CAPÍTULO 7

Maggie se paró frente al espejo del cuarto de baño e hizo un breve inventario. Su cabello era una maraña indescriptible; los ojos estaban irritados por falta de sueño; tenía las mejillas arrebatadas y, además… una tonta sonrisa plastificada en sus labios. “Deja de sonreír -se ordenó en silencio-. ¡Pareces una idiota!” Cinco minutos después, salió de la ducha, miró de soslayo el espejo empañado y levantó los ojos al cielo. Todavía estaba sonriendo.

– Van a enterarse -murmuró-. Todos van a enterarse. Y se va a enterar él.

Eso era lo peor. Hank Mallone iba a enterarse de que acababa de brindarle la mejor noche de su vida. Maggie no podía determinar exactamente por qué eso la fastidiaba tanto, pero se sentía como una gata lista para dar el zarpazo. Supuso que se trataba de una especie de mecanismo de defensa. Cuanto más se enamoraba de él, mayor era su estado de alerta. Extraño. Decididamente extraño, concluyó. Pasó el peine por entre los rizos colorados de su cabellera, se puso una camiseta y unos pantalones cortos de seda negros, se miró en el espejo por última vez. La sonrisa seguía plasmada allí.

Cuando Maggie entró en la cocina, Hank estaba colocando un nuevo panel de vidrio en la puerta. Levantó la vista de su trabajo y empezó a reírse al verla sonriente.

El calor le subió desde el cuello de la remera hasta encenderle las mejillas. Maravilloso. Para colmo se ruborizaba. Lanzó un gemido de frustración y extrajo un cartón de jugo de naranjas del refrigerador.

Elsie puso una bandeja con huevos revueltos sobre la mesa. Retrocedió unos pasos y miró detenidamente a Maggie.

– Vaya sonrisa la que tiene hoy. Vergüenza debería darles. Apenas se conocen. En mis tiempos, una no se exhibía por allí con esa sonrisa sino hasta que estaba casada de verdad.

– Es sólo una sonrisa, por el amor de Dios -gritó Maggie.

– Bueno, por lo menos al fin se decidió a hacer un poco de gimnasia -concluyó Elsie-. Creo que no hay que quitar méritos a las cosas.

Maggie miró de reojo a Hank, que estaba apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa en el semblante más tonta aún que la de ella. Maggie carraspeó y se concentró en sus huevos.

Elsie sirvió un panecillo a Maggie.

– Tengo que irme enseguida. Pedí un turno en la peluquería. Esta noche tengo una cita.

– Mmmm, parece serio -dijo Maggie-. Tenga cuidado. No vaya a ser cosa que una mañana de éstas se despierte sonriendo usted también.

– Para mí es diferente -respondió Elsie-. No puedo darme el lujo de esperar. Los hombres de mi edad se mueren como moscas -Se alisó el vestido y tomó su bolso, que estaba sobre la mesada de la cocina.

– Qué bonito bolso tiene. Grande -dijo Hank-. Parece pesado.

– No está mal -comentó Elsie-. Me ayuda a mantenerme en forma. Los jóvenes de hoy van a esos costosos centros deportivos, con esas máquinas tan raras. Yo me las arreglo cargando bolsos grandes. Tengo los brazos tan musculosos que dan envidia a más de una mujer.

Hank se sirvió una taza de café mientras escuchaba el Caddy de Elsie que se alejaba de la casa.

– Se me ocurre que sólo hay una cosa que puede hacerle tanto peso en el bolso.

Maggie hizo una mueca.

– Has corroborado sus referencias, ¿verdad? Me refiero a que esta mujer no tendrá antecedentes penales ni nada por el estilo, ¿cierto?

Bubba abrió la puerta de vidrio, que Hank terminaba de reparar.

– ¡Hola! -exclamó-. ¿Llego demasiado tarde para el desayuno?

Hank miró el reloj de la cocina.

– ¿Te quedaste dormido?

Bubba partió seis huevos y los puso en la sartén. Se sirvió una taza de café.

