16

«Nadie puede acercarse a él», me había dicho la muchacha, «nadie lo ve entrar ni salir». Pero uno o dos minutos antes de que ella apareciera en el escenario una mano abría ligeramente las cortinas del palco y la punta de un cigarrillo comenzaba a brillar como suspendida en el vacío a la altura de una boca invisible. Llegaba a la boîte Tabú por un camino que nadie más que él conocía, él y tal vez el hombre de la espalda torcida, su emisario y guardián, acaso el único al que le permitía verle la cara y visitar la sombra donde se escondía, su intermediario en el trato con las mujeres venales y los delatores. Cada noche, cuando saliera a cantar, ella lo vería igual que lo había visto yo, no exactamente un hombre, sino una densa presencia despojada de forma, como un gran pez casi inmóvil en una gruta submarina, sus labios como branquias contrayéndose para chupar el cigarrillo, sus gafas que relucían al encenderse el mechero. Aparecía en el palco cuando ella estaba a punto de salir y se marchaba inmediatamente después de que se quedara desnuda, o al menos la cortina roja se cerraba y ya no volvía a abrirse esa noche, pero yo pensé que era capaz de permanecer muchas horas oculto tras ella, sentado y fumando, espiando por el solo gusto de la invisibilidad las voces y el ruido de las copas. Y luego se levantaría alumbrando con su poderosa linterna las paredes de los corredores que lo devolvían al mundo, a su pública dignidad de comisario que administraba las potestades del miedo desde un despacho de la Dirección General de Seguridad.

Pero ahora yo estaba pisando la frontera prohibida de esa tierra de nadie que lo circundaba, veía el sillón que él ocupaba cada noche y las colillas mordidas que había dejado como rastro en el suelo y tanteaba el quicio de una puerta entornada que se abrió silenciosamente hacia la oscuridad, hacia un túnel tan estrecho y tan bajo que tenía que avanzar de costado e inclinando la cabeza. Había dejado las cerillas en la gabardina y no podía alumbrarme con nada, y recorría inútilmente las paredes con las manos buscando un conmutador, pero sólo tocaba ladrillos ásperos y fríos de humedad, y el pasadizo era cada vez más angosto y se quebraba en agudas esquinas y en peldaños súbitos que bajaban o ascendían hacia ninguna parte. Tropezaba, chocando contra la pared, extendía las manos para no herirme con las aristas de ladrillo, sepultado y perdido, y temía que las paredes y el techo se cerraran sobre mí como el cubículo de un nicho, como la tapa de un ataúd. No había ni un resquicio de claridad en la sofocante tiniebla ni me llegaba más sonido que el de mis pasos y el del roce de mi ropa y mis manos contra el muro, y al cabo de unos minutos ya no supe cuánto tiempo llevaba extraviado en el túnel ni si subía o bajaba.

Pisé algo blando, oí un chillido y un cuerpo suave y veloz se deslizó entre mis pies. Me pareció que veía los ojos de una rata y que escuchaba su respiración, pero era la mía, y me quedé quieto, oyendo un rumor de latidos y uñas. Adelanté luego poco a poco los pies sin separarlos del suelo, apoyando las palmas de las manos en las paredes, con la cabeza baja, como si el peso del techo me aplastara la nuca, y de pronto ya no podía tocar nada y me agobiaba el espanto de quien sueña que se ha quedado ciego y que está solo. Ahora olía a alcantarilla y el suelo rezumaba agua. Di unos pasos y tuve miedo de perder el conocimiento, porque mis dedos extendidos seguían sin encontrar nada, y para no caerme me arrodillé y avancé apoyándome en las manos, notando un frío de lenta cuchillada en los huesos, y cuando al fin pude tocar algo, el plomo helado y viscoso de una tubería, quise ponerme en pie y me golpeé la cabeza contra un filo de piedra y caí, sintiendo durante un segundo larguísimo que me tragaba la hondura de un pozo.

