2. MIÉRCOLES DE REPRIMENDA

—Eso han sido los Limp Bizkit. Su versión de Misión imposible. Hace tiempo que el tema no está en las listas, Phil. ¿Intentas demostrar algo con ese título?

—Para nada, jefe.

—¿Estás seguro, Phil?

Le miré desde el otro lado de la mesa. Estábamos en nuestro estudio habitual de Capital Live! Estaba sentado, rodeado de pantallas, botones y teclados como una especie de comerciante de materias primas, porque en eso se han convertido los estudios, incluso en el tiempo relativamente escaso que llevo en el maravilloso mundo de la radio; tienes que buscar los dos reproductores de cedés (en este estudio, arriba a mi derecha, entre la pantalla del correo electrónico y la que detalla las llamadas de los oyentes) para confirmarte a ti mismo que no eres un trajeado jugando en el mercado de futuros. Solo el micrófono, que emerge en ángulo de la mesa de mezclas principal, da alguna pista.

—Segurísimo —contestó Phil, parpadeando tras las gafas.

Las gafas de Phil tenían una montura negra y gruesa, como las de Michael Caine interpretando a Harry Palmer o las de Woody Allen interpretándose a sí mismo. Phil Ashby era un tipo grandote, amable, de aspecto arrugado, con el pelo grueso, rebelde y prematuramente entrecano (según Phil, las canas eran obra mía, aunque yo tenía pruebas fotográficas de lo contrario) y un leve deje del oeste; tenía una manera de hablar lenta, arrastrando las palabras, casi soñolienta, que, aunque yo nunca lo había admitido ante él, complementaba mi voz. Solemos hacer la broma de que él va permanentemente de Valium mientras que yo siempre voy de speed y un día intercambiaremos drogas y los dos hablaremos normal. Phil ha sido mi productor en Capital Live! durante este último año. Dos meses más y habría establecido un nuevo récord de trabajo radiado. Rara vez aguanto más de un año antes de que me echen por decir algo que alguien en alguna parte cree que no debería haber dicho.

—Lalo.

—¿Qué? —Esta vez me tocó a mí parpadear.

—Lalo —repitió Phil.

Solo podía verle la cabeza por encima de los diversos aparatos electrónicos y pantallas que nos separaban. A veces ni siquiera eso, no cuando Ashby hundía la cabeza tras un periódico.

—¿Ése no es uno de los Teletubbies? Lo pregunto porque sé que eres un experto.

—No; Lalo Schifrin. —Se calló y se encogió de hombros.

—Buen encogimiento de hombros radiofónico, Phil.

Tenía efectos sonoros para muchas de las sílabas silenciosas que componían el fragmentado lenguaje corporal de Phil, pero todavía estaba trabajando en uno para el encogimiento de hombros.

Arqueó las cejas.

—Bien. —Cogí un anticuado cronómetro mecánico del paño verde que cubría la mesa. Lo puse en marcha—. Vale, voy a cronometrar cuánto tardas en explicarte, Ashby.

Eché un vistazo al reloj de pared del estudio que colgaba sobre la puerta. Noventa segundos más y saldríamos de antena. A través del cristal triple, en la sala de producción donde en los viejos tiempos solían cobijarse cómodamente los productores, nuestras ayudantes parecían enfrascadas en un conflicto de baja intensidad, consistente en lanzarse aviones de papel unas a otras. Bill, el presentador de los informativos, deambulaba entre ellas ondeando el guión y gritando.

—Lalo Schifrin —dijo pacientemente Phil en el silencio de nuestro lado del cristal—. Compuso la banda sonora original de Misión imposible.

Detuve el cronómetro.

—Cuatro segundos; no te estás esforzando. A ver, Lalo. Te refieres a la serie de televisión.

—Sí.

—Bravo por él. ¿Y con eso quieres decir que…?

Phil frunció el ceño.

—Gente vagamente relacionada con el pop cuyos nombres parezcan puesto por bebés.

Resoplé.

—¿Solo gente? ¿Así que el «Ob-la-di, ob-la-da» de los cuatro de Liverpool no contaría? ¿Ni el «In-a-gadda-da-vida»? ¿O el «Gaba-gaba Hey»?

—No hay público para eso, Ken.

—¿Y para Lalo sí?

—Jay-Lo.

—Jay-Lo.

—Jennifer López.

—Ya sé quién es Jay-Lo.

—P. Diddy, para el caso.

—¿Lulu? ¿Kajagoogoo? ¿Bubba sin Sparxx? ¿Iio? ¿Aaliyah?

—Que en paz descanse.

Negué con la cabeza.

—Solo estamos a martes, ¿y ya estamos tocando fondo como si fuera viernes?

Phil se rascó la cabeza. Apreté una tecla de función de mi teclado de efectos especiales; un sonido exagerado y a madera de alguien rascándose la cabeza, de dudoso valor cómico, resonó en mis auriculares. Era eso o repetir lo del cronómetro, y no se puede exagerar con estas cosas. Nuestros oyentes, de los que gracias a una carísima, dinámica y sólida investigación de mercado sabíamos que eran estadísticamente de una gran lealtad e incluían una proporción mayoritaria de publicistas con un perfil de ingresos elevado, estarían familiarizados con la gama de efectos sonoros descaradamente descabellados e incluso estrambóticos que empleaba para dar una idea de las acciones silenciosas de Phil mientras estábamos en el aire. También sabían lo que era aire muerto, que es el término terroríficamente técnico con el que los cerebritos de la radio nos referimos al silencio. Cogí aire.

—¿Podemos hablar de lo que todavía no hemos comentado?

—¿Debemos hacerlo? —Phil parecía afligido.

—Phil, la semana pasada me tuvieron tres días fuera de antena; ayer nos pasamos todo el programa pinchando el equivalente pop de la música marcial…

—¿Y? ¿No es eso lo que sale de los amplis Marshall?

—Y además nos dicen que hace siete días el mundo cambió para siempre. ¿Un programa que se presupone de actualidad no debería reflejar esos hechos?

—Ni siquiera sabía que conocieras la palabra presuponerse.

Me incliné más sobre el micro, bajé la voz. Phil cerró los ojos.

—Oyente, esta es la reflexión para hoy. Para nuestros primos americanos… —Phil gimió—. Si encontráis y matáis a Bin Laden, dando por sentado que él sea la basura que se esconde detrás de todo esto, o aunque solo encontréis su cadáver… —Hice una pausa mientras miraba las manecillas del reloj del estudio avanzar en silencio hacia el punto de la hora. Phil se había quitado las gafas—. Envolvedlo en piel de cerdo y enterradlo debajo de Fort Knox. Hasta puedo deciros a qué profundidad: cuatrocientos once metros. Es decir, a ciento diez pisos. —Otra pausa—. No os preocupéis por ese ruido, oyentes, es solo la cabeza de mi productor golpeando suavemente contra la mesa. Ah, una última cosa: tal como están las cosas, lo que ocurrió la semana pasada no fue un ataque a la democracia; de haberlo sido, habrían estrellado el avión contra la casa de Al Gore. Basta por hoy. Hablamos mañana, si es que aún sigo aquí. Después de unos ejemplos vitales de propaganda consumista, las noticias.


—Esta mañana he ido a Bond Street. En DKNY no tenían las existencias normales. ¿Sabes que tenían en su lugar, Kenneth?

—No, no lo sé, Ceel. ¿Por qué no me lo cuentas?

—Tenían cinco mil camisetas rojas de las torres gemelas. Cinco mil. Rojas. Nada más. En toda la tienda. Parecía una galería de arte en lugar de una tienda. Me ha parecido muy conmovedor y artístico. Pero también he pensado que nunca las venderán, aunque supongo que no importa. —Se giró sobre la cama para mirarme—. Todo parece muy silencioso y aterrador, ¿no crees? —Volvió a darse media vuelta.