– Hoy es sábado. Fui a pescar. Ruben Smullen me dijo que en Goose Creek, debajo del puente de caballetes, había buen pique. Por eso me levanté temprano.

– ¿Has pescado algo?

– Unas cuantas truchas. Parecía que hacían fila para morder el anzuelo. Las guardé en una heladera portátil y la puse en la galería de atrás -Sacó algunas rebanadas de carne fría que habían quedado en el refrigerador y las agregó a la sartén. Cuando los huevos estuvieron cocidos a su gusto y la carne bien caliente, sirvió todo en un plato y lo cubrió con ketchup.

– Es un desayuno demasiado abundante -criticó Hank-. Hasta para ti.

– Oh, este pobre hombre tiene tantos problemas -se autocompadeció-. El destino me niega las gratificaciones esenciales de la vida y me desquito con la comida.

– ¿Te resulta?

– No.

– ¿Cuál es el problema?

– Peggy quiere casarse. Me ha dicho que no habrá más… bueno, tú sabes; que no habrá más hasta que no nos casemos. Y la culpa de todo esto es tuya. Tú eres el responsable. Es como una enfermedad. Una epidemia. Una peste. Desde que te casaste, todas las mujeres del pueblo y sus alrededores están a la pesca de un anillo de bodas.

– Puede que te guste la vida de casado -dijo Hank-. Tú y Peggy han sido novios durante años. Quizá ya sea hora de formalizar. ¿Sabes? La juventud comienza a abandonarte.

– Pero no los kilos -agregó Maggie, observándolo devorar sus huevos.

– No lo sé. La idea me da escalofríos -Miró a Hank-. ¿A ti te agrada la vida de casado?

– Sí.

Bubba miró entonces a Maggie y sonrió.

– A ti sí, se te nota que la vida de casada te sienta -Guiñó un ojo a Hank y se inclinó hacia él por encima de la mesa-. Hay sólo una cosa que provoque esa clase de sonrisas en el rostro de una mujer.

Maggie se metió un panecillo entero en la boca y empezó a masticarlo. Había aceptado quedarse allí durante seis meses. Ya habían pasado cinco días, de modo que aún quedaban ciento setenta y nueve. Ciento setenta y nueve desayunos con Bubba. Una perspectiva funesta. Tragó el panecillo y lo bajó con media taza de café.

– Debo irme a trabajar -dijo.

– Pero hoy es sábado -le recordó Hank-. ¿Por qué no trabajas hasta el mediodía y después nos vamos a pasear? Te llevaré a la cumbre del monte Mansfield en el funicular.

Bubba levantó la vista de su carne.

– No puedes. Le prometiste a Bill Grisbe que revisarías su Ford. Hank es un as de la mecánica -explicó Bubba a Maggie-. Y después tenemos una partida contra West Millerville.

– Softball -aclaró Hank-. Lo había olvidado. Bueno, tal vez podamos ir mañana al monte Mansfield.

– Pensé que mañana irías a Burlington conmigo -dijo Bubba-. Íbamos a ver el nuevo lagar que acaba de instalar Sam Inman.

– Oh, sí. Es un lagar estupendo -dijo a Maggie-. Es como el que yo quiero. Tiene una prensa de tela y rejilla hidráulica, de ochenta centímetros, con una unidad de alimentación sanitaria.

Maggie sintió que su sonrisa se desvanecía. Hank no tenía tiempo ni deseos de tener una esposa de verdad. Por eso se había alquilado una. Por Dios, qué estúpida había sido. Después de la noche maravillosa que habían compartido, ahora pasaba a ser un plato de segunda mesa. ¡El Ford de Bill Grisbe llevaba las de ganar! ¡Hombres! Cerró los ojos.

– ¡Por favor!, no dejarás plantado a Bill Grisbe, ¿no? -comentó ella con sarcasmo-. Y lo último que desearía en la vida es que el equipo de Softball prescinda de tú presencia.

– Oh, oh -dijo Bubba a Hank-. Creo que se ha enfadado. Apuesto a que debe de tener guardada la vieja cadena con la bocha de hierro, lista para sujetártela a los tobillos.

