CAPÍTULO 1

A fines de siglo, la empresa Bigmount Brick contrató a inmigrantes recién llegados de Europa oriental, para trabajar en las minas de arcilla de Nueva Jersey. Instalados en Bigmount, ciudad donde la compañía tenía su sede, y en otro pueblo aledaño, llamado Riverside, construyeron modestas casas de ladrillos y de madera sobre lotes pequeños. Mantuvieron impecables las calles y las ventanas de sus viviendas; construyeron bares en cada esquina y distrajeron parte de su tiempo y de su dinero para edificar sus iglesias.

Cinco generaciones después, la población se había americanizado hasta cierto punto, pero Riverside seguía siendo un pueblo obrero de ventanas limpias. Las mujeres rusas ortodoxas conservaban siempre la costumbre de llevar el pan a la iglesia para ser bendecido, y las bodas todavía se celebraban en el Salón Nacional Polaco.

Desde su infancia, Maggie Toone siempre había soñado con festejar la suya en el Salón Nacional Polaco. Si bien el club campestre de Jarnesburg era mucho más bonito y en la zona había varios restaurantes más cómodos, el Salón Nacional Polaco contaba con una pista de baile encerada muy pulida, aunque bastante polvorienta, que susurraba con las melodías suaves y retumbaba como un corazón agitado cada vez que las enérgicas mujeres salían a bailar la polca. Era un lugar ideal para bodas, fiestas navideñas y aniversarios de plata; que formaba parte de la niñez de Maggie tanto como las trenzas, la sopa crema de tomates y el bullicio del tren de carga que despertaba al pueblo a medianoche.

Con el paso de los años, el Salón no perdió para Maggie ninguno de sus encantos. Pero no podía decirse lo mismo respecto del matrimonio. Y no porque ella se opusiera a esa institución, sino porque no tenía el tiempo necesario para procurárselo. Encontrar un marido era como padecer de tortícolis, especialmente en esos momentos en que su vida estaba en una encrucijada.

Sentada a la cabecera de la mesa del picnic, con los ojos fijos en el pastel de chocolate, Maggie dejó escapar un gemido ahogado. Julio recién empezaba y la temperatura ya ascendía a casi treinta y tres grados. Las veintisiete velitas, más una para la buena suerte, convertían el pastel en una hoguera; la cobertura de claras de huevo y azúcar comenzaba a derretirse. La cera fundida de las velas resbalaba por la superficie del pastel en tibias corrientes rojas, amarillas y azules que se derramaban por los costados formando pequeñas lagunas sobre la fuente que lo contenía. Por lo general, a Maggie le encantaban las fiestas de cumpleaños, sobre todo si eran en su honor. Pero ese día en particular tenía demasiadas cosas en qué pensar. De modo que, inspiró profundamente y sopló las velitas sin mucha ceremonia.

¿No es hermoso? -dijo Mabel, la madre de Maggie-. Un día perfecto para un picnic de cumpleaños -La mujer había comprado unos panecillos en la panadería de la calle Ferry. Había preparado ensalada de atún, huevos rellenos y hasta había cortado los rabanitos en forma de flores-. ¿Has formulado algún deseo, querida?

Sí. Lo hice.

No habrás pedido ninguna locura, ¿verdad?

Maggie sintió que el ojo empezaba a latirle. Puso el dedo sobre el párpado para detener el tic y respondió a su madre.

Por supuesto que mi deseo fue una locura. Jamás lo decepcionaría. Ni a tía Marvina -Sonrió porque aquélla era una tradicional broma familiar. Su madre y tía Marvina elevaron los ojos al cielo y suspiraron con gesto cómplice, rito que repetían invariablemente cada vez que Maggie bromeaba sobre sus locuras.

Era una niña conflictiva. Siempre lo había sido y siempre lo sería. Aunque ese día cumpliera veintisiete años, nunca dejaría de ser una constante frustración para su familia, un trastorno para su ostentoso abuelo irlandés -el único irlandés en Riverside.

– Veintisiete años -dijo tía Marvina-. ¡Cómo pasa el tiempo! Recuerdo todavía cuando era una beba.

Mabel cortó el pastel.

