12

Estábamos parados el uno enfrente del otro y parecía que hubiera entre los dos un precipicio de soledad y distancia y que el azul de sus ojos fuera la luz de un país que yo no alcanzaría nunca. Llevaba un chal sobre los hombros, y cuando se lo quitó fue como si su talle brotara de la amplia falda circular como de una corola. No había palidez en su piel, sino una exaltada blancura que se volvía más hipnotizadora por el contraste con el color negro del vestido. No era esa piel casi albina y rosada de las mujeres de los países fríos: deslumbraba en ella la sugestión inmediata de la cercanía de un cuerpo cuya desnudez era anunciada por su blancura como un firme vaticinio de perdición. Yo la miraba frente a mí, la piel blanca, los pómulos rosados, el pelo tan negro como la tela del vestido, la claridad marina y celeste de los ojos, el tono un poco más oscuro de los párpados, que daba a su cara una severa convicción de dolor. Yo sabía que la estaba mirando de una manera desconocida y prohibida, queriendo aprenderme no sólo la forma exterior de su rostro y la línea que descendía desde el cuello y las desnudas clavículas hasta el filo horizontal del escote, sino también la tensión y el latido de la piel en los huesos y el interior de las pupilas y el desamparo y el orgullo de su alma. Así se vestían y miraban las heroínas de las novelas de Rebeca Osorio, pero ella era demasiado joven para que la imitación fuese exacta. Lo comprendí todo al verla sonreír: mientras ella me hacía beber para narcotizarme Andrade estaba esperándola abajo, junto al portal de aquella casa, dando vueltas para liberarse del frío y mirando a veces hacia la ventana iluminada, como un guardián o un amante celoso.

– Se ha ido -dijo-. Esta mañana. Ni usted ni nadie puede hacerle ya nada.

Dejó el bolso y el chal encima de la cama con la determinación de quien se dispone a cumplir una tarea breve y enojosa y siguió mirándome con los brazos cruzados. Ahora no la deseaba. La tenía al alcance de mi mano y era como una figura sin volumen, aparecida en un espejo. Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Pensé que su boca sabría a nicotina y a carmín. Permanecí de pie, sin decirle nada, queriendo contener la palpitación de la sangre en mis sienes. Me daba miedo que siguiera desnudándose, ajena a mí, indiferente, como si hubiera vuelto sola a su casa después de caminar mucho y deseara dormir. Se había quitado los zapatos y balanceaba los pies, flexionando los dedos, extendiéndolos para mirarse las uñas, que estaban pintadas de rojo, como las de las manos. Se subió la falda casi hasta la cintura y empezó a desabrocharse las medias. De pronto se detuvo y pareció que recordaba algo. De mi conciencia habían desaparecido las preguntas que pensaba hacerle. Yo sólo la miraba, todavía de pie, tan invisible como cuando estaba oculto en el almacén y la oía respirar, tan escondido.

– Tiene que pagarme -dijo-. Primero tiene que pagar.

Busqué el dinero y separé al azar un puñado de billetes, haciéndole ver que renunciaba a contarlos. Había en nuestros actos una sórdida lentitud que los dos acatábamos. Sin rozarla siquiera, como un cliente educado y cobarde, me senté a su lado y dejé el dinero en la mesa de noche, bajo la lámpara encendida. No lo miró. Pero yo ya conocía esa expresión de orgullo parecido a la ausencia.

– Aunque quiera mentirme no puede -le dije-. Yo sé que es su hija.

– La hija de quién -era como si ignorara hasta la entonación de las preguntas, no sólo el hábito o la necesidad de hacerlas.

– De Rebeca Osorio -me volví con un rápido ademán para mirarla a los ojos, pero en sus pupilas no había nada, ni piedad, ni desprecio-. Mira como ella. Cuando no quiere hablar cierra los labios como ella.

– Todavía no me ha pagado.

No le bastaba con pedirme el dinero: quería que se lo pusiera en las manos, que no quedara duda alguna sobre la razón de su presencia. Doblé los billetes y se los ofrecí. Antes de tomarlos su mano derecha hizo un leve movimiento retráctil.

– Cuéntelo -le dije-. Le daré más si quiere.

– ¿Paga siempre a las mujeres?

– No a todas -el humo del cigarrillo le cruzaba la cara-. No siempre.

