6. LONDON EYE

—No, colega. Perdona, pero no.

—¡Ed! ¡Venga ya!

—Que no. Vas mal, Ken. Ni siquiera deberías habérmelo preguntado. Mejor lo olvidamos. Mira qué vistas.

Suspiré y me apoyé en el vidrio curvado. Estábamos en la London Eye, en uno de sus compartimientos bulbosos suspendido en el aire en su rotación de cuarenta minutos. Nos faltaban dos terceras partes del recorrido, la noria descendía lentamente. Era un día luminoso de finales de noviembre y el aire se veía limpio. La mayor parte de la numerosa familia de Ed estaba también en la noria, riendo y señalando y pasándoselo en grande. Ed había reservado un compartimiento. El trajeado encargado y yo éramos los únicos blancos a bordo.

En la subida había ido preocupándome cada vez más; de pronto se me había ocurrido que la Eye era un objetivo terrorista perfecto. Las patas de apoyo se extendían por detrás de un modo que me recordaba al desfile de martillos de The Wall, abriéndose hacia el suelo junto al viejo edificio GLC… Las patas y los cables que las sostenían me parecieron de repente terriblemente vulnerables. Dios mío, pensé, una bomba lo bastante potente mandaría toda la estructura al río, a solo un puente de distancia de Westminster… Pero habíamos iniciado el descenso y mi paranoia atípica había ido remitiendo a medida que la vista se allanaba. Río abajo, las torres blancas de soporte de las obras del puente Hungerford parecían mimetizar la arquitectura de la London Eye.

Ed acababa de regresar de pinchar en Japón y era la primera oportunidad que teníamos de hablar. Me había costado veinte minutos —y que pasasen las mejores vistas de la cima de la noria— pillarlo a solas.

—¿Me conseguirías un arma si fuera negro?

—¿Qué? —exclamó Ed, incrédulo. Algunos miembros de su familia se volvieron a mirarnos. Supongo que habíamos dejado claro que teníamos una conversación privada. Ed bajó la voz—. Escúchate, tío. ¡Coño, Ken!

Sacudí la cabeza, le di unas palmaditas en el antebrazo y apoyé la cabeza en las manos.

—Lo siento —dije con un suspiro—. Lo siento, Ed. He sido, he sido un capullo. Yo…

—Mira, colega, me doy cuenta de que esto te tiene atacado. No es culpa tuya. —Ed se inclinó hacia delante para ponerse a mi altura y poder hablarme aún más bajo—. Pero una pipa no va a solucionar nada. Será otro problema más. Probablemente.

—Es solo para defenderme —dije sin convicción. Pero me había rendido. Sabía que no iba a convencerle. Peor aún, sabía que probablemente Ed tenía razón.

—Ya, eso dicen todos, chaval.

—¿No niegas entonces que conoces a gente que podría conseguírmela?

—Pues claro que no. Pero, hombre, Ken. —Señaló al grupo de gente que llenaba el compartimiento—. Míralos.

Los miré. Formaban un grupo colorido, feliz y mayoritariamente femenino, todos vestidos de forma llamativa, risas y sonrisas relucientes. Pocas veces se ven ya tantas sonrisas juntas en un mismo sitio. Al menos cuando no hay pastillas de por medio. La madre de Ed me vio mirándola y me saludó, con una sonrisa tan amplia como la vista de Londres. Le devolví el saludo y no pude evitar sonreírle. Me tenía en buena consideración porque me había acordado de alabar su peinado antes de subir a la noria. Es decir, el peinado le quedaba bien pero no era el tipo de cuestión que yo comentaría normalmente porque, bueno, soy un hombre… pero Ed me había chivado hacía años que, en particular con las mujeres negras, halagarles el peinado era el paso más grande que podía darse para ganarse su aprecio, desde luego, el más grande que pudiera darse gratis. En su momento le dije que me parecía muy cínico por su parte y le acusé de pertenecer a ese vasto movimiento de mayoría negra llamado Sexistas Contra el Racismo, pero, por supuesto, seguí su consejo a pies juntillas.

—No soy un puto mafias —me contestó Ed, señalando a su familia con la cabeza—. Tengo que pensar en todos ellos, en mi carrera. Ahora soy un hombre de negocios, ¿me entiendes? No necesito para nada a gente de esa que no sale de casa sin una Uzi encima. He visto adónde conduce, Ken, y es una mierda. Solo sirve para hacerles el trabajo a los guripas y los racistas. Hostia, mira Estados Unidos. Te rompe el corazón ver a los negros en contra de los suyos, colega. Hay una cantidad obscena de hermanos enchironados y en el corredor de la muerte.

—Lo sé. —Suspiré—. He hablado del tema en el programa.

—Ya, bueno, las putas ordenanzas tienen mucha culpa, pero, colega, a menos que no tengas más opciones (que las tienes) y que sepas exactamente lo que te haces (que no lo sabes) lo mejor es que no te metas.

—No te estoy pidiendo que me pases una pipa, solo quiero un nombre, un teléfono, un lugar al que acudir. ¿Cómo se llamaba aquel amigo tuyo que acabó en el trullo? ¿Robe? ¿No podría…?

—No. Robe, no. Hemos perdido el contacto.

—Solo un teléfono, Ed.

—No puedo, Ken.

—Querrás decir que no quieres.

—No puedo hacerlo y mantener la conciencia tranquila. Ya sabes a lo que me refiero.

—Sí. Sé lo que quieres decir.

—Si en Londres te sientes amenazado, vete de vacaciones; a Escocia, por ejemplo.

—Tengo obligaciones, Ed, y un programa. Tengo un contrato.

—Ya, bueno, pero a lo mejor alguien te la tiene jugada.

—Por eso se me ha ocurrido que un medio de defensa…

—Mira, o los tíos son tan cutres que no necesitas una pistola para sacártelos de encima, como ya has hecho una vez, o son tan buenos que llevar una Glock escondida en los Levis 501 no implicará la mínima diferencia. ¿Has visto El profesional?

Le miré.

—¿Sabes qué? Creo que antes tenías razón; deberíamos limitarnos a admirar el paisaje.


No quería marcharme de Londres. Me gustaba la ciudad. En parte era por orgullo, no quería huir. En parte era fatalismo; según quién fuera a por mí, podrían encontrarme en cualquier lado, de modo que estaría mejor donde tuviese más amigos (incluso si los muy hijos de puta se negaban a proporcionarme cobijo o un medio de autodefensa). En parte era que tenía que ganarme la vida y cumplir con mi trabajo, con el que además disfrutaba.

Compré una linterna Mag-Lite grande y larga, un trasto de seis pilas más largo incluso que las que había visto llevar a los guardas de seguridad. Una luz potente, buena, pero, con su medio metro de largo, como porra era aún mejor. Encajaba perfectamente en el ángulo entre el cabezal de la cama y el colchón y a veces, si me despertaba por la noche, sobre todo si Jo no estaba, estiraba el brazo y palpaba su suave frialdad diamantina, me tranquilizaba y volvía a dormirme.

Una cosa que no le había contado a Ed era que Capital Live! había tomado cartas en el asunto. Phil había insistido, y cuando lo consulté con Paul, mi agente, este me confirmó que mi contrato incluía una cláusula que me obligaba a informar de cualquier amenaza contra mi vida, salud o capacidad para cumplir con la presentación del programa. Debería haberme indignado, pero en realidad fue un alivio.

Sir Jamie en persona me había telefoneado desde Los Angeles, asegurándome que velarían por mí. El jefe de seguridad de Mouth Corporation, un tipo entrecano con pinta de duro y de ex agente de las SS llamado Mick Beezley, hizo sustituir el sistema de alarma del Bella del templo, añadir en el muelle una cámara de vigilancia conectada con el Centro de Seguimiento de Mouth Corporation, que funcionaba las veinticuatro horas del día todos los días de la semana, e instalar una máquina de rayos X en la sala de correo (donde ya se buscaban envíos de ántrax). Se equipó el Land Rover con un sistema de control por satélite, igualmente conectado con el Centro de Seguimiento. Por lo visto, un sistema de seguridad llamado algo así como Thatcham Categoría Cuatro hacía imposible interferir ni mangonear en el Landy más que vía helicóptero. No me atreví a apuntar que añadir tantas maravillas electrónicas a algo que, en esencia, era diesel, un mecanismo de relojería y cuatro cables, incrementaría su valor —y en consecuencia, su atractivo para quien tuviera disposición a robar— en un dos mil por ciento.

Se me dijo incluso que podría disponer de un guardaespaldas cuando me sintiera especialmente vulnerable, pese a que por la experiencia vivida sospechaba que cuando era más vulnerable era cuando una fulana coqueta me sacaba de paseo por la polla y para empezar no quería a nadie rondando cerca (con la posible excepción de su hermana gemela).

