Maggie y Elsie se quedaron observando el agujero que se había hecho en el vidrio de la puerta.
– No le ha errado por mucho -le dijo Elsie-. De no haber sido por esa puerta…
– En realidad, no fue mi intención pegarle. Sólo quería arrojarle algo.
Elsie asintió.
– Buen trabajo.
Maggie se rió.
– Hank se habría decepcionado si yo no le hubiera arrojado algo. Adora provocarme.
– ¿Quiere decir que no estaba enojada de verdad?
– Por supuesto que sí. Ese hombre me saca de quicio.
Elsie meneó la cabeza.
– Esto se complica demasiado para mí. Mejor voy a lavar la vajilla.
Maggie limpió la galería trasera y subió a trabajar. Pensó que sería otro día perfecto: cielo azul y una brisa muy tenue. A la distancia, se oyó el ruido de un motor. Maggie pensó que se trataría de la cargadora de Bubba. Releyó las notas que había escrito a mano. Tenía el diario a su derecha, abierto en el tres de diciembre de 1923. Tía Kitty hablaba del tiempo, de la tragedia del bebé de los Thorley, muerto de difteria, y de Johnny McGregor, quien, según ella, era el hombre más apuesto que había visto en su vida. El “diario”, en rigor de verdad, estaba constituido por varios diarios, que cubrían un período de treinta y dos años. Entre otras cosas, representaba una crónica de amor por John McGregor. Maggie decidió dar a su libro un carácter de ficción histórica. De ese modo, podría brindar un relato fehaciente, conforme a los deseos de su tía Kitty, sin perjuicio de la privacidad de su familia. Al recordar que alguien había violado la propiedad de Hank, quizá con el fin de apoderarse de ese diario, Maggie sintió escalofríos. Tenía que tratarse de un enfermo, porque tía Kitty no había sido una persona famosa. Por otra parte, el diario carecía de valor pecuniario. Tal vez no valiera nada. Más aún, Maggie sospechaba que su libro, una vez terminado, tampoco iba a tener mucho valor. Su objetivo era simplemente publicar la historia de tía Kitty. Para ella, eso representaba una tarea maravillosa.
Doce horas después, apoyado sobre la mesada de la cocina, Hank bebía leche y comía galletas de avena.
– Todavía está arriba.
Elsie meneó la cabeza.
– Le digo que, para mí, esa mujer está poseída. No pude convencerla de que bajara, ni siquiera tentándola con una buena porción de carne.
– Tal vez si tirara el disyuntor…
– Si es eso lo que piensa, le convendría reforzar su póliza de seguro como primera medida.
– Bueno. Entonces dejaré el disyuntor en paz. Trataré de persuadirla de que salga de allí por las buenas -Se dirigió al refrigerador y sacó una botella de Chablis-. Un poco de vino no le vendrá mal.
La puerta del estudio estaba cerrada. Hank llamó dos veces y, como respuesta, recibió unas palabras ahogadas. Abrió la puerta y encontró a Maggie con los brazos cruzados, apoyados sobre el escritorio y el rostro hundido entre ellos. Estaba hecha un mar de lágrimas y sollozaba con profunda angustia. Le temblaban los hombros y estrujaba algunos pañuelos de papel en los puños. Hank corrió a su lado y le puso la mano en la nuca.
– Maggie, ¿qué sucede?
La muchacha levantó la cabeza y lo miró. Tenía el rostro enrojecido y las mejillas bañadas en lágrimas.
– Es tan ho… rri… ble… -sollozó. Su respiración se entrecortaba.
Hank la sacó de la silla, ocupó su lugar y la sentó sobre su falda para abrazarla. Le apartó el cabello del rostro y esperó a que se sonara la nariz. Pensó que se le destrozaría el corazón. No tenía idea de por qué estaba tan desesperada.
– Cuéntamelo todo, cariño. ¿Qué es tan horrible?
