Capítulo VII



El hombre de la ventana

Creo que ser preferible aclarar, antes de pasar adelante, que en esta narración no encontrarán los lectores ningún comentario de color local que sirva de fondo al relato.

No entiendo nada de arqueología y no creo que llegue a interesarme nunca tal materia.

Me parece una solemne sandez el ir enredando con gente y cosas enterradas y olvidadas. El señor Carey solía decirme que yo no tenía temperamento de arqueólogo, y estoy segura de que le sobraba la razón.

A la mañana siguiente de mi llegada, el señor Carey preguntó si me gustaría ir a ver un palacio que estaba "planeando". No sé cómo puede planearse una cosa que existió hace tanto tiempo. Pero le aseguré que me encantaría ir y, en realidad, hasta me emocionaba un poco la idea. Al parecer, aquel palacio tenía cerca de tres mil años de antigüedad. Me pregunté qué clase de edificios tendría la gente en tales tiempos y si serían como los que yo viera en las fotografías de Tutankamón. Pero créase o no, allí no había más que barro seco. Polvorientas paredes de adobes, de unos dos pies de alto, y nada más.

El señor Carey me llevó de aquí para allí, contándome cosas; aquello era un gran atrio, y allí estuvieron situados varios aposentos, un piso superior y otras habitaciones que daban al patio central. Y yo pensaba: "¿Cómo lo sabrá?", aunque fui lo bastante discreta para no preguntárselo. Puedo asegurar que me llevé una desilusión. Aquellas excavaciones no contenían más que barro; nada de mármoles ni oro, o algo que fuera bonito, por lo menos. La casa de mi tía, en Cricklewood, hubiera parecido una ruina mucho más imponente. Y aquellos asirios, o lo que fueran, se llamaban a sí mismos "reyes". Cuando el señor Carey acabó de enseñarme su "palacio", me dejó con el padre Lavigny, que se encargó de mostrarme el resto del montículo. Me causaba cierto recelo el padre Lavigny por ser extranjero; y, además, por aquella voz profunda que tenía. Sin embargo, se mostró muy amable, aunque fue algo difuso en sus explicaciones.

Algunas veces me dio la sensación de que todo aquello le importaba tan poco como a mí.

La señora Leidner me lo explicó más tarde. Me dijo que el padre Lavigny sólo se interesaba por "documentos escritos". Los asirios escribían sobre barro con unas marcas de raro aspecto, pero muy perceptibles. Hasta se habían encontrado tablillas escolares. Sobre una de las caras estaban escritas las preguntas del maestro, y al dorso se veían las contestaciones del discípulo. He de confesar que me interesaron dichas tablillas, pues tenían un profundo sentido humano.

El padre Lavigny me acompañó a dar una vuelta por las excavaciones y me enseñó, diferenciándolos, lo que eran templos o palacios, y lo que eran casas particulares.

Incluso me mostró un sitio que, según dijo, era un primitivo cementerio de los acadios[3].

Hablaba de una forma bastante incoherente; se refería someramente a un asunto y luego pasaba sin interrupción a tratar de otros.

—Me parece extraño que hayan contratado sus servicios, enfermera —dijo en una ocasión—. ¿Es que la señora Leidner está realmente enferma?

—No en el sentido literal de la palabra —contesté.

—Es una mujer rara —comentó—. Creo que es peligrosa.

—¿Qué quiere decir? —pregunté—; ¿peligrosa? ¿De qué forma?

Sacudió la cabeza, pensativo.

—Creo que es cruel —replicó—. Sí, estoy seguro de que puede ser muy despiadada.

Era curioso que un fraile dijera aquello. Supuse, desde luego, que habría oído muchas cosas en confesión; pero este pensamiento aumentó mi desconcierto, pues no estaba segura de si los frailes confesaban, o sólo podían hacerlo los sacerdotes. Yo estaba convencida de que era fraile, pues llevaba aquel hábito blanco, que, por cierto, recogía fácilmente la suciedad. Y, además, llevaba un rosario colgando del cinturón.

—Perdone —aduje—. Me parece que eso son bobadas.

El padre Lavigny negó con la cabeza.

—Usted no conoce a las mujeres como yo —añadió—. Sí, puede ser despiadada —continuó—. Estoy completamente convencido de ello. Y no obstante, a pesar de que es más dura que el mármol, está asustada. ¿Qué es lo que le asusta?

