9

Un pequeño vestíbulo, un pasillo desnudo sobre el que colgaba el cable retorcido de una sucia bombilla, un estricto comedor con un sofá de patas metálicas y una mesa y cuatro sillas de material sintético que imitaba la madera. Sobre el televisor había un laborioso paño de ganchillo y una bola de cristal en cuyo interior se veía una basílica. Al darle la vuelta se borraba el cielo azul de postal y caía sobre la cúpula una lenta nevada. Era como si en aquel lugar no hubiera vivido nunca nadie, como si lo hubieran abandonado a los pocos días de ocuparlo, cuando las paredes aún estaban húmedas de pintura y los objetos y los muebles guardaban el olor y el polvo de los embalajes. Todo parecía recién hecho y a la vez malogrado por una fulminante decrepitud. La cocina y el cuarto de baño tenían azulejos de un verde suave y sanitario. Había seis platos de cristal, seis vasos moteados de lunares rojos, seis cubiertos de acero inoxidable, un frigorífico de forma ligeramente abombada que estaba vacío y olía a goma. No era posible notar indicio alguno de pasado ni de porvenir. Faltaba en el dormitorio la fotografía de estudio de dos recién casados jóvenes y ya sin éxito: tal vez estuvo, y Andrade la escondió para aliviar su incomodidad de intruso, para no preguntarse quiénes habitaron antes que él la casa y por qué se marcharon o fueron expulsados sin dejar en ella señales perdurables de vida.

Pero tampoco él las dejó: sólo unos pocos libros en una estantería de formica. Una novela de Gorki, dos o tres manuales de economía y de historia impresos en Sudamérica, una Enciclopedia de las Razas Humanas que tenía en la portada la foto de una mujer negra con los labios perforados, una guía de Madrid con planos de itinerarios de tranvías y del Metro. En el dormitorio, demasiado angosto para el tamaño solemne del armario y la cama, encontré la ropa y los zapatos que debió de comprar después de conocerla a ella, cuando empezó a volverse débil y a merecer la sospecha. Lo imaginé probándose aquel traje azul marino ante el espejo, tardíamente animado por una inepta voluntad de elegancia. A medianoche, vestido para ella, viajaba en los vagones desiertos de una línea periférica y antes de golpear con los nudillos en la persiana metálica de la boîte Tabú y de ocupar una mesa junto al escenario se convertía en otro hombre. De pronto, mientras hurgaba en los bolsillos vacíos de los trajes de Andrade, en aquel piso de una barriada lejana donde él vivió hasta que lo detuvieron, me pareció que la traición y la lealtad eran enigmas mediocres. Daba igual que mintiera, que estuviera engañando a los suyos o a la policía y huyendo ahora de mí o del hombre que fumaba en la oscuridad. Lo que importaba saber era cómo su deseo había sido más fuerte que su vergüenza y su culpa y más eficaz que su predisposición al sacrificio.

Inevitablemente, con una fatigada vileza que ni siquiera me pertenecía, yo miraba las cosas con los ojos de Bernal. El precio de esos trajes y de esos zapatos, la pulcritud sin resquicio de las habitaciones. Si un conspirador sale de la casa donde estaba escondido y lo detienen en la calle no es posible que lo deje todo perfectamente ordenado tras de sí, a menos que sepa que ya no va a volver. Si un hombre viene a Madrid y vive en un piso prestado y no tiene más dinero que el que le asigna la organización no puede comprarse ropas como ésas ni beber en un club no del todo legal ni pagar a lujosas mujeres que acuden en taxi a los hoteles. Pero yo sabía que no es demasiado difícil comprar a un hombre, porque durante algún tiempo, en Madrid y en Berlín, ése había sido en parte mi trabajo, y que los traidores por los que se paga un precio más alto eran siempre los menos sospechosos de traición. Walter, por ejemplo. El caso Walter, como ellos decían, convirtiendo a un hombre en un axioma, en una secreta conmemoración del mal que exorcizaron a tiempo, que pareció vencido y se renovaba ahora en otro nombre, Andrade, en la misma ciudad a la que yo, el verdugo de entonces, había sido enviado otra vez por una pura razón de voluntaria simetría. Por eso miraba rostros duplicados y lugares irreales y lisos como la superficie de un espejo, y el mismo Andrade ya no se parecía en mi imaginación a la foto que yo guardaba en la cartera como se guarda un recuerdo de familia. Iba adquiriendo inadvertidamente las facciones del otro, el que vi correr y quebrarse una noche junto a una fábrica abandonada, el que me miró moviendo los labios sin hablar mientras yo adelantaba hacia él la pistola para calcular la distancia del disparo que convertiría su rostro en una máscara de sangre.

