12. LOS GATOS MUERTOS REBOTAN

Existe una cosa llamada «el rebote de un gato muerto». Creo que es una expresión de terminología bursátil. Alude al hecho de que incluso unas acciones que en esencia carecen de valor y solo van a la baja pueden registrar un ligero repunte momentáneo porque casi todo tiene un fondo. La comparación se basa en el hecho de que, incluso cuando un gato cae al suelo desde cuarenta pisos de altura y muere al instante, experimenta un ligero rebote.


Ahora sería un buen momento para pensar en cosas alegres.

Cuando llegué a Londres por primera vez, en 1994, no era locutor de radio. Había perdido mi trabajo en la StrathClyde Sound tras una serie de disputas (la gota que colmó el vaso, por absurdo que parezca, fue una campaña que titulé «No ensuciéis las estaciones» para que volvieran a instalar papeleras en las estaciones ferroviarias escocesas, ya que el IRA nunca había perpetrado ningún ataque terrorista en Escocia y por tanto no teníamos por qué tragarnos la medida de seguridad inglesa de retirar las papeleras por su condición de potenciales lugares en los que ocultar una bomba). Así que decidí emigrar al sur, a la gran ciudad, como generaciones de escoceses habían hecho antes que yo. En Londres, los pocos contactos que tenía y las docenas de cintas que había enviado no me llevaron a ninguna parte, de modo que acepté un trabajo de mensajero y me dediqué a surcar las calles atestadas a lomos de una Bandit bastante usada que me había costado los ahorros que me quedaban, zigzagueando entre coches, camiones y autobuses y cruzando en contra dirección alguna que otra isla peatonal para llevar documentos, disquetes y dibujos de un despacho a otro a la máxima velocidad.

Luego conseguí trabajo en una empresa de chóferes de motos tras convencer al director, no sé cómo, de que era un conductor hábil, responsable y, por encima de todo, agradable (milagrosamente había conseguido mantener limpia mi licencia pese al caos de la mensajería londinense y a que me habían derribado dos veces). La idea consistía en que el tráfico londinense estaba tan congestionado que se había creado un hueco, casi literal, en el mercado para trasladar a gente de un punto a otro de la ciudad por medios más rápidos que un taxi o una limusina. La respuesta era la moto; una moto grande como una Honda Pan European o una Tourer BMW 1200, complementada con maleteros para el casco extra y el sobretodo del cliente y una pantalla lo bastante alta para protegerlo de lo peor de las inclemencias (siempre que estuvieras en movimiento, aunque, claro, en moto siempre lo estás, incluso en un embotellamiento).

A la empresa no le iba mal, pero acabó con problemas de liquidez y la compró una firma de limusinas; echaron a la mitad de los conductores pero yo fui uno de los afortunados.

Una mañana de finales de primavera, al inicio del primer turno, me llamaron para una urgencia consistente en trasladar a alguien de Islington a Langham Place. El coche no se había presentado y yo era el conductor más cercano. Aparqué frente a un bonito adosado semipijo de Cloudesley Square, una de las zonas más residenciales del distrito, y una rubia menuda y delicada en vaqueros y una camiseta arrugada bajó corriendo las escaleras mientras se ponía una cazadora con pretensiones de ser de motorista y se despedía de un tipo con cara de dormido que había salido a la puerta vestido con lo que me pareció el camisón de una mujer muy pequeña.

—¡Hola! —me saludó la rubia, poniéndose el casco que le había ofrecido.

Tenía una cara pequeña y amistosa, el pelo corto y rizado y extremadamente despeinado y ojos arrugados del tamaño máximo que podía admitir una carita tan fina. Algo mofletuda. Estaba seguro de saber quién era. Y pensándolo bien, el tipo del camisón pequeño también me sonaba de algo.

—Buenos días —contesté, ayudándola a ajustar el cierre del casco bajo la barbilla. Cosa que no resultaba todo lo fácil que debería porque la mujer no paraba de cargar el peso del cuerpo sobre una pierna y luego sobre la otra—. Va a tener que estarse quieta —le dije con amabilidad.

—¡Perdón! —Movió las cejas. El casco le iba un poco grande, pero apreté la correa al máximo.

Abroché el cierre y la mujer levantó la pierna por encima del sillín y se sentó detrás de mí.

—¡Broadcasting House! ¡Langham Place! —bramó, chocando su casco con el mío—. ¡Rapidísimo! Si no le importa.

Asentí y arranqué. Serían las seis menos diez. No llegamos a tiempo, pero el productor cubrió el retraso pinchando un par de discos de cabo a rabo y —aparcado junto a un pequeño café de Cavendish Street— la oí empezar su programa en mi radio de auriculares y sonreí cuando —entre jadeos, risillas y disculpas— le dio las gracias al motorista que la había ayudado a llegar casi a tiempo. «Siento no haberte preguntado el nombre —dijo—. Pero si me estás escuchando: has hecho un buen trabajo, amigo.»

Por entonces Samantha Coghlan era algo muy parecido a la niña mimada del país. Había presentado varios programas infantiles de televisión con gran éxito, había probado con varios programas más serios sin un gran resultado —uno de esos tratos en que se van añadiendo ceros a la oferta monetaria hasta que el talento cede y luego los ejecutivos van por ahí rascándose la cabeza y preguntándose qué hacer con la estrella que han comprado— y después se pasó a la radio nacional en lo que al principio pareció un acto desesperado tanto por su parte como por la de Radio One.

Aunque al final resultó ser perfecta para Los desayunos de la radio. Bueno, perfecta salvo porque demasiado a menudo se quedaba dormida con su famoso novio estrella del cine después de alguna fiesta del mundo del espectáculo o salida nocturna con sus famosos amigos. Simpática y amistosa, pero también aguda y divertida, Sam añadió millón y medio de oyentes al programa y revitalizó una carrera que quizá estaba al borde de tener problemas. Al cabo de un año recibía premios, presentaba un programa de música pop y rock en televisión todavía con más éxito y ayudaba a un par de grandes cadenas a mejorar su aceptación por una generación de consumidores con la que habían perdido contacto.

Yo me convertí en Ken el Motorista, su medio de transporte preferido de ese verano. Desde el principio decidí callarme mi carrera radiofónica suspendida. Sam empezó a mencionarme en antena con más frecuencia y pasados un par de meses me convertí en uno más del dispar grupo de amigos, conocidos, adláteres y, bueno, parásitos que solía citar —siempre con alegría, nunca para mal— en el programa; un elenco de personajes que por lo visto iba construyendo sin pensar hasta que nos convertimos en una especie de culebrón de la vida real que el público seguía con avidez cinco mañanas por semana.

Al cabo de un tiempo —cuando la empresa nos equipó con intercomunicadores bidireccionales para poder charlar si así lo quería el cliente— Sam empezó a preguntarme por el camino sobre lo que había hecho antes de convertirme en chófer de motos. Al final no puede seguir ocultando mi antigua profesión sin resultar maleducado o mentir, así que lo confesé todo.

—¡Estupendo! ¿De verdad?

—De verdad.

—¡Genial! ¡Ven al programa!

—Oye —le dije—, no me voy a negar, pero quizá prefieras…

—No, hombre. Ven, ¡será divertido!

Así que fui. Y descubrí que no había perdido mi voz radiofónica ni mi toque personal y una mañana que libraba colaboré, de manera suficiente y modestamente divertida, durante cinco minutos de programa. Esa tarde recibí una llamada de una de las emisoras a las que había enviado una cinta de demostración hacía un año; me preguntaban si me importaría presentarme a una audición. Así que Sam me dio mi gran oportunidad.

