—No, no; estoy a favor de que haya muchas más cámaras de circuito cerrado. Deberían estar por todos lados, y sobre todo en las comisarías.
Craig, que liaba un porro en la mesa de la cocina, suspiró.
—Lo digo en serio —le aseguré—. ¿Cultura de cantina? Parece interesante. Veamos. Cobertura total; incluso en los lavabos. Se acabó eso de negros o asiáticos atizándose en los lavabos, estrangulándose y dándose cabezazos y echándole después la culpa a nuestros acérrimos defensores de la decencia.
—Las escaleras —sugirió Craig—. No te olvides de las escaleras.
—Hostia, sí, las escaleras; hará falta que Sky ofrezca una buena cobertura de la liga desde las escaleras; como mínimo arriba y abajo del todo. Con la opción, muy importante, de la cámara subjetiva, naturalmente, la Cámara del Jugador.
—Cámara del Prisionero.
—Cámara del Sospechoso. Cámara del Preso. —Asentí vigorosamente, con la intensa concentración en los detalles totalmente triviales del que va colocado hasta los huesos—. Cámara Criminal.
—Plim, plan, bim, ban —resolló Craig entre risas.
—¿Qué?
—¿Todavía no tienes Sky? —preguntó Craig, levantando el porro para lamer el papel de fumar.
—¿Has dicho en serio…? En fin, da igual. ¿Qué? ¿Sky? De ninguna manera —repuse con vehemencia—. No pienso darle al mierda ese del tal Murdoch ni un duro de… la guita que tan poco me cuesta ganar.
Me había mudado al Bella del templo el año anterior. El barco llevaba deshabitado muchos años, de modo que solo tenía televisión normal y Craig intentaba convencerme de que instalara Sky TV desde la mudanza.
—Ya —musitó Craig—. supongo que para un seguidor del Clydebank no tiene sentido.
—Que te jodan. Huno.
Craig y yo teníamos el desagradable pero reconfortante hábito de retomar nuestro estereotipo cultural del Macho Escocés de la costa Oeste cuando nos veíamos, de ahí que charláramos de fútbol. Craig era un nariz azul, un huno, un fan de los Rangers. Casi su único defecto, en realidad; a menos que le tuvieras en cuenta su participación en un matrimonio largo y tormentoso (y en virtud de la solidaridad masculina y del estereotipo cultural mencionado anteriormente, a ese respecto estaba obligado a echarle casi toda la culpa a Emma sin más consideraciones).
Era principios de mayo de 2001, un par de semanas después de la fiesta de sir Jamie en su apartamento molón de lo alto de la Limehouse Tower. Estábamos sentados en la cocina de la casa familiar de Highgate, una elegante casa adosada de tres plantas con un gran invernadero y una amplia zona cubierta en el jardín. Para entonces Emma tenía su propia casa, un piso con jardín en una planta baja a un par de calles de allí. Nikki vivía con Craig pero pasaba alguna que otra noche en casa de Emma. Solían ser las noches en que yo visitaba a Craig y teníamos la oportunidad de liberar al adolescente que Craig —padre y marido a los dieciocho— había abandonado de modo demasiado repentino y yo —disoluto, todavía solo pero con compromisos varios a los treinta y cinco— nunca había acabado de sacarme de encima.
De manera que escuchábamos música, nos fumábamos unos porros, bebíamos cerveza —o vino, cada vez más— y charlábamos de mujeres y, por supuesto, de fútbol. Para mi desgracia yo era, al menos en teoría, hincha del Clydebank (podría haber sido peor; podría haber sido aficionado del Dumbarton). El Clyde era el club más cercano al lugar donde me crié, en las remilgadas calles de la soleada Helensburg con sus vistas al sur; una ciudad demasiado de clase media para tener algo tan proletario como un equipo de fútbol propio. Por otra parte, el club de rugby ejercía de centro social casi a la par con el club de golf. Clyde es uno de esos equipos al menos un nivel por debajo de los grandes clubes escoceses que se encuentran otro nivel por debajo de los dos grandes, Celtic y Rangers. Craig había heredado su bufanda de los Rangers de su padre. Eran unos hunos pijos; no eran fanáticos ni anticatólicos, pero estaban totalmente comprometidos con su equipo.
—Ser de un equipo como el Clydebank tiene sus compensaciones —le dije a Craig al tiempo que encendía el porro y expulsaba el humo en la cocina a oscuras.
De pronto tuve una visión de Nikki al día siguiente, olisqueando el aire y abriendo las ventanas de la cocina y el invernadero adyacente. «¡Papá!» Aunque en estos tiempos diría: «¡Craig!».
—¿Compensaciones? —preguntó Craig llevándose la mano libre a la oreja—. ¡Escucha! ¿Es ese el sonido de alguien aferrándose a la última esperanza? ¡Vaya que si lo es! —Me limité a mirarle. De hecho lo que oía era Moby haciéndose el interesante y el profundo en la minicadena de la cocina—. ¿Qué compensaciones? ¿Tener que viajar hasta Cappielow para ver los partidos que jugáis en casa o visitar East Fife?
—No —contesté obviando los insultos—. Quiero decir que te prepara para la vida de hincha del equipo nacional.
—¿Que qué? —dijo Craig, como si por un momento fuera londinense.
—Piénsalo —le dije aceptando el porro—. Gracias. Si eres de un equipo como el Clydebank te acostumbras a las decepciones… —Hice una pausa para darle una calada al porro y seguí hablando entre nubes de humo—. La carrera truncada por la copa, los buenos jugadores (los rarísimos jugadores buenos de verdad) que se venden antes de que tengan oportunidad de hacer algo por el club más que poner en evidencia que el resto del equipo son unos pobres paletos, la angustia de mitad de temporada a medida que se hunden entre las posiciones inferiores de la liga, incluso, a largo plazo, los ascensos ocasionales de los que sabes que probablemente acabarán en descenso al año siguiente; sencillamente las aburridas y evidentes demostraciones de ineptitud futbolística mientras estás sentado congelándote durante dos horas consciente de que has apoquinado veinte libras por ver a dos pandillas de palurdos correteando por un campo enlodado dándose patadas unos a otros o, por lo que se ve, compitiendo a ver quién lanza la pelota más alta fuera del campo de juego mientras los tipos que te rodean insultan y descalifican a pleno pulmón a su propio equipo y a los demás hinchas. —Di otra calada honda y le devolví el porro.
—Ah, un gran deporte —convino Craig fingiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Y así, cuando toca animar al equipo nacional escocés, estás plenamente preparado para los resultados negativos, las desilusiones, las frustraciones, las decepciones y en general para toda la gama de desesperaciones que conlleva y que son el resultado natural de apoyar a nuestros valientes pero por lo general anodinos Bravehearts. Te has inoculado contra semejante desilusión a lo largo de tu vida de hincha; es la clase de porquería que estás acostumbrado a ver y aguantar cada semana o quincena de las tres estaciones de lluvia. Sencillamente elevas ligeramente las expectativas, ya maltratadas y listas para desplomarse, y punto. En cambio, vosotros —dije aceptándole el canuto—. Vosotros —repetí tras una profunda calada—, con vuestras espléndidas nueve ligas seguidas y vuestros jugadores con Ferrari y vuestros cuarenta y cinco mil seguidores que acuden al campo cada vez que jugáis en casa y vuestra experiencia europea… vosotros os acostumbráis al éxito. Os sentís engañados si 110 hay platería nueva en la sala de… sí, tenéis una sala de trofeos; nosotros tenemos una vitrina.
—Vacía en la actualidad, si no me falla la memoria. Gracias.
—Que te jodan. Empezáis a lloriquear si no sois los primeros de algo al final de temporada. Nosotros nos contentamos con que nuestro equipo siga existiendo y ningún cabrón haya vendido el campo a escondidas a una franquicia nueva de B Q. La cuestión es que acabáis totalmente condicionados por la victoria, por ganar, y cuando apoyáis a la bella Escocia, por obligación genética y constitucional, no asumís el hecho de que, en esencia, son una mierda.
—No somos una mierda —protestó Craig a la defensiva.
—Bueno, no un cagarro total y absoluto, pero tampoco mucho mejores de lo que debe ser el equipo de un país de seis millones de habitantes. De manera que de pronto os encontráis en situación de inferioridad, tenéis que enfrentaros al hecho…
—Vale, vale —interrumpió Craig sacándose los mocasines de un par de patadas y apoyando los pies en la mesa artesana—. Lo he captado. Acabas refugiándote en cuestiones periféricas como tener unos hinchas educados.
—Más educados que esos asquerosos, gamberros y xenófobos hinchas ingleses, desde luego, lo cual conforma el subtexto implícito del «¿acaso no somos fantásticos?» que caracteriza el orgullo caledonio.
—Borrachos pero amistosos.
—Inofensivos.
—Más o menos como el equipo.
—Exacto.
—Lo importante es el espectáculo —musitó Craig con un deje triste y estirándose para pasarme el porro.
