí —dije—. El Soho. Supongo que por aquí debe ejercerse también la pequeña porción de explotación que le toca al barrio.

Ed resopló en su bebida para llamar la atención.

—Esto es la Ciudad de la Explotación, tío.

—Las chicas son esclavas —dijo Craig asintiendo con aire de sabio.

—¿Quién? ¿Qué chicas?

—Las de vida alegre —explicó Craig.

—Las chicas de las tarjetas de las cabinas —dijo Ed.

—Ah. Sí. Por supuesto.

—Sí, intenta encontrar por aquí una puta que hable inglés.

—Ya —dije—. Sí, ahora son todas de la Europa del Este o así, ¿no?

—Esclavas —repitió Craig—. Les quitan el pasaporte, les dicen que tienen que trabajar para pagar una deuda absurda. Las chicas creen que una vez la hayan devuelto podrán empezar a ganar algo para ellas y enviar dinero a casa pero, claro, eso no ocurre nunca. —Asintió—. Lo he leído en alguna parte. En el Observer, creo.

—Y la poli no hace nada, supongo —dije—. Porque si fuesen a la policía las deportarían o las encerrarían en algún centro de detención o así.

—Por no hablar de lo que le pasaría a la familia que se quedó en su país. —Ed chasqueó los dedos—. Otro asunto en el que anda metido tu señor Merrial, ahora que lo pienso. Él y sus compinches albaneses.

—¿Quién? —preguntó Craig con aire perplejo.

Sufrí un ataque repentino de paranoia aguda y moví la mano como quitándole importancia al tema, al menos con esa intención.

—¡Ay! —dijo Ed atrapando el vaso antes de que llegara al suelo—. De todos modos, está vacío.

—Perdona, perdona —me disculpé—. Hum… ah, sí; demasiado complicado —contesté al todavía perplejo Craig. Me giré hacia Ed—: Ed. Tú, ¿en qué crees?

—Yo creo que es hora de pedirse otra copa, tío.


—No. No lo hice. No dije la mitad de las cosas que debería haber dicho.

—Ajá. Bueno, y ¿qué dijiste?

—Tres cosas. Dos muy simples, incontestables y claras. Una: aun siendo una ciudad harto civilizada y estimable, las autoridades parisinas cometieron una negligencia rayana en lo criminal en ese tramo de carretera con unos inmensos pilares de cemento cuadrados y sin barreras de protección. No podrían haber sido más peligrosos de haberles añadido pinchos de hierro gigantes apuntando al flujo de coches. Dos: se supone que estamos tratando con una mujer adulta, madura, responsable, madre de dos hijos, querida por millones de personas, de modo que podría haber hecho lo primero que cualquier ser humano racional hace al subirse a un coche, en especial si el trayecto se adivina veloz e incluso aunque no te hayas percatado de la borrachera del conductor, y haberse puesto el cinturón de los cojones. Tres, que es la que de verdad me metió en problemas: yo tengo la conciencia tranquila. Pero muchas de las personas que acudieron a ver el cortejo y lanzar flores al coche fúnebre, si culparon a los fotógrafos que perseguían al Mercedes en las motos, y mucha gente lo hizo, eran unos hipócritas porque, siguiendo su propia lógica, habían ayudado a matarla.

—Ajá. Bueno. ¿Cómo?

—Para empezar, ¿por qué se molestaban los fotógrafos en pasar la noche en vela frente a un hotel de lujo parisino? Porque las fotografías que pudiesen obtener tenían valor. ¿Por qué esas fotografías tenían valor? Porque los periódicos pagarían por ellas. ¿Por qué los periódicos pagarían mucho dinero por ellas? Porque esas fotografías vendían diarios y revistas.

»Lo que yo quería decir es que si cualquiera de las personas que culpaban a los fotógrafos, una profesión por la que no siento un gran afecto, te lo aseguro, compró alguna vez periódicos en los que apareciera regularmente la realeza en general o la princesa Diana en particular y, en especial, si alguna vez cambió de diario o compró otro porque contenía o podía contener una fotografía de Diana, entonces también debería culparse a sí misma de la muerte de la princesa puesto que su interés, su adoración, su necesidad de cotilleos sobre famosos, su dinero, fue lo que puso a los fotógrafos delante de la puerta del Ritz esa noche y lo que los mandó a la caza que terminó con el Mercedes negro totalmente empotrado en un trozo subterráneo de hormigón reforzado y tres muertos.

»En cambio, yo soy republicano…

—¿Qué? ¿Como del IRA?

—No, el puto IRA no. Quiero decir que soy republicano en lugar de monárquico. No tengo nada en contra de su majestad y los demás como personas… Bueno, da igual… Pero en cuanto a institución, quiero que derroquen la monarquía. Para empezar nunca compraría una porquería como el Sun o el Mail o el Express, pero incluso si por alguna extraña razón me sintiera tentado de hacerlo alguna vez, el hecho de que llevaran una foto de la princesa Diana en la portada en lugar de animarme a comprarlo, me hubiera echado para atrás. De modo que yo no ayudé a que la mataran. La pregunta que yo planteé a los oyentes fue: «¿Y usted?».

—Bien, ya entiendo.

—¿Sí?

—De modo que te despidieron. Por plomo.

Me encogí de hombros.

—Los periódicos se molestaron. Personalmente opino que lo que pasó es que al Mail y al Express no les gusta que les llamen tabloides.

—Pero descubriste algo más, ¿me equivoco?

—Exacto.

—Venga ya, me tomas el pelo. Eres de lo que no hay.

—¿Ah, sí?

—Sí, yo soy una gran fan tuya. No deberías insultarme. Creía que lo estaba haciendo bien.

—¿Cómo? ¿Creías que lo hacías bien?

—¿No es verdad?

La miré de arriba abajo.

—Eres curiosa.

—¿Tú crees?

—Seguro. ¿Otra copa?

—Vale. No; siéntate. Ya voy yo. Todavía no me has dejado invitarte a nada. Por favor.

—Si insistes, Raine…

—Insisto. ¿Lo mismo?

—Sí.

—No te vayas —me dijo Raine tocándome otra vez el brazo. Lo había hecho a menudo en la última hora más o menos. Me gustaba.

—De acuerdo —contesté.

Raine se deslizó fuera de nuestra mesa e insinuó su ágil cuerpo de la talla treinta y seis entre el gentío, en dirección a la barra. Phil se inclinó sobre la mesa.

—Ya es tuya, tío.

—Sí, podría ser —convine—. ¿Quién lo hafría disho? —Mierda, estaba un poco borracho. Me había bebido el último whisky. Craso error. Me volví hacia Phil—. ¿Puedo beber de tu agua?

—Claro. Ten.

Bebí un poco de la botella de Evian de Phil.

Estábamos en el Clout de Shaftesbury Avenue, un gran complejo lúdico de tercera generación frío y pijo, diseñado para el discotequero maduro y exigente que gustaba también del Home o podía ser visto en VIMAR (siglas de Viejos Más Allá de lo Reconocible, sucesor por edad de la clientela del JOMAR: Jodidos Más Allá de lo Reconocible).

Phil y yo estábamos sentados en una cabina del Retox Bar, en el Nivel Tibio. Si escuchabas con atención apenas distinguías el bum-bum-bum de la pista central de la planta de arriba. De abajo, donde estaban los chill-outs y los sonidos relajantes y tranquilos de la zona ambiente, llegaba algo parecido al silencio. Bueno, quizá también el estallido ocasional de una nueva neurona alejándose de este mundo.

