A lo mejor Jo tenía razón; odio muchísimas cosas. Trabajo en la radio y desprecio montones de cosas de los medios de comunicación. Desde cómicos que se ríen de su público —ah, el masoquismo de pagar dinero para que te insulten en público— hasta porquerías como Gran hermano; hora tras hora de tarados aburridos y narcisistas intentando resultar estrafalarios mientras realizan tareas estúpidas y sin sentido que serían un insulto para cualquiera con medio cerebro. Ali G., Dennis Pennis, Mrs. Merton, Trigger Happy TV; programas que me hacen estremecer de vergüenza ajena y, a veces, despiertan un principio de compasión incluso por gente que no merece más que el odio más absoluto. Dios, odiaba tanto la tele, y lo verdaderamente aterrador era que esas eran las cosas que tenían éxito y yo el que estaba fuera de onda.
En el programa lo llamábamos Numty TV, teletonta en escocés (otro ejemplo de nuestra larga e insidiosa campaña para incorporar más palabras escocesas en el inglés de todos los días). El único aspecto de la teletonta que me gustaba eran las bromas no descaradamente preparadas de Pillados, pero en parte me avergonzaba porque no podía evitar la sensación de que bordeaba la crueldad ver esas cosas; ves un vídeo que empieza con un bestia en patines tambaleándose a toda velocidad hacia la cámara o haciendo peligrosos equilibrios sobre una bici de montaña todavía reluciente y abriendo un nuevo sendero entre los árboles o casi cualquier cosa relacionada con esquí acuático, vendavales, gente en apuros balanceándose sobre un charco de barro o bodas y bailes nupciales y te notas pensando: ¡Yupi! Me voy a partir de risa. Era divertido ver a la gente poniéndose en ridículo, pero la cuestión era si debía serlo.
Mejor ver sufrir a un verdadero canalla, que supongo que era la razón de que estuviera donde estaba.
Y estaba en un almacén Victoriano de Clerkenwell reconvertido en estudio de televisión y lugar donde Winsome Productions realizaría su nuevo programa de actualidad y análisis de noticias para la noche, el tan a menudo retrasado y pospuesto Última hora. La mayor parte del programa se emitiría en directo, pero mi participación se grabaría primero. Muy sensato. Después de que se me hubiera ocurrido mi idea loca y perversa, me deprimió mucho descubrir que el debate con el tipo que negaba el Holocausto sería grabado en lugar de directo; quería que todo el jaleo ocurriera en directo (pero luego empecé a sentirme aliviado pensando que, bueno, que entonces no tenía sentido seguir adelante con el plan… para que me cortaran y pensé: Ah, eso no; no vale rajarse).
Aunque todavía podía arrepentirme. Un bulto metálico y muy pesado en el bolsillo derecho de la chaqueta me recordaba que tenía algo que hacer allí, algo que nadie se esperaba, pero sabía que cuando llegara el momento podía olvidarme, seguir el juego, hacer lo que todos esperaban de mí y limitarme a darle a la sinhueso.
Era última hora de la tarde. Me sentía demasiado informado. Phil había repasado conmigo los asuntos más obvios, al igual que otra investigadora joven, atractiva, ansiosa y terriblemente bien hablada.
Nuestro presentador sería Cavan Lutton-James, un tipo esbelto, morenazo y enérgico con un estilo rápido, sucinto pero claro y una manera de entrevistar ingeniosa, capaz de virar de emoliente a mordaz en un solo giro frasístico. Era irlandés, así que yo ya había hecho acopio de un par de observaciones acerca de la deshonrosa participación de Irlanda en la gran guerra contra el fascismo por si acaso alguna idea equivocada sobre la imparcialidad le impulsaba a unirse al bando de los malos. Al malo todavía no lo había visto; nos mantenían separados.
La única persona con la que coincidí en la Sala Verde —aparte de un par de atractivas pero incansables ayudantes de producción, al menos una de las cuales se llamaba Ravenna— fue un joven cómico llamado Preston Wynne, que resultó ser una especie de fan y que tenía que grabar el típico número irreverente, arriesgado y vigoroso acerca de una cosa u otra cuando nosotros acabáramos con el debate/confrontación en torno a la negación del Holocausto. El tipo seguía trabajando en el guión mientras esperaba sentado en la Sala Verde, tecleando flojito en su iBook, con la vista clavada en una bandeja de sándwiches de gourmet y bebiendo demasiado café. A punto estuve de decirle que alargara más el número de lo que le habían indicado y que se preparara para meter paja porque tal vez la parte en la que salía yo no cumpliera el tiempo de ejecución estimado por el productor pero, por supuesto, me callé.
