– Cuéntame sobre las manzanas -dijo Maggie, siguiendo el sendero-. Quiero conocer cómo funciona tú manzanar.
– Bien. Cultivo cinco variedades. El manzanar original era McIntosh pero yo he incorporado Paula Reds, Empire, Red Delicious y Northern Spy. Así pude extender la temporada de crecimiento y de paso, con la mezcla de variedades, lograr una sidra más interesante -Recogió una pequeña manzana verde-. Ésta es Northern Spy. Es el tipo de manzana que quiero emplear para hacer las tartas. Es muy buena para hornear, por su dureza. Madura a fines de temporada y se conserva bien -Arrojó la manzana hacia el camino y Horacio fue corriendo a recogerla.
“De modo que tiene que ponerse a prueba”, pensó Maggie. Ella experimentaba algo parecido. Su vida no compilaba éxitos estelares, precisamente. Apenas si había logrado graduarse, mantener su cargo de docente y conservar la cordura en un pueblo como Riverside. Era una de esas mujeres que ponía las sábanas en el secarropa porque sabía perfectamente que no perderían su blancura. Qué curioso que su camino y el de Hank se hubieran encontrado. Dos desubicados que apuntaban a lograr el primer éxito auténtico de su vida. ¿Y con qué medios? Hank quería fabricar tartas y ella estaba escribiendo un libro sobre la propietaria de un prostíbulo. Eran un desastre.
Caminaron hasta llegar a un arroyo.
– Goose Creek -anunció él-. Aquí terminan mis tierras. Cuando era niño, solía pasar mucho tiempo en Goose Creek, pescando o nadando. Si sigues la corriente, verás que desemboca en una laguna grande y profunda.
Maggie se detuvo en la orilla, tupida de hierbas, y contempló el agua. Los colores del suelo eran apagados. El cielo brillaba con la luz del atardecer y Goose Creek gorgoteaba al golpear contra las rocas. Maggie pensó que aquél sería un lugar ideal para un niño: Goose Creek, vacas, a hilera tras hilera de manzanos. Un verdadero sueño dorado. Cuando tía Kitty era una niña, había chacras como ésa en las afueras de Riverside. Ahora se habían convertido en centros de compras, carreteras y viviendas. Infinidad de viviendas. E infinidad de gente. La gente desbordaba de las casas, atestando carreteras y góndolas de supermercados. Maggie solía formar fila para ir al cine, para cobrar un cheque y hasta para comprar un poco de pan. Y ahora estaba allí -sólo ella, Hank y Goose Creek. Le parecía extraño. Todo lo que oía era el murmullo de Goose Creek y el mugido de una vaca a la distancia. Una vaca. Quién lo creería.
– Creo que estoy pasando por un fuerte impacto cultural -dijo a Hank.
– ¿Qué sucede? ¿No hay vacas en Riverside? -Se acercó a ella y le rodeó los hombros con el brazo. Cuando notó que se ponía tensa, apretó suavemente uno de ellos-. No te preocupes. Es sólo un gesto de amistad. He decidido no hacer más avances contigo hasta que no hayas cambiado de opinión con respecto a mí.
– ¡Vaya! Gracias.
– Ni siquiera voy a volver a pedirte que te cases conmigo por un tiempo. Después de todo, ¿quién querría casarse con el terror de Skogen?
Maggie advirtió cierta picardía en su voz que le llegó hasta lo más profundo de su ser. Meneó la cabeza y hasta sonrió con él. Hank tenía la capacidad de reírse de sí mismo. Eso era positivo. Además Maggie sospechaba que también sabía cómo manejar determinadas situaciones. Por lo tanto, ella tendría que andar con pie de plomo.
– Yo creo que debe de haber un gran número de mujeres en el pueblo que estarían más que felices de casarse contigo.
– Sí -contestó él-, pero sólo me quieren por mis manzanas.
Antes de que regresaran a la casa, el manzanar había quedado absolutamente inmerso en la oscuridad. Ni siquiera contaban con el apoyo de la luz de la luna. Por consiguiente, tuvieron que ir tanteando, lentamente, el camino de tierra que los conduciría a destino.
