Capítulo XXVII



En el principio de un viaje

—Bismillahi ar rahman ar rahim. Ésta es la frase que los árabes emplean antes de emprender un viaje. Eh bien, nosotros también empezamos uno. Un viaje al pasado. Un viaje a esos lugares recónditos del alma humana.

No creo que hasta aquel momento hubiera yo experimentado el llamado "encanto del Oriente". Con franqueza, lo que más me impresionó de él fue la suciedad y la confusión que encontraba por todas partes. Pero de pronto, al oír las palabras de monsieur Poirot, una extraña visión pareció surgir ante mis ojos. Me acordé de palabras como Samarcanda e Ispahán... de mercaderes de luengas barbas... de camellos arrodillados... y tambaleantes portadores que llevaban grandes bultos a la espalda, sujetos con una correa pasada por su frente; y mujeres de pelo teñido con alheña y cara tatuada, lavando ropa al lado del Tigris. Oí sus extraños y sollozantes cantos y el lejano chirrido de la noria. Eran, en su mayoría, cosas que yo había visto y oído, pero en las que no me había fijado. Mas ahora me parecían diferentes; como ocurre cuando se saca a la luz un objeto viejo y se aprecian de pronto los ricos colores y la filigrana de un bordado antiguo...

Di una ojeada a mi alrededor y me asaltó el pensamiento de que lo que acababa de decir monsieur Poirot era cierto. Estábamos empezando un viaje. Nos encontrábamos entonces todos reunidos, pero nos dirigíamos a distintos sitios.

Contemplé a cada uno como si en cierto aspecto los viera por primera... y por última vez. Parecerá estúpido, pero tal fue lo que sentí.

El señor Mercado se retorcía los dedos nerviosamente. Sus extraños ojos claros, de dilatadas pupilas, estaban fijos en Poirot. La señora Mercado no perdía de vista a su marido. Tenía un aspecto raro, como el de un tigre dispuesto a saltar. El doctor Leidner parecía haberse encogido. Este último golpe lo había destruido. Podía decirse que no estaba en aquella habitación. Se encontraba en un sitio muy lejano, de su exclusiva propiedad. El señor Coleman miraba fijamente al detective. Tenía la boca ligeramente abierta, y los ojos parecían salírsele de las órbitas, con una expresión medio atontada. El señor Emmott tenía la vista fija en la punta de sus zapatos y no pude verle claramente la cara. El señor Reiter parecía estar aturdido. Con los labios fruncidos, como si fuera a echarse a llorar, se parecía más que nunca a un cochinillo.

La señorita Reilly seguía mirando por la ventana. No sé en qué estaría pensando.

Luego observé al señor Carey, pero la expresión de su cara me lastimó y aparté la mirada. Allí estábamos todos. Tuve el presentimiento de que cuando monsieur Poirot acabara de hablar, todos seríamos diferentes por completo... Era una sensación extraña...

Poirot siguió hablando sosegadamente. Sus palabras eran como el agua de un río que discurre apacible... camino del mar.

—Desde el principio me di cuenta de que para comprender este caso no debían buscarse pistas o signos aparentes, sino la verdadera pista del conflicto entre personalidades y de los secretos del amor.

»Debo confesar que, aunque he conseguido hallar lo que yo considero que es la verdadera solución del caso, no tengo pruebas materiales en que apoyarme. Sé que es así, porque debe ser así. Porque de ninguna otra manera pueden ajustarse los hechos y quedar ordenados donde corresponden.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Empezaré mi recorrido en el momento en que me ocupé del asunto; cuando se me expuso como un hecho consumado. Cada caso, en mi opinión, tiene un aspecto y una forma. El nuestro giraba todo él alrededor de la personalidad de la señora Leidner. Hasta que no se supiera exactamente qué clase de mujer era, no sería capaz de decir por qué fue asesinada y quién la mató.

ȃste, pues, fue mi punto de partida. Su personalidad.

»Había también otro punto interesante, bajo un aspecto psicológico. El curioso estado de tensión que existía, según me describieron, entre los de la expedición. Esto lo confirmaron varios testigos, algunos de ellos ajenos a esta casa; y yo tomé nota de ello, pues también era un punto de partida, y aunque débil, debía tenerlo presente en el curso de la investigación.

»La opinión general parecía ser que aquello era el resultado de la influencia de la señora Leidner sobre los demás componentes de la expedición; pero por razones que más tarde expondré, esto no me parecía aceptable.

»Para empezar, como dije, me concentré sólo y exclusivamente en la personalidad de la señora Leidner. Tenía varios medios para ello. Podía comprobar las reacciones que producía ella en cierto número de personas, diferenciadas grandemente entre sí, tanto en carácter como en temperamento; y además, contaba con todo lo que podía recoger yo con mi propia observación. El alcance de esto último era limitado. Pero me enteré de ciertos hechos.

»Los gustos de la señora Leidner eran sencillos y hasta austeros. No la trastornaba el lujo. Por otro lado, vi que una labor de bordado que había estado haciendo era de una belleza y finura extraordinarias. Eso daba a entender que era una mujer de gusto refinado y artístico. Por la observación de los libros que guardaba en su dormitorio formé una opinión más amplia de ella. Era inteligente y, además, según imaginé, sencillamente egoísta.

»Se me había sugerido que la señora Leidner era una mujer cuya mayor preocupación era atraer a los hombres... que era, en resumen, una coqueta. No creí que éste fuera el caso.

»En un estante de su habitación vi los siguientes libros: ¿Quiénes eran los griegos?, Introducción a la relatividad, La vida de lady Hester Stanhope, La vuelta a Matusalén, Linda Condon y La procesión de los cantarillos.