Ni siquiera me tomé una copa en la Sala Verde. Me apetecía, pero me mantuve sobrio porque quería estar rápido y totalmente alerta por lo que pudiera pasar.
Phil y yo habíamos almorzado con agua en un rincón del Black Pig, otro abrevadero básico del Soho similar al Bough. Resultaba obvio que a Phil le preocupaba que yo lo liara todo, perdiera los estribos, me quedara paralizado, despotricara de manera incoherente y empezara a echar espuma por la boca; en fin. Había insistido mucho en acompañarme pero hacía semanas que le había dicho que no. En parte por la razón manifiesta de que Phil no era mi padre y yo no necesitaba que me llevaran de la manita, pero en parte también porque Phil podía: a) averiguar solo por mi mirada o mi comportamiento, a medida que se aproximara el momento, que pensaba montar algo muy fuera de tono y por tanto echarlo todo a perder, y b) cargar con las críticas de nuestros superiores después de que yo hubiera hecho lo que pensaba hacer. Si es que tenía agallas para hacerlo.
—Hum… ¿Qué más? Ah, sí, obviamente todo ese asunto de que la Segunda Guerra Mundial tampoco pasó; un enfoque brillante. Es de lo más ridículo, pero en principio no más que afirmar que el Holocausto no tuvo lugar.
—Ya lo sé, Phil. —Suspiré—. Ya lo hemos repasado.
—Lo sé, lo sé, pero tienes que ensayarlo.
—No. Lo último que quiero es que parezca preparado.
—Demasiado arriesgado. ¿Y si te lías?
—Mira, no me lío ante un millón de oyentes cinco días a la semana, ¿por qué iba a liarme delante del público de un programa nocturno de Channel Four que probablemente será mucho menos numeroso… y que encima está grabado? Por Dios.
—Ah, sí, y no digas tacos, ¿vale?
—Phil, coño, ¿alguna vez los he dicho en antena?
Phil parecía un hombre con un absceso de diarrea severa sentado en un Land Rover bajando a toda velocidad por un sendero de la jungla lleno de baches de camino hacia unos lavabos extremadamente lejanos.
—Bueno, no —admitió—, pero sigo sin saber cómo lo consigues. Es decir, no parece posible que hayas conseguido evitarlo después de tantos años.
—Bueno, pues lo he conseguido.
—¿Incluso en Inverclyde Sound?
—StrathClyde Sound; la emisora de radio donde la creativa mecanógrafa se saltó el espacio en lugar de pulsar por accidente el signo de admiración, y sí, incluso allí. Es porque, aunque no lo parezca, tengo una idea bastante exacta de lo que voy a decir antes de hacerlo, nunca olvido el contexto (¿estoy en el pub o en el estudio?) y tengo suficiente tiempo para que mi censor interior intervenga y lleve a cabo las correcciones necesarias, aunque no siempre resulten elegantes y a veces ni siquiera gramaticales.
—Vale. Bien.
—De todos modos, es Channel Four y tardísimo, no el puto Barrio Sésamo. Si en Sexo en Nueva York dicen «joder» no veo por qué yo no puedo. Vamos, si hasta he oído «coño» en el programa de Larry Sanders.
Phil me miró con ojos enloquecidos.
—Ah, no, de verdad, no me parece que debas…
—Mira, ¿quieres tranquilizarte un poco? No voy con la intención de decir palabrotas, ¿vale?
—Vale. —Pero seguía pareciendo preocupado.
Por supuesto, yo quería añadir: «Si no me va a dar tiempo de soltar ningún taco, hombre; probablemente acabaremos en unos cinco segundos y la verdad, yo no me comería esa cabezota tuya tan fea con lo que voy a decir o no».
Aunque, una vez más, me callé.