– Usted tiene demasiado dinero -guardó los billetes en el bolso y lo cerró con un golpe seco-. Yo no sé lo que hace Andrade ni por qué ha tenido que huir, Pero usted se viste demasiado bien para ser amigo suyo. En cuanto lo vi ayer me di cuenta. Él nunca podría pagar una habitación como ésta.

– Pudo pagarla a usted -dije, con una ciega voluntad de insultarla. Pero nada que yo hiciera o dijera la vulneraría nunca.

– Era yo quien pagaba -dijo, con soberbia y desdén, erguida sobre la cama, retrocediendo, como si temiera que yo fuese a avanzar hacia ella, impúdicamente retadora y vulgar, como una música de tango-. Yo se lo compraba todo. Las mejores camisas. Ese traje que llevaba cuando lo detuvieron. Yo le daba dinero para que pagara en los hoteles. Él no entiende de nada, no sabe lo que valen las cosas. Parece que hubiera venido de otro mundo.

– Ha venido de otro mundo -me acordé de aquella fotografía en el mar Negro, del bañador de plástico-. Y ahora ha vuelto a él. ¿Sabe por qué no le pidió que se marcharan juntos?

Dobló la almohada. Apoyó en ella la cabeza y se tendió del todo, quitándose las medias. Cuando empezó a desabrocharse el vestido le sujeté las manos.

– Todavía no -le dije, tan cerca que notaba el olor de su piel-. Quiero hablar con usted.

– No me ha pagado para hablar.

– Usted qué sabe.

– Claro que lo sé -ahora estaba burlándose-. Es como ese comisario. Le gusta mirar y tocar pero no hace nada. No puede. A lo mejor le da miedo de mí.

Le solté las manos y me aparté de ella. No se movió: fumaba sin quitarse el cigarrillo de los labios, inhalando el humo con los ojos entornados, como las mujeres canallas del cine, imitándolas. Me estaba comparando con su recuerdo de Andrade, con su dura y desconsolada presencia, que tal vez ya no recobraría. Pero yo no era mucho peor que él, sólo algunos años más viejo y más desengañado, y mi lejanía de ella no podía ser más insalvable que la que hubo entre los dos cuando se conocieron, y también ahora mismo, porque era muy probable que no volvieran a verse y que sucumbieran despacio, cada uno en un extremo de Europa, en dos vidas de similitud imposible, a la segura tentación de olvidar. Sin duda su último encuentro ya estuvo contaminado de distancia futura: me pregunté si cuando se reunieron al amanecer después de dejarme atrapado en un sueño de narcóticos, les quedó tiempo para compartir unas horas en alguna habitación de hotel, desesperados, sabiendo que toda caricia y toda mirada eran ya los atributos finales de la despedida.

– ¿Ha ido con él al aeropuerto esta mañana? -le dije-. ¿Le ha prometido que volverá?

– Sé que no va a volver -lo dijo con una naturalidad ausente, como si no le importara, como si hubiera contado siempre con la certeza de perderlo. Pero él tampoco volvería a su primera vida, a la mujer y a la niña triste de la foto. Tal vez aprendió en una cualquiera de sus noches en Madrid que se estaba convirtiendo no en un traidor ni en un adúltero, sino en un proscrito sin remedio. Hacia dónde viajaría ahora mismo, pensando en esa mujer que yo tenía inútilmente ante mí, con cuánto miedo y dolor imaginaria el resto de su vida sin ella, sin nada de lo que había poseído y deseado hasta entonces.

– Vamos -dijo la muchacha-, acérquese. Tengo que irme pronto.

– No hay prisa. Le pagaré más. ¿Se ha llevado él mi pistola?

– Yo no se la quité.

– No me siga mintiendo. Cuando me desperté la pistola no estaba. Usted me la quitó.

– Pensé hacerlo. Pero yo sólo quería el pasaporte y el dinero.

En aquella cara, en sus ojos, la mentira y la verdad eran expresiones iguales. Si lo que decía era cierto yo no podría averiguarlo. A qué seguir interrogándola entonces, si me estaba negada la posibilidad de saber. Sería más razonable que la dejara irse, que me volviera de espaldas para no ver cómo se vestía de nuevo, cómo tomaba el bolso y se ponía el chal sobre los hombros y cerraba la puerta. Miraría otra vez hacia la cama sin encontrar más pruebas de su presencia que una colilla manchada de rojo en el cenicero. Pero yo no me rendía, a pesar de mí mismo, no lograba apaciguar ni la tensa excitación de mirarla ni la necesidad de preguntarle quién era y qué había sido de Rebeca Osorio, si vivía aún, si quedaba de ella algo más que la luz de sus ojos sobrevivida en la cara de otra.

