CAPÍTULO 2

Llovía cuando Maggie y Hank llegaron a la frontera del estado de Vermont, a las cuatro de la tarde. Dos horas después, Hank abandonó la carretera principal que en excelentes condiciones viales corría de norte a sur, para tomar un camino secundario. Éste se estrechó casi de inmediato, abriendo un sinuoso paso en torno al pie de las colinas y atravesando el corazón de pequeños poblados y parques nacionales. El agua se escurría a los costados del camino, desprovisto totalmente de vallados protectores, mientras la lluvia descendía en desprolijos remolinos por el parabrisas de la vieja camioneta roja. Con el rabillo del ojo, Maggie espiaba ansiosamente por las empañadas ventanillas, tratando de asimilar cuanto pudiera del panorama que Vermont le ofrecía. No Importaba que lloviera a baldes; ni que el cielo apareciera como una implacable coraza de plomo; ni que las vacas, reunidas en pequeñas manadas, hubieran convertido las pasturas en un viscoso lodazal. Desde su óptica, todo era nuevo y maravilloso. Allí no existía la Fábrica de Abrigos Markowitz, ni las casas de ladrillos con celosías, ni los ojos chismosos pasmados entre cortinas semiabiertas, como testigos de la nueva locura de Maggie Toone.

– ¿Falta macho? -gritó ella, tratando de tapar el bullicio del motor y el incesante tamborileo de la lluvia sobre el techo del vehículo.

– Siguiendo tres kilómetros más por este mismo camino, llegaremos a Skogen. De allí, son sólo unos cinco kilómetros más.

De pronto se toparon con un pozo en el camino y el barquinazo lanzó a Maggie contra el tablero.

– Creo que necesita amortiguadores nuevos.

– Hace un año que los necesito.

– ¿Y no le parece que el motor hace un ruido raro?

– Son las válvulas -explicó él-. Están gastadas.

– Debí haber traído mi auto.

– Ya hemos discutido ese tema detenidamente. Usted tiene un auto deportivo. Nadie va a creer que me ha convertido en un modelo de virtud y en un trabajador ejemplar si la ven corriendo como un cohete en ese despampanante juguetito rojo.

A los lados del camino, las casas iban apareciendo con creciente regularidad. No bien pasaron junto a un horrendo edificio amarillo con un cartel que decía Escuela Primaria de Skogen, llegaron a Main Street, la calle principal, con sus espaciosas casas de blancos techos de madera y prolijos jardines. Era un típico pueblo de Nueva Inglaterra, donde dominaba la Iglesia Presbiteriana de Skogen, con su capitel blanco lanzado hacia el firmamento a través de la espesura de la lluvia. La tienda de ramos generales de Mamá Irma se hallaba a la derecha, semioculta entre dos surtidores de gasolina y un cartel que publicitaba carnada viva y pasteles frescos. A continuación aparecieron la inmobiliaria Keene, la peluquería de Betty, el bar de Skogen y el Primer Banco Nacional y Fiduciario de Skogen. En eso consistía todo el pueblo. El distrito comercial terminó poco después, a medida que la camioneta roja seguía su rumbo. El terreno se presentó más ondulante y comenzaron a asomar los primeros manzanos.

Hank tomó por un sendero privado que conducía hacia el manzanar.

– Desde aquí no podrá ver la casa porque está construida en un bajo. Pero se encuentra justo detrás de esta colina que tenemos frente a nosotros.

Maggie se inclinó hacia adelante y desempañó el parabrisas con la palma de una mano. Echó un vistazo a través del húmedo círculo que había despejado y soltó una exclamación de aprobación cuando la gigantesca residencia blanca apareció ante sus ojos. Era tal como la había imaginado: techo de pizarra gris, resbaladizo por el agua de lluvia, dos pisos de maderamen, con muchas ventanas y una amplia galería que se extendía alrededor de toda la casa. Allí dormía un perro grande, negro. Cuando oyó que la camioneta ingresaba en la propiedad, levantó la cabeza. Maggie advirtió que su espesa cola iniciaba un rítmico golpeteo sobre el piso de madera de la galería.

– Ése es Horacio -explicó Hank-. ¡Vaya, qué alegría volver a casa!

Maggie apretó con más firmeza la jaula plástica que tenía apoyada sobre la falda, en la que transportaba a su gata.