Pero Walter tenía una vida que yo había conocido y vulnerado y Andrade no era más que un rostro en una foto y una ausencia en un piso vacío de las afueras de Madrid, una pasión inexplicada y abstracta, una mujer que se ocultaba tras el nombre y la figura de otra. Miré por la ventana un desierto de calles sin edificios bajo las altas farolas que resplandecían en la noche y vi a lo lejos, como una hoguera encendida en una isla, la entrada de la estación más remota del Metro. Me senté en el sofá, frente al televisor apagado, y no sabía qué ni a quién estaba esperando. Me quité la gabardina, dejando al alcance de mi mano el bolsillo donde guardaba la pistola, y abrí al azar la novela de Rebeca Osorio que había traído del almacén. El cansancio hacía que las palabras alineadas se movieran ante mis ojos, ondulándose, como si aparecieran en ese mismo instante sobre el papel, igual que cuando ella las escribía en su gran máquina negra. Automáticamente recordé que tenía nombre de arma de fuego: era una Remington. El sonido hiriente de una campanilla señalaba el final de la línea, y sólo entonces se detenía el rumor del teclado. De pie tras ella, yo la miraba escribir, veía moverse de izquierda a derecha su melena a medida que las palabras avanzaban, estableciendo a partir de la nada, del papel en blanco y de los pequeños caracteres de plomo que impulsaban sus dedos, historias insensatas que ella después accedía a contarnos, asombrada ella misma de su incansable capacidad de mentira. Eso era lo que recordaba yo de aquel tiempo, los golpes del teclado, la señal aguda de la campanilla, el silencio de la breve tregua necesaria para introducir una hoja en blanco en la máquina o encender un cigarrillo. Mientras escribía yo la contemplaba en silencio, queriendo adivinar en la expresión mudable de su rostro los episodios que tramaba. Me miraba sonriendo y no me veía, porque sus ojos azules estaban presenciando la vida de otra gente invisible. Yo la ayudaba a veces, recogía las páginas, las numeraba. Dejaba pasar los días como un huésped indolente, fingía ante mí mismo que averiguaba cosas. En las habitaciones altas del cine, Walter y ella vivían su doble vida clandestina con un aire de trivialidad conyugal que parecía eximirlos del peligro. Me recordaban a un matrimonio inglés que se hubiera retirado apaciblemente a una casa de campo. Ella escribía novelas sentimentales y era difícil creer que en cada una se escondiera la fragmentaria alegoría de una conspiración. Él, Walter, proyectaba películas, repasaba cada noche la contabilidad del cine, de vez en cuando se ausentaba a deshoras, y nada permitía deducir de sus actos visibles que era el único jefe de una sociedad secreta, desbaratada al final de la guerra, revivida por él en los días más oscuros de la claudicación y el terror, cuidadosamente gangrenada y traicionada por la misma inteligencia que la restableció.

Pero al principio ninguno de los dos desconfió de mí. Sabían que mi verdadero oficio era el recelo y que había venido para vigilarlos, no sólo a ellos, suponían, sino a toda la dirección de Madrid, diezmada por el miedo y la deslealtad, porque en aquellos años la tortura y la cárcel eran siempre el preludio del fusilamiento, casi aislada del exterior durante el tiempo larguísimo de la guerra en Europa, que había concluido unos meses atrás. Eran los únicos supervivientes y estaban bajo sospecha. En Inglaterra, en los sótanos de un edificio de oficinas medio derribado por los últimos bombardeos de las V-2, yo había interrogado a un prisionero alemán que trabajó durante dos años en la embajada del Reich en Madrid. Lo recuerdo vencido, sonriente, con gafas de miope, con un traje oscuro de solapas muy anchas, mansamente aclimatado a la calamidad, resuelto a sobrevivir a ella. No sabía que yo era español. En un momento del interrogatorio, que duró tres días, me dijo que su mejor agente en Madrid estaba ahora al servicio de la policía española y llevaba años infiltrado en la misma cúpula de la resistencia clandestina. Hice como que no me interesaba mucho lo que me decía, pero él tenía ganas de seguir hablando sobre su agente de Madrid, como si recordara a un discípulo predilecto cuya maestría lo redimiera del fracaso. Era o fingía ser un tranquilo alcohólico, y yo procuraba que nunca estuviera vacío su vaso de ginebra. «Nunca lo descubrirán», me dijo, con una suficiencia de beodo impasible, «porque sabe esconderse en la oscuridad». Bebió ginebra, me pidió una pluma y una hoja de papel. Su mano hinchada y azul temblaba mientras escribía con mayúsculas una palabra española: Beltenebros. Así había elegido llamarse el traidor de Madrid.