Arriba apenas oías a la persona que tenías al lado aunque te gritara a la oreja. Abajo no te atrevías a superar el mero susurro. Donde estábamos había música pero podía mantenerse una conversación perfectamente. Debía de estar haciéndome viejo, porque prefería esa planta. ¡Y con razón! ¡Allí era donde te encontrabas a pedazos de mujeres como Raine! ¡De puta madre!

Tranquilo, tranquilo, me dije a mí mismo. Intenté respirar hondo.

—Últimamente estoy en racha —le dije a Phil sacudiendo la cabeza.

Jo, Ceel (ah, Ceel, que entraba en otra categoría completamente distinta, que era un mundo en sí misma, pero a la que veía poquísimo)… Perdí la cuenta. Vuelta a empezar: Jo, Ceel… aquella argentina de Brighton, un par más, Tanya (bueno, Tanya no, que me dio plantón), pero era consciente de que con Amy tenía luz verde si quería llevar las cosas más allá del estado «siguiente en mi lista de juego»… y ahora esta tal Raine. Una mujer absolutamente despampanante con acento de Sloane ¡y que parecía ir por mí! Me encantaba Londres. Me encantaba hasta el bocado más pequeño de fama.

—¿Verdad que sí?

—Sí —admitió Phil asintiendo con la cabeza—. No sé qué te ven.

—Yo tampoco. —Bebí un poco más de agua y observé el suelo a mis pies. El suelo del Retox era de madera clara de aspecto escandinavo. Vaciar un whisky directamente encima podría provocar indecorosos ruidos de chapoteo y salpicaduras, como si te hubieses meado encima o así. Ah, ah… Phil había dejado su chaqueta en el suelo cuando Raine se había sentado con nosotros. Perfecto. Enganché la chaqueta con un pie y la acerqué un poco más cuando Phil no miraba.

—Aquí tienes —dijo Raine dejándome el whisky delante. Un whisky doble—. Ten, te he traído más agua, eh, Paul.

—Phil —corrigió Phil.

—Eso. Perdona, Phil. —Raine me sonrió y alzó su copa; parecía un gin-tonic. Alcé la mía—. De un trago —dijo, y así lo hizo.

Yo me llevé el vaso a los labios y fingí que bebía pero sin hacerlo, apretando los labios muy fuerte. Olí la bebida. Me estaba volviendo paranoico, pensaba que Raine observaba cómo bebía. Hice como si tragara, moviendo la nuez de la garganta. Dejé el vaso en la mesa, rodeándolo con los dedos para que no se viera el nivel de alcohol.

—Bueno. Sabe un poco a turba. ¿Es un Islay?

—Ah, ajá —contestó Raine—. Sí, eso.

Raine llevaba unos pantalones de cuero ajustados, una blusa de chifón blanco y rosa de dos capas y gafas de sol con cristales amarillos que le daban aire de Anastacia. De mediados de los años veinte, como su cintura. Tenía unos pómulos magníficos y la mandíbula como la de David Coulthard, aunque más delicada, obviamente. Se le transparentaban los pezones por debajo del chifón (¿volvía a ser moda?). En cualquier caso, le sentaba bien, y sus hombros desnudos me recordaban a Ceel. La melena de Raine era rubia y espesa, y ella estaba constantemente apartándose el pelo de la cara.

—Y dime, Raine —dijo Phil—. ¿alguna vez has practicado la caída libre en La Mancha?

Sonrió con aire estúpido primero a Raine y luego a mí. Me dio la impresión de que, como mínimo, estaba igual de borracho que yo. Habíamos comenzado mano a mano en el pub, habíamos seguido en el Groucho, luego en el Soho House y habíamos acabado aquí, perdiendo compañeros de trabajo por el camino bajo excusas patéticas del tipo comida, cita previa, medias naranjas, hijos, ese tipo de cosas. Tenía la vaga impresión de que habíamos mantenido una buena charla sobre el programa en algún momento y que se nos habían ocurrido ideas nuevas y material contra el que yo podría despotricar, pero ahora no recordaba los detalles. Afortunadamente Phil solía acordarse y normalmente tomaba notas con su letra pequeñita en el Diario Práctico que llevaba siempre encima.

Era viernes, de modo que al día siguiente no teníamos programa; se nos permitía salir a jugar un rato, maldita sea. Jo estaba fuera el fin de semana, acompañando a los Addicta a Estocolmo y Helsinki. Además hacía tres semanas que no veía a Celia y había abrigado la esperanza de encontrarme un paquete de mensajería esperándome al acabar el programa y una llamada de Desconocido al móvil; de hecho, me había pasado el programa, el día entero desde que me había despertado, incluso la semana, puestos a ser sinceros, esperando con ilusión firmar en el acuse de recibo del motorista: recibido en perfecto estado, firme aquí, sello, hora de recepción… Pero no había llegado nada, solo la sensación de vacío.

Decidí que era el momento de beber con alegría.

—¿Perdón? —preguntó la chica.

Phil agitó una mano con gesto atontado.

—Nada. Olvídame.

—Ajá.

Raine miró con bastante mala cara a mi productor. Menuda impertinente, pensé. Ese hombre era uno de mis mejores amigos y un productor excelente. ¿Quién se pensaba esa que era, mirándole con cara de mandarlo a paseo? ¿Cómo se atrevía? Ese hombre merecía un respeto, por amor de Dios. Mientras Raine estaba distraída, aproveché la oportunidad para verter la mitad del whisky sobre la chaqueta de Phil, luego me llevé el vaso a la boca y fingí otra vez que bebía, justo antes de que Raine volviera a centrar en mí su atención y la sonrisa reapareciera en su cara. Brindamos de nuevo. Me pareció oler los efluvios del whisky evaporándose desde la oscura superficie de la chaqueta Paul Smith de Phil, vieja pero que aún mantenía el estilo. Removí el whisky. Raine me miraba.

—¿Intentas emborracharme? —le pregunté en una especie de alocado intercambio de papeles.

Bajó levemente los párpados y se acercó a mí hasta que su calor traspasó mi camisa.

—Intento llevarte a casa conmigo —murmuró.

—¡Ja! —me reí. Me di una palmada en el muslo—. ¡Irás al baile, Cenicienta!

Phil se desternillaba de la risa al otro lado de la mesa. Raine lo fulminó con la mirada. Cogí la barbilla de la chica y acerqué su boca a la mía, pero me cogió del antebrazo y me bajó la mano con delicadeza.

—Acábate la bebida y nos vamos, ¿vale?

Yo ya me había encargado de casi todo el whisky y podría haber bebido el resto sin notar ninguna diferencia, pero para entonces se había convertido ya en algo entre un juego y una cuestión de honor eso de deshacerme de toda la copa sin que una sola gota traspasara mis labios, de modo que miré por encima de la brillante melena rubia de Raine y dije:

—Vale… Mierda, ¿esos no son Madonna y Guy Ritchie?

Miró. Tiré el resto del whisky en la chaqueta de Phil y me levanté, alejando el vaso de mi boca en el instante en que Raine se giró de nuevo.

—Supongo que no —dije.

Me sentía bien. La perspectiva de disfrutar del sexo con alguien nuevo, sobre todo con alguien de tan buen ver como Raine, bastaba para despejarme. Con todo, me tambaleé un poco al salir del reservado.

