CAPÍTULO 4

Al cabo de un rato, la burda fogata se puso aburrida. Se había consumido hasta quedar reducida a un montículo chamuscado, del tamaño de una pelota de béisbol, aproximadamente, con la densidad de un meteorito y el color renegrido del carbón.

– Bueno -dijo Maggie-. ¿Están listos para el postre?

– Yo paso -contestó Linda Sue-. Ya es hora de volver a casa.

Holly siguió a Linda Sue, caminando en puntillas para esquivar los restos de puré que habían quedado desparramados en la galería.

– Yo también. Todo ha estado estupendo, pero se hace tarde.

Harry Mallone apretó el hombro de su hijo. Fue un gesto de condolencia, muy común en las salas de espera de las clínicas, en los velatorios o al recibir un pago indemnizatorio por despido laboral.

Hank prefirió ignorar lo obvio.

– En cuanto al crédito…

Helen Mallone abrazó a Maggie.

– Llevaré a Harry a casa. Y no te preocupes por el pequeño incendio, querida. Hank nunca ha sido muy afecto a las sobremesas. Tal vez todo esto haya sido para bien -agregó con ternura.

Elsie se encontró con Maggie en la cocina.

– Siento olor ha quemado. ¿Puede ser?

Maggie olió el aire.

– Me temo que sea su carne a la cacerola. Pompón se subió a la mesa, derribó un candelabro y el mantel empezó a quemarse. Hank lo arrastró hasta el patio, con todas las cosas que estaban sobre él.

Elsie miró por la puerta de vidrio y vio los restos de comida chamuscada.

– Bueno, no se ve tan mal. No se ha quemado nada importante. ¿Eso negro que se ve allí es la carne a la cacerola?

– Sí.

– He comido cosas peores -dijo Elsie.

Media hora después, las cenizas de la hoguera desaparecieron dentro de una bolsa de residuos. Los pisos estaban impecables nuevamente y la vajilla que logró sobrevivir al caos, lavada y debidamente seca. Mabel, tía Marvina, Hank, Maggie y Elsie se sentaron a la mesa de la cocina, a disfrutar de la tarta de manzanas y del helado.

– Recuerdo la primera cena que ofrecí cuando era recién casada -evocó Mabel Toone-. Hacía sólo tres semanas que me había casado y tenía catorce invitados para la Nochebuena.

– Lo recuerdo como si fuera ayer -dijo tía Marvina-. Yo me había puesto ese vestido de terciopelo verde, con mostacillas de brillantes bordadas en el escote. Todo había salido perfecto, salvo por tía abuela Sophie, que había bebido más de la cuenta y se cayó encima del pastel de ananás. Se le había resbalado el codo de la mesa -explicó Marvina- y se cayó de cabeza sobre la crema chantillí. Fue un verdadero desastre.

– No fue nuestra intención inmiscuirnos en la cena -se excusó Mabel con Maggie-. Simplemente, estábamos muy preocupadas por ti y quisimos venir a ver cómo iban las cosas.

– Mamá, tengo veintisiete años y puedo cuidarme sola.

– Es que te fuiste tan apurada… Además, la única explicación que nos diste fue que te vendrías a vivir a Vermont, con este hombre. Ni siquiera teníamos la certeza de que te hubieras casado. Aquí hay gato encerrado. ¿Estás…?

Maggie se llevó el dedo a la ceja, que no dejaba de moverse.

– No, no estoy embarazada.

Mabel Toone miró a Hank.

– ¿Él te ha forzado a hacer esto? ¿Se trata de un secuestro? Me parece muy pillo.

– Nadie me ha secuestrado -contestó Maggie-. Necesitaba un lugar tranquilo para escribir mi libro y apareció Hank…

Mabel parecía espantada.

– ¿Quieres decir que te casaste sólo para poder escribir tu libro?

– Sí. ¡No! -No quería que su madre se preocupara por ella. Pero tampoco deseaba que la considerara una idiota-. Me casé porque… quería.

Hank acercó su silla a Maggie y le rodeó los hombros con el brazo.