– ¿Estás seguro de que sabes por dónde vamos? -preguntó Maggie.
– Por supuesto que sé a dónde voy. No olvides que éste es mi manzanar.
– No hay osos por aquí, ¿verdad?
– Lo más parecido a un oso que tenemos aquí es Bubba y puedo asegurarte que es bastante inofensivo. Claro que si tienes miedo, puedes abrazarme. Yo te protegeré.
– Pensé que no harías más avances.
– Si mi respiración no se altera, no vale contarlo como un avance -A ciegas, buscó la mano de Maggie en la oscuridad-. Tú, dame la mano que yo me encargo de que llegues sana y salva a casa.
Ella le tendió la mano. No porque tuviera miedo sino porque a pesar de que su fama dejaba mucho que desear, Hank le gustaba terriblemente. Era un hombre divertido. Era un placer estar con él. Además, Maggie disfrutaba del refugio que le proporcionaba su mano. Le daba la sensación de que era el lugar ideal donde cobijar la suya. Como ya había comenzado a añorar todas aquellas cosas que solía detestar de Riverside, saber que al menos su mano estaba en el lugar correspondiente le servía de consuelo.
Llegaron a la cumbre de una colina y divisaron un puntito único de luz. Elsie había encendido la galería antes de salir con su galán. Hank condujo a Maggie en dirección al porche de la entrada y abrió la puerta de vidrio.
– Hemos olvidado echar la llave a la puerta -dijo Maggie-. Ni siquiera cerramos la de la calle.
– No recuerdo cuál fue la última vez que eché la llave a esta casa. Ni siquiera sé si tengo alguna.
– Dios mío. ¡Podría meterse cualquiera!
– Supongo que es cierto. Pero jamás ha sucedido. Salvo Bubba, claro. Y a él le importaría muy poco que la puerta estuviera cerrada con llave. Con un buen puntapié superaría el escollo.
– ¿No existe la delincuencia en Skogen?
Hank encendió la luz del vestíbulo.
– No, desde que prometí comportarme como es debido. Y eso fue hace bastante -Entró en la cocina y miró en la heladera-. Me apetece otro budín. ¿Y a ti?
Maggie extrajo dos cucharas del cajón de los cubiertos.
– Mmmm. Qué tentador -Se sentó a la mesa, frente a Hank, y hundió la cuchara en su postre-. ¿Qué clase de delitos cometías antes de enmendarte?
– Las cosas típicas de adolescentes. Tomé prestados un par de autos.
– ¿Prestados?
– Técnicamente, se diría que los robé. Pero pertenecían a mis padres. Y siempre tuve el buen tino de devolverlos con el tanque lleno.
– ¿Algo más?
– Bueno… algunas multas por exceso de velocidad y también me pescaron una o dos veces comprando cerveza con documentación falsa.
– Intuyo que te estás reservando algo jugoso para el final.
– Ah… También está eso del granero de Bucky Weaver, pero, en realidad, no fue mi culpa.
Maggie arqueó una ceja.
– ¿Tendré que comerme otro budín para escuchar el final de tus aventuras?
– Oh, no te hará daño.
Maggie sacó los dos últimos budines que quedaban en el refrigerador y convidó con uno a Hank.
– Era un factor fundamental para decidir si tenía que probarme para ingresar en el hockey profesional -dijo-. De hecho, tenía dos alternativas: el hockey o el ejército.
– Ajá.
Las mejillas de Hank se ruborizaron de golpe. En realidad, no le gustaba en absoluto la idea de contarle esas cosas, pero era preferible que Maggie se enterara por él y no por terceros. Toda su infancia había sido una lucha por ganarse su independencia. Mirada retrospectivamente, Hank consideraba que su niñez había sido una lucha por sobrevivir. En la rígida y esquemática existencia de su padre no hubo cabida para un niñito con la cara sucia de budín de chocolate. Su padre no tenía paciencia para con un pequeño de siete años que no podía colorear sus dibujos sin sobrepasar los límites de las figuras, ni para un adolescente de catorce que no sabía hacer el nudo de corbata Windsor a la perfección, ni para un muchacho de diecisiete a quien por fin prescribieron clases de lectura terapéutica después de descubrir, a esa altura de su vida, que padecía de dislexia. Cada vez que Hank no lograba cumplir con las pautas establecidas por su padre, las reglas y restricciones se ponían más severas. Y cuantas más reglas imponía su padre, más se rebelaba Hank a obedecerlas. Si bien no podía lograr su aprobación, de ese modo, al menos, atraía su atención. Después de unos años de andar a los tumbos dentro del ambiente del hockey, creció por fin, gracias a Dios. Ahora, era él quien imponía las pautas morales propias y las normas de conducta. La única aprobación que necesitaba era la de sí mismo. Hasta que apareció Maggie. Enamorarse, descubrió, implicaba un bagaje inédito de necesidades y responsabilidades.
