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Caminaba por Madrid como si también se extinguiera lentamente mi vida en un prematuro anochecer, sin gabardina, sin sombrero, con las manos en los bolsillos donde sonaban unas pocas monedas, recorriendo una larga calle con acacias sin preguntarme dónde desembocaría, perdido entre los vivos, entre las mujeres de vestidos cortos y brillantes que salían de los bares riéndose a carcajadas, entre hombres que caminaban hacia un destino cierto en la noche, no como yo, que ya vivía entre los muertos, que recordaba otra ciudad y otras gentes ya exterminadas por el tiempo y que me alejaba con inútil premura del lugar donde yacía el cadáver de Andrade sintiendo que por más que intentara perderme ese cuerpo tirado contra una pared viajaría conmigo más lealmente que mi sombra y seguiría mirándome con sus pupilas de vidrio y hablándome con una voz inaudible que estremecía sus labios, separados y mudos, como los de Walter, como los de una imagen del cine despojada de sonido. Y caminaba por los lugares más extraños de Madrid y todos los muertos del pasado me seguían, los muertos y los aparecidos, Rebeca Osorio, Valdivia, la muchacha que también se llamaba Rebeca y que ahora habría comenzado a esperar una carta o una llamada de teléfono que no iban a llegar, porque Andrade, su amante, que había acatado para entregarse a ella el simultáneo desastre de la traición y del amor, estaba muerto en una esquina de los corredores de un hospital abandonado y nadie más que yo podría ir a decírselo.

Pero esa vaga intención no era sino un pretexto para justificar mis pasos de aquella noche, la necesidad de buscarla y de saber gracias a ella lo que todavía ignoraba, lo que a nadie más que a mí le importaba saber. Mi inteligencia se rebelaba contra las vanas duplicaciones del azar, pues no era posible que todo lo que yo había vivido estuviera repitiéndose, con alteraciones secundarias que agravaban la irrealidad de mi viaje, Walter y Andrade, sus dos muertes iguales, separadas tan sólo por mi incredulidad y mi estupor, las dos mujeres que parecían la misma y que ocultamente lo eran, las estrategias sombrías de la traición y del crimen. Salí a una plaza muy grande donde baterías de reflectores levantadas sobre andamios metálicos iluminaban las obras de un paso elevado, y entonces la duplicación del tiempo cobró una certidumbre de viaje circular, porque eran las seis y media de la tarde y yo me encontraba enfrente de la estación de Atocha, igual que el día anterior, cuando acababa de recoger la pistola y me disponía a visitar el almacén donde me dijeron que Andrade estaba esperándome. Crucé la calle debajo de los andamios y de los pilares de hormigón que terminaban en retorcidos tallos de acero y me dejé llevar entre la multitud que se dirigía hacia los andenes, hombres con maletas y abrigos que consultaban relojes, vagabundos tranquilos que buscaban cosas en los montones de basura, gente extraña, habitantes futuros de la misma ciudad por la que yo había transitado en mi juventud y que ya no reconocía. Ayer estuve aquí, pensaba, y también hace veinte años, cuando compré una novela barata en uno de esos puestos donde siguen vendiendo libros muy parecidos a los de Rebeca Osorio y periódicos que aluden a la vida diaria de un país que ya me es ajeno. Me acordaba de aquel viaje y me costaba entender que tampoco yo era el mismo, porque ahora tenía el pelo gris y me pesaban las piernas como si caminara sobre lodo. Vi de lejos el vestíbulo y las ventanas iluminadas del hotel Nacional y me dio vergüenza ir allí y preguntarle al recepcionista si la muchacha se había ido, y en un arrebato de involuntaria convicción paré un taxi y le pedí al conductor que me llevara a la boîte Tabú, buscando con disimulo en mis bolsillos para saber si reuniría las monedas necesarias.