Aparté un mechón de su larga melena castaña con una caricia y lamí el valle que se hundía entre los omóplatos. Ese hueco era del color de la leche con cacao y sabía a sal. Inspiré el cálido aroma de su piel, dejando que mis sentidos nadaran en él, perdiéndome en el dulce y denso microclima de su cuerpo largo y esbelto.

—Son los aviones —dije por fin, paseando una mano por su costado, por encima de la cintura, la cadera y el muslo. Su cuerpo, tan claro para una mujer decididamente negra, se veía oscuro como la caoba vieja en contraste con la blancura cegadora de las sábanas del hotel.

—¿Los aviones? —preguntó, cogiéndome la mano.

—Han dejado de sobrevolar la ciudad de camino a Heathrow. Para que ningún otro señor Atta pueda estrellar uno contra la torre del Canary Wharf o el edificio del Parlamento. Hace que la ciudad resulte más silenciosa.

(Aquel día, sentado entre las ruinas de la fiesta abandonada de Faye y Kulwinder, mientras los dos comprendían paulatinamente que no iban a ir a Nueva York de luna de miel, al menos no al día siguiente ni probablemente en muchos días, no paramos de salir a la terraza a mirar las torres de Canary Wharf, elevándose en el horizonte a menos de kilómetro y medio de distancia, esperando más o menos ver cómo chocaba con ellas un avión y se desmoronaban con idéntica grandeza atroz que la primera torre. «Es Pearl Harbour II», decíamos. «Tirarán la bomba atómica en Bagdad.» «No me lo creo. Sencillamente no creo que esté viendo esto.» «¿Dónde está Superman? ¿Dónde está Batman? ¿Dónde está Spiderman?» «¿Dónde está Bruce Willis, o Tom Cruise o Arnie o Stallone?» «Los bárbaros se han apoderado de la narración.» «¡Mierda, los malos están reescribiendo el guión…!» «Lo del Challenger y Chernobil fue ciencia ficción, Aum Shinrikyo y el metro de Tokio fue manga; esto es una película de desastres dirigida por Satán.»

Cambiando de cadena descubrimos a un hombre en la BBC asegurando que cuando la gente decía que había visto a personas saltando de las torres en realidad lo que habían visto era el revestimiento de los edificios que se desprendía. Luego volvías a cambiar de cadena y veías los trozos de revestimiento cogiéndose de las manos para saltar juntos y las faldas hinchándose alrededor de los cuerpos. Después se desplomó la segunda torre y ya no quedaban saltos ni caídas posibles, solo seguir al tanto de los fragmentos adicionales de atrocidades que iban surgiendo en algún otro lugar de Estados Unidos.)

—Entiendo —dijo Celia en voz queda, girándose de nuevo—. Tienes razón. —Me acarició la mano—. Pero lo que quiero decir es que todo está más silencioso, Kenneth.

Ceel era la única persona aparte de mi madre que me llamaba Kenneth. (Bueno, aparte de Ed, que a veces me llamaba Kennif, y la madre de Ed, que alguna vez me llamó Kennit, pero eso no cuenta.)

—Hay menos gente. Sobre todo en sitios como Mayfair y Knightsbridge o Chelsea.

—Ah, en pijolandia; entre los hedonistas. ¿Te parecen más silenciosos?

—Sí. Creo que están todos en sus casas de campo.

—Es probable que tengas razón. Entonces, ¿por qué sigues aquí?

—Odio Gladbrook.

Gladbrook era la casa de campo de Ceel, o mejor dicho la de su marido. En el interior de Surrey. Me desagradó en cuanto la oí nombrar, incluso antes de que Ceel me contara que en realidad su marido solo la usaba para celebrar reuniones de negocios e impresionar a la gente. Según Ceel, ella nunca lograba sentirse en casa en Gladbrook y odiaba pasar allí más de una noche. O sea, Gladbrook; hasta el nombre sonaba mal, como el nombre de una empresa ya formada que algún tipo adulador de la City compraría para encarar un chanchullo arriesgado relacionado con la evasión de impuestos. Nunca la había visitado, pero una vez vi el informe del agente inmobiliario; aquello era un libro ilustrado de gran formato que debería haber contado con su propio número del ISBN. Se extendía sus buenas cuarenta páginas incluyendo las fotografías satinadas, pero a cualquiera le habría bastado con saber que el camino de entrada a la casa principal tenía calefacción. Ya saben; para esas tormentas de nieve habitualísimas en Surrey.

—¿El señor M. está allí?

—No, John está otra vez en Amsterdam.

—Hum…

John. El señor M. El señor Merrial. Negocios de importaciones y exportaciones. Drogas, para empezar; en estos tiempos, sobre todo, personas. Tocaba más teclas que dedos tenía en las manos. En estos tiempos algunos de los intereses comerciales del señor M. eran hasta legales; tenía una cartera de bienes inmuebles impresionante, por lo visto. Un hombre un poco mayor que yo; quizá de unos cuarenta años. Según todas las descripciones, un tipo tranquilo, incluso tímido, con un acento medio pijo con un ligero deje del sudeste, la tez pálida y el pelo oscuro, vestido de habitual con un traje discreto de Savile Row y en absoluto la clase de individuo que parece un señor del crimen multimillonario que podría eliminar a gente mucho más importante que yo con la eficiencia y el sigilo —o el dolor y el escándalo— que quisiera cualquier día de la semana. Y yo me tiro a su mujer. Fijo que estoy como una puta cabra.

(Pero, claro, cuando follamos y me pierdo en ella, rodeado de esas profundidades que superan la mera carne, nada puede superarlo, nunca ha habido nada mejor, nada será nunca mejor. No hay otra como ella, ninguna tan serena e intencionada e infantil e inocente y licenciosa y sabia al mismo tiempo. Ella también piensa que estoy loco, pero solo por desearla tanto, no por arriesgarme a lo que sea que su marido pudiera hacerme si nos descubre.

En cuanto a sí misma, asegura no tener miedo porque ya se siente medio muerta. Tengo que intentar explicarlo. No se refiere a medio muerta en el sentido trivial de estar agotada o cansada de la vida ni nada por el estilo, sino medio muerta en un sentido exclusivo de su singular religión inventada —y definible únicamente de acuerdo con estas creencias—, un sistema de creencias sin nombre, ceremonias ni enseñanzas, al que se aferra con la naturalidad displicente del que está verdaderamente convencido, no con la intensidad fundamentalista de quienes en secreto adivinan que tal vez estén equivocados. Es una mezcla bastarda y loca de espiritualidad vudú y física cosmológicamente intensa, algo que podría haber ideado Stephen Hawking o un mal viaje de ácido.

En cuanto a mí, yo era humanista, un ateo evangélico, un puto miembro con carnet de socio de la Inquisición Racionalista, y las creencias absolutamente desquiciadas pero extrañamente incontrariables de Ceel me sacaban de quicio, pero la verdad era que a ninguno de los dos nos importaba y solo discutíamos de esos temas en la cama; a ella le gustaba que le dijera que estaba zumbada y le encantaba volverme loco.

Todo lo cual se reducía a que Ceel creía sinceramente estar medio muerta en el sentido de existir en este mundo unida en lo más hondo del alma con otra Ceel gemela que estaba muerta en otra realidad, una Ceel que murió exactamente en mitad de la vida de Ceel, cuando tenía catorce años.

Esto tiene que ver con el rayo, el rayo… Volveremos a ello más adelante.)

—Y Kenneth, ¿te has fijado en que todo el mundo se ha vuelto más desconfiado?

—¿Desconfiado?

