Capítulo XVI



Los sospechosos

El doctor Leidner se levantó de un salto.

—¡Imposible! ¡Completamente imposible! ¡Esa idea es absurda!

El señor Poirot lo miró, imperturbable, y no dijo nada.

—¿Quiere sugerir que el primer marido de mi mujer es uno de los de la expedición, y que ella no le reconoció?

—Exactamente. Reflexione un poco sobre los hechos. Hace más de quince años, su esposa vivió con ese hombre durante unos pocos meses. ¿Lo reconocería si le encontrara de nuevo después de tanto tiempo? Creo que no. Su cara y su aspecto pudieron cambiar. Su voz, tal vez no tanto; pero ése es un detalle que puede esclarecerse. Y recuerde que ella no esperaba que estuviera entre los que convivían en su misma casa. Se lo imaginaba como un extraño. No; no creo que lo reconociera. Y existe una segunda posibilidad. El hermano menor; el niño de entonces, tan encariñado con Frederick. Sí, debemos contar con él. Recuerde que, en su opinión, su hermano no era traidor, sino un patriota, un mártir de su país, Alemania. Para él, la traidora es la señora Leidner; un monstruo de maldad que fue capaz de enviar a la muerte a su propio marido. Un niño puede sentir gran devoción por quien él considera como un héroe, y una mente joven se obsesiona fácilmente con una idea, hasta el extremo de persistir en ella muchos años después.

—Eso es verdad —comentó el doctor Reilly—. No es cierta, aunque sí generalmente aceptada, la opinión de que los niños olvidan muy pronto. Hay muchas personas que al llegar a la vejez retienen todavía imbuida en la mente una idea que se les quedó allí grabada cuando eran niños.

—Bien —siguió Poirot—. Tenemos dos posibilidades. Frederick Bosner, un hombre que ahora rondará los cincuenta años; y William Bosner, cuya edad debe andar cerca de los treinta. Examinemos a los componentes de la expedición desde estos dos aspectos.

—Eso es fantástico —murmuró el doctor Leidner—. ¡Mi propia gente! ¡La de mi propia expedición!

—Habría que considerarlos entonces por encima de toda sospecha, ¿eh? —replicó secamente—. Un punto de vista muy sutil. Commençons. ¿Quiénes son los que categóricamente no pueden ser Frederick ni William?

—Las mujeres.

—Naturalmente. La señorita Johnson y la señora Mercado quedan eliminadas. ¿Quién más?

—Carey. Trabajamos juntos desde hace muchos años, antes de que yo conociera a Louise...

—Y, además, su edad no coincide. Yo diría que tiene unos treinta y ocho años; demasiado joven para ser Frederick y muy viejo para tratarse de William. En cuanto a los demás, tanto el Padre Lavigny como el señor Mercado pueden ser Frederick Bosner.

—Pero, mi apreciado señor —exclamó el señor Leidner con un tono en el que se mezclaba la irritación con la chanza—, el padre Lavigny es conocido en todo el mundo como uno de los mejores eruditos en inscripciones, y Mercado ha trabajado durante muchos años en un popular museo de Nueva York. ¡Es imposible que ninguno de los dos sea el hombre que usted cree!

Poirot agitó una mano, airado.

—Imposible... imposible... ¡No conozco esa palabra! Lo imposible es, precisamente, lo que investigo más a fondo. Pero lo dejaremos estar por el momento. ¿Quién más hay? Carl Reiter, un joven de nombre alemán. Y David Emmott...

—Recuerde que me acompañó durante dos temporadas.

—Ese joven posee el don de la paciencia. Si comete algún crimen, puede estar seguro de que no será de prisa y corriendo. Lo tendrá todo muy bien preparado.

El doctor Leidner hizo un gesto de desesperación.

—Y, finalmente, William Coleman —continuó Poirot.

—Es inglés.

—¿Pourquoi pas? ¿No le dijo la señora Leidner que el muchacho desapareció y no se le pudo encontrar en América? No es absurdo pensar que creciera y se educara en Inglaterra.

—Tiene usted respuestas para todo —dijo el arqueólogo.

Mi mente estaba entonces trabajando a toda presión. Desde un principio había considerado que las maneras del señor Coleman, más que las de un joven de carne y hueso, parecían copiadas de las de un personaje de cualquier libro de P. G. Wodehouse. ¿Habría estado fingiendo durante todo el tiempo?

Poirot tomó notas en su libreta.

—Procedamos con orden y método —dijo—. Por cuenta de Frederick tenemos dos nombres: el padre Lavigny y el señor Mercado. Y por William, los de Coleman, Emmott y Reiter. Pasemos ahora al aspecto opuesto de la cuestión; medios y oportunidades. ¿Qué componente de la expedición tuvo los medios y la oportunidad de cometer el crimen? Carey estaba en las excavaciones. Coleman había ido a Hassanieh y usted estuvo en la azotea. Esto nos deja al padre Lavigny, al señor Mercado, a su esposa, a David Emmott, a Carl Reiter, a la señorita Johnson y a la enfermera Leatheran.

—¡Oh! —exclamé, dando un salto en mi silla.

El señor Poirot me miró con ojos parpadeantes.

—Sí. Temo, ma soeur, que tendremos que incluirla. Le pudo ser muy fácil entrar en la habitación de la señora Leidner y matarla mientras el patio estuvo solitario. Tiene usted suficiente fuerza y vigor, y ella no hubiera sospechado nada hasta recibir el golpe que la abatió.

Estaba tan trastornada que no pude proferir ni una palabra. Me di cuenta de que el doctor Reilly me miraba con expresión divertida.