—De parte del jefe —masculló Mick Beezley, entregándome una caja bastante grande. Se refería a sir Jamie en términos de «el jefe».

Era un reloj de pulsera. Un reloj muy aparatoso con esferas dentro de más esferas y una montura con montones de marcas y muescas y minúsculos grabados para descifrar cuando estuvieras soñando con pagar el último plazo del reloj y por fin fuera tuyo y gran variedad de botones y manecillas, incluida una enorme con pinta de poder engancharla al Big Ben e intentar darle cuerda al muy cabrón. Parecía la clase de reloj que los niños solían considerar muy molón (hoy día, no; ahora anhelan el sencillo Spoon posmoderno que solía llevar). Aquel trasto tenía toda la pinta de ser sumergible hasta en el fondo de la Fosa de las Marianas, pero también parecía el tipo de reloj que no tenía sentido fabricar sumergible porque pesaba tanto que te arrastraría hasta el fondo nada más lanzarte al mar. Lo miré fijamente, luego contemplé el ejemplo de escultura de sencilla elegancia que llevaba en la muñeca y después los rasgos de Mick Beezley, apenas menos bastos que los del reloj.

—¿Qué es esto? —le pregunté—. ¿El reloj de James Bond?

—Es un Explorador Breitling —retumbó—. Lleva instrucciones, pero, básicamente, si se tira con fuerza de este botón grande de aquí, sale un cable que envía una señal al satélite. Solo debe usarse en situaciones de verdadera emergencia, de lo contrario te quedas con un reloj del que sobresale un cable larguísimo imposible de meter otra vez dentro y una factura de reparación carísima. Si la emergencia es real, te pagan la reparación.

—¿Funciona en lugares cerrados?

—No tan bien.

—Vale. ¿Cuánto cuesta?

—Tres mil quinientas libras. Así que no lo pierdas.

—Cojones.

—Y no es de James Bond; hace años que los venden en las tiendas.

Lo miré atentamente.

—Es evidente que no compro en las joyerías correctas. —Lo levanté. No pesaba tanto como había imaginado, pero pesaba lo suyo—. Joder. Si además da la hora, me lo quedo.

Beezley me miró. Yo le miré. Al cabo de un rato me rasqué la cabeza y añadí:

—¿Ese rictus te lo enseñaron en las SS?


—Muy bien, retomamos el asunto teléfono-vibrador. Para los que acabéis de incorporaros al programa, nos referimos a nuestro viejo proyecto de conseguir que alguien fabrique teléfonos móviles de las dimensiones y, esto, eh, las garantías de seguridad adecuadas para que las damas los utilicen como… aparatos para el solaz íntimo. Creo que ése era el eufemismo con el que nos habíamos quedado, ¿verdad, Phil?

—Eso creo —convino Phil desde el otro lado de la mesa.

—De modo que intentamos que alguien los fabrique. Ánimo, debe de haber algún empresario emprendedor por ahí. Ahora se fabrican móviles sumergibles, ¿no? Así que ¿qué problema hay? No hace falta tecnología nueva. Vale, quizá tenga que quedar una cosita colgando…

—Existe un precedente —remató Phil.

—Tiene que ser seguro, debe tener la forma adecuada, tiene que ser cómodo y tiene que funcionar. El sexo telefónico adquirirá una nueva dimensión. Cuando una mujer te diga: «Llámame», sabrás lo que quiere decir en realidad, incluso aunque sepas que lo más probable es que nunca te conteste.

—Hasta que decidan llegar al final.

—Gracias, Phil. —Hice una pausa—. Phil, tienes cierto aire petulante. Soy consciente de que trabajas bajo los efectos de la patética ilusión de que mereces parecer petulante todo el tiempo porque eres un tipo intrínsecamente fabuloso, pero ¿por qué ese aire tan particularmente petulante en este momento preciso?

—Era la letra de una canción.

—¿El qué? ¿«Hasta que decidan llegar al final»?

—Sí.

—Fascinante.

—De Joni Mitchell —explicó en voz queda, sonriendo—. ¿O era Melanie Safka? —Frunció el ceño.

No pude evitarlo, me eché a reír.

—No me digas… Una vez más, no has dado precisamente en el clavo en términos de nuestro target de audiencia, Philip.

—Permítele a un hombre de mediana edad tener sus pequeñas debilidades.

—Muy bien. Debilidades concedidas. En fin. Vamos allá. Estamos hablando a una de las ciudades más emocionantes del mundo. —Phil se carcajeó—. No puede ser que el ingenio humano no logre inventar un teléfono que las mujeres usarían con placer.

—Y los hombres —intervino Phil. Arqueé las cejas—. Algunos —dijo encogiéndose de hombros—. Se me ha ocurrido.

—Bueno, todos sabemos que tú mismo, sin ir más lejos…

—Vale —dijo Phil, quitándose las gafas y limpiándolas con un pañuelo—. Ser gay no significa automáticamente que sientas el deseo, digamos incluso el deseo ardiente, de meterte todo tipo de elementos electrónicos vibradores en la zona que usas para sentarte.

—De todos modos, le da a la expresión «tono de llamada» resonancias nuevas —dije riéndome a mi pesar.

Phil se sonrió.

—Buenooo… —dijo con pereza—. Quizá no sea el tema perfecto para un programa de mañana.

Consulté la pantalla de llamadas.

—Phil, veo en la pantalla un sinfín de gente que llama para llevarte la contraria.

—Escuchemos lo que tienen que decir, ¿te parece?

—Veamos. Pero, oyentes, os advierto: cualquier otra llamada consistente básicamente en un zumbido y los sonidos de la pasión humana será tratada sin miramientos.

—O grabada y utilizada en el futuro en alguna línea caliente —añadió Phil pegado al micrófono.

—Jimmy. El primer oyente que llama desde Lambeth. Quiere dar su opinión sobre el programa. Que es…

Abrí la línea. Una voz masculina tranquila y templada dijo sin ningún acento particular: «Vais a necesitar un presentador nuevo, eres hombre muerto». Luego colgó.

Phil vio la expresión de mi cara. Cubrió la intervención con pitidos. Le indiqué que parara y dije:

—¡Guau! Eso se llama clavar pitidos. Mamá, te tengo dicho que no me llames al trabajo. Espero que en la línea cinco encontremos a alguien con la lengua más gentil. Marissa, esa eres tú. ¿Qué tienes que decirnos?

—¡Hola, Ken! ¡Quiero encargar uno de esos teléfonos! ¡Pero que no sea demasiado pequeño!

La corté.

—¡Ajá! ¡Eso se parece más al tipo de llamada que queremos para hoy! Más llamadas después de… (¡Un poco de buena música! ¿Cómo se nos ha colado eso?)… The Spooks.

Apreté el play y me eché hacia atrás, temblando.

Phil me miró.

—¿Te encuentras bien?

—Estoy bien —dije, aunque era mentira.

—¿Quieres hacer un descanso? Podemos pinchar varias canciones seguidas.

Respiré hondo.

—No. Que los jodan. Seguimos como siempre.

—Vale, de acuerdo. Pero ¿qué te parece si animamos un poco el cotarro? ¿Que entren también Kayla y Andi?

Sabía qué tenía en mente Phil: nosotros cuatro charlando en antena como una gran familia malavenida y se acabaron las llamadas telefónicas.

Eché una vistazo a la sala de control, donde nuestras dos ayudantes nos miraban con expresión seria desde el otro lado del cristal mientras asentían con la cabeza.

—Sí —dije—. ¿Por qué no?


—Creía que ya no atendíamos llamadas anónimas —dijo Debbie, la directora de la emisora.

Estábamos en la pequeña sala de reuniones situada a medio edificio: estaban redecorándole el despacho. Éramos Phil y yo, Kayla y Andi y Trish Eaton, directora de recursos humanos de la emisora (yo todavía intentaba adivinar qué había pasado para que la denominación «Personal» cayera en desuso).

—¡Y nunca las aceptamos! —protestó Kayla.

Andi, que también se había encargado de tomar los datos de las llamadas, asintió en apoyo de Kayla.

—El número que apareció en la pantalla de filtro automático era normal —le explicó Phil a Debbie—. Un móvil. He pasado el número a la policía, pero creen que lo más probable es que sea robado. O quizá uno de prepago en el que no conste quién lo ha comprado.

Kayla se recostó en la silla, con expresión de haber quedado justificada.

—Bien, entonces quizá no deberíais aceptar más llamadas de ningún tipo, ¿no os parece? —sugirió Trish. Era del tipo matrona rolliza con la tez juvenilmente tersa y cejas finas.

—Bueno, desde luego, no son nuestro único atractivo —dije—. Pero sí una parte importante del programa. Detestaría prescindir de las llamadas. —Los miré a todos—. Por el momento no han vuelto a intentar secuestrarme, así que quizá tampoco repitan la llamada. Y seguimos contando con el retraso de tres segundos en la emisión.