Cuando yo vine ya sabía que su otro nombre era Walter. Regentaba el Universal Cinema y compartía con Rebeca Osorio una especie de innata felicidad no gastada por la costumbre ni el miedo. No era muy alto, pero tenía una sólida envergadura de árbol, el pelo débil y rubio, los ojos vagamente rasgados. En su manera de hablar se notaba un residuo como de idiomas dispares, pero nadie llegó a saber cuál fue el primero que había aprendido ni de dónde venía. En París suponían que era húngaro o búlgaro, posiblemente judío. Había llegado a España hacia 1930, fugitivo de la policía política de dos o tres países. A finales de 1939 escapó de un campo de concentración y regresó a Madrid, como nacido de nuevo, fortalecido por las cicatrices y la cautividad. No parecía que hubiera sido nunca temerario o fanático, porque el énfasis le era tan extraño como el desaliento. En cuanto lo conocí yo supe que pertenecía a un linaje recién extinguido. Otros como él, apátridas desde que nacieron, habían combatido y muerto en casi todas las guerras y las sublevaciones del mundo durante más de veinte años. Unos pocos optaron por la traición: la practicaron con la misma eficacia que había hecho temible su primer heroísmo. Tal vez por eso yo nunca sentí que odiara a Walter. Incluso cuando le disparé a la cara supe que seguía siendo uno de los míos.

Había reconstruido la organización de Madrid casi desde la nada, haciéndose pasar al principio por fotógrafo ambulante para visitar las casas de los escondidos, convirtiéndose luego en empresario de banquetes de comuniones ficticias para celebrar las primeras reuniones secretas, completamente aislado del exterior y sin más ayuda que la de Rebeca Osorio, como si fueran dos náufragos, me dijo ella, condenados a vivir para siempre en una costa abandonada. Unos meses antes de que yo llegara, alguien vino a solicitar refugio en el Universal Cinema. Se llamaba Valdivia. Desde 1937 hasta la caída de Madrid había trabajado conmigo en el Servicio de Información Militar. Yo mismo lo envié para que vigilara a Walter y tuviera dispuestas las pruebas de su culpabilidad y tramada la circunstancia exacta de su muerte. Cuando Rebeca Osorio me condujo por los pasadizos del cine hasta la cabina de proyección, Walter ya tenía en los ojos ese aire ausente de los que van a morir muy pronto y todavía no lo saben. Me tendió la mano, que era más grande que la mía, dijo que había oído hablar de mí, que le sonaba mi cara. Probablemente nos conocimos en la guerra y no lo recordábamos. Moviéndose entre las máquinas con un cigarrillo en la boca y los brazos desnudos se parecía al mecánico de un barco.

– Ya era tiempo de que viniera alguien -dijo, pero no me miró. Al hablar volvía ligeramente la cara, como fijándose de pronto en algún detalle del suelo, en un ruido irregular de las máquinas-. Al fin se acuerdan de que existimos.

– Nos ha traído un mensaje de París -dijo Rebeca Osorio.

– Mensaje -repitió: no pronunciaba bien la jota-. Dinero es lo que nos hace falta. Dinero y armas, no mensajes. Gente que vuelva, ¿entiende? Que vuelva de París y de Moscú y ayude a los que nos quedamos. Aquí un hombre no puede durar más de cuatro o cinco meses, y si uno cae tiene que venir otro. Caen todos los días, y ya no vuelven a salir.

– Usted ha durado más de cinco años -le dije.

– Yo casi no me arriesgo. Salgo muy poco -miró a Rebeca Osorio-. No me dejan.

– Todo va a cambiar ahora que ha terminado la guerra en Europa -oí mi voz como si fuera la de uno de esos locutores de la radio-. Los aliados nos ayudarán.

– Los aliados de quién -la sonrisa de Walter era tan oblicua como su mirada-. No los nuestros. Nunca lo fueron. Les importamos menos que una tribu de África.