– J… J… Johnny McGregor. Ella lo amaba con toda el alma. Era her… mo… so. Pero él no podía casarse con ella.
– ¿Ella?
– Tía Kitty. Él no podía casarse con ella, porque tenía una esposa inválida y una hijita.
– Déjame entender esto claramente. ¿Estás llorando a moco tendido sólo porque Johnny McGregor no pudo casarse con tía Kitty?
– Está todo en el segundo capítulo. Acabo de terminarlo. Es m… m… maravilloso -Se secó las lágrimas de los ojos y aspiró una gran bocanada de aire-. Eran novios, pero sus padres se oponían a la boda. El padre de tía Kitty la envió a Boston a vivir con unos parientes y, una vez allí, ella descubrió que estaba embarazada. Entonces, los padres de él la consideraron una mujerzuela. Tía Kitty y John se enviaban cartas, pero jamás recibieron ni una, ninguno de los dos. Tía Kitty tuvo a su hijo en Boston, convencida de que John la había abandonado. Johnny se casó con su prima tercera, Marjorie.
Hank decidió que, aunque viviera cien años, nunca entendería a las mujeres.
– Cuando el padre de tía Kitty murió, ella volvió al pueblo para asistir al funeral y allí se encontró con Johnny, por la calle. Fue como si jamás se hubieran separado. Todavía se amaban, pero Johnny estaba casado; su esposa era muy frágil y tenían una hija pequeña.
– Él debió haberla esperado -opinó Hank-. Debió haber ido a buscarla. Para mí, ese McGregor fue un idiota.
Maggie sonrió entre sollozos. Hank era más luchador que Johnny McGregor. Hank se habría salido con la suya a espaldas de sus padres. No se habría quedado de brazos cruzados viendo cómo el padre de su novia la alejaba de su lado.
– ¿Y dónde transcurrió todo eso? ¿En Riverside?
– No. Tía Kitty y Johnny vivieron en Easton, Pennsylvania. Tía Kitty decidió quedarse allí, para estar cerca de Johnny, y, después de épocas muy duras, se hizo amiga de una mujer que tenía un burdel. Una cosa fue llevando a la otra, hasta que por fin fue ella la que tomó las riendas del negocio. Se mudó a Riverside cuando ya era vieja.
– Y tú has escrito todo eso en tu libro, ¿eh?
– En el segundo capítulo -Suspiró por segunda vez y se levantó de la falda de Hank-. Fue muy emocionante.
– Ya veo -Llenó a medias una copa con el Chablis helado que había traído y se la entregó a Maggie.
La muchacha aceptó la copa y la sostuvo en la mano un rato antes de beberla. Observó a Hank mientras se servía vino en la suya y sonrió cuando las dos se chocaron en un brindis.
– Por tía Kitty -dijo él. Bebió un sorbo de vino y apoyó la copa sobre el escritorio. Tomó el frágil libro con tapas de cuero, que Maggie había dejado allí, abierto-. ¿Te importa si leo esto?
– Creo que a tía Kitty no le habría importado. Es el primer volumen. Empezó a llevar el diario a los dieciséis.
Hank leyó la primera página y bebió un poco más de vino. Luego siguió pasando las páginas, leyendo una que otra al azar.
– Realmente, esto es muy interesante.
– Pareces sorprendido.
– Siempre he creído que los diarios de las muchachas eran una cursilería; un compendio de mentiras y exageraciones que luego dejaban por allí, como al descuido, para que sus amigas los leyeran.
– En mi opinión, los más interesantes son los diarios intermedios. Allí detalla la contabilidad del burdel. Es un relato histórico sin precedentes.
Hank escogió uno de los diarios intermedios y comenzó a leer. Abrió los ojos desmesuradamente y en sus labios se dibujó una amplia sonrisa.
– ¡Guau! Tenías razón. Decididamente, esto es mucho más interesante. Tía Kitty tenía un don especial para manejar las palabras.
– ¿En qué página estás?