Vi la calle de Atocha, la esquina por donde Andrade cruzó al otro lado y se quedó esperándome, como si deseara que su muerte no sucediera sin testigos, vi el neón verde pálido de los letreros de las tiendas y el resplandor hiriente de las carnicerías del pasaje Doré, y cuando llegamos a los altos de Antón Martín se extendió ante mis ojos la luz violeta y rojiza de un crepúsculo como del fin del mundo hacia el que parecían dirigirse los tranvías y los automóviles con una velocidad de suicidio.

En la Puerta del Sol, cuando pasábamos junto al edificio de la Dirección General de Seguridad, miré las ventanas enrejadas de las celdas y los furgones grises que se alineaban con los faros apagados en una calle lateral y me acordé de la huida de Andrade y de los hombres que ahora mismo esperarían en la oscuridad la inminencia temible de los interrogatorios. Allí, en lo más hondo de aquellos respiraderos protegidos por la tela metálica, los presos calculaban el paso del tiempo oyendo la intermitencia de los tranvías que se paraban en la acera, y en una cualquiera de aquellas ventanas iluminadas de los pisos superiores el comisario Ugarte fumaba mirando la calle desde el otro lado de los visillos, con el mismo aire de acecho y lenta cacería con que espiaba a la doble de Rebeca Osorio tras la cortina roja y entornada del único palco de la boîte Tabú. Pensé que él sabía que Andrade estaba muerto y que podía distinguir entre los automóviles que pasaban por la Puerta del Sol el taxi en el que yo iba. El lo sabe todo y lo ve todo, me había dicho la muchacha, con la inquietud de quien se sospecha siempre vigilado por presencias invisibles, y yo sentí una intolerable necesidad de mirar cara a cara a ese hombre, a plena luz, bajo la misma claridad azul de los focos que la alumbraban a ella cuando se quedaba desnuda, y me imaginé que él había calculado de antemano el encuentro y que lo postergaba para cuando ya me hubiera atrapado sin remedio, porque era un cazador tranquilo, me había dicho Bernal, y amaba la música y no permitía que nadie viera abiertamente su cara. Ésa era una de las preguntas que yo quise hacerle a Andrade y que él no pudo responderme, cómo miraban los ojos del comisario Ugarte, por qué siempre se escondía en la sombra, y entonces me acordé del nombre elegido por Walter para encubrir su vida de traición y me sorprendió y me dio miedo no haber advertido hasta ese momento que parecía inventado para el comisario Ugarte, Beltenebros, el príncipe de las tinieblas, el que habita y mira en la oscuridad, sin más luz que la de los cigarrillos que resplandecen como ojos.

Y sin embargo desde que llegué a Madrid habíamos estado muy cerca, a la distancia de una mano extendida, en el almacén, cuando alumbró con su linterna la cortina tras la que yo me escondía, en la boîte Tabú, y sobre todo en el piso de Andrade, porque ahora estaba seguro de que él me había mirado mientras dormía y de que era él esa alta figura sin facciones contra la que había combatido hasta la extenuación en medio de los lodazales del sueño. La disciplina del razonamiento conducía directamente a la locura: si el comisario me había seguido hasta aquella casa la huida de Andrade no era más que una ficción controlada desde el principio por la policía. Fue Ugarte, sin duda, quien me quitó la pistola, pero entonces también pudo haberme detenido y no lo hizo, y me dejó el pasaporte y la llave de la consigna, como si me invitara a marcharme de Madrid y a no seguir averiguando y buscando.