Tardé en moverme. Me había herido un tobillo. Oía muy cercana una gota de agua tan obsesiva como un reloj en el insomnio. Era preciso que avanzara, pero no sabía hacia dónde. Subí casi reptando unos peldaños por los que resbalaban mis manos como sobre la piel de un animal húmedo. Me levanté muy cautelosamente, asiéndome a la tubería. «Nunca podrán encontrarlo porque sabe esconderse en la oscuridad», me había dicho alguien, pero yo no recordaba quién, y en cualquier caso yo sí iba a encontrarlo, aunque se escondiera en el mismo vientre del mundo, aunque tuviera que pasar tanto tiempo en aquellos túneles sin luz que mis pupilas aprendieran a distinguir las cosas en la sombra. Tenía que llegar hasta el fin y buscar a la muchacha para rescatarla de aquel vendaval de desastre que había levantado mi presencia en Madrid. La buscaba por un borroso deseo de restitución, por lealtad a Andrade, a esa última mirada que se vitrificó en sus ojos cuando la muerte lo rindió. Había bajado por ella a aquel lugar que parecía el reino de los muertos, al oscuro subsuelo donde alentaba la infamia, porque me daba cuenta de que paso a paso estaba acercándome a la raíz de la culpa y de la corrupción, y allí no me servían ni mi inteligencia ni mis ojos, sólo el instinto de reptar y moverme adhiriéndome a la superficie negra de los muros, la tenacidad de seguir avanzando como si horadara la tierra y de prevenir el peligro en el olor del aire y en los ruidos cercanos, igual que un topo o que uno de esos animales que cazan de noche. Caminé un rato guiándome por la tubería, ascendiendo ya por peldaños que no eran de piedra, sino de madera, y el aire que ahora respiraba no estaba envenenado por el olor a cieno. Toqué sobre mi cabeza una trampilla que cedió al empujarla. Me arrastraba sobre las rodillas y las manos, buscando una pared que me guiara de nuevo, tiritando de frío, con la ropa húmeda y tal vez desgarrada, me quedé tendido y quieto unos instantes para recobrar el aliento y al abrir los ojos, aunque no me había dado cuenta de que los tenía cerrados, vi al fondo una tenue raya de luz horizontal. Pensé que era mentira, apreté los párpados imaginando que cuando volviera a mirar ya habría desaparecido la luz, pero siguió allí, más delgada y precisa, blanca, junto al suelo, como una cinta extendida que hiciera aletear el viento, porque se estremecía y casi se apagaba y volvía luego a brillar. Sin incorporarme todavía me acerqué a ella, me puse en pie venciendo el dolor intolerable de las articulaciones, hice girar el pomo de una puerta y un vasto rectángulo de claridad blanca me cegó. Vi una cara inmensa que movía en silencio la boca, vi un horizonte azul de tejados sobre el que dos hombres corrían persiguiéndose, sombras planas y oblicuas que se precipitaban en una muda dispersión de catástrofe. Había llegado al Universal Cinema, estaba detrás de la pantalla, mirando desde muy cerca las desmedidas figuras de una película despojada de voces.

Razoné que lo que me sucedía era imposible: que estaba siendo atraído hacia una trampa. La cara de un hombre con la boca abierta y unos ojos azules de locura ocupaba toda la pantalla. Las manchas de luz se movían a mi alrededor como las fosforescencias silenciosas y turbias de un paisaje submarino. Veinte años después yo había repetido a la inversa el camino de la huida de Walter. Me aturdían los sobresaltos de claridad y de sombra que disgregaban el espacio como si nada tuviera un volumen firme de verdad, ni yo mismo, una silueta oscura y confundida con las otras y perdida entre ellas, deslizándose sobre una sucia pared de ladrillo, sobre el gran lienzo blanco donde se proyectaba la película.

Aparté la cortina lateral para mirar hacia el patio de butacas. Era más grande de lo que yo recordaba y no había nadie en él y parecía intocado por la ruina, salvado de ella por la oscuridad y el silencio corno las cámaras selladas de una tumba egipcia. Al bajar a la sala sentí que me desprendía de la irrealidad de la película, que recobraba otra vez la forma de mi cuerpo y la soberanía de mi conciencia, incitada por el reconocimiento de todas las cosas perduradas, del mismo olor a ambientadores rancios que había notado en el aire la primera vez que llegué, del ruido monótono del proyector cuyo foco parpadeaba tras una pequeña ventana rectangular que parecía llamarme desde lejos, desde la zona más oscura de butacas donde una vez me había sentado para esperar a Rebeca Osorio.

Andaba como anestesiado, como amordazado por el mismo silencio que anegaba las convulsas imágenes de la película, y el ruido del proyector sonaba igual que los motores de un transatlántico desierto que viajara a la deriva, por el tiempo y no por el mar, por las geografías soñadas de una antigua desesperación que parecía compartir el hombre de ojos azules que gritaba sin voz en la pantalla, a mi espalda, en esa película que no veía nadie porque estaba sucediendo en un cine clausurado muchos años atrás. Tenía que repetir paso a paso mi viaje de entonces: la salida de emergencia, no alumbrada ya por una bombilla roja, la escalera que me conduciría a la cabina de proyección. Anduve a tientas, pero el recuerdo me ayudaba a moverme en la sombra, y mis ojos se habían acostumbrado a ella, un corredor, una escalera, tenía que pisar con cuidado, para que nadie supiera que venía, tenía que abrir de golpe la puerta de la cabina y que enfrentarme tal vez a una mirada temible, pero la empujé y tampoco allí había nadie. Los engranajes del proyector se movían con una sorda lentitud automática, y olía a humo de tabaco y a celuloide caliente y en las paredes seguían sonriendo con entusiasmo dentífrico caras de actrices rubias anteriores a la guerra. «Quieren que siga buscando y que me pierda del todo», pensé, «quieren que me vuelva loco y que haga las mismas cosas que hace veinte años, igual que obligaron a Andrade a repetir el destino de Walter y a que esa muchacha se convirtiera en Rebeca Osorio». Querían que diera los mismos pasos y que escuchara exactamente los sonidos de entonces, porque salí de la cabina y cerré la puerta y cuando ya casi no oía el proyector me llegó desde lejos otro ruido multiplicado y febril, el de alguien que escribía a máquina con dedos veloces, más arriba, en las habitaciones altas, cerca del desván donde escondieron a Valdivia, donde él y yo nos desvelábamos de noche oyendo escribir a Rebeca Osorio.

