Capítulo V



Tell Yarimjah

No tengo inconveniente en admitir que mi primera impresión al ver a la señora Leidner fue de franca sorpresa. Cuando se oye hablar mucho de una persona, cada cual forma en su mente la imagen que le sugieren los comentarios. Yo estaba firmemente convencida de que la señora Leidner era una mujer tétrica y malhumorada. De las que siempre tienen los nervios de punta. Y además esperaba que fuera, hablando con franqueza, un poco vulgar. Pero no era, ni por asomo, lo que yo me había figurado. En primer lugar, era rubia. No era sueca, como su marido, pero por su aspecto podía muy bien haber pasado por tal. Sus cabellos tenían ese color rubio escandinavo que tan raras veces se encuentra. No era joven. Calculé que tendría entre treinta y cuarenta años. El aspecto de su cara era algo macilento, y unas canas se distinguían entre sus rubios cabellos. Sus ojos, por otra parte, eran muy hermosos.

Hasta entonces no me había topado con ningunos ojos como aquellos, cuyo color pudiera describirse como violeta. La señora Leidner era delgada y de aspecto delicado.

Si dijera que tenía un aire de intenso cansancio y, al mismo tiempo, de gran viveza, parecería que digo una tontería, pero tal fue la impresión que me causó. Me di cuenta, también, de que era toda una señora. Y esto significa algo, aun en estos tiempos. Me tendió la mano y me sonrió. Su voz tenía un tono bajo y suave, y hablaba con un ligero acento americano.

—Me alegro de que haya venido, enfermera. ¿Quiere tomar el té, o prefiere usted que vayamos a ver su habitación primero?

Le dije que tomaría el té y ella me presentó a los demás.

—Ésta es la señorita Johnson... y el señor Reiter. La señora Mercado. El señor Emmott. EL padre Lavigny. Mi marido vendrá dentro de poco. Siéntese entre el padre Lavigny y la señorita Johnson.

Hice lo que me indicó y la señorita Johnson empezó a hablar, preguntándome acerca de mi viaje. Le faltaba poco para cumplir los cincuenta, según juzgué, y tenía un aspecto algo masculino, a lo que contribuía un cabello grisáceo, peinado muy corto. La cara, fea y arrugada, con una cómica nariz respingona que tenía la costumbre de restregarse furiosamente cuando algo le preocupaba o extrañaba. Llevaba una falda y chaqueta de tweed, de hechura más bien masculina. Al poco rato me contó que era oriunda de Yorkshire.

Encontré al padre Lavigny un tanto sorprendente. Era un hombre de alta estatura, con una gran barba negra. Usaba gafas de pinza. Le oí decir a la señora Kelsey que había allí un fraile francés, y entonces me di cuenta de que el padre Lavigny usaba un hábito monacal de color blanco. Quedé algo admirada, pues siempre había creído que los frailes se enclaustraban en los conventos y no volvían a salir de ellos.

La señora Leidner le habló casi siempre en francés, pero él se dirigió a mí en un inglés muy correcto. Advertí que tenía unos ojos penetrantes y observadores, que se iban fijando detenidamente en la cara de cada uno de los congregados.

Frente a mí estaban los otros tres. El señor Reiter era un joven rubio y rollizo, y usaba gafas. Tenía el pelo largo y ondulado. Sus ojos azules eran redondos como platos. Pensé que debía haber sido un lindo bebé en otros tiempos, pero entonces no le quedaba nada que valiera la pena de verse. En realidad, tenía cierto aspecto de lechoncillo. El otro joven llevaba el pelo cortado al rape. Tenía la cara estirada, más bien cómica, y al reír mostraba unos dientes perfectos, lo que le hacía muy atrayente. Hablaba muy poco; se limitaba a mover la cabeza cuando le dirigían la palabra, o contestaba con monosílabos. Era americano, como el señor Reiter. La tercera persona era la señora Mercado, a quien no pude observar a mi gusto, pues cuando dirigía la vista hacia ella siempre la encontraba mirándome con una especie de atención que me resultaba un tanto desconcertante, por no decir otra cosa. Dada la manera con que me observaba, podía asegurarse que una enfermera era un bicho raro. ¡Qué falta de educación! Era muy joven, pues no pasaría de los veinticinco; morena y de aspecto escurridizo, si se me permite decirlo así. En cierto modo tenía buena presencia, aunque, como diría mi madre, no podía ocultar su vulgaridad. Llevaba un jubón de color vivo que hacía juego con el tono de sus uñas. Era delgada de cara y en ella se veía una expresión anhelante, que hacía recordar la de un pájaro. Tenía los ojos grandes y los labios apretados en un rictus malicioso.