– Amor a primera vista -dijo a Mabel-. Lo descubrimos no bien nos conocimos -Dio a Maggie un sonoro beso en la cabeza-. Anda, Buñuelito, di a mamá cuánto me amas.

– Oh… te amo profundamente.

Mabel no parecía muy convencida.

– No lo sé.

Hank dejó de apretar a Maggie con su abrazo. Apoyó el mentón sobre la maraña de rizos anaranjados que le ocultaban la oreja y habló con un tono de voz más suave y serio.

– Sé que esto debe de ser muy difícil para usted, señora Toone. Se preocupa por Maggie y no puedo culparla. No debimos haber mantenido nuestro romance en secreto, pero la verdad es que hasta a nosotros nos ha tomado de sorpresa. Creo que sería estupendo que usted y tía Marvina se quedaran con nosotros algunos días. Así, podría aprovechar la oportunidad para conocerlas mejor -Mientras hablaba, jugueteaba con un rizo de Maggie entre los dedos. De pronto, lo abrumó una inmensa ternura hacia la encantadora mujer que tenía entre sus brazos. La sensación casi lo dejó sin aliento-. Amo a su hija -confesó a Mabel Toone-. Y es mi intención cuidarla mucho, mucho.

– Creo que una madre no puede aspirar a más -dijo Mabel-. Tu invitación ha sido un gesto muy amable, pero Marvina y yo hemos reservado una habitación en una hostería cercana. Además, tenemos que regresar a Riverside porque Marvina tiene turno en la peluquería para hacerse una permanente el jueves, y en casa no hay quien riegue mis plantas. Por otra parte -agregó con una amplia sonrisa-, ya sé que los recién casados necesitan soledad.

Hank emitió un sonido de agradecimiento que hizo eco en el oído de Maggie. La hizo vibrar hasta en la fibra más íntima de su ser y a pesar de su gran determinación, sintió que se relajaba contra su cuerpo. Prácticamente era imposible no sucumbir a los encantos de Hank Mallone. Podía ser mujeriego y calculador, pero también se caracterizaba por su sensibilidad y simpatía, dos atributos suyos que la conmovían. No sólo calentaba su sangre, sino que también abrigaba su alma. Era agradable y desolador. La enfurecía su habilidad para mentir con tanta naturalidad respecto de cuanto la amaba. Hank Mallone era un cretino, decidió.

– Bueno -dijo Mabel-. Es hora de marcharnos. La tarta estuvo deliciosa -elogió a Elsie. Besó a su hija y abrazó a su yerno-. No se pierdan.

– Son adorables -dijo Hank a Maggie cuando por fin estuvieron solos en la galería de la entrada-. Se nota que se preocupan mucho por ti.

Maggie tomó el comentario como un gesto generoso por parte de Hank, pues bien podía haber dicho que sus parientas eran unas entremetidas.

– ¿Crees que soy mala hija?

Hank se rió.

– No. Creo que estás luchando por lograr el equilibrio entre ser buena hija sin dejar de ser una adulta independiente. Y que tu madre también está luchando por aceptar que ya eres una niña adulta.

Maggie se quedó pensativa unos instantes y luego preguntó:

– ¿Crees que tu padre te otorgará el crédito?

– No lo sé. No parecía muy contento cuando se fue -Tironeó de un rizo colorado-. No pensarás seriamente en la posibilidad de quedar embarazada, ¿no?

– Lo dudo.

– Ah. Sólo quería confirmarlo.


Maggie estaba habituada a oír el ruido de motores que se alejaban del estacionamiento a primera hora de la mañana; a los recolectores de basura vaciando los tarros, y la tos de fumador del viejo Kucharski cada vez que salía de su alcoba o del cuarto de baño, arrastrando los pies. Eran ruidos que ella siempre había detestado y, por consiguiente, le llamó la atención que ahora los estuviera echando de menos. Se levantó con gran esfuerzo y se puso una camiseta azul, muy gastada, y unos pantalones cortos de algodón, de color gris. Caminó descalza hacia la cocina, hechizada por el aroma del café recién hecho.