»Estaba interesada, por una parte, en temas culturales y científicos, es decir, denotaba su lado intelectual. La novela Linda Condon y en menor grado La procesión de los cantarillos parecían demostrar que la señora Leidner sentía simpatía e interés por la mujer independiente no dominada ni engañada por el hombre. También sentía interés por lady Hester Stanhope. Linda Condon es un exquisito estudio de la adoración que siente una mujer hacia su propia belleza. La procesión de los cantarillos es un ensayo sobre una individualista apasionada. La vuelta a Matusalén es una obra que simpatizaba abiertamente con la postura intelectual ante la vida, más que con la emocional. Juzgué entonces que empezaba a comprender a la señora Leidner.

»Después estudié las reacciones de los que formaban el círculo de relaciones más próximas a ella, y a mi juicio se completó.

»Me convencí, por lo que deduje de los relatos del doctor Reilly y los demás, de que la señora Leidner era una de esas mujeres dotadas por la naturaleza, no sólo de belleza, sino de una especie de hechizo fatal que a veces acompaña a la hermosura, pero que puede, desde luego, existir sin ella. Tales mujeres, por lo general, dejan tras de sí una estela de hechos violentos. Llevan consigo el desastre; en ocasiones para los demás, y a veces para ellas mismas.

»Estaba seguro de que la señora Leidner era una mujer que ante todo sentía una profunda adoración por ella misma y que disfrutaba grandemente ejerciendo su autoridad. Dondequiera que estuviese, debía ser ella el centro del universo. Y todos los que la rodeaban, hombres o mujeres, tenían que sentir su influencia. Esto resultaba fácil con algunos. La enfermera Leatheran, por ejemplo, que es una mujer de generosa disposición, con imaginación romántica, fue capturada al instante, y sintió de buen grado una gran inclinación hacia ella. Pero existía otro método con el que la señora Leidner ejercía su influencia: el miedo. Cuando la conquista era demasiado fácil daba gusto a su naturaleza de una manera más cruel; aunque debo insistir en que no era lo que pudiéramos llamar una crueldad deliberada. Era tan natural e inconsciente como la conducta de un gato con un ratón. Al volver en sí de estos extravíos, era exactamente amable y muchas veces se salía de sus costumbres para realizar acciones caritativas.

»Después, desde luego, el problema más importante y apremiante que debía resolver era el de los anónimos. ¿Quién los había escrito y por qué? Me pregunté entonces: "¿Pudo escribirlos la señora Leidner?".

»Para contestar a esta pregunta era necesario volver atrás un gran trecho; volver, en resumen, a la fecha del primer matrimonio de la señora Leidner. Aquí es donde, en realidad, empezamos nuestro viaje. El viaje de la vida de la señora Leidner.

»En primer lugar debemos convencernos de que la Louise Leidner de aquellos años era, en esencia, la misma Louise Leidner de ahora.

»Entonces era joven y bella, con esa belleza etérea que afecta al espíritu y los sentidos de un hombre, mucho más que cualquier belleza material. Era ya, además, una egoísta.

»Tales mujeres, como es natural, repudian toda idea de matrimonio. Pueden sentirse atraídas por los hombres, pero prefieren pertenecerse a sí mismas. Son las verdaderas "Altivas e Ingratas Señoras" de las leyendas. Pero a pesar de ello, la señora Leidner se casó; y creo que, por ello, podemos presuponer que su marido debió ser un hombre de cierta fuerza moral.

»Luego salieron a la luz sus actividades subversivas y ella obró en la forma que contó la enfermera Leatheran. Informó al Gobierno de lo que ocurría.

»Opino que en su forma de obrar hubo un significado psicológico. Le contó a la enfermera que era entonces una muchacha llena de fervor patriótico y que este sentimiento fue la causa de su acción. Pero es cosa sabida que la tendencia de todos es engañarse respecto a los motivos de las propias acciones. De una forma instintiva elegimos el motivo más altisonante. La señora Leidner pudo creer que era el patriotismo lo que la inspiró, pero estoy convencido de que aquello fue la forma de expresar un oculto deseo de desembarazarse de su marido. Odiaba ser dominada... no le gustaba la idea de pertenecer a otro; en resumen, no le apetecía desempeñar un segundo papel. Se escudó en el patriotismo para ganar su libertad.

»Pero en el fondo de su conciencia había un torturante sentimiento de culpabilidad, que debía jugar un importante papel en su destino futuro.

»Y llegamos ahora a la cuestión de los anónimos. La señora Leidner era muy atractiva a los ojos de los hombres. En varias ocasiones ella se sintió también atraída por ellos, aunque en cada caso jugó su parte uno de los anónimos y el asunto no pasó adelante.

»¿Quién escribió aquellas cartas? ¿Frederick Bosner, su hermano William o la propia señora Leidner? Cualquiera hubiese podido ser.

»Para cada una de esas teorías existe una buena explicación. Me parece evidente que la señora Leidner era una de esas mujeres que pueden inspirar devociones ardientes en los hombres; una devoción que puede acabar en obsesión. No estimo disparatado creer en un Frederick Bosner para quien Louise, su esposa, importaba más que nada en el mundo. Ella le traicionó una vez y él no se atrevía a acercársele abiertamente, si bien estaba dispuesto a que no fuera de nadie más. Prefería verla muerta a que perteneciera a otro hombre.

»Por otra parte, si la señora Leidner sentía una profunda aversión a ligarse con el lazo del matrimonio, parece posible que hubiera elegido aquella manera de excusar toda postura difícil. Era una cazadora a quien no le interesaba lo más mínimo la caza una vez abatida. Como ansiaba mezclar el drama con su vida, inventó uno a su entera satisfacción. Un marido resucitado que prohibía todo posible enlace matrimonial. Aquello satisfacía sus más profundos instintos. Hacía que apareciera ante todo como una figura romántica; como una heroína de tragedia. Y le permitía además presentar una poderosa excusa para no volver a casarse.

»Tal estado de cosas continuó durante cierto número de años. Cada vez que asomaba el matrimonio, recibía una carta amenazadora.

»Pero ahora nos encontramos con un punto de verdadero interés. Salió a escena el doctor Leidner, mas entonces no llegó ninguna carta. Nada se interpuso entre ella y el matrimonio. Nada; hasta que después de casada, recibió uno de los anónimos.