El té estaba muy bien hecho. Una mezcla fuerte y agradable, nada parecida a la infusión suave que tomaba siempre la señora Kelsey, y que había sido mi tortura durante los últimos tiempos. Sobre la mesa había tostadas, mermelada, un plato de bollos y una tarta. El señor Emmott, muy cortés, me ayudó a servirme. A pesar de su retraimiento, observé que siempre estaba atento a que mi plato no quedara vacío.

Al cabo de un rato entró el señor Coleman y tomó asiento al otro lado de la señorita Johnson. Sus nervios, al parecer, estaban en perfectas condiciones, pues habló por los codos.

La señora Leidner suspiró y le dirigió una cansada mirada que no pareció afectar al joven en lo más mínimo. Ni tampoco el hecho de que la señora Mercado, a quien dirigía la mayor parte de su charla, estuviera tan ocupada mirándome que a duras penas le contestara.

Estábamos terminando el té cuando entraron el doctor Leidner y el señor Mercado.

El primero me saludó con su habitual cortesía. Vi cómo sus ojos se dirigían rápidamente hacia su esposa y después pareció aliviado por lo que en ella distinguió.

Tomó asiento al otro lado de la mesa, mientras el señor Mercado lo hacía junto a la señora Leidner. Era éste un hombre alto, delgado y de aspecto melancólico. Mucho más viejo que su esposa. De tez cetrina, llevaba una barba extraña, lacia y sin forma alguna. Me alegré de que hubiera llegado, pues su mujer dejó de mirarme y su atención se centró en él. Lo vigilaba con una especie de anhelo impaciente que encontré bastante raro. El hombre revolvió con la cucharilla su taza de té. Parecía abstraído. Tenía en el plato un trozo de tarta que no probó.

Todavía quedaba vacante uno de los sitios alrededor de la mesa. Al poco rato se abrió la puerta y entró otro hombre.

Desde el momento en que vi a Richard Carey opiné que era uno de los hombres más apuestos con que me había topado desde hacía mucho tiempo, y aun me atrevo a decir que jamás vi otro como él. Decir que un hombre es guapo y al propio tiempo que su cabeza parece una calavera parecer una contradicción y, sin embargo, en aquel caso era verdad. Su cara producía el efecto de tener la piel sencillamente aplicada sobre los huesos, aunque éstos tenían un modelado perfecto. Las vigorosas líneas de la mandíbula, sienes y frente estaban tan fuertemente trazadas que me recordaban las de una estatua de bronce. Y en aquella cara flaca y morena refulgían los más brillantes y azules ojos que nunca vi. Medía unos seis pies de estatura y, según calculé, tendría poco menos de cuarenta años.

—Enfermera, éste es el señor Carey, nuestro arquitecto —dijo el doctor Leidner.

El recién llegado murmuró algo con voz agradable, apenas audible, y tomó asiento al lado de la señora Mercado.

—Me parece que el té está un poco frío —dijo la señora Leidner.

—No se moleste, señora Leidner —contestó él—. La culpa es mía por haber llegado tarde. Quería acabar el plano de esas paredes.

—¿Mermelada, señor Carey? —preguntó la señora Mercado.

El señor Reiter le acercó las tostadas.

Y entonces me acordé de lo que dijo el mayor Pennyman. “Lo explicaré mejor diciendo que se pasaban la mantequilla de unos a otros con demasiada cortesía”.

Sí; había algo extraño en todo aquello...

Demasiada ceremonia...

Hubiérase dicho que era una reunión de personas que no se conocían; pero no de gentes que, en algunos casos, se trataban desde hacía muchos años.

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