11

Alguien me había mirado desde la verticalidad de su sombra, repetida como una presencia oscura en el espejo del tocador, que iba siendo escarchado por la primera luz opaca del amanecer, alguien había dicho mi nombre y jadeado contra mí mientras unos dedos sabios y múltiples como patas y hocicos de pequeños animales buscaban en mis bolsillos y en los repliegues más hondos de mi ropa, y yo había intentado defenderme con una tenacidad imaginaria, porque soñaba que me revolvía y que daba patadas pero permanecía inmóvil, apretando los dientes con un brío tan furioso que los notaba como desmoronándose en mi boca, queriendo abrir los ojos y manteniéndolos cerrados hasta que me dolían. Alguien respiraba en la habitación y cuando yo creía abrir los ojos sólo estaba soñando que los tenía abiertos, y lo que veía eran las imágenes de un sueño que tal vez se parecía a la realidad igual que esa sombra que estaba mirándome se parecía a su doble inverso del espejo. Alguien andaba muy cerca y volcaba los cajones y tiraba al suelo los trajes y los libros de Andrade, y su sombra tapaba de vez en cuando la luz sobre mis párpados cerrados, como cosidos por esparadrapo. Igual que un paralítico ciego que revive en un sueño cruel el tiempo en que podía moverse y mirar, yo quería levantarme y mi cuerpo se tensaba en espasmos inútiles. Sólo apretaba los dientes y me hincaba las uñas en la piel muerta de las manos y sabía que un impulso desesperado de la voluntad me permitiría abrir los ojos y emerger de la asfixia, pero era imposible, las manos se agitaban sobre mí y una respiración caliente con hedor a tabaco me humedecía la cara, una boca blanda y abierta que decía mi nombre y preguntaba cosas a las que tal vez yo respondí en la confusión de mi delirio.

Cuando al fin pude despertar estaba tendido boca abajo en el umbral del dormitorio, oyendo un crepitar continuo como de ramas secas que ardieran o de guijarros empujados por una sucia marea. Avancé apoyándome sobre los codos, arrastrando mi cuerpo y las sábanas que cuando caí de la cama se me enredaron a las piernas, y recordé que había intentado luchar contra algo o alguien que me aplastaba los pulmones y que fui derribado perdiendo así el último asidero que me vinculaba a la conciencia. El rumor de guijarros y de hojas secas o ramas crepitando en el fuego se convirtió ahora en un espejismo visual, un grumoso telón como de rápidos fogonazos de nieve, puntos de luz que se apagaban y encendían ante mis ojos. Yo había despertado, pero seguía ignorando quién era y dónde estaba, y para saberlo tuve que cruzar en un instante lentísimo todos los despertares más ingratos de mi vida, los recordados y los olvidados, los despertares de la guerra en barracones húmedos y frente a cielos extranjeros y grises, los de la infancia y hasta los del porvenir. Me puse en pie. Me apoyé en el filo resbaladizo de la mesa, doblándome sobre ella, vi la niebla monótona que se agitaba en la pantalla sin imágenes del televisor. Lo apagué y agradecí el inmediato silencio como un remedio contra la locura.

Recobraba la noción del espacio, pero seguía nebulosamente perdido en el tiempo. Alguien había pisado mi reloj, partiendo las agujas y pulverizando con saña el cristal. Afuera, tras la ventana, el horizonte bajo y nublado no permitía calcular si aún duraba la mañana o se aproximaba el atardecer. Sobre los descampados se levantaban edificios en construcción rodeados de zanjas y altas grúas inmóviles. Al acercarme a la ventana vi mi gabardina tirada en el suelo y me acordé de la pistola y del sobre donde guardaba la documentación falsa y el dinero de Andrade. Había ceniza en todas partes y pequeñas colillas chupadas hasta quemar el filtro. Era inútil buscar. Los dedos que me tocaban mientras dormía como queriendo morderme habían hurgado también en los bolsillos de la gabardina, llevándose hasta la lámina de metal que usé para forzar la cerradura del almacén.

