—¿Qué coño te ha pasado?
—Me he comido una puerta.
—… Seguro. ¿Con alguna escalera de por medio?
—Exacto; me comí la puerta y después me caí por las escaleras.
—¿Y luego?
—Luego alguien me dio como para sacarme el hígado por la boca, Craig.
—Les ha tenido que llevar un buen rato. ¿Trabajaban por turnos?
—… Vaya, eso debe de escocer.
—Philip, aunque viviera mil años, «escozor» es una palabra que nunca llegaría a relacionar con lo que tengo en la cara.
—Bien, el cerebro y la lengua todavía te funcionan. Debbie quiere vernos después del programa y el primer disco es el nuevo tema de Addicta en el que canta Jo… No, no despiertas más compasión porque tengas un ojo morado. Buen intento, eso sí.
—Oh, Dios mío Todopoderoso, ven aquí, Kennit, necesitas que alguien se ocupe de ti.
—La hostia, colega, ¡cuántos colorines tenéis los blancos!
Desconocido:
—¿Sí?
—No olvides borrar las últimas llamadas recibidas y hechas desde tu móvil, por si acaso. Aquí, ya me he encargado yo.
—Ya lo he hecho. —También había destruido la tarjeta con el código incriminador—. Aunque ahora tendré que borrar esta, claro. ¿Celia?
—¿Qué, Kenneth?
—Gracias. Estuviste brillante. Me has salvado la vida.
—Ha sido un placer.
—Te quiero.
—¿Todavía? ¿Estás seguro?
—Lo estoy. De verdad.
—Bueno. Gracias, Kenneth.
—… Y ahora, ¿qué?
—Tengo que pagar a nuestra antigua doncella para compensarla por el despido.
—No me refería a eso.
—Lo sé.
—¿Entonces…?
—Entonces… bueno, a esperar.
—¿El qué?
—¿Un paquete, una llamada?
—Así que te veré pronto.
—Te oigo sonreír cuando lo dices. Sí.
—Idem de ídem, nena. Y después, ¿volveré a verte pronto?
—Supongo. Pero sabes que no volverá a ser lo mismo, ¿verdad? Nunca podría ser igual.
—Lo sé. Pero quizá pueda ser mejor.
—John ha iniciado los trámites del divorcio. Ahora pasa la mayor parte del tiempo en Amsterdam.
—Entonces, ¿podremos quedar pronto?
—Tengo que ir con sumo cuidado, pero eso espero. Tengo que dejarte.
—Lo siento, Ceel. Siento habernos metido en este lío.
—Al final ha salido algo bueno de todo el asunto. No vuelvas a hacerlo nunca más.
—Te…
—Tengo que irme, amor.
—… lo prometo. Oye, espera, ¿qué has dicho?
Existe un veredicto, por lo que yo sé, exclusivo del sistema legal escocés y que se ha mantenido independiente del derecho inglés durante los tres siglos de plena integración con el resto del Reino Unido. Se llama No Probado.
Significa que el tribunal no llega a declarar inocente al acusado, sino que la fiscalía sencillamente no ha logrado probar el caso. Es un veredicto curioso porque sales del juicio siendo un hombre o una mujer libre, sin expediente criminal (bueno, a menos que tengas delitos anteriores, claro), pero la gente —amistades, familia y comunidad en general— quizá lo recuerden y las implicaciones de ese «ni una cosa ni la otra» muy posiblemente te acompañen lo que te quede de vida.
Se han dado pasos para intentar eliminarlo, para adoptar la opción binaria entre culpable o inocente, pero creo que es un error. Si yo estuviera en un jurado nunca aceptaría un veredicto de No Probado para alguien a quien considerara culpable, pero admitiría un No Probado para alguien a quien, de no existir dicha opción, declararía inocente y de quien pensara que debe ser castigado más allá de las implicaciones de ese discutible veredicto. Porque eso es lo que es: un semicastigo, una especie de advertencia, una libertad condicional que, sorprendentemente, otorga el jurado, no el juez. Creo que solo por eso vale la pena conservarlo.
Llevo muchos meses preguntándome si ese fue el veredicto que dictó John Merrial en el tribunal personal de su cabeza, si seguía sospechando que había algo más, relacionado solo conmigo o incluso conmigo y con Celia.
No lo sé. No logro decidirme.
No Probado. Eso.
Es uno de esos conceptos antiguos que, cuanto más lo piensas, más te parece aplicable a todo tipo de contextos además del que lo originó. Toda mi carrera radiofónica, por ejemplo, parece un caso No Probado (en realidad, en numerosas ocasiones ha sido Culpable, cada vez que me han despedido, pero, en su conjunto, sigo argumentando que es No Probado). Escocia; Reino Unido, la descentralización de competencias. ¿Más británicos? ¿Más europeos? No Probado.