– Cuarenta y dos. Donde habla de Eugenia y el vendedor de botones.
– ¡Dame ese libro!
Hank se alejó de Maggie, levantando el diario bien alto, para que ella no pudiera alcanzarlo.
– “Todos los meses, Eugenia esperaba que el vendedor de botones llegara al pueblo” -leyó Hank-. “Eugenia se ponía su vestido rojo transparente y sus provocativas ligas rojas y negras…” -Maggie se abalanzó sobre el diario, pero Hank la acorraló contra la pared. Sus ojos danzaban, traviesos-. ¿Tú usas ligas, Maggie?
– ¡Estás estrujándome!
– Basta de forcejeos. No… Pensándolo bien, creo que me gustan los forcejeos.
Automáticamente, la muchacha se quedó quieta.
– Voy a gritar para que venga Elsie.
– Gallina.
– Te apuesto lo que quieras.
Hank siguió leyendo en voz alta-: “… y Eugenia usaba su mejor perfume francés, el más caro, que aplicaba estratégicamente en cada lugar de su cuerpo donde latían sus pulsaciones. En el cuello…” -Hank bajó la cabeza y besó meticulosamente el cuello de Maggie, exactamente donde sintió sus pulsaciones-. “… en las muñecas…” -La boca de Hank descendió hacia la muñeca de Maggie, lenta y apasionadamente-. “… en el ardiente valle de sus generosos pechos…”.
Maggie sintió que se quedaba sin aire. El pecho le ardía. Las palabras de Hank hacían eco en su mente; su voz, una melodía dulce y resonante. El deseo se apoderaba de ella desde adentro, exteriorizándose en vibraciones que le aflojaban las piernas.
Hank le había abierto la pechera de su camisa de algodón. Maggie era consciente del atrevimiento, pero no podía hacer nada para detenerlo. Deseaba sentir aquellos labios sobre sus pechos y cuando los labios de Hank por fin rozaron la piel que desbordaba de su sostén de encaje, Maggie se estremeció.
– ¿Debo continuar? -preguntó él.
– Sí -Apenas pudo esbozar la respuesta. Apenas alcanzó a escucharla, por los potentes latidos de su corazón.
– “Perfumaba sus pezones…” -leyó, improvisando. Cubrió el pecho de Maggie con su mano grande, moldeándolo en su palma. Lo sintió suave y voluptuoso y creyó que el amor que le inspiraba lo haría estallar. Y si no explotaba de amor, seguramente lo haría de pasión. Se adelantó con el pensamiento y concluyó que a la tal Eugenia sólo le quedaba un maldito lugar que perfumar. Si Maggie le dejaba poner la mano ahí, sería el fin. Pensó en Elsie, atareada en la cocina, y se preguntó por qué demonios habría empezado todo eso.
También Maggie se anticipó con los pensamientos.
– Basta -susurró-. Detente ya mismo.
Él se dejó caer sobre ella.
– ¿Alguna vez has visto llorar a un hombre grande?
De nervios, Maggie se puso a reír tontamente.
– No será para tanto.
– Para ti es fácil decirlo.
– Tenemos que hablar.
– Ajá.
Maggie apoyó ambas manos, bien abiertas, sobre el pecho de Hank, para alejarlo un poco. Pero él se negó a moverse.
– Seré completamente honesta contigo. Me atraes mucho. No tardaría mucho en enamorarme de ti y cometer una estupidez, como por ejemplo, acostarme contigo.
– ¿Y por qué sería una estupidez?
– Porque no soy como tú. Para mí, el amor es algo serio. Sufriría. Me destruiría.
Hank frunció el entrecejo.
– ¿Y por qué crees que el amor no es para mí?
– Porque me parece que tú concepto sobre la vida difiere mucho del mío.
Hank la tomó por los hombros y la sacudió suavemente.
– Tú no tienes ni la más remota idea de cuál es mi concepto sobre la vida. No sabes nada de mí. Sólo conoces algunas historias. Dame una oportunidad, Maggie. Compruébalo por tus propios medios.