—Eso asumiendo que exista una conexión entre ambos sucesos —dijo Phil dejando de mirarme para centrarse en Debbie—. Me refiero a lo del taxi y a la llamada de esta mañana.

—Sí —convine—. Seamos optimistas, a lo mejor esta es solo ¡una amenaza telefónica normal! —Volví a mirarlos a todos, tratando de resultar tranquilizador y tranquilo. Todos me miraban—. ¿Qué?

—¿Necesitas un descanso? —preguntó Debbie. Trish asentía.

Mierda, me habían entendido mal.

—¡No! —contesté. Bajé la voz, tanto el volumen como el tono—. No me parece bien rendirse ante lo que, en esencia, constituye terrorismo personal —dije con firmeza—. Voto por que sigamos como si nada. De lo contrario, habrán ganado los malos. No creo que ninguno de nosotros —miré con intención al retrato de nuestro Querido Propietario, que nos contemplaba desde la pared— quiera formar parte de algo así, en especial en el clima reinante. Al fin y al cabo, estamos en guerra.

Miré a Trish y a Debbie. Ahora asentían las dos, y supe que había ganado. Ésa era la clase de chorradas que podían entender.

—Vale —dijo Debbie despacio—. Pero otra llamada más como esa y cortamos las líneas. ¿Conformes?

Nos miramos todos, asintiendo.


—A lo mejor deberías cambiar de trabajo —sugirió Jo.

—¿Cómo? ¡Me encanta mi trabajo! —protesté.

—¿Ah, sí? —Jo se paró y dio media vuelta. Paseábamos por Bond Street, era el segundo domingo de diciembre—. Ken, detestas casi todo lo que haces y las cosas en las que andas metido.

—¿De qué estás hablando?

—Piénsalo. ¿Escucharías Capital Live! si no tuvieras obligación?

—¿Estás loca? ¡Por supuesto que no!

—La música que pinchas, ¿te gusta?

—¡No seas ridícula! Casi toda es basura. Los putos Westlife y Hear’say. Las cosas están más que mal cuando pinchas Jamiroquai y te parecen un soplo de aire fresco.

—¿Y la gente que llama por teléfono?

—Con alguna honrosa excepción, son todos unos memos, capullos, estúpidos dogmáticos y listillos fanáticos.

—¿Los anuncios?

—Con los anuncios será mejor que no empiece.

—¿Los otros locutores?

—Unos cretinos insulsos. Plantéales elegir entre inaugurar otro supermercado por una buena suma y chuparle la polla gratis a sir Jamie y se les fundirá la única neurona que tienen.

—¿Los tories? ¿El nuevo laborismo? ¿Los republicanos estadounidenses? ¿La CIA? ¿El FMI? ¿La Organización Mundial del Comercio? ¿Rupert Murdoch? ¿Conrad Black? ¿Barclay Brothers? ¿Como-se-llame Berlusconi? ¿George Bush, Dubya? ¿Ariel Sharon? ¿Saddam Hussein? ¿El tal Farrakhan? ¿Osama Bin Laden? ¿La familia real saudí? ¿Los fundamentalistas musulmanes? ¿La derecha cristiana? ¿Los colonos sionistas? ¿La Fuerza de Voluntarios del Ulster? ¿El Consejo Armado de Continuidad del IRA? ¿Exxon? ¿Enron? ¿Microsoft? ¿Las tabacaleras? ¿Las iniciativas financieras privadas? ¿La guerra antidroga? ¿El culto al accionista?

Solo se calló, supuse, para coger aliento. La miré fijamente un momento, luego negué con la cabeza.

—¿Cómo puedes haberte olvidado de la Thatcher?

Extendió los brazos.

—Odias muchísimas cosas, Ken. Tu vida, tu vida laboral; todo está lleno de gente, cosas y organizaciones que sencillamente no soportas.

—Estás tratando de demostrar algo, ¿verdad?

—De hecho, olvidémonos de tu vida laboral; pasa lo mismo con tu tiempo libre. ¿Podemos ir de vacaciones a Estados Unidos?

—Te lo he dicho; no hasta que…

—Restauren la democracia. Vale. ¿Venecia? ¿Roma?

—¿Con ese cabrón corrupto al mando, rodeado de su séquito de fascistas…?

—¿Australia?

—¿Con esa política de inmigración racista? Ni en…

—¿China?

—No mientras los asesinos de Tiananmen continúen…

—He terminado mi alegato. ¿Existe algún lugar…?

—Islandia.

—¿Islandia?

—Me encantaría ir a Islandia, siempre y cuando no se pongan a cazar ballenas, claro. Además, hemos estado en Egipto y también queda Francia. Me parece bien ir a Francia. Al final he acabado por perdonarles más o menos que hundieran el Rainbow Warrior. Hasta vuelvo a comprar vino francés.

—Siempre has comprado vino francés.

—No, no es verdad. Le impuse un embargo, tenía mis propias sanciones contra el vino francés hasta hace seis meses.

—¿Y qué narices era el champán?

—Ah. El champán es otra cosa. Aunque admito que debería desdeñarlo por principios, es una especie de tienda cerrada geográfica. Espero con ilusión el día que alguna cooperativa neozelandesa produzca el equivalente a un Krug setenta y cinco.

—Dios. ¿Hay algo que te guste de verdad, sin peros?

—¡Me gustan montones de cosas!

—¿Como qué?

—¿Aparte de los sospechosos habituales?

—No hablo de películas.

Me reí.

—Yo tampoco. Quiero decir aparte de los amigos, la familia, la paz mundial, los bebés y Nelson Mandela.

—Sí. Eso. ¿Qué?

—Los estudiantes.

—¿Los estudiantes?

—Sí, parece que está de moda detestar a esos capullines, pero yo creo que están muy bien. Como mucho, quizá hoy día sean demasiado estudiosos, quizá no sean demasiado rebeldes, pero en esencia están bien.

—¿Qué más?

—El criquet. Creo sinceramente que es muy posible que el criquet sea el mejor juego del mundo. Para un escocés, admitir algo así es una herejía y entiendo completamente por qué los americanos piensan que solo los ingleses podrían inventar un juego que dura cinco días y aun así puede acabar en empate, pero no puedo evitarlo: me encanta. No acabo de comprenderlo del todo y sigo sin conocer todas las reglas, pero hay algo en su ritmo extrañamente errático y su mera complejidad que… psicológicamente lo eleva por encima de cualquier otro deporte. Incluido el golf, que está plagado de cabrones reaccionarios demasiado bien pagados pero sigue siendo cuestión de habilidad y oficio y belleza y, desde luego, se inventó en Escocia, como otras muchas cosas buenas.

—Eso son solo dos cosas.

Chasqueé los dedos.

—Los liberales. Las clases parlanchinas. La corrección política. Estoy con ellos. Como en otros casos, tienen mala prensa por culpa de enanos morales a los que asusta la verdad, empleados por multimillonarios ambiciosos para cascársela a los intolerantes, pero a mí no me engañan; yo los apoyo. Son mi gente. Los liberales buscan la amabilidad. ¿Qué tiene eso de malo? Y, Dios los bendiga, lo hacen en ¡las fauces de la adversidad! El mundo, la gente no paran de decepcionarlos con ejemplos constantes de lo asquerosos que pueden llegar a ser los seres humanos, pero los liberales lo asimilan todo, se agachan, se atan las sandalias y siguen adelante; pensando bien de la gente, leyendo el Guardian, enviando cheques a buenas causas, acudiendo a las manifestaciones, avergonzándose educadamente de la zoquetería de la clase obrera y en general acalorándose cuando ven que tratan mal a la gente. Es lo bueno que tienen los liberales; les importa la gente, no las instituciones ni las naciones, no las religiones o las clases, solo la gente. A un buen liberal no le importa si es su nación, religión, clase o lo que sea la que está maltratando a otro puñado de gente; sigue estando mal y protesta. Te lo digo yo, una nación que ha convertido la palabra «liberal» en una palabrota está enferma, muy enferma. Pero, ya ves, los yanquis piensan que el baloncesto es un deporte y que no tiene nada de cruel ni raro tardar cuatro minutos en matar a un ser humano con una descarga de treinta mil voltios.

—¿Has dicho la corrección política? Eso es nuevo.

—Corrección política es como los fanáticos de derechas llaman a lo que todos los demás llamamos ser educado, o a lo que todos los demás llamamos no ser un fanático de derechas.

Jo me miró con los ojos entornados.

—Apuesto a que podrías encontrar grabaciones tuyas en las que arengas sobre por qué hay que odiar la corrección política.

—Como todo el mundo, tengo mis propias definiciones de las cosas y nunca se me ocurriría negar que un puñado de estúpidos pueden llevar demasiado lejos una idea por lo demás perfecta, pero mantengo la opinión de que la corrección política es más el ofendido que el ofensor. Además, uno puede cambiar de opinión. Ah, y los periodistas. Me gustan los periodistas.