—Sí; se miran unos a otros como si todas las personas con las que se cruzan fueran terroristas.

—Tendrías que coger el metro, nena. La gente ha empezado a vigilarse unos a otros; en especial a cualquiera que lleve algo lo bastante grande para ser una bomba y aún más si lo dejan en el suelo y cabe la posibilidad de que lo abandonen allí al bajar.

—El metro me provoca claustrofobia.

—Lo sé.

—A veces voy en autobús —dijo con la boca pequeña, como disculpándose por tener un Bentley con chófer a placer y una cuenta ilimitada para el taxi.

—Eso me has contado. ¿Y puedo, en nombre de las masas luchadoras, expresarle nuestra gratitud por dignarse a descender entre nosotros y alegrar nuestras vidas hoscas y miserables con su radiante presencia, señora?

Me dio una palmadita en la mano y emitió un ruidito crítico. Aparté la mano y la deslicé sobre su vientre plano a través de su suave mata de rizos hasta la hendidura de debajo.

Tensó la parte alta de los muslos, cerrándolos levemente.

—Estoy un poco escocida de antes —dijo, volviendo a cogerme la mano. Sin soltarla, giró sobre las sábanas blancas como la nieve y la apoyó en su torso.

(En el costado izquierdo Ceel tiene un curioso dibujo de sombras oscuras, exactamente como si alguien le hubiera tatuado con henna un bosque de helechos en la piel morena. Se extiende desde un hombro, bordeando el pecho, y desciende por la dulce turgencia de la cadera. Es consecuencia del rayo.

—¿Qué es eso? —recuerdo haber susurrado la noche del día que lo vi por primera vez, hace casi cuatro meses, bajo el brillo empañado de las farolas doradas y la luz plateada de la luna, en otra habitación del extremo opuesto de la ciudad.

Parecía sacado de una serie de ciencia ficción barata, de una copia de Star Trek o Alien Nation o cualquier otra serie similar; creyéndolo una especie de tatuaje en henna de helechos raros llegué incluso a intentar lamerlo y borrarlo. Ella permaneció tumbada mirándome, sin que sus grandes ojos negros parpadearan.

—Es de cuando medio morí —dijo con total naturalidad.

—¿Qué?

—Del rayo, Kenneth.

—¿Rayo?

—Sí, rayo.

—Rayo, ¿como un relámpago?

—Sí.

Ceel había estado en un acantilado de la Martinica siendo apenas una niña, contemplando una tormenta, cuando le alcanzó un rayo.

Se le paró el corazón. Notó que se había parado, y cuando cayó al suelo fue solo cuestión de suerte que aterrizara de espaldas en la hierba y no se precipitara por el acantilado hacia las rocas que se elevaban treinta metros más abajo. Se había sentido muy tranquila y consciente mientras estaba tirada en el suelo —esperando a que el corazón volviera a ponerse en marcha y se disipara el olor a pelo quemado— de que sin duda iba a sobrevivir, pero también había tenido la certeza absoluta de que el mundo se había bifurcado en dos en el lugar exacto en que el rayo la había atravesado y de que, en otro mundo, paralelo al nuestro e idéntico en todos los sentidos hasta aquel momento, ella había muerto, ya fuera a consecuencia de la descarga eléctrica en sí o porque hubiera caído sobre las rocas al pie del acantilado.

—Todavía tengo una marca pequeña en la cabeza —me dijo en la penumbra cálida de aquella primera habitación.

Se había retirado el pelo de la frente, mostrándome una delgada línea ondulada marrón que, poco más gruesa que un pelo, avanzaba desde el borde del cráneo hacia la maraña de su melena larga y oscura.

La observé fijamente un rato.

—Dios. Soy el puto Harry Potter. —Ceel había sonreído.)

Recorrí las líneas frondosas con la mirada mientras Ceel guiaba mi mano hacia las mejillas de su trasero perfecto.

—Si quieres —me dijo—, podrías probar por ahí.

—Estoy en ello, nena.

—… Ah, sí, no hay duda. Con dulzura.

En algún lugar al otro lado y por debajo de capas de cortinas gruesas y oscuras, Londres gruñó para sus adentros.


—¿Qué es eso?

—Ah —suspiré contento, con la vista en la carta enmarcada—. Sí; mi primera carta de queja. Por entonces era DJ suplente del StrathClyde Sound, tenía que estar presente por las noches durante el Rock Show mientras nuestro residente con aires de Tommy Vance asistía a su acostumbrada cura de desintoxicación de mediados de enero.

—No consigo leerla.

—Ya; antes pensaba que los borrones eran resultado de las lágrimas, pero después me di cuenta de que lo más probable era que fuesen babas. Al menos no está escrita con tinta verde.

—¿Qué hiciste?

—Propuse dedicar un programa doble a Lynyrd Skynyrd y la Montaña.

Nikki me miró sin entender.

—Bueno, tendrías que haber estado —suspiré—. Eran otros tiempos.

—Lynyrd Skynyrd era un grupo estadounidense cuyo avión se estrelló contra una montaña —explicó Phil, levantando brevemente la vista de su ejemplar del Guardian—. Escribieron una canción llamada «Sweet Home Alabama», considerada la réplica confederada al tema de Neil Young «Southern Man», que era una crítica al racismo sureño.

—Ah, ya —dijo Nikki.

Yo tenía la impresión de que igual habría dado que estuviéramos hablando de la Grecia clásica.

—Phil posee todas las virtudes engorrosas de la Encarta sin las facilidades para apagarla sin problemas —le conté a Nikki.

—Ponte a hablar de tu vida sexual, Ken; normalmente funciona —repuso Phil, buscando otro chicle.

—Ah, sí, y además fuma —dije—. Phil, ¿no te toca ya otro parche de nicotina?

Se miró el reloj.

—No. Me quedan dieciocho minutos y cuarenta segundos. Tampoco es que lleve la cuenta.

Estábamos en el despacho del programa en las oficinas de Capital Live! en Soho Square, parte del complejo de The Fabulous Mouth Corporation en lo que antes había sido el edificio de United Film Producers. Por la tarde; Phil, que busca asiduamente material en la prensa antes del programa, lee a continuación los periódicos serios. Imperdonable.

Kayla, la ayudante, una über-hembra excéntrica de mirada mustia con eternas gafas de sol graduadas y enormes pantalones de camuflaje, estaba como cada tarde contestando al teléfono, garabateando apuntes y hablando en un monótono bajo pero intenso.

Nikki negó con la cabeza y se acercó cojeando al siguiente marco de la pared del despacho. Ahora solo llevaba una muleta, pero seguía renqueando. Le habían cubierto el yeso con una gran variedad de mensajes multicolores. Estaba en el despacho porque yo sabía que era fan de Radiohead y Thom Yorke iba a venir al programa de mediodía. Solo que ahora acabábamos de enterarnos de que no vendría, así que lo mejor que podía ofrecerle a la chica era una visita guiada por el lugar que culminara aquí, en el estrecho, ultracompartimentado y por lo general desintegrado espacio donde Phil, yo, dos ayudantes y algún investigador de refuerzo ocasional componíamos el programa todos los días. Desde el despacho disfrutábamos de una vista estupenda de los ladrillos blancos y manchados de lluvia del patio de luces, aunque, si te agachabas junto a la ventana y alzabas la vista, veías el cielo.

Las paredes del despacho estaban cubiertas casi por entero de carteles de grupos independientes de los que yo nunca había oído hablar —sospechaba que Phil solo contrataba ayudantes que despreciaran la música que pinchábamos; una de sus pequeñas rebeliones contra el sistema—, sin embargo, también disponíamos (así como del retrato obligatorio de nuestro querido propietario, sir Jamie, que venía con el equipamiento de la oficina) de algunos premios Sony, discos de oro y de platino donados por artistas y grupos que habían sido cruelmente engañados por sus disco— gráficas para que creyeran que nosotros los ayudaríamos con sus carreras y —de lo que me sentía más orgulloso— una modesta colección de gran calidad de correo vengativo enmarcado que había hecho historia.