¿La vieja cadena con la bocha de hierro? Maggie sintió que un potente fuego ardía en su cuero cabelludo y que no podía contener su estallido.

– Escucha bien, señor Lard. Lo que yo sujete o deje de sujetar en los tobillos de mi marido es un asunto mío y tú no tienes por qué inmiscuirte. Y para tú mayor información, tus desayunos en esta casa están contados. Si para el miércoles no te has muerto por obstrucción arterial, tendrás que buscarte otro surtidor donde cargar combustible -Entrecerró los ojos y lo miró furiosa-. ¿Está clarito?

– ¡Qué manera de reaccionar! -dijo Bubba a Hank-. Debe de ser ese libro lo que la altera tanto.

Maggie cerró los ojos. Giró violentamente sobre sus talones y salió de la cocina meneando la cabeza y rezongando por el camino.

Hank sonrió con aire de satisfacción.

– Le gusto -dijo-. Se niega a compartirme.

– Es una ciclotímica… Por momentos es pura sonrisa, y al segundo te quiere arrancar los ojos con las uñas. Es muy inestable, Hank. Para mí que a esta mujer le falta un tornillo.

Maggie entró irritada en su estudio y se encerró allí con un portazo. No le faltaba ningún tornillo y tampoco era inestable. Estaba enojada; sobre todo consigo misma. Se había involucrado en esa situación plenamente consciente de lo que sucedería y ahora que las cosas resultaban como era de esperar, se angustiaba. Se arrojó sobre una silla y encendió la computadora. “Ignóralos -se aconsejó-. Concéntrate en tú trabajo. ¿A quién le importa un tonto paseo al monte Mansfield?”

¡A ella! Hacía cinco días que no salía de esa chacra y ya estaba enloqueciendo. Hizo sonar sus nudillos y miró por la ventana. Manzanos y manzanos hasta donde le alcanzaba la vista. Aburridos y estúpidos manzanos. Siempre estaban igual. En el estacionamiento de Riverside había por lo menos cierto movimiento; autos que entraban y salían; gente que sacaba la basura y, dos veces por semana, un enorme camión que pasaba a vaciar los tarros. Ahora, hasta eso le resultaba emocionante.

Con la vista fija en la pantalla de la computadora, releyó el último párrafo que había escrito. Después se golpeó la frente con un lápiz y apretó los labios.

– ¿Y ahora qué? -dijo-. ¿Y ahora qué?

No lo sabía. Había perdido la concentración. Hojeó el diario pero ya no tenía la inspiración. De modo que Kitty Toone se había convertido en propietaria de un prostíbulo para poder costear los gastos de alimentos de su bebé. ”Vaya negocio -pensó Maggie-. Todos tienen problemas. Mírenme a mí. Yo también tengo problemas.”

Para las dos de la tarde, había acomodado las gavetas con las medias y la ropa interior; había escrito una carta a su madre; se había depilado las piernas con el implemento de tortura destinado a ese fin; se había pasado dos manos de esmalte para uñas rojo fuerte y se había comido dos paquetes de papas fritas. Pero no había logrado escribir una sola letra en su computadora.

Estaba tendida en el piso, totalmente despatarrada, supuestamente, tratando de pensar, aunque en realidad se había quedado dormida, cuando oyó un auto que se detenía frente a la casa. Se dirigió a la ventana y vio que los padres de Hank bajaban del vehículo y se encaminaban hacia la entrada. Una visita inesperada de sus suegros. Probablemente habían venido a controlar si no se habría incendiado algo más de la casa ancestral. Maggie echó un rápido vistazo a su aspecto y llegó a la conclusión de que su estado era calamitoso; los shorts que tenía puestos eran comodísimos, pero también los más viejos de su vestuario. Y esa remera… tan descolorida. No se había vuelto a peinar desde el desayuno y tampoco recordaba dónde había dejado los zapatos. Pensó que tal vez pudiera esconderse en su alcoba. Quizás Elsie pudiera atender y decirles que Hank se había ido con Bubba a reparar el auto de un vecino. Entonces, a lo mejor sus suegros decidieran irse. Cuando sonó el timbre, oyó a Elsie dirigirse hacia la puerta y cruzó los dedos. A decir verdad, no quería enfrentarse con Harry Mallone.