—Me tengo que ir, Phil.

—Bueno. Que te diviertas —contestó.

—Ésa es la intención. Cuídate.

—Y tú toma precauciones. —Soltó una risilla.

—Hasta el lunes.

—Tengo que ir al baño —dijo Raine mientras nos abríamos paso entre la gente.

—Te espero en el guardarropía.

Dediqué un par de minutos a cotorrear con la chica del guardarropía de la planta baja. A diferencia de Phil, yo solía dejar la chaqueta a buen recaudo, claro que, por otra parte, tampoco la utilizaba como bolso.

—¿Listo? —preguntó Raine entregándole el resguardo a la chica.

—Sí.

Raine me dejó que la ayudara a ponerse el abrigo. Era un chaquetón afgano, detalle que interpreté como una coincidencia de la moda retro más que como una sutil declaración geopolítica. Se volvió y me miró a los ojos, cambiando de una pupila a la otra. Me pareció agradable, muy sexy, que me inspeccionara tan de cerca. Raine no le había dado propina a la chica de guardarropía, pero no me importó. Más o menos me caí encima de Raine y ella se dejó besar, aunque no muy hondo. Me apartó y echó un vistazo a la chica.

—Vamos —dijo.

Al salir llovía. Saludé a los gorilas, que sonrieron y me devolvieron el saludo. Estaba moderadamente seguro de conocer sus nombres, pero no seguro del todo, y equivocarse con los nombres de esos tipos era peor que no llamarlos nada. Fijé la vista en la lluvia y en el tráfico que recorría la avenida en ambos sentidos, con los faros brillando en la oscuridad ensortijada.

—Llueve, Raine —dije.

—Ya lo veo —dijo mirando a la calle. Sí, Kenneth, pensé para mí, como si nunca antes en su vida lo hubiera oído[2].

—Viernes noche bajo la lluvia —dije con autoridad—. La mejor oportunidad para conseguir un taxi es esperar a que se baje alguien. Me ofrezco voluntario para salir corriendo si para alguno.

—De acuerdo.

—O podría telefonear —propuse sacando el móvil después de pelearme con la funda que llevaba en la cadera—. Les ofreceré una propina exorbitante, mucho más alta de lo habitual. —Entornando los ojos, bajé la vista hacia el pequeño Motorola y lo abrí—. Pero no digas nada que tenga que ver con curry —musité guiñando un ojo para ver bien la pantalla.

Raine miró alrededor. Apoyó su mano en la mía, por encima del móvil.

—No, ya está. Viene uno.

Un taxi negro acababa de frenar junto al bordillo.

—Bendita seas —dije guardando el móvil—. No, tiene la luz apagada…

Pero Raine ya me arrastraba lejos de la acera hacia el coche.

—Sí, lo he parado yo.

—Bien hecho, Raine —dije tratando de aferrarme a la manija de la portezuela sin conseguirlo.

Raine abrió la portezuela, pero yo insistí en mantenerla abierta hasta que ella subiera. Luego me golpeé la cabeza al subir.

—Ay.

—¿Estás bien?

—Perfecto. —Me puse a buscar el cinturón de seguridad—. Esto es un buen presagio, Raine —le dije levantando el trasero para coger el cinturón.

—Sí, ¿verdad?

—¿Conseguir así de rápido un taxi un viernes por la noche y lloviendo? Haces milagros. O, en equipo, tenemos un don.

—Ajá.

El taxi se sumó al tráfico en dirección norte. Al final conseguí abrocharme el cinturón. Raine no se había molestado en ponérselo. Empecé a sermonearla acerca de lo extremadamente desaconsejable que era no hacerlo, dado lo que le había ocurrido a la princesa Diana, pero se limitó a mirarme de un modo extraño y caí en la cuenta de que, además de evitar que salgas disparado hacia delante y se te destrocen las extremidades en un choque, los cinturones de seguridad también te impedían darte el lote. Gracias a ellos estabas A Salvo en los Taxis. Me quedé pasmado. Estaba seguro de que ya lo sabía antes pero por lo visto se me había olvidado.

—Tienes razón —dije, pese a que Raine no había dicho nada. Me desabroché el cinturón—. Solidaridad.

Resbalé por el asiento hacia ella. Pillé al taxista vigilándonos por el retrovisor. Raine me permitió rodearla con los brazos, aprisionada contra el rincón. Apoyé los labios en su boca. Esta vez la abrió un poco más. Intenté torpemente meter las manos dentro de su abrigo.

—A lo mejor deberían ponerse el cinturón, ¿eh? —dijo el taxista.

Era un taxi anticuado, de modo que tenía que hablar por el hueco de la mampara de plexiglás que nos separaba en lugar de usar un interfono como el de los vehículos más modernos.

Raine me apartó.

—Sí, supongo que sí —dijo con lo que interpreté como evidente mala gana.

—Ja. ¿Ves? —dije aleccionándola con el dedo.

Palpé de nuevo en busca del cinturón. Ella me miró y luego se abrochó el suyo.

—Ten —me dijo pasándome el extremo de mi cinturón.

—Gracias. —Me recosté y cerré los ojos.

—¿Una cabezadita? ¿Por qué no?

Abrí los ojos, la miré.

—No estoy cansado. ¿Falta mucho?

—Sí, todavía falta un poco. —Echó un vistazo al conductor, luego se inclinó hacia mí y dijo en voz baja—: Descansa. Vas a necesitarlo.

Me miró con una de esas miradas que son todo pestañas y me acarició la mano en un ademán que me pareció claramente carnal.

Sonreí de un modo que esperaba que no resultara demasiado lascivo y me recosté, cerrando los ojos.

—Si me pongo a roncar, solo finjo por ironía posmoderna, ¿vale?

—Sí, claro.

El taxi siguió adelante, retumbando y traqueteando entre el tráfico de altas hora de la noche. Sonaba un poco como mi viejo Landy. Muy relajante. El rumor de la lluvia bajo los neumáticos y contra los tapacubos sonaba tranquilizador y balsámico. En la parte de atrás se estaba calentito. Me hizo pensar en habitaciones de hotel a oscuras. Tomé aire a fondo y lo solté. Un pequeño descanso para los ojos. ¿Por qué no? Un sueñecito no me haría ningún daño. Por otro lado, no quería dormirme y empezar a roncar y babear y parecer ordinario, así que tal vez no fuera una gran idea.

Pasó un rato. Una voz masculina dijo en voz baja:

—¿Está inconsciente?

—Creo que sí —contestó Raine. Al menos me pareció ella. Aunque su voz sonaba diferente—. ¿Falta poco?

—Cinco minutos.

Qué raro, pensé con los ojos cerrados y la barbilla cerca del pecho. ¿Me había dormido? Solo un poco. Pero ¿por qué Raine le preguntaba al taxista si faltaba poco para llegar? ¿No conocía el camino a su casa? Quizá acababa de mudarse.

Pero ¿qué quería decir el taxista al preguntarle si yo estaba inconsciente?

—Comprueba que esté inconsciente, muñeca.

«¿Comprueba que esté inconsciente?» ¿Qué coño estaba pasando? Noté una mano acariciándome la mía, luego pellizcándome. No reaccioné.