—¡¿Qué?! —exclamó Jo con incredulidad—. ¡Tú odias a los periodistas!

—No es verdad, solo a los que se inventan citas, subvencionan criminales, acosan al inocente, actúan en connivencia con gente carente de todo talento o por el contrario desperdician sus innegables dones en porquerías. No hay duda de que son una vergüenza. Pero ¿un periodista decidido a descubrir la verdad de una historia, exponer las mentiras y la corrupción, contarle a la gente lo que ocurre de verdad, conseguir que una parte de la humanidad se preocupe por el resto o al menos empiece a plantearse preguntas? Ese vale su peso en oro. De hecho, en microchips. Son los guardianes de la libertad. Son más importantes para la democracia que la mayoría de los políticos. Santos seculares, eso es lo que son. Desde luego, también ayuda que sean liberales. No muevas así la cabecita, jovencita. Estoy hablando muy en serio.

—Ahora sí que tengo claro que me estás tomando el pelo.

—¡Que no, te lo juro! —dije agitando los brazos—. Y se me acaba de ocurrir otra cosa que me gusta.

—¿Sí? ¿Qué?

Asentí.

—Esta ciudad.

—¿Londres?

—Ajá.

—Pero si siempre te estás quejando de que el metro apesta, está sucio y es peligroso, y que el tráfico está espantoso y que el aire huele mal y que la gente no es tan simpática como en Glasgow y que las copas son demasiado pequeñas y caras y que no es tan emocionante como Nueva York ni tan civilizada como París ni tan limpia como Estocolmo ni tan moderna como Amsterdam ni tan divertida como San Francisco ni…

—Sí, sí, sí, pero date la vuelta y mira. Mira.

Jo dio media vuelta y miró el aparador al que había estado dando la espalda mientras conversábamos. Habíamos incluido Bond Street en nuestro paseo del domingo por la tarde porque yo quería visitar algunas joyerías pijas a ver si vendían mi exagerado reloj nuevo. La tienda delante de la que nos habíamos parado resultó ser una joyería. Y el aparador estaba lleno de espumaderas suspendidas en el espacio de detrás del cristal como una lluvia surrealista de pequeños paletas centelleantes. Formaban la Colección Rabinovich de Espumaderas de Plata Antiguas y Modernas, por citar la elegante placa de la vitrina (nos encontrábamos a pocas puertas de una tienda llamada Locuras, detalle muy apropiado).

—¿Cómo puedes no enamorarte de una ciudad que genera cosas como esta? —pregunté.

Jo decía que no con la cabeza. Volvía a ir de rubia y le había dado por cardarse el pelo corto en pequeños pinchos parecidos a los del merengue. Me cogió del brazo. Llevaba un anorak plateado de plumón. Yo llevaba un estupendo abrigo de la RAF que me había regalado mi tío a los diecisiete años.

—Vámonos —dijo—. Estoy cogiendo frío.

Echamos a andar en dirección sur, de vuelta al río.

—Y la música, claro. Me encanta la música.

—Pero acabas de decir que detestas las cosas que tienes que pinchar.

—Sí, porque es basura comercial. El equivalente sonoro de la Coca-Cola y el McDonald’s: te llena pero solo es porquería fabricada en cadena y no contiene casi nada que te siente bien. La música que me gusta es la que la gente hace porque tiene que hacerla, porque necesita hacer música, con el alma, no con el bolsillo.

—Tú no crees en el alma.

—No creo en un alma inmortal. Solo me refiero a la esencia de lo que somos, no a una superstición.

—Ya, bueno, suerte tienes de limitarte a pincharla y no tener que involucrarte en el proceso de producción.

—Hablas como si fueran tartas.

—¿Tartas?

—Sí. Ya sabes, eso de que, si te gusta comer tartas, es mejor que nunca, nunca, veas cómo las fabrican y qué llevan dentro.

—Sí, bueno —dijo Jo levantando una ceja tachonada de acero—, puedes creerme: ahí fuera hay un montón de grupos «tarta».

—Supongo que lo mismo podría decirse de las salchichas.

—Idem de ídem.

Miré hacia el final de la calle, a la tienda de DKNY. Me acordé de lo que Ceel me había contado acerca de las cinco mil camisetas rojas con las Torres Gemelas hacía casi tres meses. En el frío de diciembre temblé, anhelando el calor oscuro y achicharrante de aquella habitación de hotel. Otra cuestión del paseo que no podía compartir con Jo. Nuestra ruta nos había llevado por delante de varios de los hoteles que había visitado con Ceel. Hacía diez minutos que habíamos pasado por el Claridge y había estado a punto de proponerle a Jo que entráramos a tomar una copa, una taza de té o solo a fingir que éramos clientes y colarnos en un ascensor con ascensorista de uniforme, pero al final una suerte de instinto profiláctico, una exigencia atendida a regañadientes de obedecer la restricción de Ceel en lo referente a mantener nuestra aventura separada del resto de nuestras vidas, me lo impidió.

—¿Ése no es tu reloj? —dijo Jo deteniéndose ante el escaparate de otra joyería y señalando con la cabeza una muestra de varios Breitling aparatosos y centelleantes colocados sobre un fondo de tela amarilla.

Eché un vistazo al brazalete de pesado metal, capaz de alargarme el brazo, que llevaba en la muñeca izquierda.

—Con eso pareces diez años más viejo.

—No te metas con mi reloj, cari.

—Con ese reloj parece que conduzcas un Roller y compres cosas de… Joder, cosas de esas.

Los dos nos quedamos mirando un aparador, del que luego huimos rápidamente, con dos tronos inmensos —desde luego, sillas no eran— fabricados con cristal tallado y terciopelo rojo.

—La virgen.

—¿Hemos visto lo que hemos visto?

—Me encuentro mal.


Paseamos hacia Embankment cruzando Saint James Park rodeados de otros conciudadanos ociosos y puñados de turistas, fochas, cigüeñas, cisnes negros y ardillas pedigüeñas. En lo alto, la cima de la London Eye se alzaba contra el cielo, girando de manera casi imperceptible por encima de los edificios departamentales de Whitehall cual halo esquelético e irónico.


—¡Eh! Patinaje sobre hielo. ¡Qué pasada!

—Ya —murmuré—. Oye, mira, después ¿podríamos volver a casa? Tengo los pies destrozados.

—Vale.

Jo me condujo hacia el inmenso patio de Somerset House, donde habían instalado una pista temporal de patinaje sobre hielo para las vacaciones de invierno. Cables de luz recorrían el enorme patio interior. Ventanales, columnas, arcos y chimeneas contemplaban la escena, por la que cientos de personas deambulaban sin prisa, se sentaban envueltos en gruesos ropajes en las terrazas de las cafeterías o permanecían de pie contemplando a los patinadores, que circulaban por el hielo blanco como un grupo de hojas lentas y planas atrapadas en un remolino de viento. Olía a café, cebolla frita y ponche de vino caliente.

Sobre nuestras cabezas pendía un cielo de acuarela, los tonos fluían, se fundían y alimentaban unos con otros a medida que la luz menguaba oculta por una madeja de nubes en lenta deriva.

Sobre el hielo, la gente reía y chillaba, agarrándose entre ellos o a la barandilla de la pista, inclinados, resbalando. Los chillidos rebotaban en la imponente arquitectura del patio cuando la gente caía estrepitosamente contra la fría superficie arañada del hielo. Se abrió un hueco en la muchedumbre de la pista, siguió el destello azul de alguien saltando y entonces vi a Celia.

Iba vestida con un traje de patinaje azul pastel: medias, una minifalda de vuelo y una especie de túnica ajustada de cuello alto y manga larga. Llevaba guantes marrones y patines blancos. Se había recogido el pelo. Al alcanzar el punto álgido del salto que había llamado mi atención, Celia se retorció pulcramente en el aire, dando un giro, y luego aterrizó sin problemas sobre la cuchilla derecha, con la rodilla flexionada, y estirando la otra pierna hacia atrás. El sutil chasquido de la cuchilla al aterrizar se expandió por el hielo entre los cuerpos en movimiento; Celia se alejó con los brazos en cruz para mantener el equilibrio, deslizándose por la superficie en una amplia espiral paulatinamente decreciente. Con gran habilidad esquivó a un par de patinadores y luego, con un elegante saltito, dio media vuelta y patinó de espaldas hacia un hueco libre cerca del centro de la pista, se encorvó y tensó el cuerpo para un nuevo salto.