Sentado en el sofá, con la gabardina sobre las rodillas como una bandera fracasada, volvía a abrumarme una antigua sensación de despojo. Tanteaba los pliegues de mi ropa como un mendigo que está buscando una última moneda improbable, entorpecido por una sorda resaca de alcohol y somníferos, por el oprobio y la contrición de haber bebido tanto. No recordaba casi nada de la noche anterior, sólo la certidumbre de que me habían engañado y de que yo lo sospeché y no hice nada por defenderme, envenenado de nostalgia y deseo por el abuso del alcohol, hechizado e inerte, notando que todas las cosas se me volvían cada vez más extrañas, esa luz en el dormitorio, esa mujer tendida ofreciéndome otra vez el vaso donde brillaba un licor amarillo, y luego nada, la boca manchada de rojo que tal vez intenté besar, pero no me acordaba, y esa desmemoria final hacía más dolorosa la vergüenza.

Recorría las habitaciones sin saber qué estaba buscando, no la pistola ni los documentos de Andrade, pero sí al menos mi cartera, mi pasaporte, cualquier cosa que afirmara que yo seguía siendo alguien, el hombre que había llegado la tarde antes a Madrid, el que podría cruzar sin riesgo las aduanas y volver a su casa de Inglaterra y olvidarlo todo, Darman, ese nombre estaba escrito en tarjetas de cartulina blanca, en el letrero de mi tienda de libros, sobre la puerta que hacía sonar una campanilla al abrirse. Me arrodillé en el dormitorio para buscar entre los cajones derramados, apartando las cosas que habían pertenecido a Andrade, sus camisas, sus trajes tirados y pisados, y allí, debajo de la cama, encontré mi pasaporte y unas pocas monedas, y sólo entonces recordé, con una trémula felicidad que se parecía a la angustia, que había dejado en la consigna de la estación mi bolsa de viaje. Pero la memoria se me iba, igual que perdía el equilibrio cuando me levantaba. Temí no recordar dónde había guardado la llave. De nuevo busqué en los bolsillos vacíos aunque sabía que era imposible que estuviera en ellos. La gabardina, el pantalón, la chaqueta, los pequeños pliegues interiores, el forro, el temblor de los dedos, la recobrada angustia. Pero no podían habérmela quitado: recordaba que la escondí muy bien, pero no dónde, y era atrozmente posible que no llegara a saberlo. Una llave plana, con un número, doscientos doce, de eso sí me acordaba. Por precaución no la escondí en el forro del sombrero. Dónde entonces. Urdía con lentitud febril un razonamiento y a la mitad se me borraba como corroído por un ácido. Al salir de la estación aún la llevaba en la mano. Me detuve en alguna parte antes de ir al almacén. La pistola todavía estaba dentro de una bolsa de aseo. Olía a colonia, a loción masculina. La memoria de los olores era más fiel que la de mis actos: la colonia se confundía con un denso hedor a orines. Había dejado la bolsa de plástico en el retrete de un bar. Asociaba cada imagen a otra con un obstinado esfuerzo de la voluntad, como si estuviera a punto de desvanecerme y de olvidarlo todo otra vez. El ruido de la cisterna, la pistola recién engrasada en mi mano. La guardé en un bolsillo y luego escondí la llave de la consigna. Dónde.

Me había sentado en la cama, mirando al suelo, con la cabeza descolgada entre los hombros. El peso de la mala noche y del alcohol y los somníferos me gravitaba en la nuca. Miraba mis zapatos sucios de barro como si pertenecieran a otro, como si fueran dos zapatos cuarteados y solos que alguien hubiera abandonado junto a un cubo de basura. En aquella taberna me había sentado en el filo del retrete para revisar la pistola. Entonces recordé: la llave estaba en el zapato derecho, en la hendidura entre el tacón y la suela. Me incliné y tuve náuseas y vértigo como si los zapatos estuvieran en el fondo de un pozo. Toque con las uñas el filo dentado de la llave, la miré en la palma de mi mano como una moneda enigmática.