»Y en seguida nos preguntamos... ¿por qué?

»Consideremos por turno cada una de las teorías.

»Si la señora Leidner escribió ella misma las cartas, el problema se explica fácilmente. Quería casarse con el doctor Leidner, y con él se casó. Pero en tal supuesto, ¿por qué se escribió ella misma una carta después de la boda? ¿Era tanto el deseo de dramatizar su vida? ¿Y por qué solamente dos cartas? Después de aquello no recibió ninguna hasta hace año y medio.

»Centrémonos ahora sobre la otra teoría; la de que las cartas las escribió su primer marido, Frederick Bosner, o el hermano de éste. ¿Por qué se recibió la carta amenazadora después del matrimonio? Parece probable que Frederick no quisiera que ella se casara con Leidner. ¿Por qué, entonces, no impidió la boda? Lo había conseguido en ocasiones anteriores. ¿Y por qué, habiendo esperado a que el matrimonio se consumara, reanudó sus amenazas?

»La respuesta, poco satisfactoria, es que no tuvo ocasión de interponer más pronto su protesta. Tal vez estuvo en la cárcel, o en el extranjero.

»Luego, debemos considerar el intento de asfixia por el gas. No parece posible que lo ocasionara un agente externo. Las personas más indicadas para planearlo eran el propio doctor Leidner, o su mujer. Aparentemente, no existía razón alguna de que fuera él quien hiciera tal cosa y, por lo tanto, llegamos a la conclusión de que fue la señora Leidner la que concibió y llevó a cabo la idea.

»Por qué? ¿Más drama?

»Después de aquello, el matrimonio viajó por el extranjero y durante dieciocho meses llevaron una vida feliz y pacífica, sin que ninguna amenaza le perturbara. Lo atribuyeron a que habían sabido borrar sus huellas, pero dicha explicación es absurda por completo. Irse al extranjero en la actualidad no tiene objeto alguno en ese sentido. Y en el caso de los Leidner menos todavía. Él era el director de una expedición organizada por un museo. Indagando en dicho museo, Frederick Bosner podía haber obtenido en un momento su dirección exacta... Y aun dando por sentado que se viera acosado por las circunstancias, nada le impedía perseguir a la pareja con sus cartas amenazadoras. Creo que un hombre obsesionado como él, hubiera hecho eso.

»Pero en lugar de ello nada se supo de Frederick hasta hace cerca de dos años, cuando volvieron a recibirse los anónimos.

»¿Por qué volvieron a recibirse?

»Es una pregunta difícil, aunque puede contestarse sencillamente diciendo que la señora Leidner se aburría y necesitaba más drama. Pero yo no estaba satisfecho completamente con tal explicación. Esta particular clase de drama me parecía un poco demasiado vulgar para que coincidiera con su personalidad, tan refinada.

»La única cosa que cabía hacer era mantener un amplio criterio sobre la cuestión.

»Existían tres posibilidades bien definidas. Primera, que las cartas hubieran sido escritas por la propia señora Leidner; segunda, que su autor fuera Frederick Bosner, o el joven William Bosner, y tercera, que hubieran sido escritas al principio, bien por la señora Leidner o bien por su primer marido, pero ahora se trataba de falsificaciones. Es decir, que el autor fuera una tercera persona que estuviera enterada de la existencia de las primitivas cartas.

»Ahora voy a considerar directamente el ambiente que rodeaba a la señora Leidner.

»Examinaré primero las oportunidades que cada componente de la expedición había tenido de cometer el asesinato.

»A simple vista, cualquiera pudo llevarlo a cabo, con la excepción de tres personas, por lo que se refiere a oportunidades.

»El doctor Leidner, según irrefutables testimonios, no bajó en ningún momento de la azotea. El señor Carey estuvo en las excavaciones y el señor Coleman fue a Hassanieh.

»Pero estas coartadas, amigos míos, no eran tan buenas como parecían. Exceptúo al doctor Leidner. No hay ninguna duda de que estuvo en la azotea y no bajó de ella hasta una hora y cuarto después de cometido el crimen.

»Pero, ¿podría estar seguro de que el señor Carey estuvo entretanto en las excavaciones?

»¿Y estaba el señor Coleman en Hassanieh, al tiempo que ocurría el asesinato?

El señor Coleman enrojeció, abrió la boca, la volvió a cerrar y miró a su alrededor. La expresión de la cara del señor Carey no cambió en absoluto.

Poirot prosiguió suavemente:

—Tomé en consideración también a otra persona que, según opiné, era perfectamente capaz de cometer un asesinato si así se lo proponía. La señorita Reilly tiene suficiente valor e inteligencia, así como cierta predisposición a la crueldad. Cuando la señorita Reilly me habló de la señora Leidner le dije bromeando que esperaba que tuviera una buena coartada. Creo que la señorita Reilly se dio cuenta entonces de que en su corazón había abrigado, por lo menos, el deseo de matar. Sea como fuere, inmediatamente me contó una mentira, inocente y sin objeto. Al día siguiente me enteré, casualmente, hablando con la señorita Johnson, de que lejos de estar jugando al tenis, la señorita Reilly había sido vista por los alrededores de esta casa, poco más o menos a la hora en que se cometió el crimen. Tal vez la señorita Reilly, aunque no sea culpable del asesinato, podrá contarme algo interesante.

Se detuvo y luego dijo con mucho sosiego:

—¿Quiere contarnos, señorita Reilly, qué fue lo que vio aquella tarde?

La muchacha no replicó en seguida. Miraba todavía por la ventana, sin volver la cabeza, y cuando habló, lo hizo con voz firme y mesurada.

—Después de almorzar monté a caballo y vine hasta las excavaciones. Llegué alrededor de las dos menos cuarto.

—¿Encontró a alguno de sus amigos en las excavaciones?

—No. No encontré a nadie, excepto al capataz árabe.

—¿No vio usted al señor Carey?

—No.