Hank ya estaba sentado a la mesa. Levantó la vista y gimió. Sus temores más nefastos y sus fantasías más libertinas acababan de confirmarse. La tenía allí mismo, frente a su nariz. Su presencia sería inexorable. Maggie Toone era el vivo retrato de la seducción matinal, con ese cabello revuelto y esa cara de dormida. Se sirvió una taza de café y bebió un sorbo de inmediato. Estuvo a punto de decir algo, pero el placer de ese primer sorbo borró sus intenciones. En cambio, sonrió y suspiró satisfecha.

Elsie sacó del horno unos panecillos a la canela y los colocó en una cesta forrada con una servilleta.

– No se ilusionen con que esto será cosa de todos los días -advirtió Elsie-. Simplemente, tuve antojo de comer panecillos a la canela.

Maggie los olió.

– ¡Qué aroma estupendo!

– Sí, parece que han salido bastante buenos -comentó Elsie-. Hay cereal en la alacena y jugo en el refrigerador. Supuestamente, usted es una mujer casada y por lo tanto debe arreglárselas sola -Tomó un panecillo y empezó a trozarlo en un bol-. Para Horacio. Tiene debilidad por los dulces.

– Sí -concedió Hank-. Y usted lo que tiene débil es el corazón.

– Bueno -dijo Elsie-. Pero no lo divulgue. La gente a veces se aprovecha.

Un hombre robusto, casi tan grande como un oso, apareció por la puerta de atrás.

– Caramba -dijo-. Aquí huele a panecillos a la canela. ¡Me encantan los panecillos a la canela!

Elsie miró a Hank.

– ¿Este tipo tiene algo que ver con usted?

– Eso me temo. Se llama Bubba y es mi mejor amigo.

Bubba concentró su atención en Maggie.

– ¡Caracoles! -dijo suavemente-. No quiero mirarte en detalle, pero… ¿qué pasó con el resto de tus pantalones?

Maggie tironeó de las cortas piernas de sus pantalones de algodón.

– No esperaba visitas.

– Yo no soy ninguna visita -replicó él-. Soy Bubba.

Bubba tomó un panecillo de canela y cortó un trozo bastante grande.

– ¿Cómo es eso de que te has ido a otra parte para casarte? -preguntó a su amigo-. Un día desapareces de repente, sin avisar, y todos pensamos que habías salido huyendo despavorido, por miedo a que te atrapara un marido celoso o algo por el estilo. Y resulta que, cuando vuelves, eres un hombre casado -Se apoyó en la mesa y bajó la voz-. ¿La has embarazado?

– No, no estoy embarazada -contestó ella, anticipándose-. ¿Quieres café?

– ¿Los osos lo hacen en el bosque? -preguntó Bubba, sonriente.

Maggie puso los ojos en blanco y sirvió el café.

– Me gustaría quedarme a conversar, pero tengo mucho que hacer -Tomó su panecillo a la canela, su taza de café y se marchó de la cocina.

– Es bonita -la elogió Bubba-, pero aun así, no entiendo por qué has tenido que casarte con ella.

– Porque me lo imploró, una y otra vez -le dijo Hank-. Me dio lástima.

Maggie se detuvo en la mitad de la escalera y, por unos minutos, acarició la posibilidad de volver a la cocina para estrangular a su supuesto marido. Hank tenía un diabólico sentido del humor. Le encantaba provocarla. Estrangularlo habría sido edificante, pero para eso tendría que tocarlo y probablemente lo mejor fuera evitar el contacto físico. Una vez que empezara, sólo Dios sabía en qué podía terminar.