Y Celia y yo. No Probado.
Nunca llegué a recibir el paquete ni la llamada de teléfono. En su lugar Celia decidió que debíamos empezar a vernos en público. Propuso el Museo Británico para la primera vez; la sala de las nereidas. Fue en marzo. Nos encontramos frente a aquel edificio pálido e imponente de la rapiña imperial, nos saludamos, nos dimos la mano, y luego entramos a tomar un café en la cafetería del museo. Me preguntó cómo me encontraba y dije que me estaba recuperando. Se disculpó por el comportamiento de su marido, de que me hubiera hecho daño, y yo me disculpé por el mío, por entrar en su casa sin permiso. Charlamos como si interpretáramos un papel, luego nos despedimos dándonos otra vez la mano. Me guardé en el bolsillo el trozo de papel que me pasó al despedirnos y nos encontramos la tarde siguiente en el Sanderson. El sexo me dolió. A mí, claro, no a ella. Pero aun así fue estupendo.
Empezamos a quedar más a menudo, durante toda la primavera y el verano, mientras el señor M. establecía su base de operaciones en Amsterdam y los trámites del divorcio avanzaban sin problemas y su nueva prometida engordaba.
En público, quedábamos como amigos. En privado, con menos frecuencia, como los amantes que siempre habíamos sido.
Un día de junio me besó en la mejilla al marcharse del bar y a la semana siguiente rozó sus labios con los míos al bajarse del taxi, después de cenar. Al cabo de un par de semanas fuimos al Clout, bailamos y nos besamos en la pista y, más tarde, en el oscuro reservado del bar Retox. Hasta finales de julio no vino al Bella del templo y se quedó a dormir, de manera que por fin pasé una noche entera con ella y nos despertamos juntos. Nunca llegamos a descubrir si alguien nos había vigilado. Pero no valía la pena arriesgarse.
Todavía me preocupa que un día Merrial se despierte y de algún modo sepa que, por supuesto, Celia y yo ya éramos amantes antes, cuando él lo sospechaba, y decida vengarse, pero Ceel se muestra bastante optimista al respecto.
—John me considera una persona demasiado correcta y justa —me contó Celia—. Que indemnizara a Maria y quedara contigo para disculparme por lo ocurrido le parecen síntomas de una curiosa obsesión. Cree que salgo contigo para fastidiarle, que consciente o inconscientemente estoy aceptando su falsa sospecha y convirtiéndola en real solo para castigarle. De modo que para él lo que hay entre nosotros tiene que ver con él, no con nosotros, y eso complace su ego. Piensa que me engaño a mí misma sobre los motivos que tengo para verte, cosa que también le consuela.
Fruncí el ceño.
—¿Estás segura?
—Por supuesto. Veo lo que piensa y sé cómo hacerle pensar ciertas cosas.
Lo medité, y se me ocurrió una idea sorprendente.
—No puedes hacer lo mismo conmigo, ¿verdad?
Celia se río alegremente, me cogió la mano y contestó:
—Pero ¿cómo se te ocurren esas cosas?
No tenía respuesta.
Así que, en fin, creo que estamos a salvo aunque sigue siendo un No Probado.
Otra de mis preocupaciones era que lo que había entre nosotros cambiaría demasiado, que únicamente habíamos existido como una entidad fervientemente apareada, una especie de rareza sexual bipersonal; exquisita y excelente en la atmósfera enrarecida de invernadero de las episódicas habitaciones de hotel con aroma a azucenas, pero totalmente inapropiada para el resto de la vida, para la cotidianeidad de la existencia mundana, donde una flor tan delicada se marchitaría y moriría a la luz de la existencia corriente. Tal vez no teníamos nada más que decirnos que lo que ya nos habíamos dicho, con la mente y el cuerpo, en esas intensas oscuridades. Quizá ambos teníamos hábitos, idiosincrasias, que el otro no había experimentado hasta entonces, en los intervalos limitados y erráticamente dispersos que habíamos creado en esas suites de lujuria tropical divorciadas de la realidad; habíamos estado demasiado ocupados con el sexo para mostrar ningún otro comportamiento.
Así que Celia descubrió que yo roncaba cuando bebía y dormía boca arriba (estoy seguro de que hay muchas más cosas, pero confío en que me las cuente). Lo que yo descubrí fue que, por mucho que se esforzara, Celia no podía evitar caer en el rápido dialecto francés de la Martinica cuando estaba con la familia o hablaba con ellos por teléfono. Oh, y una vez que se resfrió, fue una paciente insoportable; se quejó y dramatizó como un hombre. Ella asegura que es porque casi nunca enferma y por tanto no tiene práctica. Pues eso. Bueno, eso y la locura de estar dividida entre dos mundos. Su vigésimo octavo cumpleaños llegó y pasó sin incidentes ni cambios apreciables y Celia pareció vagamente decepcionada durante un par de días, luego se olvidó como si nada y siguió con sus cosas.