La gente se metió por medio y la perdí de vista. Me acerqué a la barandilla que bordeaba los límites de la pista y apoyé las manos en el frío tubo metálico intentando volver a verla. Había trozos de lona azul plastificada atados a la barandilla y noté uno de los nudos debajo de la mano izquierda. Tenía la boca seca y fría y un remolino de viento me llenó los ojos de lágrimas. La vi una vez más cuando el gentío de la pista volvió a separarse y su curso sinuoso y liviano la atrajo hacia mí con un siseo metálico como a una criatura extraterrestre fabulosamente exótica que hubiese caído en nuestro prosaico mundo desde una realidad superior.

De pronto comprendí dos cosas. La primera, que nunca había visto a aquella mujer a la luz del día. La segunda, que era la cosa más bonita que jamás había contemplado.

Giró, se colocó, saltó y aterrizó y luego resbaló en una espiral limpia, perfectamente centrada, a menos de diez metros de mí. Recogió los brazos y los alzó por encima de la cabeza. Aceleró la velocidad del giro y su esbelta figura se convirtió en una columna de luz azul alta y borrosa irguiéndose sobre la extensión blanca mientras las luces reflejadas en las cuchillas de las botas despedían efectos estroboscópicos. Terminó la pirueta y volvió a alejarse, cruzando en diagonal la áspera superficie. La siguieron algunos aplausos de gente de dentro y fuera de la pista, y Celia sonrió pero no dio ninguna otra muestra de sentirse aludida ni miró a nadie en particular. Pasó a tan solo un par de metros de mí y yo me volví para contemplarla. Lucía una expresión tímida, casi avergonzada. Por debajo del suave tono tostado de su piel se adivinaba un rubor rosado.

Un cuerpo se apoyó en el mío, frotándose contra el costado.

—Es buena —dijo Jo, volviendo a cogerme del brazo.

—Sí —fue todo lo que pude decir.

Celia se unió durante un rato a un grupo de patinadores que se deslizaba en círculos, serena, grácil y firme.

—Y además lleva todo el equipo. Le queda bien el traje.

—Sí.

—¿Te apetece un vino caliente?

—¿Hum…? Eh, sí. Sí. Buena idea.

—Esta ronda me toca a mí. ¿Te esperas aquí?

—Ah… Sí, vale.

—Enseguida vuelvo.

La siguiente vez que Celia pasó cerca iba mirando a los espectadores, como si buscara a alguien. Me vio y tardó un poco en reaccionar, pero apenas mudó la expresión. Pasó patinando por delante sin mirarme, escudriñando el gentío más alejado de la barandilla, luego saludó a alguien al fondo y se detuvo en el borde de la pista a unos veinte metros de mí.

El señor Merrial.

El gigante rubio que había supuesto que era su guardaespaldas cuando los vi abandonar la fiesta de sir Jamie en abril estaba de pie a su lado. No entendía cómo no lo había visto antes.

El señor Merrial estaba hablando con su mujer. Por un instante, me miró directamente a los ojos y movió la cabeza, pero no a modo de saludo. Me sentí como una escultura de hielo: helado, frágil, condenado. Celia echó el más breve de los vistazos en mi dirección. Se me había secado por completo la boca, como si la saliva se me hubiera congelado en encías y dientes. El suelo, el patio entero, se inclinaba bajo mis pies. Me aferré con más fuerza a la baranda metálica. Delante de mí, una chica, prácticamente doblada en dos sobre el hielo, se abrió camino a tientas por la pista, riendo, arrugando la lona de plástico de la que se agarraba para avanzar.

El señor Merrial seguía mirándome; su cara pálida y poco amistosa se veía muy blanca en contraste con el grueso abrigo negro que vestía. Era lo único que se le veía, la cara; llevaba guantes, una bufanda gruesa y un sombrero tipo Politburó. Celia negaba con la cabeza. Ahora el grandullón rubio también me miraba.

Ay, mierda. Aparté la vista, intentando parecer relajado. Contemplé a los demás patinadores. Había algunos bastante buenos, que saltaban y giraban cuando encontraban un hueco. Me llevé el codo derecho al costado para asegurarme de que mi móvil seguía en el cinturón. ¿Lo había encendido por la mañana? Los domingos no siempre lo hacía. No me acordaba. Sospechaba que no.

Sacudí la muñeca izquierda y de pronto sentí el peso reconfortante del enorme reloj.

Me arriesgué con una miradita de reojo. Celia seguía negando con la cabeza, a juzgar por sus gestos, parecía estar discutiendo con su marido o suplicándole algo. Él asentía y luego sacudía la cabeza. Celia abrió los brazos como si se rindiera, ladeó la cabeza, su marido la saludó con una leve inclinación y ella se alejó patinando rápidamente hacia el extremo opuesto de la barandilla.

Al instante volví a mirar a los otros patinadores. Joder, ¿no nos habían descubierto, no? Merrial no lo sabía, ¿verdad? Joder, joder, ¿por qué habíamos venido hasta aquí? ¿Por qué no habíamos cogido un autobús o un taxi de vuelta a casa desde Embankment? ¿Por qué no se me había ocurrido que como Celia sabía patinar podría estar aquí, podría verla y, en caso de que estuviera, la acompañaría su marido? ¿Por qué no me había escapado nada más descubrirla? ¿Por qué había tenido que verme y reaccionar con aquel sutil pero fatal reconocimiento? ¿Por qué el puñetero de Merrial tenía que ser tan observador? Mierda, ¿por qué cojones la vida no era un videojuego en el que poder retroceder, borrar los minutos previos y elegir otra opción?

Volví a mirar. El grandullón rubio había desaparecido. Lo busqué a mi alrededor con toda la desesperación posible pero sin mover la cabeza. ¿Cómo narices le había perdido la pista? Dios mío, no intentarían nada aquí, ¿verdad? Demasiada gente. Y policía; al menos había visto dos parejas. Merrial también se había ido.

—¿Señor Nott? —llamó una voz a mis espaldas.

Me quedé petrificado, con la vista clavada en el hielo. A lo lejos pasó un destello azulado. Me volví.

—John Merrial. —El hombre me tendió la mano. La acepté.

De cerca, su rostro era delgado, casi delicado. Parecía algo triste e infinitamente sabio. Tenía las cejas finas y muy oscuras, los labios delgados y muy pálidos. Los ojos, azul brillante. Enmarcada por el abrigo, la bufanda y el gorro de piel, la cara de Merrial resultaba irreal, un objeto bidimensional visto en una pantalla.

—Hola —dije. Mi voz se redujo a un hilillo.

—Ésa era mi mujer, la de azul —dijo. Su voz sonaba tranquila. Casi sin ningún acento. Vislumbré una cabeza rubia inmensa entre la gente, detrás de Merrial.

—Es muy buena —dije, como tragándome las palabras—. ¿No le parece?

—Gracias, sí. —Entornó los ojos—. Creo que ambos coincidimos en una fiesta de Jamie Werthamley, ¿verdad? La primavera pasada. En Limehouse Tower. No nos presentaron, pero creo haberle visto.

—Creo que sí —dije.

Me estoy tirando a tu mujer, me estoy tirando a tu mujer, me estoy tirando a tu mujer, pensaba sin parar, mientras una parte demente y suicida de mi cerebro quería escupirlo, decirlo en voz alta, para acabar con la situación, para que pasara lo peor y no tener que seguir imaginándomelo.

—¿Qué tal le va a Jamie? —Sonrió.

—Bien. La última vez que le vi.

Que, puestos a pensarlo, había sido en la misma fiesta; en la fiesta en la que conocí a tu mujer y la besé y la sobé y pactamos esta aventura amorosa descaradamente suicida.

—Bien. Dele recuerdos de mi parte.

Oh, ¿quiere decir que no va a matarme ahora mismo?

—Encantado. Claro. Desde luego.

Miró por encima de mí, hacia el hielo.

—Mi esposa escucha su programa de radio.

Sí. Y esa mano que acaba usted de estrechar ha estado dentro de su dulce coño. ¿Ve esta lengua, estos labios? Piense en sus orejas, sus pezones, su clítoris.

—¿De veras? Me siento muy halagado.

Me devolvió una débil sonrisa.

—Me ha rogado que no se lo pida, pero sé que la haría usted muy feliz si le dedica algún tema.

—Bueno, no solemos hacer esas cosas —oí contestar a alguna parte subnormal de mi cerebro.

¿Qué?

—Oh —dijo, bajando la mirada un segundo.

¿Es que estaba loco de atar?

Su abrigo era grueso, muy oscuro y brillante.

¿De verdad tenía tantas ganas de morirme?

Calzaba zapatos de cuero estrechos, negros y relucientes y llevaba guantes finos de cuero negro, aunque se había sacado el derecho para saludarme.

—Pero —dije, dando una palmada y sonriendo—. Por… por…

Por alguien a quien me folio sin parar durante horas en cuanto me dan la oportunidad.