Miró a Maggie, que seguía sentada frente a él, y suspiró.
– Una noche, cuando faltaba más o menos una semana para graduarme, convencí a Jenny, la hija de Bucky, de que se encontrase conmigo en el granero que quedaba detrás de su casa. Teníamos una caja con seis cervezas. Estábamos arriba y como no había luz, encendí el farol de querosén. Bucky, al ver la luz en el granero desde afuera, pensó que se le había metido un ladrón. No sé por qué habrá pensado que alguien querría meterse allí para robar, pues en el granero no había más que caca de palomas acumulada durante unos doce años. De todas maneras, tomó su rifle y disparó hacia el granero. Aquello se convirtió en un caos.
– ¿Alguien resultó herido?
Hank sonrió, mostrando todos los dientes.
– No, pero le dio justo al farol a incendió todo el granero.
Maggie se tapó la boca con la mano para no reírse a carcajadas.
– Debió de haber sido una tragedia -comentó finalmente.
Hank se sintió aliviado al ver que Maggie había sabido encontrar el tono humorístico en el relato. Por aquel entonces, no había sido nada gracioso. Todavía años después, cuando Hank regresó a Skogen, la chusma seguía repitiendo la historia de aquella vez en que Bucky Weaver había incendiado su granero.
– Eso marcó una vuelta de página en mi existencia -dijo Hank-. Tuve que marcharme de Skogen y eso fue lo mejor que me ha pasado en la vida.
– Pero después volviste.
Hank se encogió de hombros.
– Es mi hogar.
Maggie no estaba muy segura de sentir lo mismo respecto de Riverside. Si bien había nacido y se había criado allí, no podía aseverar que ese pueblo fuera realmente su hogar, aunque ocasionalmente se sintiera un tanto nostálgica.
– ¿Tu hogar no podría estar en alguna otra parte? ¿No existe ningún otro sitio en el que te gustaría vivir?
Hank se quedó mirando las cuatro budineras vacías. En realidad, no lo había analizado en profundidad. Por lo menos, desde hacía bastante tiempo. Su hogar siempre había sido la casa de su abuela, incluso cuando era sólo un niño. Allí había reído, había jugado y, también, había buscado refugio. Cuando Hank se instaló en la casa, después de la muerte de su abuela, se dio cuenta de que no era la casa en sí lo que él consideraba su hogar. Había sido su abuela. Y ahora Maggie le devolvía su carácter hogareño. El significado verdadero de la palabra iba de la mano de Maggie y por eso, Hank supuso que el hogar podría estar en cualquier parte del mundo. Se quedó perplejo al descubrir que ese sentimiento lo inspiraba una mujer a quien había conocido apenas una semana atrás.
– Supongo que cualquier lugar da lo mismo -respondió-, pero es muy difícil transportar casi cuarenta y cinco hectáreas de manzanos. ¿Cómo los empacaría?
El cuarto de Maggie se hallaba a oscuras. La ventana estaba abierta, pero no había brisa suficiente como para que agitara las cortinas; ni siquiera había salido la luna para que dibujara su trazo plateado sobre el piso de la habitación. Maggie se había despertado asustada, con el corazón latiéndole aceleradamente y la garganta hecha un nudo. Tenía miedo de abrir los ojos, de moverse; de que algún intruso advirtiera su angustiosa respiración. Trató de pensar, pero su mente parecía un callejón sin salida, anulada por el pánico. Había alguien en su alcoba. Lo presentía. Sabía que no estaba sola. Se oyó el crujido de la ropa y también, el de una madera del piso. Maggie abrió los ojos justo a tiempo para ver una sombra que se encaminaba hacia la puerta. Era un hombre. Lo primero que pensó fue que se trataba de Hank. “Ojalá que sea él”, imploró.