Alrededor de las diez y media, Maggie estaba muy adelantada con su primer capítulo. Bubba ya se había marchado y Hank se hallaba en los manzanares, trabajando con una máquina que hacía “zanc, zanc, zanc”. El calor se filtraba por la ventana abierta mientras Maggie tipeaba una frase en su computadora. Se detuvo para releer lo que acababa de escribir. Supuso que mucha gente desaprobaría la vida de su tía Kitty, pero no le correspondía a ella ponerse en jueza de nadie. Tía Kitty había vivido hasta los noventa y tres años y ella ya la había conocido vieja. Había sido una mujer amable, inteligente, enamorada de la vida. Su diario contenía numerosas trivialidades maravillosas, flores secas prensadas, imágenes románticas y de vez en cuando confesiones sobre sus dudas y su arrepentimiento por haber vivido los mejores años de su vida como una persona de pésima reputación. La mayor parte del diario consistía en una narración detallada de lo que representaba administrar un burdel y para Maggie, eso era lo más fascinante: la cantidad de sábanas que había que comprar, cuánto se le pagaba al pianista, los portaligas que se encargaban a una tienda especial de Nueva Orleans, las facturas del hielo que se compraba, de los artículos de almacén y de la empresa de carbón. Entre esas cosas, también aparecían las descripciones de los clientes, anécdotas graciosas y secretos comerciales que, en su gran mayoría, eran irreproducibles.

Dos horas después, Hank estaba de pie en la puerta abierta que daba al estudio de Maggie, contemplándola trabajar. Parecía totalmente absorta en su tarea. Tipeaba con velocidad. Ocasionalmente se detenía para consultar el anotador que tenía junto al codo y otras veces, para leer en la pantalla lo que había escrito. Masculló algo entre dientes a hizo un gesto con la mano. Luego meneó la cabeza y comenzó a escribir nuevamente.

El deseo permeó la piel de Hank. Si no hubiera tenido el almuerzo en la mano, probablemente se habría metido en el recinto y habría cerrado la puerta con llave, para arriesgarse. Pero se quedó observándola unos minutos más, tratando de comprender tanta determinación por parte de Maggie. Le resultaba muy difícil creer que se tomara en serio ese proyecto de escribir un libro. Tal vez si hubiera escogido alguna novela de ciencia ficción, o un libro para niños… ¿Pero el diario de la propietaria de un burdel? A él todo aquello le sonaba más a pasatiempo; a capricho quizá, como indagar en el árbol genealógico. Por otra parte, se le antojaba presuntuoso sentarse a escribir un libro porque sí. Supuestamente, había que aprender ciertos secretos, desarrollar un estilo. Tal vez, no difería tanto de cultivar manzanos, pensó. Primero era necesario adquirir muchos conocimientos y después, cometer muchos errores. Mientras tanto, Maggie se convertiría en la comidilla de Skogen, arruinando la última posibilidad que le quedaba de conseguir ese préstamo. Hank debería haber estado furioso. Pero no lo estaba. Entendía lo que era tener una idea loca y sustituir el entusiasmo por experiencia. Por otra parte, estaba perdidamente enamorado de ella. Golpeó el marco de la puerta para atraer su atención.

– Te traje algo para almorzar -le dijo.

Maggie se llevó la mano al pecho.

– ¡Me asustaste!

– Mmmm. Te pones preciosa cuando te concentras en esto. ¿Qué tal va?

– ¡Estupendo! Hace dos años que investigo y planeo este libro, de modo que prácticamente se escribe solo. Lo tengo todo en la cabeza… -Mordió su sándwich de ensalada de huevo-. Tal vez, a medida que avance, el proceso se torne más lento. Pero siempre he tenido muy claro lo que quería decir en este primer capítulo. Es tan satisfactorio poder verlo en pantalla por fin.

– ¿Puedo leerlo?

– Cuando esté más adelantado -Devoró el sándwich, bebió su leche y se limpió la boca-. Estaba muy rico. Gracias. No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre.

Hank tomó el plato y el vaso vacío.

– Elsie va al pueblo. Quiere saber si necesitas algo.

– No. Estoy bien.

Hank detestaba tener que irse. Quería quedarse allí y conversar, para enterarse de todas las atrocidades que Maggie había hecho cuando niña. Quería saber si alguna vez se había sentido temerosa, sola o desalentada. Quería informarse sobre los hombres que se habían cruzado en su camino y lo que ella pensaba respecto de los bebés. Buscó una excusa para prolongar el almuerzo.

