15

Tres o cuatro hombres se habían levantado de las mesas con pesado andar de borrachos y me miraban vigilándome, ajenos al escándalo del partido de fútbol, lentos, como dormidos, con caras sin afeitar y viejas chaquetas oscuras, iguales entre sí, como cofrades de una secta de muertos parcialmente revividos, de muertos tristes que vuelven a andar con desengaño por el mundo. El barman sumergía vasos en un fregadero de cinc y miraba hacia el televisor, aunque tampoco parecía que el fútbol le importara mucho, miraba como cumpliendo su parte en una representación donde también a mí me correspondía un papel que ignoraba, el de rehén o víctima de un vago sacrificio que sería ejecutado por aquellos hombres, por el que me había doblado dolorosamente el antebrazo en la espalda y me clavaba en las costillas la punta de un destornillador. El hombre de la espalda torcida había dado unos golpes en la cortina metálica de la boîte Tabú. Me miró mientras esperaba que se abriera, complaciéndose en mi estupor, en la extrañeza de haber quedado atrapado en aquella taberna entre esos hombres que olían a ropa vieja y a vino y que me custodiaban para evitar que pudiera seguirlo. La estrecha puerta se abrió y antes de desaparecer en la oscuridad vi que levantaba la mano como diciéndome un adiós para siempre, y yo hice un ligero ademán de moverme y el destornillador se hundió con experta crueldad en mi piel. Los otros me contemplaban como si tuvieran ante sí a un prisionero venido de un país muy lejano y sintieran curiosidad por oír cómo hablaba y por tocar su ropa. Volví la cara y vi los ojos del que me sujetaba, oliendo con asco su aliento de tabaco negro y de vino, conté en silencio hasta diez, queriendo que notara la relajación de mi cuerpo, sintiéndome excitado por la inminencia de la acción, igual que cuando era joven. Lancé hacia atrás la mano que tenía libre y en un gesto instantáneo le hundí las uñas en los ojos. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que hice eso, tal vez en la sala de espera de una estación en Alemania, pero mis dedos acertaron exactamente en las dos cuencas y cuando los retiré estaban manchados de sangre y el hombre que empuñaba el destornillador chilló y me soltó la mano y cayó al suelo cuando le di una patada en las ingles. Cogí el destornillador y lo esgrimí ante los otros. Desde la barra el camarero había subido el volumen del televisor, que ahora emitía la música de un anuncio. Me miraban como inmovilizados por el espanto de una superstición, sin atender al herido, que se retorcía en el suelo tapándose los ojos con las dos manos. Se movían en círculo a mi alrededor, con la cobardía huraña de los animales castigados. Uno de ellos permanecía ante la puerta. Adelanté el destornillador hacia su cara y se echó a un lado. No me siguieron cuando salí del bar. Los vi parados tras el cristal con dibujos de bocadillos y platos combinados, mirándome con las cabezas juntas, alumbradas por los parpadeos azules de la televisión.

Entré en el portal contiguo al de la boîte Tabú. En la acera ya no estaba el automóvil que había traído a la muchacha. Cerré por dentro y encendí la luz de la escalera. Al fondo había un patio lleno de cajas de botellas. Me empujaba una ira tan pura y tan poderosa como la fría voluntad de cazar, como el instinto de matar a otros para no morir yo. En otro tiempo yo había matado, cuerpo a cuerpo, manejando en mi mano derecha un cuchillo o firmando una orden de ejecución. Ahora aquel instinto olvidado renacía en mí como el rencor y la furia de la juventud. Había una pequeña puerta enrejada en el patio. Hice saltar la cerradura con el destornillador. Reconocí el corredor con bombillas rojas que llevaba a los camerinos y busqué el de Rebeca Osorio. Sentada de espaldas al espejo, una mujer gorda, con el pelo teñido de rubio, estaba cosiendo un vestido. El hombre de la espalda torcida conversaba con ella, haciendo ademanes femeninos que mi llegada interrumpió. ¿Cómo no me di cuenta antes de que llevaba colorete en los pómulos?

– Capitán Darman -dijo, sin sorpresa, como si hubiera estado esperándome y lamentara mi temeridad-. Le dije que no viniera. Se lo pedí.

– Quiero verla -me acerqué a ellos, con el destornillador en la mano, y la mujer gorda retrocedió, soltando la costura, que cayó entre sus pies-. Usted me llevará.

– No se fíe de su imaginación, capitán -el hombre sonreía, y las arrugas de su cara abrían leves hendiduras en el maquillaje-. Usted cree que la vio entrar, pero no es cierto. La impaciencia sexual provoca alucinaciones. Esa muchacha es una alucinación de sus ojos.

La mujer gorda se enredaba nerviosamente los dedos con anillos sobre el vientre abultado. Tenía la cara lisa y brillante como porcelana y sus cejas eran dos largas líneas pintadas. Sentados allí, en el camerino, con las rodillas juntas, como dos mujeres que charlan para distraer la costura, parecían los guardianes de un recinto impenetrable y trivial, los celadores de un prostíbulo.