La sombra desapareció de prisa en la oscuridad del pasillo y Maggie oyó el gruñido de Horacio, grave a intimidante. El perro se desplazaba con andar sigiloso, persiguiendo al intruso. Maggie tenía la sensación de que toda la casa estaba conteniendo la respiración, hasta que por fin se desató la hecatombe cuando Horacio salió disparado como una flecha. El intruso bajó las escaleras estrepitosamente, a toda carrera; su única meta, eludir al perro.
Maggie se levantó. Corrió al pasillo y vio a Hank desaparecer tras Horacio. Desde el jardín de entrada, se oyó un grito espeluznante. Luego sonó la puerta de un auto cerrándose violentamente y el ruido de un vehículo que abandonaba la finca.
Maggie se reunió con Hank en el vestíbulo. Extendió su mano temblorosa para tocarlo, pero no descubrió más que su piel tibia que le ofrecía amparo. Hank sólo había atinado a ponerse a la ligera sus pantalones jeans. Ella, con su fino camisón de hilo, se arrojó contra su pecho y ante su propia desaprobación, se puso a llorar.
– ¡Estaba en mi cuarto! ¡Me desperté y lo vi moverse por la habitación! No sé qué estaba haciendo, ni cuánto tiempo estuvo allí… -Maggie balbucía, pero no podía evitarlo. Era la primera vez en su vida que se había sentido auténticamente presa del pánico. La primera vez que se había visto en peligro a indefensa. Ahora que todo había terminado, temblaba como una hoja. Apretó los dientes para que no castañetearan y presionó la frente contra el pecho de Hank. Estaba histérica, pensó… y odiaba semejante reacción. Irguió la espalda, se apartó de Hank a inspiró hondo repetidas veces-. Bueno-dijo-. Ya me siento mejor -Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano-. Pensarás que soy una idiota por haberme puesto a llorar como una niñita malcriada.
Hank volvió a atraerla hacia sí.
– Si hubiera sabido que por el miedo te lanzarías sobre mí de ese modo, anoche mismo habría contratado a alguien para que irrumpiera en tu alcoba -Le besó la cabeza y siguió la curvatura de su columna con las manos, disfrutando de la calidez de su piel a través del género delgado. La abrazó con más fuerza, hasta que la muchacha estuvo bien apretada contra él. Hank le había contestado una tontería, pero en realidad, no había tomado el episodio tan a la ligera. Estaba furioso porque alguien se había atrevido a violar su propiedad y horrorizado porque el intruso hubiera elegido el cuarto de Maggie.
Maggie apoyó la mano abierta sobre su pecho.
– El corazón te late a toda velocidad.
– Es por tu camisón.
Maggie le dio una bofetada en broma, pero él se mantuvo serio.
– Todavía no estoy dispuesto a soltarte -le dijo-. Si quieres que te sea totalmente franco, confieso que tal vez me haya asustado más que tú. Que un baboso se haya metido en tu habitación me revuelve el estómago -Hundió la cara en la cabellera rojiza de Maggie y se juró que no volvería a repetirse. No bien amaneciera, instalaría cerraduras en toda la casa. Además, dispuso que, a partir de esa noche, Horacio durmiera en el cuarto de Maggie.
Elsie se presentó en el vestíbulo refunfuñando. Llevaba unas pantuflas azules enormes, bastante deterioradas y un batón largo, también azul. Se le había parado la corta cabellera grisácea, formando enmarañados mechones electrizados.
– ¿Pero qué mierda pasa aquí? Parece que alguien hubiera estado arrojando pelotas de plomo por la escalera. Hay hombres gritando afuera, perros ladrando. Yo ya estoy vieja. Necesito dormir bien.
– Alguien irrumpió en la casa -explicó Maggie-. Estaba hurgando en mi cuarto y luego Horacio salió por la escalera corriendo tras él.