– Incluso desde bebé fue muy independiente.

– Se negaba a comer arvejas -evocó tía Marvina-. ¿Te acuerdas?

Mabel meneó la cabeza.

– Lo de las arvejas es como una constante. No importa lo que le convenga, ella siempre hará lo que quiera.

Tía Marvina agitó su tenedor en el aire.

– Cuando Maggie tenía nueve años, dije que jamás se casaría. ¡Era tan marimacho! ¿No tenía razón? Dime ¿no tenía razón?

– Sí, tenías razón. Debió haberse casado con Larry Burlew, ese muchacho tan agradable. O con Jimmy Molnar. Ése también se habría casado con ella -Mabel miró fijo a su hija, que estaba sirviéndose café en la otra punta de la mesa -Ahora se le ha ocurrido renunciar a su empleo. ¿De qué va a vivir, sin hombre y sin trabajo? Seis años de universidad. Un doctorado. ¿Para qué? Dos años de docencia tirados a la basura.

El ojo de Maggie latía peor que nunca. Pensó que había pasado demasiadas tardes con su madre y con tía Marvina. Si escuchaba esa historia de las arvejas una vez más, se pondría a gritar como una loca. Y Larry Burlew era un baboso. Antes que casarse con él, prefería enrolarse en la Legión Extranjera.

– Siempre ha sido muy obstinada -dijo Mabel-. Cuando se le mete una idea en la cabeza, no hay Cristo que se la quite. Entonces, dime -continuó, dirigiéndose a su hija-. Dime porqué no vas a seguir enseñando este año.

Maggie se sirvió una segunda porción de pastel.

– Voy a escribir un libro -contestó, levantando con el dedo la cera derretida de la vela, que se había derramado sobre la cobertura del pastel-. Voy a escribir un libro basado en el diario de tía Kitty.

Otra vez, Mabel y tía Marvina alzaron los ojos al cielo.

– Esto es una locura -declaró tía Marvina-. ¿De qué vas a vivir? ¿Cómo harás para pagar el alquiler?

– Estoy buscando un empleo que no sea tan exigente como la docencia. Tal vez un trabajo de media jornada, que me permita pasar la mayor parte del día escribiendo. De hecho, esta misma tarde tengo una entrevista.

Contempló azorada su plato vacío, preguntándose cómo había hecho para devorarse esa segunda porción tan gigantesca. Hasta la cera de las velas había desaparecido. Hizo sonar los nudillos de los dedos y carraspeó. Tenía una curiosidad: ¿se darían cuenta si se servía una tercera porción?

– ¿Qué clase de empleo es? -preguntó Mabel.

– Será un libro maravilloso -contestó Maggie-. El diario de tía Kitty contiene mucha información…

Su madre no estaba dispuesta a permitir que le cambiara el tema.

– Te he preguntado por el puesto. ¿Qué clase de trabajo es?

– Este almuerzo ha sido una excelente fiesta de cumpleaños. El pastel estuvo estupendo, pero debo irme de inmediato -Ya se había puesto de pie. Tenía el bolso colgado del hombro y los regalos apretados bajo el brazo. Besó a su madre y dio un abrazo a su tía.

– El empleo -insistió la madre.

Maggie empezó a caminar rumbo a su auto.

– Nada de qué preocuparse. Un hombre desea alquilar una esposa y yo debo reunirme con él a las tres y media para tomar un café -Maggie ocupó su sitio al volante, cerró la puerta abruptamente, la trabó, subió la ventanilla y puso el acondicionador de aire al máximo. Insertó de un golpe un casete en la grabadora y volvió la cabeza para mirar a su madre y a su tía Marvina. Las vio articular los labios, pero no pudo descifrar ni una palabra de lo que decían. Se quedó observándolas unos momentos mientras su tensión se disipaba. Sí, hasta el tic se le había aliviado. Sonrió con amabilidad y agitó la mano en el aire a modo de despedida. Con ese gesto, abandonó la casa.

