Capítulo II



Amy Leatheran se presenta

No pretendo ser escritora ni conocer los secretos de la literatura. Hago esto simplemente porque el doctor Reilly me lo rogó, y es cosa sabida que cuando el doctor Reilly te pide que hagas alguna cosa, no hay manera de rehusar.

—Pero, doctor —le dije—; no soy escritora ni entiendo nada de eso.

—Tonterías —replicó él—. Hágase la cuenta de que está redactando las notas de un caso clínico.

No cabe duda de que tenía razón.

El doctor Reilly prosiguió diciéndome que era necesario que se publicara un relato llano y simple del asunto ocurrido en Tell Yarimjah.

—Si lo tuviera que escribir alguno de los que intervinieron en él no convencería a nadie. Dirían que tenía prejuicios por unos o por otros.

Y aquello, por cierto, también era verdad. Aunque yo estuve allí, podía considerarme como una extraña a la cuestión planteada.

—¿Y por qué no lo escribe usted mismo, doctor? —pregunté.

—No estaba presente cuando sucedió y usted sí. Además —añadió dando un suspiro—, mi hija no me dejaría.

La forma en que se dejaba dominar por aquella chiquilla era algo verdaderamente vergonzoso. Estaba a punto de decírselo así, cuando vi una expresión maliciosa en sus ojos. Eso es lo malo del doctor Reilly. Nunca se sabe si está bromeando o qué. Siempre dice las cosas con el mismo tono lento y melancólico; pero la mitad de las veces se nota en sus palabras cierta ironía.

—Bueno —dije sin mucha confianza—. Supongo que podré llevarlo a cabo.

—Claro que podrá.

—Lo que no sé es cómo empezar.

—Para eso existen buenos precedentes. Empiece por el principio y siga adelante hasta el final.

—Ni siquiera sé con seguridad dónde y cómo empezó —repliqué.

—Créame, enfermera, la dificultad de empezar no va a ser nada comparada con la de saber cuándo terminar. Al menos eso es lo que me sucede cuando tengo que pronunciar una conferencia. Alguien tiene que tirarme del faldón del frac para hacerme descender a la fuerza de la tribuna.

—¿Está usted bromeando, doctor?

—No puedo hablarle más en serio. Y bien, ¿qué me dice?

Otra cosa me preocupaba. Después de vacilar unos momentos, dije:

—Vea usted, doctor. Temo que algunas veces... mis comentarios sean demasiado “personales”.

—¡Pero, por Dios, mujer! ¡Cuanto más “personales” sean, mucho mejor! Es una historia sobre seres humanos, no sobre maniquíes. Personalice, muestre sus preferencias, sea chismosa, ¡lo que usted guste! Escríbalo a su manera. Siempre estaremos a tiempo de eliminar los pasajes difamatorios antes de publicarlo. Adelante. Es usted una mujer sensata y estoy seguro de que nos proporcionará un relato fiel del asunto.

Así quedó la cosa, y le prometí que me esmeraría en hacerlo.

Supongo que deberé decir algo acerca de mí. Tengo treinta y dos años, y me llamo Amy Leatheran. Realicé mi aprendizaje en el hospital de San Cristóbal y luego hice dos años de prácticas como comadrona. Trabajé también particularmente y estuve cuatro años en la Casa de Maternidad de la señorita Bendix, en Devonshire Place. Fui a Irak acompañando a una señora llamada Kelsey. Cuidé de ella cuando nació su hija. Debía trasladarme a Bagdad con su marido y ya tenía contratada a una niñera que servía desde hacía dos años a unos amigos que residían en aquella ciudad. Los hijos de dichos amigos regresaban a Inglaterra para estudiar y la niñera había convenido con la señora Kelsey que entraría a su servicio cuando los chicos se marcharan. La señora Kelsey estaba algo delicada y le preocupaba hacer el viaje con una niña de tan corta edad. Así es que su marido arregló el asunto para que yo la acompañara y cuidara de ella y de la niña. Me pagarían el viaje de vuelta, caso de que no encontrara a nadie que necesitara los servicios de una enfermera para hacer el viaje de retorno a Inglaterra.

No creo que sea necesario describir a los Kelsey. La pequeña era una preciosidad de criatura y la señora tenía un carácter muy agradable, aunque era de las que se inquietan por todo. Disfruté mucho durante el viaje. Nunca había hecho una travesía tan larga por mar.

El doctor Reilly venía en el mismo barco. Era un hombre de cabellos negros y cara estirada, que decía las cosas más divertidas con una voz baja y lúgubre. Creo que le gustaba tomarme el pelo y tenía la costumbre de contarme cosas absurdas para ver si me las tragaba. Tenía un destino de cirujano en un lugar llamado Hassanieh a un día y medio de viaje desde Bagdad.

Hacía cerca de una semana que me encontraba en dicha ciudad, cuando lo encontré y me preguntó si dejaba ya a los Kelsey. Le repliqué que era curioso que me dijera aquello, pues se daba el caso de que los hijos de los Wright, los amigos de los Kelsey a que antes me referí, volvían a Inglaterra antes de la fecha prevista y su niñera quedaba libre.

Me confesó entonces que se había enterado de la marcha de los Wright, y que por eso me lo había preguntado.

—En resumen, enfermera, posiblemente le pueda ofrecer un empleo.

—¿Algún caso?

Torció el gesto como si considerara la pregunta.

—No puedo calificarlo así. Sólo se trata de una señora que tiene... digamos... “fantasías”.

