Capítulo XXVI



¡La próxima seré yo!

Fue horrendo. El doctor Leidner pareció a punto de desmayarse, y yo misma me sentí mareada.

El doctor Reilly examinó la piedra con aire profesional.

—Supongo que no tendrá huellas dactilares —aventuró con tranquilidad.

—Ni una.

El médico sacó un par de pinzas y empezó a investigar delicadamente el pedrusco.

—Hum... un fragmento de piel humana... un cabello... rubio. Esto es una opinión particular. Tengo que hacer un análisis detenido; comprobar el grupo a que pertenece la sangre, etc. Pero no creo que existan muchas dudas acerca de su procedencia. ¿Dijo usted que lo encontró bajo la cama de la señorita Johnson? Bien, bien... de modo que era esto. Cometió el asesinato y luego le entró remordimiento y se suicidó. Es una teoría... una bonita teoría.

El doctor Leidner sólo pudo sacudir la cabeza con aspecto desolado.

—Anne, no... no pudo ser Anne... —murmuró.

—No sé dónde pudo esconder esta piedra —dijo el capitán—. Registramos todas las habitaciones después que se cometió el primer asesinato.

Algo me vino al pensamiento. "En el armario de la sala de estar." Pero no dije nada.

—Pero como fuese, al parecer, ella no se sintió satisfecha del escondrijo, y se llevó la piedra a su propio dormitorio, que ya había sido registrado como los demás. O tal vez lo hizo una vez que decidió suicidarse.

—No lo creo —dije en voz alta.

Y, en realidad, no podía imaginarse a la amable y dulce señorita Johnson abriéndole la cabeza a la señora Leidner. ¡No podía hacerme a esa idea! No obstante, aquello encajaba con algunas de las cosas que habían ocurrido; las lágrimas que derramó hacía unas cuantas noches, por ejemplo. Después de todo, yo lo había tomado como efecto del remordimiento, aunque creí que se trataba de arrepentimiento por un crimen de menor importancia.

—No sé qué hacer —continuó Maitland—. Tenemos que aclarar también la desaparición del religioso francés. Mis hombres están buscando por los alrededores, por si acaso le han dado un golpe en la cabeza y han arrojado su cuerpo a una acequia de riego.

—¡Oh! Ahora que recuerdo... —empecé a decir.

Todos me miraron con expectación.

—Fue ayer por la tarde —continué—. Me estuvo preguntando acerca del hombre bizco que miraba por la ventana el otro día. Me rogó que le dijera en qué lugar exacto de la senda se había detenido y luego me dijo que iba a dar una ojeada por allí. Me hizo observar que en las novelas policíacas el crimen siempre deja una pista.

—¡Que me aspen si alguno de los criminales que me ha tocado en suerte perseguir la han dejado en ninguna ocasión! —estalló el capitán Maitland—. Así era eso entonces lo que buscaba, ¿verdad? ¡Por mil de a caballo! Me extraña que encontrara algo. Sería mucha coincidencia que él y la señorita Johnson descubrieran, prácticamente al mismo tiempo, una pista que permitiera conocer la identidad del criminal.

Y añadió con acento irritado:

—¿Un hombre bizco? ¿Un hombre bizco? En ese cuento del hombre bizco hay algo más de lo que se ve a simple vista. No sé por qué diablos mis hombres no han podido atraparlo todavía.

—Posiblemente porque no es bizco —opinó sosegadamente Poirot.

—¿Quiere usted decir que imitaba ese defecto? No sabía que pudiera hacerse con fidelidad por mucho tiempo.

—Un estrabismo puede ser cosa de mucha utilidad.

—¡Y tanto que sí! No sé qué daría por saber dónde se encuentra ahora ese tipo, bizco o normal.

—Barrunto que ya debe haber pasado la frontera siria —dijo Poirot.

—Hemos prevenido a Tell Kotchek y Abul Kemal; a todos los puestos fronterizos.

—Yo diría que siguió la ruta que atraviesa las montañas. La utilizada por los camiones cargados de contrabando.

El capitán Maitland gruñó.

—¿Entonces ser mejor que telegrafiemos a Deirez Zor?

—Ya lo hice ayer avisándoles para que vigilaran el paso de un coche ocupado por dos hombres cuyos pasaportes estarían completamente en regla.

El capitán le favoreció con una mirada penetrante.

—De manera que eso hizo, ¿verdad? Dos hombres... ¿verdad?

Poirot asintió.

—Dos hombres son los que están complicados en esto.

—Me sorprende, monsieur Poirot, que haya estado reservándose tantas cosas.

El detective sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Eso no es cierto. Comprendí la verdad de lo ocurrido esta misma mañana, cuando contemplaba la salida del sol. Una salida de sol magnífica.

No creo que ninguno de nosotros se percatara de que la señora Mercado había entrado en la habitación. Debió hacerlo cuando nos quedamos suspensos ante la vista de aquella horrible piedra manchada de sangre.

Pero entonces, sin avisar, la mujer lanzó un chillido parecido al de un cerdo cuando lo degüellan.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. Ahora lo comprendo. Ahora lo comprendo todo. Fue el padre Lavigny. Está loco... es un fanático religioso. Cree que las mujeres están llenas de pecado. Y las mata a todas. Primero la señora Leidner... después, la señorita Johnson. ¡La próxima vez seré yo...!

Dando un alarido frenético cruzó precipitadamente la habitación y se cogió desesperada y frenética a la chaqueta del doctor Reilly.

—¡No quiero quedarme aquí! No quiero quedarme aquí ni un día más. Esto es peligroso. Nos está acechando el peligro. Está escondido en algún sitio... esperando la ocasión. ¡Saltará sobre mí!