El taxi había cruzado la Gran Vía y se internaba ahora en una calle que me pareció la de Valverde. Decidí que cuando encontrara a la muchacha no le contaría la muerte de Andrade: que siguiera esperándolo durante algún tiempo, hasta que el olvido la cansara, si es que a la mañana siguiente no veía en una pequeña foto de un periódico su rostro de cadáver sin nombre, si el comisario Ugarte, con serena crueldad, no se lo decía esta misma noche, cuando terminara el espectáculo y ella se dispusiera a salir al callejón acordándose automáticamente de todas las veces que vio a Andrade esperarla, obstinada, a pesar de sí misma, en seguir deseando que apareciera él, que estaba muerto, boca arriba, con los ojos cerrados, tirado con un coágulo negro en el vientre en medio de la oscuridad helada y desierta de aquel hospital donde era posible que tardaran mucho en encontrarlo. Sentí que saber que estaba allí y que tal vez amanecería rígido y solo en la misma postura en que lo paralizó la muerte era una última profanación que también a mí me envilecía. Le pedí al taxista que fuera más de prisa, como si la distancia me pudiera salvar del acuciante recuerdo. Igual que quien no puede dormir y oye rumores de amenaza y aprieta los párpados hundiéndose debajo de las sábanas, yo cerraba los ojos porque me daban vértigo las rápidas luces de las calles, y cuando pensé que ya deberíamos de estar llegando a la boîte y volví a abrirlos noté una conmoción de dolor y de reconocimiento en la memoria que al principio fue tan débil como ese tintineo de una cucharilla en el cristal de un vaso provocado por la onda expansiva de un terremoto muy lejano. No recordaba haber visto antes esa plaza pero la conocía, identificaba la línea de los tejados interrumpida por la cúpula de una iglesia, el perfil negro de ese edificio de la esquina, alto y adelantado como la proa de un buque, con su lisa fachada de mármol y la oquedad del vestíbulo bajo la marquesina donde ya no estaba iluminado el letrero del Universal Cinema.

Uno cree que los lugares y los rostros dejan de existir cuando no los recuerda. A medida que la forma exacta del cine donde conocí a Rebeca Osorio y a Walter se precisaba ante mis ojos -en fracciones de segundo, porque el taxi no se había detenido-, era como si el edificio entero volviera a erguirse desde los escombros, emergiendo a la noche y a la realidad del presente igual que un barco levantado de las profundidades del mar por poderosas grúas y cables de acero. Le ordené al taxista que me dejara allí mismo: las manos se me enredaban en los pliegues de los bolsillos cuando buscaba las monedas. Se las entregué sin contarlas, por miedo a que si dejaba de mirar por la ventanilla el edificio se desvaneciera. El taxista me dijo algo y no le contesté. Estaba acercándome al Universal Cinema como en una solitaria escenificación del pasado, pero ahora no llevaba en la mano una novela barata recién adquirida en la estación ni tenía el secreto propósito de ejecutar a nadie: un hombre había muerto a unos pasos de mí, había sonado un disparo mientras yo alzaba en el aire una mano vacía, como si la pistola que yo no quise manejar hubiera venido ocultamente conmigo, y ahora, para que todo fuera consumado, el tiempo retrocedía como una película proyectada al revés y yo volvía a asistir al preludio de la muerte de Walter.

Pero ya no había luces en el cine, y la puerta de entrada y las ventanas redondas de la taquilla estaban cegadas por ladrillos y yeso, y delante de esa pared había una reja plegable asegurada con un candado y varias vueltas de cadena. Desde lejos, el edificio parecía intacto: un cine temerario de los años treinta, con una arrogancia de navío o de faro, plantado como una reluciente escultura de basalto negro en una esquina de Madrid. Pero toda la parte inferior de la fachada estaba cubierta por varias capas sucesivas de carteles desgarrados y descoloridos por el sol y la lluvia, y más de cerca se veían largas grietas en la superficie lisa. Algunas placas de mármol habían sido arrancadas, y de la marquesina sólo quedaba el armazón de hierro. Yo daba vueltas de un extremo a otro del muro como buscando un resquicio que me permitiera entrar, probaba con las dos manos la resistencia del candado y de la reja metálica y tanteaba las frías molduras de mármol y la aspereza de las hiladas de ladrillos como si pudiera descubrir bajo las yemas de mis dedos uno de esos resortes que abren mágicamente una puerta inesperada. Era inútil, desde luego, y me alejé por la acera con una intranquila sensación de extravío: por qué me había bajado del taxi en aquel lugar, si ahora ignoraba el camino hacia la boîte Tabú. Doblé en la primera esquina, como quien quiere circundar todo el muro de una fortaleza, imaginando que si avanzaba siempre por la acera de la izquierda acabaría regresando a la entrada del Universal Cinema, pero me daba cuenta de que mis pasos ya estaban alejándome de él. Continuaría un poco más, era indudable que muy pronto encontraría una bocacalle que me devolviera al punto de partida. Un hombre andaba a pequeñas cojetadas por delante de mí. Cuando pasó junto a la cristalera iluminada de una peluquería supe quién era y también a qué lugar de Madrid me había devuelto el azar de los taxis y de las apariciones. El hombre andaba con la espalda torcida, como si llevara un gran peso sobre uno de los hombros.