—Es el equivalente nacional de las esperanzas locas a las que te aferras al nivel de la liga con equipos como el Clydebank: la gente que aplaude con espíritu deportivo, una fugaz muestra de habilidad cuando alguien en el campo acierta por casualidad a hacer lo que pretendía, la mezcla de orgullo y resentimiento cuando un jugador vendido a un equipo grande tres temporadas atrás marca tres goles seguidos en la Premier inglesa.
Di una calada al porro hasta acabarlo y lo apagué en el cenicero junto al que nos habíamos fumado antes. El chili casero de Craig. Cogí el vino.
—Ya, pero cuando ganas… —dijo Craig recostándose en la silla y colocándose las manos detrás de la nuca—, vale la pena. Incluso un hincha de unos perdedores como tú tiene que haber oído hablar de eso, no sé, de boca de los seguidores de otros equipos.
También pasé ese comentario por alto.
—¿Seguro? Francamente, empiezo a dudarlo.
Craig parpadeó detrás de sus gafas a lo Trotski.
—¿Cómo? ¿Que ganar no es divertido?
—No, lo que digo es que empiezo a cansarme de toda esta historia del fútbol.
Craig ahogó un grito y contestó:
—Lávate la boca con salsa Bovril, bastardo blasfemo.
—¿Tú no estás cansado? En serio. Empiezo a saturarme del juego ese de la puñeta, y eso que no tengo Sky. Hay demasiado fútbol.
Craig se tapó los oídos con las manos.
—Estás empezando a asustarme. Fingiré que no estás aquí hasta que dejes de decir maldades y cosas horripilantes.
—Se me ha ocurrido una cosa.
—No te oigo.
—La Copa del Mundo.
Craig comenzó a tararear con la boca cerrada. Alcé la voz por encima de sus zumbidos y de Moby, que seguía canturreando taciturno en algún lugar dentro de los delicados mecanismos del equipo Sony.
—La Copa del Mundo —repetí—. Dura demasiado —grité—. Tengo una idea para que todo ese follón exagerado acabe en un día. En realidad, es aplicable a cualquier otra competición.
—La, la, la-la-la…
—¿Cuál es la mejor parte del final, la más emocionante, la más intensa, la que hace que te muerdas las uñas? —bramé. Puse los brazos en cruz—. ¡La tanda de penaltis!
Craig parecía a punto de estallar. Se sacó las manos de las orejas y dijo:
—No estarás sugiriendo…
—¡Sí! Te cargas los noventa minutos de partido, te saltas la media hora de prórroga y pasas directamente al lanzamiento de penaltis sin tener que andar primero corriendo por ahí, jadeando y tirándose de cabeza. Máxima intensidad desde el pitido inicial de la primera parte hasta el último momento, ese caer de rodillas con la cara entre las manos y saltos y puños al aire que manda el trofeo Jules Rimet de vuelta a Luxemburgo, que es donde tiene que estar.
—Eres un pagano cabrón solo por haberlo pensado.
—A los yanquis les encantaría. Las cadenas de televisión tendrían por fin un formato de fútbol en el que podrían colar anuncios cada tres o cuatro minutos. No se ofendería al lapso de atención del ciudadano medio de Peoria, Illinois.
—El lanzamiento de penaltis es una desgraciada parodia del mejor deporte del mundo —repuso Craig con dignidad—. Lanzar una moneda al aire sería más honorable; al menos se admite que es pura suerte.
—Habló el miembro de la Federación Escocesa de Fútbol. Estoy hablando del futuro, huno reaccionario de los cojones. O te pones al día o te pasas al shinty, ludita.
Craig daba toda la impresión de no estar escuchando. Tenía la vista fija en la minicadena, donde el Play de Moby estaba a punto de acabar.
—Moby —dijo mirándome.
—¿Qué le pasa?
—¿No crees que se parece un poco a Fabien Barthes?
Más tarde en el salón, sentados juntos en el sofá, esperando mi taxi, compartiendo un último porro y un par de copas de Bin 128:
—Emma dice que nunca hablamos de nada importante.
—¿Sí? —pregunté.
—Sí. Es la razón número trescientos siete de su lista de «Razones por las que Craig es un mierda».
—Bueno, si quiere hablar contigo de cosas supuestamente importantes. …
—No, no, no, ella conmigo no. Se refiere a ti y a mí.
Le miré.
—¿A qué se refiere?
—Creo que quiere decir que no cotilleamos.
—Ah, ¿quieres decir que hablamos de cosas que a nosotros nos parecen importantes como el fútbol, el sexo y la política pero no de, por ejemplo, las relaciones?
—Algo así —dijo Craig rascándose la cabeza—. Después de vernos me pregunta por tus padres, por tu hermano o por Jo, y acabo encogiéndome de hombros y contestando que yo qué sé.
—Ah, bueno.
—Así que, ¿cómo están tus padres, tu hermano y tu novia, Ken?
—Todos bien, gracias, Craig.
—Gracias. Informaré a mi mujer, de la que ahora estoy separado, la próxima vez que la vea.
—Y Emma, ¿qué tal? ¿Tú cómo estás?
¿Por qué me sentía culpable cada vez que preguntaba por Emma? Era una amiga, Craig siempre la había querido mucho y siempre la querría, y solo habíamos pasado juntos una noche de borrachera que ambos lamentábamos profundamente y deseábamos que nunca hubiera ocurrido, de modo que ¿por qué me sentía un traidor cuando la mencionaba delante de Craig?
—Ah, vamos tirando —suspiró Craig—. Acabados, creo, pero tirando. ¿Y tú? ¿Todavía sigues con Jo?
—Ajá.
—¿No te ves con nadie más?
—En realidad no. Bueno… —Hice una mueca.
—Así que continúas tanteando el terreno, ¿eh? —repuso Craig con una sonrisa indulgente.
Me retorcí un poco, incómodo.
—No tanteo el terreno, más bien hago algún que otro lanzamiento desde detrás de los setos de vez en cuando para…
—Devolver la pelota.
—Pensaba más bien en analogías de siembras y arados, pero también puede decirse así —concedí.
Craig apartó la vista, pensativo.
—Creo que debería haberme dedicado un poco más a esos menesteres.
—Que tienes treinta y cinco años, hombre. Estás en la flor de la vida. Por Dios. Todavía no has llegado al estadio de las pantuflas y la pipa.
—Ya, pero la mayoría de mis amigos están casados. Y trabajo en casa; no puedo ligar junto a la máquina de café o la fotocopiadora.
—¿Qué tal el trabajo? ¿Has diseñado alguna web buena últimamente?
Gruñó.
—No preguntes. Me he pasado el día entero purgando los ordenadores con antivirus. Un mierdecilla de la Khazaktavia exterior con un puto Sinclair Spectrum. ¿Y tú?
—A un locutor radiofónico no se le pregunta por el trabajo —le dije en tono cansino—. Se supone que eres tú el que tiene que contarme que cada programa diario que escuchas es mejor que el anterior. —Le miré—. Todavía no le has cogido el tranquillo a la cosa esta de la «amistad», ¿no?
—¿Para qué coño voy a escucharte? —La luz rubí de una lámpara de lava postirónica de segunda generación se reflejó en sus gafas y su cráneo afeitado desde un estante situado detrás de él—. Si mañana estuviera lo bastante desesperado…
—¿Qué quieres decir con «si», desleal ex supuesto mejor amigo (abro comillas) escocés (cierro comillas)?
—… todo lo que oiría —continuó Craig— sería lo mismo que acabo de escuchar esta noche.
—¿Qué? —chillé.
—Mírame a los ojos, sinvergüenza mentiroso y taimado, y dime que no regurgitarás toda esa tontería de que seguir equipos de mierda es mejor preparación para apoyar a los equipos nacionales malos que seguir a los buenos, o esa chorrada sin sentido de una Copa del Mundo compuesta por completo de una serie de tandas de penaltis. Es que eres de escándalo.
Me quedé mirándolo un rato.
—Un golpe justo —admití con voz ronca.
—Debería reclamar derechos de autor. Un salario.
—¿De verdad nunca oyes el programa?
Craig soltó una risotada.
—Claro que lo escucho. Hasta que los anuncios me atacan los nervios. Pero sé que reciclas las cosas de las que hemos estado charlando.
—Lo sé. ¿Debería mencionarte? ¿Nombrarte en los créditos? ¿Enrolarte en el esquema de Sanitas de Capital Live!?
—Ya te he dicho que con un cheque regular basta.
—Vete a la mierda.
Suspiró.
—En fin.
—Bueno, no te quedes aquí sentado compadeciéndote…
—No me compadezco.
—Ni deberías. Tienes una buena carrera, satisfactoria, has criado una hija lista y guapa y eres el amigo afortunado de al menos un personaje muerto realmente famoso, yo. A ver, ¿qué más se puede pedir?
—¿Más sexo?
—Estaría bien. Mira, sal ahí fuera y empieza a tratar a gente. Conoce mujeres. Sal conmigo. Saldremos de discotecas.
—Ya, puede.
—No, puede, no; decidido. Hagámoslo.
—Llámame. Convénceme cuando esté sobrio y no esté taciturno.
—¿Ahora estás taciturno?