Se oyó un murmullo de conversaciones en el vestíbulo y luego la voz de Elsie, que trepó estridente escaleras arriba:

– Maggie, son los Mallone. Han venido a saludar.

La muchacha protestó. Se pasó sin éxito la mano por el cabello a inspiró profundamente.

– Ahí va este cero a la izquierda -anunció, abriendo la puerta del estudio.

Horacio entró contento. Apoyó las patas delanteras en el pecho de Maggie y la saludó con un mojado lengüetazo en la cara. Cuando vio a Pompón sentada junto al teclado de la computadora, la saludó del mismo modo. Pompón reaccionó con una bofetada rápida como un relámpago, que dio en un costado de la cabeza del perro. Horacio aulló. Se paró con firmeza, los pelos se le erizaron y comenzó a ladrar al hocico de la gata.

¡Guau!

Pompón salió corriendo despavorida, con el perro a la zaga.

Maggie bajó las escaleras detrás de ellos, pero se detuvo en seco al llegar al vestíbulo. La gata se había prendido de la camisa del padre de Hank.

El rostro de Harry Mallone estaba carmesí; apretada su blanca y regular dentadura, ligeramente desorbitados los ojos…

– Esta casa es un manicomio -declaró-. ¡Detesto a los gatos!

Helen Mallone palmeó el brazo de su esposo.

– Sin embargo, cariño, creo que a esta gata le simpatizas -le dijo-. Recuerda tu presión sanguínea -Sonrió cordialmente a Maggie-. Salimos a pasear un rato en el auto y decidimos entrar a saludar.

Maggie desenganchó una por una las garras de la gata.

– ¡Lo siento mucho!

Elsie aún sostenía la puerta abierta.

– Nunca he visto nada igual. Esa gata salió volando por el aire para prenderse del pecho del viejo Harry. Debe de tener alguna cruza de ardilla. Voló de verdad.

La camioneta de Hank entró en la casa con su ruido característico hasta detenerse justo frente a la puerta. Él y Bubba se apearon y fueron al trote hasta la galería.

– ¿Qué sucede? -preguntó Hank.

– Sus padres han venido de visita y la gata bajó directamente del infierno para atacar a su padre -respondió Elsie.

– Esa gata es una asesina -protestó Harry Mallone-, una amenaza para la sociedad. Habría que encerrarla bajo siete llaves, ponerla a dormir y arrancarle las garras.

Maggie apretó al animal contra su pecho.

– ¡Antes tendrán que pasar por sobre mi cadáver!

Harry no miró con desdén tal posibilidad. Arqueó una ceja y gruño sugestivamente.

Hank besó a su madre en la mejilla.

– Es maravilloso verlos por aquí. Me encantaría quedarme a charlar con ustedes, pero ya estoy retrasado para el partido de Softball. Podrían venir a la cancha así me ven destruir a West Millerville.

– Sería fascinante -repuso Helen con dulzura-. Antes nos detendríamos un momento en lo del doctor Pritchard para que dé a tú padre una vacuna antitetánica y luego sí, podríamos ir a ver un rato el partido.

Hank sacó sus botines del guardarropa que estaba en el pasillo, revolvió el cabello de Maggie con gesto cariñoso y le besó la nariz.

– Nos veremos para cenar. No olvides el baile de esta noche.

Bubba se quedó boquiabierto.

– ¿Vas a llevarla a bailar al rancho? Si tú odias esas cosas.

– Yo también iré a ese baile -anunció Elsie-. Por lo que he oído, todo el mundo se dará cita allí. Todas las mujeres están en la peluquería.

– En el rancho se organizan dos bailes -explicó Bubba-. Uno para la inauguración y otro para el cierre de la feria del condado. El de esta noche es el de cierre, que siempre es el mejor de los dos. Allí se eligen el rey y la reina de la feria. Un año, Hank supuestamente iba a ser el que recibiera ese honor, pero jamás se presentó -Codeó a su amigo-. ¿Te acuerdas?