– ¿Deseas algún postre? Elsie horneó masitas con trocitos de chocolate esta mañana.

– Estoy absolutamente satisfecha. Tal vez más tarde.

– De acuerdo. Hasta luego.


Eran las seis de la tarde cuando Elsie comenzó a trabajar con ahínco en la cocina.

– El menú para esta noche es sopa de pollo -dijo, golpeando platos y recipientes contra la mesa-. En el horno hay pan de maíz y como postre, budín de chocolate en la heladera.

Hank miró la mesa y se dio cuenta de que estaba preparada para dos comensales.

– ¿No cenará con nosotros? ¿Otra vez pasan algo bueno por televisión?

– Tengo una cita. Hoy, cuando fui al pueblo, conocí a un joven encantador. Habrá cumplido los sesenta y cinco ayer, o antes de ayer a más tardar. Me invitó a comer una hamburguesa por ahí y luego a jugar bingo en Mount Davie.

Hank pasó revista mentalmente a todos los hombres mayores que conocía en el pueblo.

– ¿Se trata de Ed Garber?

– Precisamente. Me ha dicho que fue jefe de la oficina de correos hasta que se retiró y que su esposa falleció hace tres años.

– Será mejor que esté bien alerta -le aconsejó Hank-. Me han dicho que sólo tiene una idea fija.

– Pues que Dios lo bendiga si es así. ¡Y además, le gusta jugar bingo! No se puede pretender mucho más de la vida -Elsie se quitó su delantal de cocina y lo guardó en un cajón-. Hoy me encontré con Linda Sue en el supermercado. Estaba pagando lo que había comprado. Le aseguro que, si pusiera un periódico en este pueblo, amasaría una fortuna. Estuvo desparramando por todas partes que usted se casó con una escritora de libros pornográficos. Si yo estuviera en su pellejo, no me quedaría tan tranquilo. Por el crédito, digo. Su reputación no podía haber caído más bajo.

– Pero Maggie no está escribiendo un libro pornográfico. Sólo está narrando la historia de su tía Kitty.

Elsie se mostró escéptica.

– No interprete mal mis palabras. A mí me cae muy bien Maggie. Tiene algo; no sé. Si yo fuera usted y tuviera que tomar una decisión, me llevaría a esa muchacha a un lagar en cualquier momento.

Hank le sonrió.

– Usted es bastante astuta.

– No lo dude. Y para la edad que tengo, tampoco puedo quejarme de mi estado físico -Tomó su bolso, que estaba sobre la mesa, cuando Ed Garter llamó a la puerta-. Será mejor que suba a despegarle la nariz de esa computadora antes de que el pan de maíz se enfríe. Y no se va a morir si hace algo con ella después de cenar. No es bueno estar sentada tanto tiempo. Se va a acalambrar hasta los dientes. Una vez conocí a alguien que por estar así aplastado todo el día, no pudo mover el intestino durante una semana. Después va a tener que recurrir a la compota de ciruelas y a la leche de magnesia, cuando lo único que le hace falta es salir a caminar un rato para distenderse.

Ed Garber miró a Hank.

– Buenas -saludó-. Lindo día, ¿no?

– Sí. Buen tiempo para los manzanos.

– ¿Todavía sigues con tu sistema ecológico de cultivo? ¿No se te apestan?

– Bueno, tengo que trabajar en ello, pero hasta el momento están bastante bien -respondió Hank.

– Algún día les echaré un vistazo para ver cómo lo haces. Tengo un manzano en el jardín de mi casa que está deplorable.

Cuando Ed y Elsie se marcharon, Hank cerró la puerta de vidrio y subió.

– Elsie dice que debes bajar a cenar antes de que se enfríe el pan de maíz -dijo a Maggie-. Y también dice que te vas a acalambrar hasta los dientes por estar tanto tiempo sentada. Que después no vas a poder mover el intestino y que tendrás que comer compota de ciruelas.

Maggie terminó de escribir una frase y grabó su archivo.

– Tu consejo me suena a burla, pero Elsie tal vez tenga razón.