"Eso es lo que todos quisiéramos saber", pensé.

Era posible que su propio marido lo supiera, pero nadie más.

El padre Lavigny me miró de pronto con sus ojos negros y brillantes.

—¿Encuentra algo extraño aquí? ¿O le parece todo normal?

—No lo encuentro normal del todo —repliqué, después de considerar la respuesta—. No está mal, por lo que se refiere a la forma en que lo tienen organizado... pero se nota una sensación de incomodidad.

—Yo también me siento incómodo. Tengo el presentimiento —de pronto pareció acentuarse en él su aspecto extranjero— de que algo se está preparando. El propio doctor Leidner no es el que era. Algo le inquieta.

—¿La salud de su esposa?

—Tal vez. Pero hay algo más. Hay... ¿cómo lo diría?... una especie de desasosiego.

Eso era cierto. Reinaba el desasosiego entre los componentes de la expedición.

No hablamos más porque entonces se me acercó el doctor Leidner. Me mostró la tumba de un niño que justamente acababa de ser descubierta. Era una cosa patética; aquellos huesos de reducido tamaño, un par de pucheros y unas pequeñas motitas que, según dijo el doctor Leidner, eran las cuentas de un collar.

Los peones que trabajaban en las excavaciones me hicieron reír de buena gana.

Eran una colección de espantajos, vestidos con andrajosas túnicas y con las cabezas envueltas en trapos, como si tuvieran jaqueca. De vez en cuando, mientras iban de un lado a otro llevando cestos de tierra, empezaban a cantar. Por lo menos, yo creo que cantaban, pues era una especie de monótona cantinela que repetían infinidad de veces.

Me di cuenta de que la mayoría de ellos tenía los ojos en condiciones deplorables; todos cubiertos de legañas. Uno o dos de aquellos hombres parecían estar medio ciegos.

Meditaba sobre cuán miserable era aquella gente, cuando el doctor Leidner dijo:

—Tenemos un excelente equipo de hombres, ¿verdad?

«¡Qué mundo tan dispar es éste!, pensé y de qué forma tan diferente pueden ver dos personas la misma cosa. Creo que no lo he expresado bien, pero supongo que sabrán lo que quiero decir».

Al cabo de un rato, el doctor Leidner dijo que volvía a la casa para tomar una taza de té. Le acompañé y durante el camino me fue explicando algunas cosas de las que veíamos. Ahora que lo explicaba él, todo me parecía diferente. Podía verlo todo tal como había sido, por decirlo así. Las calles y las casas. Me enseñó un horno en que los asirios cocían el pan y me dijo que, en la actualidad, los árabes utilizaban unos hornos muy parecidos.

Cuando entramos en la casa encontramos a la señora Leidner que ya se había levantado. Tenía mucho mejor aspecto y no parecía tan delgada y agotada. Nos trajeron el té al cabo de un momento, y entretanto, el doctor Leidner le contó a su esposa lo que había ocurrido en las excavaciones durante la mañana. Luego volvió al trabajo y la señora Leidner preguntó si me gustaría ver algunos de los objetos que habían sido encontrados hasta entonces. Le dije que sí, y me llevó hasta el almacén.

Había en él gran variedad de cosas esparcidas, la mayoría de las cuales, según me pareció, eran cacharros rotos; y también otros que habían sido reconstruidos pegando sus diferentes fragmentos. Pensé que todos aquellos chismes hubieran estado mejor en el cubo de la basura.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. Es una lástima que estén tan rotos, ¿verdad? ¿Vale la pena guardarlos?

La señora Leidner sonrió y dijo:

—Que no la oiga Eric. Los pucheros son lo que más le interesa. Algunos de los que ve aquí son los objetos más antiguos que tenemos. Tal vez tienen siete mil años.

Y me explicó cómo algunos de ellos se podían encontrar excavando en las partes más profundas del montecillo, y cómo, millares de años antes, habían sido rotos y reparados con betún, lo cual venía a demostrar que aún entonces la gente tenía el mismo apego a sus cosas que en la actualidad.

—Y ahora —continuó— le voy a enseñar algo mucho más interesante.