Ya era tiempo de irse. De aquella casa de nadie, de aquel paisaje estéril y fronterizo de bloques de pisos coronados por antenas de televisión que ni siquiera se parecía a una ciudad, a Madrid. Vi en el espejo del armario la innoble palidez de mi cara, el mentón oscuro, los ojos dilatados y grises, con diminutas manchas rojas en los lagrimales. La noche anterior era mentira, y el regreso enaltecido del tiempo. Conté las monedas: no estaba seguro de que bastaran para un billete de Metro. Salí a la calle, y la gente se me quedaba mirando al cruzarse conmigo, miraban mi gabardina maltratada y mi camisa abierta y mi cara sin afeitar. Me eché el ala del sombrero sobre los ojos, para que nadie pudiera verlos, y en los túneles y en los vagones del Metro vigilaba todos los rostros por si lograba descubrir a un policía emboscado: tal vez si no me quitaron el pasaporte ni la llave de la consigna fue para empujarme a huir en una dirección calculada por ellos. Pensaba en la muchacha y me repetía en silencio la pregunta única que quise hacerle y que acaso ya no me contestaría nunca. La veía frente a mí, recostada en la cama, con el vestido azul marino del que surgían sus muslos como una aparición, ofreciéndome el veneno del sueño igual que si me rindiera un tributo que yo no me atreví a desear.

Pero yo ya sólo quería apresurar el olvido para detener el maleficio de la noche anterior. Si lo lograba mi memoria quedaría tan lisa como la superficie congelada de un lago. Es la amnesia y no el perdón lo que solicita esa gente que se doblega en las iglesias con los ojos cerrados. Pero en los andenes y en las escaleras del Metro y en el vestíbulo de la estación de Atocha la multitud era una ciénaga de rostros que multiplicaban el mío, de ropas tan gastadas y oscuras como las que yo llevaba, y en todas las cosas que veía a mi alrededor se perpetuaba la culpable indignidad de la noche, como si la luz del día no la hubiera abolido, aquella luz que parecía filtrada por cristales sucios, irrespirable y clausurada bajo las bóvedas de hierro, como la claridad de un mundo cuyo sol se extinguía. Junto a la puerta de la consigna había un guardia uniformado de gris. Pasé a su lado y ni siquiera me miró. El miedo tenía una consistencia pegajosa, una sugestión abyecta de mansedumbre y gratitud.

Tardé en abrir la estrecha puerta metálica de la taquilla, imaginando que no encontraría nada en su interior. Pero mi bolsa de viaje estaba allí, inalterada y leal, oliendo a ropa limpia y a cuero, como la penumbra de mi casa cuando regresara a ella contando una tranquila mentira. Bastarían unas pocas palabras para que esa noche de Madrid no existiera. Comprobé con inmediato alivio que el dinero aún estaba escondido donde yo lo guardé, pero aquel fajo de billetes ingleses no me pareció más valioso que el estuche de aseo o las camisas dobladas y limpias. Afeitarme cuanto antes era una imperiosa necesidad moral. Lo hice en el mismo lavabo donde alguien se había reunido conmigo en un viaje anterior. No vería nunca más a ninguno de ellos. Que me buscaran en vano, que me maldijeran. Cambiaría el número de mi teléfono y les devolvería sus postales de paisajes en technicolor. Las paredes del lavabo temblaban al paso de los trenes, y había charcos de agua en el suelo y jirones de periódicos. Pero cuando me lavé las manos y la cara fue más indudable el olor del jabón que había traído de Inglaterra, y mientras me afeitaba, al borrar de mis facciones los signos de la fatiga y la sombra gris de la barba, empecé a recobrar débilmente la sensación de invulnerabilidad que durante tanto tiempo había aprendido a poseer o a fingir porque me la atribuían las miradas de otros. Metódicamente me transfiguraba en el espejo. El mentón rasurado, los puños blancos de una nueva camisa -la que llevaba la tiré-, la corbata de seda, los ojos todavía enrojecidos y las pupilas extrañas, como si sólo en ellas durara la escoria de la noche.