– Está bien -dijo el hombre de la espalda torcida, levantando las manos, como si lo amenazara un revólver-. Si no me cree yo mismo le mostraré las dependencias de la casa. Pero los sueños son mentira, capitán. Pura mentira, como las películas que poníamos en el Universal Cinema.

Salí tras él al corredor. Los ojos de la mujer gorda miraban como incrustados en la carne de un pulpo. Cojeaba delante de mí, abriendo una tras otra las puertas de los camerinos y encendiendo las luces para mostrarme el interior con los fluidos ademanes de un ilusionista que enseña al público una caja vacía o un pañuelo sin misterio. «Nada», me decía, «usted mismo puede comprobarlo, abra los armarios si quiere, mire detrás de las cortinas, nada, capitán», y seguía andando a cojetadas y torciendo hacia mí su cabeza sin cuello, un poco sudoroso, irónico, servicial, mirando a veces de soslayo la punta del destornillador. Cuando llegamos a la sala pulsó un conmutador y se encendieron al mismo tiempo todas las pequeñas lámparas azules de las mesas como llamas votivas, y también la luz del escenario desierto. Subió a él encorvándose como si escalara velozmente con el auxilio de las manos y me miró desde arriba, pisando las sonoras tablas, triunfal, desafiándome con su cara de burla, él y yo solos en aquella penumbra que unas horas después se poblaría de miradas y cuerpos, igual que dos actores en un teatro todavía cerrado donde el eco vuelve extrañas las voces. «Desengáñese, capitán», repetía, frotándose las manos, y levantaba la cortina negra del fondo para que yo viera el tabique de ladrillo desnudo y la entrada del pasadizo por donde ella desaparecería al apagarse la luz del reflector, «no se quede ahí, suba conmigo, ningún secreto para usted en la boîte Tabú».

Me retaba sin pudor a que descubriera su mentira, con el tranquilo descaro de un tahúr, y yo subí al escenario y aparté también la cortina y toqué el muro de ladrillo, y cuando me asomé al pasadizo él encendió una linterna para que comprobara con certeza que terminaba ante las puertas de los camerinos, como un honrado propietario que no tiene nada que ocultar a las inquisiciones de la policía. Así había ocurrido la otra vez, cuando buscaba a Walter por los pasillos y las habitaciones del Universal Cinema y estaba seguro de que no podría escapar y no logré encontrarlo. En lugar de un cuchillo de caza ahora yo manejaba un destornillador: deambulando entre las mesas de la boîte Tabú a la zaga de aquel hombre sin cuello que me sonreía como a la víctima de un tramposo hipnotismo notaba en mis actos una fatiga de parodia y escarnio. Valdivia vigilaba la puerta principal: un cómplice reclutado por él entre los porteros del cine se había apostado junto a la salida de emergencia. Ninguno de los dos vio a Walter, y no había más puertas en el edificio, pero Walter huyó, y sólo el azar me permitió encontrarlo.

– Ha desaparecido, capitán -dijo el hombre de la espalda torcida. Por un momento pensé que me hablaba de Walter: sin duda él sabía y recordaba, y al burlarse ahora de mi búsqueda en vano establecía su semejanza con la de tantos años atrás. Abrió en el escenario sus largos brazos de mono señalándome el espacio de la sala vacía y luego los dejó caer como un director de orquesta cuando acaba secamente la música.

– Para mí ha sido un placer acompañarle -ahora hablaba en voz baja. Consultó su reloj y se frotó las manos. Ya no declamaba-. Pero lamento decirle que ya va siendo hora de abrir. No tenga prisa, no se vaya todavía. La casa le invita a una consumición. ¿Ha probado nuestro polinesian? Venga a la barra, le prepararé uno. O a lo mejor quiere marcharse en seguida. Tengo entendido que hay un vuelo a Londres por la noche. ¿Lo tomará usted, capitán?

Esta vez era yo quien estaba solo en el escenario y él quien me miraba desde abajo, apoyado en una columna, con su rasgada boca sonriéndome. Imaginé el aeropuerto como un lugar muy lejano, con altos ventanales iluminados en la noche y luces rojas parpadeando sobre la torre de control. Pero no imaginaba, estaba recordando el aeropuerto de Florencia, cuando llegué allí en un avión de hélice y no había nadie esperándome, cuando tuve a mi alcance la posibilidad de arrepentirme y volver y no lo hice. Pero entonces todavía estaba tan lejos del pasado como de un país remoto que sólo conociera por los mapas minuciosos de las enciclopedias. Y ese entonces era ayer, o unos días antes, el domingo por la noche, no la lejana edad que me sugería la memoria. Sentado tras la barra el hombre de la espalda torcida mezclaba licores en una coctelera y los agitaba con una larga cuchara que relucía como plata, olvidado de mí, victorioso, con sus chatas manos moviéndose entre las sombras azules.