– No quiero darte una oportunidad. Aún nos restan seis meses de convivencia. No quiero que la situación se torne más engorrosa de lo que ya es hoy. Aunque fueras la persona correcta para mí, esto no resultaría. Skogen es la réplica de Riverside. Soy el tema del día de toda la chusma del pueblo. Otra vez me he transformado en la loca Maggie Toone. Y seguramente no habrá hombre ni mujer, ni niño, en un radio de setenta kilómetros, que no esté ansioso por enterarse de mi última locura.
– Te equivocas. No eres la loca Maggie Toone, sino la loca Maggie Mallone.
– No quiero enamorarme de ti.
– Bien. Haz lo que creas necesario para impedirlo, pero no creo que te sirva de mucho -La soltó y retrocedió un paso-. ¿Y qué pasa conmigo? Para mí ya es demasiado tarde, Maggie, pues ya me he enamorado de ti.
La incredulidad rápidamente reemplazó la dicha inicial que Maggie había experimentado.
– Supongo que ése es tu problema.
– Error. Es tu problema, porque haré todo lo que crea necesario para que tú también te enamores de mí.
– ¿No fue anoche mismo que me dijiste que ya no harías más avances conmigo?
– Cambié de parecer.
– ¿Y por qué?
– Pues no lo sé. Cuando te vi llorando desconsolada, lo único que quise fue serenarte y terminé tratando de seducirte. Sin embargo, en la transición entre una cosa y la otra descubrí que no podría disimular mis… sentimientos.
Maggie sonrió.
– Cierto. Tus sentimientos fueron más que evidentes.
– Y estás equivocada con respecto a Skogen. Es un lugar agradable para vivir. Creo que necesitas conocer a algunos habitantes de este pueblo. Adoran los chismes, pero sanamente. Para ellos el chisme constituye un juego recreativo. Como no tenemos cines, ni grandes centros de compras, la gente mata su tiempo intercambiando información falsa.
– No sé si deseo conocer a otros residentes de este pueblo -Sabía que la suya no era una actitud positiva. Después de todo, estaba obligada a asumir el papel de esposa-. De acuerdo. Retiro lo dicho. Quiero conocer a los habitantes de este pueblo. ¿Qué tenías pensado? Espero que no haya sido otra cena.
– El próximo viernes habrá un baile en el rancho.
¿Acababa de invitarla espontáneamente? ¡Si detestaba los bailes!
– ¿Un baile? -El rostro de Maggie se iluminó-. Me encantan los bailes. ¿Qué clase de baile es?
¿Y cómo iba Hank a saberlo? Jamás había ido a ninguno.
– Un baile común y corriente, supongo. Elmo Feeley, Andy Snell y otros muchachos han formado una banda.
– ¿Una banda en vivo? ¿Y la pista de baile es de madera?
– Puede ser.
Horas después, Maggie estaba acostada, pero con los ojos muy abiertos. No podía conciliar el sueño. Por supuesto que estaba enamorada. Y por supuesto que no lo admitiría frente a Hank porque enamorarse de Hank Mallone implicaba una situación en la que todos salían perdiendo. Sin embargo, era excitante; aunque también aterrador… No en el sentido negativo de la palabra. Esa clase de peligro nunca la había perturbado. Aquello era terror auténtico; el terror que se anudaba en la boca de su estómago; el terror que la abrumaba en cualquier momento del día, cuando estaba distraída. Y eso era mucho más nocivo que escribir malas palabras en la puerta del colegio.
Se oyeron pasos sigilosos, como de alguien con pantuflas, en el pasillo. Maggie advirtió que alguien giraba el picaporte de su puerta, lentamente y con sumo cuidado. Su habitación estaba a oscuras y también el corredor. Como no había luz, Maggie no pudo discernir con claridad el rostro de la persona que había abierto la puerta de su cuarto, pero tuvo el presentimiento de que se trataba de Elsie. Era la única que usaba pantuflas en la casa.