—Un poco. Me encanta mi trabajo, pero a veces pienso que no es más que papel pintado electrónico y que no tiene sentido. Y Nikki es brillante pero también pienso que algún cabrón hijo de puta le va a hacer mucho daño… O sea, ya sé que parezco del paleolítico, pero ni siquiera me gusta pensar que practica el sexo.
—No. Mierda, a mí sí.
—Hombre, Ken —dijo Craig meneando la cabeza—. Incluso para ser tú…
—Perdona, perdona —me excusé de corazón.
Llamaron a la puerta.
—Bien. Ahora saca el culo de mi casa, pedazo de tarta penenosa…
—¿Penenosa?
—Venenosa.
—Vale, vale —dije levantándome de un salto y dándole una palmada en una rodilla—. ¿La semana que viene a la misma hora?
—Es probable. Buen viaje de vuelta al palacio de la ginebra.
Me detuve en el umbral, chasqueé los dedos y dije:
—Oh, no lo he mencionado.
—¿El qué? —preguntó Craig con recelo.
—Mi tórrido lío homosexual con Lachlan Murdoch.
—¿Eh?
—Sí y curiosamente he empezado a escribir para uno de los tabloides de su padre.
Craig cerró los ojos.
—Pasémoslo por alto, ¿vale? —Suspiró.
—Pensé que debías saberlo, por fin «me he metido» en el emporio Murdoch. Je, je.
—Joder.
—¡Nos vemos!
—Sí, explica eso en la radio, señor Graciosillo.
—Ha sido una exclusiva para ti, cielo. Hasta la semana que viene.
—Sí, sí…
La primera vez que besé a Celia, la noche de la tormenta, no fuimos más allá. Fue un beso fabuloso, con su cuerpo cálido y prieto contra el mío y su boca suave y su lengua pequeña y dura bailando dentro de mi boca como una llamita de músculo húmedo, pero no hubo más. Ni siquiera me dio su dirección ni su teléfono ni nada. Por entonces, claro, yo todavía no sabía quién era su marido, solo que parecía algo psicótico (cosa que, sabe Dios, debería haberme bastado). Me preocupaba que pese a la solemnidad previa Celia estuviera quedándose conmigo, que fuera una tomadura de pelo extrañamente seria. Pero dijo que se mantendría en contacto conmigo. Debía regresar a la fiesta porque estaba a punto de pasar un coche a recogerla.
Otro beso largo e insoportablemente sexy, durante el que me permitió recorrerle todo el cuerpo con las manos, y luego desapareció dentro de la habitación. Yo me quedé bajo la lluvia y el viento, empalmado como una secuoya gigante, dejando transcurrir un intervalo decoroso y, por una vez, deseando fumar porque parecía el momento adecuado para hacerlo. Después —previa visita al megalavabo para secarme la cara y peinarme—, regresé a la fiesta.
Celia ya se había marchado.
Durante semanas, no pasó nada. La vida continuó, se sucedieron las tonterías de siempre (visitas al dentista, roces con la dirección de la emisora, un par de almuerzos alcohólicos y coquetos con la encantadora Amy, un concierto en Brighton con Ed, que rematamos bañándonos desnudos al amanecer con dos chicas argentinas). Jo y yo asistimos a fiestas y vimos películas, nos drogamos y fuimos a discotecas, practicamos sexo divertido de vez en cuando y decidí que Celia era simplemente una de esas historias que nunca llegan a cuajar: un pequeño oasis de extrañeza, encanto y drama de alto nivel en una existencia que para empezar nunca anduvo corta de esas cosas. De todos modos, la mujer era la chica de un gángster. Peor aún, su esposa. Trabajar al límite, arriesgar y todas esas sandeces estaban muy bien, y no había mentido descaradamente al decirle a Celia que no me preocupaban, aunque no era ningún suicida. La vida era demasiado corta para no vivirla al máximo, pero Celia tenía razón al recordarme que ciertos comportamientos pueden acortarla de manera espectacular.
Entonces, un miércoles nublado de mediados de mayo, pasado ya más de un mes, llegó un mensajero con un sobre fino y acolchado justo al acabar el programa. Dentro había una llave de hotel de plástico gris. En ese momento me encontraba en el pasillo de camino al despacho; miré dentro del sobre pero no encontré nada más; lo zarandeé bocabajo y nada. Miré en el pasillo sin parar de andar por si se me había caído algo. Nada. La llave no indicaba el número de habitación ni el hotel. Nunca lo hacen.
Me la guardé en el bolsillo e inspeccioné el sobre en busca del nombre del remitente, preguntándome si podría contactar con quienquiera que me hubiera enviado el sobre.
El móvil sonó en cuanto lo volví a conectar. La pantalla indicaba «Desconocido».
—¿Diga? —contesté.
—¿Kenneth? —preguntó una voz femenina.
—Ken Nott, sí.
—¿Podemos hablar?
—Sí. —Me detuve junto a la puerta del despacho. Dentro se oía a Phil y Andi, su ayudante, charlando y riendo—. ¿Quién es?
—Nos conocimos en la terraza hará unas cinco semanas, ¿te acuerdas? Por favor, no pronuncies mi nombre, pero ¿me recuerdas?
—Ah. Bueno, sí. Sí, por supuesto. ¿Qué tal?
—¿Todavía…? No estoy segura de qué decir. ¿Deseas proceder? Es muy poco romántico, lo siento.
—Ah —dije, con la vista clavada en la moqueta a mis pies—. He descubierto, eh, quién es la otra mitad.
—De modo que no quieres. Comprendo. Lo siento. He sido una estúpida. Por favor, deshazte de…
—Bueno, no, espera.
—¿Has recibido lo que te he enviado?
—¿Del tamaño de una tarjeta de crédito? ¿Nada más?
—Correcto.
—Sí. ¿De dónde es?
—El Dorchester. Seis cero siete. Es solo que… Me habría gustado volver a verte.
No sé. Fue algo en la manera en que lo dijo. Tragué y pregunté:
—¿Estás ahí?
—Sí.
Consulté el reloj de pulsera.
—Tengo que arreglar un par de cosas. ¿Dentro de media hora?
—Tenemos toda la tarde, más o menos hasta las seis.
—Vale, pues nos vemos.
—Dos cosas.
—¿Qué?
—No puedes dejarme ninguna señal. Nada.
—Claro, lo comprendo.
—Además…
—¿Qué?
—Solo esta vez ¿podrías estar callado?
—¿Callado?
—Completamente. Desde que llegues hasta que te vayas.
—Es un poco raro.
—Es… una superstición privada, supongo que tú lo llamarías así. Sé que para ti no tiene sentido. Pero me gustaría que me concedieras eso.
—Un momento —dije, al borde de la risa—. ¿Es que han pinchado el dormitorio?
—No. —La oí sonreír. Una pausa—. ¿Lo harás por mí? ¿Solo esta vez?
—¿Y si me niego?
—Si no me concedes esto y seguimos adelante pensaré que esto acabará mal para los dos. No sé qué creerías tú, Kenneth.
Pensé en ello un momento.
—De acuerdo.
—Entonces hasta dentro de media hora. Te esperaré.
—Hasta pronto.
—Sí.
Colgó.
La habitación 607 del Dorchester era una suite. Titubeé ante la puerta. Estaba sudando. Básicamente porque había ido a pie desde Capital Live! Los asuntos que había pensado que tenía que arreglar resultaron nimiedades o podían posponerse perfectamente al día siguiente, de manera que me había despedido —el programa del día siguiente estaba casi listo— y me había ido. Hacía calor y el aire de mayo era húmedo y denso.
El paseo me dio tiempo para pensar. ¿Estaba actuando con sensatez? Bueno, no había ni que responder. Desde un punto de vista objetivo, sabiendo de quién era esposa la mujer que, así lo esperaba, estaba a punto de follarme, me estaba comportando como un masoquista con deseos de morir. O no, claro; quizá Celia hubiera exagerado la noche que estuvimos en la terraza de la habitación de sir Jamie. Quizá lo hubiera dramatizado porque así satisfacía alguna necesidad de misterio y a su marido le importaba un comino lo que hiciera y con quién lo hiciera.
Toqueteé la delgada tarjeta de plástico del bolsillo. Toda la intriga misteriosa alrededor de la llave resultaba vagamente divertida y tranquilizadora o, por el contrario, de lo más preocupante. ¿Qué estaba haciendo? Es un gángster, tío. Todos nos tranquilizamos considerándonos especiales, pero ¿alguien era tan especial, existía alguien tan extraordinario que valiera la pena correr el riesgo que tal vez estaba asumiendo yo en ese momento?
Por supuesto, la gente ha corrido riesgos de locura por sexo, lujuria y amor desde que el mundo es mundo. Se han declarado guerras por lo que, siendo inmisericorde, podría calificarse de simples frotamientos superficiales. Se han reescrito libros sagrados, se han modificado las leyes divinas para poder poseer las curvas anheladas. El deseo es el ambiguo cumplido del que la humanidad no puede renegar. Es la vida, así somos. No podemos evitarlo.