Entonces me miró de soslayo con sus rasgados ojos grises, queriendo acaso medir el efecto de su incredulidad, de su enconada insumisión. Pensé que no quedaban muchos hombres que tuvieran su temple. En el silencio, entre nosotros dos, había empezado a formularse una íntima pugna en la que nunca intervinieron las palabras ni casi las miradas. En la inteligencia de Walter el miedo era un frío hábito de la razón. Cuando volví a hablar procuré que mi voz tuviera un tono de confidencia sólo parcialmente desvelada.

– Muy pronto habrá una invasión -le dije, y esperé sus preguntas. Pero no hizo ninguna.

– Venga conmigo -dijo Rebeca Osorio, incómoda por la duración del silencio, y los tres supimos que estaba proponiendo una tregua-. Le llevaré a ver a Valdivia.

– Cuéntele a él lo de la invasión -Walter había vuelto a ocuparse de los proyectores-. Dígale que los aliados van a romper la frontera de los Pirineos. A lo mejor cuando lo oiga se le curan las heridas.

En las paredes de la cabina había carteles y programas de mano de películas anteriores a la guerra. Sonrisas desvanecidas y excesivas, rostros de mujeres rubias descoloridos por el tiempo. Olía a celuloide caliente y se escuchaba la resonancia heroica del mar y de los gritos de abordaje, porque tras las pequeñas ventanas rectangulares por donde fluía el cono de la luz estaba sucediendo, en el centro de la oscuridad de la sala, una película en la que ese raro Clark Gable que hablaba en español era el capitán de una cuadrilla de piratas. Nunca llegué a verla entera, pero la oí muchas veces durante los días que siguieron.

Todavía recuerdo esas voces del cine como el ruido del mar que golpea secamente y arrastra los guijarros en la costa de Brighton, muy lejos y muy cerca, con la obsesiva precisión de un metrónomo, en las mañanas de una luz verde oscura en que el agua es conmovida por la cercanía de la tempestad, el agua honda y lejana aun en la misma orilla, con tonalidades de nublado y de bronce, inhumana y violenta, chocando contra los pilares de hierro de los muelles. Desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche, cuando terminaba la última función, el ruido del mar se oía en los pasillos y en las habitaciones del Universal Cinema, y el silencio venía como la brusca quietud de una mañana de calma. Entonces era otro el sonido: había estado siempre allí, oculto por los altavoces del cine, como el ritmo de un péndulo, pero sólo ahora revelaba su tenaz persistencia. Era la máquina de Rebeca Osorio, que algunas noches se quedaba escribiendo hasta el amanecer.

No iba maquillada, y se vestía con cierto descuido. Aquella primera tarde, mientras me guiaba hacia la habitación de Valdivia, caminando por delante de mí y hablándome mientras tanto, como una enfermera apresurada, pensé que no era especialmente atractiva o que no quería serlo, contaminada por la opacidad de Walter, por la costumbre de la reclusión en el cine, con ese leve aire de aceptado abandono que uno puede advertir en las mujeres de los ciegos y de los pastores anglicanos, austera a pesar de sí misma y de su propio cuerpo, olvidada de él, no enaltecida por los espejos ni por la mirada gris del hombre que vivía con ella. «No haga caso de Walter», me dijo, «discúlpelo, los últimos tiempos han sido muy malos para él, y para todos nosotros». Sentía siempre la necesidad de protegerlo, de explicar lo que él callaba o no sabía decir, como si debiera ayudarle a moverse en un mundo que desconocía y lo supiera inhábil en su fortaleza de hombre grande y vulnerable en su coraje. Había en ella, en el impudor y la transparencia de sus ojos, un instinto fanático de perseverancia y de aniquilación: para salvar a Walter estaba dispuesta a renegar de sí misma, y su propia vida le importaba menos que su amor.