Maggie pensó que debía proponerse firmemente dejar de beber tanto café. El corazón le latía a un ritmo tan vertiginoso que parecía golpearse contra el pecho. Prefirió no atribuir esa reacción al aspecto del hombre sentado frente a ella, dolorosamente apuesto. Tampoco quiso relacionarla con su voz suave y sensual, ni con sus cálidos ojos color chocolate. Sin duda la causa estaba en la cafeína. Demasiada. Así de simple. Apartó el pocillo para evitar la tentación de otro sorbo, pero como la buena voluntad no era uno de sus atributos más descollantes, volvió a acercárselo y bebió un buen trago. Ahora que se había decidido a asumir el rol de esposa, pensó esperanzada en el Salón Nacional Polaco.

– ¿Cree que deberíamos organizar una fiesta? -preguntó a Hank Mallone-. ¿Le parece bien una recepción después de la boda?

El rostro de Mallone reflejó una expresión de auténtico espanto. Apenas si podía pagarse la hamburguesa que tenía frente a sí como para soñar con la descabellada idea de una fiesta de bodas. No tenía ningún par de zapatos negros; odiaba la pompa y las ceremonias; no sabía bailar y, por sobre todas las cosas, Maggie Toone no reunía ni remotamente los requisitos que él exigía en una candidata a esposa.

– No -contestó sin rodeos-. No me parece bien que organicemos una fiesta de bodas.

Maggie miró a su alrededor como al pasar. El restaurante no era horrendo, pero tampoco de lo mejor. Apenas superior a cualquier bar de comidas rápidas. Las plantas que colgaban del cielo raso eran naturales y el piso estaba relativamente limpio. Decidió que todo podía haber sido peor. El hombre podía haberla invitado a lo de Jake el Grasiento a comer salchichas con chili.

– Fue sólo una idea -sonrió ella-. Me encantan las fiestas.

Sorprendido al advertir que le correspondía la sonrisa, Hank se obligó a endurecer su expresión al instante. Supuestamente estaban compartiendo un almuerzo de negocios. Había citado a esa mujer para alquilarla como esposa y tenía ideas bien concretas al respecto. Había solicitado a la agencia que la candidata fuera una fría rubia de ojos azules y largos cabellos lacios recogidos en un rodete sobre la nuca. Su esposa ideal tendría que ser sofisticada y recatada; la anfitriona perfecta para lucir un traje sastre o un modesto vestido negro. En síntesis, debía ser una mujer que le provocara un rechazo absoluto.

Pero Maggie Toone no reunía una sola de esas condiciones. Se trataba de una muchacha endiabladamente bonita, de cabellos rojizos que flameaban rebeldes en apretados ricitos. Tenía la nariz respingada, penetrantes ojos verdes y pecas por todas partes; además, unos cuantos centímetros menos que la escultural esposa que él había encargado. Su voz era demasiado ronca; la risa, contagiosa por demás.

– Lo lamento, señorita Toone -le dijo-, pero me temo que usted no es exactamente lo que busco.

– ¿Y qué es lo que busca?

– Una rubia.

– Puedo ser rubia.

– Sí, pero yo quería una mujer más alta.

– Puedo ser más alta.

– No es nada personal -insistió él-. Si yo me hubiera lanzado al mercado a buscar una esposa de verdad, usted sería la primera de la lista. Pero desgraciadamente, no creo que sirva para esposa ficticia. Necesito alguien diferente.

Maggie se inclinó hacia adelante, apoyando un codo sobre la mesa.

– Señor Mallone, no sé cómo decirle esto, pero me contrata a mí o a nadie. Soy el único recurso de la agencia. Ninguna mujer se ha desquiciado a tal punto como para aceptar un trabajo de esposa e irse a vivir a los quintos infiernos de Vermont durante seis meses.

– ¿Me está tomando el pelo? Este es un empleo maravilloso. Vermont es muy bonito. Le ofrezco casa y comida y, además, le queda el sueldo limpio. Hasta he contratado una mucama -La estudió con detenimiento-. Si es un trabajo tan denigrante, ¿cómo es que usted se ha postulado? ¿Cuál es su problema?