– Al parecer debo asegurarme de que ejercitas tus piernas.

Maggie apagó la computadora.

– Me vendría muy bien, para ser franca. Podríamos salir a caminar después de cenar.

– Ésa era mi segunda opción.

Pero Maggie no iba a darle el gusto de preguntarle cuál era la primera.

– ¿Dañaríamos los árboles si caminamos por los manzanares?

– No, porque el terreno está marcado con líneas cruzadas por las huellas del camión.

Ya en la cocina, Maggie tomó el cucharón para servir la sopa y sacó el pan de maíz del horno. Se sentaron a la mesa, uno frente al otro y cenaron en ameno silencio.

– Qué agradable es esto -dijo ella por fin-. Siempre he detestado tener que cenar sola. A veces ponía la mesa para mí y hasta me preparaba alguna comida elaborada, aunque por lo general, recurría a algún sándwich congelado que calentaba en el horno de microondas y luego comía de pie.

Hank le sonrió.

– ¿Tu madre lo sabe?

Maggie rió.

– Mi madre tiene miedo de preguntar. Y si su vecina, la señora Ciak, llegara a enterarse… -Maggie meneó la cabeza-. Mi madre caería en desgracia para siempre -Untó con manteca otra rebanada de pan de maíz-. En el barrio de mis padres nadie baja las persianas por la noche, pues eso significa que no quieres que miren hacia adentro de tu casa. La gente especularía que es porque la tienes sucia. Todas las mujeres tienen secarropas, pero aún conservan la costumbre de secar las sábanas al sol, para que no se pongan amarillas y los demás no las critiquen. Sé que parece una estupidez, pero me hace sentir claustrofóbica. Todas esas reglas tácitas, esas comparaciones. Nunca pude formar parte de ese esquema riguroso que Riverside obedece ciegamente. Debe ser porque era muy obstinada.

– Veo que empleas el pasado. ¿Por qué?

Maggie comió su pan de maíz.

– Porque he evolucionado -Hank arqueó las cejas y Maggie rió-. Tienes razón. Todavía lo soy. Pero la obstinación puede ser una ventaja cuando eres adulto. Ahora prefiero pensar que soy una mujer tenaz, con personalidad y sólidas convicciones.

Hank se alejó de la mesa. Se dirigió hacia el refrigerador y sacó dos budines. Entregó uno a Maggie.

– ¿Por eso querías venir a Vermont? ¿Para escapar de las sábanas blancas y de las ventanas abiertas?

– Quería empezar una nueva vida. Necesitaba pasar al anonimato.

Hank desvió la mirada y hundió la cuchara en el budín. En su opinión, Maggie había salido de la sartén para caer en las brasas. Skogen era la capital del chisme del mundo libre. Estaba absolutamente convencido de que todo el pueblo ya estaba enterado de lo que Maggie se había puesto la noche anterior, de lo que había comido y de lo que había dicho. Y con seguridad, también estarían juzgándola. Riverside no era el único pueblo donde se secaban las sábanas al sol. Pero Hank no quería decírselo en ese momento. Pronto ella se daría cuenta por sí misma. Y si Maggie estaba dispuesta a dar una oportunidad a Skogen, descubriría que también tenía ciertas cualidades redentoras.

Lavaron la vajilla y salieron a caminar. Horacio los seguía de cerca, casi pisándoles los talones. Como aún no había oscurecido, Hank enfiló hacia el sur, por una huella que cruzaba la extensión más larga de sus tierras. Estaban en julio, de modo que las manzanas todavía no habían madurado.

– ¿Qué pasará con estas manzanas si no te otorgan el crédito? -preguntó Maggie-. ¿Se echarán a perder en la planta?

– No. En realidad, no es tan drástico. Como pertenezco a una cooperativa, puedo almacenarlas en un sitio climatizado o venderlas al por mayor.

– Oh -Por la expresión de Maggie, Hank se dio cuenta de que ella no tenía la menor idea sobre el manejo del mercado de las manzanas.