– No me había hablado de Horacio.

– Somos compinches. Hacemos todo juntos.

– No cazará gatos, ¿verdad?

– No, que yo sepa -Había aterrado a más de un conejo, pensó Hank. Y una vez, hasta llegó a atrapar una ardilla. Pero a su entender, Horacio jamás se había interesado por los gatos.

– Pompón siempre ha sido una gata de departamento -dijo Maggie-. Nunca ha visto un perro. Realmente, es un dulce.

De reojo, Hank echó un rápido vistazo a la jaula plástica que contenía al animal. Pompón, la gata de departamento, maullaba con unos gemidos tan sobrenaturales que los pelos de la nuca se le erizaron.

– Parece… molesta.

– No te preocupes -dijo Maggie, hablando con la jaula-. Te sacaremos de aquí enseguida. Te llevaré a la casa y te abriré una deliciosa lata de alimento para gatos.

Cuando Hank detuvo la camioneta, Horacio movía la cola con tanto júbilo que todo su cuerpo se sacudía. Hank abrió la puerta y el animal salió disparado a toda velocidad. Corrió hacia Hank y le plantó sus fuertes manazas sobre el pecho. Ambos cayeron al barro, con un chapoteo sordo y un improperio irreproducible.

Maggie los miró y preguntó-: ¿Se encuentra bien?

– Sí -contestó Hank. Estaba completamente desparramado en el suelo, boca arriba, con la espalda enterrada unos quince centímetros en el lodo. Horacio seguía parado sobre su pecho-. Estoy hecho una preciosura.

Maggie trató de salir con alguna ocurrencia positiva.

– Sin duda Horacio parece muy contento de volver a verlo.

“Y esto no es nada -pensó Hank-. Espera a que descubra a tú Pompón.”

– ¿Puedo ayudar en algo?

La lluvia se había intensificado, de modo que Maggie tuvo que gritar para que la oyera. Hank estaba empapado hasta los huesos y el agua mugrienta, chocolatosa, le ensopaba las piernas de los pantalones.

Ésa debía ser una de las peores ideas que jamás había tenido, pensó Hank. ¿Podría llegar a ahogarse si se acostaba en el charco boca abajo?, se preguntó. Por el momento, le pareció la alternativa más atractiva. Miró a Horacio y experimentó cierto alivio. Por lo menos su perro lo creía un ser maravilloso. Lo que Maggie Toone estaba pensando de él escapaba a su imaginación. Decididamente, ése no era uno de sus momentos gloriosos.

– ¿Por qué no entra con Pompón? Yo iré luego. La puerta debe estar abierta.

Maggie asintió y descendió de la camioneta, apretando la jaula del animal. Corrió lo más rápido que pudo, pero, de todas maneras, al llegar al porche estaba empapada. Las gotas de lluvia le caían desde la punta de la nariz y desde los rizos rojizos de su cabellera. Se quitó los zapatos y entró en el vestíbulo.

– Hola -llamó, esperando encontrar a la mucama prometida. Pero la casa estaba oscura y solitaria. Sintió un repentino temor. ¿Y si no había ninguna mucama? ¿Si todo aquello no hubiera sido más que una trampa para una mujer sola? Vaya ridiculez, se dijo. La agencia de empleos había investigado a fondo los antecedentes de Hank Mallone. Había exigido un depósito de seis meses de sueldo y se aseguraron de que el hombre no tenía antecedentes penales. Hank Mallone era exactamente la persona que aparentaba ser, se dijo, tratando de convencerse, aunque no estaba segura de que lograra serenarse.

Hank permaneció un rato al pie de la escalinata de la galería para que la lluvia lavara lo grueso del lodo que se le había quedado adherido. Luego buscó refugio bajo el techo del porche, se escurrió el agua de la cara y se sacudió como un perro. Miró a Maggie por la puerta de vidrio. No había sido una buena bienvenida, pensó. La muchacha tenía los ojos desorbitados y sus labios apretados denotaban una expresión de angustia. Hank no podía culparla si sentía temor y comenzaba a arrepentirse de haber aceptado la propuesta. Él debía parecerle una bestia, un degenerado.

– No se preocupe -le dijo-. No soy tan estúpido como parezco. No podría serlo jamás.