Me conectaron. Más o menos esperaba utilizar micros de corbata (unidos a ti con la advertencia de no visitar el lavabo con los micrófonos encendidos si no querías provocar en los técnicos de sonido unos segundos de hilaridad), pero usaríamos un sistema tradicional de cable. El clon de una de las atractivas pero terriblemente eficientes ayudantes me coló el cable por debajo de la americana, entre el botón de la camisa y la cintura de los pantalones, y entonces —una vez hube tirado del cable hacia arríbame lo enganchó entre el primer y el segundo botón del cuello de la camisa. Yo había apostado por una imagen relajada, informal, con el cuello abierto. Además, en el trullo te quitan la corbata, además del cinturón y los cordones de los zapatos.
La eficiente ayudante sonreía mientras manipulábamos el frío cable negro entre mi pecho y la tela de la camisa, así que le devolví la sonrisa, pero en el proceso la chica había apartado la americana con el brazo desnudo haciendo sonar el bolsillo contra la silla, y por dentro me aterraba pensar que viera el sudor que empezaba a asomarme bajo el maquillaje y preguntara: «Oye, ¿qué es esa cosa dura, metálica y pesada que llevas en el bolsillo de la americana?».
Paranoia. Lo malo de la paranoia es la secreta sospecha de que si se te pasa serás más vulnerable que nunca.
Comprobaron el sonido y luego engancharon el cable negro del micrófono al apoyabrazos de la silla de plástico y cromo en la que estaba sentado, por debajo del nivel de la mesa y, por tanto, fuera del campo de visión de las cámaras que me enfocarían. En el suelo pintado de negro el cable se alejaba serpenteando casi invisible, salvo por los trozos de cinta adhesiva plateada que lo sujetaban.
Miré el resto del estudio. Cavan se sentaría entre los dos invitados, a unos dos metros de mí en la misma mesa gigante de madera en forma de coma; su silla era más grande y tenía el respaldo más alto que la mía y la del malo, que estaba a otros dos metros de Cavan por el otro lado. Montones de luces altas mantenían caliente el lugar.
Había alguien sentado en la silla enfrente de la mía y por un momento me pregunté qué ocurría; era una de las eficientes ayudantes, no el mierda que negaba el Holocausto. Luego otra ayudante se dejó caer en la silla de Cavan y comprendí que solo estaban ocupando el lugar de los verdaderos protagonistas mientras situaban las cámaras.
Frente al sitio de Cavan había una cámara grande con la capucha inclinada hacia abajo y el monitor del teleprómpter enfocado hacia arriba en la parte de delante; un hombrecillo barbudo parecía casi perdido detrás de la cámara, ajustando minuciosamente la posición del aparato según las instrucciones que recibía por los auriculares. Había otras dos cámaras sorprendentemente pequeñas colocadas sobre pesados trípodes y sin técnico, una para mí y otra para el malo, además de una de mano controlada por un tipo regordete que en ese momento murmuraba algo por el micro de diadema mientras se agachaba adelante y atrás, ensayando los movimientos que podría realizar en la curva interior de la mesa sin colarse en el plano de las otras cámaras.
Todo el mundo estaba escuchando por los auriculares a la gente de la sala de producción y durante un rato resultó muy apacible estar allí sentado, más o menos en silencio, sintiéndome agradable y educadamente obviado mientras solucionaban todo lo demás. Alguien empujó un carrito con un monitor enorme hasta un par de metros por detrás de las cámaras y lo encendió; apareció una pantalla azul con un gran reloj blanco y el logotipo del programa. Allí permaneció, estática, imperturbable, en medio del semisilencio puntuado de murmullos.
Me descubrí pensando en Ceel. Recordé el tacto de su cuerpo, el contacto preciso de sus dedos, la sensación sedosa de pasarle la mano por la espalda, el aroma denso y almizclado de su pelo, el sabor de sus labios después de un sorbo de champán, el sabor de su sudor en el hueco de la clavícula y, sobre todo, el sonido de su voz; aquella dulzura mesurada con el más leve atisbo de acento, una corriente lenta y sinuosa de recreación pausada que rompía en repentinos rápidos cuando reía.
El monitor parpadeó, una imagen de la ayudante sentada en el sitio de Cavan reemplazó a la pantalla azul y blanca. Luego volvieron a aparecer el reloj y el logotipo.