– Yo conocí a su madre -dije-. Hace años, cuando usted no había nacido.

No respondió: me pareció que estaba hablándole de una edad muy lejana. Pensé con extrañeza que lo que yo recordaba era para ella un tiempo que no existió, el mundo falso de la memoria de otros. Pero me di cuenta de algo, una sospecha que debió inquietarme antes y que sólo ahora mi conciencia aceptaba: tal vez cuando yo la conocí Rebeca Osorio ya estaba embarazada. Así el pasado y el presente se unían como dos lugares distantes comunicados por un túnel y era más poderoso y amargo el sentimiento de la profanación, el de la antigua culpa. Aún duraban la muerte de Walter y la soledad y el desarraigo de la mujer que amó. Pero yo tenía que saber, era preciso que siguiera preguntando, aunque me condenara.

– ¿Vive todavía? -dije-. ¿Volvió a Madrid?

– Me abandonó -contestó con odio-. No sé nada de ella.

– ¿Le hablaba de su padre?

– Nunca. Vivía con otro.

– ¿Es verdad que se fue a México?

– ¿Quién le ha dicho eso? -me miraba como si mis preguntas sólo merecieran desdén-. Vivíamos fuera de Madrid, no me acuerdo dónde, en un sitio pequeño. Él se iba y volvía, pero nosotras no salíamos de aquella casa. Nunca se hablaban. Se sentaban en la mesa y comían mirándose, como si se vigilaran. Yo tenía cinco o seis años, pero me acuerdo bien de como se miraban. Luego mi madre se encerraba en una habitación y ponía la radio muy alta. Yo la llamaba y no me abría. La llamaba porque tenía miedo de quedarme sola con él.

– ¿Se encerraba a escribir?

– ¿Cómo lo sabe?

– No importa. ¿Creía usted que él era su padre?

– Yo no creía nada -se detuvo para encender un cigarrillo. Tragaba el humo y lo expulsaba como buscando el desvanecimiento del opio, como quien bebe con la premura de la desesperación. Sucedía en ella algo que yo no había presenciado hasta entonces y que daba a sus pupilas una sombría densidad, como la que adquiere el mar en los primeros días del invierno.

– Yo no creía nada -repitió-. No lo llamaba de ninguna manera. Se sentaba con el periódico en la mano y se quedaba mirándome. Nunca me acuerdo de su cara, ni de su voz. Lo veía acercarse a la puerta de la habitación de mi madre y escuchar. Pasaba las horas así, y algunas veces la llamaba. Ponía la cara contra la puerta y decía su nombre. Pero ella no le abría ni le contestaba, igual que a mí. A ella no le importaba nadie. Nos odiaba. Si vive todavía nos seguirá odiando. El se iba mucho de viaje. Un día, cuando él no estaba, mi madre hizo la maleta y nos fuimos de allí. Vinimos a Madrid, a una casa con muchos cuartos y un pasillo muy largo. Era una pensión, por Argüelles. Cocinaba en un infiernillo de petróleo que tenía escondido en el armario y escribía a máquina, y casi nunca se peinaba ni salía a la calle. Bebía mucho. Una mañana, cuando me desperté, ya no estaba. Ni siquiera se llevó su máquina de escribir.

– ¿No ha vuelto a verla?

– No quiero verla.

– Pero se peina y se maquilla para parecerse a ella.

– Yo nunca la conocí así.

– Habrá visto sus fotografías. Las que se hizo antes de que naciera usted. Me ha dicho que cuando se fue no se llevó nada.

– Qué se iba a llevar, si no tenía nada. Sólo el infiernillo en el armario y la máquina de escribir, y las botellas vacías. En la boîte no me dijeron que tuviera que parecerme a alguien. Un día el dueño vino y me dijo que iba a hacer de mí una verdadera estrella. Nada de canciones picantes ni de seguir sentándome con esos tipos de las mesas para que me invitaran a champán. Una mujer me rizó el pelo y me enseñó cómo tenía que peinarme y maquillarme, y trajo también esos vestidos. Aprendí las canciones que me ordenaron. El pianista llevaba discos antiguos y yo tenía que estar oyéndolos siempre. Hasta me pusieron ese apellido, Osorio.