– No estoy preocupada -contestó ella, tratando de mantener firme el tono de su voz-. En realidad, tengo muchas agallas. Una vez recogí una serpiente con un palo.

Hank sintió que una sonrisa nacía en su estómago y se expresaba ampliamente a nivel de los labios. Qué linda se ponía cuando trataba de mostrarse valiente.

– Esto es diferente -dijo él, agitando las cejas-. Es una cuestión de relación hombre mujer. Probablemente le preocupe el hecho de encontrarse aquí, sola, con un sujeto tan inepto.

Maggie soltó una risita tonta. Por lo general, no tenía por costumbre reírse así, pero la carcajada surgió espontáneamente, consecuencia de su alivio y gratitud.

– Gracias. Supongo que necesitaba consuelo.

Inadvertidamente, los ojos de Hank se posaron en la camisa mojada de Maggie, perfectamente adherida a sus senos altos y voluptuosos. Una expresión de dolor embargó su rostro.

– Bien. Ahora usted puede consolarme a mí. No soy ningún pervertido sexual, ¿no? -Porque así era como exactamente se sentía. Tenía barro en las orejas, los calzoncillos hechos sopa y sus zapatos chapoteaban cada vez que daba un paso. Sólo un degenerado podría excitarse en semejantes circunstancias, pensó. Y la camisa mojada de Maggie no fue la única culpable; también sus pestañas, que, mojadas, parecían espigadas y la fragancia de su champú, revitalizada por la lluvia-. Qué situación extraña -comentó-. Es la primera vez que aparento estar casado.

Se encontraba tan cerca, que ella podía percibir el calor de su cuerpo a pesar de que la lluvia le había mojado la ropa. Su proximidad le produjo la misma embriaguez que una botella de whisky en un estómago vacío. El fuego corría por sus venas. Retrocedió un paso, obedeciendo a un silencioso reproche que le recordaba que ya no era una adolescente como para dejarse impresionar de ese modo. “Las mujeres modernas e inteligentes no se babosean ni se derriten como manteca al sol sólo porque un hombre atractivo invade el espacio físico que corresponde a los dos”, pensó. Palmeó la mano de Hank en un gesto maternal y se esforzó por dar al momento la perspectiva correspondiente.

– No es nada importante. Se trata de un matrimonio postizo. Algo temporáneo. Sólo me quedaré aquí durante seis meses.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué sucederá si se crea cierta dependencia conmigo? Supuestamente, la estadía de Horacio en esta casa también fue temporaria. Mamá Irma me preguntó si podía tenerlo en casa unos días, hasta que le encontrara un nuevo hogar. Eso fue hace tres años -Acarició la satinada cabeza del perro-. Ahora, se enloquece cada vez que me ve. No me lo puedo despegar de los talones. Me sigue a dondequiera que vaya -Se inclinó un poco más en dirección a Maggie. Las comisuras de sus labios se elevaron en una simpática sonrisa-. Es capaz de cualquier cosa para que uno le rasque las orejas. ¡De cualquier cosa! ¿Sabe? Lo mismo podría pasarle a usted.

No había duda de que ese hombre tenía facilidad de recuperación, pensó Maggie. En un momento estaba tendido de espaldas en el lodo y al minuto siguiente, hasta se daba el gusto de tomarle el pelo.

– Trataré de controlarme -le aseguró Maggie-. Si de pronto, llegara a descubrir que me urge la necesidad de que me rasque las orejas, juro que me encerraré en mi cuarto -Valientes palabras para una mujer que ya se sentía más que atraída por Hank Mallone. Valientes palabras para una mujer a quien ya le costaba demasiado controlar los latidos de su corazón sólo porque él había avanzado otro paso y le sonreía. Maggie permaneció de pie, absolutamente inmóvil, preguntándose si Hank iba a besarla. Seis meses podían significar una eternidad si la relación se tornaba difícil. Y los antecedentes de Hank no eran para nada alentadores. En su pasado abundaban las mujeres usadas y abandonadas. Un estruendoso zumbido, que provenía de la puerta abierta, interrumpió sus cavilaciones.

Horacio levantó las orejas abruptamente y Hank se volvió para mirar hacia afuera.

– Parece un auto.