El padre de Hank meneó la cabeza.

– ¡Qué tremendo era! -se quejó su madre-. Pero ahora se ha corregido. Se casó con una muchacha encantadora y ya no tiene más esas ideas descabelladas. Gracias a Dios. Esto es un verdadero alivio para una madre.

Maggie se llevó el dedo a la ceja.

– ¿Te pasa algo, querida? -le preguntó Helen.

– A veces me late un poco. No es nada. El médico lo atribuye a un desorden nervioso, pero una no puede creer todas las cosas que dicen los médicos. Yo no soy nerviosa. En realidad, soy todo lo contrario. ¿No crees que soy muy tranquila, Hank?

– Te dije que a esta mujer le falta un tornillo -murmuró Bubba-. Será mejor que la vigiles, Hank. El viejo Bernie Grizzard empezó con un tic nervioso y ahora anda por allí hablando con los picaportes de las puertas.

Hank le rodeó los hombros con el brazo.

– Por supuesto que eres tranquila, Pastelito. Pero has estado trabajando demasiado. Tal vez tengas la vista cansada por fijarla tantas horas en la pantalla de la computadora.

– Trabaja día y noche -agregó Elsie dirigiéndose a los padres de Hank-. No es bueno que uno esté sentado tanto tiempo frente a un aparato de esos. Con razón está tan pálida y llena de tics.

Maggie se quedó pasmada. ¿De verdad estaba tan pálida y llena de tics? Tal vez tuvieran razón en eso de que había estado trabajando demasiado.

Hank le palmeó la cabeza.

– Pobre niñita. Tanto trabajo y tan poca diversión -Le obsequió una sonrisa seductora-. Lo solucionaremos esta noche, ¿te parece?

Hubo un destello de picardía en los ojos de Hank y Maggie supo que no le estaba destinada. Él sentía afecto por todas esas personas y se mostraba tolerante con ellas. Sabía encontrar el lado humorístico de las situaciones que para Maggie eran un agravio. Por eso le gustaba. Y también por la silenciosa confianza que le inspiraba. Sus ojos le aseguraron que no estaba pálida en absoluto, que su belleza superaba los límites de lo imaginable. Su sonrisa irradiaba una aterradora lascivia, produciendo un torrente de recuerdos inolvidables.

– Llegaremos tarde al partido -dijo Bubba-. Será mejor que nos vayamos.

Helen Mallone respondió a su marido, que le había tocado el codo.

– Nosotros también nos marchamos.

Maggie se despidió de los Mallone y se quedó observando a Hank mientras seguía a sus padres en su desteñida Ford. El sol había evaporado la humedad del camino de tierra y se levantó una nube de polvo marcando el avance de la camioneta. Maggie permaneció de pie en el porche, hasta que ambos vehículos se perdieron de vista y el polvo comenzó a asentarse. La excitación revoloteaba en su pecho como un pájaro. ¡Esa noche iría a bailar! ¡Con Hank! ¿Cómo había podido olvidarlo? Muy simple. Últimamente le fallaba bastante la memoria admitió. Por ejemplo, había olvidado que, en teoría al menos, debía descartar a Hank como partido matrimonial. De hecho, hacía muy poco que había decidido que ni siquiera podía considerarlo como material potable para entablar una amistad. Y ahora, allí estaba, al borde de la euforia sólo porque Hank la llevaría a bailar. Se llevó la mano a la boca y advirtió que la sonrisa había vuelto. No la sorprendía.

– La vida no es fácil -dijo a Pompón, al tiempo que la llevaba a la cocina para darle su alimento.

Elsie estaba un paso detrás de ellas.

– ¿Sabe? Si yo estuviera interesada en robarme esos diarios, vendría a la casa esta noche. No habrá nadie aquí y podrían llevárselos fácilmente. No los dejará tirados por ahí, ¿no?

– Los tengo debajo del colchón.

