Capítulo X



El sábado por la tarde

La señora Leidner me contó su historia el viernes por la tarde.

El sábado por la mañana, sin embargo, se notaba en el ambiente una ligera sensación de reserva. La señora Leidner, en particular, parecía dispuesta a ser un tanto brusca conmigo y de una forma ostensible evitaba toda posibilidad de conversación. Aquello no me sorprendía. Me había ocurrido más de una vez. Hay señoras que revelan ciertas cosas a sus enfermeras en un momento de repentina confidencia y luego no se sienten satisfechas de haberlo hecho. Son cosas de la naturaleza humana.

Tuve mucho cuidado de no insinuar ni recordar nada de lo que ella me había contado. Deliberadamente hice que la conversación versara sobre tópicos comunes. El señor Coleman, conduciendo él mismo la "rubia", se fue a Hassanieh por la mañana, llevándose las cartas en una mochila. También tenía que hacer uno o dos encargos por cuenta de los demás compañeros de expedición. Era el día en que cobraban los trabajadores y el señor Coleman debía ir al banco para retirar en moneda fraccionaria el importe de los jornales. Todo aquello le llevaría mucho tiempo y no esperaba estar de vuelta hasta la tarde. Sospeché que almorzaría con Sheila Reilly.

La tarde de los días en que se pagaban los jornales, el trabajo en las excavaciones no era muy intenso, pues los peones empezaban a cobrar a partir de las tres y media.

El muchacho árabe, llamado Abdullah, cuya ocupación consistía en lavar cacharros, estaba, como de costumbre, instalado en mitad del patio y salmodiaba interminablemente su monótona y nasal cantinela. El doctor Leidner y el señor Emmott habían anunciado su propósito de trabajar con los objetos de cerámica hasta que volviera Coleman, y el señor Carey se dirigió a las excavaciones.

La señora Leidner entró en su dormitorio para descansar. La acomodé como siempre y luego me fui a mi habitación. Me llevé un libro, pues no tenía mucho sueño aquella tarde. Era entonces la una menos cuarto. Así pasaron apaciblemente dos horas más. Estaba leyendo una novela titulada Crimen en la Casa de Maternidad. Era, en realidad, una historia muy interesante, aunque pensé que el autor no tenía ni la más mínima idea de cómo funcionaba una casa de aquéllas. Al menos, yo no había visto ninguna como la que describía en el libro. Sentí la tentación de escribir al autor y señalarle unos cuantos puntos en que estaba equivocado.

Cuando por fin terminé la novela (resulta que el criminal era la criada pelirroja, de la que nunca sospeché), miré mi reloj y quedé sorprendida al ver que eran las tres menos veinte. Me levanté, puse en orden mi uniforme y salí al patio. Abdullah seguía lavando cacharros y cantando su depresiva canción. A su lado, el señor Emmott clasificaba las piezas y dejaba en unas cajas las que necesitaban ser reconstruidas. Fui hacia ellos, y, al mismo tiempo, vi que el doctor Leidner bajaba por la escalera de la azotea.

—No se ha dado mal la tarde —dijo alegremente—. Estuve haciendo un poco de limpieza arriba. A Louise le agradará. Se quejó últimamente de que no había sitio ni para pasar. Voy a decírselo.

Fue hacia la puerta del cuarto de su mujer, dio unos golpecitos y entró.

Al cabo de minuto y medio, según mis cálculos, volvió a salir. Yo estaba precisamente mirando la puerta cuando apareció en el umbral. Parecía que acabara de ver un fantasma. Cuando entró en la habitación era un hombre vivo y alegre. Ahora parecía estar borracho; se tambaleaba y su cara reflejaba una extraña expresión de aturdimiento.

—Enfermera... —llamó con voz ronca—. Enfermera...

En el acto comprendí que algo malo había pasado y corrí hacia él. Tenía un aspecto espantoso, con la cara palidísima y crispada. Vi que estaba a punto de desmayarse.

—Mi mujer... —dijo—. Mi mujer... ¡Oh, Dios mío...!

Lo aparté un poco y entré en la habitación. Allí me quedé sin respiración.

La señora Leidner yacía junto a la cama.

Me incliné sobre ella. Estaba muerta; debía de haber muerto hacía una hora, por lo menos. La causa de la muerte estaba perfectamente clara. Un terrible golpe en la frente, justamente sobre la sien derecha. Debió levantarse de la cama y la derribaron donde ahora yacía.

La toqué lo estrictamente necesario.