– Pues, si lo es, suena muy diferente de todos los demás -contestó Maggie.

El ruido era grave y gutural, de algún motor potente, atragantándose con gasolina a través de dobles carburadores. Su último aliento de vida resonaba en un sistema de escape de al menos treinta años de antigüedad. Se trataba de un Cadillac 1957, que estacionó justo detrás de la camioneta de Hank.

– Parece una dama un poco mayor -informó Maggie.

Hank sonrió al ver el Cadillac y a la mujer de cabellos canos que estaba tras el volante.

– No se trata de ninguna dama. Es mi mucama, Elsie Hawkins.

La mujer bajó de un salto de su Cadillac y aterrizó en medio del agua, que le llegaba hasta los tobillos. Sus exabruptos se oyeron hasta dentro de la casa y Maggie se echó a reír a carcajadas.

– Está acertado. De dama, no tiene nada.

Elsie llevaba un paraguas en una mano y en la otra, una bolsa con provisiones, bien apretada contra el pecho.

– Siempre la misma historia -dijo-. Cada vez que uno se queda sin nada en la casa, llueven enanos de cabeza -Miró a Hank y meneó la cabeza-. Qué aspecto espantoso tiene. Parece como si se hubiera revolcado en el potrero de las vacas.

– Un pequeño percance -explicó Hank-. La señorita es Maggie Toone. La he alquilado como esposa.

Elsie soltó una expresión de disgusto.

– Es la idea más tonta que jamás escuché en mi vida.

Hank desató los cordones de su calzado deportivo.

– Estoy de acuerdo, pero necesito que el banco me otorgue el crédito.

– Ya le he dicho que en esto hay más de lo que se ve a simple vista -declaró Elsie-. Cualquiera puede darse cuenta de que su empresa es un buen negocio. Para mí, en ese banco hay gato encerrado.

– Simplemente, se manejan con cautela -Hank se quitó los calcetines y tomó la bolsa que Elsie tenía en la mano-. Yo no he llevado una vida ejemplar, según los parámetros de los habitantes de Skogen.

– A mí no me parece que haya sido tan mala -replicó Elsie, siguiéndolo hasta la cocina-. Por la forma en que habla, cualquiera creería que en los últimos cinco años se ha dedicado a administrar esos antros de perdición que hay por allí.

La cocina era muy amplia y antigua, con alacenas de roble y una enorme mesa de grandes patas talladas a modo de garras exactamente en el medio del recinto. El amueblamiento armonizaba a la perfección, aunque por cierto tenía ya unos cuantos años. La cocina en sí daba una sensación muy acogedora, de manera que a Maggie no le resultó difícil imaginar las generaciones de Mallones comiendo alrededor de esa colosal mesa redonda. El ambiente inspiraba imágenes de niños robando crema de los pasteles, de madres y abuelas trabajando hombro a hombro para preparar los banquetes de las fiestas.

– En el refrigerador tengo ensalada de papas y pollo frito -anunció Elsie-. Pueden servirse solos. Yo voy a quitarme estos zapatos.

– Y bien, ¿qué prefiere? -preguntó Hank a Maggie-. ¿Pollo frito o un buen baño caliente y ropa seca?

– Ni dudarlo. Estoy congelada. Por el momento, una ducha caliente me resulta más atractiva.

– Mientras la acompaño hasta su cuarto, la llevaré a recorrer la casa. Abajo tenemos la sala de estar, el comedor, el tocador y la cocina. A la casa original se le ha hecho una extensión: un ala para parientes políticos. Se edificó cuando mi abuela vino a vivir aquí a la muerte de mi abuelo Sheridan. Ahora la he asignado a Elsie -Hank esquivó los charcos de agua que había en el piso y la condujo hacia las escaleras-. Arriba hay cuatro habitaciones. Yo ocupo la principal y he convertido otra de ellas en mi escritorio. De manera que a usted le quedan las dos habitaciones restantes. Si lo desea, puede sacar una de las camas a instalar un escritorio para su computadora.

La llevó a la mayor de las dos alcobas. Sus miradas se encontraron y durante un instante permanecieron fijas una en la otra. Hank sentía necesidad de encoger los dedos de los pies. Maggie poseía una energía revitalizante. Era una joven fresca, graciosa y condescendiente. Gracias a Dios por esa última cualidad, pues Hank sospechaba que en los próximos meses cometería muchas faltas que probablemente requerirían del espíritu benevolente de Maggie.