La encantadora Samantha se despidió de sus oyentes una llorosa mañana de otoño para irse a Los Ángeles a tener niños con su prometido, el actor, cuya carrera había despegado por todo lo alto. Todos la echamos de menos, pero para entonces yo ya tenía un programa nocturno en una nueva radio privada de Londres llamada M25. Le envié flores; ella me envió una nota cariñosa, divertida y cortés que todavía conservo. Lo último que supe de Sam fue que era una mujer felizmente casada, madre de dos mellizas y una gran celebridad de la sociedad hollywoodiense, pero lo que más recuerdo de ella no fue su marcha ni esos generosos cinco minutos de programa que relanzaron mi estancada carrera, ni siquiera la mañana que la conocí; lo que más recuerdo son las estampidas por las calles somnolientas a la luz de un amanecer veraniego en dirección sur, avanzando hacia Langham Place entre el escaso tráfico de las cinco y media con el ronroneo de la moto bajo nosotros. Al principio se agarraba de los asideros, luego, pasados quince días, me pidió permiso para cogerse de mi cintura.

Yo, por supuesto, se lo di y de ese modo, tres de cada cinco mañanas y normalmente a la altura de Caledonian Road, entrelazaba sus manos enguantadas delante de mi barriga, apoyaba su casco en el mío y dormía plácidamente durante el resto del trayecto.

Cuando empezamos a llevar los intercomunicadores, a veces la oía roncar, muy flojito, mientras atravesábamos suavemente las calles silenciosas iluminadas desde las aceras en dirección al corazón de la ciudad que, poco a poco, iba despertándose.

Hasta entonces, nunca había sido tan feliz.

Desde entonces, solo cuando estoy con Ceel.


Y ahora estoy pensando en ella, porque ahora estoy en una caja, amarrado, maniatado, amordazado, a oscuras y petrificado porque va a pasarme algo horripilante, porque todo lo que hice anteriormente, todo ese asunto de entrar y salir de casa de Merrial no ha bastado y los malos han venido a por mí y se me han llevado y tengo miedo por mí y por Celia, porque me atenaza las entrañas y me hiela las tripas la terrible impresión de que cuando me saquen de donde estoy voy a verla y ella estará tan apurada como yo.


Llegaron en mitad de la noche, con la marea baja, cuando el barco entero estaba inclinado, desnivelado e inutilizado, deslizándose hacia un lado de la oscura pendiente de limo viejo de la que emana el olor frío de la muerte.

Me desperté presa otra vez del pánico, pero en esta ocasión porque creía haber oído algo. Me quedé tumbado en la cama, sin atreverme a moverme. ¿Había oído algo? A veces estaba seguro de haber oído un golpe fuerte justo antes de despertar, pero Jo siempre me decía que eran sueños. ¿Había vuelto a ocurrirme? Oí otro ruido, por encima de mí. Empecé a acercar la mano a la cabecera de la cama, donde guardaba la gran linterna-cachiporra negra de Mag-Lite. Quizá estaba soñando. O quizá era Jo que volvía, avergonzada, incapaz de vivir sin mí. Mejor todavía, quizá era Ceel; me habría dejado la puerta abierta o ella habría aprendido a saltar una cerradura de los colegas delincuentes de su marido.

Otro ruido. Hostia. Olvídate de la linterna. Activa el puto aparato para emergencias del Breitling, so burro. Empecé a juntar las manos.

Se encendió la luz. Me dolieron los ojos. Me volví, girando sobre la cama a tiempo de ver a un tipo blanco, alto y fuerte que no conocía encima de mí; de pie en la puerta del dormitorio había otro grandullón con una caja grande a sus espaldas. Tenían la misma pinta que yo hacía un rato: monos y gorras de béisbol. Me llevé la mano derecha a la muñeca izquierda, donde llevaba el Breitling, pero demasiado despacio. El primer tipo me golpeó con fuerza en la barriga y el aire se me escapó de los pulmones. Me agarró de la muñeca y me arrancó el reloj.

Cuando me soltó, me acurruqué, jadeando y lloriqueando, hecho un ovillo alrededor del dolor y el vacío sofocante provocado por el puñetazo, y los tipos me ataron en esa misma posición sin que pudiera hacer nada, tapándome la boca con cinta de electricista plateada y atándome de pies y manos con las misma tiras que usa la poli de modo rápido y eficiente. Los dos llevaban guantes de látex, como cirujanos. Me cachearon veloz, hábilmente, y me vaciaron los bolsillos. Luego me ataron el cuello con una soga al mismo nudo cuádruple que me atenazaba muñecas y tobillos, de modo que quedé en posición fetal. Así me encajaron dentro de la estructura metálica forrada de espuma de una lavadora escondida en la caja de cartón que había visto antes y que debieron de bajar a pulso por las escaleras. Me depositaron sentado sobre nalgas y pies y cerraron la tapa, obstaculizando el paso de la luz. Oí cerrarse por encima de mi cabeza las solapas de la caja de cartón y el ruido de la cinta al rasgarse, luego noté que me izaban para subir las escaleras.

Ahora estaba de lado, tumbado, y rodeado, me pareció, de una gruesa capa de poliestireno expandido. Intenté moverme, intenté gritar por la nariz, intenté patear, golpear, de todo, pero lo único que conseguí fue emitir un patético lamento por mis mocosas narices y acalorarme en aquel espacio minúsculo y aislado. Noté que me cargaban por la pasarela, el pontón, la pendiente de subida al aparcamiento y luego oí el ruido apagado de las puertas traseras de una furgoneta al abrirse. Me bajaron, cerraron las puertas con un golpe sordo, y a los pocos segundos, sin que oyera el motor debido al recubrimiento de espuma que me aislaba, la furgoneta arrancó, viró hacia la calle principal y aceleró.


Dios mío, joder, mierda. Lo mejor que cabía esperar ahora era que la situación estuviera relacionada con el capullo del accidente. Mark no sé qué. Quizá todavía intentaba salirse con la licencia de conducir en regla; quizá había convencido a mi amigo el señor Glatz de que al fin y al cabo, y pese a la charla frente al Museo de la Guerra Imperial, seguía necesitando que me presionaran un poco. Quizá había contactado con otros delincuentes dispuestos a hacerle el trabajo. Quizá tenía más recursos dudosos de los que el señor Glatz suponía. Quizá todo esto lo hacía solo para acojonarme —«¡Eh, chicos! ¡Misión cumplida!»—, para que me aviniera a cambiar mi declaración.

Solo que no lo creía.

Todo había resultado muy fácil, eficiente, bien planeado. Demasiada práctica. Estos cabrones lo habían hecho antes. Era Merrial.

Pero tal vez no. Tal vez cuando llegáramos adondequiera que fuésemos —y siempre cabía la posibilidad de que estuviéramos yendo a algún lugar terminal y espantoso tipo trituradora o incineradora o simplemente una dársena abandonada— vería al tal Southorne en lugar de a Merrial. Tal vez.

Rompí a llorar. El dolor del abdomen disminuía, pero me eché a llorar.

La furgoneta giraba por las calles de noche, a un lado y a otro.


Las cosas que no llegaré a decir. Los sermones que nunca soltaré. Tenía uno en construcción acerca del contexto, la ceguera, la selectividad, el racismo y nuestra intensa imbecilidad a la hora de reaccionar ante imágenes y símbolos y nuestra rotunda incapacidad para aceptar y comprender la realidad en forma de estadística.