Elsie se quedó boquiabierta.
– Por todos los demonios -Entrecerró los ojos y apretó los labios-. Bueno, me gustaría pescarlo la próxima vez. A partir de hoy, estaré esperándolo. ¿Sabe? Yo sé cómo protegerme.
– ¿Dónde está Horacio? -preguntó Maggie-. ¿Se encuentra bien?
Hank miró hacia afuera, por la puerta abierta.
– La última vez que lo vi, iba persiguiendo un auto -Hank silbó entre dientes y Horacio vino brincando hasta la galería. Entró en la casa al trote y arrojó un trozo de género de algodón a los pies de Hank.
Elsie recogió el material rasgado.
– Ajá -dijo-. Esto es de un puño. Si yo fuera perro, le habría enterrado los dientes un poquito más arriba -Devolvió el trapo a Horacio y le palmeó la cabeza-. Buen perro. No eres un asesino, pero te defiendes bastante bien -Giró sobre sus pantuflonas azules y se encaminó hacia su cuarto-. Me vuelvo a la cama. Avísenme si vuelve a suceder algo emocionante.
Hank cerró la puerta principal y resopló por la cerradura. Era vieja ya y no tenía la llave. Temía que, si en algún momento lograba cerrarla, le resultaría imposible volver a abrirla.
– La repararé no bien abra la ferretería -dijo a Maggie-. ¿Tienes idea de qué estaba haciendo ese tipo en tu cuarto?
Maggie meneó la cabeza.
– Cuando alcancé a verlo, ya iba hacia la puerta.
Hank miró el reloj de péndulo que había en la pared del vestíbulo.
– Son las tres y media. ¿Por qué no subes a tu habitación? Mientras tanto, revisaré toda la casa para verificar si ha robado algo.
– Yo revisaré arriba.
Media hora después, estaban sentados uno junto al otro sobre el borde de la cama de Maggie. Llegaron a la conclusión de que nada había sido robado. El único cuarto en el que el intruso había estado era el de Maggie, donde había requisado los cajones de la cómoda, dejando un tremendo desorden.
– Esto no me cuadra -dijo Hank-. Tenías casi cincuenta dólares en billetes de a uno desparramados sobre la cómoda. Y los dejó. Tampoco se llevó tus aros de perlas, ni tu reloj ni tu grabadora. ¿Qué rayos estaba buscando, entonces?
Una idea tonta se cruzó por la mente de Maggie. Ridícula, a su juicio. “Me estoy poniendo paranoica”, pensó. Pero cuando miró a Hank, se dio cuenta de que a él se le había ocurrido lo mismo.
– No creerás que estaba buscando el diario, ¿no?
– Es difícil de creer. Estoy seguro de que muchos piensan que tiene un contenido bastante pesado, pero no me entra en la cabeza que alguien se meta en una casa sólo para apoderarse de un libro porno.
Maggie arqueó las cejas.
– De acuerdo. De acuerdo -dijo él-. Admito que yo también lo he pensado, pero debes reconocer que no tiene ningún sentido. No estamos hablando de la lámpara de Aladino, sino de un viejo diario. Conozco a todos los habitantes de Skogen y no creo que nadie desee ese diario lo suficiente como para arriesgarse a irrumpir en mi casa de ese modo.
– ¿Acaso son todos demasiado honestos?
– No. Pero todos los posibles candidatos son demasiado cómodos.
– Tal vez no sea ningún habitante de Skogen -aventuró Maggie-. Quizás, el rumor se haya corrido en todo el estado; en todo el país.
– Puede ser que alguien te haya seguido desde Nueva Jersey. Este asunto podría ponerse muy serio -concluyó Hank, echándose hacia atrás sobre la cama-. Será mejor que duerma aquí esta noche, para asegurarme de que estás bien protegida.
– Jamás te rindes, ¿eh?
– Ésta es una situación de emergencia.