—Esta carta es de un abogado —dijo Nikki, con el ceño fruncido.

—Es solo una muestra —murmuró Phil.

—Sí —dije—. Sugerí que acelerando «Your Are The Sunshine of My Life» de Stevie Wonder obtenías el mismo riff de «Layla» del colega Clapton. Se habló de emprender acciones legales, pero lo dejaron correr.

—Gram Parsons —dijo Phil.

—¿Qué? —le pregunté.

—Que supuestamente el riff es suyo, no de Clapton.

—¿Sabías que los labios contienen un gran número de vasos sanguíneos, Philip? Podrías engancharte uno de esos parches de nicotina en la boca.

Nikki me dio un codazo fuerte y señaló el siguiente Cuadro de la Vergüenza con la cabeza.

—¿Y ese?

—Ah, mi primera amenaza de muerte —dije, con lo que esperé que sonara a inmerecida modestia—. Un momento del que me siento particularmente orgulloso.

—¿Una amenaza de muerte? —preguntó Nikki, con ojos centelleantes.

—Sí, querida, de la divertida y dormida Irlanda del Norte, donde el tiempo se ha detenido. Pedí que dejaran pasar a los orangistas por las zonas católicas pero que por cada marcha que organizaran permitieran que una católica de proporciones similares atravesara las áreas lealistas con banderas tricolores, carteles de Bobby Sands…

—Héroe republicano de los años setenta que estuvo en huelga de hambre —apuntó Phil.

—… montones de sentidísimos cantos republicanos; esas cosas —continué—. Idea que evolucionó en mi solución patentada de tres palabras para el Problema: «Unión, federal, secular. Empezad ya».

—Eso son cinco palabras —musitó Phil.

—Estaba pendiente de la fase de edición —dije, mirando con expresión resplandeciente a Nikki—. De todas maneras, se ofendieron; por allí arriba son muy susceptibles.

Phil carraspeó.

—Creo que tu comentario jocoso acerca de que la Mano Roja del Ulster es símbolo de una tierra ganada por un pringado dispuesto a automutilarse para reclamar un cacho esmirriado de ciénaga lluviosa tal vez contribuyera también al considerable número de partidarios con los que cuentas en Shankhill.

—¿Lo ves? Intentas resaltar el color local de alguna pintoresca regioncilla de las provincias y los locos esos insisten en entenderlo todo al revés.

—Estoy segura de que en correos ya está tu premio Nobel, tío Ken. ¿Y esta?

—Primera amenaza de muerte internacional —contesté—. Todo por culpa de la por entonces flamante conexión nueva a la web. Otra vez el viejo debate sobre el control de las armas. Si la memoria no me falla, yo argumentaba a favor del control. Pero la cuestión es que me parecía que para Estados Unidos la medida llegaba tarde; se habían hecho la cama y ahora no les quedaba más remedio que acostarse en ella. En el caso estadounidense apoyaba la ausencia total de control. De hecho, admitía que en Estados Unidos las armas deberían ser obligatorias para todos los adolescentes. Podrían producirse asesinatos en masa, por supuesto, pero ¿quién está en situación de afirmar que a la larga no fuera beneficioso? Quedarían menos hijos de puta por los que preocuparse. ¿Y por qué reprimirse y permitir solo automáticas y pistolas? Paso libre a los lanzagranadas, adelante con los morteros y las minas, divirtámonos con algo de artillería tierra aire y armamento pesado de calibre importante. Que traigan también armamento químico y biológico; en cierto sentido, representan la opción ecológica. Misiles de largo alcance. Bombas nucleares. Y si algún cabeza de chorlito rencoroso decide volar Manhattan o Washington con una de esas armas, pues bueno, mala suerte. Es el precio a pagar por la libertad.

Nikki me miró.

—¿Y te pagan por decir esas cosas, Ken?

—Jovencita, no solo me pagan, compiten por mí.

—El tipo es la bomba —explicó Phil.

—Exacto —le dije a Nikki.

—Sí, una bomba de mano —añadió Phil.

Sonreí a Nikki.

—Ahora va a decir «a punto de estallar».

—A punto de estallar.

—Te lo dije.


—A ver, Nikki. ¿Estás segura de que no quieres que te invite a almorzar?

—Sí, gracias.

—Pero estarás hambrienta.

—No, será mejor que regrese. Tengo que encargar libros, leer, esas cosas.

—Hay que empezar el curso de chino con buen pie.

—Es la idea, sí.

Estábamos sentados en mi viejo Land Rover, en el aparcamiento subterráneo de las oficinas, esperando a que se calentara el motor.

—¿Seguro que no quieres comer algo? Venga, mujer; para compensar la ausencia de lord Thom of Yorke. Lo tenía todo listo para darte el gran gustazo y me han frustrado el plan. Necesito un buen final. En serio; conozco algunos sitios estupendos. Hasta podríamos encontrarnos a algún famoso.

—No, gracias.

—¿Es tu última palabra?

—Sí.

—¿Quieres llamar a algún amigo?

—No, de verdad. Mira, no tienes ni que llevarme en coche a casa de Craig, Ken. Puedo plantarme en un taxi.

—¿Plantarte?

—Bueno; coger, subirme. De verdad. No me importa.

—No pasa nada. Le prometí a tu padre que te devolvería a casa sana y salva.

—Sé cuidar de mí misma, Ken —me dijo sonriéndome con indulgencia.

—Nunca lo he dudado. Pero es lo menos que puedo hacer. ¿Dejamos el almuerzo para otro momento? Quedamos otro día para comer, ¿vale?

—En otra ocasión —aceptó con un suspiro.

—Genial. —Se iluminó la lucecilla de encendido del salpicadero; puse el motor en marcha y el coche empezó a emitir un alarmante y persistente estertor—. Oye —dije, cargando el peso sobre el volante tamaño del de un autobús para sacarnos de la plaza de parking—, no sé si ya te lo he dicho, pero me parece una pasada que entres en Oxford.

Se encogió de hombros, casi avergonzada.

—¿Estás totalmente segura de que no quieres celebrar tu ascensión al mundo de los chapiteles con una suculenta comilona?

Se limitó a mirarme.

Me reí, virando para coger la rampa de salida.

—Está bien. Pues vamos a tu casa. —Saqué el Land Rover del aparcamiento de la Mouth Corporation y entramos en Dean Street entre botes, chirridos y golpeteos. Eché una mirada a Nikki—. ¿De qué te ríes?

Nikki se reía para sus adentros, luego me devolvió la mirada desde detrás de su larga melena pelirroja.

—No esperaba que tuvieras un Land Rover —dijo—. Pensé que tendrías una Harley Davidson o una limusina, o tal vez un Smart o uno de esos Audi con pinta de pastilla de jabón.

—Nunca me han ido las Harley. Cuando era mensajero me gustaban las Suzi y las Kwak. Pero este trasto —palmeé el plástico gris oscuro del salpicadero por debajo del estrecho parabrisas del Landy—, a pesar de tener toda la pinta de tratarse de un transporte infinitamente más adecuado para cargar ovejas empapadas de un campo a otro de una granja ruinosa en alguna colina del Gales más profundo, es casi el coche ideal para Londres.

—¿Tú crees? —Me dio la impresión de que Nikki me seguía la corriente.