Visto uno, vistos todos, me dije. Pero por otra parte, claro, eso era una gilipollez. Los sexistas recurrían a esa frase igual que los racistas decían: «A mí todos me parecen el mismo». Ambas eran confesiones de ineptitudes personales, de la incapacidad de ver.
Metí la tarjeta y entré en un vestíbulo a oscuras iluminado únicamente, una vez hube cerrado la puerta, por la luz que llegaba desde el cuarto de baño situado en el otro extremo de la suite. Hacía mucho calor, tuve que quitarme la chaqueta. En una mesilla en frente de mí, un enorme ramo de flores inundaba el aire de un aroma dulzón. Había dos puertas grandes, a derecha e izquierda, ambas entreabiertas, ambas dando paso a habitaciones a oscuras. De una y otra dirección solo llegaba el ruido ambiente de la ciudad, muy amortiguado. La primera puerta daba a una sala de estar con cortinas oscuras de drapeados altos hasta el techo y gruesos como moquetas que contenían el sol de la tarde. Un poco eduardiano, pero de una suntuosidad adecuada. La otra puerta conducía al dormitorio.
Todo ese tiempo había habido una luz encendida en el dormitorio. Celia estaba sentada a un escritorio de tapa corredera al fondo del cuarto, leyendo a la luz de una lámpara. Iba envuelta en un albornoz blanco demasiado grande para ella. Su pelo castaño dorado caía suelto hasta casi tocar el asiento. Se giró al oír que se abría la puerta. Llevaba unas gafitas redondas. En el dormitorio hacía aún más calor; un conducto de ventilación zumbaba suavemente en el techo, generando una bocanada de calor tropical que al momento empezó a secarme el sudor de la nuca y despeinarme.
Celia se llevó un dedo a los labios. El corazón me latía con fuerza; casi esperaba que aparecieran del armario varios matones musculosos con el cuello de cuarenta y cinco centímetros de diámetro, me aporrearan en la cabeza, me amordazaran con cinta aislante y me metieran en una bolsa para cadáveres… aunque por la impresión que daba la habitación a la tenue luz de la lamparilla, aquel lugar era demasiado pijo para tener armarios; en su lugar habría un vestidor. Me quedé de pie pasando calor y preguntándome hasta qué punto querría Celia que yo tomara la iniciativa; qué grado de iniciativa quería tomar yo. Todo ese asunto del acuerdo de silencio —o al menos mi consentimiento— había situado la pelota en el campo de Celia. En un rincón de la habitación esperaba la cúpula de un carrito de elegantes destellos. En una mesa baja, delante de una ingente muestra de azucenas, había una botella de champán en hielo y dos copas. El aroma de las flores saturaba el aire cálido como la sangre.
Celia cerró el libro, se quitó las gafas, se levantó y se acercó a mí, poniéndose de puntillas con su último paso para besarme igual que la noche de la tormenta. Olía a musgo y rosas. Le solté el grueso cinturón del albornoz con ambas manos y abrí la prenda. Tenía la piel suave y cálida, más cálida incluso que el sobrecalentado aire de la habitación. La aparté un poco para contemplarla. Dejó caer el albornoz.
Los ojos casi se me salieron de las órbitas y respiré hondo al ver por primera vez la extraña marca retorcida de su cicatriz. Creo que estaba a punto de exclamar «Dios mío» cuando Celia se me anticipó y me tapó delicadamente la boca con la mano, haciéndome callar mientras yo seguía con la vista fija en aquella tracería de líneas marrón oscuro. Permaneció quieta en medio de la espiral blanca y reluciente del albornoz caído dejándome inspeccionar la huella como de helecho, levantando los brazos y recogiéndose el pelo para que la viera mejor, mostrándose en silencio.
Nos lanzamos a nuestra causa común sobre una vasta cama con dosel. Dejé que me desvistiera, con una urgencia en las manos y la expresión que no me estaba permitido comentar. Mientras, le acaricié el pelo, arando su fértil densidad con los dedos. Su cuerpo era la cosa más sensual que había visto en la vida, de miembros delgados pero de redonda musculatura y una cintura minúscula. Sus areolas y pezones eran rosados, algo inesperado en una piel acaramelada cuyo tono —salvo por el dibujo tallado por el rayo que descendía por el flanco izquierdo— no variaba en ninguna parte, solo muy levemente en las palmas de las manos y las plantas de los pies. Su vello púbico era más oscuro que el de la cabeza, de una suavidad sorprendente pero muy rizado. Me quitó los vaqueros. La punta de mi polla sobresalía por el borde de mis Calvin Klein, morada y de aspecto lustroso entre el algodón gris y el tono pastoso de mi piel escocesa irremediablemente pálida. Siempre había pensado que el espectáculo resultaba un poco burdo —las erecciones solían serlo, en una u otra circunstancia— pero Celia sonrió al verla, como si fueran ya viejas amigas, y me quitó los calzoncillos.
Imité el gesto de ponerme un condón y señalé mi chaqueta, colgada de una silla. Celia negó con la cabeza. Arqueé las cejas y moví levemente la cabeza en un gesto que intentaba traducir adecuadamente: «¿Estás segura?». Asintió con énfasis.
Bien, vale, pensé, y me volvió a besar.
La deseaba muchísimo, de inmediato, pero decidí tomar un poco el mando y la tumbé de espaldas. Quería verla, experimentar cada parte de ella con todos los sentidos que lograra concentrar. Me arrodillé entre sus piernas, agarrándole las pequeñas nalgas con las manos y levantándola. Su vagina era rosada como los pezones, flanqueada por los carnosos pliegues gris rosáceo de los labios, frondosos y rizados y más altos en el minúsculo aro que ocultaba el botón regordete y brillante del clítoris. El coño le olía a talco, sabía a sal dulce. Hundí en ella lengua y labios, presionando y avanzando como un sabueso en busca de trufas mientras frotaba y apretaba el minúsculo rosetón de su ano con un pulgar, escuchando acelerarse su respiración, con la impresión de que el calor envolvente de Celia me incendiaría la boca.
Penetrarla fue un proceso lento, gradual, casi titubeante, justo lo contrario de lo que creo que ambos esperábamos. Me descubrí temblando, sacudiéndome como un adolescente en su primera vez, con la boca seca de repente y las lágrimas —¡lágrimas!— inundándome los ojos. Celia yacía sobre su pelo, con la cabeza ladeada de cara a la oscuridad y el tendón lateral de la garganta tenso, como una columna resaltada, con los brazos abiertos sobre la cama y los dedos aferrando, atrapando, puñados de almohada blanca y mullida, las piernas formando una uve en tensión, con los dedos en punta; después, cuando por fin entré en ella por completo, ahogó un grito y se lanzó sobre mí, rodeándome y estrujándome con brazos y piernas con una fuerza extraordinaria, como si todo mi cuerpo fuera una enorme polla y el suyo una mano, sus extremidades, dedos.
Incluso conseguí correrme en silencio, pero luego, tumbados los dos, respirando con dificultad y con los miembros temblorosos, giró hacia mí sobre la cama pegajosa por el sudor y apoyó dos dedos en mis labios con delicadeza.
—No pasa nada —dijo en voz baja. Fueron los primeros sonidos articulados que emitía— Ya podemos hablar, Kenneth.
Se me pasó por la cabeza contestarle que no en silencio o sencillamente pasar por alto su comentario y fingir que estaba dormido; en otras palabras: a falta de ellas, tomarle el pelo, pero en cambio pregunté:
—¿Has cambiado de opinión? —Me había pedido que nos mantuviéramos callados durante todo el encuentro.
Asintió despacio. Su larga y espesa melena cayó como una maraña enredada y pesada sobre mi pecho.
—Con el principio basta. Y que estuvieras preparado para estar en silencio.
—¿Ajá?
—¿Ajá? —me imitó.
Cogí un manojo de su pelo y me enredé el puño en él, estirándolo al máximo. Celia inclinó la cabeza hacia mi mano. Sus enormes ojos de color ámbar oscuro miraron hacia abajo.
—Eres una mujer muy peculiar, Celia.
—¿Lo repetiremos?
Alcé la cabeza y fingí estar entusiasmado porque hubiera bajado la vista.
—Dentro de unos cinco minutos, supongo.
Sonrió.
—¿Volveremos a vernos?
—Oh, yo diría que sí.
—Bien, no podremos salir, vernos en público. Tendrá que ser así.
—Así está bien. Puedo manejarme con esto.
—Manéjame a mí —susurró descendiendo entre mis brazos.
De este modo comenzó mi errática ruta erótica por los hoteles de lujo de Londres. Cada pocas semanas —salvo una interrupción por vacaciones—, un mensajero me entregaba un sobre delgado con una llave o tarjeta de hotel. La llamada complementaria fue acortándose paulatinamente hasta reducirse a un «El Connaught, tres uno seis» o «El Landmark, ocho uno ocho» o «El Howard, cinco cero tres».
Celia y yo proseguimos nuestra esporádica aventura en una sucesión de suites a oscuras, de techos altos y calor febril, sobre toda una serie de camas tamaño king o emperador.