—¡Oh! —exclamé.

Por lo general, una sabe perfectamente qué significa tal cosa... bebida o drogas.

El doctor Reilly no fue más allá en sus explicaciones.

—Sí —dijo—. Se trata de la señora Leidner. Es la esposa de un americano, o mejor dicho, de un sueco-americano que dirige unas grandes excavaciones por cuenta de una universidad de su país.

Y me explicó que la expedición estaba excavando en el lugar que había ocupado una gran ciudad asiria; algo así como Nínive. La casa en que vivían los que componían la expedición no estaba en realidad muy lejos de Hassanieh, pero se hallaba en un descampado y al doctor Leidner hacía tiempo que le preocupaba la salud de su esposa.

—No es muy explícito acerca de ello, pero parece que la señora tiene repetidos accesos de terror nervioso.

—¿Se queda sola con los indígenas durante todo el día? —pregunté.

—No. Los de la expedición son muchos. Siete u ocho. No creo que se quede nunca sola en la casa. Pero, por lo visto, no hay duda de que ella se está agotando y de que ha llegado a un extraño estado de ánimo. Leidner lleva sobre sí toda responsabilidad del trabajo y, además, como está muy enamorado de su mujer, le preocupa el estado en que ella se encuentra. Opina que estaría mucho más tranquilo si supiera que una persona responsable y con experiencia está a su cuidado.

—¿Y qué dice la propia señora Leidner?

El doctor Reilly contestó con acento grave.

—La señora Leidner es una persona encantadora. Raramente persiste en una opinión durante más de dos días consecutivos. Pero, en términos generales, no le desagrada la idea de su marido. Es una mujer extraña. Es afectada en extremo y, según creo, una mentirosa empedernida; pero Leidner parece estar convencido de que alguna cosa la ha asustado terriblemente.

—¿Qué le contó ella, doctor?

—No fue ella quien vino a verme. No le agrado... por varias razones. Fue Leidner quien me propuso el plan. Bien, enfermera, ¿qué le parece la idea? Ver algo del país antes de volver al suyo. Continuarán las excavaciones durante otros dos meses. Y es un trabajo interesante.

Después de unos instantes de vacilación, durante los cuales le di vueltas al asunto, contesté:

—Bueno. Creo que puedo probar.

—Espléndido —dijo el doctor Reilly, levantándose—. Leidner está ahora en Bagdad. Le diré que venga y vea de arreglar el asunto con usted.

El doctor Leidner vino al hotel aquella misma tarde. Era un hombre de mediana edad, de ademanes nerviosos y vacilantes. Se apreciaba en él un fondo benévolo, amable y un tanto desvalido. Por lo que dijo, parecía estar muy enamorado de su esposa; pero fue muy poco concreto acerca de lo que le pasaba.

—Verá usted —dijo, manoseándose la barba en una forma que, según pude ver más tarde, era característica en él—. Mi esposa se encuentra presa de una gran excitación nerviosa. Estoy... muy preocupado por ella.

—¿Disfruta de buena salud física? —pregunté.

—Sí, sí. Eso creo. Yo diría que su estado físico no tiene nada que ver con la cuestión. Pero... bueno... se imagina cosas.

—¿Qué clase de cosas?

Pero él eludió este punto, murmurando perplejo:

—Se agota por cosas sin importancia. En realidad, no encuentro fundamento alguno por sus temores.

—¿Temores de qué, doctor Leidner?

—Pues... tan sólo terror nervioso —respondió.

Apuesto diez contra uno a que se trata de drogas, pensé. Y él no se ha dado cuenta todavía. A muchos hombres se les pasa por alto una cosa así; y sólo se limitan a preguntarse las causas de que sus esposas estén tan excitadas y tengan tan extraordinarios cambios de humor.

Le pregunté si la señora Leidner aprobaba la idea de mis servicios.

Su cara se iluminó.

—Sí. Me sorprendió mucho y al propio tiempo me alegré. Dijo que era una buena idea y que se sentiría mucho más segura.

La palabra me chocó. “Segura”. Una palabra extraña para usarla en aquella ocasión. Empecé a figurarme que el caso de la señora Leidner era asunto apropiado para un alienista.

El hombre prosiguió, con una especie de anhelo juvenil.

—Estoy seguro de que usted se llevará muy bien con ella. Es una mujer verdaderamente encantadora —sonrió—. Cree que usted le animará muchísimo y lo mismo he pensado yo al verla. Tiene usted el aspecto, si me permite decirlo así, de tener una salud espléndida y un gran sentido común. Estoy seguro de que es la persona apropiada para Louise.

—Bien; podemos probar, doctor Leidner —repliqué yo alegremente—. Espero poder ser útil a su señora. ¿Tal vez los árabes y la gente de color la ponen nerviosa?

—No, nada de eso —sacudió la cabeza, como si la idea le divirtiera—. A mi mujer le gustan mucho los árabes; sabe apreciar su sencillez y su sentido del humor. Ésta es la segunda vez que viene conmigo, pues hace menos de dos años que nos casamos, y habla ya bastante bien el árabe.

Guardé silencio durante unos momentos y luego hice un nuevo intento.

—¿Y no puede usted decirme qué es lo que asusta a su esposa, doctor Leidner? —pregunté.

El hombre vaciló y después respondió lentamente:

—Espero... creo... que se lo dirá ella misma.

Y eso fue todo lo que pude conseguir de él.

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