Porque el otro día Phil había descubierto una estadística de fuentes fiables según la cual cada veinticuatro horas mueren en el mundo unos treinta y cuatro mil niños debido a la pobreza, la malnutrición y la enfermedad. Treinta y cuatro mil niños de un mundo, de una sociedad mundial, que podría alimentarlos, vestirlos y curarlos a todos con un cambio factible en la distribución de los recursos. Mientras tanto, las últimas estimaciones calculan que en las Torres Gemelas habían muerto dos mil ochocientas personas, de modo que es como si esa imagen, el espantoso derrumbe doble que levantó nubes de polvo, se repitiera doce veces todos los putos días; veinticuatro torres, una a la hora, día y noche sin descanso. Llena de niños.

Lamentamos la muerte de la gente que estaba en las torres, aceptamos prácticamente cualquier medida que evite que se repita y así debe ser. Pero ¿y las treinta y cuatro mil muertes diarias? Dado nuestro comportamiento y, pese a la idea de que se nos supone amor por nuestros niños, se nos perdonaría el pensar que a la mayoría de nosotros nos importan un comino.

Así que tal vez no sea tan terrible estar a punto de dejar este mundo (una última esperanza atrapada en la resaca, avanzando hacia la oscuridad, a la que poder aferrarse). Al menos le dije a Ceel que la quiero. Se lo dije, con las dos palabras convencionales. Ya es algo. No mucho, tal vez, y ella nunca me dijo que sintiera lo mismo, pero yo tenía que decirlo, quizá haya sido la última manifestación voluntaria de mi vida.


Parece que pasa mucho tiempo hasta que la furgoneta se detiene. Luego arranca otra vez, avanza despacio. Se sacude al pasar por encima de lo que da la impresión de ser un terreno desigual o una carretera llena de baches, luego se inclina hacia delante. Un giro a la izquierda, tomado poco a poco, luego varios seguidos, como si bajáramos por una rampa en espiral. Después paramos.

Siento como si el corazón se me despellejara contra la caja torácica, desesperado por escapar; es una rata en un microondas humeante. Sudo entre los confines aislados de la caja. Luego me izan, me bajan y les oigo rasgar la cinta al arrancarla de la caja de cartón. Levantan la tapa y entra un poco de luz. Dos de los tipos con mono que me metieron en la caja me sacan a pulso sin problemas. Desatan la soga que me mantiene el cuello agachado hacia los tobillos y las muñecas, luego cortan la ligadura de plástico que me une muñecas y tobillos. Me abro como una navaja y me sostienen de pie entre los dos, todavía atado de pies y manos. Estoy en un gran túnel rectangular de hormigón. Está bastante oscuro, iluminado únicamente por un par de luces de vidrio reforzado en el techo.

La furgoneta en la que hemos venido era una Astramax blanca y una pequeña parte de mi cerebro que no se cree lo que está ocurriendo piensa: ¡Claro! Una Astramax. ¿Qué, si no? Más adelante veo dos verjas de malla metálica y luces de techo a lo lejos que dibujan una cuadrícula en el espacio más grande que hay del otro lado de las verjas.

Me arrastran hasta las verjas y las abren de un empujón. Estamos en una ligera pendiente. Al fondo, la pendiente desaparece en la negra oscuridad, la oscuridad de un pozo infinito.

Se encienden unas luces del otro lado del abismo negro. Los faros de un coche, cegadores. La negrura es agua. Nos metemos en ella, levantando olor a muerto y podrido. Solo tiene un par de centímetros de profundidad, apenas es más que una película de agua. Las puntas de mis zapatos rozan la fina capa de cemento viejo pero todavía pulido. A unos quince metros de la suave rampa por la que hemos entrado llegamos al coche. Es un Bentley moderno, oscuro, grande. Junto al lado del conductor hay una pequeña isla de palés; unas dos docenas de cuadrados de anémica madera pelada de color blanco amarillento que forman una especie de burdo pontón por encima de la delgada película de aguas negras. El Bentley descansa junto a la isla de palés cual buque amarrado a un muelle.

En el centro de los palés, una columna metálica desciende desde el techo. Hay dos pilas de ladrillos a cada lado de la columna, de unos sesenta centímetros de altura, unidos a la columna de hierro negro con cinta aislante gruesa de color negro. A un metro de distancia, de cara a la columna, hay una gran silla de madera, maciza y sin apoyabrazos, del tipo que encontrarías a la cabecera de la mesa en una granja.

Cuando la veo intento luchar, pero con una ineficacia casi cómica. Sospecho que los dos tíos que me agarran ni siquiera lo notan. Me colocan frente a la silla. Cuando me resisto a que me sienten, el que me ha pegado antes me da un puñetazo que me destroza la mejilla. Por un momento pierdo la conciencia y cuando vuelvo en mí ya estoy atado en la silla y están acabando de engancharme los pies a la columna con cinta de electricista. Tengo los talones apoyados en las pilas de ladrillos, uno a cada lado del poste metálico.

No me lo puedo creer. La cabeza me da vueltas, da volteretas de campana y vibra, como en una atracción de feria en la que mi cerebro es el único desventurado e indefenso pasajero. Cuando estoy bastante asegurado y soy incapaz de mover un pelo —la única parte del cuerpo que controlo es la cabeza—, se abre la portezuela del Bentley por el lado del conductor y John Merrial desciende del coche. Viste un traje negro de tres piezas con chaleco de cuello alto. Guantes negros. Los dos tipos, uno a cada lado de mí, se cuadran ligeramente.

Adiós a mi última esperanza. Es Merrial, no Southorne. Estoy aquí por culpa del día de ayer, por el mensaje, por Ceel, y no por ningún chanchullo idiota para evitar unos puntos negativos en el permiso de conducir.

El señor Merrial parece pequeño, oscuro y apesadumbrado, como si tampoco él fuera a disfrutar con lo que me espera.

Las tripas se me descontrolan y me cago. No puedo evitarlo. Ahora no soy más que un pasajero en mi propio cuerpo que se limita a esperar, escuchar, sentir y luego oler lo que ocurre, sorprendido de lo rápido y fácil del proceso. El señor Merrial arruga la nariz. La mierda me llena los calzoncillos.

Nada, pienso. No se me va a perdonar nada.

El tipo que no me ha pegado se acerca a Merrial y le entrega las cosas que me han quitado. Merrial saca un par de guantes grandes de látex de un bolsillo, se los pone por encima de los de cuero y luego coge el Breitling, sopesándolo. Sonríe.

—Bonito reloj.

Se lo devuelve al tipo. Intenta encender mi móvil pero, claro, no tiene batería. Luego mira en mi cartera, saca varias tarjetas de crédito y papeles y demás y lo examina todo. Se detiene en su tarjeta de visita blanca, en la que yo había escrito.

Desde aquí, como estoy sentado y mi perspectiva es más baja, veo el dorso de la tarjeta, donde he apuntado el código que Ceel me dio por teléfono, el código que desconecta la alarma antirrobo de la casa de Merrial. He estado aquí sentado, tratando desesperadamente de idear lo que tengo que decir y sigo sin tener ni idea, pero todo depende de que el cabrón no mire el dorso de la tarjetita blanca. Si lo mira, no se me ocurre nada que pueda salvar a Celia, por no hablar de mí. Si no lo mira, me queda una remotísima esperanza.

Parece que el momento se congela. En ese instante, de pronto creo en Ceel y su absurda teoría. En un universo, Merrial gira la tarjeta entre los dedos y ve el código de la alarma apuntado en el dorso. En el otro, solo mira el lado impreso.

Quizá merezco lo que pueda ocurrirme. Sé que no soy una persona especialmente buena; he mentido y he engañado y no sirve de consuelo que pocas veces fuera ilegal. No es ilegal mentir a tu mejor amigo, follarse a su mujer, mentir a tu compañera, serle infiel. Romper ventanillas de coche, golpear a alguien en la cara, fumar costo, allanar casas ajenas; esa clase de cosas son ilegales y también las he hecho todas, pero ninguna significa nada comparado con traicionar a las personas más próximas; de eso es de lo que tienes que avergonzarte. Así que quizá no tengo razones para quejarme si aquí me toca sufrir.