Aquella primera vez, en el Dorchester, resultó que alargamos la cita más de lo que Celia había previsto; no nos quedamos hasta las seis, sino hasta las diez, cuando ya no pudo posponer más su marcha. En algún momento me había quedado dormido entre sueños acusadamente sensuales en los que nadaba envuelto en denso perfume rojo bajo un sol liliáceo abrasador, después me desperté y todas las luces estaban apagadas pero la luz exterior iluminaba la habitación y Celia estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera entre las cortinas descorridas; el brillo argénteo de la luna llena se combinaba sobre su piel con el destello de la iluminación artificial del hotel que se reflejaba desde el techo y enmarcaba su figura esbelta y oscura en tonos dorados.
Me acerqué con sigilo por detrás, la abracé, y ella apoyó sus manos sobre las mías en su hombro mientras yo le acariciaba el cuello y el pelo con la nariz. Fue entonces cuando le pregunté por la larga y ondeante marca de su costado izquierdo y ella me contó la historia del rayo.
Las negras siluetas de Kensington Gardens y Hyde Park lucían ensartadas por cordones de puntos lumínicos. A nuestros pies, cobijado en el patio delantero de la fachada del edificio que daba a Park Lane, un enorme árbol oscuro susurraba mecido por la brisa refrescante, sus tallos nuevos eran verdes y negros, llenos de vida, movimiento y promesas.
—¿Quién eres, Celia? Háblame de ti —dije a la oscuridad, al cabo de un rato—. Si quieres.
—¿Qué quieres saber?
—Todo.
—Todo resultaría aburrido, Kenneth. ¿Es que no lo sabes? Saberlo todo de alguien aburre.
—Sospecho que de ti no.
—Ya te lo dije: soy una mujer casada, un ama de casa, una oyente.
—Tal vez podrías empezar acercándote un poco más al inicio.
—Soy de Martinica. ¿Sabes dónde está?
—Sí.
—Mi padre era pescador, mi madre camarera. Tengo cuatro hermanos y cinco hermanas.
—Vaya, tus padres estuvieron muy ocupados. Eso de ser atletas sexuales es cosa de familia, entonces.
—Estudié idiomas, me hice modelo, me mudé a París primero y luego a Londres. Conocí a un hombre que creí que me amaba. —Titubeó—. Quizá no esté siendo justa con él. Él creía que me quería. Los dos lo creíamos.
—¿Tú le querías?
Tensó su cuerpo contra el mío, luego volvió a relajarse.
—El amor —dijo, como si al decirlo saboreara la palabra por primera vez, calibrando su significado en la boca y la mente—. No lo sé. —Giró la cabeza y dejó que su mirada se perdiera en las sombras de la habitación. Sus pestañas revolotearon contra la piel de mi hombro—. Le tenía cariño. Era amable conmigo. Me ayudó. Me ayudó mucho. Con ello no quiero decir que me casara con él por gratitud, pero creía conocerle y saber que sería un buen marido.
—¿Y lo es?
Se quedó callada un momento.
—Me trata bien. Nunca me ha pegado. Empezó a mostrarse distante cuando descubrí que no puedo tener hijos.
—Lo siento.
—La cuestión es que no importa si es un buen marido; lo importante es que es malo con otros. Suele decir que siempre se lo merecen, pero…
—¿Sabías que era así cuando te casaste?
Se quedó en silencio un momento.
—Sí y no. Lo sabía un poco. No quería saberlo todo. Debería haber querido.
—¿Piensas quedarte con él?
—Me daría miedo decirle que le dejo. Además, prácticamente toda mi familia trabaja para una de sus empresas, en la isla.
—Ah.
—Pues sí, ah. ¿Y tú, Kenneth?
—¿Qué es lo que no sabes ya por mis emocionantes y siempre precisos perfiles aparecidos en la prensa más prominente?
—¿Tu matrimonio? ¿Tu mujer?
—Me casé con una enfermera llamada Jude. Judith. La conocí en una discoteca entre un trabajo y otro, al poco de mudarme a Londres. El sexo era estupendo, compartíamos intereses, además de una robusta base común de ideas políticas con solo algunos puntos conflictivos (Jude creía en la astrología), teníamos grupos de amigos compatibles… y, desde luego, pensábamos que estábamos enamorados. En realidad ella no quería casarse, pero yo insistí. Yo me conocía; sabía que era muy probable que me descarriara o que quisiera hacerlo, serle infiel, así que elaboré un concepto aberrante según el cual, si me casaba, el hecho de haberle hecho la promesa solemne de renunciar a todas las demás, de haber aceptado un compromiso legalmente vinculante, me frenaría. —Hice una pausa—. Probablemente es la idea más loca de toda mi vida adulta y eso cuando, por consenso general, se acepta que el campo para la competencia es ancho y profundo. —Me encogí de hombros con cuidado de no rozarle en la cabeza, que apoyaba entre mi hombro y mi pecho—. Sin embargo, la engañé, ella lo descubrió, me pidió explicaciones, le juré que no volvería a pasar. Lo dije de verdad. Siempre era verdad. La cosa se fue repitiendo hasta que dejó de tener gracia. —Respiré hondo—. Ahora está bien, tiene una relación estable. Todavía la veo de vez en cuando.
—¿Todavía la quieres?
—No, señora.
—Todavía te acuestas con ella.
El cuerpo me dio una sacudida. Ella también debió notarla.
—¿Lo adivinas, Celia? ¿O esto va del rollo Obsesión mortal?
—Se puede decir que lo adivino. Se me da bien.
—Bueno, pues lo has adivinado. —Volví a encogerme de hombros—. No lo buscamos, simplemente ocurre… Por los viejos tiempos, supongo. Una excusa pobre, pero cierta. De todos modos, hace ya tiempo que no pasa.
—¿Y tienes novia fija?
—Sí. Una chica encantadora. Está un poco loca. Trabaja en una discográfica.
—Espero que no sepa nada. De lo nuestro. Espero que nadie lo sepa.
—Nadie lo sabe.
—¿No te importa? A algunos hombres les gusta fardar.
—A mí no. Y no, no me importa.
Normalmente quedábamos los viernes, pero no siempre. Nunca en fin de semana. Decía que era porque le gustaba escucharme antes en la radio. Pronto, con cada programa, empecé a preguntarme si estaría escuchándome. Más exactamente, si estaría escuchándome en una suite de ochocientas libras la noche, desvistiéndose lentamente en la oscuridad mientras una calefacción al máximo iba tostando hasta la última molécula de aire del lugar.
En diversas ocasiones, en especial los viernes, tuve que dejar plantado a más de uno. Ajo, un par de veces. La primera vez alegué una fiesta beoda y plañidera solo para hombres con un colega al que acababan de dejar; y sencillamente un olvido inducido por el alcohol en una barra libre durante una recepción, la segunda. Jo me gritó en ambas ocasiones, luego quiso sexo, cosa extraña. La primera vez conseguí apañármelas, pese a que me sentía a) escocido y b) culpable porque aún pensaba en Celia. La segunda vez fingí incapacidad causada por la borrachera. Empecé a concertar citas provisionales las noches de los viernes, nunca en firme.
Dondequiera que quedara con Celia, ella siempre estaba esperándome, casi siempre leyendo un libro, normalmente alguna novedad conocida: Dientes blancos, ¡Socorro, soy padre!, El diario de Bridget Jones. Una vez fue El príncipe, otra Madame Bovary y otra el Kama Sutra, que estaba leyendo en busca de ideas que en realidad no necesitábamos. En dos ocasiones fue Una breve historia del tiempo. La habitación —una suite— siempre estaba a oscuras y caliente. Solía haber algo para picar por si nos apetecía y champán excelente. Tardé un tiempo en darme cuenta de que las copas de las que bebíamos eran siempre las mismas y que siempre había una de más diferente. Celia traía las copas; eran suyas. Pareció complacerle que me hubiera fijado.
—¿Eras modelo, no?
—Sí.
—¿De qué? ¿De ropa?
Lanzó una carcajada a la cálida oscuridad.
—Ropa es lo que suelen pasar las modelos, Kenneth.
—¿Trajes de baño, lencería?
—A veces. Empecé con los trajes de baño, cuando una revista vino a la islas a sacar unas fotos y dos de las modelos tuvieron un accidente de coche. Así me abrí paso.
—¿Y ellas?
—¿Qué quieres decir?
—¿Se abrieron algo? —Negué con la cabeza, sintiéndome estúpido—. Perdona…
—¿Las dos modelos? Sí, una se rompió un brazo y las dos se hirieron la cara. No creo que volvieran a trabajar como modelos nunca más. Fue terrible. No es la manera que yo habría elegido para iniciar mi carrera.
—Lo siento. No debería haber dicho nada.
—No pasa nada.
—¿Aparecías sobre todo en revistas francesas?
—Sí. Me temo que no tengo ningún book para mostrártelo.
—¿Cuál era tu nombre profesional?
—Celia McFadden.
—¿McFadden? —dije entre risas—. ¿Qué te llevó a adoptar un apellido escocés?
—Era mi apellido de soltera —dijo en tono sorprendido.
—¿Eres una McFadden de la Martinica?