– No se mueva -susurró Elsie-. Y tampoco hable. Hay un hombre que trata de subir hasta su ventana, desde afuera.
– ¿Qué?
– ¡Shhh! Le dije que no hablara. Voy a dar una buena lección a ese tipo. Cuando termine con él, juro que no le van a quedar ganas de subirse a ninguna escalera por un largo tiempo.
Fue entonces cuando Maggie notó el brillo del caño de un arma entre las sombras. Elsie estaba precisamente a su lado. Sostenía el arma entre ambas manos, al igual que los policías de las películas que Maggie había visto tantas veces.
– No se preocupe por nada -le dijo Elsie-. Ya he hecho esto anteriormente. Sé dónde tengo que apuntar.
Una silueta negra se dibujó en la ventana, bastante alejada de la cama. La hoja de un cuchillo recorrió el perímetro de los cristales y Maggie pudo ver que se trataba de un hombre que llevaba algo sobre la cara. Una media de mujer, quizás. Tanto ella como Elsie habían buscado refugio en la oscuridad del cuarto, pero el intruso tenía la luz de la luna como fondo. Se inclinó para entrar en la habitación y Elsie accionó el gatillo.
Maggie tuvo la sensación de estar parada junto a un obús. El estrépito fue ensordecedor. El caño lanzó una llamarada. El olor a humo y a aceite laceró sus fosas nasales. El hombre que estaba en la ventana gritó de miedo y desapareció. Se oyó un golpe seco cuando su cuerpo dio contra el suelo, seguido del ruido metálico de la escalera, que seguramente había caído sobre él.
– ¡Caray! Me entusiasmé y disparé demasiado pronto -se lamentó Elsie-. Ni siquiera había pasado la mitad del cuerpo por la ventana. Tal vez sólo le haya dado en el corazón.
Hank entró corriendo en la habitación, subiéndose el cierre de sus jeans.
– ¿Qué carajo fue eso?
– Elsie disparó a un tipo que estaba trepando por una escalera -explicó Maggie-. Quería meterse en mi cuarto.
Hank se acercó a la ventana y miró por el vidrio roto.
– No creo que lo haya herido de gravedad. Lo veo alejarse entre los manzanos. Mejor dicho, no creo que haya dado en el blanco, porque en esta pared hay un agujero del tamaño de una uva. ¿Cuántas veces disparó, Elsie?
– Sólo una. Ese sujeto se esfumó tan pronto que no me dio tiempo a dispararle por segunda vez.
– ¿Alguna de las dos pudo verlo bien?
– El muy maricón llevaba una media de mujer sobre la cabeza -dijo Elsie-. Casi no alcancé a verlo.
– Yo tampoco pude verlo bien -agregó Maggie-, pero me pareció más robusto que el anterior. Creo que se trataba de otra persona. Hasta el grito fue distinto.
– Yo lo oí husmear por la casa -continuó Elsie-. Cuando logré asomarme por una ventana, él ya estaba trepado a la escalera. Por eso, tomé mi pequeño Leroy y subí al cuarto de Maggie.
Con mucha cautela, Hank tomó el arma de las manos de Elsie y vació el cargador.
– ¿El pequeño Leroy?
– Lo compré cuando vivía en Washington, en una de esas ventas de garajes. El hombre que me lo vendió lo había bautizado así en honor a un amigo suyo, que también era aparatoso y muy rudo.
– Será mejor que deje al pequeño Leroy bajo mi custodia, por seguridad -aconsejó Hank.
Elsie se guardó el arma en el bolsillo de la bata.
– Nunca voy a ninguna parte sin mi pequeño Leroy. Las viejas tenemos que protegernos solas, ¿sabe? Ya no puedo reducir a un tipo con una toma de karate. No me muevo con la misma rapidez de antes. A veces, cuando está por llover, me duele la rodilla, a causa de la artritis -Se volvió, para bajar la escalera-. Voy a prepararme un sándwich de carne fría. Siempre se me despierta el apetito cuando me desvelo en mitad de la noche.