—¿Ken? ¿Ken? —llamó Raine en voz bastante alta. Me quedé como estaba. Se me aceleró el corazón—. Sí, en el limbo.

—Bien.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué coño estaba pasando? Y ¿adónde íbamos? ¿Raine le había indicado la dirección al taxista al subir? Había dado por sentado que Raine le había dado la dirección de su casa mientras yo subía al coche y me golpeaba la cabeza con el marco de la puerta, pero ¿había tenido tiempo de hacerlo? ¿Yo no debería haber escuchado algo? No lo recordaba. Mierda, estaba borracho, cómo iba a recordar esas cosas. Pero además el taxi había aparecido por casualidad. Se había acercado en medio de la neblina húmeda de un viernes lluvioso entre la hora de cierre de los cines y la de los bares. En la avenida Shaftesbury. Había aparecido sin más, con la luz de libre ya apagada, si no me fallaba mi confusa memoria, listo y esperando junto a la acera, como si nada. Y había dado la impresión de que Raine había salido a buscarlo. Pero después habíamos llegado a eso de «¿Está inconsciente?», «Sí, en el limbo». ¿Qué coño estaba pasando? El taxista esperaba que yo estuviera dormido, en el limbo, inconsciente…

Dios mío. Por todos los santos: el whisky. Había algo en el whisky. ¿Cómo se llamaba esa droga que usaban los violadores? No me acordaba. Pero debía de ser algo así. Raine había insistido en ir a buscar ella la bebida, luego me había vigilado mientras me la tomaba o había pensado que estaba contemplando cómo me la bebía mientras yo disimulaba una sonrisa e interpretaba mi numerito y ungía la chaqueta de Paul con el licor en lugar de bebérmelo, engañándola, moviendo la nuez, chasqueando los labios y haciendo de todo menos limpiarme la boca con la manga: ¡Eh, mira, me lo estoy bebiendo! ¿Ves? ¡Se acabó! Me había echado algo en la copa. Tenía que ser eso. ¿Era la cosa esa de los violadores? ¿Eutimol? No, eso era pasta de dientes, ¿no? ¡Un puto somnífero en estos tiempos de mierda y soy tan capullo que pico el anzuelo! O lo habría picado, si no hubiera estado decidido a salvaguardar algún resto de sobriedad de mi sopor etílico con el fin de, con un poco de suerte, echar un polvo.

Oh, mierda.

Lo había olido. El whisky con la droga de los violadores o lo que fuera; había inhalado su olor. ¿Qué potencia tenía? Se me debía de haber pegado algo en los labios al fingir que bebía. ¿Mi sueño estaba inducido por la droga? No. Yo no, seguro, de ningún modo. Estaba muy despierto y horrible, tensa y agudamente sobrio, con el corazón latiendo tan fuerte que me extrañaba que Raine, si es que ése era su nombre, no lo oyera, que no viera que me temblaba todo el cuerpo con cada sacudida, a cada golpe del corazón.

—¿Estás bien? —preguntó el conductor. Por un momento idiota pensé que hablaba conmigo, y por un microsegundo totalmente desquiciado estuve a punto de contestarle.

Entonces la chica contesta que sí, como de pasada, como si estuviera aburrida.

Abrí un poco un ojo, el izquierdo, del lado contrario a Raine. ¿Dónde estamos? Tengo la vaga impresión de que estamos en algún lugar del East End, pero no lo sé. Tengo la cabeza gacha y sin alzarla no veo gran cosa. ¿Cuánto ha dicho el taxista que faltaba? ¿Cinco minutos? Sí, cinco minutos. Pero ¿cuánto hace de eso? ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Cuatro?

Veo la lucecita roja del seguro de mi puerta, cerca de la manija. Claro; las puertas de los taxis van cerradas con seguro mientras el vehículo está en marcha. Supuestamente por seguridad. Para evitar que salgas corriendo, más bien. Da igual. No puedo intentarlo cuando el coche desacelere. Tengo que esperar a que esté completamente parado. Mierda. Ahora vamos más despacio y empiezan a sudarme las manos de pensar en asir la manija de la puerta y echar a correr… pero luego volvemos a acelerar.

Aprovecho el acelerón como excusa plausible para dejar caer la cabeza hacia atrás y apoyar la nuca en el respaldo del asiento, ahora la vista de mi ojo semicerrado es un poco mejor. Noto que Raine me mira. Me pongo a roncar. Entre las pestañas temblorosas, veo una calle con poco tránsito y edificios bajos. Tengo que haberme dormido. Estamos muy lejos del West End. Giramos a la izquierda, por una calle más oscura y tranquila. Bordeada por lo que parecen almacenes y edificios industriales. Veo montones de pintadas y vallas publicitarias con anuncios viejos, gastados y empapados de lluvia que ondean al viento. Pasamos por debajo de un puente, el motor resuena contra la parte inferior, tachonada de remaches, de unas inmensas vigas negras.

—Casi hemos llegado —dice el taxista.

—Ajá —contesta Raine.

Vamos más despacio. Por delante se ve una calle más grande y ruidosa. Y semáforos.

—Al pasar esos semáforos.

Se ponen en ámbar.

—Bien.

Gracias a Dios.

—Sí, creo que ese de ahí es Danny.

Se ponen en rojo.

—Ajá.

Oh, sí. Oh, sí, que pare aquí, en el extremo contrario al que circulan los coches de dondequiera que estemos yendo, de quienquiera que sea Danny.

El taxi se detiene, el motor queda en ruidoso punto muerto. La lucecilla roja de la puerta debería apagarse. Ahora. Se oye un clic. Espero a que la luz roja se apague. No se apaga.

Algo terrible y tembloroso me recorre las tripas, arrancando sudor frío de todos los poros de mi piel. El conductor; los taxistas pueden anular la apertura automática de las puertas, dejar el seguro puesto cuando el coche se para. Nos ha encerrado.

Estoy jodido. Esta gente puede hacerme lo que quiera. Quizá esté a punto de morir. El semáforo sigue en rojo, pero el tráfico transversal se ha detenido. El conductor acerca la mano al cambio de marchas.

De pronto me enderezo. Raine me mira y empieza a abrir la boca con los ojos como platos. Me desabrocho el cinturón y doy una patada a la ventanilla de la izquierda con la pierna derecha, con todas mis fuerzas. Se rompe a la primera. Tengo la impresión de que la pierna también, pero la ventana ha desaparecido con un estrépito tremendo, llenando la calle y la moqueta del suelo del taxi de un millar de pequeñas cuadradas joyas de sodio que brillan a la luz de las farolas.

La cara sorprendida del taxista se gira hacia mí. Raine me agarra del brazo y yo hago algo que jamás había hecho: pego a una mujer. Le doy un puñetazo en plena nariz y la cabeza le golpea contra la ventanilla de su lado.

Luego salgo por la ventanilla rota de mi lado tan rápido que hasta el mismísimo John Woo estaría orgulloso de mí, girando sobre mi espalda, cogido de la parte alta del marco de la portezuela y recuperando el equilibrio pateando y agitando las piernas, para estropear la belleza de ballet de todo lo anterior.

Aterrizo en la calle con un bufido, justo cuando el taxi arranca y luego frena de nuevo, derrapando. Estoy girando sobre cristales rotos, me levanto de un salto y echo a correr. Detrás de mí se oyen gritos y un portazo. Llegan más gritos de más lejos. Unos y otros, masculinos. Ahora oigo gritos de mujer. La calle por la que corro es ancha y está casi vacía. Hay algunos coches aparcados, un par de Transit y Luton. Me dirijo a la acera para que los coches aparcados me separen de mis perseguidores.