La pregunta la confundió un poco, ya que, en el fondo, a ella la angustiaba la misma inquietud. ¿Cuál era su problema? ¿Por qué jamás estaba a gusto con los convencionalismos? Tía Marvina sostenía que Maggie se la pasaba haciendo locuras para llamar la atención. Pero Maggie sabía que no era cierto. Nunca le había interesado la atención de los demás. Simplemente, su escala de prioridades era diferente. Dejó de lado sus dudas y, desafiante, alzó apenas la nariz.

– Soy profesora de inglés en la escuela secundaria y me he tomado una licencia de un año para escribir un libro. Vermont sería un lugar ideal para mí -Cualquier ciudad que estuviera a más de trescientos kilómetros de Riverside lo sería, pensó. Amaba a su madre y a su tía Marvina, pero necesitaba alejarse de aquel pequeño pueblo de casas de ladrillos, calles sinuosas y minas de arcilla.

Examinó a Hank Mallone y se preguntó si estaría haciendo lo correcto. Tenía el pelo oscuro, casi negro y un tanto largo para ser el magnate que ella esperaba. En la agencia de empleos le habían dicho que era presidente del directorio de Mallone Enterprises, aunque más bien parecía un modelo de alguna publicidad de cerveza. Espesas cejas negras enmarcaban sus ojos, armonizando con el bronceado de su tez. La nariz era recta; la boca, tierna y sensual; su cuerpo, perfecto; hombros anchos, caderas estrechas y una masa muscular cuyo volumen superaba con creces las expectativas de cualquier ejecutivo.

– En la agencia de empleos me informaron que usted es presidente del directorio de Mallone Enterprises. ¿Es así?

El rostro de Hank se encendió.

– Me temo que han exagerado un poco las cosas. Soy propietario de los Manzanares Mallone y de una pequeña fábrica. En realidad, no es una fábrica. La llamamos así porque en Skogen, Vermont, no existe ninguna fábrica auténtica. En realidad, sólo se trata de un gran galpón de metal corrugado, donde la señora Moyer y las mellizas Smullen preparan las tartas. Luego las vendemos en la tienda de ramos generales de Mamá Irma.

La idea de alquilar una esposa le había parecido magnífica el día anterior, cuando se puso en contacto con la agencia de empleos. Pero ahora que tenía a la candidata frente a frente, Hank Mallone se sentía como un reverendo idiota. Los hombres normales e inteligentes no salen por allí a alquilar esposas. ¿Cómo podía explicar su imperiosa necesidad de procurarse un cónyuge de inmediato sin aparecer como un infeliz? Lo último que necesitaba era ponerse en ridículo ante la dama que tenía frente a sí. En un primer momento, su intención fue contratar una mujer a la que pudiera ignorar fácilmente, pero terminó con una bomba pecosa que lo incitaba a pensar en los arreglos de alcoba. Sus planes se desbarataban. Si se llevaba a Maggie Toone a casa, su vida se convertiría en un infierno. Vagamente, consideró la posibilidad de consultar con otra agencia, pero sabía que ya era demasiado tarde. Estaba atrapado. Ignoraba la razón exacta, pero tenía plena conciencia de que era incapaz de negar algo a aquella versión adulta de la Huerfanita Annie. Si ella deseaba instalarse en Vermont para escribir su libro, Hank removería cielo y tierra para darle el gusto. Apretó los labios con expresión de contrariedad.

– ¿Y bien? ¿Qué me dice? ¿Todavía quiere el empleo?

Maggie ya lo había decidido, pero pensó que no le vendría nada mal torturarlo un poco.

– En la agencia me informaron que usted sólo deseaba una mujer que estuviera en la casa y de vez en cuando hiciera de anfitriona. ¿Correcto?

– Sí.

– ¿No me pediría nada más?

– No.

Maggie le dirigió una prolongada y pensativa mirada. Si ese hombre estaba tan desesperado por conseguir una esposa, ¿por qué simplemente no salía a buscarla y se enamoraba de verdad? Era un tanto sospechoso.

– ¿Qué problema tiene usted? ¿Es… raro?

El color reavivó las mejillas de Hank.

– ¡No, Dios santo!, necesito una esposa sólo por algunos meses -Se llevó una mano al cabello-. Quiero reinvertir en mi empresa para expandirla, pero todos los bancos locales se niegan a otorgarme crédito. Desconfían de mi estabilidad como ciudadano.