—Es curioso —dijo Poirot—. Tampoco lo vio monsieur Verrier cuando pasó por allí.

Miró a Carey, como si le invitara a hablar, pero el interesado no se movió ni dijo una palabra.

—¿Tiene usted alguna explicación que crea conveniente dar, señor Carey?

—Fui a pasear. En las excavaciones no se descubrió nada interesante aquel día.

—¿En qué dirección dio su paseo?

—Río abajo.

—¿No volvió hacia la casa?

—No.

—Supongo —dijo la señorita Reilly— que estaría usted esperando a alguien que no llegó.

Carey la miró fijamente, pero no replicó.

Poirot no insistió sobre aquel punto. Se dirigió una vez más a la muchacha.

—¿Vio usted algo más, mademoiselle?

—Sí. Cerca de la casa vi el camión de la expedición metido en una torrentera. Aquello me pareció extraño. Luego divisé al señor Coleman. Iba caminando con la cabeza inclinada, como si buscara algo.

—¡Oiga! —exclamó el aludido—. Yo...

Poirot le detuvo con un gesto imperativo.

—Espere. ¿Habló con él, señorita Reilly?

—No.

—¿Por qué?

La chica replicó lentamente:

—Porque de vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor de un modo furtivo. Aquello me dio mala espina. Hice volver grupas al caballo y me alejé. No creo que me viera. Yo estaba algo separada de él y parecía absorto.

—Oiga —el señor Coleman no estaba dispuesto ahora a que le interrumpieran—. Tengo una perfecta explicación para lo que por fuerza he de admitir que parece un poco sospechoso. En realidad, el día anterior me puse en el bolsillo de la americana un precioso sello cilíndrico en lugar de dejarlo en el almacén. Luego me olvidé de él, y cuando me acordé, descubrí que lo había perdido. Se me debió caer del bolsillo. No quería armar ningún lío por ello y, en consecuencia, decidí buscarlo sin llamar la atención. Estaba seguro de que se extravió, o bien al ir hacia las excavaciones, o al volver de allá. Me apresuré a despachar los asuntos de Hassanieh. Envié a un árabe a que me hiciera varias compras y volví hacia aquí tan pronto como pude. Dejé la "rubia” donde no la pudieran ver y estuve buscando durante casi una hora. Pero no pude encontrar ese maldito sello. Entonces subí al coche y me dirigí hacia la casa. Como es lógico, todos creyeron que acababa de regresar de Hassanieh.

—¿Y no trató usted de sacarles de su error? —preguntó Poirot.

—Bueno... era una cosa natural, dadas las circunstancias, ¿no le parece?

—No lo creo yo así —replicó Poirot.

—¡Oh! Vamos... Tengo por lema el no meterme en líos. Pero no puede usted atribuirme nada. No entré en el patio y no podrá encontrar a nadie que asegure que me vio hacerlo.

—Ésa, desde luego, ha sido la dificultad hasta ahora —dijo el detective—. El testimonio de los criados de que nadie entró en la casa. Pero se me ha ocurrido, después de reflexionar sobre ello, que no fue eso lo que en realidad dijeron. Ellos juran que ningún extraño entró en la casa. Pero no se les ha preguntado si lo hizo alguno de los componentes de la expedición.

—Bien, pregúnteselo entonces —dijo Coleman—. Estoy dispuesto a apostar lo que sea a que no me vieron ni a mí ni a Carey.

—¡Ah! Pero eso suscita una cuestión interesante. No hay duda de que se hubieran dado cuenta de un extraño... pero ¿hubiera ocurrido lo mismo con uno de los de la expedición? Los miembros de ella estaban entrando y saliendo todo el día. Difícilmente los criados se hubieran fijado en ellos. Es posible, según creo, que tanto el señor Carey como el señor Coleman pudieran entrar, y que los criados no recordaran tal hecho.

—¡Tonterías! —dijo el señor Coleman.

Poirot prosiguió calmosamente:

—De los dos, estimo que el señor Carey pasaría más inadvertido. El señor Coleman había salido en coche, por la mañana, hacia Hassanieh, y era de esperar que regresara en él. Si volvía a pie se hubiera notado tal anomalía.

—¡Claro que sí! —exclamó Coleman.

Richard Carey levantó la cabeza. Sus ojos, de color azul profundo, miraron a Poirot. El detective hizo una ligera reverencia en su dirección.

—Hasta ahora solamente he hecho que me acompañaran en un viaje... mi viaje hacia la verdad. He dejado bien sentado que todos los de la expedición, incluso la enfermera Leatheran, pudieron cometer el crimen. El que alguno de ellos no parezca haberlo hecho, es una cuestión secundaria.

»Examiné los medios y las oportunidades. Luego pasé a considerar el motivo. Descubrí que todos y cada uno de ustedes podía tenerlo.

—¡Oh, monsieur Poirot! —exclamé—. ¡Yo no! Soy una extraña. Acabo de llegar.

—Eh bien, ma soeur, ¿y no era eso justamente lo que temía la señora Leidner? ¿Un extraño?

—Pero... pero... el doctor Reilly sabía quién era yo. Fue él quien me sugirió que viniera.

—¿Hasta qué punto sabe él quién es usted? Lo que sabe se lo contó usted misma. Ya ha habido antes de ahora impostoras que se han hecho pasar por enfermeras.

—Puede escribir al hospital de San Cristóbal... —empecé a decir.

—De momento, hará mejor callándose. Es imposible proseguir si continúa discutiendo. No he querido decir que ahora es cuando he sospechado de usted. Quiero significar que, manteniendo un criterio amplio, puede ser usted fácilmente otra persona que la que pretende. Hay muchos hombres que pueden personificar muy bien a una mujer. El joven William pudo ser uno de ellos.

Estuve a punto de replicar adecuadamente. ¡De manera que yo era un hombre disfrazado de mujer! Pero Poirot levantó la voz y prosiguió apresuradamente, con tal aire de determinación, que lo pensé mejor y me callé.