– Me acuerdo de usted, capitán -dijo, desde el otro extremo de la sala, sin levantar la voz, fingiendo que sólo se ocupaba de la preparación de las bebidas-. Me acuerdo de que yo estaba en la taquilla y lo vi a usted en la plaza, con un libro en las manos, uno de esos libros que escribía ella. Todos tenían miedo de usted, contaban los días que faltaban para que usted llegara. Yo los oía hablar en voz baja, y ellos ni me miraban, ni me veían, cómo iban a verme, siempre encerrado allí, esperando que viniera alguien para venderle una entrada. Pero usted llegó y yo supe por qué tenían tanto miedo. Usted se acercó y me pidió una localidad, ya no se acuerda, desconfiaba de mí, y de todos, usted venía de otro mundo y ellos creían al principio que les iba a ser muy fácil engañarlo, pero yo no, yo me di cuenta, capitán, bastaba ver cómo se acercaba a la taquilla y se guardaba el libro en la gabardina para saber que usted no estaba jugando, con las manos en los bolsillos, con el sombrero encima de los ojos, qué miedo le tenían, capitán, cómo cambiaron cuando usted llegó.

Bajé del escenario, guardando el destornillador en el bolsillo como una absurda herramienta, queriendo imaginar, sin resultado alguno, a ese desconocido al que invocaban las palabras del hombre que preparaba las bebidas, y entonces, cuando el reflector azul ya no me cegó, vi el palco desde donde miraba solitariamente cada noche el comisario Ugarte, el hermetismo de sus cortinas cerradas, y entendí sin motivo y sin vacilación por dónde había desaparecido ella y cuál era el camino que debía seguir para encontrarla.

Fue un vertiginoso instante de clarividencia que el hombre de la espalda torcida no dejó de advertir. Debajo del palco, junto a la pared, había una pequeña escalera portátil. Él la había reclamado desde la cóncava oscuridad y ella había acudido, poseída por la fascinación de la brasa roja de sus cigarrillos, dócil como una ciega, entregada, tan de antemano rendida como cuando yo la arrojé sobre la cama del hotel de una bofetada, tan vulnerable como Andrade, la otra víctima, la otra presencia abolida en la boîte Tabú. Cuando estaba conmigo en el hotel ella ya sabía que tenía que obedecer la llamada del comisario Ugarte, y se habría vestido como para la culminación de una ceremonia, destinada al sacrificio, resignada a subir esos tres o cuatro peldaños de madera que la llevarían al otro lado de las cortinas del palco, fugitiva y presa para siempre, caminando por sótanos y habitaciones vacías hacia el otro extremo de la manzana de casas, hacia el Universal Cinema, el secreto centro del mundo y del pasado, del laberinto donde aquel hombre insomne que fumaba tejía su telaraña de predestinación. Me quedé mirando las cortinas rojas y me pareció que se movían y que también a mí me llamaban, y el hombre de la espalda torcida dejó de fingir y olvidó las copas y la coctelera y vino hacia mí diciéndome que no subiera, que no había nada en ese palco vacío. Se paró delante de mí, empujándome con su pecho abombado, dijo que si yo entraba ya no sabría volver y que en cuanto diera unos pasos iba a perderme en la oscuridad, ahora repetía muerto de miedo esa palabra como si aludiera a una divinidad vengativa, la oscuridad, decía, «no entre ahí, capitán», casi implorándome, chocando contra mí, despavorido, queriendo retorcerme los brazos con la furiosa energía de un estrangulamiento, «si entra ya no podrá volver, no habrá perdón», se sofocaba queriendo derribarme, como si impulsara sus hombros contra un estatua o un muro, y yo tropecé y caí sobre una silla tirando al suelo una lámpara y cuando me puse otra vez en pie él seguía encorvado ante la cortina del palco, defendiéndola, las dos manos caídas y oscilantes a lo largo del cuerpo, fijo en mí como un perro guardián, como un perro viejo y asfixiado que desafía a un intruso.

Fui hacia él cerrando los dedos de la mano derecha en torno al puño del destornillador y al saber sin ninguna sombra de duda que estaba a punto de matarlo sentí piedad de su pecho deforme y de su cabeza sin cuello y lo vi desarmado por el terror y resignándose a la fatalidad de morir, mirando el agudo filo de metal que yo agitaba ante él para inducirlo a que se apartara, pero no se movía, se había subido al primer peldaño de la escalera y me esperaba allí, con su boca de máscara, con su chaleco ceñido como un corsé ortopédico y su pañuelo azul sobresaliendo junto a la solapa. Yo tenía que saltar al otro lado del palco y él sabía que estaba perdido si me lo permitía y también que le era imposible impedírmelo. Cayó sobre mí y se abrazó a mi cintura casi levantándome, golpeándome el estómago con su dura y roma cabeza, murmurando palabras entre los dientes apretados, y cuando le clavé el destornillador en la espina dorsal y sentí la resistencia del hueso se encogió blandamente contra mí y hundió la cara en mi pecho como si buscara un refugio, quieto ya, sin respirar, apacible, todavía abrazándome, cayendo muy despacio a mis pies en una actitud como de pleitesía. Me desprendí de él, abrí las cortinas del palco y salté al interior. Desde el escenario la mujer gorda me miraba con sus ojos de pulpo, tapándose la boca.

Загрузка...