CAPÍTULO 3

Sentada a su escritorio, Maggie tenía la vista fija, somnolienta, en la ventana abierta. Ante ella se extendía una vasta pradera donde asomaban los manzanos, con sus hojas verdes, dispuestos en hileras sobre las lomas. El aire transportaba una fragancia especial, en la que se confundía el olor de las hierbas y el de la tierra. El cielo completamente despejado enmarcaba el escenario con un radiante color celeste. La pantalla de su computadora estaba en blanco, salvo por una frase: Había una vez…

Elsie golpeó la puerta y asomó la cabeza.

– Hace horas que está aquí arriba. ¿Qué está haciendo?

– Miro cómo crecen los manzanos.

– ¿No se supone que tendría que estar escribiendo?

– Me estoy inspirando.

– ¿Va a perder mucho tiempo más en esta cosa de la inspiración? Los padres de Hank llegarán dentro de media hora.

Maggie se tapó la boca con la mano.

– ¡Me había olvidado!

– Claro, cuando uno mira cómo crecen los manzanos es capaz de olvidar cualquier cosa.

– Por supuesto. Sobre todo si ha vivido en una ciudad en la que sólo se producen ladrillos -Apagó la computadora y salió corriendo de la habitación-. ¿Cómo viene la cena?

– Bueno, mis platos no son muy refinados pero tampoco matan a nadie.

– Con eso me basta -dijo Maggie.

Veinte minutos después, mientras aplicaba maquillaje a sus pestañas, decidió que por mucho que se esforzara, su imagen no mejoraría más de lo que estaba. Llevaba una camisa de seda rayada en blanco y negro, al mejor estilo cebra, que le quedaba holgada por demás. La falda blanca de linón le llegaba apenas unos dos o tres centímetros por encima de la rodilla. Completaba el conjunto con un ancho cinturón de cuero negro y zapatos de tacón chato, también negros. Se detuvo un momento ante el espejo, donde tuvo tiempo de posar sólo una vez, ya que oyó la llegada de un vehículo y salió corriendo de su cuarto. Casi se llevó a Hank por delante en el pasillo.

– ¡Epa! -le dijo él-. No tan a prisa -Se alejó de la muchacha poco más de medio metro con el fin de examinarla rápidamente-. Conque ésta es su aburrida ropa de decente, ¿eh? -Una amplia sonrisa le iluminó la cara. A su madre le daría un infarto cuando la viera con esa camisa de cebra y la falda tan corta. Él también podía llegar a infartarse, pero por otras razones-. Está sensacional -declaró Hank.

– ¿Realmente cree que esta ropa es adecuada para cenar con sus padres? Puedo cambiarme…

Las manos de Hank ya habían llegado a sus brazos, apenas por encima de los codos, fuertes como ligaduras de acero. De pronto, ella deseó desesperadamente su aprobación.

– Está perfecta, salvo por una cosa… -Metió la mano en el bolsillo y extrajo un delgado anillo de bodas, de oro. Sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, lo estudió un momento con cierta incomodidad. Recordó su primer beso verdadero, el que había compartido con Joanne Karwatt. Y otros momentos similares, igualmente perturbadores. Decidió que ese momento también encabezaba la lista de los episodios seudorománticos más embarazosos que había vivido. Tomó la mano de Maggie, inspiró profundamente y le colocó el anillo en el dedo-. ¿Cómo se siente?

Maggie miró el anillo y tragó saliva. Nada podía haberla preparado para ese momento. Apenas unos minutos antes se había sentido la mujer más valiente del mundo y ahora la abrumaban las más extrañas emociones. Emociones cuya existencia ella ignoraba. Contempló la sortija con cierta amargura, pues sólo representaba una farsa.

– Algo rara.

Hank advirtió que la voz se le quebraba y se detestó. Esa trama le había parecido muy simple un mes atrás, muy inofensiva, pero ahora involucraba un engaño a sus padres. Peor aún: estaba engañando a Maggie. Tuvo impulsos de confesarle que ya no se trataba de una farsa, que se había enamorado de ella de verdad. Pero Maggie jamás lo habría creído. Hacía muy poco que se conocían. De pronto, la tomó de los hombros, la acorraló contra la pared y la besó. El beso se profundizó. Sus manos recorrieron el cuello de Maggie, descendieron por los brazos hasta instalarse en la cintura. Disfrutó de su cuerpo de mujer a través de la seda; se deleitó con la tensión que Maggie experimentó ante la sorpresa y con el modo en que luego se rindió cálidamente al abrazo. Posó los labios sobre su cuello, en el sitio exacto donde pulsaban sus latidos, y supo que, por su causa, el ritmo de su corazón se había acelerado. El descubrimiento lo excitó, lo alentó. Sabía que debía detenerse, pero que no lo haría. No aún. Ya le había dado el anillo; ahora era el momento de hacerle una advertencia. Sus manos se detuvieron en la cintura de Maggie, para atraerla con todas sus fuerzas hacia él. Las bocas de ambos se fundieron en un beso intenso, salvaje. Hank tuvo un rapto de autocensura. ¿Cómo se retractaría de su proceder? La respuesta fue muy clara: no tenía la menor intención de retractarse.