—Voy a ser ahora brutalmente franco. Es necesario. Voy a exponer crudamente la estructura interna de lo que aquí ocurría.

»Analicé a cada uno de los que viven en esta casa. Respecto al doctor Leidner, pronto me convencí de que el amor que sentía por su esposa era el principal objeto de su vida. Era un hombre roto y destrozado por el dolor moral. A la enfermera Leatheran ya me referí antes. Si era un hombre que se hacía pasar por mujer, podía considerarse como un actor de cualidades asombrosas. Me incliné a creer que era exactamente lo que pretendía ser; es decir, una enfermera muy buena y competente en todos los aspectos.

—¡Muchas gracias! —dije, algo despectiva.

—Mi intención se sintió atraída al instante por el señor y la señora Mercado. Ambos patentizaban un estado de gran agitación, de inquietud. Me fijé primero en ella. ¿Era capaz de asesinar? Y en este caso, ¿por qué razón?

»La señora Mercado es físicamente débil. A primera vista no parecía posible que hubiera tenido la suficiente fuerza para derribar, aunque fuera con la ayuda de una pesada piedra, a una mujer como la señora Leidner. No obstante, si esta última hubiera estado arrodillada, la cosa, por lo menos, podía haber sido físicamente posible. Existen varias maneras de que una mujer induzca a otra a que se arrodille. Una mujer, por ejemplo, puede levantarse el dobladillo de su falda y rogar a otra que le prenda unos alfileres. La otra se arrodillará en el suelo sin sospechar absolutamente nada.

»Pero, ¿y el motivo? La enfermera Leatheran me contó lo de las coléricas miradas que la señora Mercado dirigía a la señora Leidner. La primera, por lo visto, había sucumbido fácilmente al hechizo de la segunda. Pero no creo que la solución estribe en unos simples celos. Estaba seguro de que la señora Leidner no sentía el menor interés por el señor Mercado, y no hay duda de que la esposa de éste se había dado cuenta de ello. Tal vez, al principio, se puso furiosa, pero para llegar al asesinato tenía que mediar una provocación mucho mayor. La señora Mercado es una mujer de fuerte instinto maternal. Por la forma que tenía de mirar a su marido aprecié no sólo que lo quería, sino que lucharía por él con uñas y dientes. Y vi mucho más todavía...; vi que ella presentía la posibilidad de que tuviera que hacerlo. Estaba siempre en guardia e intranquila. La intranquilidad era por él, no por ella misma. Y cuando estudié al señor Mercado pude suponer fácilmente cuál era la causa de la inquietud. El señor Mercado es un adicto a las drogas... y el vicio ha arraigado profundamente en él.

»No es necesario que les diga que el consumo de drogas durante un largo período de tiempo trae consigo el embotamiento del sentido moral.

»Bajo la influencia de las drogas, un hombre realiza acciones que ni siquiera hubiera soñado cometer unos cuantos años antes, cuando todavía no había prendido en él tal vicio. En algunos casos, un hombre ha llegado hasta el asesinato, y ha sido difícil determinar si era completamente responsable de sus actos o no. La principal característica del criminal aficionado a las drogas es la arrogante y completa confianza que tiene en su propia destreza.

»Pensé que tal vez hubiera algún incidente deshonroso, o criminal, en el pasado del señor Mercado, y que su esposa lo estuviera encubriendo. Podía asegurar que su carrera pendía de un hilo. El señor Mercado quedaría arruinado si traslucía algo de aquel incidente. Su esposa estaba siempre en guardia. Pero había que contar con la señora Leidner. Tenía una viva inteligencia y gran ansia de ejercer su autoridad. Hasta pudo hacer que el desdichado confiara en ella. Saber un secreto que podía publicar cuando quisiera, con resultados desastrosos, hubiera satisfecho su peculiar temperamento de una manera completa.

»Aquí, por lo tanto, había un posible motivo para el asesinato por parte de los Mercado. Para proteger a su compañero, tenía yo la plena confianza de que la señora Mercado no se detendría ante nada. Ambos habían tenido oportunidad... durante aquellos diez minutos en que el patio quedó solitario.

La señora Mercado exclamó:

—¡No es verdad!

Poirot no le prestó atención.

—Luego me fijé en la señorita Johnson. ¿Era capaz de asesinar?

»Para mí, sí lo era. Se trataba de una persona de gran fuerza de voluntad y férreo dominio de sí misma. Tales personas están constantemente conteniéndose... pero un día estallan. Mas si la señorita Johnson había cometido el crimen sólo era posible por una razón relacionada con el doctor Leidner. Si había llegado a la convicción de que la señora Leidner estaba arruinando la vida de su marido. Los encubiertos celos de la señorita Johnson podían haberse cogido a la ocasión de un posible motivo y desbocarse con gran facilidad.

»Sí; la señorita Johnson podía haber sido.

»Luego tenía los tres jóvenes. Carl Reiter, en primer lugar. Si, por casualidad, uno de los componentes de la expedición era William Bosner, Reiter era el más indicado. Pero si se trataba en realidad de William Bosner, era un consumado actor. Mas en el caso contrario, ¿tenía alguna razón para matar?

»Desde el punto de vista de la señora Leidner, Reiter era una víctima demasiado fácil para resultar interesante. Estaba dispuesto, a la primera indicación, a echarse a sus pies y demostrarle su veneración. La señora Leidner despreciaba toda adoración ciega. La actitud de completo rendimiento casi siempre pone de manifiesto el peor lado de la mujer. En su trato con Carl Reiter, la señora Leidner desplegaba siempre una crueldad deliberada. Insertaba de cuando en cuando una burla o un desprecio. Hizo que al pobre joven la vida le resultara bastante insoportable.

Poirot se detuvo de pronto y se dirigió a Reiter con un tono personal y confidencial.

—Mon ami, espero que esto le sirva de lección. Es usted un hombre. ¡Pórtese, entonces, como tal! Arrastrarse, en un hombre, va contra la naturaleza. Y las mujeres, al igual que la naturaleza, tienen las mismas reacciones. Recuerde que lo mejor es coger el mayor plato que se tenga a mano y tirárselo a la cabeza de una mujer, en vez de retorcerse como un gusano cuando ella le mira.