– Ése es lugar de aficionados. Tenemos que buscar un verdadero escondite para esos diarios, si queremos salir todos esta noche.

Maggie abrió una lata de atún para gatos.

– Supongo que tiene razón. No bien termine con la comida de Pompón, buscaré un sitio más apropiado. ¿Alguna sugerencia?

– Una vez leí una novela de suspenso en la que escondían unos diamantes en la heladera. Me pareció una estupidez, porque todos los hombres que he conocido en la vida, lo primero que hacen es abrir la heladera. Debería ponerlos en algo al que un hombre jamás se le ocurriría tocar. Por ejemplo, la cesta con la ropa para planchar. O tal vez pudiéramos improvisar un doble fondo en el balde del lampazo.

– El diario es demasiado grande como para ocultarlo en el doble fondo de un balde. En realidad, comprende siete libros -Apoyó el plato con la comida para gatos en el piso-. Supongo que también debo ocultar los discos flexibles de la computadora.

– Dígame la verdad -la instó Elsie-. ¿Realmente vale la pena robarse esos libros? ¿Su tía Kitty sabía algo que los demás ignoraban? ¿Hay algún secreto comercial en esos diarios?

– Creo que hay unos cuantos, pero no tan valiosos como para que alguien quiera robarlos. Si quiere, puede leerlos.

– ¿Sí? Tal vez los lea. Tengo tiempo libre esta tarde. Quizá dedique una o dos horas a mirarlos un poco. Luego buscaremos un escondite antes de irnos.

A las seis en punto, Elsie tuvo la cena lista sobre la mesa.

– No me interesa que no vengan a la mesa a aprovechar la comida que he preparado -dijo-. Si no quieren comer, que no coman. Pero aquí no hay privilegios. La cena se sirve a las seis y el que quiera comer, será mejor que llegue puntualmente. No me importa si se le rompió la camioneta o si un plato volador aterrizó en la cancha. No voy a servir la cena en distintos turnos.

Una hora después, Hank arrojó sus botines en la galería de atrás y se encaminó hacia la cocina.

– Mmmm, qué olorcito, Elsie. Seguramente ha preparado un buen guisado con galletas caseras. Sentí el aroma no bien bajé de la camioneta -Le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó afectuosamente-. Perdón por haber llegado tarde. Hubo entradas suplementarias en el partido.

Lo miró enfadada, con los ojos entrecerrados.

– ¿Ganó?

– Sí -Le sonrió ampliamente y sacó una pelota de béisbol de su bolsillo-. Y también le traje la pelota del partido como obsequio.

Elsie se guardó la pelota en el bolsillo del delantal.

– Tiene suerte de poder comprarme con tan poco. Por lo general, acostumbro a servir la cena una sola vez -Abrió la tapa de la cacerola que estaba sobre la hornalla y, tomando el cucharón, sirvió una ración de guiso sobre el plato. Le agregó unas galletas que había mantenido calientes en el horno-. Como postre, tiene pastel relleno en la heladera. Sírvaselo solo, porque yo tengo cosas que hacer.

Maggie aún estaba sentada a la mesa, dando vueltas con un vaso de café helado y su segunda porción de pastel.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó a Hank cuando se sentó frente a ella.

– ¿Hago qué?

– Meterte en el bolsillo a todas las mujeres. Si yo hubiera llegado una hora tarde, me habría tenido que conformar con unas tostadas secas como cena.

– No es cierto. Elsie te habría guardado algo de comida. Es como una gallina clueca; por fuera, puro aspaviento, pero por dentro tiene un corazón muy tierno -Untó una galleta con mantequilla-. Pero no estabas refiriéndote sólo a Elsie, ¿verdad?

– No. Me refería a toda una vida de envolver a las mujeres con palabras y tenerlas rendidas a tus pies. Incluso, tu madre y yo.

– No me había dado cuenta de que te tenía rendida a mis pies.

– Me resisto.

– ¿Esta conversación es seria?

– Lo suficiente -contestó Maggie.