Cuando por fin la soltó, Maggie se recostó contra la pared. Con los puños apretaba firmemente la camisa de Hank. Sus labios estaban dispuestos a recibir otro beso. Los párpados le pesaban. Permanecieron mirándose fijamente el uno al otro, tratando de ordenar sus emociones. Cuando Maggie advirtió que aún seguía aferrada a su camisa, se obligó a soltarlo.

– ¿Por qué me besaste?

– ¿Por qué? -Porque desde que se habían conocido, besarla se había convertido en una obsesión para él. Pero desgraciadamente, no podía decirle eso. Maggie interpretaría erróneamente las razones por las que Hank la había contratado en un primer momento. Y tendría razón-. Porque quería que te sintieras casada -Por lo menos, no le mintió del todo.

– Oh.

– ¿Te sientes casada?

– No exactamente.

Hank volvió a rodearle el cuello con la mano.

– Quizá debamos avanzar un poquito más.

Ella lo empujó.

– ¡No! ¡Basta de besos! Estamos arrugándonos toda la ropa.

– ¿Después?

– No. Nada de después. Se supone que ésta es una relación netamente comercial. El besuqueo y el manoseo quedan excluidos del trato.

Hank entrecerró ligeramente los ojos.

– Bueno, podríamos renegociar, incluir ciertas modificaciones en las cláusulas del contrato. Puedo ofrecerte seguro médico, contribuir con aportes jubilatorios…

– ¡No!

– Está bien. Te daré además todas las manzanas que puedas comer y un aumento de sueldo de diez dólares por semana. Es mi última oferta.

– ¿Diez dólares? ¿Crees que mis besos valen sólo diez dólares por semana?

Hank le sonrió mostrando todos los dientes.

– ¿Cuánto cobras, por lo general?

Maggie tuvo impulsos de patearle la canilla, pero se contuvo.

– Muy gracioso. Ya veremos quién ríe último y mejor, sobre todo cuando lleguen tus padres.

Diez minutos después, estaban todos instalados en la sala de estar. Nadie reía y mucho menos Hank.

– Ya nos casamos -dijo él-. No quiero otra boda.

– Sería una reafirmación de sus votos -replicó su madre. Era una mujer huesuda, de cabellos cortos y entrecanos. Se maquillaba con discreción y su calzado armonizaba perfectamente con su atuendo impecable, hecho a medida. A Maggie le cayó muy bien desde el primer momento. Se notaba que era una persona frontal y directa. Si hubiera sido una mujer débil de carácter, probablemente se habría dado a la bebida, con todos los disgustos que su descarriado hijo le había infligido. Pero, al parecer, había logrado sobrevivir bastante bien a la situación. Evidentemente, el matrimonio de su hijo significaba un gran alivio para ella, aunque también se veía a las claras que se sentía decepcionada por no haber podido presenciar una ceremonia formal-. Y después podríamos organizar una fiesta en honor de ustedes, en casa. ¿No sería lindo?

Hank se despatarró en su sillón…

– Te agradezco mucho la intención, pero no quiero reafirmar mis votos. Todavía los tengo muy frescos en mi memoria. Además, Maggie no es fanática de las fiestas. Más bien, prefiere las cosas sencillas. Es muy hogareña. ¿No es verdad, Caramelito?

Maggie advirtió que se había quedado boquiabierta.

– ¿Caramelito?

– Así soy yo. Muy hogareña -confirmó.

Harry Mallone miró a su flamante nuera.

– Hank me contó que eres escritora.

Harry Mallone era tan distinto de Hank que no parecían padre a hijo, pensó Maggie. Los años comenzaban a engrosar su ya robusta contextura física. Usaba la camisa almidonada y recién planchada. La corbata a rayas lucía un nudo perfecto y las punteras de los zapatos brillaban. Tenía la clásica postura erguida de quien está habituado a imponer su autoridad. Hombre preciso. Consistente. Cauteloso.

Por otra parte, dudaba que Hank tuviera una corbata. Y tampoco se caracterizaba por ser cauteloso. El afecto que unía a ambos era tan evidente como la facilidad con la que se exacerbaban mutuamente.