Alcanzó una caja de una estantería y me mostró una daga de oro, en cuya empuñadura llevaba incrustadas unas gemas de color azul oscuro.

Di un grito de entusiasmo.

—Sí, a todos les gusta el oro, excepto a mi marido.

—¿Y por qué no le gusta el oro al doctor Leidner?

—Más que nada, porque resulta caro. El obrero que encuentra uno de esos objetos, cobra su peso en oro.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Por qué?

—Es una costumbre. En primer lugar, evitar que roben. Si los peones roban no es por el valor arqueológico de la pieza, sino por su valor intrínseco. La pueden fundir. Puede decirse, por lo tanto, que les damos facilidades para que sean honrados.

Cogió otra caja de la estantería y me enseñó una hermosísima copa de oro, sobre la que se veían varias cabezas de ciervo esculpidas.

Volví a lanzar otra exclamación.

—Sí, es hermosa, ¿verdad? La encontramos en la tumba de un príncipe. Hemos descubierto otras sepulturas rea les, pero muchas de ellas habían sido saqueadas. Esta copa es nuestro más preciado hallazgo. Es una de las mejores que se han encontrado hasta ahora. Acadio primitivo. Una pieza única.

De pronto, la señora Leidner frunció el ceño y examinó la copa más de cerca. Con una uña rascó un punto de ella.

—¡Qué extraño! Es una gota de cera. Alguien ha entrado aquí con una vela.

Desprendió la cera y colocó la copa en su sitio.

Después mostró unas raras figuritas de barro cocido; algunas de ellas eran bastante groseras. Aquellos pueblos antiguos tenían una mentalidad muy vulgar.

Al volver al porche, encontramos a la señora Mercado que se estaba pintando las uñas. Para ver mejor el efecto alargaba ante ella la mano con los dedos abiertos. Pensé que no podía haberse imaginado nada más horroroso que aquel color rojo anaranjado.

—¡Qué ocupados están todos! —comentó la señora Mercado—. Van a decir que soy una holgazana. Y desde luego, lo soy.

—¿Y por qué no tenía que serlo, si le gusta? —preguntó la señora Leidner.

Su voz no demostraba interés alguno.

Almorzamos a las doce. Después de comer, el doctor Leidner y el señor Mercado limpiaron varias piezas de cerámica, vertiendo sobre ellas una solución de ácido clorhídrico. Uno de los pucheros resultó ser de un hermoso color ciruela y en otro se descubrió un dibujo formado por cuernos de toro entrelazados. Era como cosa de magia. Todo el barro seco, que ningún lavado podía quitar, parecía hervir y evaporarse.

EL señor Carey y el señor Coleman volvieron a las excavaciones y el señor Reiter se dirigió al estudio fotográfico.

La señora Leidner había cogido del almacén un platillo roto en varios pedazos y se dispuso entonces a pegarlos. La observé durante unos momentos y luego le pregunté si podía ayudarla.

—Desde luego, hay muchos.

Fue a por más material y nos pusimos a trabajar.

Pronto di con el quid de la cuestión y la señora Leidner alabó mi destreza. Supongo que la mayoría de las enfermeras tienen cierta habilidad manual.

—¿Qué vas a hacer, Louise? —preguntó el doctor Leidner a su mujer—. Supongo que descansar s un rato.

Colegí por ello que la señora Leidner dormía la siesta todas las tardes.

—Me acostaré una hora. Después, tal vez salga a dar un pequeño paseo.

—Bien. La enfermera te acompañará, ¿verdad?

—Desde luego —contesté.

—No, no —replicó ella—. Me gustaría ir sola. La enfermera no debe tomarse tan en serio su deber, como para no permitir que me aleje de su vista.

—Pero a mí me gustaría acompañarla —insistí.

—No, de veras. Prefiero que no venga —su tono era firme, casi perentorio—. Debo valerme por mí misma de vez en cuando. Es conveniente.

No repliqué, desde luego. Pero al dirigirme a mi cuarto para descansar un rato, me pregunté cómo la señora Leidner, tan atemorizada y nerviosa, podía estar dispuesta a dar un paseo solitario, sin alguna clase de protección.