– Entonces tenemos que encuadrar a todas esas mujeres en la categoría que les corresponde. Mi madre no cuenta. Las madres malcrían a sus hijos, por más traviesos que sean. Las muchachas que conocí durante mis épocas de estudiante secundario jamás caían rendidas a mis pies. Cuando regresé al pueblo, era el mal tipo que volvía a casa y por eso, todas las mujeres disponibles y muchas que ya no lo estaban querían corregirme para llevarse los laureles. Para ser franco, durante los últimos cinco años he permitido que me llevaran de la nariz, como si fuera el toro ganador del primer premio, porque era la actitud más fácil de asumir. Mis únicos compromisos eran en relación con mi empresa. Y las únicas promesas que he hecho fueron a mí mismo. He sido un buen compañero para unas cuantas mujeres que, por una razón a otra, no estaban listas para casarse -Terminó de comer su galleta y tomó otra-. Y por último quedas tú. Te sientes indefensa por haberte enamorado de mí.

– ¡No lo estoy!

– Por supuesto que sí. Es natural. Enamorarse es una experiencia que lo susceptibiliza -Vaya si lo sabía, pensó Hank. Maggie no tenía más que sonreírle para que él se derritiera como manteca al sol.

– ¿Y por qué crees que me he enamorado de ti?

– Porque tienes todos los síntomas. Me has cedido el turno para que me duchara primero esta mañana. Luego, te quedaste parada en el porche, mirándome cuando me iba, hasta que me perdí de vista. Y lo más importante… esa sonrisa.

– ¿Y te parece que basta como prueba irrefutable?

– Un hombre sabe de estas cosas.

Maggie lamió el último resto de crema que le había quedado en el tenedor.

– De acuerdo. Reconozco que he perdido la cabeza por ti. Pero no iré más lejos que eso.

– Con que resignada a poner el cuello en la horca, ¿eh?

Maggie quiso decirle que no tenía intenciones de dejarse ahorcar por un hombre que prefería chapucear con un viejo Ford en lugar de atenderla un poco a ella. Pero luego decidió que no era una comparación halagadora. Llevó su plato al fregadero y lo enjuagó. Eso le dio el tiempo suficiente para aplacarse y reprimir sus nervios.

– No me provoques -le pidió-. Quiero estar de buen humor para el baile de esta noche.

Una hora y media más tarde, Maggie estaba preocupada. Pensaba que se le había ido la mano en eso de estar de buen humor. Extraño en ella, se había quedado demasiado tiempo bajo la ducha, dejando que el agua caliente recorriera en una cascada la desnudez de su cuerpo mientras fantaseaba con bailar abrazada a Hank. Ahora se sentía de muy buen talante. Lo suficiente como para esmerarse en dar una imagen impactante. Puso especial cuidado en su cabello y en el maquillaje: un rubor suave, lápiz labial color damasco, un toque de sombra en los párpados y perfume en los puntos estratégicos. “Maggie, eres traviesa”, se dijo. Había escogido un vestido negro de punto, ajustado en el talle, que resaltaba la voluptuosidad de sus pechos, con una falda vaporosa y un fino cinturón. En su opinión, era el vestido más romántico que tenía. En cualquier otra mujer, podría haber resultado insulso por sus líneas clásicas y el cuello alto, pero a Maggie le sentaba de maravillas. La muchacha que se lo había vendido, se había quedado tan impresionada al vérselo puesto que la había elogiado sobremanera. A tía Kitty le habría encantado.

Maggie estaba dando vueltas ante el espejo de su cuarto, estudiando el movimiento de la falda, cuando Hank llamó a la puerta.

– ¿Maggie, estás viva? Han pasado horas desde que saliste de la ducha.

– Qué exagerado. Sólo han pasado cuarenta y cinco minutos -Le abrió la puerta y giró por última vez, buscando su aprobación-. ¿Qué opinas? ¿Qué te parece este vestido?

La atención de Hank se concentró en el contorno de los senos que se marcaban bajo de la trama del tejido.

– Lindo vestido -susurró mientras recorría con la mirada el cuerpo voluptuoso de la muchacha-. Pero no pienso exhibirte así en público.

Ella se sorprendió.