El viento me zumba en los oídos mientras corro. Oigo el sonido de un motor detrás de mí. Estoy llegando al final de la calle. El motor gime, en marcha atrás, luego parece que se cala, se oye un chirrido de neumáticos, un momento de silencio, y el motor chilla. Ha girado con el freno de mano.

Entro corriendo en la calle que se abre a la derecha y cruzo a toda velocidad una ráfaga de tráfico repentino, con cláxones pitándome a derecha e izquierda mientras esquivo una isla peatonal de un salto y atisbo, a unos cien metros, un puesto de patatas fritas con varios clientes haciendo cola. Alcanzo la acera, sorteando una furgoneta de Correos, que apura tanto el frenazo que la rejilla me araña la palma de la mano del brazo que he alargado para detenerla. Corro a la cola del puesto de patatas, eludiendo a unas cuantas personas que caminan despacio como si fueran vallas en una carrera de eslalon cuesta abajo. La furgoneta de Correos me adelanta por la izquierda, el conductor se asoma por la ventanilla, me grita «¡Gilipollas!» y refuerza el comentario con un ademán. Hay dos coches en el bordillo justo pasada la cola del puesto. Los coches están aparcados junto a una pequeña puerta iluminada y una ventana coronada por un cartel luminoso de aspecto barato y color blanco amarillento colgado de ladrillos agujereados y que anuncia las dos palabras más maravillosas en el idioma más bonito del universo: taxis privados.

Freno y miro atrás al tiempo que me sumo a la cola pero no veo el taxi negro por ningún lado, ni a nadie corriendo. Me aliso la chaqueta, me paso los dedos por el pelo y cuando llego al primer taxi de la cola y aviso al tipo de la puerta y me subo al coche, estoy silbando.


—Bueno, ¿alguna vez miras el número de licencia cuando te subes a un taxi?

—No —admitió Craig—. A ver quién lo hace.

—Probablemente Phil —dije. Había telefoneado al móvil y al fijo de mi productor, pero saltaron los contestadores.

—Sigo pensando que deberías acudir a la policía.

—Por Dios. Solo pensaba en escapar.

—Ya, pero aun así…

—Sí, pero aun así, ¿qué? Eran las once y media de un viernes por la noche. La poli andaría ya bastante ocupada con peleas y broncas y las locuras típicas del fin de semana. Y, de todos modos, ¿qué iba a denunciar? Creo que me estaban secuestrando, creo que alguien me echó algo en la bebida, pero si necesitan pruebas tendrán que conseguir la chaqueta de mi amigo y analizarla para ver si tiene drogas, si es que aún se pueden detectar. Creo que me tenían preparado algún acto violento pero no lo sé. Estoy bastante seguro de que me persiguieron pero eso ni siquiera es ilegal. Joder, lo único decididamente criminal que ocurrió lo hice yo: destrocé la ventanilla de un taxi y le di un puñetazo en la cara a una mujer. ¡Tío, pegué a una mujer! Hostia, tenía la esperanza de no caer en eso en la vida, como no romperme un hueso importante ni cambiar un solo pañal.

Le di una profunda calada al porro. Yo quería un brandy o algo, pero Craig había considerado que lo que necesitaba era fumar algo dulce y apacible.

Lo primero que pensé al subir al taxi y decirle al conductor que pusiera rumbo a Basildon (que debía quedar al este de dondequiera que estuviésemos, de modo que no teníamos que pasar por la calle por la que me habían perseguido) fue en llamar a Amy. Amy vivía en Greenwich, que resultaba verosímil que quedara por la zona, y acudir a ella —presentándome de improviso en la puerta de su casa— en ese momento de necesidad, escapando de los villanos, podría ser justo el tipo de suceso romántico requerido para romper el hielo y empujar nuestra relación hacia la fase siguiente que le deparara el destino (la había visto por última vez el 11 de septiembre, cuando nos habíamos sentado todos juntos en el loft de Kulwinder y Faye a ver los increíbles acontecimientos hasta que su jefe la había llamado).

Luego pensé en Celia. Dios mío, Merrial. Quizá Merrial estaba detrás de lo que acababa de ocurrir.

No sé quién había imaginado que podría querer secuestrarme y llevarme al East End para… lo que fuera, pero desde luego el marido de Celia era el sospechoso número uno. ¿Por qué no se me había ocurrido de inmediato? ¿Podría tener algo que ver todo este asunto con Celia y conmigo? ¿Nos habían descubierto?

Creíamos que habíamos sido muy precavidos, pero ¿cómo estar seguros?

Mierda. ¿Debería llamar al número de móvil que tenía sin que Celia lo supiera y avisarla?

Pero si no tenía nada que ver con ella, con nosotros, y Celia descubría que le había copiado el número sin su permiso, sin decírselo…

Sí, pero si la situación estaba relacionada con lo nuestro, era más que posible que una llamada de teléfono le salvara la vida.

—A propósito, me llamo Ken —le dije al tipo que conducía el taxi, un blanco fornido con una mata de pelo teñida de rojo. Había preferido sentarme a su lado en lugar de en la parte de atrás. Nos dimos la mano.

—Dave.

—Dave, tengo una petición algo curiosa.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—¿Me dejas el móvil? Tengo uno, pero necesito usar otro. Por favor. Añadiré cinco libras a la carrera. Es importante.

—Ten.

—Eres un santo.

Saqué mi móvil, busqué el número grabado de Ceel que nunca había usado y lo marqué en el teléfono Sony de Dave.

«El teléfono móvil al que llama está apagado…»

Otro par de intentos con idéntico resultado. No saltaba el buzón de voz ni ningún servicio de mensajería.

—Gracias —le dije a Dave devolviéndole el teléfono—. No he conseguido conectar. —Titubeé—. Oye, Dave, lo que he dicho de las cinco libras… Serán diez, pero en el poco probable supuesto de que una mujer… cualquiera… te telefonee acerca de una llamada hecha, pongamos, ahora, di que te equivocaste de número o algo así.

—No me has visto nunca, nunca he estado aquí —citó el tipo con una sonrisa—. Antes trabajaba en un bar, tío; mentir a la peña que busca a alguien por teléfono me sale sin pensar.

—Ya, bueno, gracias.

Después intenté hablar con Amy por mi teléfono, pero en el móvil saltaba el buzón de voz y en el fijo de su casa de Greenwich el contestador, con un montón de mensajes acumulados. Suspiré y llamé a Craig. Estaba en casa, viendo la tele y a punto de irse a dormir.

—Veamos, Dave. Cambio de destino…

Volví a intentar conectar con el móvil de Celia desde una cabina cerca de casa de Craig en Highgate. Nada.

—Deberías ir a la policía —insistió Craig, consultando el enorme plano callejero de Londres que había desplegado sobre la mesa de la cocina para ver si lográbamos encontrar el lugar donde había ocurrido todo. Imbécil de mí, no se me había ocurrido apuntar el número ni el nombre de la empresa del taxi con el que había escapado. Lo primero que recordaba del trayecto era ver el cartel de la estación de Stratford a mano izquierda mientras avanzábamos en dirección a Essex—. Informa de lo ocurrido. Por lo que pudiera pasar.