—¿Cómo puedes olvidarte de todo sin más? —protesté—. ¿Cómo puedes dejarlo estar? ¡Pensaba que te creías esas tonterías de verdad!
Ceel se encogió de hombros.
—Tal vez el momento clave llegó antes de lo esperado —dijo, frunciendo el ceño—. En el aparcamiento subterráneo. Tenía que pasar en mi cumpleaños, pero ocurrió ese otro día. Fue un acontecimiento importante. Atrajo las cosas hacia él, distorsionándolas. —Asintió, como si hubiera llegado a una conclusión, y luego me sonrió, radiante—. Sí.
Sacudí la cabeza.
Lo irónico del asunto era que ahora a veces yo tenía sueños y pesadillas en los que el dividido era yo y tenía visiones aterradoras de otra realidad en la que iba por ahí renqueando con muletas, un hombro roto, y nunca volvía a ver a Celia; o me despertaba jadeando por culpa de imágenes de mi cuerpo en descomposición, un montón de carne podrida en posición fetal dentro de un molde de cemento en un embalaje inundado aposentado en el fondo del Támesis, río abajo.
Y, en cualquier caso, Celia seguía creyéndose dividida, provisional. Así que lo estábamos, ¿solo uno de nosotros? ¿Los dos? ¿Ninguno?
Yo elegiría la opción C, pero ¿quién narices lo sabía?
No Probado, si se quiere.
Nunca regresé a la casa de Ascot Square. Celia dormía en el Bella del templo una vez por semana. Craig y yo volvimos a hacernos amigos, aunque empezando más o menos desde cero. Probablemente Emma era la que lo llevaba mejor. Nikki descubrió lo mío con su madre y me miró de un modo que no olvidaré hasta el fin de mis días.
—Ken —dijo, ablandándose y moviendo la cabeza con arrepentimiento—. ¿Cómo eres?
Todos piensan que Ceel es maravillosa. Ed también. La primera vez que le puso los ojos encima dijo inmediatamente:
—Déjale. Sé mía. Renunciaré a todas las demás. Para siempre. Probablemente.
Celia sonrió y contestó:
—Tú debes de ser Edward. ¿Qué tal?
Más adelante, esa misma tarde, cuando Celia no podía oírnos, le pregunté a Ed:
—Entonces te gusta, ¿eh? ¿Crees que debería quedarme con esta?
Yo intentaba ser gracioso, pero me miró con lástima:
—Colega, creo que aquí no decides tú.
Incluso ahora a veces se nos queda mirando, cabecea, me mira y dice:
—¿Cómo es posible?
Supongo que tiene razón.
No le doy excesiva importancia, pero yo le he dicho a Ceel que la quiero, mientras que ella más que decirlo lo deja caer, muy de vez en cuando. Una de las pocas veces en las que la he visto aturullarse o incomodarse es cuando dice algo como lo primero que dijo aquella primera vez por teléfono y me llama «mi amor» o algo similar. Una noche que estábamos particularmente relajados y tranquilos le pregunté sobre esta cuestión, y ella se limitó a sonreír y sugerir que «amor» era una palabra que había quedado devaluada.
—En lo que al amor respecta —dijo—, hay que ser conductista.
Lo pensé y decidí que bueno, que me sentía querido.
Así que No Probado. Tal vez cualquier relación que no haya terminado no está probada, ni en un sentido ni en otro. Quizá es lo único que cabe esperar en este mundo caído, fracturado, que nos hemos construido para nosotros y nuestros herederos.
Addicta se convirtió en un gran éxito y Jo parecía estar en todas partes, pero afortunadamente ellos o su representante decidieron que tenían que conquistar Estados Unidos y optaron por desaparecer sin dejar rastro y, sí, efectivamente se desvanecieron de las pantallas de radar de la mayoría de la gente.
Conservé mi trabajo, sorprendentemente.
El mes antes de salir para la Martinica, volamos a Glasgow. Lo único que Celia había visto de Escocia era una lóbrega finca y su castillo plagado de corrientes de aire cerca de Inverness y primeros planos de cabezas y cuartos traseros de venados por el telescopio antes de que algún cabrón los disparara, y quería comenzar a enseñarle el resto del lugar en pleno esplendor de finales de verano. Pasamos una semana, alquilamos un coche, pernoctamos en pensiones. El primer día salimos por Glasgow de compras y a pasear, antes de regresar a casa de mis padres para cenar y —en un repentino chaparrón, para esquivar el tráfico— cruzamos Renfield Street cogidos de la mano.