Dejó este tono privado y volvió a su estilo de conferenciante.

—¿Había llegado Carl Reiter a tales abismos de desesperación, que se revolvió contra su atormentadora y la mató? El sufrimiento produce extraños efectos en un hombre. No podía estar seguro de que no fuera así.

»Luego tenía a William Coleman. Su conducta, tal como nos la ha explicado la señorita Reilly, fue sospechosa. Si era el criminal, sólo podía serlo a causa de que su alegre personalidad ocultaba la de William Bosner. No creo que William Coleman, como tal William Coleman, tenga el temperamento de un asesino. Sus faltas pueden ser de otro estilo. ¡Ah!, tal vez la enfermera Leatheran sabe de qué se trata.

—No tiene importancia —dije—. Solamente, si ha de saberse toda la verdad, he de confesar que el señor Coleman, en cierta ocasión, me contó que hubiera podido ser un buen falsificador.

—Una peculiaridad muy estimable —observó Poirot—. Por lo tanto, en el caso de que hubiera conseguido alguno de los primeros anónimos, pudo copiarlo sin ninguna dificultad.

—¡Eh, eh, eh! —exclamó el señor Coleman—. Eso es lo que llaman liarle a uno.

Poirot prosiguió rápidamente:

—Respecto a saber si se trata verdaderamente de William Bosner, resulta difícil verificarlo. El señor Coleman habló de un tutor; no de un padre; y no hay nada definido para poner el veto a tal idea.

—¡Disparates! —dijo Coleman—. No sé cómo escuchan a ese tipo.

—De los tres jóvenes, nos queda el señor Emmott —prosiguió Poirot—. Pudo ser, también, el posible escudo de la personalidad de William Bosner. Pronto me di cuenta de que, cualesquiera que fueran las razones, no tenía medios de enterarme de ello por mediación del joven. Podía guardar su secreto con gran efectividad, o engañarlo para que se traicionara en algún punto. De todos los de la expedición, parecía ser el mejor y más desapasionado juez de la personalidad de la señora Leidner. Creo que siempre la tuvo por lo que realmente era; pero me fue imposible descubrir cuál era la impresión que dicha personalidad produjo en él. Me imagino que la propia señora Leidner tuvo que sentirse provocada y colérica por la actitud del joven.

»He de añadir que, por lo que se refiere a carácter y capacidad, el señor Emmott me pareció el más apto para llevar a cabo satisfactoriamente un hábil y bien planeado crimen.

El joven levantó por primera vez la mirada, que tuvo hasta entonces fija en la punta de sus zapatos.

—Gracias —dijo.

Parecía que en su voz había un ligero acento divertido.

—Las dos últimas personas de mi lista son: Richard Carey y el padre Lavigny.

»De acuerdo con el testimonio de la enfermera Leatheran y de otros, el señor Carey y la señora Leidner se tenían antipatía. Se esforzaban en parecer corteses el uno con el otro. La señorita Reilly propuso una teoría completamente diferente para explicar su extraña actitud de fría cortesía.

»Poco me costó convencerme de que la explicación de la señorita Reilly era la correcta. Adquirí esta certidumbre por el simple expediente de excitar al señor Carey para que hablara precipitada y descuidadamente. No me fue difícil conseguirlo. Me di cuenta de que se encontraba dominado por una fuerte tensión nerviosa. Estaba, y está, al borde de un completo derrumbamiento nervioso. Un hombre que sufre, hasta casi llegar al límite de su capacidad, raramente puede ofrecer resistencia.

»Las defensas del señor Carey se abatieron al instante. Me dijo, con una sinceridad de la cual no dudé ni por un momento, que odiaba a la señora Leidner.

»Y estaba diciendo, indudablemente, la verdad. Odiaba a la señora Leidner. Pero, ¿cuál era la verdadera causa de su odio?

»Hablé antes de mujeres que poseen un hechizo fatal, pero hay hombres que también lo tienen. Los hay que, sin el menor esfuerzo, atraen a las mujeres. Es lo que llaman en la actualidad un sex appeal. El señor Carey tiene muy desarrollada esta cualidad. Apreciaba por una parte a su amigo y jefe, y le era indiferente la esposa de éste. Ello no le hizo mucha gracia a la señora Leidner. Debía dominarlo y, por lo tanto, se dispuso a la captura de Richard Carey. Pero entonces, según creo, ocurrió algo completamente imprevisto. Ella misma, quizá por primera vez en su vida, cayó víctima de una pasión arrolladora. Se enamoró sin reservas de Richard Carey.

»Y él... era incapaz de resistírsele. Ésta es la verdad de esa terrible tensión nerviosa que ha estado soportando. Ha sido un hombre destrozado por dos pasiones opuestas. Amaba a Louise Leidner, sí... pero también la odiaba. La odiaba porque estaba minando la lealtad que sentía hacia su amigo. No hay odio más grande que el de un hombre que ha tenido que amar a una mujer contra su propia voluntad.

»Allí tenía todo el motivo que necesitaba. Estaba convencido de que en determinados momentos la cosa más natural que hubiera podido hacer Richard Carey era golpear con toda la fuerza de su brazo aquella hermosa cara cuyo poderoso atractivo lo había hechizado.

»Desde un principio estuve seguro de que el asesinato de Louise Leidner era un crime passionel. En el señor Carey había encontrado un tipo ideal para esta clase de crímenes.

»Nos queda todavía otro candidato al título de asesino: el padre Lavigny. Me llamó inmediatamente la atención por cierta discrepancia existente entre su descripción del hombre que fue sorprendido mirando por la ventana y la que dio la enfermera Leatheran. En toda descripción, hecha por diferentes testigos, siempre hay, por lo general, alguna discrepancia; pero ésta era demasiado notoria. Además el padre Lavigny insistió en determinada característica: en un estrabismo que debía hacer mucho más fácil la identificación.