—Piénsalo. Es viejo, lento y está algo abollado, así que nadie me lo va a pispar. Ni siquiera los neumáticos sirven para otro coche. Mira, los limpiaparabrisas son de broma. —Encendí el limpiaparabrisas delantero. En un Land Rover tan antiguo miden unos dieciocho centímetros de largo y oscilan con desgana, como si gesticularan a la lluvia para darle la bienvenida sobre la luna en lugar de cargar con la extenuante tarea de limpiar las gotas del parabrisas—. Míralos; patético. Ningún vándalo con un mínimo de autoestima va a molestarse en doblar eso. No estaría bien.

—Resultan un poco patéticos —convino Nikki mientras yo apagaba el limpiaparabrisas y lo dejaba caer con lo que pareció agotado agradecimiento hasta la base del parabrisas.

—Viajas alto, como quizá hayas notado al trepar aquí dentro con la pierna enyesada, de modo que ves por encima del tráfico, lo mejor para aprovechar cualquier oportunidad de adelantamiento que pueda presentarse en el bullicio del tránsito metropolitano. Después está el hecho de que se trata de un diesel Serie Tres, de manera que cuando te oyen venir te toman por un taxi y a menudo, equivocados, te dispensan el respeto debido a un vehículo equipado de taxímetro. El diseño antiguo implica que el vehículo es estrecho al tiempo que posee una batalla corta para colarse por los huecos y en aparcamientos difíciles y, por último, al volante de uno de estos, no hay bordillo londinense que se te resista. En el caso de que sea necesaria una breve expedición por la acera o alguna pequeña isla peatonal para facilitar el avance, puedes saltar sin pensártelo dos veces. Eso sí, gracias al sorprendente nivel de ruidos y a unos sillines a todas luces fabricados con cemento fácilmente desmenuzable, no cabe duda de que resultaría un infierno en viajes largos o a una velocidad superior al trote, pero ¿cuándo pasa eso en Londres? —Miré a Nikki—. Así que, para un artefacto agrícola que dista un único cromosoma automovilístico del tractor, es un medio urbano de transporte sorprendentemente apropiado. Lo recomiendo con fervor.

La miré con las cejas levantadas mientras avanzábamos lentamente por Old Compton Street. Llevaba elaborando el discurso «Por qué un Landy resulta ideal en Londres» y sus diversas variantes desde hacía casi un año y aquel era, en mi modesta opinión, un ejemplo particularmente conseguido y bien expuesto del resultado, del que pensé que, si no más, al menos podría haber arrancado una sonrisa dolorida de la dulce Nikki, pero solo había provocado algunas miradas ausentes de asentimiento en sus rasgos luminosos.

—No pasaría nada por que tuviera dirección asistida, ¿no? —sugirió.

—Y un radio de giro mejor. Pero me alegro de que lo saques a colación. La posibilidad de mantener en forma la parte superior del cuerpo ejercitándola al volante es una opción sin costes a tener en cuenta.

—Sí, bueno. —Permaneció callada un momento, luego señaló la radio con la cabeza—. Eso que suena no es tu emisora, ¿verdad?

—Ah, no; son Mark y Lard en Radio One.

—¿No es una falta de lealtad?

—Desde luego. ¿Puedo confiarte un terrible secreto?

—¿Cuál?

—Lo de que es secreto va en broma solo a medias —dije al principio—. La prensa todavía no se ha enterado y en un día con pocas noticias y viento favorable podría acabar publicándose y no es descabellado pensar que me causaría algún problema por aquello de la gota que colma el vaso.

—Te lo prometo por mi honor de exploradora —dijo, saludando irónicamente.

—Gracias. Vale, ahí va… Espera…

Había estado empujando gradualmente el morro hiperdentado del Land Rover cada vez más adentro del flujo de vehículos desde hacía ya varios huecos entre coches y por fin alguien en un bonito automóvil había captado el mensaje. Saludé alegremente al Mercedes plateado que nos permitió salir de Old Compton Street al tiempo que girábamos por Wardour Street en dirección norte hacia Highgate. Miré a Nikki.

—Sí. Atención: no soporto la puta radio comercial. —Afirmé con la cabeza—. Ya está; ya lo he soltado, y me alegro.

—Incluida la emisora para la que trabajas, claro.

—Obviamente.

—De modo que escuchas Radio One.

—Enseguida la apagaré, a las tres en punto, pero durante gran parte del día, sí. Y siento una gran debilidad por Mark y Lard. Mira, escúchalos. —De hecho, lo único que se escuchaba era el motor traqueteante del Landy y los ruidos del tráfico hasta que Lard chilló «Adelante» y se reanudó el programa—. ¿Ves? Aire muerto; silencio. Era el anatema de los DJ y la gente de radio en general. Hoy día, bueno, a nadie le preocupa demasiado dejar pausas, pero estos tíos lo han convertido en una característica. Se trata de repetirlo hasta que sea divertido. Genial. —Eché un vistazo a Nikki, que me miraba con escepticismo desde detrás de su masa de pelo rojo—. Pero la cuestión —insistí— es que la BBC tiene muy poca publicidad. Es decir, emiten anuncios de sus programas, lo cual ya es bastante coñazo, pero lo que no tienen es estupideces en rotación infinita cada cuarto de hora de empresas de préstamos, picapleitos sinvergüenzas dedicados a perseguir ambulancias y el dueño del Gran Almacén del Aglomerado chinándote pegado al micro que te acerques a palpar el corte de sus ofertas especiales. Detesto los anuncios. Prefiero pagar una cuota. Yo quiero pagar así; a la cara, con eficiencia, y después poder escuchar lo que quiero y nada más, ya sean clones pop o Beethoven o las tertulias basura esas que duran todo el día y que escuchan los taxistas.

—Supongo que el tal Phil te recuerda que los anuncios pagan vuestros salarios.

—¿Phil? —Me reí—. Es un fan de Radio Three y Radio Four. Odia los anuncios aún más que yo. —Volví a mirarla mientras incordiábamos las regiones altas de la caja de cambios del Land Rover, de habitual poco utilizadas, en un milagroso vacío del tráfico, cosa que casi nos permitió una carrera hasta los semáforos de Oxford Street—. No me entiendas mal; es un buen productor y está muy puesto en música, va prácticamente a un concierto por noche, ya sea en el Wembley Arena o en un pub de Hackney, pero tampoco soporta Capital Live! No, es a nuestra amistosa directora de emisora a la que le toca recordarnos regularmente la realidad de la radio privada.

Cruzamos Oxford Street y pusimos rumbo a Cleveland Street detrás de un mensajero en una Honda VFR. Tal vez, pensé, alguna pequeña anécdota de mis días de loco intrépido de la mensajería —al fin y al cabo, no habían pasado tantos años— impresionaría a Nikki. Empezó a llover y encendí el limpiaparabrisas por hacer la broma. Miré a Nikki.

—Bueno, ¿y tú? ¿Escuchas Capital Live!?

—Hum… A veces —contestó sin mirarme.

—Ya, bueno, pues eso. Tienes dieciocho años; deberías formar parte del público al que nos dirigimos. ¿Y qué escuchas?

—Hum… bueno, voy cambiando. Pero creo que todas son emisoras piratas negras del sur del río.

—¿Cuáles? ¿K-BLAK? ¿X-Men? ¿Chillharbour Lane?

—Sí, y Rough House, Precinct 17.

—Radio Free Peckham… ¿Todavía emite?

—No, la clausuraron.

—Bueno, pues sinceramente, me alegro de que evites la basura comercial al uso. —Iba lanzándole miraditas a Nikki para comprobar si le había impresionado que conociera tantas emisoras ilegales auténticas, pero no lo parecía—. Aunque, por lo que recuerdo, no suelen pinchar Radiohead.

—Es una pena, pero no.