—Por un amigo de sir Jamie, y… por una patinadora de semejante belleza… creo que podremos hacer una excepción. —Asentí. Ahora Merrial sonreía—. De hecho, estoy absolutamente seguro de que podemos hacerla —le dije.

Porque, verá usted, a la hora de la verdad, carezco totalmente de principios y haré cualquier cosa, cualquier cosa, para salvar mi miserable, hipócrita y mentiroso pellejo.

—Es usted muy amable, señor Nott —dijo sin alterarse—. Se lo agradezco.

—Ah, eh, de nada.

Me encanta hacer favores a la gente que odio.

Giró unos dos grados la cintura al tiempo que decía:

—Aquí tiene mi tarjeta.

Y el grandullón rubio con las espaldas de un metro de ancho apareció de pronto al lado de Merrial y me ofreció una sencilla tarjeta de visita blanca, que acepté rápidamente para que no me vieran el temblor de los dedos.

—Llámeme para cualquier cosa en que pueda ayudarle.

—Ah, bien. —Bueno, podría usted hacerme el favor de morirse. ¿Qué le parece? Me guardé la tarjeta en un bolsillo—. Gracias.

El señor Merrial asintió despacio.

—Bueno, tenemos que irnos. Encantado de haberle conocido.

—Igualmente. —Puto gángster asesino asqueroso hijo de puta.

El señor Merrial dio media vuelta dispuesto a marcharse, pero se detuvo.

—Ah —dijo. Volvió a lucir su sonrisa fina como una cuchilla. Joder, señor del crimen de los cojones, estaba a punto de calmar mis nervios desquiciados, ¿y ahora me vienes con tu momento Colombo?—. Debería decirle cómo se llama, ¿no le parece?

Por supuesto que no me lo parece, cabeza hueca, maldita la falta que hace: se llama Celia. Ceel. A veces, nena, nena, nena, cuando me estoy corriendo dentro de ella.

—¡Ah! Claro, sería de gran ayuda.

—Se llama Celia Jane.

—Celia… ¿Jane? —se me escapó.

Bien hecho, Kenneth, marca bien el énfasis en el Jane. Está clarísimo que quieres morir.

Asintió.

—Celia Jane. —Alargó la mano y me dio una palmadita en el codo antes de girarse.

Se alejaron entre la gente, el tipo rubio iba dejando tras él una estela de espacio. Celia, perdón, Celia Jane salió de la pista por una de las puertas de acceso de la barandilla adonde fueron a esperarla los dos hombres. El rubio le entregó un abrigo y un par de zapatos. Celia Jane no me miró y se apoyó en el brazo de su marido para cambiarse los patines por los zapatos. Me froté los ojos. Cuando volví a abrirlos, el señor y la señora Merrial y su corpulento gorila no estaban.

Yo todavía temblaba cuando Jo regresó con dos tacitas de poliestireno llenas de vino humeante.

—Ten. Tienes pinta de necesitarlo. Estás muy pálido. ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien. Gracias.


—¿Hablaste con él? ¿Le diste la mano? No jodas.

—Su mujer es una fan.

—¿De qué? ¿De los disparos a las rodillas?

—Mía, payaso.

—¡Te estás quedando conmigo, colega! —Ed hablaba muy agudo, el altavoz de mi móvil se esforzaba en soportarlo.

Le conté los detalles del encuentro con el señor y la señora Merrial en Somerset House.

—Guau. Ahí es donde se registraban las cosas, ¿no? Nacimientos y bodas. Y defunciones.

—Sí, bueno, ahora hay una pista de hielo artificial, que es donde me topé con el tipo.

—¿Y le vas a dedicar un disco a su señora?

—Desde luego que sí.

—¡La virgen! ¿Y dice que ahora te debe un favor?

—Bueno, eso me dio a entender, pero…

—Pues pídele que averigüe quién va a por ti. Joder, dedícale un programa entero a su zorrita y de paso te los borra del mapa.

—Creo que resultaría algo excesivo.

—Al viejo le van los excesos, tío.

—Ya, bueno, creo que lo mantendré alejado de los líos en que ando metido.

—Chico listo, Kennif.

Tamborileé con los dedos de la mano izquierda en mi brazo derecho. Estaba de pie en la cubierta del Bella del templo, contemplando las aguas oscuras. Jo estaba abajo, abriendo unos paquetes de comida coreana a domicilio que acababan de traernos de un restaurante de Chelsea. Había sentido la necesidad de contar al menos algo de lo ocurrido por la tarde y Ed me había parecido la elección más obvia.

—¿Tú crees que debería pedirle ayuda? —pregunté—. Sé que es un mal tipo, pero a mí me ha parecido amigable; casi servicial. Es decir, tal vez…

—No, no creo que debas pedirle nada. Era broma. Mantén tu culito de blanco lejos de esa clase de gente.

—¿Estás seguro?

—Seguro, tío.

—Ya, pero a mí no me ha parecido tan malo, o sea…

—Escucha. Te voy a contar algo de tu querido señor Merrial.

—¿Qué?

—Es un poco horrible, pero creo que necesitas que te lo cuenten.

—A ver, di.

—Bien. —Oí a Ed respirar hondo. O quizá diera una calada—. Tiene un cabrón enorme que trabaja para él, ¿sabes? Un tipo rubio con la constitución de un refugio nuclear.

—Le he visto. Esta tarde me ha dado la tarjeta de Merrial.

—Bien. Bueno, pues esto me lo ha contado alguien que estuvo presente una vez cuando pasó. Cuando el señor Merrial quiere sacarle algo a alguien que no quiere contarle lo que sea, o si está molesto con alguien, en fin, lo ata a una silla con las piernas estiradas y los pies atados a otra silla y entonces el gigante rubio ese se le sienta en las piernas al tipo y bota encima cada vez más fuerte hasta que el desgraciado habla o las rodillas se le doblan del revés y se le parten las piernas.

—¡Joder, por Dios! Hostia, ese tío está enfermo.

—Y me lo ha contado un hermano que además es una fuente fiable, tío, sin lugar a dudas, nada aficionado a soltar trolas. Lo llevaron para que viera lo que le ocurriría si cabreaba al señor Merrial. En realidad yo creo que mi colega debió de intentar colarle alguna no muy limpia y Merrial quiso mandarle una advertencia. Por eso lo vio. Y lo oyó.

—Me encuentro fatal.

—El hermano ese también está hecho un cabrón. Y sabe desenvolverse por ahí, pero te juro que cuando me lo contaba se puso gris. Gris, Kennif.

—Verde —tragué—. Como yo ahora.

—Ya, bueno, pensaba que debías estar al corriente antes de mezclarte todavía más con gente de esa.

—¿Ken? —chilló Jo desde abajo.

—Hora del té, Ed. Aunque, no sé por qué, pero creo que he perdido el apetito. De todos modos, gracias por avisarme.

—De nada.

—Hasta la vista.

—Sí, cuídate. Aguanta, hermano. Adiós.


No miré de verdad la tarjeta de Merrial hasta la mañana siguiente, justo antes de comprobar los bajos de mi coche en busca de una bomba y poner rumbo al trabajo. Los Merrial vivían en Ascot Square, en Belgravia. Me detuve al lado del Landy y pensé en grabar el número de los Merrial en el móvil; decidí que debía hacerlo. Lo guardé en la posición 96, encima del número de móvil de Celia. Nunca había llegado a borrarlo —todavía me gustaba echarle un vistazo de vez en cuando—, pero por alguna razón me pareció el lugar adecuado para el teléfono de su casa.

Apenas había terminado cuando me llamaron al teléfono, todavía en mi mano; Phil, desde la oficina. Era otro día triste de diciembre y acababa de empezar a llover. Desconecté la alarma del Landy, abrí los cerrojos y me subí dentro, lejos de la lluvia, antes de contestar:

—¿Sí?

—Última hora.

Metí las llaves en el contacto.

—¿Qué pasa?

—Empieza el catorce de enero.

—¿Qué? ¿El año que viene? Van como locos, ¿eh?

—Falta un mes. Pero esta es la definitiva.

—Seguro que sí, Philip.

—Que no, que está programado en firme. Y te quieren en el programa.

—No es la fraseología más tranquilizadora del mundo.

—Han empezado a anunciarse y todo.

—Y todo. Bien.

—Los de relaciones públicas te van mencionando por ahí. Es un rumor.

—Algo a menudo asociado a la muerte, la decadencia, ¿no te parece?

—¿Vas a parar de comportarte como un cínico puñetero?

—Probablemente poco después de parar de comportarme como un puñetero vivo.

—Pensé que querrías enterarte.

—Tienes razón. La incertidumbre me estaba matando.

—Si lo único que se te ocurre son sarcasmos…

—El de hoy será un gran programa.

Le oí reírse. Me dispuse a arrancar el Landy, pero antes me recosté y agité las manos a pesar de que Phil no pudiera verme.