El reloj del vestíbulo señalaba las doce y media. Recordé que a las seis de la tarde había un vuelo hacia Londres. Durante cinco horas, aunque yo no quisiera, probablemente seguiría cumpliendo mi parte de ficción. Alguien, tal vez, andaba tras mis pasos, pero no me importaba mucho, casi lo prefería, porque en la mirada y en la imaginación de quien estuviera persiguiéndome mis actos cristalizarían en un propósito ilusorio. Cambié dinero en un banco, y el empleado me habló con ese tono un poco alto de voz que suele usarse con los extranjeros, articulando cuidadosamente las palabras. En la otra esquina del mostrador, mientras esperaba, un hombre de mediana edad se quedó mirándome. Pero yo no era español, a mí no podían detenerme. Caminé un rato por la ancha acera desierta del Jardín Botánico y nadie me siguió. Del otro lado de la verja venía un poderoso olor a tierra removida y a corteza húmeda de árbol. Tenía que llegar al aeropuerto a las cinco. Crucé el Paseo del Prado y pedí una habitación en el hotel Nacional.

Al pisar las sigilosas alfombras sentí que estaba transitando de una vida hacia otra, y que ninguna de las dos era verdad. Todo se diluía como la noche en el alba, como la fatiga de mi cuerpo en el agua caliente, cuando cerré los grifos del baño y me hundí tan suavemente como si me abandonara al sueño, casi flotando, inmóvil, con los ojos entornados, oyendo el leve rumor de las ondulaciones del agua.

Respiraba muy despacio el aire denso de vapor, opaco y blanco como las nubes que vería desde la ventanilla oval cuando el avión ascendiera y percibía con desfallecida gratitud cada minuto de indolencia, mirando mi cuerpo plano y alargado ante mí, entre la espuma del agua, tendido y reviviendo como un pálido animal submarino que estremece las algas, la tenue arena del fondo. Como si el vapor se condensara en apariciones translúcidas yo veía sucederse los rostros que conocí en los últimos días, la mancha de una sola cara que iba convirtiéndose en otras igual que una nube adquiere la forma de una cabeza de león y luego la de un castillo y la del perfil de una moneda y luego se desvanece todo en jirones blancos. La cara del hombre que me recogió en el aeropuerto de Florencia se me dibujaba exactamente en el recuerdo y unos segundos después empezaba a borrarse y adquiría las facciones de Bernal, y éstas eran suplantadas por las del recepcionista del hotel Parigi, precisas por un instante, perdiéndose en seguida para convertirse en otro rostro, el de Luque, el de Andrade en la foto del pasaporte falso, el que apareció enmarcado en la mirilla de la boîte Tabú. Y al final todos se resumieron en uno, como las galerías de un museo en el que se guarda un solo retrato memorable, el de Rebeca Osorio, su deseada y futura falsificación, volviéndose hacia mí desde la oscuridad del pasado, desde el recuerdo otra vez acuciante de la noche última.

Cerraba los ojos, pero seguía viéndola, como emergida lentamente del agua, como emanada de mi cuerpo y del vapor caliente en una excrecencia vegetal, apretaba los párpados y veía de nuevo el fulgor instantáneo de su desnudez, su cuerpo frágil y lívido contra los reflectores azules y su cabeza que se doblaba hacia atrás como si una mano invisible la hubiera atrapado por el pelo y tirara de ella. Ascendía reluciente de espuma entre los turbiones del agua, anudada a mi vientre en un largo espasmo líquido, cálida y al mismo tiempo imaginaria, inexistente y entregada y hostil como las mujeres de las postales obscenas. De pronto me dio miedo pensar que no era inalcanzable. Salí del agua temblando de frío y de deseo y vi mi cuerpo pálido disgregado en el vaho que cubría el espejo, y recordé los números que el portero de la boîte Tabú había escrito en la ventanilla empañada del taxi. Ahora yo los escribí en el cristal, como si trazara las letras de un nombre mágico y oculto, y tal vez deseé y temí que cuando se borraran desaparecieran de mi memoria. Pero el cristal se volvió poco a poco tan nítido como un paisaje del que se levanta la niebla y el número permaneció intacto en mi recuerdo.