Maggie lo vio despatarrado en su cama y tragó saliva. Era magnífico. Suave, bronceado, esbelto, con un vientre chato y una sedosa línea de vello castaño que desaparecía bajo sus pantalones de jean. Se había subido el cierre pero había omitido abrochar el botón. “Menos mal que no soy una de ésas que pierde la cabeza por una masa perfecta de piel y músculos”, pensó. Aunque, en realidad, debía admitir que el control se le estaba yendo de las manos. Pasar el resto de la noche con él tenía cierto atractivo. Un atractivo que no se relacionaba en lo más mínimo con su seguridad personal, pero que sí tenía mucho que ver con la imperiosa ráfaga que la envolvió ante su presencia. La necesidad de tocarlo era casi devastadora. Si Maggie no hubiera tenido tanta experiencia, habría cedido a su impulso. Sin embargo, consideró la cuestión con curiosidad y también con cierta sorpresa. Nunca había ansiado conocer a un hombre con tanto ahínco. Nunca había necesitado que la amaran. Se preguntaba si él sentiría lo mismo. Y al instante confirmó sus sospechas abruptamente… Hank era el maniático sexual de Skogen. Probablemente sentiría eso por cada mujer que conocía. La decepción la golpeó con la fuerza de una bofetada en plena cara. Entrecerró los ojos y frunció la nariz.
– Te doy treinta segundos para que te largues de mi cama, mujeriego indiscriminado.
Maggie advirtió que Hank abandonaba su expresión relajada y afectuosa, para asumir otra de dolor y sorpresa; después, de ira. Fue un golpe bajo, pensó ella, con desazón.
Se levantó y llamó a Horacio con un silbido. El perro entró trotando en el cuarto de Maggie y miró a su amo, expectante.
– Quédate aquí -le ordenó. Sin molestarse siquiera en volver la vista atrás, se retiró de la habitación con pasos gigantescos y dio un portazo detrás de sí.
Hank pensaba que Maggie había aprendido a conocer al hombre que realmente se ocultaba tras esa mala reputación. Había sido honesto con ella en todo momento. Giró sobre sus talones y regresó al cuarto de Maggie abriendo abruptamente la puerta.
– ¡Hay que tener agallas para tacharme de mujeriego indiscriminado! Desde que llegaste, mi comportamiento no ha dado lugar a reproches.
– ¡Sólo hace tres días que vivo en esta casa! -gritó ella-. ¿Pretendes impresionarme con sólo tres días de abstinencia? Y, según me han informado, has tenido ciertos encuentros furtivos por las noches y has incendiado graneros.
Hank sintió que la sangre acudía a su rostro en un incontenible torrente. Se marchó a su habitación hecho una furia y cerró la puerta con violencia.
Maggie se levantó de la cama como un resorte.
– ¡Y no vuelvas a meterte en mi habitación sin llamar! -vociferó. También ella cerró la puerta violentamente. Se arrojó sobre la cama y se tapó con el acolchado hasta el mentón. Refunfuñó durante un rato y se dio vuelta, acomodando la cabeza en la almohada-. ¡Hombres! -masculló-. ¡Puaj! -Siguió dando vueltas y vueltas, hasta que las cobijas quedaron completamente enmarañadas. Se levantó, rehizo la cama y con más serenidad, se volvió a acostar. Tenía calor. Estaba cansada y arrepentida. No debía haberle refregado en la nariz lo del granero incendiado-. ¿Por qué seré tan testaruda? -preguntó. Una lágrima rodó por su mejilla. Quería que Hank la amara. Sólo a ella. No quería ser otra más de su colección; una conquista como cualquier otra. Pretendía ser especial, en lugar de pasar a engrosar la lista de sus otras novias y correr idéntico destino. No deseaba ser una admiradora de Hank Mallone.
Elsie golpeó ruidosamente sobre la mesa los recipientes con cereal.
– El que no coma esto aunque no le guste, cenará hígado esta noche.
Hank hacía bulla con su periódico y Maggie tamborileaba la cuchara contra su taza de café.