Habían alojado a Valdivia en un desván que estaba encima del patio de butacas. «Pise con cuidado», me dijo Rebeca Osorio al entrar, «pueden oírnos abajo». Parecía que el suelo no fuera más que una delgada lámina de madera y yeso y que se iba a hundir cuando uno lo pisara: imaginar todo el espacio que había bajo mis pies me dio al principio una insondable sensación de vértigo. Una parte del techo inclinado era de cristal, pero la débil luz de la tarde de invierno ya confundía las formas de las cosas y apenas me permitió distinguir los rasgos del hombre que estaba inmóvil en la cama, sentado, como si se hubiera dormido en esa rígida posición. Antes de acercarme a Valdivia lo reconocí por sus gafas de cristales ahumados, que habían pertenecido siempre tan invariablemente a su cara como la boca o la nariz. Sus ojos incoloros y húmedos no podían soportar la claridad. Estaba acostado contra los altos barrotes de la cama, y un vendaje le ceñía el pecho y el hombro izquierdo. Pensé que el dolor de la herida no lo dejaría tenderse.

«Mira quién ha venido», le dijo Rebeca Osorio, y se apartó a un lado para que yo me acercara, con sus modales de enfermera, con una cálida solicitud en la que había algo de ternura. Valdivia se quitó las gafas y extendió cautelosamente el brazo herido hasta dejarlas en la mesa de noche. Supuse que había estado durmiendo y que tardaba en habituarse a la realidad. Sus ojos enrojecidos seguían mirando igual que los de un médico. Dijo mi nombre, hizo un ademán de abrazarme, pero el dolor lo detuvo. Me miraba apretando largamente mi mano, pálido de extenuación y de fiebre, sin hablar todavía, como si hubiera perdido el uso de la voz y debiera afirmar sólo con las pupilas y la presión de la mano el testimonio lacónico de nuestra amistad. El mundo al que pertenecimos se había hundido a nuestro alrededor como un continente tragado por el mar, pero él, Valdivia, se mantenía inamovible en medio del desastre, erguido sobre sus almohadones, con los ojos enfermos, atento a todo, a mi llegada, impaciente por cancelar en seguida el tedio de la convalecencia y por revivir nuestra mutua memoria y la complicidad del pasado, ese tiempo en que los dos aprendimos a desconocer igualmente el desaliento y la piedad. Ahora, como entonces, nos aliaba la tarea de desbaratar una traición, y no importaba que ya no vistiéramos uniformes ni que la ley que juramos obedecer hubiera sido abolida por quienes nos vencieron: la ley sobrevivía en nosotros, intacta como nuestro orgullo, restablecida por nuestra determinación de cumplirla.

Mientras Rebeca Osorio se quedó con nosotros -tenía que vigilar a Valdivia, me dijo, cuidarse de que no fumara y no hablara demasiado, porque todavía estaba débil-, sólo conversamos, con alguna torpeza, de los amigos antiguos, de los que huyeron y los que se quedaron, de los que estaban muertos y los que habían desaparecido. Valdivia tenía la inquietante virtud de no olvidar nada: recordaba los detalles de una tarde banal de 1938 en la que estuvimos bebiendo juntos en un café de Valencia con la misma exactitud con que podría repetir, al cabo de los años, las palabras de un mensaje interceptado al enemigo. Tras los cristales oscuros, sus ojos húmedos lo percibían todo. Tras la hermética expresión de su cara había una inteligencia que devanaba las cosas hasta su límite último, como si en todo lo que veía se contuviera un código secreto que él debiera descifrar. Desconfiaba de las evidencias y se guardaba de ellas como de la luz excesiva que le hería los ojos. Cuando Rebeca Osorio nos dejó solos se levantó enérgicamente de la cama y buscó un cigarrillo. Pero yo ya había sospechado que en su actitud de enfermo había una parte de simulación.

– La bala me atravesó el hombro -dijo-. Nada grave, sólo que se infectó un poco la herida y he tenido fiebre. Pero Walter trajo penicilina. Me pregunto cómo la pudo conseguir.

– Ella me ha dicho que te tendieron una trampa.

– Escapé de milagro -Valdivia sonrió: daba a cada palabra un tono que sugería la posibilidad de un sentido oculto-. Me daba cuenta del peligro, pero no podía decirle a Walter que no iría a esa cita.

– ¿Te envió él?

– Claro que sí. Debió de entrarle prisa por acabar conmigo. Desde que supo que tú venías empezó a sospechar. Tú le das miedo a la gente, Darman. ¿No lo has notado? A ella también. Mira cómo te trata. Cuando volví Walter no se atrevía ni a hablarme. Me había dicho que era una cita segura. Yo tenía que recoger una maleta en una casa de empeños. Di una vuelta un rato antes, ya sabes, para explorar el terreno. Entré en un café y había un tipo con un periódico junto a la ventana. Pero lo estaba leyendo al revés. Aunque te parezca mentira siguen actuando así, no disimulan mucho, o no saben. Más o menos igual que los nuestros. Entonces salí a la calle y vi a los otros. Cuatro o cinco, medio distraídos, mirando los escaparates, y un taxi vacío y sin la bandera levantada. Eché a andar para alejarme de allí, pegado a la pared, como si llevara mucha prisa, pero ellos también me habían visto. Doblé una esquina y empecé a correr. Iban por mí, no a detenerme, a matarme. Ni me dieron el alto.