—En fin. Los Radiohead son de Oxford, seguro que allí están todo el tiempo en antena.

—Hum…

Parecía distraída, y cuando eché un vistazo estaba mirando tiendas de ropa por la ventanilla. Volví la vista al frente.

—¡Mierda!

—¡Oh!

Un coche azul se precipitó desde una calle lateral justo delante del mensajero al que seguíamos. Vi brevemente al conductor del coche, que miraba hacia el lado contrario mientras hablaba por el móvil. El motorista no tuvo tiempo de esquivarlo ni de frenar, se empotró contra el guardabarros del BMW Compact; la moto se levantó sobre la rueda delantera y luego cayó al asfalto mojado por la lluvia justo delante de nosotros mientras se vaciaba el contenido del maletero y montones de papeles resbalaban por la calle y se colaban en la alcantarilla. El motorista salió disparado por encima del capó del BMW al tiempo que el coche frenaba y derrapaba hasta detenerse. El mensajero aterrizó en la calle de cabeza y resbaló un metro sobre la espalda hasta que el casco chocó con el bordillo.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Nikki.

Detuve el coche.

—Seguro que está bien —le aseguré rápidamente a Nikki—. Quédate aquí.

Asintió. Se apartó algo de pelo de la cara con la mano temblorosa y sacó el móvil de la chaqueta al tiempo que yo abría la portezuela.

—¿Llamo a una ambulancia? —preguntó.

—Buena idea.

Bajé de un salto y corrí por delante de la cara blanca del conductor del coche, que justo entonces salía del vehículo todavía con el móvil en la mano. Se me pasó por la cabeza decirle lo capullo que era, pero desistí. Ya había un par de personas de pie junto a la figura de negro tirada en la calle. El mensajero no se movía. Un chaval con una chaqueta de plumas agachado a su lado le estaba tocando el casco.

—No le quites el casco —le dije al chaval, arrodillándome del otro lado del motorista y levantándole la visera con sumo cuidado.

Detrás de mí, alguien había tenido la buena idea de apagar el motor de la moto, más de lo que a mí se me había ocurrido.

El mensajero era mayor que yo; tenía barba gris, gafas y la cara apretada por el revestimiento de espuma del casco. Parpadeó.

—Joder —dijo débilmente.

—¿Cómo estás, compañero? —le pregunté.

—Un poco dolorido —respondió con voz ronca. La lluvia dibujaba puntitos en sus gafas. Se llevó la mano enguantada hacia el cierre del casco. La detuve.

—Espera, espera. ¿Lo sientes todo? ¿Puedes mover los dedos de los pies y todo lo demás?

—Ah… Sí, sí, creo… Sí. Estoy bien. Creo que estoy bien. Me cuesta un poco respirar… ¿Cómo está la moto?

—Me da que vas a necesitar horquillas nuevas.

—Mierda. Joder. Me cago en la puta. También eres mensaca, ¿eh?

—Sí. Antes.

Miró a un lado, donde se congregaba más gente, noté que alguien se acercaba. Di media vuelta y vi al conductor del coche. El motorista tosió y dijo casi sin aliento:

—Si ese cabrón dice «Lo siento, tío, no te he visto», túmbalo por mí, ¿quieres?


Nikki estaba muy guapa empapada de lluvia.

—No hacía falta que bajaras del coche, Nikki. —Trataba de secarse el pelo con una gamuza pequeña. El interior del Land Rover se estaba empañando.

—La telefonista me ha preguntado por el lugar del accidente y no veía los nombres de las calles —explicó—. Después se me ha ocurrido parar el motor de la moto.

—Bueno, me parece que el tipo se va a recuperar. Lo hemos hecho bien. Formamos un buen equipo de emergencia; juntos, nos multiplicamos.

Entregué nuestros datos a la policía y convencieron al motorista para que aceptara la ambulancia; seguía aturdido y tal vez tuviera alguna costilla rota. Nikki le había devuelto las llaves de la VFR, pero la policía las había confiscado porque querían dejarlas con la moto.

Nikki me dio la gamuza.

—Gracias.

—De nada. —La usé en el parabrisas—. Vaya. Bienvenida a Londres, ¿eh? Ah, y si necesitas un trago, solo tienes que decirlo.

Negó con la cabeza.

—No, gracias.

—Sí, directos a casa.

Continuamos en dirección norte bajo la lluvia, hacia Highgate.


—Esto va de lo que sospecho que va, ¿verdad?

—Eso creo.

—Bien, y ¿qué opinas?

—Hijo mío, nos va a caer una buena.

—¡Cáspita! ¿Una regañina del teniente coronel?

—Una severa reprimenda. Tú primero.

—¡A la puta carga!


—«… Bien, he aquí una fatwa alternativa: mujeres del islam, juzgad a vuestros hombres, y si son malos, matadlos. Os oprimen y os desprecian y no obstante os temen; ¿por qué, si no, iban a manteneros alejadas del poder y de la vista de otros hombres? Pero vosotras tenéis poder. Tenéis el poder de juzgar si vuestro hombre es bueno o no lo es. Preguntaos lo siguiente: ¿mataría vuestro marido a otra persona por ser judía o estadounidense o cualquier otra cosa que sencillamente haya nacido? Alá ha permitido que la gente nazca así; ¿los mataría vuestro marido sin más razón que la fe o el país en el que han nacido por deseo de Alá? Si lo hiciera, entonces es una mala persona y merece morir, porque es una vergüenza para vuestra fe y para el nombre de Alá. La próxima vez que se os acerque, esconded un cuchillo de cocina bajo la ropa de la cama o unas tijeras, un cortaplumas o un cúter, y rajadle su indigna garganta. Si no tenéis ningún cuchillo, mordedle la garganta. Si solo queréis mutilarlo, emplead un cuchillo o los dientes en su hombría.» Pero lo que decimos en realidad…

Debbie Cottee, directora de la emisora, apagó el reproductor digital de la otra punta de su luminoso y aireado despacho con el mando a distancia. Se deslizó las gafas por la nariz y me miró con ojos azules cansinos, empañados.

—¿Y bien?

—Hum… no sé —dije—. ¿Crees que mi voz está demasiado comprimida?

—Ken…

—Pero, en realidad —intervino Phil—, nadie decía nada. Es decir, justo antes de eso Ken decía que en este país no obligamos a las musulmanas a llevar minifalda ni biquini, mientras que una mujer occidental en Arabia Saudí no tiene más elección que adaptarse a su código a la hora de vestir. La cuestión es la tolerancia y la intolerancia, y las figuras públicas como los líderes religiosos a los que se les permite dictar lo que, de hecho, es una sentencia de muerte sin juicio ni posibilidad de defensa a ciudadanos de otra nacionalidad. Por eso el fragmento inicial en el que se señala que nadie en Occidente con un cargo de responsabilidad diría algo así…

—Eso es irrelevante, Phil —dijo Debbie, dejando las gafas en la mesa, que abarcaba la misma área que todo nuestro despacho.

La vista de la oficina, desde casi la cima del edificio de Mouth Corporation, daba a Soho Square y los tejados amontonados del barrio, y se extendía hacia la hoja roma y marcada de Centrepoint. Debbie tenía treinta años pero aparentaba más; estaba en forma y fornida, tenía el pelo castaño apagado y los ojos cansados, arrugados.

—Pues yo no estoy seguro de que sea tan irrelevante —repuso Phil con el aire de un académico debatiendo alguna sutileza sobre la ley de propiedad de los antiguos etruscos o la base histórica de las estimaciones de la tasa de deposición de limo en el río Amarillo durante la dinastía Hang—. La cuestión radica en que se incluye un descargo de responsabilidades al principio y al final. No estás diciendo: «Id a matar a esa gente». Lo que dices es que nadie está diciendo id a matar a esa gente.