—El interesante caso de la enfermera que asesinaba a sus pacientes uno tras otro —murmuró.

Le dirigí una mirada fulminante.

La imaginación del doctor Leidner había corrido por otros derroteros.

—Emmott no, monsieur Poirot —objetó—. No puede incluirlo. Estuvo conmigo en la azotea aquellos diez minutos.

—No puedo excluirlo, a pesar de ello. Pudo haber bajado al patio, dirigirse al dormitorio de la señora Leidner, matarla y luego llamar al muchacho árabe. O pudo matarla en una de las ocasiones en que envió al chico a que subiera algún objeto a la azotea.

El doctor Leidner sacudió la cabeza y murmuró:

—¡Qué pesadilla! Esto... es fantástico.

Con gran sorpresa mía, Poirot convino en ello.

—Sí. Es verdad. Se trata de un crimen fantástico. No se presentan a menudo. Por lo general, el asesino es sórdido... simple. Pero éste es un caso extraordinario. Sospecho, doctor Leidner, que su esposa fue una mujer extraordinaria.

Había dado en el clavo con tal precisión que me hizo sobresaltar.

—¿Es verdad eso, enfermera? —me preguntó.

El doctor Leidner dijo con voz pausada:

—Cuéntele cómo era Louise, enfermera. Usted no tiene prejuicios acerca de ella.

Hablé con toda franqueza.

—Era encantadora —dije—. No había quien pudiera dejar de admirarla y desear hacer algo por ella. Nunca conocí a nadie que se le pareciera.

—¡Gracias! —atajó el doctor Leidner, sonriendo.

—Es un valioso testimonio, teniendo en cuenta que proviene de un extraño —dijo Poirot cortésmente—. Bueno, prosigamos. Bajo el encabezamiento de Medios y oportunidad tenemos a siete nombres. La enfermera Leatheran, la señorita Johnson, la señora Mercado y su marido, el señor Reiter, el señor Emmott y el padre Lavigny.

Volvió a carraspear. He observado que los extranjeros pueden hacer con la garganta los más extravagantes ruidos.

—Vamos a suponer, de momento, que nuestra tercera teoría es correcta. Es decir, que el asesino es Frederick o los componentes de la expedición. Comparando ambas listas podemos reducir el número de sospechosos a cuatro. El padre Lavigny, el señor Mercado, Carl Reiter y David Emmott.

—El padre Lavigny no tiene nada que ver con esto —insistió el doctor Leidner, con decisión—. Pertenece a los Padres Blancos de Cartago.

—Y no lleva barba postiza —añadí yo.

—Ma soeur —dijo Poirot—, un asesino de primera clase nunca utiliza barbas postizas.

—¿Cómo sabe usted que el asesino es de primera categoría? —pregunté obstinadamente.

—Porque si no lo fuera, la verdad estaría ya clara para mí... y no lo está.

"¡Bah! Eso es pura presunción", pensé para mí.

—De todas formas —dije, volviendo al tema de las barbas— el dejársela crecer le ha debido llevar mucho tiempo.

—Ésa es una observación de carácter práctico —replicó Poirot.

El doctor Leidner intervino con tono de desprecio y enfadado.

—Todo esto es ridículo... absolutamente ridículo. Tanto él como Mercado son personas bien conocidas. Desde hace años.

Poirot se volvió hacia él.

—No ha comprendido usted la cuestión. No ha considerado un punto importante. Si Frederick Bosner no ha muerto... ¿qué ha hecho durante todos esos años? Pudo haber cambiado de nombre y dedicarse a otras actividades...

—¿Y hacerse Padre Blanco? —preguntó el doctor Reilly.

—Sí, resulta un poco fantástico —contestó Poirot—. Pero no podemos desechar la hipótesis. Además, existen otras posibilidades.

—¿Los jóvenes? —dijo Reilly—. Si quiere saber mi opinión le diré que, en vista de lo ocurrido, sólo uno de sus sospechosos resulta admisible.

—¿Y cuál es?

—El joven Carl Reiter. En realidad, no hay nada contra él; pero profundice un poco y tendrá que admitir unas cuantas cosas. Tiene la edad apropiada; su madre es de origen alemán; es el primer año que viene y tuvo oportunidad de cometer el crimen. Para ello le bastaba con salir disparado del estudio fotográfico, cruzar el patio, hacer el trabajito y volver corriendo, mientras en el estudio, entretanto, podía haber dicho que estaba en la cámara oscura. No quiero asegurar que sea el hombre que busca, pero si ha de sospechar de alguien, le digo que ése es el más indicado.

Monsieur Poirot no parecía estar muy dispuesto a creerlo. Asintió con gravedad, pero con aspecto dubitativo.

—Sí —dijo—. Es el más indicado, pero no creo que todo ocurriera tan simplemente.

Luego añadió:

—No comentemos nada más, por ahora. Me gustaría, a ser posible, dar un vistazo a la habitación donde se cometió el crimen.

—No faltaba más —dijo el doctor Leidner, mientras se registraba los bolsillos infructuosamente. Después miró al doctor Reilly—. Me parece que la llave se la llevó el capitán Maitland —observó.

—Maitland me la dio, antes de salir a investigar un caso ocurrido en una aldea curda —dijo Reilly.

Sacó la llave.

El doctor Leidner titubeó.

—¿Le importaría... si yo no...? Tal vez, la enfermera...

—Desde luego —dijo Poirot—. Lo comprendo. Nunca fue mi propósito causarle un dolor innecesario. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme, ma soeur?

—Claro que sí —respondí.

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