Pero nada de lo que he hecho merece la pena de muerte, ni siquiera que me rompan las piernas, ¿no? He mentido a pequeña escala pero he intentado decir la verdad en general. He intentado ser coherente con mis creencias en lugar de ganar todo el dinero posible. ¿Es que eso no cuenta? Y, de todos modos, ¿quiénes cojones son estos tíos para juzgarme? Soy mentiroso, débil y, desde luego, no soy un héroe porque me he cagado en los putos pantalones pero —incluso sentado aquí, en mi propia pestilencia, con la ropa manchada del sudor de dos días duros— sigo siendo mejor persona que estos capullos vengadores, por muy almidonadas que lleven las camisas.

Ojalá merecerlo o no fuera lo único que importara.

En realidad, no importa un carajo. Ahora mismo habito el reino de la pura suerte, incluso si las locas ideas de Ceel son verdad (que no lo son ni por asomo). Así que a tirar los dados; dejemos que el universo se ocupe de las mates.

Merrial devuelve la tarjeta a la cartera sin mirar la parte de atrás. Entrega todo al hombre del mono, luego se quita despacio los guantes de látex y se los pasa también. El tipo vuelve a situarse detrás de mí.

—Quítale la mordaza de la boca, Alex —dice Merrial.

El tipo que de momento me ha pegado dos veces me la quita con gesto despreocupado. Duele un poco. Trago. El sudor frío me resbala por la cara y se me mete en la boca.

—Buenas noches, Kenneth —dice Merrial.

Durante un rato solo respiro, sin querer confiar en que seré capaz de contestar algo coherente.

Merrial se alza un poco para sentarse en el guardabarros del Bentley.

—Bien —dice con la sombra de una sonrisa—. Gracias por venir. Imagino que te estarás preguntando por qué te hemos invitado aquí esta noche.

Probablemente suponía que era un comentario gracioso. Sigo respirando, sin querer abrir la boca. Le miro a los ojos, oscuros bajo las cejas y las sombras de las pobres luces del techo. Sigo tragando, intentando llevarme algo de saliva a la boca. Echo un vistazo al lugar, miro el Bentley con ojos entornados. Al menos no se ve ni rastro de Celia. Tal vez haya tenido tiempo de escapar. Tal vez no tenga nada que ver con esto. Dios mío, algo a lo que aferrarse; por mínimo que sea.

—¿Te gusta estar en el subsuelo, Kenneth? —pregunta Merrial. No creo que quiera que le conteste, de modo que no respondo—. A mí sí —dice, sonriendo y mirando a la oscuridad—. No sé… Me hace sentir… —Levanta la vista—. A salvo, supongo.

Llegado este punto soy un puro nervio al que esa palabra concreta dispara en pos de la risa histérica, pero no creo que reírse a la cara del señor Merrial sea una buena idea y prevalece la sensatez. Un serie de peditos burbujeantes, horribles, anuncia que mis tripas han completado su deber evolutivo y me han preparado para la lucha o la huida liberándome del exceso de materia que retenía dentro del cuerpo. Una gran ayuda, pienso, sentado, inmóvil, indefenso.

—Sí —dice Merrial mirando alrededor—. Me gusta esto. Es un lugar muy útil. —Señala al suelo, donde el agua ha dejado ya de moverse y ha recuperado su aspecto de negrura pura—. Aunque ahora se está inundando. —Cabecea con los labios fruncidos—. Dentro de un año o dos estará inutilizable. —Me mira—. Es el nivel freático, Kenneth. El nivel freático de todo Londres está subiendo otra vez. Durante años disminuyó; por lo visto, durante siglos, cuando se extraía el agua para la industria: tintes, cerveceras, esas cosas. Ahora está subiendo de nuevo. En las líneas de metro más profundas y en los aparcamientos subterráneos de varias plantas tienen que tener las bombas de extracción en marcha todo el tiempo. —Sonríe débilmente—. Cualquiera diría que podrían utilizar una parte como agua potable en lugar de inundar valles preciosos, pero por lo visto está demasiado contaminada. Una pena, ¿no crees?

—Señor Merrial —digo con voz temblorosa—, de verdad, no sé por qué…

Merrial levanta una mano y mira hacia la rampa por la que me han bajado. Luces, el ruido del motor de un coche grande. Un Range Rover desciende por la pendiente. Se cuela entre la uve de las verjas de malla metálica abiertas y entra en el agua. Se acerca despacio hacia nosotros, levantando un pequeño oleaje negro, luego gira hacia la oscuridad y vira de nuevo, deteniéndose en el lado contrario de la isla de palés del que está el Bentley mientras una serie de ondas en miniatura se rizan y borbotean contra la madera. El Range Rover apaga las luces. El aire huele a tubo de escape.

Se abre la portezuela del conductor, del lado más alejado, y Kaj baja del coche. Se acerca chapoteando, se sube a los palés y ase la manilla de la puerta del acompañante.

Sé que quizá sea ella. Sé quién es probable que se encuentre tras las lunas tintadas. Merrial me observa con atención, lo noto. Miro fijamente la puerta del Range Rover. Voy a hacer cuanto esté en mi mano para protegerla mientras pueda. Tal vez no sea mucho tiempo, pero es lo único que puedo hacer, lo único que aquí depende de mí. Cuando se abre la puerta y veo a Celia, finjo sorpresa. Me quedo mirándola, luego echo una breve mirada a Merrial.

Ceel parece intacta. Mira a Merrial, luego a Kaj, que sigue aguantándole abierta la puerta. Celia baja del coche, arruga la nariz al notar la peste. Lleva unos vaqueros azules, una camisa roja gruesa y una chaqueta de excursionista negra y amarilla. El pelo, suelto. Botas de montañero. Parece enfadada pero serena.

—¿Qué te piensas…? —empieza a preguntarle a Merrial, pero entonces parece verme bien por primera vez. Oh, no, por favor, no te rindas tan pronto, nena. Me mira con el ceño fruncido—. Ése… Ése es Ken Nott. El locutor. —Atraviesa a Merrial con una mirada acusadora—. ¿Qué narices se supone que ha hecho ese? —La pregunta termina bordeando la risa.

Merrial se queda donde está, sentado en el guardabarros del Bentley. Kaj cierra silenciosamente la puerta del Range Rover y se coloca detrás de Celia con las manos cruzadas sobre la entrepierna, al estilo gorila, y paseando la mirada por la escena. Los dos tipos que me han secuestrado permanecen inmóviles, uno a cada lado de mí.

—Preguntémosle, ¿te parece? —sugiere Merrial en tono agradable. Me mira—. Y bien, Ken, ¿por qué crees tú que estás aquí?

—Señor Merrial. No lo sé. No sé qué es lo que cree que he hecho, pero…

Merrial sacude la cabeza.

—Ah, no, Ken. Ya has empezado a mentir, ¿verdad? —Parece sinceramente decepcionado conmigo—. Creía que en tu programa te pasas la vida diciendo que la gente tiene que ser sincera, que tienen que decir la verdad incluso cuando cuesta, pero ya ves, la primera respuesta que de momento nos has dado es una mentira, pura y dura.

—Si… si… si… —tartamudeo por primera vez desde que tenía cuatro años. Respiro hondo—. Si he hecho algo que le disguste, lo siento, señor Merrial. Lo lamento muchísimo.

Merrial se encoge de hombros, arquea las cejas y arruga el labio inferior como en un puchero.

—Bueno, todos lo lamentan cuando los pillan, Kenneth —dice, muy razonable—. Pero yo creo que sabes por qué estás aquí. —Habla en voz bastante baja.