Maggie asintió con la cabeza.

– Hace dos años falleció una tía abuela mía, Kitty Toone, y me dejó su diario. Su deseo era que alguien se basara en él para escribir un libro, y como yo soy profesora de inglés, pensé que era la persona indicada para ello.

– Qué encantador -dijo Helen Mallone.

Maggie se adelantó en su asiento.

– Es una historia maravillosa. Mi tía Kitty era una mujer fascinante. He llevado a cabo una investigación adicional y ya tengo un detallado bosquejo del tema. Ahora todo lo que tengo que hacer es escribir el libro -El sólo pensar en el proyecto la entusiasmaba. Aunque también la aterraba. Ignoraba si podría alcanzar sus objetivos.

– ¿Qué clase de libro será? -preguntó Helen-. ¿Una novela de amor? ¿Un libro de cocina? En una oportunidad conocí a una mujer que anotaba recetas culinarias en su diario.

Maggie reflexionó unos minutos.

– No recuerdo haber visto ninguna receta. Mi tía Kitty trabajaba. Básicamente, el libro será un relato de su vida y sus negocios.

– Una mujer de negocios -comentó Helen-. Pero qué interesante. ¿Y qué clase de negocios hacía?

Maggie sonrió y miró a Harry directamente a los ojos.

– Tía Kitty era dueña de un prostíbulo.

Silencio.

– ¿Alguien gusta una bolita de queso? -preguntó Elsie, que entraba en la sala-. ¿Por qué están tan callados? -cuestionó a Hank-. Parece que los ratones les hubieran comido la lengua. ¿Qué pasa? ¿A nadie le gustan las bolitas de queso? Las hice con mis propias manos. Saqué la receta de una de esas revistas de comidas raras.

Hank dirigió una sonrisa forzada a su presunta esposa.

– ¿Puedo hablar un momento a solas contigo en la cocina, Buñuelito?

– Pensé que era Caramelito.

Hank apuntó su pulgar con vehemencia, en dirección a la cocina y emitió un extraño sonido gutural. Una vez allí, a puertas cerradas, se golpeó la frente con la mano abierta.

– ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho para merecer esto? ¡Con todas las mujeres que hay en Nueva Jersey tuve que ir a buscar a la única que está escribiendo una historia porno!

Maggie se llevó las manos a las caderas y lo desafió.

– No es ninguna historia porno.

– ¡Cariño, estás escribiendo un libro cochino, con escenas de sexo baratas!

– Estoy escribiendo un libro sobre una mujer que desempeñó un papel dentro de una comunidad de inmigrantes. Crió un hijo, se compró uno de los primeros refrigeradores, convirtió su casa rodante en un garaje y vivió lo suficiente como para ver a los Beatles por televisión.

– ¿Vas a decirme que en ese libro no hay sexo?

– Por supuesto que habrá sexo, pero sólo de naturaleza histórica. Serán escenas eróticas de alta calidad.

– Eso es. Ahí está la madre del borrego. Nunca conseguiré ese préstamo. Al banco le importará un rábano que la cosecha sea buena o no. En cuanto te vi, supe que me traerías problemas.

– Ah, sí, ¿eh? Y si te diste cuenta enseguida, ¿por qué me contrataste?

– Porque eras tú o nadie. No se había postulado ninguna otra muchacha para el puesto.

Estaban parados frente a frente, pie con pie, nariz contra nariz, con las manos en las caderas y gritándose a voz en cuello.

– Bien. Renuncio. ¿Qué me dices ahora? Ve a buscarte otra esposa.

– Ni loco que estuviera. Has hecho un trato y tendrás que cumplirlo -La tomó de los hombros y la atrajo con fuerza hacia sí para besarla. La reacción fue tan impactante para ella como para él, pero jamás en la vida había necesitado algo con tanta desesperación como ese beso. Cuando la apartó, su corazón latía con un ritmo enloquecido.

Elsie entró intempestivamente en la cocina, empujando las puertas vaivén.

– ¿Qué mierda está pasando acá? Los gritos de ustedes dos se oyen hasta la sala -De pronto, se interrumpió y meneó la cabeza-. Primero, se gritan como si quisieran arrancarse los ojos y ahora están por convertir esta cocina en una caldera. Este pacto que hicieron se está poniendo un poco raro, ¿no? Soy vieja. Tengo mis ideas formadas -Se encaminó hacia la cocina y levantó la tapa de la olla que había sobre la hornalla-. Esta carne a la cacerola estará sobre la mesa dentro de quince minutos. Será mejor que se apuren a comer sus bolitas de queso. Y en mi opinión, no se les va a caer la corona si sirven a esa gente algo para beber. Hace tanto que están allí que deben de tener la boca seca.