»Pronto se puso de manifiesto que, mientras la descripción de la enfermera Leatheran era sustancialmente correcta no ocurría lo mismo con la del padre Lavigny. Parecía como si éste se propusiera despistarnos deliberadamente; como si quisiera que no encontráramos al misterioso individuo.

»Pero, en tal caso, debía haber algo sobre él. Fue visto hablando con aquel hombre, mas sólo podíamos fiarnos de su palabra respecto a lo que habían hablado.

»¿Qué es lo que estaba haciendo el iraquí cuando la enfermera Leatheran y la señora Leidner lo vieron? Tratando de atisbar por una ventana; la de la señora Leidner, según pensaron. Pero cuando fui hasta donde las dos se habían detenido aquella tarde, comprobé que podía haberse tratado igualmente de la ventana correspondiente al almacén.

»Aquella noche se produjo una alarma. Alguien había estado en el almacén, pero se comprobó que no faltaba nada de allí. El punto interesante para mí es que, cuando el doctor Leidner llegó al almacén, se encontró con que el padre Lavigny había acudido antes que él. El religioso dijo que había visto una luz; pero en esto también sólo podemos fiarnos de su palabra.

»Empecé a sentir curiosidad por el padre Lavigny. El otro día, cuando sugerí que podía ser Frederick Bosner, el doctor Leidner rechazó tal pensamiento. Dijo que el padre Lavigny era una personalidad muy conocida en su especialidad. Adelanté la suposición de que Frederick Bosner había tenido casi veinte años para labrarse una nueva carrera, bajo otro nombre, y que podía ser en la actualidad una persona muy conocida. A pesar de ello, no creo que hubiera permanecido todo ese tiempo en una comunidad religiosa. Se me presentaba una solución mucho más sencilla.

»¿Alguno de la expedición conoció de vista al padre Lavigny antes de que viniera? Aparentemente, no. ¿Por qué, entonces, no podía ser alguien que estuviera suplantando la personalidad del religioso? Me enteré de que se había mandado un telegrama a Cartago con motivo de la repentina enfermedad del doctor Byrd, que era el que debía venir con esta expedición. ¿Hay nada más fácil que interceptar un telegrama? Y por lo que se refiere a su trabajo no había, entre los miembros de la expedición, nadie que supiera descifrar inscripciones. Un hombre listo, con unos ligeros conocimientos, podía llevar a feliz término la suplantación. Además, se encontraron muy pocas tablillas e inscripciones. Y por otra parte pude colegir que los juicios del padre Lavigny habían sido considerados como algo insólito. Parecía más bien que el padre Lavigny era un impostor. Pero, ¿era Frederick Bosner? Las cosas no parecían encajar muy bien en ese sentido. La verdad, al parecer, debía encontrarse en una dirección totalmente diferente.

»Tuve un extenso cambio de impresiones con el padre Lavigny. Soy católico y conozco a muchos sacerdotes y miembros de comunidades religiosas. El padre Lavigny me dio la impresión de no ajustarse muy bien a su papel. Y, por otra parte, me hizo el efecto de que estaba familiarizado con ocupaciones totalmente distintas. Con mucha frecuencia había conocido hombres de su tipo... pero no pertenecían a comunidades religiosas... ¡Nada de eso!

»Me dediqué a expedir telegramas. Y entonces, inconscientemente, la enfermera Leatheran me proporcionó una valiosa pista. Estábamos en el almacén, examinando los objetos de oro, y mencionó que en una copa de dicho metal se habían encontrado trazas de cera. Yo dije: "¿Cera?". Y el padre Lavigny repitió: "¿Cera?". Su tono, al decir esto, fue suficiente para mí. Supe, entonces, qué era lo que estaba haciendo aquí.

Poirot se detuvo y luego habló directamente al doctor Leidner.

—Siento decirle, monsieur, que la copa, la daga y otros objetos que guarda ahora en el almacén no son los que encontró usted en las excavaciones. Son imitaciones galvanoplásticas muy bien hechas. El padre Lavigny, según acabo de enterarme por esta contestación a uno de mis telegramas, no es otro que Raoul Menier, uno de los ladrones más listos conocido por la policía francesa. Está especializado en el robo de museos, de objets d'art y cosas similares. Tiene un socio llamado Alí Yusuf, un medio turco, que es un orfebre de primera categoría. Nos enteramos de la existencia de Menier cuando se comprobó que algunos objetos del Louvre no eran auténticos. Se descubrió, en cada caso, que un eminente arqueólogo, al que el director del museo no conocía personalmente, había manipulado recientemente dichos objetos, durante una visita al Louvre. Preguntados todos aquellos distinguidos caballeros, negaron que hubieran visitado el Louvre en las fechas indicadas.

»Me enteré de que Menier estaba en Túnez, preparando un robo a los Padres Blancos, cuando llegó el telegrama que pusieron ustedes desde aquí. El padre Lavigny, que entonces estaba enfermo, se vio obligado a rehusar, pero Menier consiguió interceptar el telegrama de respuesta y lo sustituyó por otro en el que anunciaba la llegada del religioso. No corría ningún peligro al hacerlo. Aun en el caso de que los padres leyeran en algún periódico, cosa improbable, que el padre Lavigny estaba en Irak, se limitarían a pensar que los periodistas se habían enterado de una verdad a medias, como tantas veces ocurre.

»Menier y su cómplice llegaron aquí. El último fue visto cuando reconocía el almacén desde el exterior. El plan consistía en que el padre Lavigny sacaría moldes de cera y Alí haría luego los duplicados. Siempre hay coleccionistas dispuestos a pagar buenos precios por objetos legítimos, sin hacer preguntas embarazosas. El padre Lavigny sustituiría los objetos auténticos por las falsificaciones, aprovechándose de la noche.

»Y sin duda, eso era lo que estaba haciendo cuando la señora Leidner lo oyó y dio la alarma. ¿Qué podía hacer él entonces? Inventó apresuradamente la historia de que había visto una luz.