Hank cerró las persianas y las cortinas de la ventana.
– ¿Dónde está Horacio? ¿No hemos convenido en que dormiría aquí?
– Se metió debajo de la cama cuando Elsie tiró a ese pobre diablo de la escalera. Debe de seguir escondido allí.
– No puedo culparlo -dijo Hank-. No sé qué es peor; si los intrusos que tratan de violar mi propiedad, o Elsie armada con ese artefacto.
– Tal vez debamos dar parte a la policía.
– Ya he hablado con Gordie Pickens sobre el primer incidente. Él es el comisario en esta jurisdicción del condado. Si lo llamo ahora, seguramente lo despertaré. Haré la denuncia mañana a primera hora -“Y mañana iré al pueblo para ver quién camina cojeando -pensó-. Si bien no estaba herido de bala, por la caída tendría que haberse lesionado la pierna como mínimo.”
– Demasiada coincidencia -dijo Maggie-. Alguien anda detrás del diario.
– ¿Lo guardaste en un sitio seguro?
– Entre el colchón y el colchón de resortes.
Hank se tendió en la cama, bien estirado.
– Perfecto. Entonces podré quedarme aquí toda la noche, así te protejo a ti y al diario al mismo tiempo.
Maggie le echó una mirada de desaprobación en la oscuridad.
– ¿Y quién va a protegerme de ti?
– No necesitas que te protejan de mí. Esta noche seré tú ángel guardián. Me quedaré junto a ti para cuidarte.
– Para ser totalmente honesta, no creo correr un gran peligro. Esta gente no me parece muy inteligente. Dudo que estemos frente a delincuentes profesionales.
– Tienes razón. Sus destrezas físicas dejan mucho que desear.
– ¿Crees que podría tratarse de alguna travesura? Me refiero a alguien que quiera jugarte una broma.
– Difícil. Aun en mis épocas de mayor rebeldía, jamás se me habría ocurrido irrumpir en la casa de nadie. De todas maneras, cualesquiera sean los móviles, creo que Elsie ha logrado asustarlos.
– ¿Entonces por qué te quedarás a pasar la noche aquí?
– No quiero desperdiciar la oportunidad de acostarme contigo -Se estiró, la tomó y la atrajo contra su cuerpo-. ¿Qué te parece? ¿Estás cómoda?
– En realidad…
– Estupendo -dijo él, abrazándola-. Esto será una suerte de experimento. Así dormiríamos si fuésemos amantes de verdad, aunque por supuesto, completamente desnudos. Tendrás que usar tu imaginación en esto de la inexistencia de la ropa -murmuró sobre su pelo.
– No empieces.
– Se me ocurrió que era necesario que prestaras atención a esto. Ya sabes, los detalles tienen su importancia.
– Ajá.
Hank pasó una pierna por encima del cuerpo de Maggie y cerró la mano sobre sus costillas.
– ¿Puedes imaginar cómo sentirías mi mano si estuvieras desnuda?
– ¡Otra vez la misma historia! ¡Estás tratando de seducirme!
– Lo sé. Soy una calamidad.
– Dijiste que esta noche sólo te comportarías como un ángel guardián.
– Ay, por Dios. ¿Vas a obligarme a cumplir esa promesa? -Suspiró exageradamente-. De acuerdo. Tienes razón. Dije que haría de ángel guardián y eso haré. Pero quiero que sepas que me cuesta horrores asumir ese papel. Espero que tengas consideración al respecto.
– ¿Vas a dormir ahora?
– Sí.
– Bien.