Abrió la boca de nuevo y volvió a chillar.

Me dirigí apresuradamente hacia donde estaba el médico, que la había cogido por las muñecas. Di dos buenas bofetadas a la señora Mercado; entre el doctor Reilly y yo la hicimos sentar en una silla. Los dos procuramos calmarla.

—Nadie la va a matar —dije—. Ya cuidaremos todos de que no ocurra nada de eso. Siéntese y pórtese bien.

No volvió a chillar. Cerró la boca y se quedó sentada, mirándome con ojos de expresión sobresaltada y estupefacta.

Luego se produjo otra interrupción. Se abrió la puerta y entró Sheila Reilly. Su cara estaba pálida y tenía un aspecto grave. Fue directamente hacia Poirot.

—He ido temprano a la estafeta de correos, monsieur Poirot —dijo—. Había un telegrama para usted... y se lo he traído.

—Muchas gracias, mademoiselle.

Cogió el telegrama y lo abrió, mientras la muchacha vigilaba la expresión de sus ojos y su rostro.

Pero la cara de Poirot no se inmutó lo más mínimo. Leyó el telegrama, lo alisó, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en un bolsillo.

La señora Mercado no le perdía de vista. Con voz ahogada preguntó:

—¿Es... de América?

El detective sacudió la cabeza.

—No, madame —replicó—. Es de Túnez.

Ella lo contempló durante un momento como si no hubiera entendido lo que le había dicho, y luego, dando un profundo suspiro, se recostó en su asiento.

—El padre Lavigny —dijo—. Tenía yo razón. Siempre creí que había algo en él que resultaba extraño. Cierta vez me dijo unas cosas...

—Supongo que está loco... —Hizo una pausa y luego añadió—: Tendré serenidad. Pero debo irme de aquí. Joseph y yo dormiremos esta noche en la posada.

—Tenga paciencia, madame —dijo Poirot—. Lo explicaré todo.

El capitán Maitland lo miró con curiosidad.

—¿Cree usted que ha conseguido dar por fin con el quid de la cuestión? —preguntó.

Poirot hizo una reverencia.

Fue una reverencia teatral en extremo. Creo que molestó un poco al capitán.

—Bueno —restalló el militar—; suéltelo de una vez.

Pero no era ésa la forma en que Poirot solía hacer las cosas. Comprendí perfectamente que lo que pretendía era organizar un buen espectáculo a cuenta de aquello.

Me pregunté si en realidad conocía la verdad del caso, o sólo estaba presumiendo. Se volvió hacia el doctor Reilly.

—¿Tendría usted la bondad de llamar a los demás? —rogó.

El médico se levantó y cumplimentó la petición de Poirot. Al cabo de unos minutos empezaron a entrar en el comedor los demás componentes de la expedición. Primero Reiter y Emmott; después Bill Coleman; luego Richard Carey, y por último el señor Mercado. El pobre hombre tenía cara de difunto. Supuse que estaba mortalmente asustado por si le pedían cuentas sobre su descuido, dejando al alcance de cualquiera unos productos químicos de carácter peligroso, que habían sido confiados a su custodia.

Tomaron todos asiento alrededor de la mesa, en forma parecida a la del día en que llegó monsieur Poirot. Tanto Bill Coleman como David Emmott titubearon un poco antes de sentarse y miraron hacia donde estaba Sheila Reilly. Ella estaba vuelta de espaldas y miraba por la ventana.

—¿Te sientas, Sheila? —dijo Bill.

David Emmott agregó con su acento suave y simpático:

—¿No te quieres sentar?

La muchacha dio la vuelta y se quedó mirándolos. Cada uno de ellos le estaba ofreciendo una silla. Esperé a ver cuál de las dos aceptaría.

Pero al final no aceptó ninguna.

—Me sentaré aquí —dijo con brusquedad.

Y tomó asiento en el borde de una mesa que había junto a la ventana.

—Es decir —añadió—, si al capitán Maitland no le importa que me quede.

No sé qué hubiera dicho el capitán, pues Poirot se apresuró a observar:

—Quédese, mademoiselle. En realidad, es necesario que así lo haga.

La chica levantó las cejas.

—¿Necesario?

—Eso dije, mademoiselle. Tengo que hacerle varias preguntas.

Ella volvió a levantar las cejas, pero esta vez no dijo nada. Miró de nuevo por la ventana, como si estuviera determinada a no darse por enterada de lo que sucedía a espaldas suyas en el comedor.

—Y ahora —dijo el capitán Maitland— tal vez lleguemos a saber la verdad.

Habló con cierta impaciencia. Era un hombre de acción. Yo estaba segura de que en aquel momento estaba ardiendo en deseos de salir al campo y hacer algo. Dirigir la búsqueda del padre Lavigny, enviar patrullas para que lo capturaran. Digirió una mirada a Poirot en la que se reflejaba un poco de disgusto. Vi que iba a decir alguna frase desagradable, pero se contuvo.

Poirot dio una ojeada circular a todos nosotros y luego se levantó.

No sé a ciencia cierta qué es lo que esperaba yo que dijera entonces. Tal vez una frase dramática, pues una cosa así hubiera cuadrado muy bien con su forma de ser. Pero de lo que estoy segura es de que no esperaba que empezara a hablar utilizando una frase árabe.

Pues sí. Esto fue lo que sucedió. Pronunció las palabras lenta y solemnemente... con mucha religiosidad.

—Bismillahi ar rahman ar rahim.

Y luego tradujo:

—En el nombre de Alá, el misericordioso, el compasivo.

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