Elsie cumplió lo prometido al pie de la letra. A los quince minutos exactamente la carne a la cacerola estuvo servida, con galletas caseras de manteca, puré de papas, zanahorias cocidas, salsa de manzanas casera y bróculis al vapor. Dejó la fuente sobre la mesa y se quitó el delantal.

– Está por empezar un programa en la tele que quiero mirar -declaró-. En la cocina hay más papas y, de postre, tarta de manzanas.

– Gracias, Elsie -dijo Maggie-. De ahora en adelante, me encargo yo.

Elsie miró la mesa por última vez, evidentemente reacia a dejar sus manjares en manos de Maggie.

– Hay helado de vainilla para acompañar la tarta de manzanas. Y no se vaya a olvidar del café. Ya está todo listo.

– ¿Está segura de que no quiere cenar con nosotros? Hay lugar…

– No. Gracias, de todos modos no soy tan sociable. Tengo cosas que hacer. Usted encárguese de que todo el mundo coma como corresponde y ojo con la porción de tarta que le dé a Hank: está empezando a ensancharse.

Alguien llamó a la puerta y Elsie fue a atender.

– Es Linda Sue Newcombe -gritó desde el vestíbulo-. Viene a presentar una queja por el plantón de anoche y exige explicaciones.

Hank pareció sorprenderse.

– No recuerdo haber hecho ninguna cita.

Linda Sue, una muchacha baja y rubia, entró estrepitosamente en el comedor. Estaba que se la llevaban los demonios.

– Prometiste que iríamos a bailar a la granja. Hace dos meses que teníamos todo arreglado -Sonrió tímidamente a los padres de Hank, a modo de saludo-. Disculpen -les dijo-, pero hasta me había comprado un vestido nuevo para la ocasión.

Hank detestaba los bailes y tenía serias dudas de que hubiera aceptado llevarla a ése en especial. Linda Sue tendía a irse por las ramas cuando hablaba y él prefería hacer oídos sordos a sus delirios. Por lo tanto, probablemente se habría perdido alguna parte de la conversación y de allí habría surgido el malentendido. Suerte que estaba casado, pensó. Su vida social se había complicado más de la cuenta.

Linda Sue lloriqueó un poco y luego miró a Hank con una caída de ojos.

– Tal vez puedas resarcirme por tu falta.

– No lo creo -declaró Hank-. Me casé la semana pasada.

De pronto, Linda Sue abrió los ojos desorbitadamente.

– ¿Cómo que te casaste?

Hank hizo un gesto con su galleta a medio comer.

– Ésta es Maggie, mi esposa.

Linda Sue tenía las manos en las caderas.

– ¡Tú ibas a casarte conmigo!

Hank apretó los labios.

– Yo nunca he dicho que me casaría contigo. Eras tú quien lo afirmaba.

– ¿Quieres cenar con nosotros? -invitó Maggie-. Hay mucha comida.

Linda Sue miró la carne a la cacerola.

– Huele bien. ¿Qué hay de postre?

– Tarta de manzanas con helado de vainilla.

– Por supuesto. Me quedo -Tomó una silla que había a un costado y la arrimó a la mesa a la rastra-. Cuando la abuela de Hank vivía aquí, yo solía quedarme a cenar muy a menudo. Ella siempre agregaba una papa más a la olla, por si tenían alguna visita inesperada.

Maggie puso un plato más para Linda Sue.

– ¿Vives cerca de aquí?

– Vivía en la colina, al final del camino. Mis padres aún están allí -Se sirvió una porción de carne.

Maggie esperó a que Linda Sue continuara con el relato, o que alguien sacara otro tema de conversación. Pero la rubia estaba demasiado concentrada en el puré de papas y los padres de Hank, por su parte, miraban por la ventana. Por último, Maggie no pudo resistirlo más.

– ¿Dónde vives ahora? -le preguntó.

– Actualmente vivo en los apartamentos de Glenview. Quedan en las afueras del pueblo, justo a la salida de la autopista interestatal que va a Burlington.

El timbre volvió a sonar y Maggie se disculpó para ir a atender.

– Me llamo Holly Brown -se presentó la mujer cuando Maggie le abrió la puerta-. ¿Hank está aquí?

– Sí. En el comedor.

Holly Brown entró en el comedor. Dirigió una mirada desdeñosa a Linda Sue Newcombe y saludó a Hank con un enorme y mojado beso. Sonrió al matrimonio mayor y también los saludó.