—Mi tatarabuelo era un esclavo de Barbados. Le pusieron el apellido de su amo, que tal vez fuera también su padre biológico. Huyó y acabó en Martinica.
—Oh. Lo siento.
—No pasa nada —aseguró Celia encogiéndose de hombros—. Tú te cambiaste el tuyo, ¿verdad?
—Sí. De manera oficial no, solo para la radio. En el pasaporte todavía pone McNutt.
—¿McNutt? —Sonrió.
—Sí, con dos tes. «McLoco.» Así que esto —dije, cambiando de tema y acariciándole la cicatriz del rayo— ha aparecido en público, ¿verdad? ¿No era un problema?
—Tal vez un problemilla. Siempre tuve suficiente trabajo, pero estoy segura de que me hizo perder alguno. Pero no, no creo que llegara a verse.
—¿Qué hacían? ¿Lo tapaban con maquillaje?
—No. Sacaban las fotos del otro lado.
—Entonces, ¿todas tus fotos como modelo son del lado derecho?
—La mayoría. Aunque no todas lo parecen. Le dan la vuelta al negativo.
—Ah, claro. Por supuesto.
—A veces, cuando tenían que hacerlo por cuestiones de luz o de fondo, sacaban la foto desde la izquierda y yo colocaba el brazo de determinada manera y luego, si aún quedaba algo de cicatriz visible, la retocaban con aerógrafo. No cuesta nada. —Se encogió de hombros—. Es fácil disimular cosas.
Lo más tarde que se quedaba era hasta las diez de la noche. Yo podía quedarme más si quería, pero nunca lo hacía, y sabía que ella prefería que me fuera yo primero. Celia llegaba y se marchaba con el pelo oculto bajo una peluca —normalmente rubia—, unas gafas de sol grandes y ropa amplia y anodina.
En el Claridge había quitado la ropa de cama y cubierto la superficie y la docena de almohadas con pétalos de rosas rojas. Esa vez la mayoría de las luces estaban encendidas. Allí fue donde por fin me explicó su loca teoría acerca de su media muerte cuando la atravesó el rayo.
—¿Qué?
—Hay dos yoes. Soy dos. En mundos paralelos, distintos.
—Espera. Creo que conozco esa teoría. Es una idea simple pero de complejidades odiosas.
—La mía es muy sencilla.
—Ya, pero la real confunde como para perder la chaveta; de acuerdo con esa teoría, existen infinitos túes. Una perspectiva agradable, desde luego, excepto porque también hay… bueno, infinidad de yoes y de tu marido. Maridos. Lo que sea. ¿Ves qué lío?
—Sí, bueno —dijo moviendo una mano para quitarle importancia—. Pero para mí es muy simple. Morí a medias cuando me atravesó el rayo. En ese otro mundo también estoy medio muerta.
—Pero también medio viva.
—Igual que en este.
—¿De modo que te medio caíste por el acantilado en el otro mundo o no? —pregunté, decidido a tomarme con humor aquella locura evidente.
—Sí y no. Me caí, pero también aterricé de espaldas en la hierba, como en este.
—Así que en este mundo, aquí, ¿también te caíste por el acantilado?
—Sí.
—Y, sin embargo, te despertaste en la hierba.
—Esa parte de mí, sí. Esta parte de mí, también.
—¿Y en el otro mundo? ¿Qué? Si te despertaste sobre la hierba en este mundo, ella no pudo despertarse porque estaba muerta en el fondo del acantilado.
—No, ella también se despertó en la hierba.
—Entonces, ¿quién narices se cayó por el puñetero acantilado?
—Yo.
—¿Tú? Pero…
—Mis dos yoes.
—¿Tú y tú? ¿Qué, ahora eres rastafari?
Se rió.
—Las dos caímos por el acantilado. Lo recuerdo. Recuerdo verme caer y el ruido del aire y que las piernas corrían en el vacío y que no podía gritar porque no tenía aire en los pulmones y el aspecto de las rocas a medida que me iba acercando.
—¿De manera que te mató el rayo… te medio mató el rayo o la caída?
—¿Importa?
—No lo sé. ¿Importa?
—Quizá fueron las dos cosas. O las dos a medias.
—Me parece que a estas alturas deberíamos hablar ya de cuartos.
—Quizá con una sola cosa no habría bastado. Lo único que importa es que ocurrió.
—Sería inútil, supongo, sugerir que tal vez todo esto solo ocurrió en tu cabeza, como resultado de una descarga de noventa mil voltios que te atravesó el cerebro y el cuerpo entero, ¿verdad?
—¡Pero claro que no es inútil! Si eso es lo que necesitas creer para que lo que me ocurrió cobre sentido según tu mentalidad, entonces sin duda es lo que debes creer.
—No quería decir eso exactamente.
—Sí, ya lo sé. Pero, verás, cuando ocurrió era yo la que estaba allí, no tú, cariño.
Exhalé un largo suspiro.
—Vale. Así que… ¿Cuáles son los síntomas de que estás medio viva en este mundo… y en el otro? A mí en este mundo me pareces completa, incluso me arriesgaría a decir que llena de vida. Sobre todo me lo has parecido hace diez minutos. Ah, aunque, claro, está eso que los franceses llaman «la pequeña muerte». Aunque tú no te refieres a eso, ¿verdad? Pero volvamos a los síntomas. ¿Qué te hace sentir que estás medio viva?
—Que lo sentí.
—Bien. No, no; bien, no. No lo pillo.
—Lo siento como algo obvio. En cierto sentido siempre lo he sabido. Leer sobre universos paralelos solo le dio sentido a esa sensación. No me dio más seguridad en lo que sentí y no alteró lo que sentí ni lo que creía, pero me ayudó a poder explicárselo a otros.
Me reí.
—¿Así que lo que hemos estado hablando estos cinco minutos es después de que fuera más fácil de explicar?
—Sí. Más fácil. Pero no fácil. Quizá sería más correcto decir «menos difícil».
—Sí.
—Creo que quizá todo cambie con mi próximo cumpleaños —dijo asintiendo muy seria.
—¿Por qué?
—Porque el rayo me alcanzó el día que cumplía catorce años y en mi próximo cumpleaños haré veintiocho años. ¿Entiendes?
—Sí, ya veo. Dios mío, tu aberrante sistema de creencias personal se contagia. Supongo que todos son contagiosos. —Me incorporé en la cama—. Quieres decir que el día que cumplas veintiocho años, el próximo abril…
—El cinco de abril.
—¿Qué pasará?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Puede que nada. Puede que me muera. Puede que muera mi otro yo.
—¿Y si muere tu otro tú?
—Estaré viva del todo.
—¿Cosa que se manifestará en…?
Sonrió.
—Bueno, a lo mejor decido que te quiero.
La miré fijamente a los ojos. Entonces me pareció que tenía la mirada más directa y decididamente sincera que jamás hubiese visto. No ocultaba la menor traza de humor, nada de ironía. Ni siquiera de duda. Desconcierto, quizá, pero no duda. Creía realmente lo que decía.
—Ahí tienes un gran pequeño mundo del que todavía no hemos hablado.
—¿Por qué deberíamos hablar de eso? —preguntó.
Me pregunté qué quería decir. Podría haber ahondado en el tema, pero entonces Celia volvió a encogerse de hombros y sus pechos inmaculados se movieron de tal manera que en este mundo y seguramente en el otro también lo único que pude decir fue:
—Ven aquí.
En el Meridien Piccadilly, al descubrir que la suite tenía cocina, se había acercado a Fortnum and Mason y había comprado lo necesario para preparar una tortilla al azafrán. Esa vez estuvo probando diferentes conjuntos de lencería, así que, por extraño que parezca, acabé asociando el olor a huevos en la sartén con aceite de oliva con un corpiño y unas medias.
Recibí la bandeja que me trajo a la cama con risas.
—¿Qué? —preguntó.
—Me malcrías —dije, al tiempo que ella subía a la cama de un salto y se sentaba sobre las piernas dobladas. Cogió un tenedor. Señalé la comida y luego a ella—. Esto… es la fantasía de cualquier hombre.
—Bien. —Repasó la habitación a oscuras con la vista y luego me miró y sonrió—. Por mi parte tampoco hay ninguna queja.
—¿Crees que podrías dejarme pagar un día por una de estas visitas conyugales? ¿O incluso llevarte de fin de semana por ahí?
Negó rápidamente con la cabeza.
—Así es mejor. —Dejó el tenedor—. Esto tiene que quedar fuera de la vida real, Kenneth. De ese modo podremos seguir con esto. Nos exponemos menos. Nos arriesgamos menos. Y, como ocurre al margen de nuestra vida normal, tiene menos conexión con cualquier cosa de la que podamos charlar con otros. Es como un sueño, ¿verdad? Así es menos probable que nos delatemos. ¿Comprendes?
—Sí, claro. Ha sido solo un retazo residual del orgullo masculino de vieja escuela, eso de querer pagar algo. Pero no pasa nada; me apetece bastante lo de ser un tipo mantenido a intervalos.