La echaba de menos. Hacía un mes que no la veía, un mes muy largo. Supuse que el tiempo parece alargarse para todo el mundo durante las vacaciones de Navidad y Año Nuevo, pero tenía la impresión de que yo había estado particularmente ocupado, por lo que el intervalo me parecía aun más largo. Había pasado una cantidad malsana de tiempo comprobando que no se hubieran producido accidentes en los vuelos de Air France de ida y vuelta a Martinica ni repentinos huracanes fuera de temporada o nuevas erupciones volcánicas en el Caribe occidental.
Las cosas se estaban derrumbando a mi alrededor y tenía la impresión de que era porque Ceel no estaba. No tenía lógica pensar así y Ceel y yo tampoco pasábamos mucho tiempo juntos cuando ella estaba en Londres —nos veíamos más o menos medio día a la quincena, de modo que no debería ser una gran influencia en mi vida— pero, no obstante, con ella lejos me sentía a la deriva, desconectado, como si mi vida girara de forma caótica.
Ni siquiera contaba con la promesa, o al menos la posibilidad, de reunimos en un par de días para tranquilizarme.
Tener que sobrellevar la ruptura con Jo, las ramificaciones que afectaban a Ed y Craig, todo lo ocurrido en la fiesta de Nochevieja, la campaña continua de amenazas y perjuicios que algún hijo de puta orquestaba en mi contra —por no mencionar la fría perspectiva de lo que pensaba hacer en el estudio—, me había dejado con una sensación de peligro y desprotección.
Era como tratar de controlar el patinazo de una moto sobre una calle mojada; la misma sensación de gélido pánico encogiéndote las tripas mientras luchas desesperadamente con algo poderoso pero repentinamente desenfrenado y fuera de control. Había tenido algunos derrapes así en mis días de mensajero. Siempre me las había arreglado para mantenerme en la moto y me enorgullecía de ello, pero nunca me habían engañado creyendo que había sido algo más que la suerte lo que me había mantenido alejado de las alcantarillas o las ruedas de algún autobús. Necesitaba a Ceel. Necesitaba acceso a su serenidad, sujetarme a aquella racionalidad perversa tan suya.
Miré la silla enfrente de mí, donde se sentaría el malo. Eché un vistazo al reloj de pulsera. Odiaba la manía que tienen en televisión de hacerte esperar.
Sencillamente no estaba hecho para ese medio. Paul, mi agente, se desesperaba conmigo porque me habían ofrecido montones de proyectos televisivos antes pero las propuestas siempre resultaban ser una porquería y las rechazaba. Todas parecían efectistas, forzadas y demasiado rebuscadas, pero eso casi no importaba. En radio, simplemente entras y lo haces. Puedes preparar primero el tema charlando en el pub o el despacho, ensayando algunos trozos y también se puede escribir un guión con algunos bosquejos y apuntes y siempre hay tráileres y fragmentos pregrabados en los que trabajar a conciencia hasta que quedan perfectos… pero la mayor parte, creo que lo mejor de la radio, sencillamente ocurre, son palabras que salen de tu boca casi a la vez que las piensas (con espacio para el censor interno, en eso no le estaba tomando el pelo a Phil).
En radio, la frescura es la norma. En televisión es la excepción, la mayor parte del material es grabado, recalentado. De manera que te sientas y haces un comentario realmente divertido o incisivo y luego descubres que había un problema técnico con la alimentación de una cámara o que alguien ha tirado sin querer un elemento del decorado y hay que empezar de nuevo y tú tienes que intentar decir algo sobre el mismo asunto completamente distinto pero igual de ingenioso o decir lo mismo y fingir espontaneidad. Odiaba esa mierda. Ahora que lo pensaba, hacía más o menos un mes que Phil había estado quejándose relajadamente de lo mismo en la cantina de Capital Live! Por lo visto me había apropiado de su discurso. Bah, tampoco era la primera vez.
Tenía la boca seca. Había un minúsculo vaso de plástico con agua delante de mí, lo vacié. Miré alrededor, con el vaso en la mano, y una de las eficientes ayudantes se acercó y me lo llenó de Evian. Quería bebérmelo todo de un trago, pero dejé el vaso en la mesa. Sospechaba que lo retirarían antes de empezar a grabar.
—¿Ken? —llamó una voz irlandesa muy suave a mis espaldas—. Encantado… Ah, no, no te levantes. Cavan. Encantado de conocerte.
De todos modos no habría podido levantarme por el cable del micrófono que me ataba a la silla. Le di la mano sentado.