– ¿Rebeca es su nombre verdadero?

– Sí. Lo odio. Suena a falso. A cine.

– Es un nombre del cine.

Me miró sin entender, sentada en la cama, con la falda entre los muslos y la mano abierta sobre el pecho, para sujetar el vestido. La vi de pronto como un simulacro de otra mujer que no existió, que fue soñada y deseada por varios hombres, Walter y Andrade, Valdivia, yo mismo, y también por otros desconocidos que sólo supieron de ella por las páginas de las novelas alquiladas o que la espiaron mientras se desnudaba desde la sombra de la boîte Tabú. Las miradas y las manos y las respiraciones de los hombres habían gastado su piel pulimentando su blancura y volviendo todo su cuerpo tan dúctil como una seda muy usada, pero eso sólo lo pude aprender más tarde, cuando me atreví a tenderme junto a ella y rozar con mis manos la infinita y cálida pasividad de sus muslos, que se entreabrieron despacio, como pesados pétalos que se me deshicieran en los dedos. Había en ella una obediencia sonámbula a los designios de otros, y tal vez era eso, su ensimismamiento de mujer detenida en la penumbra de un cuadro, lo que estremecía a los hombres, pues les otorgaba al mismo tiempo la seguridad de poseerla y la sospecha de que ella nunca les pertenecería. La frialdad azul de sus ojos inmovilizaba el tiempo, desvaneciendo el porvenir y el pasado. Sin explicación ni esperanza yo seguía mirándola y el ruido distante de la ciudad tras las cortinas cerradas me traía el recuerdo de los minutos voraces que continuaban avanzando en el latido de cualquier reloj hacia la hora tan próxima de mi viaje. Veinte minutos más y me iré, calculaba, media hora, igual que Andrade, cuando estuviera esperándola con las manos impacientes y unidas bajo la pantalla azul de la lámpara, administrando el tiempo tan cuidadosamente como los cigarrillos y los sorbos de alcohol para que cuando ella apareciese en el escenario aún no estuviera vacía su copa y nadie pudiera discutirle su derecho a no dejar ni un solo segundo de mirarla. Andrade, el elegido, el adicto: alguna noche el comisario Ugarte debió de reconocer su cara y lo adivinó todo en ella, calculando, mientras fumaba en la oscuridad del palco, la trampa de su perdición.

– Y usted quién es -dijo la muchacha, pero no parecía que estuviera haciéndome una pregunta, ni que esperase la verdad-. De dónde ha venido.

– De muy lejos.

– ¿Conocía a Andrade?

– Nunca lo he visto. Sólo sus fotografías.

Se incorporó lentamente hasta sentarse en el filo de la cama, apoyando los pies descalzos en el suelo, con las rodillas abiertas.

– Pero quería matarlo.

– Quién le ha dicho eso. Vine para ayudarle a escapar.

Se levantó, dejando que el vestido cayera suavemente a sus pies. Pensé que únicamente ahora la estaba viendo desnuda por primera vez. El talle frágil, las agudas caderas, la sombra leve en el vientre, como esfumada, igual que el rosa de los pezones sin relieve. Su figura se alzaba del suelo con la soberanía de una estatua.

– Él lo reconoció a usted -dijo-. Apagué la luz y volví a encenderla dos veces para avisarle de que usted ya estaba dormido. En cuanto vio su cara supo que había venido a matarlo. Ni el comisario Ugarte le daba tanto miedo como usted.

Pero parecía que ella estaba más allá del miedo, que cruzaba sus límites viniendo hacia mí, con temeridad y cautela, como si se acercara a una pistola o a un cuchillo, mirando con sus ojos fijos y azules un rostro que no era el mío, porque los espejos mienten y yo nunca podría verlo ni saber lo que ella miraba, lo que Andrade había visto.

– Usted no siente nada -dijo, parada a un paso de mí, casi empujándome, menos alta ahora, sin los tacones, más imperiosa y tibia-. No se mueve nunca, está muerto ahí de pie, nada más que mirando. No he visto a nadie más frío y más rígido, no tiene sangre, tiene la carne de cera y los ojos de cristal y piensa que está por encima de nosotros, que puede pagarme a mí y comprarme y matar a Andrade o perdonarle la vida.