– ¿Ella está de su parte?

– Ella no sabe nada -lo dijo con desdén-. Hace de correo algunas veces. Walter le dice las consignas y ella se inventa el modo de incluirlas en esas novelas que escribe. Viven de eso. A este cine no viene casi nadie.

Valdivia se sentó en la cama y encendió la lámpara de la mesa de noche. El cristal del tejado era un sucio rectángulo gris en el que se posaba la última luz de la tarde como una niebla de ceniza. Las voces irreales de la película hacían estremecerse ligeramente el suelo bajo nuestros pies. Pensé en Walter, atareado entre las máquinas de la cabina de proyección, preguntándose para qué había venido yo a Madrid, desde Inglaterra, por qué Valdivia no se iba. Oí el ruido de la máquina de escribir e imaginé a Rebeca Osorio inclinada sobre ella, recelando también, mirando el papel en blanco con sus ojos azules, como si en las palabras que iba a escribir pudiera encontrar una respuesta. Valdivia se quedaba en silencio cuando la máquina dejaba de sonar. Hubo casi un minuto en el que no oímos nada, ni la música del cine. Sólo nos mirábamos, sus ojos sin color detenidos en mí, igual que algunos años antes, cuando nos despedíamos, cuando faltaban unos días para la rendición y a él le ordenaron quedarse y a mí que me marchara. Ahora me miento al pensar que en aquella despedida me extrañó la dureza sin fisuras de su certidumbre. Porque yo entonces era como él, y si me uní a los fugitivos fue cumpliendo una orden, y si volví seis años después y maté a Walter lo hice porque seguía obedeciendo una convicción inalterable. El miedo no importaba y no existía la duda. El mundo era como parecían reflejarlo los ojos de cirujano de Valdivia.

Pero uno, a pesar de todo, se habituaba al Universal Cinema, a la presencia ambiguamente hospitalaria de Rebeca Osorio, al ruido de su máquina de escribir disperso entre las voces del cine, y todo lo demás sucedía muy lejos, como desdibujado, incluso las pruebas de la traición de Walter y nuestro propósito de matarlo. Algunas veces, por la tarde, se ausentaba del cine, y era Valdivia, casi restablecido, quien proyectaba las películas. Cuando Walter se iba yo salía tras él, pasaba tardes enteras persiguiendo sus pasos, asombrándome de la sabia naturalidad de sus gestos, porque sabía que yo estaba vigilándolo y calculaba las huidas y los itinerarios como un juego de destreza, usando para escapar de mí callejones sin salida aparente y vestíbulos de hoteles cuya puerta de servicio daba a una calle paralela. Andaba solo y hostil por las aceras populosas, se encontraba con alguien en la barra de una cafetería americana y apenas le daba tiempo a fumar un cigarrillo o a fingir que algo se la caía al suelo, y luego se marchaba subiéndose el cuello del abrigo, con la cabeza ladeada, buscando algo, buscándome, como si yo fuera su sombra y no pudiera desprenderse de mí ni mirarme de frente. Por la noche volvía al cine y conversaba conmigo, le preguntaba a Valdivia por su herida, a Rebeca Osorio por la novela que estaba escribiendo. Cenábamos los cuatro en silencio, como recién llegados a una casa de huéspedes.

Una vez lo seguí hasta un bar grande y muy oscuro de la Gran Vía que frecuentaban alcohólicos de cierta edad y mujeres ostensiblemente solitarias. No me vio. Se sentó en un reservado del fondo y pidió una ginebra. Bebía rápidamente y consultaba su reloj con una ávida impaciencia que yo no le había conocido hasta entonces. Ahora no jugaba conmigo: creía haberme burlado y esperaba a alguien que le importaba mucho. Una mujer apareció en la puerta giratoria y él se puso en pie como si instantáneamente la reconociera por el sonido de sus pasos. Tardé en darme cuenta de que esa mujer alta y desconocida era Rebeca Osorio. Llevaba zapatos de tacón y un traje de chaqueta gris, y en sus largas piernas brillaban unas medias de seda. Se besaron en la boca, se tocaban la cara como para vencer la incredulidad de haberse encontrado y merecido, y en lugar de marcharme yo seguí espiándolos, viéndolos beber los transparentes cocktails de ginebra con una íntima devoción de adictos.