El nombre de la peluquería, inscrito en un rótulo de azulejos, era Salón Montecarlo. En cuanto diera unos pasos más yo llegaría a la puerta de la boîte Tabú. Las geografías de mi memoria y los itinerarios fantasmales del tiempo quedaron trastornados como después de un instantáneo y silencioso desplazamiento de las formas del mundo. La boîte Tabú y el Universal Cinema, el pasado irreal y el indescifrable presente, no ocupaban las latitudes extremas que les atribuía mi imaginación. Había tardado la mitad de mi vida en llegar de un lugar a otro, pero sólo los separaba la breve distancia de una calle.

Vi que el hombre de la espalda torcida entraba en una taberna. Irreflexivamente lo seguí, pero no estaba en la barra ni era ninguno de los cuatro o cinco bebedores solitarios que ocupaban las mesas mirando desganadamente un partido de fútbol en el televisor. Desde la barra, tras un cristal con minuciosos dibujos de bocadillos y platos de calamares humeantes, se veía la persiana metálica y el letrero apagado de la boîte Tabú. Era uno de esos bares inhóspitos a los que uno se resigna como a la sala de espera de un médico sin porvenir. Olía a urinario y a frituras, a madera empapada de vino agrio y a humo de tabaco. Me acordé con imprecisa nostalgia de los bares íntimos de Inglaterra, de esa taberna, en Brighton, donde yo me recluía cuando cerraba la tienda, en las tardes de invierno, de su ventana tan pequeña como la de la cámara de un buque desde la que miraba la línea verde oscura del mar. Pensé que aunque volviera, si podía volver, este viaje a Madrid ya sería irreparable. Sobre la barra, a mi lado, había una copa de coñac. Pedí otra y esperé. El crudo alcohol me dio náuseas. La puerta del retrete se abrió y apareció en ella el hombre de la espalda torcida, limpiándose con un pañuelo la boca, grande y roja como una desgarradura en la piel. Al reconocerme sonrió. Vestía un traje de elegancia excesiva, con un picudo pañuelo azul en el bolsillo superior de la chaqueta y un chaleco ceñido como un corsé a su pecho abombado. Subió con dificultad a un taburete junto al mío y antes de beber levantó indecisamente su copa, como si me propusiera un brindis. La bebió de un trago, con la nuca torcida sobre los hombros, porque casi no tenía cuello. Con la prontitud de un hábito el camarero se la volvió a llenar, y él la abarcó entre sus dedos pequeños, examinándola como un objeto valioso, con un aire de suficiencia y hasta de soberanía, complaciéndose en que yo notara que no siempre era el sirviente viscoso de la noche anterior.

– Así que ha vuelto -me dijo: tampoco hablaba igual-. Todos vuelven. ¿No encontró a la chica? Sé lo que le pasa. Se arrepintió de no haber tomado el teléfono que yo quise darle y ahora vuelve para verla otra vez, pero todavía no se atreve a pedírmelo. Se impacienta, viene mucho antes de la hora de abrir. Hace como los otros. Entra aquí y se sienta cerca de la calle, por si la ve aparecer. ¿Sabe a quién me recuerda? A uno que venía antes y la esperaba todas las noches en el callejón y no le hablaba. Pero hoy es inútil que se quede. Se lo digo en contra de mi propio interés. Nada de copas mientras espera que salga a cantar. Beben mucho mientras la miran, porque beber los tranquiliza, buena caja todas las noches. Pero esta noche ella no vendrá. Hay otras, pero a usted no le gustan. A casi nadie. Les recuerdan a sus mujeres, con esos peinados y esos vestidos brillantes. Matrimonios amigos que salen a bailar un sábado por la noche. Les repugna. Sus mujeres fumando y emborrachándose a la segunda copa de champán, porque no tienen costumbre y dicen que se marean en seguida. Lo que les gusta de ella es que parece que no existe. Les da asco la realidad, pero no lo saben. Así que no saben por qué vienen aquí. Yo sí lo sé. Les vendo lo que ellos mismos han soñado. Excelente margen comercial. Dinero a cambio de sueños. Luego enciendo las luces y pagan y se van como perros. Pero usted es un señor. Buen zapato, buen traje de paño, no esas fibras que anuncian ahora. ¿Dónde dejó su gabardina?