Debbie lo atravesó con la mirada.

—Pura semántica.

—No… pura gramática —dijo Phil, en apariencia perplejo ante el hecho de que alguien pudiera pensar lo contrario.

Me miró brevemente. Desde luego que era pura semántica en lugar de gramática (yo estaba casi seguro), pero Debbie, que sin duda era uno de los ejecutivos más humanos del organigrama de Mouth en general y de Capital Live! en particular y tampoco era una ignorante, no era lo bastante lista para sentirse segura discutiendo el tema. En momentos así, amaba a mi productor.

—¡Phil! —chilló Debbie, dando una palmada en la mesa. La pantalla ultraplana del ordenador tembló—. ¿Y si alguien… y si un musulmán enciende la radio justo después de tu supuesto descargo de responsabilidades del principio de esta… esta diatriba y luego la apaga antes del final totalmente indignado, como es probable que estuvieran todos si llegaran a creerse lo que oyen? ¿Qué coño van a pensar que acaban de escuchar?

—Va, venga ya. Eso es como preguntar qué ocurriría si alguien oyera la palabra esteta pero encendiera la radio justo después de la primera sílaba. No sé, es una chorrada —dijo con las manos abiertas.

—Eso es una palabra; hablamos de un discurso.

—Sí, pero el principio es el mismo —insistió tercamente Phil.

Debbie pasó a dirigirse a mí.

—Ken, incluso para ti…

—Debbie —dije, levantando ambas manos en señal de rendición—. Estamos tratando de demostrar algo.

—¿El qué?

—Sobre los prejuicios, el fanatismo.

—¿Insultando a la gente? ¿En qué perjudica al fanatismo que yo tenga a todo el concilio de iglesias islámicas chillándome al teléfono? Solo estáis…

—Porque el mes pasado fue el Gran Rabino el que nos chilló al teléfono —señalé.

—La perorata de Israel, el Estado aislado —dijo Phil asintiendo.

—¿Y qué, coño? —gritó Debbie—. ¿Intentáis decirme que insultar a dos religiones es mejor que insultar solo a una?

—Es ecuánime —convine.

—¡Es ser intolerante con los grupos étnico-religiosos! —chilló Debbie—. ¡Hasta puede considerarse incitar al odio religioso e incluso racial hacia los judíos y los musulmanes!

—Eso no es justo —protesté—. También insultamos a los cristianos siempre que tenemos oportunidad. Dedicamos una semana entera a Cristo, ese loco probado.

—¡Que era judío! —aulló Debbie—. ¡Y sagrado para el islam!

—¡Tres pájaros de un tiro! —le grité—. ¿Qué problema hay?

—A lo largo del tiempo todas las religiones derivadas de Abraham han sido objeto selectivo de una crítica mordaz y dura, pero por encima de todo, justa —intervino Phil—. Tengo las grabaciones.

Debbie miró a Phil y después a mí.

—Esto no es broma, tíos. Se están lanzando bombas incendiarias contra sinagogas y mezquitas…

—¿Estás segura? —preguntó Phil.

—Hay personas que son atacadas porque parecen de Oriente Próximo…

—Sí, lo sé —dije negando con la cabeza—. Hostia, si se ha atacado a los sijs por simpatizantes del terrorismo islámico. —Extendí los brazos—. Cosa que prueba lo que en esencia venimos diciendo; los fanáticos son todos unos capullos.

—La cuestión es —dijo Debbie exasperada— que algún imbécil del Frente Nacional o del Partido Nacional Británico podría escuchar uno de vuestros programas en los que arremetéis contra los judíos o los musulmanes y felicitaros, joder, Ken. —Debbie dio otro palmetazo en la mesa, pero esta vez menos fuerte. Volvió a ponerse las gafas y fijó la mirada en mí—. ¿Es eso lo que queréis?

Se trataba de una cuestión interesante, algo que ya nos había preocupado a Phil y a mí.

—¡Por eso tenemos que atacar el fanatismo y la estupidez dondequiera que se dé! —bramé—. Si nos callamos ahora pensarán que los últimos con los que nos metimos eran los malos.

—¿Qué? —preguntó Debbie, mirándome de nuevo por encima de las gafas. (Justo es admitir que mi última afirmación no tenía demasiado sentido ni siquiera para mí.)

—Me parece justo —dijo Phil asintiendo.

—Bien, tengo otras dos cuestiones, caballeros —anunció Debbie pegándose las gafas a la cara y acercándose más a la mesa—. Existen cosas tales como la licencia de esta emisora y la BSA, la comisión que vela por los principios de la radiodifusión. Existen asimismo los anunciantes. Que pagan todos los putos recibos y que pueden retirar sus anuncios aún más rápido que la BSA la licencia. Algunos ya lo han hecho.

—Pero han sido reemplazados —repuso Phil con la cara algo colorada. Se quitó las gafas.

—Por ahora, con tarifas más bajas —puntualizó Debbie fría como el acero.

—¡Las tarifas llevan todo el año bajando en todas partes! —protestó Phil. Se puso a abrillantar las gafas con un pañuelo limpio—. ¡En esta situación los nuevos siempre pagarán menos! Es…

—Algunas personas muy importantes, algunos anunciantes vitales, han tenido unas palabras con sir Jamie —dijo Debbie apretando los dientes. (A nuestro favor, pensé, hay que decir que llegado ese punto ninguno de los tres echó ni siquiera un vistazo al retrato del Querido Propietario que colgaba de la pared)—. En cócteles. En su club. En reuniones del consejo. En cotos de caza. En eventos benéficos. Por el móvil y en el teléfono de casa. No está contento. No está contento hasta el extremo de estar sopesando muy seriamente qué necesita más, vuestro programa o su buen nombre. ¿Qué creéis que elegirá? —Se recostó, dejando que el comentario calara—. Chicos, dirigís un programa de éxito razonable, pero al final no son más que diez horas de emisión semanales de un total de ciento sesenta y ocho. Ken, Phil, sir James os ha apoyado hasta ahora, pero no puede permitir que pongáis en peligro la emisora, menos aún la reputación de Mouth Corporation ni todo lo que ha levantado de la nada durante treinta años.

Phil y yo nos miramos.

—Hostia, Debs —dijo Phil con voz trémula—. ¿Nos estás pidiendo que suavicemos el tono o de lo contrario estamos en la calle? O sea, ¿qué? —Volvió a ponerse las gafas.

—No estáis despedidos. Pero no basta con suavizar el tono, hay que retractarse.

—¿Retractarse?

—Hay que cambiar, en particular, esta manía de atacar el islam y el judaísmo.

—Bueno, pues, ¿podemos atacar el cristianismo? —sugerí. Debbie me atravesó con la mirada—. ¿Qué? —pregunté con las manos extendidas.

—Tenemos la solución perfecta —anunció Phil, sin más.

Por primera vez en toda mi vida reaccioné tarde de verdad.

—¿La tenemos?

Phil asintió.

—Ken todavía no sabe nada —le contó a Debbie.

—¿No lo sé?

—La propuesta de Última hora me llegó ayer.

(Por los pelos conseguí no preguntar: «¿Llegó?».)

—¿Esos de Chanel Four? —preguntó Debbie entornando los ojos.

—Sí; la competencia de Noche de noticias —confirmó Phil.

—¿No estaban tratando de cazar a Paxman para el programa?

—Eso creo, pero él no está por la labor. Se rumorea que lo presentarán Cavan Lutton-James y Beth Laing.

—Ella está en Sky, ¿no?

—Sí, pero tiene que renovar contrato.

—Da igual —dijo Debbie agitando una mano.