—¿Por lo que pudiera pasar? —repetí.

—Suponiendo que ocurra algo más y que sea algo en lo que la poli tome partido, si sale a relucir lo que ha ocurrido esta noche querrán saber por qué no lo mencionaste. Tienes que denunciarlo, tío. Quizá la poli pueda enterarse de si reparan la ventanilla de un taxi viejo en los próximos días.

—Dudo que ahora mismo un secuestro no consumado se incluya en su lista de prioridades; además, a lo largo de los años he dicho un par de cosas no muy halagadoras sobre los chicos de azul —apunté. Confiaba que en tono neutro.

Seguía temblando y me dolía la pierna donde había golpeado contra la ventana; en un par de días luciría un espléndido cardenal. Notaba unos cuantos dolores misteriosos más, molestias, rasguños y magulladuras que no recordaba haberme hecho en medio de la confusión, y además tenía pequeños cortes en manos y dedos de agarrarme a la ventanilla. Craig me había dado una botella de agua oxigenada y un trapo para que me las apañara.

—Ya lo sé —dijo—. Pero, aun así, tienes que denunciarlo.

—¿Qué podría ocurrir exactamente? ¿En qué estabas pensando?

—No lo sé. —Craig desperezó su desgarbada figura contra la silla de cocina y apoyó las manos en la nuca—. ¿No tienes ni idea de quiénes eran?

—Dos blancos del sudeste de Inglaterra, tal vez londinenses. Había un tipo llamado Danny al que no llegué a ver. Me llevaban a algún lugar del East End y el conductor parecía conocer la zona. Supuse que era taxista, en vista de sus conocimientos. Estábamos… —Señalé el mapa que teníamos delante—. Por ahí.

—¿Sospechosos? ¿Motivos? —preguntó Craig con una sonrisa.

—Deja de disfrutar con todo esto, cabrón.

—Que no, lo digo en serio. ¿Se te ocurre algún sospechoso o motivo posible?

—Joder, ¿los quieres en orden alfabético o de aparición? El mundo se compone básicamente de gente que quiere verme muerto y amigos íntimos.

—No estoy seguro de que ambas categorías se excluyan mutuamente.

—Vete a la mierda.

—Resulta un poco paranoico, incluso tratándose de ti.

—Craig, he perdido la cuenta de las amenazas de muerte que he recibido a lo largo de los años. La poli ya tiene un formulario fotocopiado con todos mis datos. La gente que abre mi correo cobra un plus de peligrosidad. No es broma.

—Según tú, ese plus era dinero sucio.

—Vale, en general son tonterías, nada de bombas, pero aun así… La cuestión es que montones de personas han afirmado que quieren verme muerto y eso contando solo los que sienten el deseo incontenible de contármelo. Podría tratarse de fundamentalistas de cualquier rama, un trabajo organizado…

Craig soltó unas risillas.

—Anda ya.

—¿Cómo? He influido en el precio de las acciones de grandes empresas. Eso es un delito capital.

—Ya, ja, ja. Me parto de risa. Pero no, no lo has hecho. Tú solo, no. No eres periodista de investigación ni nada por el estilo, Ken. Eres polemista. Comentas lo que otros desentierran. Si no fueras tú, sería cualquier otro; los que descubren las noticias, por ejemplo. Detective privado, Mark Thomas… No sé. Rory Bremner, es decir… Joder, hace décadas que intentan acabar con Detective. Si Maxwell no pudo hacerlo, ni tampoco Jimmy Goldsmith… O sea, ¿por qué iba nadie a tomarse la molestia de intentar matarte?

—¿Tú le encuentras sentido a algo de lo que has dicho?

—Estoy cansado —dijo sacudiendo una mano—. Llevo toda la tarde descubriendo conspiraciones de alcance nacional.

—¿Has oído algunas de las cosas que he dicho de la gente? ¿De los fundamentalistas, en particular?

—Los fundamentalistas no escuchan tu programa.

—Jomeini no se leyó Los versos satánicos. ¿Y qué?

—Bueno, a mí no me parecen fundamentalistas, ¿no crees? Blancos, hombre y mujer, un tal Danny.

—En eso llevas razón. —Dejé el porro agotado en el cenicero—. Al menos no parecen fundamentalistas islámicos. Podrían ser fundamentalistas cristianos; de la milicia de Nación Aria o así. No puede ser que estén todos haciéndose pajas con fotos de Ayn Rand y sacándole brillo a sus Águilas del Desierto en Dakota del Sur. —Me seguía temblando la mano—. Tío, de veras que necesito un trago.

—Tengo una botella de tinto. ¿Va bien un Banrock?

—Si es rojo y con mucho alcohol, me basta y me sobra.

Craig se levantó.

—Como tu sangre, tío.


—Maldito cabrón. La chaqueta me apesta a whisky.

—Lo siento. No la vi —mentí—. ¿Todavía la tienes? O sea, ¿no la habrás lavado o algo parecido, verdad?

—La prueba A está en una bolsa de basura en mi cocina —dijo Phil. Hizo una pausa. Sacudió la cabeza—. Sigo sin poder creer que pegaras a una mujer.

—¡Por última vez! ¡No tenía opción, cojones!

—Bueno —dijo Craig—. Mientras no disfrutaras…

—Casi tanto como estoy disfrutando con todo esto —musité.

Phil nos había recogido a Craig y a mí el sábado por la mañana para llevarnos al Bella del templo. Me preocupaba lo que pudiera encontrarme en el barco y quise llevar refuerzos. Phil y Craig se conocían tan bien que a menudo se lo pasaban en grande a costa de mis inseguridades, y me advertían que en realidad eran mejores amigos entre ellos que míos. Esta vez no hicieron eso, pero se confabularon para obligarme a jurar que, si me ayudaban, denunciaría a la policía lo ocurrido el lunes por la mañana.

La casa flotante estaba bien. No habían tocado nada, no encontré una cabeza de caballo sobre la cama, nada. En el armario de debajo de las escaleras guardaba una caja de herramientas; rebusqué hasta dar con un martillo y propuse llevarlo con nosotros por si nos atacaban, pero los chicos negaron al mismo tiempo con la cabeza, como si hubieran estado ensayando. Devolví el martillo a su sitio.

Salimos a tomar una cerveza y un almuerzo ligero y luego nos dirigimos al East End, a buscar el lugar en el que había tenido lugar la fiesta de la noche anterior.

Al final encontré el lugar: Haggersley Street, saliendo de Bow Road, que era donde estaban el puesto de patatas y la empresa de taxis. Resultaba muy distinto a la luz fresca y pálida de una tarde de octubre. Justo pasado el puente ferroviario, junto a los semáforos, aún quedaban cristales de la ventanilla en el asfalto. Recogí un puñado.

Dimos unas cuantas vueltas por la calle sin salida del otro lado de los semáforos, donde Haggersley Street iba a morir junto a Devons Road.

—Creo que los pájaros han volado, colega —dijo Phil pateando una lata de cerveza vacía—. Si es que alguna vez estuvieron aquí.

—Sí, gracias, Phil; muchas gracias.

En comparación con Craig, Phil se mostraba mucho más escéptico con relación a mi narración de lo ocurrido la noche anterior. Probablemente porque había visto lo borracho que iba. Y quizá por la chaqueta.