– El cuarto de baño está al final del pasillo. Avíseme si necesita ayuda -”Y será mejor que cierres la puerta con llave”, agregó para sus adentros, porque en ese momento no había otra cosa que deseara más que enjabonarle la espalda. Quería abrigarla, relajarla, y que su piel estuviera resbaladiza… lo suficiente como para recorrerla con sus manos hasta en los sitios más recónditos.

Instantáneamente se reprimió. Se trataba de un matrimonio fraudulento. En la ficción, los maridos no gozan de ningún privilegio en el interior de la tina de baño. Y los hombres decentes no se aprovechan de sus empleadas. La única cuestión que quedaba por resolver era su grado de decencia. Por lo general prefería considerarse una persona honorable, pero, en ese momento, su desesperación había llegado a un punto tal que ya no le importaba sacrificar unos pocos principios.

Maggie experimentó un cosquilleo en la boca del estómago al oír la inflexión aterciopelada que caracterizaba la voz de Hank.

– ¿Ayuda?

La fugaz expresión de pánico que embargó su rostro no pasó inadvertida para Hank. “Estupendo, Mallone -se dijo-, otra vez lograste asustarla. Y no es algo para enorgullecerse.” Metió las manos en los bolsillos, empapados también, y trató de arreglar las cosas.

– Sí, más toallas o champú.

– Oh, sí. Gracias -Por Dios. ¿Qué le estaba pasando? Si bien no era ninguna muchachita tonta e inexperta, tampoco era la clase de mujer que interpreta todo con doble sentido. Prefería tomarse la vida tal como se presentaba. De ese modo, era mucho más sencillo. Pero ese día en particular, parecía leer insinuaciones sexuales en cada gesto y cada palabra de Hank Mallone. Y todo porque la excitaba. La virilidad era una cualidad que jamás lo desertaba. Incluso con ese aspecto desgreñado, era la personificación del sexo fuerte.

Hank abandonó el cuarto de Maggie con la sensación que experimenta un niño a quien lo han pescado con los dedos en la crema del pastel, consciente de esa sonrisa de plástico estampada en su rostro.

– Iré por sus maletas, que quedaron en la parte de atrás de la camioneta -anunció-. Se las pondré en su cuarto.

Se oyó la voz de Elsie desde el vestíbulo.

– Bueno, ¿y qué mierda es esto? ¡Por el amor de Dios! ¡Un gato! ¿Qué estás haciendo aquí, encerrado en esta jaula? Me parece que alguien se olvidó de soltarte.

Hank se volvió abruptamente al oír que se abría el seguro de la jaula.

– ¡Elsie, no suelte a la gata si Horacio está en la casa!

– ¿A Horacio no le gustan los gatos? -gritó la mujer desde el pie de la escalera.

– ¡No lo sé!

– Demasiado tarde -dijo Elsie-. El gato ya salió y parece que no está muy contento con todo esto.

Se oyó un fuerte ladrido y un ruido de uñas caninas luchando por agarrarse del resbaloso piso de la cocina.

– ¡Pompón! -gritó Maggie, dando un empujón a Hank para llegar a la escalera-. ¡Pobre Pompón!

La gata salió a toda carrera por la sala de estar y el comedor, hasta subirse a la ventana balcón, trepando por las persianas. Y allí quedó agazapada con los ojos desorbitados que parecían dos huevos fritos y la cola encrespada como las cerdas de un cepillo duro. Hank, Maggie y Horacio llegaron hasta el animal al mismo tiempo. El perro alcanzó a morderle la cola; Pompón reaccionó con el típico siseo felino y se catapultó hacia el pecho de Hank, clavándole las uñas.

– ¡Ayyy! Caramba -gruñó Hank-. ¡Que alguien haga algo!

– Es por el perro -dijo Maggie, tratando de interponerse entre Hank y Horacio-. Pompón tiene terror a los perros.

Elsie manoteó una presa de pollo frito del refrigerador y se la arrojó a Horacio. El perro se debatió en el dilema por medio segundo y abandonó la gata en favor de la pata de pollo.