—¡Por amor de Dios! —dije—. ¿Por qué los de la tele tienen que convertirlo todo en un acontecimiento? Solo es un elemento de un programa televisivo de interés minoritario, no una obra inédita de Shakespeare escrita al dorso del fragmento perdido de la Sinfonía inacabada. —Volví a coger las llaves.

—¿Vienes para acá?

—Mejor que ir al más allá.

—Guárdate las bromas para el programa. Buen viaje.

—Voy de Chelsea al Soho, Phil, esto no es el rally París-Dakar.

—Entonces nos veremos pronto. Cuídate.

—Sí, adiós.

Guardé el teléfono. Me miré la mano, apoyada en las llaves del Landy que colgaban del contacto. La gente no paraba de decirme que fuese con cuidado. Miré afuera, por encima del capó abollado del Landy, sin girar todavía la llave de contacto. Ahora llovía con bastante intensidad. Suspiré, luego salí y revisé los bajos del coche por si había una bomba. Nada.


—Estoy totalmente a favor de la globalización. Es decir, si hablamos del tipo de globalización que dice a la gente que se olvide de lo que haya votado porque en cualquier caso os vamos a privatizar el agua y vamos a subir los precios un quinientos por ciento o más, entonces no, no me va. Yo estoy a favor de la globalización de las Naciones Unidas, por imperfectas que sean, por la globalización de los tratados antiarmamentísticos, la globalización de la Convención de Ginebra (posiblemente la siguiente muestra de internacionalismo de la que Bush y los suyos querrán renegar), la globalización del Tribunal de Justicia Internacional que Estados Unidos se niega a firmar, la globalización de las medidas en contra de la contaminación y ¿sabes por qué, Phil? Porque el viento no conoce fronteras. La globalización…

—El suelo.

—¿Qué?

—El suelo y el mar y el espacio. Ésas son las fronteras del viento.

Apreté el botón de efectos especiales que reproducía el viento del desierto soplando por entre las calles de un pueblo fantasma abandonado mucho tiempo atrás, con plantas rodadoras girando en el polvo entre crujientes ruinas de madera.

—¿Algo así? —pregunté mirándole.

—Es posible. —Phil me sonreía por encima de su ejemplar del Wall Street Journal.

—Quizá estuviera en racha.

—Te he cortado el rollo, ¿verdad?

—Eres una llave de paso, Philip.

—Un sifón.

—¿Perdona?

—Me he adelantado antes de que se te ocurriera a ti.

—Esta mañana estás hecho un fondo fiduciario de sentencias.

—Así me gano la vida.

—Mira, Phil, si me permites adoptar un momento mi Voz Seria…

—Oh, no, otro anuncio de caridad no.

—No. Pero, como sabrás, Philip, no solemos atender peticiones.

Phil pareció sorprendido.

—Bueno, es que no podemos. La mayoría de las que recibes resultan anatómicamente imposibles.

—Creo que descubrirás que en Tánger existe una pequeña clínica privada que, previo pago, te demostrará lo equivocado que estás, Filfa Phil, aunque quizá no.

—Continúa.

—Ayer me encontré con alguien que había conocido en una fiesta y le prometí que le dedicaría una canción a su mujer.

Phil me miró parpadeando. Alcé el cronómetro para los silencios radiofónicos amenazadoramente.

—¿Ah, sí?

—A veces, Phil, todo es banalidad.

—¿Es un anuncio nuevo del programa?

—No. Así que, para la encantadora Celia Jane, «Have a Nice Day» de los Stereophonics.

Puse el disco y ajusté los controles de la mesa.

Phil parecía desconcertado. Miró los botones de la mesa de mezclas y escuchó la canción por los auriculares.

—Ni siquiera hinchas la voz —dijo, más para sí que para mí. Separó los brazos—. ¿De qué va todo esto?

Me colgué los cascos del cuello para darles un respiro a mis oídos.

—No pienso darte más información —le contesté. Señalé al lector de cedés en marcha—. De todos modos lo íbamos a pinchar. Fin de la historia.

Arrugó la piel de alrededor de los ojos.

—¿Intentas tirarte a esa mujer?

—¡Phil! Está casada, ya te lo he dicho.

Phil se rió en voz alta.

—¿Desde cuándo eso te ha detenido alguna vez?

—A veces eres un cínico, Philip. Ya verás, aunque cambie el viento tú seguirás en el mismo sitio.

—Es para protegerme de ti, amigo.

—¿Qué tiene de malo aceptar peticiones?

—Que nunca lo hacemos.

—Bueno, pues para variar.

—Tiene que haber otro motivo.

—¿Quieres dejarlo ya? No hay nada más.

—Conozco la manera en que te funciona la cabeza, Ken. Tiene que haber algo más. Eres una criatura de costumbres y rituales, más de lo que crees.

Negué con la cabeza.

—Vale, admito que me vi en una situación un tanto extraña por culpa de… un amigo de sir Jamie —dije mirando el tiempo de reproducción en la lista de temas y luego el reloj del estudio.

—¡Ajá!

—Ni ajá ni hostias. Mira, el tipo es una especie de pez gordo, conoce a nuestro Querido Propietario, nos encontramos ayer de casualidad y no sé cómo me comprometí a dedicarle una canción a su señora.

—Que apuesto a que es una belleza.

—El tipo es un pez gordo, ya te lo he dicho. Siempre lo son. Si alguna vez ves a alguno de esos con una mujer normalita, eso es amor. ¿Quieres parar de mirarme así?


—Vaya, menuda sorpresa.

—Quería darte las gracias.

—Pues ¿con qué felicitas la Navidad al cartero?

Ceel sonrió.

—Además, a partir de Año Nuevo no voy a poder verte en bastante tiempo. Lo siento.

—Ah, bueno.

—Tenías planes para esta tarde, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Nada; solo una cita con los abogados. Puede esperar.

—No estarás metido en ningún problema, ¿verdad?

—No. No son mis abogados. Es solo una declaración por un accidente que presencié hará un par de meses. Y bien, ¿qué vas a hacer en vacaciones?

—Voy a casa.

—¿A la isla?

—Sí.

—¿Con el señor M.?

—Sí. ¿Y tú?

—Me quedo en Londres.

Hacía casi un año que había accedido a pasar las fiestas con Jo y su familia en Manchester, pero ahora resultaba quejo estaría en el extranjero en Navidad y Año Nuevo, ayudando diligentemente a Addicta a aprovechar el momento mientras durara. Ni siquiera podía ir a visitar a mis padres; hacía mucho que habían decidido que estaban hartos de los inviernos escoceses y todo el follón navideño y llevaban varios años pasando las vacaciones en Tenerife.

—De todos modos, me alegro de que podamos vernos.

—Ha sido suerte. John ha tenido que marcharse esta mañana. A «Amsterdam», otra vez. —Consultó su reloj, que era lo único que llevaba puesto. Un atisbo de ceño fruncido se había dibujado en su frente al pronunciar la palabra Amsterdam—. Pero solo tenemos hasta las tres.

Me incorporé sobre un codo y la contemplé a la suave luz que se filtraba desde el baño y una lamparilla de lectura colocada sobre un escritorio de cortina. Celia estaba tumbada de forma exuberante, abierta de piernas, con su pelo castaño dorado extendido sobre las sábanas blancas y un almohadón mullido como un delta fabulosamente trenzado, con un brazo recogido bajo la cabeza y la marca de helecho del rayo simulando maravillosas marqueterías en su piel oscura como la miel.

—Ayer no sabía que estarías allí —le dije. Sacudí la cabeza—. Estabas muy guapa. Debería haberme escondido, pero no podía quitarte los ojos de encima.

Me acarició el brazo.

—No pasa nada. Me preocupé cuando me di cuenta de que John había visto que te reconocía, pero pensó que él también te conocía de la fiesta o tal vez de alguna fotografía en los periódicos. Tiene muy buena memoria.

—¿De modo que esta mañana se ha ido temprano y no ha oído la canción que te he dedicado?

—No. Pero yo sí que la he oído.

Miré alrededor.

—Y has decidido quedar aquí.

Estábamos otra vez en el Dorchester, donde había comenzado nuestra relación. El gran árbol del exterior, el que habíamos contemplado en mayo desde la suite de dos pisos más arriba a la luz de la luna y los reflectores, ahora se había quedado sin follaje. Esta vez no había que estar en silencio.

—Te confieso que he estado preguntándome qué harías cuando se nos acabaran los hoteles pijos nuevos. Nos había imaginado descendiendo de nivel hasta acabar compartiendo una litera en una habitación comunitaria de algún hostal mochilero de Earl’s Court.

Sonrió tímidamente.

—Eso son montones de citas, incluso si nos restringiéramos solo al centro de Londres.

—Soy optimista. Bueno, y ¿qué te ha hecho volver aquí?