Siguió hablando, pero yo no quería oírla, no era posible que esas palabras aludieran a mí, que la expresión de esa mirada reflejara mi rostro, proyectado sobre ella como una sombra que me precedía y que no era la de mi cuerpo. Dijo con descaro y orgullo que me había citado en la casa de Andrade para narcotizarme y que ella le hacía señas desde la ventana sin que yo me diera cuenta, que vertió el veneno en la botella y fingió que bebía usando astucias aprendidas en la boîte Tabú para derribar a los hombres de excitación y de alcohol, pero yo nunca me rendía, dijo, yo bebía un vaso tras otro y parecía inmune a la borrachera y al sueño, con los ojos muy abiertos, como si fueran de cristal, repitió, y cuando caí sobre ella pensó que al fin obedecía a un arrebato y que iba a besarla, pero no, no me moví, quedó atrapada por mi cuerpo, como aplastada por un fardo, y cuando intentó librarse de mí yo me derrumbé pesadamente hacia el suelo y la arrastré en mi caída. Para que no siguiera hablando la atraje contra mí y la besé en la boca. Quería huir de mis labios y su delgada cintura se me doblaba entre las manos, y al mover la cabeza en una rabiosa negativa su pelo me azotaba la cara. Retrocedía hincándome los huesos de las caderas en el vientre, y de pronto se desprendió de mí, inclinada y respirando como un luchador, el pelo sobre los ojos, desafiándome, repitiendo una palabra sucia, una invitación. Di un paso hacia ella y de una sola bofetada la derribé sobre la cama. Cayó de costado y se quedó tan inmóvil como si un golpe de mar la hubiera abatido contra los guijarros. Me tendí junto a ella, le limpié los labios, llamándola, repitiendo su nombre, queriendo imaginar que cuando le apartara el pelo vería la cara de la otra. Levanté su cabeza y abrió los ojos como si despertara, la sacudí y siguió mirándome y no se movió. Con una borrosa y vengativa premura retardada por mi propia torpeza, que me enredaba los dedos en la hebilla del cinturón y en los faldones de la camisa, la abrí y la obligué a agitarse en rápidas palpitaciones que contraían su boca con un gesto de dolor y hacían sonar secamente los muelles y el armazón de la cama. Pero poco a poco empecé a sentir que aquella blanda docilidad traspasada se conmovía con un impulso espasmódico, como de exaltación o de fiebre, y la vi echar el cuello atrás y volver de un lado a otro violentamente la cabeza, enajenada y sollozando igual que si se debatiera en la oscuridad contra los tentáculos de una pesadilla. Siguió agitándose cuando yo ya no me movía, fulminado y vencido por la lucidez de la vergüenza. Caí a su lado, de espaldas, oyéndola respirar. Sobre la mesa de noche estaba su reloj. Vi con incredulidad, con secreto y miserable alivio, que eran las cuatro menos veinte. Me quedé un rato sentado en la cama, con los codos sobre las rodillas, alisándome maquinalmente el pelo con la mano. No quería volverme hacia ella ni ver mi cara en los espejos. Pero cuando salí del cuarto de baño me encontraron sus ojos. Había doblado la almohada y apoyaba en ella la cabeza, pero aún tenía muy separadas las piernas y una mancha húmeda le brillaba en el vientre. Extendió una mano hacia la mesa de noche para buscar un cigarrillo. Se lo puso en los labios, pero no llegó a encenderlo. Sólo miraba hacia mí, sin verme, como si yo no estuviera en la habitación.

Salí al pasillo huyendo de esa mirada, del olor agrio y espeso que se enfriaba en el aire. Bajé al vestíbulo: le encargaría al recepcionista que me reservara por teléfono mi pasaje de avión. Pero no lo vi en el mostrador, y pensé que seguramente lo encontraría en el bar. Una cara que me pareció la suya estaba mirándome desde la barra, al otro lado del cristal, aislada y pálida en la escasa luz de la tarde nublada. Pero ese hombre no llevaba uniforme, y era calvo y más viejo que el recepcionista, y no se había afeitado en los últimos días, y al verme se apartó de la barra y echó a andar muy lentamente hacia atrás, con el mismo aire de desamparo que tenía en las fotos exagerado ahora por el asombro o el terror, tropezando en las mesas mientras buscaba la otra salida del bar, la silenciosa puerta giratoria que daba directamente a la calle.

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