– Miren este piso -se lamentó Elsie-. Acabo de encerarlo y ahora está todo rayado. ¡No! En esta casa no vale la pena tomarse tantas molestias.

Maggie murmuraba palabras dulces para serenar a su gata mientras, una por una, le desenganchaba las uñas del pecho de Hank.

– Realmente lo lamento mucho -se disculpó con Hank-. Pompón nunca había reaccionado de esta manera.

– Está vacunada contra la rabia, ¿verdad?

– Por supuesto. He completado todo su plan de vacunación. Cuido mucho de ella -Una vez desprendida la última garra, la acunó contra su pecho-. Me pareció oírle decir que Horacio no caza gatos.

– Dije que no sabía si cazaba gatos. Además, lo más probable es que Pompón lo haya provocado -Desabrochó los botones de la camisa para examinar los rasguños del pecho-. ¿Alguna vez investigó el linaje de su gata? ¿No encontró nadie de apellido Cujo en su árbol genealógico?

– Cujo era un perro.

– Es sólo un tecnicismo.

Maggie advirtió algo así como unos cordones cutáneos, rojos, que se hinchaban sobre los prominentes músculos de Hank y experimentó una sensación nauseabunda. Ese magnífico pecho parecía un blanco de dardos y todo por culpa de ella. Olvidó a Pompón y se sentó con bastante impaciencia sobre la jaula del animal. Si hubiera recordado llevar la gata arriba, a su cuarto, eso jamás habría sucedido.

– ¿Le duele?

– Terriblemente. Suerte que soy tan robusto, tan fuerte y tan valiente.

– Mantendré a Pompón en mi cuarto durante un par de días hasta que se aclimate.

Una hora después, Maggie estaba sentada a la mesa de la cocina, a punto de atacar una montaña de ensalada de papas, cuando apareció Hank, recién bañado.

– ¿Qué tal su pecho?

– Como nuevo.

– No le creo.

Hank le sonrió.

– ¿Me creería si le digo que está casi como nuevo? -Tomó una bandeja de pollo de la heladera y se acomodó pesadamente en una de las sillas-. La lluvia está amainando.

– Espero que no cese del todo. Me encanta dormirme escuchando el ruido de la lluvia sobre el techo.

– Yo prefiero la nieve -dijo él-. La habitación principal de la casa da al noreste y recibe de frente las tormentas de invierno. Cuando hay ventisca, el viento arrastra la nieve contra la ventana y se oye un ruido constante, “tic, tic, tic”… Me quedo acostado allí y vuelvo a sentirme como un niño, imaginando que, como la nieve sigue subiendo, no habrá clases y yo podré salir a pasear en trineo todo el día.

– ¿Todavía usa su trineo?

Hank se echó a reír.

– Por supuesto.

En ese momento, a Maggie se le cruzó por la mente que era la primera vez que estaba sentada a la mesa de una cocina compartiendo una charla cotidiana con un hombre que aún tenía el pelo mojado. Le pareció una experiencia agradable. Uno de aquellos pequeños rituales que tejen el telar de la vida conyugal y que brinda tanto bienestar… como una buena taza de café a primera hora de la mañana, o esos quince minutos para hojear el periódico y revisar la correspondencia. Maggie observó al hombre que tenía frente a sí y una grata emoción le anudó el estómago. Sería fácil creer que el matrimonio era auténtico, acostumbrarse a esa intimidad tan sencilla.

– Me gusta su casa -le dijo-. ¿Siempre perteneció a su familia?

– La construyó mi bisabuelo Mallone. Había instalado un tambo. Cuando mi abuelo se hizo cargo, compró las tierras aledañas y destinó parte de ellas al huerto. Él falleció hace diez años. Mi padre no quería participar en ese negocio y mi abuela no podía administrarlo sola, de modo que casi dejó de atender los campos y se quedó con una sola vaca. Cuando yo volví a casa al terminar los estudios, encontré los árboles en un estado lamentable.

– ¿Sus padres viven en Skogen?

– Mis padres son la razón de su presencia aquí. Mi padre es el presidente del Banco Nacional y Fiduciario de Skogen.

– ¿Y su propio padre se niega a otorgarle el préstamo?

Hank se repantigó en su silla.

– Desde chico fui problemático.

Maggie no podía decidir si la noticia le resultaba divertida u horrenda.