Sospecho que ya no hay nada que decir. Me limito a tragar. La mierda está empezando a enfriárseme en el culo sobre el asiento al que estoy atado. Joder, apesto. Oh, Celia, ojalá no tuvieras que ver, oler, experimentar todo esto. Ojalá hubieras escapado, hubieras huido hacia el norte o donde fuera con tal de que fuese lejos de este hombre.

—¿Kaj? —llama Merrial—. Tienes la prueba A, ¿verdad?

Kaj asiente y abre la puerta trasera del Land Rover.

—John —dice Celia—. No sé qué está pasando aquí, pero no quiero formar parte de este asunto. Quiero irme a casa. Ahora. —Parece entera, tranquila, pero claramente molesta.

—Me gustaría que te quedaras un rato, Celia —contesta Merrial.

—Pero yo no quiero quedarme —dice ella con los dientes apretados.

—No lo dudo —le responde Merrial. Balancea un pie un par de veces, golpeando delicadamente el costado del Bentley con el talón—. Pero insisto.

Kaj sostiene un ordenador portátil abierto.

Celia entorna los ojos. Coge aire.

—Será mejor —dice lentamente— que tengas una buena razón para hacer esto, John. —Echa un vistazo al lugar, dedicándome una breve mirada de desdén y ligeramente asqueada—. Hasta ahora me habías mantenido al margen de… estas cuestiones. Siempre he dado por sentado que lo hacías porque sabías cómo podría reaccionar si me ponías en contacto con estos asuntos. —Vuelve a mirar a Merrial—. Esto cambia las cosas entre nosotros, John. No hay vuelta atrás. Espero que sepas lo que haces.

Merrial solo sonríe.

—Muéstrale la prueba a Kenneth, Kaj.

El grandullón rubio mantiene el portátil abierto a un metro de mí. Desde este ángulo, Celia también ve la pantalla. Kaj aprieta la tecla Return y la ventana azul grisáceo de la pantalla cobra vida.

Mierda. Si no me hubiese cagado ya, lo haría ahora.

Es el interior de la casa de Merrial; uno de los descansillos. De día. Primer piso; veo la escalera que baja a la puerta principal y el baño en el que me escondí. Solo se ve el primer cuarto de metro de cada puerta. No se ven los controles de la alarma. Estoy yo, subiendo las escaleras con torpes movimientos a cámara lenta de baja calidad, con un retraso de varios segundos, el tipo de escena que ves en los programas sobre delitos reales de la tele cuando te muestran la grabación de un asalto a un banco o a una empresa constructora o a una oficina de correos. Sin sonido. Parece que la toma es cenital.

—Las cámaras están dentro de los detectores de humo —me dice Merrial en tono informal—. Por si te lo estabas preguntando. —Echa una mirada a su mujer. Celia respira hondo, irguiéndose—. Tenía alguna sospecha; era un medio de…

—¿Instalaste cámaras de vigilancia en mi casa? —dice Celia, dejando emerger la rabia—. ¿Ni siquiera se te ocurrió preguntarme, contármelo?

Merrial parece casi incómodo.

—De la seguridad me encargo yo, Celia, no tú —dice mirándome a mí en lugar de a su mujer—. Solo están en el vestíbulo y los descansillos, en ningún otro sitio.

—¿Es que te has vuelto loco? —escupe Celia, más para sí misma que para Merrial—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo te has atrevido?

Merrial no contesta.

Mientras tanto, en la pantalla, en asqueroso color lleno de grano, yo pruebo a abrir varias puertas y luego desaparezco escaleras arriba. La película salta al siguiente piso y se me ve subiendo las escaleras. Entro en el dormitorio de enfrente del de Celia. Las imágenes no tienen muy buena calidad, pero sí la suficiente; de sobra para convencer a un tribunal de que el tipo soy yo, sin lugar a dudas. Sobre todo porque ahora llevo todavía la misma ropa.

—Ya está bien, Kaj —dice Merrial en voz baja. Kaj cierra el portátil y lo devuelve al Range Rover—. Y bien, Kenneth, ¿qué hacías en mi casa?

Le miro. Trago saliva.

—Borrar los mensajes de su contestador.

Ladea la cabeza. Parece ligeramente sorprendido.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué ibas a querer borrarlos?

—Porque había dejado un mensaje del que me arrepentí nada más despertarme a la mañana siguiente, un mensaje que pensé que me causaría problemas si usted lo escuchaba. —Giré la vista hacia los dos coches relucientes, la isla de palés, las aguas negras, invisibles. Tragué—. Esta clase de problemas.

Merrial asiente.

—¿Qué decía el mensaje, Kenneth?

—Era ofensivo, señor Merrial.

—¿Qué decía exactamente, Kenneth?

—La verdad es que no recuerdo las palabras exactas —dije cerrando los ojos unos segundos—. Se lo juro. Yo… Estaba muy borracho cuando llamé. Borrachísimo. Para serle sincero, había tenido un día de emociones intensas. —Intento una sonrisa que espero resulte contagiosa, pero por lo visto el sistema inmunológico empático del señor Merrial es a prueba de sonrisas—. Un amigo había descubierto que yo, ah, había estado viendo a su añorada mujer —le cuento, luchando como un hombre—. Pero también acababa de descubrir que me había librado de una demanda por la que no me moría de ganas de responder. De modo que, ah, tenía una pena que ahogar y algo que celebrar. Hice ambas cosas y acabé muy borracho. Obviamente, de no haber estado extremadamente borracho no habría sido tan estúpido como para telefonear. Pero yo, ah… —Me lamí los labios fríos, secos—. Supongo que no me darían un poco de agua, ¿verdad?

Merrial asiente con la cabeza.

—Supones bien, Kenneth. Continúa.

Trago con la garganta seca, haciendo una mueca.

—Lo que ocurrió es que descubrí por medio de otro amigo lo que… a lo que usted se dedica —le digo a Merrial—. Su profesión, ah, lo que implica. —Me encojo de hombros y aparto la vista—. Me cabreó haber, haberle dedicado una canción a su mujer. Me sentí… hum… cómplice, sucio, por decirlo de algún modo. Le llamé para contárselo y, eh… digamos que me dejé llevar. Le dije cosas que ahora no le repetiría a la cara, señor Merrial. Oh, estoy seguro de que puede imaginárselas.

El señor Merrial asiente despacio.

—¿Y mi mujer?

Me tiemblan las cejas. Miro a Celia, que observa aterrada a su marido. Con la boca pequeña contesto:

—Ah, bueno, es posible que la haya llamado… la chica de un gángster o algo así.

Más o menos esperaba que el comentario arrancara una risa o, al menos, una sonrisa, pero Merrial está muy serio.

—¿Así que se te ocurrió entrar en mi casa? —dice, sin sonar convencido del todo. De hecho, nada convencido.

—Al despertarme me he dado cuenta de lo que había hecho. Así que he vuelto a llamar a su casa. El contestador seguía conectado, de modo que he supuesto que habría salido a pasar fuera el fin de semana. Me he acercado a su casa, he saltado el muro del jardín desde el techo de mi Land Rover, he encontrado la llave de la puerta trasera en una de esas piedras falsas y, como la alarma no estaba conectada, he pensado que los dioses estaban conmigo. —Me remuevo. Es un error. La mierda es como una gelatina asquerosa dentro de los calzoncillos y los pantalones y está traspasando hacia el mono— Luego me ha entrado una incontinencia atroz y he tenido que buscar un lavabo. Al final lo he encontrado. Después he vuelto a bajar al estudio, he borrado la cinta y…

—Te estás olvidando del dormitorio de mi mujer —dice Merrial. Mira a Celia, luego sonríe—. No he podido pasarlo por alto.