—Hola, Cavan. —Alisé la solapa del bolsillo derecho de la americana para asegurarme de que no viera el interior.
Cavan apoyó una nalga vestida de Armani beige en la mesa, entre mi asiento y el suyo. Se le veía moreno debajo del maquillaje y una sombra donde habría estado su barba que probablemente no desaparecía por mucho que se afeitara. Tenía los ojos azules y de mirada penetrante, con las cejas oscuras, densas y muy definidas. Una franja de pelo negro le caía sobre la frente.
—Has sido muy amable al venir.
—Es un placer, Cavan.
Un cable translúcido subía enroscado por el interior del cuello de su americana y acababa en un discreto audífono de color carne insertado en su oreja derecha. En el punto en que la americana beige claro se abría a la altura de la cadera, se veía el radiotransmisor colgado del cinturón. A Cavan no lo ataba ningún cable.
—Hace tiempo que tendrías que haber venido, ¿verdad, Ken?
—Tanto, que en ocasiones me parece una parte significativa de mi vida, sí.
Se rió en silencio.
—Sí, bueno, perdona. —Suspiró y miró hacia la zona a oscuras— Todos hemos tenido que esperar a que Winsome se aclarara.
—Estoy seguro de que para ti ha sido mucho peor.
—Ah, sí. Ha sido frustrante tener un programa de actualidad esperando con todas las cosas que han pasado, pero con un poco de suerte compensaremos… Disculpa.
—Claro.
Lawson Brierley. Tal era el nombre del individuo que salió de las sombras parpadeando hacia la luz. De mi edad. Pantalones de pana verde, chaqueta pasada de moda, chaleco amarillo, camisa de granjero y corbata. Casi sonrío. Alto, de constitución media, rayana a fornida; pelo del color de la arena gris. Su cara no era fea, de un modo anodino, salvo por la nariz algo protuberante y por la expresión escrutadora de un tipo vanidoso que intenta apañárselas en una cita sin sus gafas. Ex miembro de la Federación de Estudiantes Conservadores (perteneciente a la brigada Colguemos a Nelson Mandela y posteriormente expulsado por ser demasiado de derechas), ex miembro del Frente Nacional (que abandonó cuando el partido viró demasiado a la izquierda) y ex miembro de otros cuantos grupos y partidos de extrema derecha. En la actualidad se definía como racista libertario. Yo conocía a un par de personas que habían llegado al anarquismo libertario desde la izquierda, y la gente como Lawson Brierley les provocaba arcadas.
Fundamentalista monetarista habría sido una descripción más precisa de su ideología, con la coletilla de racista no muy lejos. Según Lawson, la evolución era el mercado libre perfecto en el que las razas blancas estaban demostrando su superioridad innata mediante el dinero, la ciencia y el armamento, amenazadas únicamente por la pérfida astucia de los judíos y las hordas de oscuros y sucios Untermenschen reproduciéndose como moscas a costa de la beneficencia mal entendida de Occidente.
Habíamos obtenido esta información de la página web del tipo; Lawson dirigía —y en esencia constituía— un tal Instituto de Investigación por la Libertad.
A Lawson la democracia no le parecía bien. Creía sinceramente en librarse del Estado, y en respuesta al hecho de que al hacerlo dejaría en manos de las empresas, corporaciones, multinacionales (o comoquiera que se llamasen las multinacionales cuando ya no existieran los países) el control total del mundo habría contestado: «Sí, ¿y qué?». Dichas corporaciones serían propiedad de accionistas y el dinero era el modo más justo de ejercer el poder, porque por norma los estúpidos tendrían menos dinero y, por tanto, menos influencia que la gente más inteligente y era la gente más inteligente y de más éxito la que queríamos que controlara el cotarro, no el populacho.
Había decidido que mi meditada respuesta a todo esto consistiría poco más o menos en algo del tipo: «A tomar por culo los putos accionistas, fascista de mierda».
Le observé sentarse y esperar a que le conectaran el micrófono. Le estaban poniendo un micro de cable enganchado con cinta a la silla, como a mí. Bien. No entendí lo que le estaba diciendo a la asistente de producción y al ingeniero de sonido mientras le ayudaban a acomodarse. No me miró. Cavan había cruzado unas palabras con él y luego había asentido y se había dirigido a su gran butaca central, la colocó en posición, carraspeó varias veces, se alisó la corbata y se pasó la mano por el pelo sin tocárselo.