Di una ojeada a la habitación, por si veía algo que pudiera constituir una pista, pero nada parecía estar fuera de su sitio o en desorden. No había ningún sitio en que el asesino pudiera estar oculto. Era evidente que el culpable se había marchado algún tiempo antes.

Salí y cerré la puerta.

El doctor Leidner se había desmayado. David Emmott estaba junto a él y se volvió a mirarme con cara pálida y expresión interrogante.

En pocas palabras le puse al corriente de la situación. Como siempre sospeché, era una persona en quien podía confiarse cuando las cosas no iban bien. Tenía una calma perfecta y sabía dominarse. Sus ojos azules se abrieron de par en par, pero aparte de ello no hizo otro aspaviento.

Recapacitó durante un momento y luego dijo:

—Supongo que debemos avisar a la policía lo más pronto posible. Bill regresará de un momento a otro. ¿Qué hacemos con Leidner?

—Ayúdeme a llevarlo a su habitación.

Asintió.

—Será mejor cerrar con llave esa puerta —observó.

Dio la vuelta a la llave y me la entregó después.

—Creo que es mejor que se quede usted con ella, enfermera. Vamos.

Entre ambos recogimos al doctor Leidner y lo llevamos hasta su propia habitación, acostándole en la cama.

El señor Emmott salió a buscar coñac. Volvió acompañado por la señorita Johnson.

La cara de esta última tenía un aspecto conmovido e inquieto, pero conservaba la calma y su competencia, por lo que quedé satisfecha de dejar al doctor Leidner en sus manos.

Salí corriendo al patio. La "rubia" entraba en aquel momento por el portalón. Creo que nos dio a todos un sobresalto el ver la cara sonrosada y alegre de Bill, quien al saltar del coche, lanzó su familiar:

—¡Hola, hola, hola! ¡Aquí traigo la tela! No me han atracado por el camino.

El señor Emmott le dijo secamente:

—La señora Leidner ha muerto... la han matado.

—¿Qué? —la cara de Bill cambió en forma cómica; se quedó petrificado, con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡Ha muerto mamá Leidner! ¿Me estás tomando el pelo?

—¿Muerta? —exclamó una voz detrás de mí.

Di la vuelta y vi a la señora Mercado.

—¿Dicen ustedes que han matado a la señora Leidner?

—¡Sí —contesté—, asesinada!

—¡No! —replicó sin aliento—. Oh, no. No lo creo. Tal vez se suicidó.

—Los suicidas no se golpean en la frente —dije con aspereza—. Se trata de un asesinato, señora Mercado.

Tomó asiento de pronto sobre una caja de embalaje.

—¡Oh! Pero eso es horrible... horrible...

Claro que era horrible. No necesitábamos que ella lo dijera. Me pregunté si acaso no se sentía un poco arrepentida por el rencor que alimentó hacia la muerta y por todo lo que había dicho de ella.

Al cabo de unos momentos preguntó:

—¿Qué debemos hacer?

El señor Emmott se hizo cargo de la situación con sus modales sosegados.

—Bill, será mejor que vuelvas a Hassanieh lo más rápidamente que puedas. No estoy muy enterado de lo que debe hacerse en estos casos. Busca al capitán Maitland que, según creo, tiene a su cargo los servicios de policía. O localiza primero al doctor Reilly; él sabrá qué hay que hacer.

El señor Coleman asintió. Toda su alegría parecía habérsele evaporado. Ahora parecía muy joven y asustado. Subió a la "rubia" sin pronunciar una palabra y se fue.

El señor Emmott comentó con acento indeciso:

—Supongo que debemos hacer unas cuantas indagaciones —con voz potente llamó—: ¡Ibrahim!

—Na 'am.

Llegó corriendo uno de los criados indígenas. El señor Emmott le habló en árabe.

Entre los dos sostuvieron un animado coloquio. El criado pareció negar vehementemente alguna cosa.

Al final, el señor Emmott dijo con tono perplejo:

—Asegura que por aquí no ha venido ni un alma esta tarde. Ningún desconocido. Supongo que, quien fuese, entró sin que nadie se diera cuenta de ello.

—Claro que sí —opinó la señora Mercado—. Aprovechó una ocasión en que nadie pudo verlo.

—Sí —dijo el señor Emmott.

La ligera indecisión de su tono me obligó a mirarle con atención.

Dio la vuelta y le hizo una pregunta al muchacho que lavaba los cacharros. El chico contestó sin titubear.

Las cejas del señor Emmott se fruncieron aún más de lo que estaban.

—No lo entiendo —dijo—. No lo entiendo en absoluto.

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