—Me gustaría que pudieses sacarme por ahí —dijo, sonriendo al pensarlo—. Me encantaría sentarme contigo en una cafetería viendo pasar a la gente. Salir a almorzar, sentarnos en una terraza junto al río, al sol. Que me llevaras al teatro o al cine o a bailar. Sentarme en la playa contigo, quizá, bajo una palmera. Cruzar una calle los dos juntos, cogidos de la mano. A veces sueño con estas cosas, cuando estoy deprimida. —Apartó la vista, luego volvió a mirarme—. Luego pienso en esto. En la siguiente cita. Eso lo arregla todo.
Volví a mirarla a los ojos, sin saber qué decir.
Sonrió, me guiñó un ojo.
—Se va a enfriar. Cómetela.
En el Lanesborough pasamos horas en un baño grande y tenebroso, experimentando con diversas cremas y lociones; vació un frasco de Chanel N.° 5 en la espuma de baño y se me quedó el olor durante tres días.
—¿Qué haces, Ceel?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué haces para pasar el tiempo? ¿Cómo es tu vida?
—No estoy segura de que deba contártelo. Se supone que esto está separado de nuestra vida real, ¿recuerdas?
—Me acuerdo, pero decir en qué consiste un día tuyo cualquiera no va a cambiar gran cosa.
—Hago lo que se espera que hagan las mujeres de hombres ricos. Voy de compras y salgo a comer.
—¿Tienes amigos?
—Algunos. Amigos diferentes para cosas diferentes. Algunos para comprar y comer, otros del gimnasio, otros para patinar sobre hielo…
—¿Sabes patinar?
—Un poco. No muy bien. Tengo un par de amigas de los tiempos en que fui modelo que ahora también están casadas o emparejadas con ricos. Solo dos viven en Londres. Voy a París a visitar a otras amistades y a un hermano. Ahora con el tren es muy cómodo.
—¿Vas mucho a París?
—Varias veces al año. A veces voy con John. Normalmente él viaja solo. Sale de viaje a menudo; por Europa, Sudamérica. Yo voy sobre todo a París. A John no le gusta que duerma fuera de casa a menos que sepa dónde me alojo. En París no hay problema porque me alojo con mi hermano, que trabaja para John y vive en un piso de la empresa.
—¿A qué se dedica tu hermano?
Me miró. Fue una de las escasas ocasiones en las que me miró algo enfadada.
—A nada malo —dijo en tono seco.
—Vale. —Levanté las manos—. ¿Tienes amigos íntimos?
Miró para otro lado.
—La mayoría de las mujeres de mi edad tiene hijos y eso nos distancia. —Se encogió de hombros—. Llamo por teléfono a mi familia todos los días, a la isla. Y vienen a visitarme. —Hizo una pausa—. No tanto como quisiera.
(Más tarde, mientras ella estaba en el baño, vi su bolso Bridge sobre una silla y el teléfono móvil dentro de la pequeña cueva de cuero marrón con una luz verde parpadeando lentamente. Tenía que ser el teléfono móvil que conocía solo como «Desconocido». Observé la tenue luz verde durante unos cuantos latidos más de su corazón de silicio.
Si la mirabas fijamente, casi desaparecía. La veía mejor con el rabillo del ojo.
Me tragué un poco de orgullo, por no mencionar algunos principios, y rodé rápidamente sobre la cama y saqué el refinado Nokia. Yo había tenido un modelo similar, algo más grande, dos cambios de móvil atrás, y sabía acceder al número del propietario. Lo garabateé en un trozo de papel del hotel y guardé la nota en un bolsillo de la chaqueta antes de devolver el móvil al bolso, mucho antes de que Celia reapareciera. Por precaución, me dije a mí mismo. Por si alguna vez necesitaba avisarla de algo; como una amenaza terrorista de la que nos enteráramos en la sala de redacción pero que no pudiéramos radiar para no provocar el pánico… Sí, para casos así, me dije.)
En el Berkeley, Celia había traído drogas y tuvimos tiempo para una sesión frenética de sexo encocado y para hacer el amor despacio, emporrados.
—No sabía que fumaras.
—Mais non! ¡Si no fumo! —dijo entre risillas y toses.
Un poco después, tumbados entre la bruma química de la saciedad de drogas, con las extremidades extendidas tal como habían quedado después de hacer el amor, contemplé una manchita de luz —el resultado de un rayo de sol que penetraba la alta caída de las cortinas cerradas desde el centro mismo de su cima— moverse lentamente por las sábanas blancas hacia el brazo izquierdo de Celia. Adormilado, seguí con la vista fija en aquella moneda líquida de color amarillo mientras Ceel iba cayendo en un sueño plácido y sonriente. La burbuja luminosa del tamaño de un huevo se deslizaba suavemente por la piel color café, lenta como la manecilla de las horas en un reloj y reveló las minúsculas cicatrices con varios años de antigüedad dispersas sobre la carne por encima de las venas de la mitad superior del brazo y la parte interna del codo.
Era como un chaparrón de marcas, pálidas pecas en forma de lágrima minuciosamente dibujadas sobre la tersa superficie de su piel dorada.
La miré a la cara, apoyada a medias en la almohada, con una sonrisa de felicidad dirigida a la oscuridad de la suite, y luego volví a mirarle el brazo. Pensé en el tiempo que había pasado en París, y en Merrial y la mala situación de la que le había ayudado a escapar. Decidí que nunca diría nada si ella no lo mencionaba primero.
Bajo la luz, bajo la piel, su sangre latía lenta y fuerte y me la imaginé, avisada detalladamente por aquella pequeña luz, maldiciendo por todo el cuerpo de Celia mientras rememoraba, inconsciente y ciega, los recuerdos de un éxtasis químico y venenoso.
Alguna vez traté de seguirla, de adivinar dónde vivía o sencillamente qué hacía después de nuestras citas. En el Landmark había un bar con vistas a la recepción. Me senté allí y fingí que leía. Antes había mirado en el bolso de Celia qué peluca llevaba ese día y en el armario con qué ropa había llegado; un traje gris, cuidadosamente colgado sobre unas bolsas de Harvey Nics. Me senté y vigilé con suma atención, pero no la vi. No sé si tenía más de una peluca o si simplemente bajé la vista en el momento equivocado y ella había salido muy rápido porque la habitación estaba pagada o qué, pero me quedé allí sentado durante una hora y media, bebiendo whisky y mordisqueando galletas de arroz hasta que la vejiga me apartó de mi puesto de vigilancia.
Al cabo de un mes volví a intentarlo, sentando en una cafetería frente al Connaught. Tampoco la vi, pero a la hora o así recibí una llamada en el móvil.
La pantalla decía «Desconocido». Oh, oh.
—¿Diga?
—Vivo en Belgravia. Normalmente voy a casa directamente. A veces voy de compras un rato. Casi siempre a librerías. ¿Sigues ahí?
—Ajá. Todavía estoy aquí —dije. Respiré hondo—. Lo siento.
—Serías un espía muy malo.
—Sí. —Suspiré—. No es…
—No es… ¿qué?
—No es una obsesión rarita. O sea, no tienes por qué preocuparte. No te acecho ni nada por el estilo. Me interesas. Me intrigas. Tenemos… tanta intimidad y sin embargo, bueno… somos unos desconocidos. No nos conocemos.
—Siento que tenga que ser de este modo. Pero así son las cosas. ¿Lo aceptas?
—Sí, por supuesto.
—No volverás a hacerlo, ¿verdad? Por favor.
—No, no lo volveré a hacer. ¿Estás enfadada conmigo?
—Más bien me siento halagada. Pero aún más, alarmada. No vale la pena arriesgarse.
—No volverá a ocurrir. Pero…
—¿Qué?
—Ha valido la pena solo por esta llamada.
Se quedó callada un momento.
—Eres muy dulce —dijo—. Tengo que colgar.
Al Ritz llevé algunos éxtasis. Nos tragamos las pastillas con champán, escuchamos algunos discos de chill-out que me había pasado uno de los colegas DJ de Ed y nos dedicamos al folleteo sublime y extasiado hasta que empezaron a dolerme las pelotas de tanto vaciarlas.
—Nunca me preguntas sobre John.
—Es verdad.
—¿Le odias?
—No. No le conozco. No le odio porque sea tu marido. Si es una especie de capo del crimen, supongo que en principio debería odiarlo por ser quien es, pero no logro reunir el entusiasmo que requiere la cuestión. Quizá me he tomado muy a pecho la idea esa tuya de separar lo nuestro de la vida real. O quizá lo que ocurre es que no me gusta pensar en tu marido.
—¿Alguna vez me odias a mí?
—¿Odiarte? ¿Estás loca?
—Estoy con él. Me casé con él.
—En ese aspecto, creo que te concederé el beneficio de la duda.
Esa fue la ocasión en la que me tragué más orgullo y rebusqué en su monedero. Creo que más o menos esperaba encontrar un fajo gordo de billetes, pero apenas llegaban a las cien libras. Se me había ocurrido que Celia no querría pagar las facturas de los hoteles con tarjeta de crédito ya que trataba de mantener el asunto en secreto. No encontrar un montón de mugrientos billetes de veinte me dejó perplejo. Solo más tarde pensaría que tal vez Celia pagaba en metálico pero al entrar en el hotel, no a la salida.