—Bueno, tenía pensado regresar para nuestro primer aniversario…

—¿De verdad? —dije con una sonrisa de oreja a oreja—. Parece que al fin y al cabo ese corazoncito tuyo esconde un rincón romántico, Celia Jane.

Me pellizcó en el brazo, haciéndome chillar y frotarme la piel. Me iba a salir un morado. Un acto particularmente mezquino el suyo, porque a mí no se me permitía dejarle marcas.

—Ah —dijo levantando un dedo—. Pero después caí en la cuenta de que eso sería seguir un patrón, algo muy peligroso.

—Habrías sido una espía estupenda.

—Y también tenía la impresión de que algo había cambiado, ahora que nuestros mundos particulares se han mezclado.

—Una minúscula parte de mí, encogida y aterrada, pensaba que todo había cambiado y no querrías volver a verme —confesé—. Que se había roto el hechizo. Ya sabes.

—¿De verdad lo pensabas?

—Y tanto. Menos mal que solo he tenido una noche para darle vueltas a la cabeza, pero sí, se me ocurrió. Tienes esas ideas acerca de la separación y un conjunto de creencias que me resultan totalmente exóticas, cuyas consecuencias no logro entender ni anticipar… Por lo que yo sé, lo de ayer para ti fue una señal, un mensaje de los cielos que significaba sin lugar a dudas (sin posibilidad de apelar o argumentar en contra, y de acuerdo con una fe que no alcanzo siquiera a imaginar) que habíamos terminado.

Me miró casi con cara de sueño cuando me dijo:

—Me consideras un ser irracional.

—Creo que te comportas como la persona más racional que he conocido, pero afirmas creer en esa idea completamente descabellada de estar medio viva y haber muerto a medias y tener una gemela espeluznante en otro universo. Tal vez eso sea plenamente racional en un sentido profundo que hasta ahora se ha escapado a mi comprensión, pero no tengo la impresión de estar más cerca de entenderlo ahora que cuando soltaste esa chifladura la primera vez.

Se quedó callada un momento. Sus ojos almendrados de color ámbar me miraron como llamas en un pozo hondo.

—Estás a favor de la globalización, ¿verdad?

—Vaya, sí que escuchas el programa.

Paseó los dedos por entre los pelos de mi pecho, luego agarró con dulzura un puñado de ellos y dejó la mano colgando de allí, atrapada.

—Le das muchísima importancia a que a los países desarrollados, los países ricos, no se les permita imponer su forma de vida, su manera de pensar y negociar a los países más pequeños o más pobres, incluidas religiones, costumbres y demás, y sin embargo quieres que todo el mundo piense igual. Eres como la mayoría de la gente que tiene que… fulminarlo todo; quieres que todo el mundo piense como tú.

—Como todos, ¿no?

—Pero tengo razón, ¿verdad? Quieres extender por todas partes un único modo de pensar, por todo el mundo, que reemplace las distintas maneras de pensar que se han ido desarrollando en lugares distintos entre personas y culturas distintas. Eres un colonialista de la mente. Crees en el colonialismo justificado del pensamiento occidental. Crees en la pax logica. Deseas ver la bandera del racionalismo firmemente plantada en todos los cerebros del planeta. Dices que no te importa en lo que crea la gente, que respetas su derecho a adorar lo que quieran, pero en realidad no respetas a la gente ni sus creencias en absoluto. Crees que son tontos y que sus creencias son algo peor que inútiles.

Me dejé caer de espaldas. Solté un profundo suspiro.

—De acuerdo —dije—. ¿Quiero que la gente piense como yo? Supongo que sí. Pero sé que nunca va a pasar. ¿Respeto las creencias ajenas? Mierda, Ceel, no lo sé. Siempre se dice que hay que respetar las creencias religiosas de un hombre del mismo modo que respetas que crea que su esposa es la mujer más bella del mundo. Dejando a un lado la cuestión del sexismo, casual y esperemos que no malintencionada, eso lo entiendo. Acepto que podría estar equivocado. Quizá… las religiones de Abraham tienen razón. Quizá su megaculto a una trinidad cruel, misógina y aterramujeres dé en el clavo.

»Quizá al menos una minúscula, pequeñísima rama de la religión, como por ejemplo, los Wee Frees, que forman parte del movimiento presbiteriano escocés, que a su vez pertenece a la franquicia protestante, que es parte de la fe cristiana, que deriva del conjunto de creencias nacidas de Abraham, que son una de las religiones monoteístas… quizá ellos y solo ellos, unos pocos miles, han dado en el blanco con lo que creen y en cómo lo adoran y todos los demás han estado requeteequivocados todos estos siglos. O quizá el Único Camino Verdadero solo le ha sido revelado a un culto compuesto de un solo hombre de la periferia del Sufismo Montañés Guatemalteco reformado. Lo único que puedo decir es que he intentado prepararme para estar equivocado, para despertarme después de la muerte y descubrir que, oh, oh, que mi ateísmo fue un Gran Error.

Volví a apoyarme en un codo.

—¿Y creo que la razón debería sustituir a la irracionalidad? Bueno, pues sí. Sí. Soy culpable de los cargos. Y, bendita sea, la culpa es de la sociedad. De la sociedad, la educación, la indagación, la duda, la argumentación, la disputa y el progreso; todas las escuelas y bibliotecas y universidades, todos los eruditos y monjes y alquimistas y profesores y científicos. La fe está bien para la poesía, para imágenes y metáforas y para el arte y para decirnos quiénes somos y quiénes hemos sido. Pero cuando la fe trata de describir el mundo, de describir el universo, sencillamente se equivoca. Cosa que no importaría si admitiera que se equivoca, pero no puede, porque lo único que tiene es su certeza inquebrantable de su propia infalibilidad; lo demás es humo y espejos, y admitir la imperfección tiraría todo el invento por tierra. No existen las esferas de cristal y los planetas no son el resultado de un sueño erótico de algún dios celestial. Si se supone que debemos entenderla de manera literal, entonces es mentira, simple y llanamente. Si es una metáfora, entonces qué carajo tiene que ver con cómo funcionan las cosas en realidad. La razón funciona, el método científico funciona. La tecnología funciona.

»Si la gente quiere respetar el medio ambiente creyendo que el pez que se comen podría ser un ancestro suyo o aprender a bajar los retretes porque se les escapa el chi, estoy encantado o hasta honrado de aceptar los resultados incluso aunque piense que la raíz de sus comportamientos es, en esencia, una chaladura. Puedo vivir con eso y con ellos. Y tengo la esperanza de que ellos puedan vivir conmigo.

Ceel apoyó la mano abierta en mi pecho. El corazón me latía con fuerza. No debería permitir que esa clase de cosas me afectaran tanto, pero no tenía opción. Para mí eran importantes; no podía evitarlo.

—A veces —dijo Ceel en voz baja, mirándose la mano o tal vez mirándome la piel—. A veces pienso que tú y yo somos como alfiles de distinto color en un tablero de ajedrez.

—¿Alfiles? ¿Después de todo lo que acabo de decir?[3]

Sonrió, con la mano todavía abierta sobre mi pecho, como si intentara abarcar la distancia entre los pezones.

—Mejor reinas —convino.

—Tendrás que creer en mi palabra cuando te digo que preferiría ser peón que alfil. Al menos pueden trascender a sus orígenes.

—Te creo.

—O caballo. Siempre me ha gustado del caballo que se mueve tridimensionalmente en una superficie bidimensional. Y la torre; hay algo en el poder rotundo y engañoso de la torre que también me atrae. Y, ahora que lo pienso, también algo potencialmente tridimensional, solo una vez, enrocar. En cierto modo, los alfiles son más taimados, se cuelan entre las piezas como un cuchillo entre las costillas. El rey, por supuesto, es solo una responsabilidad.

—Estaba pensando en alfiles en bandos contrarios y también de diferente color. Los dos solos en el tablero de ajedrez, sin más piezas.

Asentí. Entendí entonces lo que quería decirme.

—Nunca podrían conectar —dije—. Se pasarían de largo eternamente, sin afectarse nunca. Fingen habitar el mismo tablero, pero en realidad no es así. En absoluto.

Levantó la vista hacia mí, con ojos pesados, ladeando la cabeza ligeramente.

—¿No crees?

—Tal vez. ¿Nosotros somos así?

—Quizá. Quizá todos los hombres y las mujeres. Quizá todas las personas.

—¿Para siempre? ¿Sin excepción? ¿Sin esperanza? —Intenté decirlo sin darle importancia.

Me agarró la polla con una mano, luego sacó la otra de debajo de la cabeza y se cubrió el sexo.

—Nosotros conectamos por aquí. —Sonrió. (Una sonrisa que entonces me pareció capaz de iluminar el universo de la cabeza, una sonrisa para iluminar a dos. Una sonrisa para iluminar infinitos)—. Por el momento, tendrá que bastarnos con esto.

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