Maggie arqueó las cejas.

– ¿Y por qué?

– Nací en Skogen, pero me fui del pueblo no bien aprendí a descifrar un mapa. Como había jugado hockey toda mi vida y lo hacía bastante bien, decidí probar suerte en el ámbito profesional. Y estuve a punto de lograrlo -Hizo un ademán con los dedos-. Siempre fui bastante bueno para dejarme llevar por la corriente, pero pésimo para tomar decisiones definitivas. Cuando lo del hockey no funcionó, estuve un tiempo vagando de aquí para Allá, tratando de encontrar algo que despertara mi interés. Supongo que para los habitantes de Skogen yo debía ser un individuo bastante informal. Por fin decidí seguir mis estudios. Me inscribí en la universidad de Vermont, en la carrera de agricultura y comercialización. Pero nunca me gradué -La sonrisa que durante tanto tiempo había estado reprimiendo, asomó por fin a sus labios-. Las fechas de exámenes suelen coincidir con el comienzo de la temporada de pesca o con la época de mejor nieve en el monte Mansfield. No me parecía correcto renunciar a la nieve sólo para demostrar que sabía algo sobre determinado tema.

Maggie asintió, comprensiva. A menudo había experimentado idéntica sensación.

– La mayor parte de la gente piensa que tengo actitudes irresponsables -dijo él.

– Eso depende de lo que usted pretenda de la educación. Si quiere tener los conocimientos, pero el título no le interesa, entonces puede darse el gusto de ir a esquiar en épocas de exámenes. Claro que yo jamás aceptaría semejante excusa por parte de uno de mis alumnos.

– Bueno, en realidad, no falté a todos mis exámenes. Durante los dos primeros años, llovió bastante. De todas maneras, todos en Skogen pensaban que estaba perdiendo tiempo y dinero. Todos, excepto mi abuela Mallone. Era dueña de hectáreas y hectáreas de tierras a las que no se daba mucho uso. Ella me autorizó a sembrar manzanos allí. Como a esos campos nunca se les había aplicado pesticidas, los mantuve orgánicos. Ya sé que todo Skogen cree que nado contra la corriente, pero yo estoy convencido de que existe un mercado en potencia para los productos orgánicos -Se metió en la boca unas cuantas papas fritas que había pinchado con el tenedor-. Mi abuela Mallone falleció el año pasado y yo heredé de ella la casa y los campos. Los manzanos por fin están madurando. Necesito construir un lagar para extraer el jugo de la fruta y una planta embotelladora. ¡Ah! y también un sitio más adecuado para hornear las tartas. Si logro elaborar una mayor cantidad de derivados, podré aprovechar mejor la producción de manzanas de segunda selección, que por lo general se desperdicia.

– La idea me parece maravillosa, pero no entiendo qué tengo que ver yo con todo eso.

– Gracias a usted, mi imagen será respetable y entonces me otorgarán el crédito que necesito para expandirme. Va a quitarme a Linda Sue Newcombe de encima. Y a Holly Brown. Y a Jill Snyder… -Advirtió que Maggie quedaba boquiabierta-. He tenido algunas manías de soltero. Pero eso pertenece al pasado.

Maggie puso los ojos en blanco.

– Es un pueblo chico -explicó él-. La gente es buena, pero un poco obstinada. Una vez que forman una opinión con respecto a algo, no hay quien pueda modificárselas. Me gusta cultivar manzanas y quiero ganarme la vida de ese modo, pero sé que todo va a derrumbarse si no consigo el dinero de alguna parte. Ya me han rechazado una solicitud de préstamo en una oportunidad, pero el banco se comprometió a reconsiderar su posición después de la cosecha de otoño. Si usted me ayuda a aparentar que soy un hombre casado y asentado, yo la ayudaré a escribir su libro.

– ¿Por qué no se casa con Linda Sue Newcombe o con Holly Brown?

Hank suspiró y se repantigó en su silla.

– Porque no estoy enamorado de Linda Sue ni de Holly. Ni tampoco de Jill Snyder, ni de Mary Lee Keene, ni de Sandy Ross.