Estábamos en una zona de bordillos viejos y resquebrajados, de capas de asfalto medio peladas extendidas sobre los antiguos adoquines, cristales de ventanillas que crujían bajo las botas como gravilla, coches abandonados y quemados con tableros oxidados y embellecedores plásticos colgando y, enmarcando la escena por tres bandas, tiras de chapa inclinadas, cubiertas de pintadas desganadas y coronadas en ángulo herrumbroso reforzado por tiras de fina alambrada de nudos recortados, espaciados y decorados por los jirones descoloridos de destrozadas bolsas de basura negras que ondeaban al viento húmedo como estandartes con plegarias de un infierno monocromo y poco entusiasta.

Algunas de las placas de chapa servían de burdas cancelas, aseguradas con candados viejos y cadenas mugrientas.

Me apoyé en Craig a modo de estribo —me obligó a quitarme el zapato, cosa que habría hecho muy interesante una posible huida— y miré por encima de la pared de chapa. Aparcamientos de cemento frente a naves de industria ligera con aspecto de estar abandonadas. Contendores de mercancías. Cobertizos. Charcos. Pilas de palés de madera. Terrenos vacíos. Maleza. Más charcos. Nadie por los alrededores; ni siquiera salieron perros guardianes a saludarme con sus ladridos. Volvía a llover.

—Odio este lugar —dijo Phil.

—¿Ya has visto suficiente? —preguntó Craig.

—Noto cómo la energía vital se me escapa por la suela de los zapatos —musitó Phil.

—Ya nadie lleva calcetines grises, Ken.

—Ya, tienes razón —admití chasqueando la lengua y desenganchándome una manga de uno de los nudos de la alambrada—. De aquí larguémonos.

—Tú te quitas de la cerveza alemana hasta que recuperes una gramática normal, chaval.


Intenté telefonear a Ceel al menos dos veces al día desde diversas cabinas del centro de Londres.

Ya me sabía su número de memoria.

Nunca contestaba.

En cambio, el jueves, justo después de terminar el programa, me llegó un paquete por mensajero. Un paquete delgado y liviano, como la propia Celia, pero no me atreví a hacerme ilusiones. Firmé, lo abrí y, gracias a Dios, contenía una llave de hotel.

Me sonó el móvil. Algo dentro de mí se fundió y se fue al sur a pasar el invierno.

Desde el minúsculo altavoz del móvil, la voz de Ceel dijo:

—Aldwych. Suite Dome.

—¿Estás…? —empecé a preguntar, pero se cortó la comunicación. El corazón se me cayó a los pies.

Volvió a sonar el móvil.

—¿Qué? —preguntó Ceel.

—¿Estás bien? —pregunté, casi atragantándome.

—Sí —contestó en tono sorprendido—. Claro.

Sonreí a la distancia.

—Hasta pronto.


No pude follar. Solo quería acurrucarme. Completamente vestido. Ceel parecía más confusa que enfadada, pero también más confusa que comprensiva.

—No, no anoté el número del taxi —dije—. Nadie lo hace.

—Yo sí.

—¿Sí? ¿Cuál era el número del último taxi que…?

—Cuatro, cuatro, uno, siete.

—Venga ya, Ceel, estás de broma.

—No. Siempre me dejaba guantes, bufandas, bolsos, paraguas y cosas así en los taxis. Por extraño que parezca, me costaba menos recordar el número de licencia que…

—Vale, vale.

—Kenneth, ¿no quieres quitarte la ropa?

—Aaah…

—¿Quitarme la mía?

—Bueno, ah…

—Necesitamos drogas —sentenció Ceel con decisión—. Por suerte, tengo mis contactos.

Tenía razón.


—¿Sabes lo que hace John cuando no está conmigo ni en uno de sus viajes al continente?

—No.

—¿Quieres saberlo?

—No particularmente.

—Practica espeleología.

—¿Qué hace?

—Espeleología. Visita cuevas. Desciende a cavernas subterráneas. La mayoría de las veces en Inglaterra y Gales, pero también sale al extranjero.

—Vaya —suspiré—, no es lo que uno se espera de un gángster.

Estábamos tumbados en una mesa redonda gigantesca de una de las habitaciones de la suite Dome. La Dome ocupaba toda la última planta del hotel. Habíamos arreglado la mesa con las sábanas y las almohadas del dormitorio, situado a dos habitaciones del salón. La Dome tenía numerosas ventanitas altas con vistas al puente de Waterloo, la parte alta del Aldwych y casi todo Drury Lane. Si nos hubiéramos levantado, habríamos visto además parte del Strand. Alrededor de la enorme mesa redonda se distribuían, espaciadas, doce sillas de apariencia severa y formal. Ni siquiera toda la guarnición blanda que le habíamos añadido había conseguido que la dura superficie de la mesa resultara cómoda. La cama habría resultado más indulgente, pero así era como y donde lo había querido Ceel.

—Los móviles no funcionan en las cuevas —dijo al cabo de un buen rato.

Pensé. De hecho, me lo pensé dos veces.

—Supongo que no hará submarinismo, ¿verdad?

—Sí.

Pensé un poco más.

—¿Por qué iba a necesitar semejante excusa?

—No lo sé. Por eso pienso que tal vez no sea una excusa.

Permanecimos en silencio un rato. Ceel se acurrucó contra mí. Todavía no había conseguido elevar la temperatura de la sui— te al nivel que ella consideraba operativo, así que quizá tuviera frío. Seguí tumbado, sudando levemente y pensando en lo que me había dicho Craig acerca del amor.

Pasó el tiempo, y luego Ceel me murmuró en el hombro:

—Tienes mi número de móvil, ¿verdad?

Cerré los ojos. Nunca había valorado tanto tenerla entre los brazos.

—Sí —admití.

No dijo nada de inmediato, pero noté que asentía ligeramente.

—Has ido con cuidado —dijo—. Te lo agradezco. Ahora entiendo por qué estabas preocupado. Me conmueve. Pero, por favor, sé todavía más precavido. ¿Has grabado el número en la memoria del móvil?

—Me lo sé de memoria.

—Pues bórralo del teléfono.

—De acuerdo.

—Gracias.


—La chica. ¿Era muy guapa?

—Muy atractiva, de modo muy obvio, tipo rubia explosiva.

Ceel permaneció un rato en silencio. Luego añadió:

—Estoy celosa. Sé que no debería, pero tengo celos.

—Lo siento.

—Yo también.

—Bueno, a mí me da celos tu marido.

—Pues hay veces cuando quedamos en que eres la última persona con la que he hecho el amor.

Pensé en ello.

—No sé qué es más patético —dije con voz queda—. Que eso me haga sentir un poco mejor o que nos aferremos desesperadamente a esto nuestro. No es solo sexo, Ceel. Quiero decir que siento celos de que él esté contigo más que yo, de que podáis llevar una vida normal los dos juntos.

—No es muy normal. Viaja mucho.

—Ya, pero podéis cruzar una calle juntos, cogidos de la mano.

Otra pausa.

—Nunca me coge de la mano.


—¿Admite usted que golpeó a la mujer, señor McNutt?

—Fue en defensa propia, pero sí.

—Ya veo.

—Mierda —suspiré.

No tuvo consecuencias. Al final no se presentaron cargos, claro, y, tal como había supuesto, la poli no hizo nada. Al menos nada de lo que me informaran. Ni siquiera pudieron analizar la chaqueta de Phil en busca de restos de rohypnol; un amigo de Phil había supuesto que la chaqueta estaba en la bolsa para mandarla a la tintorería y decidió llevarla él mismo.