Aquella noche decidí que no me acostaría hasta que volvieran. Entré en la habitación donde ella escribía y estuve leyendo una novela recién terminada. Oí pasos en las escaleras: venía sola, y parecía que antes de llegar al cine hubiera vuelto a transfigurarse y que la alta mujer que yo vi a media tarde en el bar no fuera ella. Pero una sombra de sonrisa le duraba en los labios, y en sus ojos azules permanecía una velada lumbre de felicidad y de alcohol.

No creo que entonces llegara a desearla: fue la culpa lo que me vinculó a ella para siempre. Valdivia trazaba planes y me urgía a cumplirlos, pero me iba ganando una lenta indolencia que borraba el tiempo y el orden de los días. Me levantaba tarde, y al despertar ya oía la máquina de escribir, y algunas veces ni siquiera salía para seguir a Walter. Me quedaba viendo películas que ya casi me sabía de memoria, me deslizaba hasta una butaca del fondo cuando ya estaba oscuro y me adormecía oyendo las músicas militares de los noticiarios, dejando para más tarde la obligación de actuar y de hacer caso a Valdivia, que tampoco hacía nada, que algunos días se pasaba horas sentado frente a Rebeca Osorio, mirándola escribir. Era como si también para él se resumiera el mundo en los límites cerrados del Universal Cinema. Pero ni sus ojos ni su voluntad descansaban nunca. Uno pensaba al mirarlo que incluso cuando estuviera dormido los mantendría abiertos, si es que dormía alguna vez.

Valdivia, como Walter, había tenido siempre la potestad de los actos. Mi oficio sólo era mirar sin que supieran que miraba. Una tarde vi lo que tal vez no debía y supe por qué Valdivia parecía tan atrapado como yo mismo por la inercia de la postergación. Entré en el cuarto donde estaba la máquina de escribir y lo vi abrazado a Rebeca Osorio. Era más alto que ella y se apresaban el uno al otro de una manera torpe, como se acoplan dos animales. Cuando Valdivia levantó la cara rozándole las sienes y el pelo con la boca abierta sus ojos incoloros repararon en mí. Cerré suavemente la puerta y no estuve seguro de que él recordara que me había visto. Walter no estaba. Salí a buscarlo por las calles vacías de Madrid.

Yo caminaba tras él por la ciudad pero no tenía sensación de intemperie: en todas partes el aire era tan cálido y tan enrarecido como en el interior del Universal Cinema, y la luz tan gris. Éramos cada uno la sombra multiplicada de los otros y nos buscábamos y huíamos tan solitariamente por Madrid como cuando el último espectador abandonaba la sala y los porteros se iban y no quedaba nadie más que nosotros en aquel edificio, en los corredores y vestíbulos decorados con carteles de películas y fotografías de actrices coloreadas a mano. Walter apagaba las luces al retirarse a las habitaciones más altas, seguido por su sombra, como si dejara atrás las estancias de un submarino lentamente inundado. A medida que mi convicción de que era un traidor se volvía indudable me resultaba más difícil conversar con él y mirarlo a los ojos, porque temía no poder ocultarle lo que estaba pensando, todas las cosas que sabía de él, no sólo que se citaba regularmente con un comisario cuya foto había visto yo en París, sino también todo lo demás, lo que no me importaba, el juego clandestino de sus encuentros con Rebeca Osorio por los bares, cuando parecían enamorados por desesperación y adúlteros de sí mismos, su desconfianza hacia Valdivia, su manera de vigilarlo en los espejos, cuando ella estaba cerca.

Pero temí de pronto que ella también supiera: que hubiera decidido seducir y usar a Valdivia. Cuando los vi abrazados entendí que ya era tiempo de marcharse del Universal Cinema. Fui a ver a Valdivia después de la medianoche y lo encontré escuchando como una voz deseada, con celosa avaricia, el sonido de la máquina de escribir. Le dije que a la mañana siguiente yo mataría a Walter. Usaría un cuchillo: bastaba que durante media hora él distrajera a Rebeca Osorio.

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