Maggie empezaba a inquietarse.

– ¿Cuántas mujeres ha metido en casa de su abuelita?

Hank notó que la irritación hacía fruncir la nariz de la muchacha y en sus oídos de solterón las campanas de emergencia comenzaron a tañer.

– No me diga que va a empezar a ladrar como una esposa de verdad.

– Escuche, Hank Mallone. No piense ni por un segundo que usted va a salir corriendo detrás de cuanta falda se le cruce por Skogen, mientras yo hago el papel de la pobre esposa digna de lástima. Como podrá imaginar, tengo mi orgullo.

Sí, señor. Decididamente, esa mujer convertiría su vida en un infierno, pensó Hank. Dejaría su sello personal estampado en todo lo relativo a esa locura de la esposa alquilada. Lo obligaría a levantar la tapa del inodoro y le prohibiría guardar los envases de leche vacíos en el refrigerador. Y, peor aún, lo manejaría con una rienda bien cortita. Se pararía desnuda bajo su ducha, con un enorme cartel tatuado en su delicioso trasero que dijera: “Las manitas en los bolsillos”. Se presentaría cada mañana a desayunar a su mesa, pavoneándose con una camiseta, sin sostén y Hank tendría que comerse los codos. La sola idea de haber tomado en cuenta una idea tan disparatada lo convertía en un loco rematado.

– Una pregunta más -dijo Maggie-. ¿Por qué ha venido a Nueva Jersey a buscar esposa?

– El año pasado asistí a un taller de entomología que se dictó en Rutgers y duró seis semanas. Supongo que el romance comenzó allí. Y seré absolutamente franco con usted. Quiero alguien que venga de un pueblo lo bastante alejado del mío, como para que no se convierta en una carga o un trastorno cuando este contrato llegue a su término.

– Qué afortunada soy.

Rayos. Ahora la loca parecía ella.

– No hay necesidad de tomarlo como algo personal.

Hundió los dientes en su hamburguesa y masticó vigorosamente. Detestaba que la encuadraran en la categoría de posible carga o trastorno. Era como sugerir que se enamoraría de él, o que sería un bufón social.

– ¿Y por qué presume que su esposa alquilada se convertiría automáticamente en una carga o un trastorno?

– Tengo que medir todas las consecuencias. Ésa sería la peor.

– Bueno, le aseguro que no seré ni una carga ni un trastorno.

– ¿Significa que aún quiere hacer de esposa?

– Eso creo. Siempre y cuando no tenga obligación de planchar.

– Ya le dije que he contratado a una mucama. Es un poco vieja, pero al parecer, todavía sirve para esos menesteres. Se presentó por un aviso que publiqué en el periódico de Filadelfia.

Ahora que todo estaba arreglado, Maggie experimentó cierta ansiedad. Iría a vivir a Vermont y tendría tiempo para escribir su libro. El párpado prácticamente había dejado de latir y los pies se le iban solos, ansiosos por ponerse en acción.

– ¿Cuándo desea que comience con mis obligaciones conyugales?

– ¿Cuánto demorará en empacar?

Examinó la pregunta un momento, calculando todos los asuntos que debía resolver: notificar a la empresa de servicios públicos, a la telefónica y al repartidor de periódicos. Tal vez, debería invertir más tiempo en el subalquiler de su departamento, pero bien podía dejar todo en manos de alguna inmobiliaria.

– Una semana.

AL parecer, una semana era una eternidad para Hank. Maggie podría cambiar de opinión en ese lapso; encontrar otro empleo; enamorarse de otro y casarse con él.

– En realidad, tengo bastante prisa por procurarme una esposa -confesó-. ¿No cree posible acortar el plazo hasta mañana?

– Decididamente no.

– No será una de esas coloradas cabeza dura, ¿verdad?

Detestaba que la tacharan de colorada cabeza dura -sobre todo, porque era la pura verdad.

– No soy una colorada cabeza dura -replicó-. Pero mudarme mañana es totalmente irracional.

– Bueno. Pasado mañana.

– Necesito tres días como mínimo.

– De acuerdo -aceptó Hank-. Tres días.

Загрузка...