– Ni loco voy al baile contigo si te dejas puesto ese vestido.

– ¡Es mi favorito! -protestó.

– Es una amenaza para mi salud mental. Y mejor ni te cuento las ideas que se me están ocurriendo.

Maggie le dirigió una sonrisa felina, a la que Hank respondió arqueando las cejas.

– Maggie Toone Mallone, creo que estás gozando con la situación.

– Tonterías -le aseguró ella-. Eso sería perverso de mi parte -Luego se echó a reír tontamente. Por supuesto que lo gozaba. Jamás había conocido un poder semejante. Ni tanta excitación.

– Esas risitas pueden traerte muchos problemas, Maggie.

Maggie adoraba el modo en que Hank suavizaba la voz cada vez que sus ojos la miraban hambrientos. Pensó en el baile y, de pronto, le pareció aburrido en comparación con todas las actividades que tenía al alcance de su mano. Pensamiento peligroso el suyo.

Hank recorrió lentamente su brazo desnudo.

– Elsie ya se fue.

– Hmmm. ¿Significa que estamos solos?

Hank no le respondió, pero la miró con tanta intensidad que la muchacha sintió cómo crecía su pasión. En cuestión de segundos, el vestido cayó como una sombra negra a sus pies. Lo siguió el diminuto sostén de encaje rojo. Las manos de Hank temblaron al tocarle la cintura, pero sus labios permanecieron firmes. Firmes, calientes y voraces. La determinación de Maggie por mantenerlo a una distancia prudencial se desvaneció. La hizo retroceder hacia el interior del cuarto y cuando llegaron a la cama, él se había desvestido por completo.

– No creas que estoy jugando contigo, Maggie Toone Mallone. Éste es un acto de amor pleno, cabal -dijo-. De los que imponen compromiso -Con mucha suavidad, la tendió sobre la cama y la cubrió con su cuerpo.

– Espero que hagas de mí un hombre honesto.

– Creo que es demasiado tarde -murmuró Maggie.

– Estoy hablando de matrimonio, Maggie.

– ¿Matrimonio? Pensé que pretendías que te convirtiera en un hombre honesto.

– ¡Era sólo una forma de hablar!

Hank no dejaba de acariciar el cuerpo de Maggie, y ella se preguntaba por qué hablaría tanto cuando ese fuego ardía por sus venas.

– ¿Tenemos que discutirlo ahora?

Aunque Hank bien sabía que hablar de matrimonio en los momentos de pasión era jugar sucio, corrían tiempos difíciles. Y él estaba desesperado. Por lo tanto, se propuso perturbar a Maggie como nunca. Se movía lentamente, valiéndose de su cuerpo para ejercer presión, atormentándola con las yemas de los dedos y murmurándole palabras de amor hasta enloquecerla y dejarla jadeante. Maggie estaba al borde del abismo y él, de la insania. Tuvo que apretar los dientes para detener momentáneamente los avances de su propia pasión. Había dicho en serio lo del compromiso. No quería hacerle el amor a una esposa ficticia. Quería que Maggie fuera suya. Para siempre. De verdad.

– ¿Me amas, Maggie? -Tenía que averiguarlo; escucharlo de sus labios.

Pero todo lo que la joven pudo hacer fue pestañear. Quería decírselo, gritar su amor a los cuatro vientos. Sin embargo las palabras se le atascaron en el nudo de la garganta. Sólo atinó a asentir con la cabeza.

– ¿Te casarás conmigo, Maggie?

– ¿Casarnos de verdad? -Preguntó la muchacha.

Hank advirtió una chispa de duda en sus ojos, la sintió vacilar. La besó lenta y profundamente; deslizó sus labios por el cuello de ella, y la colmó de sensuales caricias. Maggie gimió y cerró los ojos. Hank repitió la pregunta.

– ¿Te casarás conmigo, Maggie?

– Sí.

¿Acaso no estaban casados ya? Vivían bajo el mismo techo, compartían la misma cama e intercambiaban sonrisas durante el desayuno. No era un simple papel, era un estado del corazón.

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