Celia me mira y se cruza de brazos.

—Se me había ocurrido que si dejaba señales de que yo, o cualquiera, había estado en la casa intentaría simular un robo —le digo—. Así que cogí unos anillos del tocador de la señora Merrial. Pero luego, después de borrar la cinta, he caído en la cuenta de que robar los anillos solo serviría para dar pistas de que había entrado alguien, de modo que he vuelto al dormitorio y los he dejado donde estaban. —Miro a Merrial. Parece escéptico. Me encojo de hombros lo mejor que puedo—. Nunca había hecho una cosa de estas, señor Merrial. Hablo con gente. Sabía que se usan piedras artificiales y latas de sopa Campbell falsas y enchufes inoperantes para esconder objetos de valor, pero no creí que conseguiría entrar y salir sin que saltara la alarma. Pero me daba igual. Iba a entrar costara lo que costara: romper una ventana, echar abajo una puerta, lo que fuera, porque aunque me cogiera la policía, cualquiera que fuera la sentencia o multa que me cayera, por fuerza sería menos… menos desagradable de lo que me ocurriría si usted oía el mensaje del contestador.

—Y si mis amigos de la poli te hubieran atrapado, ¿cuál iba a ser tu excusa para entrar en mi casa?

Volví a encogerme de hombros.

—Bueno, primero tenía pensado decir que me había obsesionado con su mujer, pero luego pensé que eso también podría molestarle y decidí decir que me había convertido en… una especie de vigilante parapolicial, que buscaba pruebas de que es un criminal o que sencillamente quería darle a probar un poco de su propia medicina convirtiéndolo en víctima de un delito. Me daba igual lo estúpido o tonto que pareciera con tal de borrar la cinta.

—Pero el estudio estaba cerrado con llave, Kenneth —dice Merrial, con razón—. ¿Cómo has conseguido entrar?

Frunzo el ceño. Miente, pienso. Niega el vídeo, la prueba grabada. Finge que estás enfrentándote con Lawson Brierley. Confía en la mala calidad de la imagen, el ángulo extraño de la cámara y los guantes gordos para ocultar el hecho de que usaste la llave.

—No estaba cerrado con llave —le digo—. Estaba abierto.

—Kenneth —dice Merrial en tono amable. Señala con la cabeza el Range Rover donde Kaj ha dejado el portátil—. En el vídeo se ve que está cerrado con llave.

—¡Que no! —protesto—. Asomé la cabeza, vi que no era un dormitorio, descubrí el contestador y seguí adelante. —Miro a Kaj—. ¡De verdad! Fue cosa de un par de segundos; estaba desesperado. Me estaba… —No acabé la frase y me miré el regazo—. Por amor de Dios, estaba a punto de hacer lo que acabo de hacerme. Eché un vistazo rápido, cerré la puerta y seguí mi camino. —Respiro hondo y con esfuerzo. Tengo los ojos llorosos. Miro a Merrial—. Hombre, por Dios, lo que le cuento ya es bastante malo; ¿cómo podría empeorarlo?

Merrial pasa lentamente la mirada de mí a Celia. Con aire pensativo.

—Es lo que yo me pregunto, Kenneth. —Mira a Kaj—. Lo que acaba de contarnos, ¿es posible?

Kaj encoge sus hombros inmensos.

—Puede —dice. Tiene una voz grave pero no tan sueca como me esperaba—. La velocidad de captura es de un fotograma cada tres segundos. Podría haberle dado tiempo de abrir y cerrar la puerta entre fotogramas.

Merrial me mira.

—Ayer, cuando regresé a casa, el estudio estaba cerrado con llave —dice.

Vuelvo a encogerme de hombros.

—¡Y yo qué sé! —digo casi gimiendo—. Quizá bajé el fiador.

Merrial parece desconcertado.

—¿El qué?

—Aquí no se llama así —digo desesperado—. El… el… el pestillo, el pasador de la cerradura. En fin, estaba a punto de marcharme cuando regresó, así que me escondí en el armario del gimnasio. Le oí telefonear a su mujer y decirle que iba a llamar a un tal Sky o Kyle o no sé qué. Luego, mientras estaba duchándose, casi llegué a la puerta principal pero, pero… —Señalo a Kaj—. Apareció él y me escondí en el guardarropa del vestíbulo. Cuando subió al primer piso, salí de la casa. —Dejo escapar un suspiro tembloroso—. Ya está. Es la verdad. Y nada más que la verdad.

El señor Merrial frunce los labios. Se queda un momento mirándome y yo le sostengo la mirada apretando los dientes. Asiente.

Y comprendo que existe el atisbo, mínimo, de una oportunidad. Existe porque a la conspiración que formamos Ceel y yo para intentar engañar a Merrial se suma, sorprendentemente, una tercera persona, y esa tercera persona es el propio Merrial.

En realidad el hombre no quiere descubrir que le han puesto los cuernos. Sabe que debe sospechar —sospechar es sensato, sospechar es seguro, sospechar es el modo en que lleva su vida profesional— pero, en última instancia, preferiría no descubrir que su mujer y otro tipo le han dejado en ridículo. Se asegurará de que parezca que no ha ocurrido nada —con medios razonables, con medios que esclarezcan la verdad más allá de cualquier duda razonable—, pero no perseverará con la misma obstinación y determinación que aplicaría a una deuda o un insulto de otro sinvergüenza.

El orgullo le coloca del mismo bando que Ceel y yo; ninguno de los tres quiere que Merrial sepa la verdad.

Merrial emite un ruido como si resoplara que tal vez sea una risa y se baja del Bentley, se acerca despacio a mí, con las manos delante de la barbilla como en una oración. Se detiene y mira a Celia.

—Por lo visto, Maria fue la última en salir —dice Merrial—. Creo que necesitamos una doncella nueva.

Celia frunce aún más el ceño. Merrial se coloca a mi lado. Se sienta, con cuidado, en mi rodilla derecha. Mierda, mierda, mierda. Me he equivocado en todo. Joder. Ha llegado mi hora.

Me sonríe.

—Esto es un adelanto, Kenneth —dice despreocupadamente en un tono agradable—. Nada comparado con lo que te espera después, pero es personal, de mi parte, por invadir mi privacidad.

Coge impulso y me da un buen puñetazo en las pelotas.

Me había olvidado de cuánto duele. La última vez fue en el patio del colegio. Había olvidado las luces, las náuseas, las oleadas de dolores sutilmente diferentes que te recorren el cuerpo. No poder doblarme bien solo lo empeora. Fue como si el cerebro hubiera almacenado todos los orgasmos experimentados a lo largo de mi vida entera y me los hubiera devuelto, todos a la vez, justo a la inversa, de modo que lo que había sido éxtasis se convirtiera en agonía y lo que no había pasado de segundos se agrupara en más de cinco o diez minutos de dolor puro, espeluznante, palpitante.

Grité alto, fuerte y agudo, luego aspiré y resollé y jadeé en el lento, lentísimo reflujo subsiguiente.

Merrial había regresado junto al Bentley.

—¿Cómo coño te atreves…? —dijo Celia.

Su voz sonó más amenazadora y fría que la de Merrial hasta el momento. Parpadeé con ojos llorosos y la miré. Celia estaba mirando a Merrial desapasionadamente, con rictus grave.

Merrial la miró también.

—¿Sí, querida? —Pero su voz sonó débil. Algo en el modo de hablar de Celia le había dado a ella la iniciativa.