– ¿Pero sus padres no se dieron cuenta de que ya está bastante crecidito?

– Mi madre piensa que, si yo estuviera bastante crecidito, ya me habría casado. Y mi padre piensa que, si yo estuviera bastante crecidito, no tendría delirios de grandeza ilusionándome con el cultivo de manzanas orgánicas.

La familia de Hank y la de Maggie compartían ciertos rasgos perturbadoramente similares.

– Eso no es justo -aseveró Maggie-. Una cosa es que usted tenga, tal vez, que afrontar la quiebra y el caos, y otra muy distinta que tenga los mismos problemas que yo tuve y que me obligaron a irme de Riverside. Acabo de pasar medio día en una carretera, tratando de alejarme de mi madre y de tía Marvina, sólo para descubrir que su madre está extorsionándolo para que se case y que su padre cree que su elección de vida es ridícula. No tendré que involucrarme en todo esto, ¿verdad?

– Un poco, tal vez. Mamá y papá vendrán a cenar mañana.

Maggie se puso de pie con tanto ímpetu que la silla se tumbó y cayó al piso.

– ¿Qué? De ninguna manera. No, no. Olvídelo. Apenas los conozco. ¿Cómo quiere que los convenza de que estamos casados?

– No hay problema. Tengo fama de impulsivo, obstinado y de maquinar planes descabellados. Mis padres pueden creer cualquier cosa de mí.

– ¿Y qué voy a ponerme? -No bien terminó de decir la frase, se arrepintió. Era el lamento característico e invariable de todas las mujeres.

– Seguramente debe de haber algo en todas esas cajas que hemos subido a la camioneta.

– Ropa aburrida. Clásica. De docente.

– Excelente -dijo él-. Es perfecto. Actúe como la típica maestra. A mi madre le encantará.

Maggie hizo una mueca. ¿Cómo iba a darle la noticia? Siempre había sido una buena docente, pero jamás se había comportado como la típica maestra. Le resultaba problemático respetar el programa de estudios y a veces sus clases se tornaban un tanto caóticas. Además, no siempre tenía paciencia para ser diplomática con los padres. En los últimos dos años había pasado más tiempo en la rectoría que Leo Kulesza, el único muchacho en la historia de la Escuela Secundaria de Riverside que había repetido cuatro veces el tercer año.

– ¿Y qué me dice de la comida? Disto bastante de ser la mejor cocinera del mundo.

Elsie se hará cargo del menú.

– ¿Elsie sabe que su padre es el presidente del banco?

– Elsie llegó el mismo día que yo me iba a la caza de esposa. No tuvimos demasiado tiempo para conversaciones inconsistentes -Bajó la voz-. Tal vez debamos esperar a que pase la cena para contárselo. El tacto no me parece una de sus mejores virtudes.

– No resultará.

– Tiene que resultar. Necesito el préstamo. Y pronto.

– ¿Y por qué no lo solicita a otro banco?

– La comunidad bancaria local es muy reducida. Dudo que alguien se atreva a pasar por encima de mi padre. Y, a decir verdad, no soy en absoluto solvente. Ya he hipotecado la granja para ampliar los huertos. La concesión de un nuevo empréstito a mi favor sólo podría basarse en un acto de confianza. Para ser totalmente honesto, entiendo a mi padre. Si yo estuviera en su lugar, también dudaría en prestar ese dinero. No tiene garantías de que seré capaz de cumplir con una obligación a largo plazo. Me pidió que primero contrajera otro compromiso de largo alcance, con el fin de demostrarle que soy capaz de cumplirlo; me dijo que tenía que sentar cabeza y casarme.

– ¿Qué pasará cuando yo me vaya?

Hank se encogió de hombros.

– Tendrán que soportarlo -”Como yo”, agregó para sí, con amargura-. Tendrán que aceptar tanto mis fracasos como mis éxitos. De todas maneras, lo único que realmente interesa es mi opinión sobre mí mismo.

Maggie enderezó su silla. Tomó un trozo de papa y lo masticó, pensativa. Hank no era ningún tonto. Estaba llevándose agua para su molino. Podrían acusarlo de buscar soluciones retorcidas para sus problemas, pero no de falta de carácter. Y ésa era una cualidad imprescindible en todo marido.

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