—Da igual —continuó Phil—. Por el momento siguen con programas piloto, pero el lunes empiezan en serio y quieren algo controvertido y fuerte; algo que los saque en titulares.

—Creía que me querían para practicar en algún piloto —dije. (Un comentario estúpido, tal como comprendí en cuanto cerré la boca: era totalmente posible que Phil estuviera improvisando sobre la marcha.)

—Al principio sí —contestó Phil—. Los convencí de otra cosa.

—¿Quieren a Ken para el programa del lunes? —preguntó Debbie.

—Si nos ponemos de acuerdo en las condiciones —puntualizó Phil.

Es probable que Debbie adivinara la sorpresa en mi cara.

—No eres el puto agente de Ken, Phil.

(Era cierto, aunque a veces Phil actuaba como si lo fuera. Mi agente de verdad, el sufriente Paul, se quejaba de que, gracias a mis —para él incomprensiblemente estrafalarias— puñetas políticas, lo que yo necesitaba era un antiagente, alguien que me buscara trabajos extraordinariamente remunerados que yo pudiese rechazar alegremente. De hecho, decía Paul, aparte de negociar el contrato de la emisora, lo único que yo necesitaba era un contestador que gritara «¡No!».)

—Me refiero a las condiciones del control del contenido y la gente implicada —explicó Phil con paciencia—. No quería que Ken fuera allí pensando que iba para un comentario ligero sobre técnicas de micro o algo así y que luego lo enfrentaran a media docena de fanáticos de mirada retorcida en representación de todas las ramas del fundamentalismo a las que hemos ofendido este año. Es el tipo de situación que podría darse y solo quería asegurarme de que no iba a ocurrir.

—Entonces, ¿por qué Ken me mira como…? Bueno, ¿así? —Debbie me señaló. ¿Así?, pensé. Yo intentaba parecer imperturbable, con cara de negocios.

Phil me miró y dijo:

—Mira, Ken y yo ya lo hemos hablado. Hemos recibido demasiadas ofertas malintencionadas y manipuladoras para salir en televisión. O son demasiado cutres para tenerlas siquiera en consideración o suenan de lo más interesante y nos emocionamos todos mucho y después quedan en nada, o cambian de opinión o se descubre que tenían trampa. Decidimos que yo me ocuparía de las propuestas hasta que se presentara una digna de comentársela a Ken, entonces lo hablaríamos. —Phil consultó su reloj—. De no haber sido por esta reunión, eso es justo lo que estaríamos haciendo. —Afortunadamente no añadió «en el pub». Me miró—. Siento soltártelo de esta manera, Ken. —Le quité importancia con un movimiento de la mano.

—Bien… —dijo Debbie, todavía en tono desconfiado—. ¿Qué proponéis?

—Darles algo controvertido y fuerte —contestó Phil.

Parecía que Debbie seguía teniendo serias dudas, pero resultaba evidente su interés.

—¿Que sería…?

—Una de las ideas que tienen es que Ken debata con uno de esos que niega el Holocausto; un tipo de extrema derecha, del Movimiento Cristiano Ario, que afirma que los Aliados construyeron los campos de exterminio después de la guerra —explicó Phil. Los tres nos miramos—. Yo no lo tenía muy claro. Pero, bueno, tal vez, dado lo que has estado diciendo acerca del sesgo, erróneamente percibido, en contra de las fes judía y musulmana, sería una manera de rebatir el asunto. —Dejó de mirar a Debbie para dirigirse a mí—. Obviamente, solo en el caso de que la idea te guste, Ken. La verdad, yo sigo sin verlo claro.

—Ah, me parece estupenda —dije.

¿Un cabrón que niega el Holocausto? ¿Representantes de la extrema derecha cristiana dispuestos a recibir mis latigazos verbales? ¿Qué liberal militante con un mínimo de respeto por su propia persona no querría hincarle el diente a uno de esos hijos de puta?

Debbie había entornado tanto los ojos que casi los tenía cerrados.

—¿Por qué tendré la impresión de que tal vez sea buena idea? —preguntó despacio— ¿Y no obstante parece que hemos regresado a la propuesta original, infantil y absolutamente simplista, según la cual la mejor manera de salir de este atolladero consistía en insultar un poco más a los cristianos?

—Oh, venga ya —dijo Phil con voz risueña—. Ese tío es tan cristiano como Satán. La cuestión es que está loco y es antisemita hasta la médula. Capaz de expresarse, pero loco. Se verá a Ken defendiendo…

—¿Estás seguro de que está loco?

—Bueno, comparte la idea cada vez más aceptada en ciertos sectores de la sociedad árabe —dijo Phil con una voz lenta y considerada que me indicó que volvía a sentirse al mando de la situación— de que los ataques del once de septiembre fueron organizados por la Conspiración Sionista Internacional para desacreditar al islam y darle carta blanca a Sharon contra los palestinos. Pero no pasa nada; también odia a los árabes. El sistema de creencias del tipo es consistente y basado plenamente en la raza, la religión y el sexo: nórdico/ario/cristiano/heterosexual igual a bueno… el resto son diabólicos.

—¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—Se llama Lawson, hum… Briarley o algo así.

Yo solo escuchaba en parte. Fue mientras Phil se explicaba cuando se me ocurrió mi gran idea. Supe lo que iba a hacer. Si de veras me dejaban aparecer en el programa con un puto antisemita, ya sabía exactamente lo que haría con él.

¡Era perfecto! Una locura, peligrosa y fea a la vista y probablemente significaba que también yo estaba un poco loco, pero ¡eh!, el fuego con fuego se combate. Se me secó la boca, de pronto tenía las palmas de las manos sudadas. Ah, la hostia, pensé. ¡Qué idea tan terrorífica, bella y dulce! ¿Me atrevería?

—De acuerdo, voy a tener que consultarlo —anunció Debbie.

Volví a la realidad. Debs iba a plantearlo a sus superiores. Una mujer sensata.

—Por mí, vale —dijo Phil. Me miró y asentí con la cabeza—. Pero necesitamos la respuesta el viernes a más tardar; mejor mañana.

—La tendréis —aseguró Debbie. Empujó su enorme butaca de ejecutivo de cuero negro haciéndola rodar por el suelo de madera. Hora de irnos.

—¿Debbie? —dije levantándome.

—¿Qué?

—Quiero dejar muy claro para cualquiera con el que hables de este asunto que tengo muchas ganas de hacerlo. O sea, quiero hacerlo de verdad. Creo que es importante. —Phil me miró con el ceño fruncido, luego sonrió a Debbie.

—Ya te comunicaré lo que sea —contestó ella—. Entretanto, os agradeceríamos enormemente que evitarais ofender a cualquier otro grupo étnico o religioso de importancia. ¿Podríais hacerlo por nosotros?

—Al menos podemos intentarlo —dijo Phil muy contento.


—Joder.

—No, no pasa nada —dijo Phil mientras nos alejábamos por el amplio pasillo bordeado de marcos con placas, discos, premios, cartas de agradecimiento y aprobación, ninguno de ellos míos—. Es una oferta, no un problema.

—Ahí dentro, no te estabas inventando nada, ¿verdad?

Phil sonrió.

—Claro que no, palurdo. —«Palurdo» era la palabrota más fuerte de Phil. Yo tenía la impresión de que la palabra había desaparecido de la Lista de Insultos Plausibles de la mayoría de la gente hacia principios de la década de los setenta—. Telefonearé a Última hora antes de pasarnos por el pub. —Me miró con el ceño fruncido cuando entramos en el ascensor—. No sabía que iba a entusiasmarte tanto.

No pensaba hablarle de mi idea. Mejor, por su propio bien, que no supiera nada.

—Sí, bueno. Me llaman Ken el Entusiasta.

—No.

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