El corazón me iba a mil por hora. Vinieron a llevarse el vasito de agua, pero tuvieron que esperarse a que me lo bebiera con mano temblorosa. Por lo visto mi vejiga pensaba que necesitaba orinar pero yo sabía que no. Tenía la impresión de que me escoraba a la derecha por el peso del bolsillo de la americana. A la derecha, qué poco apropiado, pensé.
El monitor de detrás de las cámaras parpadeó con un plano medio frontal de Cavan tomado por la cámara grande que tenía el teleprómpter.
La regidora anunció que grabaríamos un ensayo de la presentación. Cavan se aclaró la garganta varias veces más.
—Vale, silencio en el estudio —dijo la regidora—. Grabando. —Inició la cuenta atrás señalando el dos y el uno solo con los dedos.
Cavan cogió aire y dijo:
—El controvertido tema de la raza y la existencia o no del Holocausto compondrán el primero de una serie de especiales de Última hora en los que se enfrentarán dos personas con puntos de vistas profundamente distintos. Esta noche me acompañan Lawson Brierley, autoproclamado racista libertario del Instituto de Investigación por la Libertad, y Ken Nott, de la emisora londinense Capital Live!, decano de la llamada… Perdón.
—No pasa nada —dijo la regidora. Era larguirucha y desgarbada, con el pelo castaño muy corto; llevaba unos auriculares grandes y sostenía un sujetapapeles y un cronómetro—. Vale. ¿Estás bien, Cavan?
Cavan escudriñaba la cámara que tenía enfrente forzando los ojos, protegiéndolos de la luz de los focos con la mano.
—Eh… ¿Podríais acercar un pelín el teleprómpter? —pidió.
El hombre de la cámara grande lo ajustó levemente.
¿De veras era decano de algo? Significaba viejo, ¿no? Más «experimentado» que «antiguo», si recordaba bien la definición del diccionario, pero aun así… Ahora estaba sudando a mares. Probablemente se darían cuenta y tendríamos que parar para que una de las chicas de maquillaje entrara a retocarme la cara. Sentí un dolor en las tripas y me pregunté si no me estaría ganando una úlcera.
Cavan asintió.
—Ahora está bien. —Volvió a carraspear.
—Vale —dijo la regidora—. ¿Todo el mundo a punto?
Nos miró a todos. Todo el mundo parecía estar bien. Yo no iba a decir nada del sudor. Lawson Brierley estaba sentado, parpadeando, pasando la vista del monitor a Cavan, esquivando mi mirada. El hombrecillo barbudo de la cámara grande volvió a ajustaría como estaba antes, pero Cavan no se dio cuenta.
—Repetimos, silencio en el estudio. Grabando —dijo la regidora—. Y: cinco, cuatro, tres,…
—El controvertido tema de la raza y la existencia o no del Holocausto compondrán el primero de una serie de especiales de Última hora en los que se enfrentarán dos personas con puntos de vistas profundamente distintos. Esta noche me acompañan Lawson Brierley, autoproclamado racista libertario del Instituto de Investigación por la Libertad, y Ken Nott, de la emisora londinense Capital Live!, decano de los Escoceses de Impacto y, como él mismo se define, postizquierdoso impenitente. —Cavan arqueó las cejas con intención—. Pero, primero, un reportaje de Mara Engless sobre la innegable existencia de quienes niegan el Holocausto.
Miré a Lawson Brierley. Estaba sonriendo a Cavan.
—Bien —dijo la regidora asintiendo—. Bien. Perfecto, Cavan. —Cavan asintió con gesto grave—. Vale, ahora pasamos…
—¿Cuánto dura el vídeo? —preguntó Cavan.
La regidora miró a lo lejos un momento, luego contestó:
—Tres veinte, Cavan.
—Bien, bien. Y ahora pasamos directo a las entrevistas… ah, al debate, ¿no?
—Eso es, Cavan.
—Bien. Bien.
Cavan carraspeó unas cuantas veces más. Me entraron ganas de carraspear yo también, por simpatía.
—¿Todo el mundo preparado para empezar?
Parecía que todos estábamos preparados para empezar.
—Vale. Silencio en el estudio.
Me llevé la mano al bolsillo.
—Rodando.