(Ese fue el intervalo más largo, el de después del Ritz. Su marido iba a llevarla un mes de vacaciones por Australia y Nueva Zelanda y Jo y yo pasamos una quincena visitando las pirámides de Egipto y buceando en el mar Rojo. Mientras Celia estaba fuera cometí el error de ir a ver una película titulada Intimidad sobre una pareja que queda de vez en cuando en un sórdido piso para acostarse juntos y siguen siendo unos extraños. Probablemente la película fuera buena, al estilo cine de autor británico, pero la odié y salí de la sala a media proyección, algo que no había hecho en la vida. A veces sacaba el móvil y buscaba el número de Celia en la agenda, y me sentaba y me quedaba mirándolo durante minutos hasta que se apagaba la luz de la pantalla. Contagiado por la cautela de Celia, ni siquiera había entrado su nombre en la memoria del móvil, en la tarjeta SIM, solo el número. En lo referente a mi móvil, Celia era solo Ubicación 96.)
Una noche en el Savoy, entre espejos e inmensos espacios dorados y color crema, en una suite con vistas por encima del oscuro río a la iluminada mole del Festival Hall, Celia había apagado las luces y abierto las cortinas. Colocó una silla pequeña delante de las grandes ventanas abiertas. Me hizo sentar allí, con las pelotas al aire, lamido dulcemente y dolorosamente erecto, luego se sentó a horcajadas sobre mí, mirando al mismo lado, los dos de cara a las nubes marrones y las pocas estrellas que brillaban entre ellas, mientras los ruidos y olores del verano urbano entraban por las puertas de cristal abiertas.
—Así —dijo, colocando mis manos de modo que la atrapé en una llave de cabeza.
—Mamma mia.
—Bueno, ¿cuál es el problema? En esencia tienes la aventura perfecta. Sexo perfecto.
—No lo sé. Bueno, el sexo en sí… Joder, sí. Pero… no sé.
Craig y yo estábamos sentados en su salón, viendo fútbol en la tele. Estaban en el descanso; hora de que los hombres hablaran. Después de mear, claro. Nikki estaba en su cuarto, dos plantas por encima, escuchando música y leyendo. Le había contado a Craig lo mínimo posible de mis encuentros ocasionales con Celia.
Normalmente habría compartido este tipo de asunto con Ed, quien tenía el mérito de llevar —con extraordinario éxito— un estilo de vida que conseguía que, en comparación, el mío pareciera reducirse al celibato, pero el problema era que le había preguntado por el señor Merrial el día del Hummer y no estaba completamente seguro de no haber mencionado que también había visto a la esposa y —pese a ser consciente de estar comportándome como un paranoico— tenía la impresión de que Ed podía sumar dos y dos y bueno, desmayarse.
Quizá el hecho de que Celia hubiese adivinado que Jude y yo todavía nos acostábamos de vez en cuando me había asustado un poco.
—Míralo con objetividad —dijo Craig—. Quedas con esa mujer misteriosa a la que describes como la más bella con la que jamás te hayas liado. Siempre os encontráis en circunstancias, en entornos que describes entre «muy bonitos» y «sibaritas», en los que la matas a polvos…
—Ya, pero eso no quita que estoy metido en una relación en la que lo mejor que puede ocurrir es que vaya apagándose lentamente, con tristeza… ¿Qué?
—Oh, mierda.
—¿Qué?
—Eso.
—¿Qué?
—Cuando he dicho «la matas a polvos».
—Sí…
—Te has estremecido. Bueno, ha sido un tic de la mejilla.
—Nunca… ¿Sí? ¿De veras? Oh. Vale. Bien. ¿Y?
—Eso significa que te estás enamorando de ella. Ahora sí que tienes un problema.
El asunto de Última hora avanzaba a trompicones. La cosa se volvió frenética e hiperbólica pasados uno o dos días de la reunión con Debbie, la directora de la emisora, de ese modo en que a veces tiende a ocurrir con cualquier trivialidad: con largas llamadas telefónicas urgentes a todas horas e incluso en fin de semana, misivas y mensajes de voz volando en todas direcciones entre Channel Four, Capital Live!, productores varios, ayudantes, secretarias, asistentes, agentes, abogados y personas cuyo trabajo parecía consistir meramente en telefonear para decir que necesitaban hablar con alguien urgentemente, acaparando entre todos una porción significativa de la capacidad telefónica móvil y fija de la ciudad en un intento por preparar para la tarde del lunes esa muestra increíblemente vital de televisión controvertida, desafiante, arriesgada, excitante, histórica.
Entonces, por supuesto, cuando todos los implicados se habían ido animando hasta el borde de la locura, alcanzando un grado de expectación desorbitado y un frenesí que hacía castañear los dientes, todo se fue al garete.
Hasta yo me había puesto como loco, y eso que soy el señor Cínico Total para estas cosas después de años de que la gente me haya venido con que tienen un proyecto estupendo para meterme en la tele y que están entusiasmados con eso de añadir una nueva dimensión a mi trabajo y que luego no pase nada.
—Me estás diciendo que no va hacia delante.
—Se pospone —dijo Phil en tono cansino, dejando el móvil en la mesa de madera arañada.
Estábamos en la cantina de Capital Live!, en la planta de debajo del despacho de Debbie, desayunando temprano. Eran poco más de las siete. Habíamos llegado pronto para grabar una edición especial del programa y poder así acudir a tiempo a los estudios de Última hora para la grabación (habían renunciado a la idea original de emitir el debate en directo).
Me vibró el móvil en el cinturón. Consulté la pantalla. Mi agente.
—¿Sí, Paul? —contesté—. Sí, me acabo de enterar. Sí, lo sé. Yo también. La puta historia de siempre. Sí… Blablablá y luego megablá. Sí, cuando lo vea. Probablemente no hasta que lo vea en el número treinta y siete de «Los cien momentos más embarazosos de la televisión». Sí, ya veremos. Vale. Tú también. Adiós.
Me recosté en la crujiente flexibilidad de la silla de plástico marrón y tamborileé con los dedos sobre la mesa, contemplando mi tostada con mermelada y la taza de té con leche.
—Míralo por el lado bueno —dijo Phil—. Te habrían obligado a ir cuatro horas antes y te habrían hecho otra de esas entrevistas previas a la entrevista real en las que un investigador jadeante y un apellido famoso, recién salido de la academia, te acribilla a preguntas para descubrir cuáles son las buenas y tú las contestas con frases realmente buenas y frescas y luego te vuelven a hacer las mismas preguntas en el programa de verdad y todo suena a viejo y gastado porque ya has contestado antes y tienes las preguntas aburridas, y durante la grabación tienes que responder a esas mismas preguntas por tercera o cuarta vez porque alguien tira un elemento del decorado o tienen que volver a empezar desde el principio, de manera que aún suena todo más viejo y gastado. Además te grabarían durante más de tres horas para usar solo un par de minutos y te olvidarías de quitarte el maquillaje y los trabajadores te mirarían raro por la calle y luego la gente cuya opinión respetas se habría perdido la emisión o no querrían comprometerse cuando les preguntaras qué les había parecido, y la gente que desprecias telefonearía para decirte que les ha encantado y los periódicos que odias desestimarían tu participación o te dirían que deberías limitarte a lo que se te da bien, aunque tampoco tan bien, y te pasarías semanas deprimido y malhumorado.
Probablemente la diatriba más larga de Phil; demasiado relajada para considerarla un sermón. Le miré.
—Bien. ¿Cuándo te han dicho que es posible que grabemos?
—Ah, mañana —sonrió.
—Vete a la mierda.
—No. —Phil se recostó en la silla, bostezando y desperezándose—. Según Moselle, mi nueva amiga íntima en Winsome, con suerte grabamos este año. Se han replanteado todo el formato después de los atentados del once de septiembre. —Se rascó la cabeza—. Al final resulta una buena excusa para casi todo.
—Ya.
Respiré hondo. Jugueteé con la tostada y removí el té, que estaba ya más que revuelto. Una parte de mí se sentía profundamente aliviada. Se me había ocurrido una gran idea para el programa si me sentaban con el tipo que negaba el Holocausto y todavía me entusiasmaba tanto como me asustaba. Ahora no tendría que llevarla a cabo y que fuera lo que Dios quisiera, ni tenía que acobardarme y no llevarla a la práctica y maldecirme durante el resto de mis días por ser un chismoso triste, pusilánime y cagado. De hecho, justo la clase de chismoso triste (etcétera) que se sentiría tan aliviado como ahora me sentía yo de no tener que decidir lo que hacer, al menos por un tiempo y quizá, tal como solían ir estas cosas, nunca.
Tiré la cucharilla del té y me levanté.
—Ah, venga, vamos a hacer el programa de las narices.
Phil consultó su reloj de pulsera.
—No podemos. Judy T. estará en el estudio hasta y media.
Volví a sentarme, como un fardo.
—Joder —dije con elocuencia y apoyando la cabeza en las manos—. Joder joder joder joder joder joder.