– Me enferman esos golpecitos con la cuchara -protestó Elsie-. Hoy me levanté terriblemente fastidiosa. Casi no pegué un ojo en toda la noche. Bastante con que hayamos tenido que soportar a un loco que se metiera a revolver la casa como para tener que aguantarlos a ustedes dos después, con una batalla de gritos y portazos. Descansaba más cuando vivía en el instituto geriátrico. Lo máximo que una escuchaba era el ruido de alguna taza de noche que se cayera. Ah, y aquella vez en que Helen Grote pisó la cola del gato con su bastón -El recuerdo la hizo sonreír-. Eso fue algo especial.
Hank dobló el periódico y lo colocó sobre la mesa, junto a su bol con avena. Miró furioso a Maggie durante breves segundos y luego empapó sus cereales con leche.
Maggie lo miró de la misma manera. Bien. Si Hank se empecinaba en su conducta infantil y quería guerra, guerra tendría. Por ella, no había problema, pensó. Podía seguir enojada indefinidamente. Después de todo, era la mujer más cabeza dura de Riverside. Podía enseñar a Hank un par de cosas. El único problema era que no quería seguir enfadada. Quería acurrucarse contra Hank mientras comía sus cereales, rodearle el cuello con los brazos y besarle la coronilla de la cabeza. Tenía el cabello recién lavado, brillante, tentador al beso. Su mejilla ofrecía la misma invitación. Y su boca… Maggie suspiró ante la sola idea de poder besarlo en la boca.
El suspiro le hizo levantar la vista de su bol. Miró a Maggie pero no le dijo nada. Parecía molesto.
– Disculpa -gruñó ella entre dientes-. ¿Mi suspiro te ha molestado?
– No seas tan vanidosa. Necesitas mucho más que un suspiro para que repare en tu presencia.
Elsie soltó un gruñido de desaprobación y plantó una bandeja con torrijas sobre la mesa.
– ¿Se puede saber por qué cuernos están tan alterados ustedes dos? Este es el matrimonio falso más realista que he visto en toda mi vida. Si deciden casarse de verdad, un poco nada más, tendrán que divorciarse.
Se abrió la puerta trasera y entró Bubba.
– Por el olor, sabía que había torrijas.
Elsie se paró con las manos en las caderas.
– ¿Cuántas piensa comer?
– Con una estará bien -le contestó Bubba-. No se moleste.
Elsie sacó más huevos de la heladera.
– ¿Usted no tiene casa? -preguntó-. ¿Por qué no se ha casado?
– Porque no soy de los que se casan -respondió Bubba-. Además, no estaría bien atarme a una sola mujer. No sería justo para todas las otras muchachas que mueren por obtener mis atenciones.
Maggie se escondió detrás de su mitad de periódico e hizo un gesto burlón.
– Es especialmente crítico que yo mantenga mi soltería ahora que han sacado de circulación a Hank -dijo Bubba-. Alguien tiene que hacer el trabajo duro -Meneó la cabeza-. Todas esas mujeres, con el corazón destrozado… -Suspiró y vertió abundante almíbar sobre cuatro torrijas-. Esto casi me ha agotado.
Hank sonrió mostrando todos los dientes.
– Bubba ha noviado con la misma chica desde que estábamos en la escuela secundaria. Si sólo se atreviera a mirar a otra mujer, ella le clavaría los zapatos al suelo y lo castraría con un cuchillo para cortar pan.
– Ay, hombre -se quejó Bubba-, siempre me echas tierra encima.
Maggie consideraba a Bubba la contrapartida del Dulce Ben. Y tal vez hasta podría ser casi tan inteligente como él, pensó. Se sintió mal consigo misma por ser sarcástica con Bubba, pero no podía evitarlo. Bubba la fastidiaba.
Bubba se llevó una torrija a la boca, con el tenedor.
– Qué bueno está esto -dijo-. Sería capaz de contemplar seriamente la idea de casarme si consiguiera una mujer que cocine así -Miró a Elsie con expresión interrogante.
– Olvídelo -respondió ella-. Soy demasiado vieja para usted. Además, ni loca cocinaría cosas tan elaboradas si no fuera a cambio de un sueldo.
– Qué pena -dijo Bubba-. Peggy siempre insiste en que empiece una dieta. Para el desayuno me prepara media taza de esas cositas insignificantes, bañadas en leche descremada. Se pierden como pulgas en una piscina.