»Esto, como dicen ustedes, "fue tragado por todos" sin reparos. Pero la señora Leidner no era tonta. Pudo recordar los vestigios de cera que vio en la copa y sacar sus propias conclusiones. Y si lo hizo así, ¿qué determinación cabía tomar? ¿No entraría dans son caractère no hacer nada de momento y disfrutar formulando insinuaciones que desconcertarían al padre Lavigny? Le dejaría entrever que sospechaba, pero que no lo sabía de cierto. Tal vez era un juego peligroso, pero a ella le gustaba.

»Y quizá llevó el juego demasiado lejos. El padre Lavigny se dio cuenta de la verdad y descargó el golpe antes de que ella supiera lo que intentaba hacer él.

»El padre Lavigny es Raoul Menier... un ladrón. Pero, ¿es también... un asesino?

Poirot dio unos pasos por el comedor. Sacó un pañuelo, se enjugó la frente y continuó:

—Tal era mi posición esta misma mañana. Había ocho posibilidades distintas y no sabía cuál de ellas era la verdadera. No sabía todavía quién era el solapado y pertinaz asesino.

»Pero asesinar es una costumbre. El hombre o la mujer que mata una vez vuelve a hacerlo otra, si se presenta la ocasión.

»Y en virtud del segundo asesinato, el asesino cae en mis manos.

»Desde el principio estuvo presente en el fondo de mi pensamiento que alguno de ustedes sabía algo que se reservaba; algo que incriminaba al asesino. De ser así, tal persona estaba en peligro.

»Mi solicitud se dirigió principalmente hacia la enfermera Leatheran. Tiene una personalidad llena de energía y una mente viva e inquisitiva. Me asustaba la posibilidad de que descubriera más de lo que era conveniente para su propia seguridad personal.

»Como todos saben, se cometió un segundo asesinato. Pero la víctima no fue la enfermera Leatheran, sino la señorita Johnson.

»Me consuela pensar que de todas maneras hubiera llegado a la solución del caso por puro razonamiento; pero es cierto que la señorita Johnson me ayudó a llegar a ella mucho más rápidamente.

»En primer lugar, uno de los sospechosos quedaba eliminado: la propia señorita Johnson. Pues ni por un momento sostuve la teoría del suicidio.

»Examinemos ahora los hechos de este segundo asesinato.

»Hecho número uno. El domingo por la noche, la enfermera Leatheran encontró a la señorita Johnson hecha un mar de lágrimas, y aquella misma noche la propia señorita Johnson quemó un pedazo de papel que, según creyó la enfermera, estaba escrito con el mismo tipo de letra de los anónimos.

»Hecho número dos. La tarde anterior a la noche en que murió, la señorita Johnson estaba en la azotea y la enfermera la encontró en un estado que describe como de increíble horror. Cuando la enfermera le pregunta, contesta: "He visto cómo pudo alguien entrar en la casa sin que nadie sospeche cómo lo hizo". No quiso añadir nada más. El padre Lavigny cruzaba en aquel momento el patio y el señor Reiter se encontraba ante la puerta del estudio fotográfico.

»Hecho número tres. La señorita Johnson estaba agonizando. Las únicas palabras que pudo articular fueron: “La ventana... la ventana...".

ȃstos son los hechos.

»Y éstos son los problemas con que nos enfrentamos: ¿Qué hay de cierto en los anónimos? ¿Qué vio la señorita Johnson desde la azotea? ¿Qué quería decir al referirse a la ventana?

»Eh bien. Tomemos en primer lugar el segundo de estos problemas, como el de más fácil solución. Subí a la azotea acompañado por la enfermera Leatheran y me situé en el mismo sitio donde estuvo la señorita Johnson. Desde allí se veía el patio y el portalón en la parte norte de la casa. La mujer vio también a dos componentes de la expedición. ¿Tenía algo que ver sus palabras con el señor Reiter o con el padre Lavigny?

»Una posible explicación me vino al pensamiento, casi al instante. Si un extraño entraba en la casa, sólo podía hacerlo disfrazado. Y sólo había una persona cuyo aspecto permitiera una suplantación de personalidad. El padre Lavigny. Con un salacot, gafas de sol, barba negra y hábito de fraile, un extraño podía pasar por la puerta sin que los criados se dieran cuenta de que había entrado un forastero.

»¿Era esto lo que quería decir la señorita Johnson? ¿O había llegado más lejos? ¿Se había percatado de que la personalidad del padre Lavigny, en sí, ya era un disfraz? ¿Sabía que era otro del que pretendía ser?

»Conocido quién era el padre Lavigny, estaba yo dispuesto a considerar resuelto el misterio. Raoul Menier era el asesino. Había matado a la señora Leidner antes de que ésta pudiera delatarlo. Otra persona le dio a entender que conocía su secreto; y después fue eliminada.

»Con aquello todo quedaba explicado. El segundo asesinato. La huida del padre Lavigny... sin hábitos ni barba. Su amigo y él estarán seguramente, a estas horas, atravesando Siria con dos excelentes pasaportes, como dos comerciantes. Hasta quedaba explicada su acción de colocar la ensangrentada piedra bajo la cama de la señorita Johnson.

»Como dije, estaba casi satisfecho con aquello... pero no del todo, pues la solución perfecta debía explicarla mejor aún... y ésta no alcanzaba a ello.

»No explicaba, por ejemplo, la causa de que la señorita Johnson dijera: "La ventana... la ventana...", cuando agonizaba. No explicaba su actitud en la azotea... su horror y su negativa a decirle a la enfermera Leatheran qué era lo que sospechaba o sabía.

»Era una solución que cuadraba con los hechos aparentes, pero no satisfacía los requisitos psicológicos.

»Y entonces, mientras estaba en la azotea pensando en aquellos tres puntos: en los anónimos, en lo que vio la señorita Johnson y en la ventana, todo se aclaró ante mí...

»¡Lo que vi en aquel momento lo explicaba todo!

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