No le vi la cara al principio, porque estaba sentada de espaldas a la puerta, inclinada sobre la máquina. Le habían arrebatado su propia vida, la habían hecho vestirse y peinarse para que fuera igual que su madre y ahora la condenaban a visitar los mismos lugares donde su madre vivió y a fingir que escribía a máquina con los mismos gestos con que ella lo hacía. Y lo aceptaba todo sin rebelarse nunca, con una absorta sumisión, igual que había llegado a mi hotel y se me había ofrecido mientras quería imaginar tal vez que no era yo sino Andrade quien la estaba abrazando. Sólo Andrade la hizo revivir, pero ahora había muerto y ya no quedaba nadie que la salvara de las fantasmagorías urdidas para enajenarla, nadie más que yo podía sacudirle los hombros como quien quiere despertar a alguien de una pesadilla y decirle que huyera, y me acerqué a ella y la toqué y cuando volvió la cara ya no era la muchacha con la que había estado unas horas antes, sino una mujer vieja, maquillada y lívida, súbitamente estragada por la decadencia, con los labios secos y los huesos salientes, con las manos amarillas y endurecidas de artrosis que se curvaban sobre el teclado de una máquina de escribir donde no había ningún papel.

Pero era ella, Rebeca Osorio, la primera, la única, no su ficción ni su parodia futura, la reconocí como me reconocería a mí mismo en un espejo, como sabría identificar mi rostro si lo tocara en la oscuridad, el azul de sus ojos, ahora húmedo y exagerado y vacío, su pelo, groseramente teñido y despeinado, con las raíces blancas, la manera que tenía de morderse los labios y de mirar hacia mí, aunque me di cuenta de que no me veía ni me recordaba. Bastaba atreverse a buscar sus pupilas y a sostener su expresión de desvarío y fijeza para comprender que estaba loca, desasida del presente y de la razón, de todo, igual que si caminara por un desierto de hielo. No parecía que hubiera ido envejeciendo con la apacible crueldad de los años, porque en su cara se confundían indescifrablemente los rasgos de la juventud y la extrema degradación que preludia la muerte, como si le hubieran aplicado un maquillaje obsceno o una máscara para ocultar su verdadero rostro con la gangrena de la decrepitud.

Me dio la espalda, negando con la cabeza, golpeando otra vez el rodillo de caucho negro de la máquina, que giraba vacío, imaginando tal vez que escribía las palabras murmuradas entre sus labios como una confusa melodía. Dije su nombre, me quedé parado frente a ella, pero no alzaba los ojos, más bien intentaba recluirse en el acto de escribir cada vez más rápidamente, y sus dedos rígidos resbalaban sobre el teclado y las varillas terminadas en pequeños caracteres de plomo se enredaban entre sí sin que ella acertara a separarlas, remordida de impaciencia y de ira, diciendo cosas que yo no podía entender, palabras segregadas por su pensamiento sin memoria. «Rebeca», le dije, «mírame, soy Darman», y detuve con mi mano el carro de la máquina para que no siguiera fingiendo o creyendo que escribía. Miró las varillas que me golpeaban débilmente los dedos, y cuando quiso apartarme la mano y yo estreché la suya me pareció que por fin se estaba dando cuenta de que había alguien con ella en la habitación, una voz que le hablaba y repetía el nombre de un extranjero o de un desconocido, Darman.