Yo oía a aquel hombre como si estuviera soñando sus palabras y su cara. Reía sonoramente, con una verticalidad de borracho impasible, enhiesto sobre el taburete, balanceando sus cortas piernas en el aire. Se pasaba la mano por la barbilla con una unción como de confesor blasfemo. Estaba ahíto de coñac y de palabras sin orden que le brotaban de la carnosa raja de los labios como una baba incesante. Exultaba orgullo de sí mismo, de su potestad de conocer y corromper los sueños de otros, de sus zapatos de ante y su traje a medida que no lograba ocultar la extraña torsión de su cuerpo, de su cabeza agazapada entre los hombros. Al beber proclamaba con movedizos gestos su avaricia de coñac y el gusto de seguir bebiéndolo sin que la embriaguez lo derribara. Estudiaba mi presencia y mi ropa con parpadeos rapaces, como calculando velozmente su precio o la posibilidad de un expolio. Mientras hablaba los músculos de su cara se movían como el hocico de una rata.

«Quiere emborracharme», pensé, «quiere enredarme en palabras para que no vea algo». Miré hacia la calle: sólo vi la cortina metálica a la luz declinante de las farolas recién encendidas.

– Sigue mirando -dijo-. No me cree. Quieren comprar a las mujeres y se imaginan sus apariciones. Pero ella no vendrá. Puede que ya no venga nunca. La ven desnuda y se apaga la luz y ya no la ven cuando vuelve a encenderse. Pura magia. Nadie la ve de verdad. ¿Piensa que voy por ahí diciéndole a cualquiera ese teléfono que le di anoche? Pero puede que hoy no se lo repita.

Más débil que el estrépito del televisor me llegó el sonido de un automóvil que se detenía en la calle. Tras los dibujos del cristal vi a la muchacha, que bajó del asiento posterior y caminó hacia el portal contiguo a la entrada de la boîte, con gafas oscuras, conducida por otra mujer, como una ciega.

– Usted cree que la ha visto -dijo el hombre de la espalda torcida, más serio ahora, como si prolongara contra su voluntad una broma sin éxito-. Pero está equivocado. Cierre los ojos y vuelva a abrirlos y ya no la verá. No le conviene.

Bajó del taburete con una brusca agilidad de simio, dejando unos billetes gastados junto a su copa vacía. Iba a salir, pero le cerré el paso. Para mirarme a los ojos torcía dolorosamente la cabeza sin cuello.

– ¿La está esperando el comisario Ugarte? -dije. A mi espalda un hombre se levantó de una mesa arrastrando los pies.

– Termine su coñac -dijo el de la espalda torcida, apartándome-. Termínelo y váyase. A usted también lo están esperando. En Inglaterra. ¿No hay avión esta noche?

Anduvo cojeando hacia la salida y yo no se lo impedí. Cuando quise moverme una dura mano me retuvo y una cosa punzante se me hincó entre las costillas, muy cuidadosamente, sin herirme la piel. El clamor del partido de fútbol crecía como la riada de una multitud.

– Capitán Darman -dijo el hombre de la espalda torcida, sonriéndome desde la puerta del bar-. ¿No se acuerda de mí? Yo trabajaba ahí al lado, en el Universal Cinema. Vendía las entradas.

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