En el bolsillo, toqué con la mano derecha el plástico frío y resbaladizo que cubría el metal.
—Y: cinco, cuatro, tres…
Me incliné ligeramente hacia delante, para ocultar la mano saliendo del bolsillo.
Dos.
Tenía la otra mano en la barriga, apretando, tranquilizando.
Uno.
Clic.
Cavan cogió aire y se volvió hacia mí.
—Ken Nott, si me permite empezar por usted. Existen grabaciones suyas…
Corté el cable del micrófono con los alicates.
Hacía semanas que había intentado repasar todo lo que ocurriría y había supuesto que tal vez nos conectaran micrófonos de cable; por eso me había traído unos alicates en el bolsillo de la americana.
Pero eso no era lo bueno.
Dejé caer los alicates al tiempo que apartaba la silla de una patada y saltaba encima de la mesa. Me había preparado para tres sillas dispuestas en arco, pero la mesa era mejor; siempre y cuando no tardara demasiado en subirme, me garantizaría vía libre. De momento, todo iba bien: silla caída en el suelo y salto limpio a la superficie de madera.
Aunque eso tampoco era lo bueno.
Cavan tuvo tiempo de cerrar la boca y dar un respingo hacia atrás. Lawson Brierley tenía la mirada descontrolada. Corrí hacia él por encima de la mesa. Para no resbalar, me había calzado un par de zapatillas deportivas negras compradas especialmente para la ocasión.
Eso tampoco era lo bueno.
Lawson tenía las manos en el borde de la mesa, tensándolas para impulsarse hacia atrás. Cavan estaba cayéndose de la silla cuando pasé por su lado. Con el rabillo del ojo me pareció ver la cámara grande y al tipo con la cámara de mano siguiéndome. Desde las sombras detrás de Cavan, alguien se lanzó hacia delante tratando de agarrarme los pies, pero falló. Yo también me tiré en plancha, alargando el brazo izquierdo con la esperanza de coger la corbata de Brierley y la mano derecha cerrada en un puño.
Lawson estaba retrocediendo, pero no había empezado a tiempo; además, el cable del micrófono le haría ir más despacio. Caí boca abajo sobre la mesa y resbalé por la madera. No conseguí cogerle la corbata con la mano izquierda: le agarré la hombrera izquierda de la casaca, pero el puño derecho golpeó satisfactoriamente —y dolorosamente, a juzgar por mis dedos— en la mejilla izquierda de Lawson, justo por debajo del ojo.
Mi velocidad y su impulso nos mandaron a los dos sobre su silla y caímos al suelo hechos una maraña de pies y brazos, donde le propiné otro par de puñetazos más flojos y él consiguió darme una vez en las costillas y otra en la nuca con golpes débiles e indoloros antes de que los guardias de seguridad y la gente de producción nos separaran.
Eso, evidentemente, tampoco era lo bueno.
Se llevaron a Brierley lanzando gritos sobre la intimidación y la violencia comunistas, rodeado de personal con auriculares, mientras dos guardias uniformados me mantenían con la parte posterior de los muslos contra la mesa. Me limité a sonreír a Lawson y no opuse resistencia. Me satisfizo enormemente comprobar que a Lawson ya le estaba saliendo lo que, en el lugar de donde provengo, solíamos llamar un ojo a la virulé; un bonito ojo a la funerala. Una puerta se cerró discretamente en la oscuridad y silenció los gritos de Brierley.
—No pasa nada, chicos —les dije a los guardias de seguridad—. Prometo no salir corriendo detrás de él.
No me soltaron, pero quizá aflojaron un poco. Miré alrededor. Parecía que Cavan también había desaparecido. Sonreí a los dos guardias cuando la regidora se acercó. Su actitud era profesional e inmutable.
—Ken, señor Nott. ¿Le importaría regresar a la Sala Verde?
—De acuerdo —dije—. Aunque quiero que me devuelvan los alicates, o, en su defecto, un recibo. —Sonreí—. Pagaré un cable nuevo para el micro.
Seguía sin ser lo bueno.
—¡Ken!
Cavan entró en la Sala Verde. Los dos guardias estaban allí conmigo y dos de las eficientísimas. Estaba viendo el canal de noticias en el televisor de la sala y relajándome con un whisky con soda. Normalmente no toleraría semejante combinación, pero oye, solo era un whisky de mezcla y además sentía un deseo reconfortante de emborracharme deprisa.