—¿Cómo coño te atreves a hacerle eso y obligarme a verlo? —escupió. Cruzó los palés en dirección a Merrial. Kaj la siguió un paso por detrás, con aspecto receloso. Celia se detuvo a un metro de su marido—. No tienes derecho. —Le temblaba la voz de rabia controlada—. No tienes ningún derecho a obligarme a verlo, no tienes derecho a hacerme partícipe, ningún derecho a convertirte en ley y dejarme a la altura de uno de tus matones. —Escupió la última palabra como un diente roto.

Merrial bajó brevemente la mirada.

—Sabes que no me gusta que emplees esa clase de lenguaje, Celia —dijo con calma.

—¡No soy de tu puta banda! —le gritó Celia.

El alzó la vista, parpadeando.

—¡Por amor de Dios! —gritó Merrial—. ¿Qué crees que paga tus joyas, tus vestidos, tus vacaciones?

—¡No soy estúpida! —explotó Celia—. ¡No soy ninguna tonta! ¡Lo sé de sobra! Mon dieu! Pensaba, hasta esta noche era tan estúpida que pensaba que no tendría que verme mezclada en estas cosas —gesticuló hacia atrás, hacia mí— a cambio de quedarme contigo pese a que sé lo que haces, ¡sé en qué te has convertido!

Merrial negó con la cabeza y se estiró los puños de la camisa, con aire incómodo pero recuperando la compostura.

—Siempre ha sido así, Ceel.

(Y, mientras, otra pequeña parte de mí moría junto con la última esperanza, pensé: Oh, no. No, la llama Ceel, igual que yo.)

Celia levantó los puños cerrados, sacudiendo la cabeza.

—¡Yo no me casé con todo esto! —dijo con la voz contagiada por una especie de control embravecido—. Yo me casé contigo. Yo me casé con un hombre que me alejó de un lugar horrible, de la mala gente y de las cosas malas que había dentro de mí, un hombre que me hacía sentir protegida y deseada. —Dio un paso atrás y se cuadró. Le miró con actitud altiva—. No pienso aguantar esto, John.

Él volvió a bajar la vista.

—Has tenido una aventura —le dijo él en voz queda.

—¿Qué?

Y con esa única palabra, de algún modo, y por tercera o cuarta vez desde que la conocía, Celia sonó como un francófono hablando inglés.

—Tenemos fotografías, vídeos —siguió Merrial, bajando la mirada. Me miró, miró a Kaj.

Ella le miró fijamente. Negó con la cabeza, despacio.

—No tienes nada —dijo Celia en voz baja. Siguió un silencio. Noté que en la distancia oscura y vacía, en algún lugar de la atmósfera decadente, se oía un lento goteo—. Nada —repitió—. Solo paranoias.

Merrial la miró. Celia volvió a negar con la cabeza.

—Mis amigas —dijo ella despacio— tienen novios, maridos, hermanos; a veces cuando quedamos con alguno de ellos llegan antes o justo después de mí, antes que los demás. No creas que una fotografía de mí sentada en Harvey Nics con un hombre al que no conoces constituye una aventura amorosa. Deja a esa gente fuera de tus sórdidas fantasías.

Merrial dejó de mirar a Celia para fijarse en mí.

Celia frunció el ceño, luego me miró.

—¿Con ese? —preguntó, y se rió. Se giró hacia mí y dejó de reírse, se puso seria—. Señor Nott, no se ofenda, pero podría conseguir algo mejor.

—No me ofendo —conseguí musitar por encima del dolor.

Celia dio media vuelta para encararse de nuevo a su marido.

—Pues enséñame esas pruebas. ¡Enséñame qué pruebas son esas!

Merrial solo le sonrió, pero con una sonrisa forzada y para entonces hasta yo veía lo que Celia había intuido al instante: en realidad, Merrial no tenía ninguna prueba contra ella, había confiado en forzar una confesión solo acusándola.

Celia clavó la mirada en su marido y adoptó una expresión glacial. En realidad, glacial se quedaba corta para describirla; fue más una mirada un grado solo por encima del cero absoluto. A mí me metió el miedo en el cuerpo y solo me había tocado de refilón la estela de su siniestro foco. Merrial supo soportarla —supuse que se habría construido cierta inmunidad a lo largo de los años de matrimonio—, pero resultaba evidente que le había afectado. Una parte gilipollas de mí, a todas luces sin ninguna conexión con mis testículos horriblemente machacados y todavía doloridos, casi se apiadó del pobre hijo de puta.

—He sido una esposa fiel —dijo Celia en un tono completamente seguro, contenido, mesurado—. ¡Siempre te he sido fiel! —añadió con voz rota.

Y sentado donde estaba, vaya, hasta yo me lo creí. Me habría levantado ante cualquier juez o tribunal de honor para insistir con mi último aliento en que esa mujer había sido una esposa completamente fiel y que al acusársela de lo contrario se la estaba difamando, se estaba cometiendo con ella una grave y amarga injusticia.

Encontré tiempo para preguntarme cómo demonios podía hacer Celia lo que estaba haciendo y fue entonces cuando se me ocurrió que —solo quizá— las lunáticas ideas de Celia sobre los mundos paralelos estuvieran marcando una diferencia crucial en la situación. Tal vez en ese momento Celia creyera sinceramente que había sido una esposa fiel porque, en esa otra realidad a la que afirmaba estar ligada, así era. No hablaba tanto de sí, como de la Celia del otro lado de esa división; la Celia que era una buena esposa, perfecta, intachable, que jamás había engañado a su marido; la Celia que podía afirmar con todo derecho, tal como acababa de hacer, que siempre le había sido fiel a su marido.

—¿Puedes tú decir lo mismo, John? —La voz de Celia sonó profunda como un vasto cañón y tan triste como la tierra al chocar con un féretro pequeñito.

Merrial la miró a los ojos.

A lo lejos, caían las gotas. Yo respiraba con dificultad, tragaba con la garganta reseca, agostada. En cierto modo el olor a muerte y mierda que nos rodeaba ya no parecía tan terrible, pero quizá fuera solo que es algo a lo que te acostumbras. Al final Merrial dijo:

—Por supuesto que sí, Celia.

Ese último grado por encima de cero se desvaneció con un gemido en la oscuridad que nos envolvía.

—No me trates como a una tonta, John —dijo Celia, y su voz fue como sería la de los glaciares si hablaran, la voz del glaciar más viejo, empinado, ancho y poderoso que avanzara por las montañas de todo el puto mundo después de pensar largo y tendido, en términos glaciares, lo que quería decir.

Merrial se aclaró la garganta. No me di cuenta de que el hombre había apartado la mirada hasta que hubo de alzarla de nuevo para mirar otra vez a los ojos de Celia con lo que pareció un esfuerzo atroz, desastrosamente agotador.

—Quiero el divorcio, John.

Un bombazo. Así, sin más. Merrial parpadeó. Los dos siguieron como estaban un rato, él balanceando un pie sin darse cuenta, golpeando el borde de la carrocería por encima del neumático del Bentley, y ella contemplándolo con una serenidad perfecta, despiadada.

Merrial miró a Kaj, luego a mí y luego a los otros dos tipos antes de volver a fijarse en su mujer.

—No creo que este sea…

—Vamos a hablarlo ahora, aquí —dijo rápidamente Celia—. Tú me has traído aquí, tú has cambiado las reglas. Tú has sido el que ha puesto cámaras en mi casa. —Casi se le rompió la voz y hubo de coger aliento para controlarse—. Así que ahora el matrimonio y los negocios son lo mismo. Están en el mismo ruedo. Te he dicho que quiero el divorcio.

Merrial apretó los dientes.

—No —contestó.

Ella no reaccionó. Dios mío, esa mujer había perfeccionado la calma amenazadora hasta convertirla en un arte. Tal vez Merrial fuera bueno, pero Celia habría sido una capo del crimen brillante.