Cuando salí de mi habitación, a las tres y media de la tarde, no había nadie en el patio, salvo un chico que lavaba trozos de cerámica y el señor Emmott que se ocupaba en clasificarlos y arreglarlos. Al dirigirme hacia ellos vi que la señora Leidner entraba por el portalón. Tenía un aspecto mucho más vivaz que de costumbre. Le brillaban los ojos y parecía estar sobreexcitada, casi alegre.

El doctor Leidner salió entonces del laboratorio y se acercó a ella. Le mostró un gran plano sobre el que se veía el consabido dibujo de cuernos entrelazados.

—Los estratos prehistóricos están resultando extraordinariamente productivos —dijo—. Hasta ahora, la campaña va dando buenos resultados. Fue una verdadera suerte encontrar esa tumba a poco de empezar. El único que puede quejarse es el padre Lavigny. Hemos encontrado muy pocas tablillas.

—Pues no parece que se haya preocupado mucho de las pocas que tenemos —dijo la señora Leidner secamente—. Será un magnífico técnico descifrando inscripciones, pero es un notable perezoso. Se pasa todas las tardes durmiendo.

—Echamos de menos a Byrd —comentó el doctor Leidner—. Este hombre me parece que es poco dado a la exactitud, aunque, como es lógico, no soy quién para juzgarlo. Pero una o dos de sus últimas traducciones han sido sorprendentes, por no decir otra cosa. No puedo creer, por ejemplo, que tenga razón acerca de la inscripción de aquel ladrillo. Pero, en fin, él sabrá lo que se pesca.

Después del té, la señora Leidner preguntó si me gustaría dar un paseo hasta el río.

Pensé que tal vez temiera que su negativa a que la acompañara antes pudiera haber herido mi susceptibilidad.

Yo quería demostrarle que no era rencorosa y me apresuré a aceptar.

El atardecer era magnífico. Seguimos una senda que pasaba entre campos de cebada y atravesaba luego una plantación de árboles frutales en flor. Llegamos a la orilla del Tigris. A nuestra izquierda quedaba el Tell, donde los trabajadores salmodiaban su monótona canción. Y un poco a la derecha se veía una noria que producía un ruido chirriante. De momento, aquel chirrido me dio dentera; mas al final acabó por gustarme, produciendo en mí un efecto sedante. Más allá de la noria estaba el poblado, donde vivían la mayor parte de los trabajadores.

—Es bonito, ¿verdad? —preguntó la señora Leidner.

—Resulta agradable este ambiente de paz —comenté—. Parece mentira que se pueda estar tan lejos de todo.

—Lejos de todo —repitió ella—. Sí, aquí, por lo menos, espera una estar segura.

La miré fijamente, pero me hizo el efecto de que estaba hablando para sí, y no se había dado cuenta de que había expresado con palabras sus pensamientos.

Iniciamos el regreso.

De pronto, la señora Leidner me cogió tan fuertemente del brazo, que casi me hizo dar un grito.

—¿Qué es eso, enfermera? ¿Qué está haciendo?

A poca distancia de nosotras, justamente donde la senda pasaba al lado de la casa, había un hombre, tratando de mirar por una de las ventanas.

Mientras lo contemplábamos, el hombre volvió la cabeza, nos divisó, e inmediatamente siguió su camino por la senda, dirigiéndose hacia nosotras. Sentí que la mano de la señora Leidner se apretaba todavía más contra mi brazo.

—Enfermera —murmuró—. Enfermera...

—No pasa nada. Cálmese. No pasa nada —traté de tranquilizarla.

El hombre vino hacia donde estábamos y pasó por nuestro lado. Era un iraquí, y tan pronto como la señora Leidner lo vio de cerca, pareció que sus nervios se relajaban y dio un suspiro.

—No era más que un iraquí —dijo.

Proseguimos nuestro camino. Miré hacia las ventanas cuando pasamos ante ellas. No solamente tenían rejas, sino que estaban a tanta altura sobre el suelo, que no permitían ver el interior de la casa, pues el nivel del pavimento era allí más bajo que en el patio interior.

—Tal vez estaba curioseando —comenté.

La señora Leidner asintió.

—Eso debe ser. Por un momento creí...

Se detuvo.

En mi fuero interno me pregunté: «¿Qué pensaste?».

Pero ahora ya sabía una cosa. La señora Leidner temía a una determinada persona de carne y hueso.

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