—¡Cavan! —contesté.
Se le veía algo acalorado. Lucía una sonrisa que no parecía feliz de estar en su cara.
—Vaya, menuda sorpresa, Ken. ¿De qué iba el tema?
—¿Qué tema?
Cavan se sentó en el borde de la mesa con los bocadillos y la bebida.
—¿Te ha dado un pronto, Ken?
—Cavan. No tengo ni idea de qué me hablas.
La puerta se abrió de nuevo y entró el productor ejecutivo; un tipo pequeño, calvo, nervioso y de aspecto huraño con el que había coincidido antes brevemente y cuyo nombre había olvidado en cuanto me lo dijeron.
—Ken —dijo el tipo con voz ronca—. Ken, ¿qué, qué, qué, qué ha sido ese…? O sea, no podemos permitirlo, o sea, ha sido, de verdad, o sea, ¿qué, qué diablos…?
—Cavan, amigo.
—… O sea, o sea…
—¿Qué?
—… No puedes, no puedes…
—¿Vais a avisar a la policía?
—… ningún respeto, profesionalidad…
—Ah, ¿la policía?
—… avergonzarte, la verdad, o sea, yo no…
—Sí, ¿vais a llamar a la policía?
—… en toda mi carrera…
—¿Eh? Ah, ahora…
—… desgracia, una desgracia…
—¿Habéis llamado a la policía? ¿Tenéis alguna intención de llamarlos?
—… lo que podrías estar pensando…
—No tengo ni idea, Ken. Tal vez aquí, el productor, lo sepa. Mike, ¿avisamos a la policía?
—¿Qué? Yo… Ah… Yo… No lo sé. ¿Deberíamos?
Mike miró a Cavan, que se encogió de hombros. Cavan me miró a mí.
—Chicos —me reí— ¡Preguntadme a mí! —Volví a centrar la atención en el televisor y añadí—: Creo que deberíais averiguar si van a presentarse los federales. Porque, si no es así, me largo.
—Ah… ¿Irte? —dijo Mike, el productor ejecutivo.
—Hum… —contesté, echando un trago mientras veía imágenes de la base estadounidense de Guantánamo.
—Pero, bueno… Habíamos pensado que tal vez podríamos seguir adelante con el debate. O sea, si estás conforme…
Cavan se cruzó de brazos y adoptó un aire divertido e inocente.
Miré a los dos moviendo la cabeza.
—Escuchad, no tengo la mínima intención de tomarme en serio las ideas enfermas de ese asqueroso capullo de derechas. ¡Que las debata! ¡Por Dios! —Volví la atención a la tele—. Nunca la he tenido —musité. Miré de nuevo al productor. Estaba boquiabierto. Fruncí el ceño—. Lo habéis grabado todo, ¿verdad?
—Sí. Por supuesto.
—Bien —dije—. Muy bien. —Me quedé mirando la tele un poco más—. Así que —le dije, cuando aún no se había marchado—, si pudierais enteraros de si los chicos de azul piensan tomar cartas en el asunto… ¿De acuerdo? Gracias.
Señalé la puerta con la cabeza y luego volví de nuevo la vista a los chicos que arrastraban sus pies en las jaulas de Guantánamo vestidos de naranja.
Cavan se rió entre dientes y se levantó dispuesto a marcharse.
—Bueno —dijo—, si no me equivoco, Ken, nos has jodido bien. —Abrió la puerta—. Pero con elegancia. —Asintió—. Cuídate.
Le sonreí.
En realidad, a esas alturas me habría avenido alegremente a cascársela a un facha y dar el asunto por zanjado, pero —en teoría, de acuerdo con la locura de plan, al menos— lo que tenía que ocurrir a continuación era que alguien llevara más lejos el tema y consiguiera que la policía se presentara y se me acusara formalmente de agresión.
Porque entonces —pese a todos los testigos, pese a las cámaras y las cintas de vídeo y a que se pudiera volver a pasar a cámara lenta desde distintos ángulos y, desde luego, pese al espléndido cardenal de Lawson Brierley— tenía toda la intención, ante la policía, ante los abogados, ante el juez y ante el tribunal si llegaba el caso, de negar que aquello había sucedido.
Y eso sí que era lo bueno.