Merrial carraspeó y volvió a levantar la cabeza de cara a Celia.

—En realidad, soy yo el que quiere el divorcio, Celia.

Ella ladeó un poco la cabeza.

—Es verdad, ¿no? —Ahora su voz era neutra, pero parecía a punto para pasar a la amenaza o la acusación en cualquier momento.

—Sí, necesito el divorcio. —Dibujó una sonrisilla de aspecto enfermizo—. No me gusta el término «viudo», Celia, así que espero que te muestres todo lo complaciente que se te exija.

Celia ahogó un grito. De veras. Estaba sorprendida de verdad.

—Yo no quiero tu dinero, John —le dijo. Había un deje en su voz como si acabara de comprender que todo ese tiempo había estado tratando con un niño—. No me casé contigo por el dinero. No lo quería entonces y no lo quiero ahora. Quédate tu dinero. Tendrás el divorcio. —Ahora respiraba con dificultad, subiendo y bajando los hombros cubiertos por la cazadora negra y amarilla. La voz le había temblado en las últimas frases, apenas controlada—. Entonces —dijo cabeceando de nuevo, retomando el control de sí misma—, ¿una de ellas ha insistido en que la hagas una mujer honrada?

—Si quieres decirlo así…

Resultaba evidente que Merrial se forzaba a sí mismo a seguir mirándola, batallando contra la presión de aquella mirada de serenidad implacable.

—¿La de Amsterdam? —preguntó Celia sin alterarse.

—La de Amsterdam. —El tono de Merrial tenía algo de desafío.

—¿Y es más joven que yo, John? —preguntó Celia en voz queda—. ¿Es más guapa? ¿Es tan joven como yo cuando nos conocimos? ¿O más? ¿Es igual de exótica? ¿Es extranjera? ¿Tiene mejores contactos? ¿Un apellido famoso? ¿Tiene dinero? ¿Es fértil?

Quizá la mirada de Merrial osciló un poco.

Ceel se relajó. Dio un paso atrás, apoyó el peso en un pie al tiempo que asentía.

—Ah —dijo Ceel—. Está embarazada, ¿verdad?

Por un instante Merrial abrió los ojos como platos, luego dejó escapar una breve risa.

—Siempre se te ha dado bien adivinar las cosas, ¿eh, Celia? —Miró al grandullón rubio que estaba detrás de su mujer—. ¿A que sí, Kaj?

Kaj se limitó a parecer incómodo y asentir.

Entonces fue como si Celia se viniera abajo de repente, desvió la mirada y se tapó los ojos con una mano. En silencio, sus hombros —anchos bajo la gruesa chaqueta negra y amarilla de montañero— se sacudieron; contrayéndose una, dos, tres veces. Merrial parecía todavía más incómodo y vacilante. Parecía a punto de acercarse a ella para abrazarla, pero no lo hizo. Buscó algo que hacer con las manos y se cruzó de brazos, miró a Kaj con esa mirada patética que significa «¡Mujeres!» y gesticuló al grandullón. Kaj se estremeció, que probablemente era lo más cercano a un comentario elocuente sobre el tema que cabía esperar de él.

Eres una mujer bella, valiente, inteligente, fabulosa, pensé contemplándola con los ojos anegados en lágrimas. Tuve que apartar la mirada por si Merrial me descubría. Tenía que seguir recordándome que las extraordinarias, exquisitas e inmaculadamente honradas muestras de cólera que Celia estaba desplegando eran de hecho una completa farsa, que, cuando le decía a Merrial con sus dientes deliciosos y perfectos que había sido una esposa fiel, mentía, pero en cualquier caso de momento había conseguido alejar el centro de atención de mí, ahora importaban ella y su matrimonio. Había optado por el ataque nuclear al sacar el tema del divorcio y había recibido un contraataque equivalente, pero parecía que saldría adelante.

Era una mujer que luchaba por su vida y la de su amante, pero no se conformaba solo con el resultado, parecía decidida a cumplir la misión con audacia, virtuosismo y estilo. En la vida había visto yo una actuación con más recursos y coraje, ni en persona, ni en escena, ni en la pantalla. Incluso si todo acababa horrible, dolorosa y letalmente mal, al menos podría sufrir y morir sabiendo que había estado en presencia de un genio.

Celia se secó los ojos con una mano, luego se sacó un pañuelo de un bolsillo de los vaqueros y se dio unos toquecitos en la nariz y las mejillas. Se sorbió la nariz y guardó el pañuelo. Se enderezó.

—No quiero dinero. Y no diré nada, ni a la prensa ni a la policía ni a nadie. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. Pero quiero que luego me dejes en paz. Quiero vivir mi vida. Tú vive la tuya. Que yo viviré la mía. Y no debe ocurrirle nada a nadie de mi familia o allegados. —Alzó la barbilla frente a Merrial cuando lo dijo, como desafiándolo a objetar algo.

Merrial asintió; luego, en voz baja, contestó:

—Me parece justo. —Gesticuló tímidamente con las manos—. Lamento que haya tenido que acabar así, Celia.

—Yo siento que haya tenido que ser tan poco digno, delante de Kaj y esos tipos y —señaló distraídamente en mi dirección— ese pobre payaso.

Merrial me miró como si se hubiera olvidado de mi presencia. Suspiró.

—Pensé que… —empezó a decir. Luego se encogió de hombros. Me atravesó con una mirada que me hizo encogerme—. Una sola palabra en el programa sobre esto, señor Nott, una palabra a cualquiera, amigo, familia, policía o público, y me aseguraré de que muera lentamente, ¿entendido?

Tragué saliva, asentí. No me atrevía a decir nada. El capullo que hay en mí con el pulgar aparentemente pegado con Superglue al botón de Autodestrucción quería decir algo del tipo: «Sí, sí, sí, puta omertà», o «Moriré de una lenta agonía, señor pez gordo, pero su mujer se la acaba de pegar y los dos lo sabemos, capullo, y estas amenazas de macho para compensarlo no convencen a nadie…». Aunque al final, bajo aquella mirada, tuve que rendirme y graznar:

—Sí. Sí, entendido. Nada. A nadie.

Merrial siguió mirándome un poco más, luego llamó con un gesto de la cabeza a los tipos que me custodiaban.

—Dadle sus cosas y devolvedlo al lugar donde lo encontrasteis.

—¿En la caja, señor M.? —preguntó el tipo que me había pegado.

Merrial pareció molestarse.

—No, en la puñetera caja, no. En la parte de atrás de la furgoneta; tapadle los ojos, con eso bastará.

Pensé: ¡Sí…! Pero un poco antes de tiempo. Kaj pasó al lado de Celia, le habló al oído a su jefe, entre murmullos. Merrial sonrió con esa sonrisa suya de labios tan finos y dijo muy tranquilo:

—Muy bien. Uno pequeño.

Luego, mientras yo pensaba «¡No, no, no! ¡Ya estaba! ¡Esto no tocaba!», Merrial miró a Celia, suspiró y dijo:

—Será mejor que mires para otro lado.

Celia puso los ojos en blanco y siguió el consejo.

Kaj se colocó delante de mí.

—Esto, por cagar en mi lavabo —dijo.

Tuve el tiempo justo para pensar: Ahora sí que parece sueco, el hijo de puta; luego me golpeó tan fuerte en la cara que no me desperté hasta que estaba otra vez en la parte de atrás de la Astramax, con los ojos tapados y maniatado, pero sin más restricciones. La cabeza y las pelotas me dolían lo indecible, me sangraba la nariz, tenía los calzoncillos llenos de mierda fría y me estaba congelando; una cortante brisa invernal se colaba en la furgoneta por las ventanillas abiertas de la parte delantera.

No culpé a los chicos; apestaba.

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