– Me enteré de que habías vuelto al pueblo -dijo Holly a Hank-. Pasaba por aquí y decidí entrar a darte la bienvenida.

– Ahórratela -intervino Linda Sue-. Se ha casado.

Holly resopló, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.

– ¿Hank? ¿Casado?

Maggie acercó otro plato y un cubierto e hizo lugar para Holly.

– Mi nombre es Maggie -anunció-. Nos casamos la semana pasada. Te quedas a cenar, ¿verdad?

– ¿Seguro que alcanza para todos?

– Sobra -contestó Maggie. Sabía que era una rotunda ridiculez, pero ¡vaya si no estaba sufriendo toda la sintomatología de una esposa auténtica! Se sentía posesiva, celosa y malhumorada. Dirigió una feroz mirada a su “marido”-. ¿Hay alguien más a quien debamos esperar?

Tal vez fuera una buena idea preparar algunas papas más.

Holly Brown colgó su bolso en el respaldo de la silla y se sentó.

– Esta boda ha sido muy repentina.

Hank se cortó una rodaja de carne.

– Maggie y yo nos conocimos el verano pasado, cuando fui a Rutgers.

Holly y Linda Sue intercambiaron miradas. Parecían escépticas.

– De todas maneras, sigue pareciéndome una boda muy repentina -repitió Holly-. Toda la población femenina de Skogen ha estado tras Hank durante años -dijo a Maggie-. Es más escurridizo que una ardilla. Nada personal, pero me llama sumamente la atención que haya ido a Nueva Jersey y que haya vuelto casado.

– Así son las cosas -insistió Maggie-. Amor a primera vista.

Holly dio vuelta la carne a la cacerola, buscando el extremo del trozo.

– Querida, con Hank siempre hay amor a primera vista. Pero nunca antes alguien había logrado casarlo.

Linda Sue cubrió sus papas con más salsa.

– Esta casa sí que guarda recuerdos -dijo Holly-. Cuando yo era niña, mi padre trabajaba en la cooperativa y pasaba a recoger la leche de todos los tambos. A veces, en verano, me dejaba acompañarlo. La abuela de Hank siempre me convidaba con masitas dulces y limonada. Si Hank estaba, me quedaba a jugar al Monopolio con él, en la galería. Después, creció y… -Se detuvo en la mitad de la frase, carraspeó y se concentró en cortar una rodaja de carne.

Linda Sue y los padres de Hank también carraspearon y se dedicaron de lleno a la comida.

Maggie miraba a Hank de reojo.

– El perro de Vern se comió mi tablero de Monopolio -explicó Hank.

Linda Sue inclinó la cabeza en dirección a él.

– ¿Bubba sabe que te has casado?

– Todavía no -Hank tomó otra galleta-. No lo he visto desde que volví.

– A Bubba no va a gustarle esto -comentó Linda Sue-. Debiste habérselo dicho.

– ¿Quién es Bubba? -preguntó Maggie.

Todos, excepto Hank, parecieron impactados por la pregunta.

Helen fue la primera que reunió las fuerzas suficientes para hablar.

– Bubba ha sido desde siempre el mejor amigo de Hank. Me sorprende que mi hijo no le haya hablado de él.

Se oyó una abrupta frenada en la entrada para autos de la casa y Horacio comenzó a ladrar.

– Creo que es mi turno -dijo Hank. Un momento después, reapareció con dos mujeres de mediana edad.

Maggie se aferró de la mesa para no caer redonda al suelo.

– ¡Mamá! ¡Tía Marvina!

La madre dio un beso a su hija.

– Pasábamos por aquí y se nos ocurrió venir a ver cómo iban las cosas.

– ¿Que pasaban por aquí? -Eran más de seis horas de viaje en auto. ”Cálmate, Maggie -se dijo-. Las cosas no pueden ser tan negativas como parecen.”

– Todo está en orden. ¿No es verdad, Hank?

– Sí. Perfecto.

– Mamá, tía Marvina, les presento a los padres de Hank, a Linda Sue y a Holly -Maggie puso otros dos platos más y Hank trajo sillas de la cocina-. Justamente, les contábamos a Linda Sue y a Holly cómo nos conocimos Hank y yo el verano pasado, cuando estuvo en Rutgers.

Holly cortó una tajada de carne.

– En mi opinión, esta boda ha sido demasiado precipitada.

Mabel Toone y tía Marvina intercambiaron miradas.

– Exactamente lo mismo que pensamos nosotras -dijo Mabel a Holly-. Ni siquiera tuvimos tiempo de reservar el Salón Nacional Polaco -Señaló a su hija agitando el dedo en el aire a modo de reproche, aunque se notó claramente que sólo se trataba de un gesto afectuoso-. Siempre has sido una muchacha conflictiva.