– Hay tres maneras de comercializar las manzanas -explicó él-. La comercialización directa significa que vendes tus productos en la puerta de tu establecimiento. La comercialización regional implica la venta dentro de la zona, como cuando yo entrego mi mercadería a Mamá Irma. Y la tercera alternativa es la comercialización al por mayor, en la que interviene un consignatario manzanero al que le vendes la producción por bulto. Cuando optas por esta última posibilidad, obtienes márgenes más estrechos y corres un riesgo mayor. Mi intención es desarrollar la comercialización directa y regional de mis manzanas. Quiero abastecer a los turistas que vienen a esquiar y a los ricachones preocupados por la nutrición que migran desde Boston y Nueva York… Todavía no he alcanzado una gran producción. Sólo dentro de diez años mis árboles llegarán a la madurez necesaria, pero por el momento, obtengo las manzanas imprescindibles para diversificar.

– De modo que no irás a la quiebra aunque no consigas el crédito.

Hank recogió una piedra y la arrojó por el camino.

– No se trata de una cuestión meramente monetaria. Si tengo una buena cosecha, no iré a la quiebra, pero tampoco progresaré. No pretendo ser millonario, pero sí tener algo propio. Algún éxito que sea producto de mi esfuerzo -La miró para ver si lo comprendía-. Siempre fui un muchacho que casi obtuvo las mejores calificaciones de la escuela; que casi logró ser jugador de hockey profesional; que casi se graduó en la universidad. Para mí es importante que este proyecto se concrete efectivamente. Aunque sea por única vez, quiero alcanzar el objetivo que me he fijado. Y no es ninguna locura, sino más bien, una meta muy accesible.

– ¿Cuál es tu urgencia para conseguir el dinero?

Hank miró las manzanas que colgaban de los árboles a su alrededor.

– Ayer habría sido una fecha maravillosa. La semana pasada, mejor todavía -Advirtió la mirada ceñuda de la muchacha y le apartó el pelo de la cara. Supuestamente, debían estar caminando para ayudarla a mover el intestino pero, en cambio, se habían detenido a charlar sobre sus negocios-. No me prestes demasiada atención. Soy muy impaciente. Tarde o temprano voy a conseguir ese dinero y todo saldrá de perillas. Siempre hay otra cosecha. Ya sé cuál es exactamente el equipo que necesito. Incluso he dispuesto el terreno y todas las herramientas están listas.

– ¿Dónde planeas construir?

– En el extremo oeste de la propiedad. Quiero que los edificios estén lo más alejado posible del camino, detrás de una plantación de Paula Reds, para que no deterioren el paisaje. El suelo es bastante parejo y hay buen abastecimiento de agua. Es el sitio ideal para una planta embotelladora y una pastelería.

– ¿Y la mano de obra?

– ¿Te refieres a los obreros para la pastelería? Skogen es muy estable, pero no está en un momento floreciente. Le vendría bien que yo generase impuestos y fuentes de trabajo.

– Cuesta creer que tu padre no esté dispuesto a invertir en esto.

– Mi padre nunca corre riesgos. Ni siquiera tiene corbatas de colores vistosos y diseños alegres. Siempre las prefiere rayadas y de tonos discretos. Compra sus zapatos por catálogo. Hace treinta y cinco años que usa el mismo modelo. Todas las mañanas, desayuna doscientos centímetros cúbicos de jugo de naranja, harina de avena y una taza de café negro. Jamás se le ocurriría alternar con un poco de tocino o un vaso de jugo de uvas.

– Tal vez no debí contarle lo de tía Kitty.

Hank le tomó la mano y le besó la yema de uno de los dedos.

– Has tenido razón en contárselo. No estaría bien empezar nuestra vida de casados con mentiras, ¿verdad?

Maggie protestó. En parte porque lo que acababa de decir Hank era una ridiculez, pero, principalmente, por la sensación que experimentó cuando él la rozó con los labios. Maggie arrancó su mano de la de Hank y se la metió en el bolsillo de sus shorts, para ahorrarse más problemas.

– ¿De verdad eras el terror de Skogen?