Tocaba sus secos nudillos, duros como huesos, eludía las agudas uñas que buscaban mi piel, torpemente pintadas, como manchas de sangre sobre el cartílago amarillo, le tomaba las manos para empujarla hacia mí desde el otro lado de la mesa, sobre la alta máquina, y ella me arañaba suavemente y retrocedía posándolas de nuevo en las teclas redondas, como si volviera a un refugio, las dos manos autómatas plegándose con los espasmos defensivos de un doble racimo de extremidades de insectos, articuladas, quebradizas, hurgando a ciegas en los intersticios de la armazón metálica. «Dónde está tu hija», le pregunté, «dónde la ha llevado Ugarte». Pero no me escuchaba o no me entendía, y sus ojos, en los momentos fugaces en que me miraban, parecían interrogarme sobre el idioma en que yo estaba hablándole. Repitió ese nombre, Ugarte, separando mucho las sílabas, con los labios abiertos, como se intenta decir una palabra extranjera, y luego puso la cara muy cerca del teclado y levantó los dedos como si buscara alguna letra inusual. Pulsó la u, luego tardó unos segundos en encontrar la próxima letra, y respiraba muy fuerte, mordiéndose los labios, hundió en la g el índice de la mano derecha mientras reproducía su sonido en la garganta, exagerándolo como un sordomudo, con la intolerable lentitud de un jadeo de asfixia. Otra vez le quise apartar las manos de la máquina y se revolvió contra mí adhiriendo a ella los largos dedos engarfiados, pero la tomé de las muñecas y la obligué a levantarse y la sacudí con violencia contra la pared queriendo que volviera a mirarme, y ella bajaba los ojos y hundía la cara sobre el pecho, negando siempre, negándose a ver y acaso también a recordar, muerta en vida, naufragada en la amnesia.

En un arrebato de furia y de piedad le hice levantar la barbilla y le aparté el pelo de los ojos, diciéndole su nombre, pidiéndole desesperadamente que se acordara de mí, pero hablarle era como arrojar una piedra al fondo de un pozo y no oír nunca la resonancia de su choque en el agua.

Acariciaba sus facciones notando debajo de la piel la intacta perfección de los huesos, miraba de cerca las arrugas hondas y multiplicadas como cicatrices del tiempo, de una fiera maldad a la que nadie había podido sobrevivir, y cuando le rozaba las sienes me detuvo bruscamente la mano y abrió los ojos y yo supe que me había reconocido y que el odio hacia mí era lo único que duraba en la oscuridad de su conciencia. Ahora me veía, ahora deseaba maldecirme y negarme con la transparencia congelada y azul de sus pupilas inhumanas, y cerró los puños y empezó a golpearme la cara y el pecho igual que golpearía un ciego. Pero tal vez ese impulso de odio no se lo dictaban los últimos y maltratados despojos de su memoria, sino un hábito tan inconsciente como el de respirar o pintarse las uñas o seguir escribiendo en una máquina donde ya no había ningún papel, sólo un rodillo negro en el que las huellas de las letras se borraban instantáneamente entre sí sin llegar nunca a constituir una palabra. Ya no era Rebeca Osorio, la que yo conocí, no era nadie, no era más que la inercia de su propio rencor que revivía ante un nombre y una cara aparecida como en mitad de un sueño, y yo me tapaba con las manos para escapar a sus golpes y para cubrirme los ojos y no seguir viéndola, yo, que tanto la había deseado, que había dedicado mi vida a no querer recordarla para no morirme de culpabilidad y de amor, que me sentaba en la penumbra del Universal Cinema imaginando que venía a conversar conmigo igual que la primera vez y que la atraía hacia mí y la besaba tan impúdicamente como la besó Walter en aquel bar donde los espié tantas tardes de invierno, no en esta ciudad a la que ahora había vuelto, sino en el Madrid en blanco y negro del pasado.

Sus ojos relucían tras la maraña sucia del pelo y yo huía de ella chocando contra la mesa, buscando imposiblemente un lugar donde estuviera a salvo de su rabia. Levantó la máquina tambaleándose bajo su peso y la arrojó hacia mí, asombrada ella misma por el escándalo de los trozos de metal dispersos en el suelo, y entonces yo, temblando de miedo, pasé a su lado sin mirarla y abrí la puerta y al buscar el pomo desde fuera toqué una llave y la hice girar: también Ugarte la encerraba, pensé en un relámpago de lucidez, y me acordé de algo que me había contado la muchacha, que algunas veces ella se recluía para escribir en una habitación y no le abría a nadie. Entonces ya estaba contaminada de locura, y se escondía para que ni su hija ni el hombre que suplantaba a Walter pudieran averiguarlo: quería que oyeran el ruido de la máquina de escribir estableciendo así un conjuro para su soledad, pero ya no escribía nada, como esos alucinados que fingen comer y mastican el aire o que conversan serenamente con una pared o un espejo, ya trastornaba su conciencia el mismo vacío azul que había brillado siempre en sus ojos. Hice girar la llave y me quedé quieto contra la puerta, oyendo sus manos que arañaban y su respiración de animal atrapado, oyéndola llorar a gritos y golpear las paredes, imaginando que la oía pronunciar mi nombre y que me llamaba en voz baja.

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