– Cuando era pequeña, nunca quería comer arvejas -acotó tía Marvina-. Siempre ha sido muy independiente. Heredó esa personalidad de su abuelo Toone. Fue el único irlandés en Riverside. Por cierto que era un diablo.

Hank se recostó contra el respaldo de su silla y vio que Maggie se retorcía. Si bien esa situación no favorecía en absoluto sus planes, no podía rehusarse a disfrutarla plenamente. Estaba ávido de información.

– Maggie no me había dicho que fuera una niña conflictiva. De hecho, no me ha contado muchas cosas sobre su infancia.

Mabel puso los ojos en blanco.

– Era el terror de Riverside. Desde pequeñita, los niños se enamoraban de su cabello rojizo. Venían a la puerta de mi casa en patota, pero Maggie no quería saber nada con ninguno -Meneó la cabeza-. No era femenina en absoluto. Si los muchachitos no aceptaban el “no” por las buenas, ella les daba un puñetazo en la nariz, o les partía la cabeza con su canasta para viandas. Al crecer, sus modales no se corrigieron mucho.

– Pensábamos que jamás se casaría -dijo tía Marvina.

– Y después… ¿Recuerdas aquella vez, cuando Maggie tenía nueve años -preguntó Mabel- y escribió esa palabrota horrenda en la puerta principal de la Escuela Campbell?

Tía Marvina se tapó la boca con la mano para no soltar una carcajada estruendosa.

– Eso fue espantoso -Miró a Hank con los ojos arrugados por el recuerdo-. Nos sorprendió que hubiera aprendido semejante palabra. Pero así era ella; una caja de sorpresas.

– La escribí porque me habían desafiado -explicó Maggie-. Pero después la borré.

Mabel untó una galleta con manteca.

– Pero como no se borraba -aclaró a Hank-, hubo que pintar la puerta y por supuesto, nosotras tuvimos que pagar la pintura.

Tía Marvina tenía razón. Maggie era una caja de sorpresas, pensó Hank. No le resultaba para nada difícil imaginarla como la marimacho del pueblo. Y al parecer, no había cambiado mucho. Era posible que aún se atreviera a golpear a los hombres en la nariz. Un detalle interesante para tener en cuenta.

– ¿Y qué más hacía Maggie?

Maggie echó una mirada de fuego a Hank y otra a su madre.

– Seguramente estas anécdotas deben de aburrirlos.

– No a mí -respondió Linda Sue.

Holly Brown bebió un sorbo de agua.

– Quiero escuchar más historias.

– Qué sabrosa está la carne a la cacerola -encomió Mabel-. Y el puré de papas no tiene ni un grumo. ¿Ves? -Se volvió hacia Marvina-. Lo único que le hacía falta era casarse. Ahora, hasta cocina.

– Error -corrigió Maggie-. Sigo sin cocinar. Tenemos una mucama. Cocinó ella.

– Una mucama -repitió Mabel, obviamente impresionada-. Qué suerte. ¿Pero qué harás todo el día si no tienes que limpiar ni cocinar?

– Ya te lo he dicho. Estoy escribiendo un libro sobre tía Kitty.

Mabel elevó los ojos al cielo.

– Un libro sobre tía Kitty. Es una locura. Tía Kitty era… ya lo sabes. ¿Que necesidad tienes de escribir un libro que esté cargado de sexo? ¿Con qué cara voy a presentarme los miércoles por la noche a jugar al bingo?

Las cejas de Linda Sue se arquearon repentinamente bajo su flequillo.

– ¿Estás escribiendo un libro cochino?

– Mi tía abuela Kitty era dueña de un prostíbulo -explicó Maggie a Linda Sue y a Holly-. Al morir, me dejó su diario y yo estoy escribiendo un libro basado en él.

– ¡Vaya temita! -expresó Holly-. Después de esto, Skogen figurará en los mapas.

Las mejillas de Harry Mallone habían adquirido un marcado matiz bermellón. Apretaba su tenedor con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– Antes tendrán que pasar sobre mi cadáver -anunció.

Helen Mallone palmeó la mano de su esposo.

– Cuidado con la presión, Harry.

Maggie pensó que su presunta suegra no se mostraba demasiado preocupada por el diario de tía Kitty. Helen Mallone era una mujer asombrosamente tranquila. Es más, su serenidad resultaba exacerbante.

Helen sorprendió a Maggie contemplándola.