– Bueno, a decir verdad, jamás me he considerado en esos términos, aunque debo admitir que he metido miedo en el corazón de unas cuantas madres.

A Maggie no le costó creerle.

– Físicamente, tuve una madurez precoz -le dijo, con una sonrisa-. La madurez emocional llegó bastante después. Tardó quince años más.

– De modo que crees que por fin la has alcanzado, ¿eh?

– Definitivamente. Mírame. ¡Si hasta me he casado y todo!

– No es mi intención aguarte la fiesta, pero no te has casado. Aparentas estarlo. A criterio de cualquiera, ése no sería un síntoma de buena salud mental. Y no hay ningún todo. Ni siquiera hay algo.

– Te equivocas -le dijo, acercándose a ella y rodeándole el cuello con la mano-. Sí hay algo.

Maggie alzó una ceja con gesto airado.

Hank le acarició la nuca con el pulgar.

– Anda, admítelo. Hay algo, ¿no?

Maggie sintió un estremecimiento delicioso.

– Podría haber algo.

– Pues claro, caramba -exclamó él, haciéndola volver abruptamente, para encerrarla en el círculo de sus brazos. Recorrió la espalda de la joven con sus manos, atrayéndola a sí. Su boca descendió sobre la de ella, quebrantando con la lengua la frágil resistencia que hasta el momento Maggie había opuesto. La oyó gemir suavemente de placer, rendirse a él. De inmediato, los pantalones jeans le ajustaron más de la cuenta. Fue como un renacer a la pubertad, pensó. El control se le escapaba de las manos. Estaba enamorado. Y sufría. La apartó poco más de medio metro e inspiró hondo-. ¿Sabes? Podríamos casarnos de verdad.

Si Hank se lo hubiera dicho en serio, Maggie se habría enfurecido. De hecho, la muchacha atribuyó la propuesta matrimonial a su negro sentido del humor y a su abstinencia obligada.

Hank apretó los labios. Se sentía como un tonto.

– Veo que te he tomado por sorpresa.

– Estoy acostumbrada a las sorpresas. Pero en realidad, no hubo mucho de sorpresa. Era la testosterona la que hablaba, no tú.

Hank no pudo negarlo. Sin embargo, había convivido con los ataques de testosterona durante unos cuantos años y jamás se le había ocurrido pedir a ninguna mujer que se casara con él.

– ¿Entonces qué me contestas?

Maggie elevó los ojos al cielo.

– Creo que eso quiere decir que no.

– ¿Te sientes aliviado?

Una tímida sonrisa puso luz a su rostro.

– Un poco, tal vez -Deslizó las manos hasta llegar a las caderas de Maggie-. Pero no del todo. Me gusta tenerte en casa.

Maggie retrocedió. Delicado, pensó. Hank sabía hacer buenas movidas. Movidas que, indudablemente, habían apuntado a sorprenderla con la guardia baja. El secreto estaba en desarmar primero para conquistar después. Hank era inteligente, de acuerdo; pero ella lo era más aún. Maggie no confiaba en él en absoluto.

– Creo que quieres eximirte de la caminata -le dijo-. Me parece que eres un holgazán.

La sonrisa de Hank se hizo más amplia.

– Mientes. En realidad, crees que tengo una sola cosa en mente y yo sólo estoy hablándote con dulzura.

Maggie sintió que el calor le subía a las mejillas.

– Bueno, ya no me caben dudas de que eres el terror de Skogen.

– Cierto. Pero he cambiado. Todo eso ha quedado atrás. Hace años que abandoné esos hábitos.

– ¿Y qué hay de Linda Sue y de Holly?

Linda Sue y Holly eran parte de la familia para Hank. Se había criado con ellas. Actuaban como si fueran sus novias, pero para él hacía rato que habían perdido atractivo femenino. De hecho, desde la escuela secundaria. Y en esa época, cualquier cosa con faldas le resultaba excitante.

– Linda Sue y Holly son solamente amigas.

– ¿Se lo has explicado recientemente?

– Linda Sue y Holly son excelentes para hablar, pero pésimas para escuchar.

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