En fin. Había cumplido mi parte del trato y denunciado el incidente en comisaría como un buen ciudadano.


—Bueno, hum… quizá deberíamos filtrarlo a la prensa, ¿ujum?

La idea era de Nina Boysert, la jefe de relaciones públicas del grupo Mouth Corporation y consejera especial de sir Jamie, que a saber qué significaba eso. No decía «ajá» como Raine —perdón, «Raine»—, lo suyo sonaba «ujum».

Tanto monta, monta tanto.

Todos la miramos. Estábamos en su despacho, más amplio incluso que el de Debbie, la directora de la emisora. No muy alto, pero ancho y alargado y aireado y con una agradable vista de la Soho Square. También estaban presentes Debbie, Phil y el jefe de las lumbreras legales de la casa, Guy Boulen.

—Ah, la policía dijo que no lo hiciéramos —señaló Boulen.

Haría un minuto que habíamos abordado la cuestión. Boulen resultaba extrañamente tosco para ser abogado; más o menos de mi edad, alto y atlético y con la cara curtida por los elementos. En una palabra, fornido; con aspecto de encajar mejor en medio de un páramo alto, bajo la lluvia y las nubes, examinando un compás y liderando a un puñado de niños pobres en una de esas caminatas que forjan el carácter. Aunque tenía una voz suave, con acento de los alrededores de Londres.

—Ujum. Pero ellos tienen su trabajo y nosotros el nuestro, ¿no? Tenemos que pensar en qué es lo mejor para el grupo.

Nina era una pija con traje de negocios; rostro alargado no carente de cierta elegancia, dentadura perfecta y piel sedosa; pelo negro, a lo paje. Voz profunda. Mouth Corporation se la había robado a una consultoría de prestigio internacional. Aún no había cumplido los treinta.

—¿Puedo llamarte Nina? —le pregunté con una sonrisa.

—Ah. Ujum. Claro.

—Señorita Boysert —dije sin sonreír—, puede que mi vida corra peligro. Por lo que le he oído hasta el momento, no estoy del todo seguro de que sea plenamente consciente de ese detalle. Estoy pidiendo la ayuda de mis colegas profesionales y de la empresa para la que trabajo. Ahora bien…

Fue el «ahora bien» lo que empujó a Phil a interrumpirme.

Por supuesto, lo que yo quería decir era: «Escucha, cacho perra, al grupo que le den por el culo, y a los accionistas y hasta a sir Jamie; ha sido a mí al que han arrastrado por las profundidades del East End en mitad de la noche para hacerme Dios sabe qué, así que mejor nos centramos en lo que más me conviene a mí…». Pero me refrené y solté un discursito a mi entender mucho más educado, incluso pese al mordaz y probablemente innecesario comienzo en el que evité usar el nombre de pila de la susodicha.

—Creo que Phil tiene razón —dijo Boulen, al hilo de lo que fuera que hubiese dicho Phil (me lo perdí, concentrado todavía en la señorita Diosa Corporativa)—. Es un asunto legal y debemos seguir el consejo de la policía.

—Ujum. Pero se me ocurre que, bueno, ¿qué pasa con la publicidad? O sea, sería un notición, ¿ujum? Ya veo la portada del Standard: «El infierno de amenazas de un DJ». Y con foto, claro. Algo así. O sea, la bomba. No podemos pasarlo por alto, si resulta casi increíble.

Se produjo un silencio incómodo.

—¿Lo dices en serio? —pregunté.

—Mira, Ken —dijo rápidamente Phil, levantándose y dándome una palmada en el hombro—. Has pasado un par de días muy duros; en realidad, no es necesario que te quedes. Ya me encargaré yo. ¿Por qué no nos encontramos luego en el Bough, dentro de, pongamos, media hora? ¿Sí?

Me miró con una ceja levantada. Guy Boulen asentía sin convicción, con expresión a medio camino entre una mueca y una sonrisa. Debbie miraba al suelo.

—Una gran idea —dije mirando a mi alrededor—. Perdonadme.

Al llegar a la puerta oí una voz femenina preguntar:

—¿Ha sido por algo que hayamos dicho, ujum?


—Bien hecho —dijo Phil brindando esa misma noche en el Groucho. Estábamos en el rinconcito de la placa azul, arriba, en la planta de los billares—. Has informado a la policía de lo ocurrido y para sorpresa mía no le has dicho a Nina Boysert lo que piensas de ella. Estoy orgulloso de ti.

—Muchísimas gracias de mierda. ¿Me he ganado una insignia?

—Mañana mismo hago acuñar una medalla conmemorativa.

—¿Se ha callado la bocaza y ya no quiere filtrar la noticia o te has limitado a tirarla por la puta ventana?

—Opción A. Aunque Boulen y yo tuvimos que amenazar con dimitir si insistía en seguir adelante con el plan. También dejé caer de pasada tu amistad con sir Jamie; se debió de quedar con la impresión de que, si ocurre algo que no te gusta, recurrirás al Querido Propietario la próxima vez que juguéis juntos al polo.

Negué con la cabeza y me tomé un trago.

—Supongo que lo filtrará de todos modos.

—No lo sé. —Phil se quedó pensativo—. No me gustaría tener que apostar. Pero no me sorprendería. Nunca me había encontrado a nadie con tanta mentalidad de hoja de cálculo.

—Bueno, da igual. A la mierda. Que la jodan.

—Hum… Bien, tú primero.

—Ah, oye, Phil, ¿puedo pasar la noche en tu casa?

—Jo está otra vez de viaje, ¿no?

—Sí. Detesto dormir solo en la barca.

—Bueno, pues no. Lo siento.

—Venga, hombre.

—No.

—¡Me siento vulnerable! ¡No me abandones!

—Quédate en casa de Craig.

—Este fin de semana está Nikki.

—¿Y?

—No me quieren por en medio.

—Pues vete a un hotel.

—No quiero ir a un hotel. Yo…

—¿Qué?

—Nada. Deja que me quede en tu casa, Phil. Venga. Por favor.

—No. Seguro que ahora no corres peligro; saben que serás precavido.

—¡Intento ser precavido, joder! Por eso te estoy pidiendo que me dejes quedarme contigo.

—No.

—Por favor.

—No.

—¿Por qué no?

—Tengo visitas.

—¿Quién? ¿El limpiador compulsivo de chaquetas?

—¿Y Ed?

—No está.

—Oh. Se me había olvidado decírtelo: han llamado otra vez los de Winsome, justo cuando nos íbamos.

—¿La empresa de Última hora?

—Sí. Han retomado el asunto del tipo que niega el Holocausto. Será la segunda o tercera semana de diciembre, aunque todavía no está confirmado.

—Sin confirmar. Desde luego. Bien. Pero no cambies de tema. Venga, deja que me quede. Ni siquiera te enterarás de que estoy.

—No. Búscate un hotel o vuelve al barco.

—Mira, tío, estoy cagado de miedo. ¿Es que no lo entiendes?

—Antes o después tendrás que enfrentarte a ese miedo.

—¡Malditas las ganas que tengo! ¡Quiero vivir, joder!

—Aun así.

—Estoy pensando en pedirle a Ed que me consiga un arma.

—Oh, por amor de Dios.

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