– He logrado sobrevivir a la adolescencia de Hank -explicó Helen-. De allí en adelante, cualquier cosa me pareció un juego de niños. Ahora mi hijo es responsabilidad tuya, querida -Volvió a acomodarse contra el respaldo de su asiento, con una expresión de placidez envidiable.

Hank esbozó una amplia sonrisa.

– No he sido tan malo.

Linda Sue se abanicó con su servilleta.

– Cariño, siempre has sido el terror de Skogen.

El corazón de Maggie se sobresaltó. ¿El terror de Skogen? ¿Con qué clase de hombre estaba viviendo? Muy sensual, decidió. Demasiado. Pensó en el beso que le había dado arriba, en el pasillo y se prometió que jamás se repetiría. Hank era la clase de hombre que solía coleccionar mujeres con la misma facilidad con que las demás personas coleccionan estampillas o monedas. Dos de ellas estaban compartiendo su mesa en ese preciso momento. Tal vez, si se atreviera a asomarse a la puerta, encontraría cientos de muchachas acampando en el jardín. Desgraciadamente, la evocación de aquel beso provocaba en ella reacciones físicas. Sintió que un intenso rubor le quemaba las mejillas. Miró a Hank. Él estaba observándola, sonriente. El terror de Skogen sabía cuándo una mujer se sentía atraída hacia él, pensó. Indudablemente, ésa era una de las razones por las que se había ganado semejante fama. Respiró hondo, relajó los hombros y obsequió a su “marido” una cálida sonrisa.

– Todo eso pertenece al pasado -dijo ella-. Hank es un hombre casado. Sus días negros han quedado atrás. ¿No es cierto, Pastelito?

– Es cierto, Bombita de Crema -contestó Hank-. Ahora soy travieso sólo en casa.

Maggie sintió que su sonrisa cobraba una tensión más antinatural todavía. Esos seis meses se transformarían en una eternidad si tenía que vivirlos esquivando las travesuras de Hank a diario. En Riverside, jamás había sido muy codiciada en el ambiente masculino, pero de todos modos a ella tampoco le había interesado ningún hombre en especial. Nadie había sido capaz de moverle el piso con un simple beso. Nadie hasta que Hank apareció. Le resultaría una ardua tarea resistirse a los avances de un hombre que tenía el potencial necesario para satisfacer todas las fantasías con las que siempre había soñado.

Helen Mallone se dirigió a la madre de Maggie.

– Parece que esta boda se hubiera celebrado en el cielo.

– Sí -coincidió Linda Sue-. Parecen cortados con la misma tijera.

Maggie no lo tomó como un elogio, precisamente.

– Santo Dios -exclamó Mabel, dirigiéndose a Maggie-. Eres el calco de tu abuelo Toone cuando se te ponen los ojos húmedos y brillosos, como pequeños abalorios.

– Cierto -confirmó tía Marvina-. Tu abuelo Toone tenía muy pocas pulgas. Si alguien cometía la estupidez de insultarlo, tomaba distancia y luego le daba semejante trompada que le cambiaba todas las facciones. ¡Qué carácter tenía! ¿No es cierto, Mabel?

Linda Sue abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡Por Dios! -dijo a Maggie-. No andarás por ahí golpeando a la gente como tu abuelo, ¿verdad?

– No te preocupes por Maggie -respondió Hank en su lugar-. Hemos llegado a un acuerdo; ahora que es una mujer casada, ha aceptado dejar de lado la violencia. Hasta logré que abandonara las luchas en el barro.

Holly se quedó boquiabierta.

– ¿En verdad luchas en el barro?

– Maggie era la mejor -contestó Hank-. Fue la Reina de Lucha en el Barro de Jersey Central.

Maggie se levantó abruptamente de su asiento.

– Hank Mallone, quisiera hablar contigo unos minutos a solas, en la cocina, por favor.

– Ay, otra vez tiene esa cara… -comentó Linda Sue-. Apuesto a que va a golpearlo.

Avanzando con pasos iracundos, Maggie cortaba el aire con sonidos sibilantes. Cuando llegó a la cocina, cerró la puerta tras de sí.

– ¿Lucha en el barro? ¡¿Lucha en el barro?! ¿No crees que esta cena se nos ha ido de las manos más de lo necesario?

– Pensé que te agradaría la ocurrencia. Les dije que eras la mejor.

Maggie lo aferró por la camisa.

– ¡Este asunto es muy serio! -gruñó-. ¡Tus padres creen que soy una ex luchadora de barro regenerada!

– Tranquilízatele -instó él-. He decidido que será mejor que mis padres crean que yo te regeneré. Así, pensarán que realmente he sentado cabeza -Le masajeó los hombros-. Tendrás que aprender a relajarte. Mírate… estás tan tensa.