Permanecieron acostados en silencio por un tiempo. Horacio se había estirado debajo de la cama; Pompón estaba acurrucado en una vieja mecedora. Abajo, el reloj de la repisa marcaba el paso de las horas. La oscuridad era densa, aterciopelada; el aire transportaba la fragancia de los manzanos que se filtraba por la ventana abierta. Maggie sintió que Hank se relajaba y que su respiración adquiría un ritmo más pausado. Se había quedado dormido. Decidió que a eso también podría acostumbrarse fácilmente. Le gustaba esa paz de dormir junto a un hombre; la calidez y la seguridad; la silenciosa compañía. Maggie tenía una personalidad extravagante, pero disfrutaba a pleno los pequeños placeres de la vida. Le agradaba ver cómo se desperezaba su gata, lamer las paletas de la batidora cada vez que preparaba crema chantillí y el gesto posesivo con el que Hank la había abrazado.
Maggie se quedó allí un rato más, saboreando el placer de la proximidad de Hank y poco a poco, la fue invadiendo otra clase de placer. Paulatinamente, el deseo eclipsó al contento, quemándole la piel, las entrañas. Nunca había experimentado una sensación semejante; con esa urgencia desasosegada, por el simple hecho de estar junto a un hombre. Se le acercó y presionó sus labios sobre uno de los pezones masculinos. Recorrió con la mano su fibroso abdomen y sus senos cayeron pesadamente sobre el pecho de Hank. Lo vio moverse y notó que se alteraba el ritmo de su respiración.
– Hank… -murmuró ella en la oscuridad, descendiendo por su cuerpo con los labios-. En cuanto a ángel guardián…
Hank gimió.
Maggie tenía la mano apoyada sobre su ombligo; los músculos abdominales se endurecieron bajo su palma. Su propio vientre respondió con idéntica contracción. “De modo que de esto se trata”, pensó. Antes, nunca lo había entendido. Nunca había sido una víctima del deseo; nunca había sentido ese fuego interior.
Las manos de Hank se tornaron tensas en su espalda.
– Maggie, ¿qué estás haciendo?
– Creo que estoy tratando de seducirte. ¿Da resultado?
Otro gemido.
– En realidad, es la primera vez que seduzco a alguien.
– Será mejor que lo pienses bien.
– Ay, Dios. ¿Lo estoy haciendo mal?
– ¡No! Sólo quiero asegurarme de que es esto lo que realmente quieres.
¿Lo que ella quería? Ya no sabía lo que quería. En ese momento, amar a Hank le resultaba crucial para su existencia; tan imprescindible como respirar. Le respondió quitándose el camisón y arrojándolo al piso.
Nadie se movió. No se oyó palabra alguna. La respiración de ambos era agitada, aunque silenciosa. Y luego, de repente, sólo existió la pasión. Hank se arrancó los pantalones y se dirigió hacia ella con paso decidido, pues nunca había deseado a otra mujer de ese modo. La besó fervorosa y profundamente, hundiendo la lengua en su boca, recorriendo todo su cuerpo con las manos. Las palabras de amor y las tiernas demostraciones se postergaron para otro momento. En ese primer encuentro la urgencia y la ferocidad resultaban más excitantes que una práctica pausada y serena. Maggie arqueó la espalda y gritó de placer, bajo las imperiosas caricias de Hank. “Es mía. Mi mujer, mi esposa, mi amor”, pensó él mientras devolvía así la fiebre a aquel cuerpo femenino que, una vez más, clamaba por inmediata satisfacción. Hank no le daba tregua; la sentía moverse y contraerse debajo de sí.
– Maggie -fue todo lo que logró articular, porque el ardor lo consumía, lo sofocaba. La presión lo comprimía y pensó que el corazón saltaría de su pecho. Por fin una explosión de pasión los dejó a ambos sin aliento. Cuando todo terminó, se quedaron abrazados, durante un momento, sin palabras.
De pronto Hank levantó a Maggie en sus temblorosos brazos y la condujo por el pasillo.
– Esta segunda vez será más tranquila, más completa -le susurró él, mientras se dirigían hacia el dormitorio.