– Tal vez no le viniera mal rebajar unos cuantos kilos -recomendó Elsie, mientras lo miraba engullir su torrija.
Bubba se miró.
– El problema es que estoy todo el día sentado en una cargadora. No puedo hacer ejercicios físicos.
– Bubba tiene una retroexcavadora y una cargadora frontal -explicó Hank-. Se dedica a la construcción. Esta semana trabajará en mis campos, en la planta embotelladora.
Bubba bebió un sorbo de café.
– ¿Y bien? ¿Cómo va ese libro? -preguntó a Maggie-. He estado hablando con Elmo Feeley, en el almacén y me contó que esa historia está repleta de sexo y ya has hecho contactos para que se filme una película basada en ella.
A Maggie se le resbaló el tenedor de la mano y cayó estruendosamente sobre su plato. Tenía la boca abierta, aunque no pudo articular palabra. Y aunque hubiera podido hacerlo, no habría sabido qué decir.
Hank apoyó la taza de café sobre la mesa y miró a Maggie. Luego, a Bubba. Era la primera vez que alguien dejaba muda a Maggie y lo saboreó. Había sido la primera en pensar lo peor de él, recordó Hank. Ahora él tenía interés en ver cómo manejaba su presunta esposa una situación de falsa notoriedad que la involucraba.
– Sí ratificó Hank -sonriendo a Bubba-. Mi Caramelito se hará rica -Se acercó más a su amigo y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Por eso me he casado con ella, ¿sabes? Porque necesitaba el dinero para el lagar y para el equipo de pastelería.
Maggie inspiró profundamente y entrecerró los ojos. ¡Otra vez lo mismo!
– ¿Es verdad que el libro está repleto de sexo? -preguntó Bubba.
– Son de no creer, las cosas que han escrito en ese diario -dijo Hank-. Durante estas tres últimas noches, Maggie y yo lo hemos leído página por página y he descubierto que hay cosas con las que jamás habría fantaseado. Hemos puesto en práctica cada una de ellas, para asegurarnos de que son humanamente posibles. Maggie jamás incluiría en su libro algo que no haya experimentado personalmente. Ya sabes, es como probar la comida antes de escribir un libro de recetas culinarias.
Bubba rió con carcajadas entrecortadas y golpeó a Hank en el brazo.
– Qué cochino eres.
Elsie golpeó a Hank en la cabeza con su cuchara de madera.
– Dios te va a castigar por eso -Se mordió el labio para no reírse a carcajadas y enseguida se volvió en dirección a la cocina.
Maggie seguía boquiabierta, asida a la mesa. Tenía los nudillos blancos y los ojos destellantes y pequeños.
– Deberías tomarte con calma todo eso del diario, por un tiempo al menos -murmuró Bubba a Hank-. Parece que se ha puesto un tanto nerviosa. ¿Me entiendes?
– Así es siempre -contestó Hank-. Hambrienta. Con sólo mencionar el diario se convierte en una bestia. Sólo está tratando de dominarse. Por eso se agarra así de la mesa. Se resiste a arrancarme la ropa mientras desayunamos.
– ¡Caracoles! -exclamó Bubba-. ¿Te encuentras bien? Me refiero a que esta mujer no estará lastimándote ni nada por el estilo, ¿verdad?
Hank terminó su café y guiñó un ojo a Bubba.
– Puedo controlarla.
Bubba se rió y volvió a golpearle el brazo.
Hank se levantó. Besó a Maggie en la cabeza y le oprimió suavemente los hombros.
– Sé que estás desesperada, pero ahora debo irme a trabajar, Buñuelito. Tal vez hayas descubierto nuevas técnicas para cuando vuelva a almorzar.
– Yo… te… -comenzó ella. Tomó un frasco de frutillas en conserva y lo arrojó hacia la puerta, pero Hank y Bubba ya habían desaparecido por la galería trasera de la casa. El frasco atravesó el vidrio de la puerta y se estrelló contra unos cajones de manzanas vacíos.
– ¿Has oído eso? Sonó ha roto -dijo Bubba.
– No te preocupes -respondió Hank-. A veces se pone violenta cuando la dejo sola.
– Está loca por ti, ¿eh?