Hank tenía razón, pensó Maggie. Estaba muy tensa. Y, probablemente, había exagerado su reacción. Nadie podía tomar en serio eso de que había luchado en el barro. Era ridículo.

– Tienes razón -le dijo-. Soy una tonta. Tal vez esta cena esté saliendo mucho mejor de lo que creo. El hecho de que tu padre no deje de estrujar su tenedor no es razón suficiente como para pensar que las cosas no están saliendo bien.

– Exactamente. Mi padre siempre tiene los nudillos blancos cuando come.

– Y en esta cena, hay muchas cosas positivas para enumerar -continuó Maggie-. Nadie se descompuso por la comida. Nadie ha sugerido la anulación de nuestro matrimonio. Buena señal, ¿no te parece?

– No podríamos pretender más.

– Y mi madre ni siquiera trajo consigo esas fotografías mías de cuando era una beba, en las que estoy aplastándome las arvejas en la cabeza. Tampoco mencionó a Larry Burlew, ni las dos semanas en las que tuve que quedarme después de hora en la escuela por comer goma de mascar. No ha contado a nadie la anécdota aquella de cuando me metí con el Buick en la laguna Dailey, ni aquella otra de cuando me quedé encerrada toda la noche en la tienda de Greenfield -Miró por encima de su hombro la puerta cerrada de la cocina-. Claro que todavía es muy temprano. Acaba de llegar -Se mordió el labio inferior. Jamás debí haberme marchado del comedor. Eso, en Riverside, significa una invitación abierta al caos. Te vas de una sala y los que quedan te despellejan.

Hank la estudió de cerca.

– ¿Te pasa algo en la ceja?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque te está latiendo.

– ¡Oh, no! ¡Lo que me faltaba! -Se cacheteó la mitad de la cara-. Ahora, además de todo, tus padres van a pensar que tengo un tic nervioso. Dime la verdad. ¿Crees que esto empeorará?

Aun en la cocina, oyeron la voz de tía Marvina que retumbaba en el comedor.

– ¡Ay, Dios mío! ¡Es Pompón! Y parece tan asustada que busca esconderse en cuanto rincón encuentra.

– ¿Pompón? -preguntaron Maggie y Hank al unísono.

Maggie rezongó.

– Seguramente dejé abierta la puerta de mi cuarto -Volvió a asir la camisa de Hank-. Horacio está afuera, ¿no es verdad?

– Horacio está debajo de la mesa del comedor.

Se oyó un aullido de gato, desgarrador. Hank y Maggie salieron corriendo hacia el comedor. Pompón estaba acurrucada en un rincón. Tenía las orejas caídas y ronroneaba por lo bajo, con un sonido que crispaba los nervios de cualquier criatura viviente… con excepción de Horacio. El perro se acercó a Pompón a los saltos, ladró divertido y la atrapó poniéndole una pata encima. Se oyó otro aullido felino, acompañado de un rápido zarpazo directo al hocico. Horacio se quejó de dolor y la gata aprovechó para huir, trepándose al primer objeto disponible: la rígida espalda de Harry Mallone. Horacio salió tras la gata, que saltó a la mesa no sin antes derribar un candelabro. En cuestión de segundos, el mantel blanco de lino quedó envuelto en llamas. Hank lo tomó de un extremo y tiró de él, llevándolo a la rastra hacia la cocina, para sacarlo al patio por la puerta trasera de la casa. En el trayecto iba perdiendo restos de comida y trozos de vajilla.

Todos los invitados siguieron a Hank al patio y rodearon la pequeña hoguera de comida y mantel que ardía sobre el césped, quemándolo también. Sus miradas quedaron fascinadas en el fuego y sus labios se sellaron en un estúpido silencio, mientras las galletas de manteca se consumían una por una, luego las zanahorias, los bróculis y por último, un trozo de carne.

“De modo que a esto se ha reducido mi primera cena familiar -pensó Maggie-. A un grupo de personas alrededor de una burda fogata”. Sintió el ridículo impulso de ponerse a cantar canciones típicas de campamento y miró a los demás, para ver si al menos sonreían. Sólo Hank lo hacía. Su mirada se encontró con la de ella y Maggie advirtió que los latidos de su corazón se aceleraban. No podía recordar que otro hombre la hubiera mirado de ese modo alguna vez. Sus labios dibujaban una sonrisa inocente, pero sus ojos se veían hambrientos y posesivos. Entre ellos se suscitó un momento de perfecta comprensión; un encuentro de ideas y emociones; un despertar al auténtico cariño.

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