Alguien que no era yo me suplantaba y decidía mis actos. Intoxicado de antemano por la imaginación, impaciente, temerario, cobarde, me envolví en una toalla y me quedé sentado en la cama mirando el teléfono de la mesa de noche, como quien espera tan ávidamente una llamada que levantará el auricular en el mismo instante en que empiece a sonar el timbre. Pero a mí nadie me llamaría: era yo quien iba a hacerlo, yo o ese doble oscuro que nos usurpa las decisiones del deseo y niega enconadamente la dilación y la vergüenza. Pensé: todavía no habrá encontrado a Andrade, todavía tendrá la pistola y el pasaporte. Recordé que me quedaban menos de cuatro horas para llegar al aeropuerto. Puse la mano húmeda sobre el auricular. La retiré como si hubiera tocado una materia viscosa en la pared de un túnel. Sabía que era necesario darle al recepcionista una explicación a la vez suficiente y ambigua y ofrecerle con cautela algo de dinero. Comprendió en seguida y su voz en el teléfono adquirió un murmullo de confabulación cuando se me brindó para hacer él mismo la llamada. Dije que no. Marqué una a una las cifras queriendo imaginarme cómo sería la habitación donde la muchacha esperaba. Un gabinete con las cortinas cerradas, supuse, con divanes y luces indirectas. La señal sonó muchas veces sin que ocurriera nada. Yo sostenía el teléfono con un ensañamiento inmóvil, temiendo que no respondiera nadie, casi agradeciéndolo.

Iba a colgar cuando me habló una voz de mujer, más bien fría y ecuánime, un poco soñolienta, como la voz de una telefonista nocturna. Le dije lo que quería y el nombre del hotel donde estaba. En sus palabras había un tono de secreto y de reprobación, como si lamentara la lujuria y la debilidad de los hombres y se viera obligada a secundarlas a pesar de sí misma. Me pareció que notaba en la cara el auricular humedecido por su aliento. Dijo precios y nombres con una monotonía de mercader huraño. «Miriam», dijo, «Laura, Gina». Le pregunté por Rebeca y se quedo unos segundos callada, respirando. «Sí», dijo, como si accediera a una petición muy difícil, «también Rebeca». Me habló de un precio más alto y me preguntó mi nombre. Le dije el número de mi habitación. Aseguró que yo no tendría que esperar más de media hora, tal vez menos, según lo que tardara la muchacha en encontrar un taxi. Luego colgó secamente, sin decir adiós.

Para distraer la lentitud del tiempo me vestí despacio ante el espejo del armario. Neuróticamente calculaba los minutos gastados y los que me quedaban todavía como si contara las monedas de un tesoro fugaz. Cada vez que oía detenerse el motor de un automóvil me asomaba al balcón, pero nunca era ella la que caminaba hacia la marquesina del hotel. Miraba ahora, desde arriba, una ciudad que no parecía española: árboles alineados hacia la lejanía gris, edificios blancos sobre los que ondeaban banderas internacionales. Cerré las cortinas y encendí la lámpara de la mesa de noche. En la penumbra el rumor de la ciudad agrandaba el silencio. Anticipadamente la veía venir, recién maquillada, fumando, perfilada en un cristal tras el que huían los árboles y las calles de un Madrid irreal, preguntándose con rencor y desdén cómo sería el hombre que iba a abrazarla al cabo de unos pocos minutos. Imaginaba sus rápidos pasos en la acera, sorteando la lluvia, sus tacones que resonarían en los peldaños de mármol, amortiguados luego en las alfombras rojas del vestíbulo. Esta vez no la dejaría irse sin averiguar quién era y por qué usaba el nombre de Rebeca Osorio y se peinaba como ella. Para olvidar yo tenía primero que saber: para curarme de la venenosa ofuscación del deseo era preciso que pudiera cumplirlo hasta su mismo límite, y marcharme luego para siempre y no volver ni recordar, pero yo no estaba seguro de que fuera deseo aquella necesidad de tocar con mis manos la consistencia de una sombra, y cuando al final supe que venía y le abrí la puerta y la miré parada en el umbral noté una súbita conmoción de frialdad y de vacío y me arrepentí de haberla llamado y de no estar viajando en un avión hacia Inglaterra. Al principio no pudo verme la cara, porque yo estaba de espaldas a la luz, y cuando dio unos pasos hacia mí y me reconoció hizo un vago ademán de volverse, una tentativa falsa de escapar de la que ya había claudicado cuando cerré la puerta tras ella. No parecía sorprendida de verme, no me tenía miedo ni se rebelaba contra el engaño. Estaba allí, mirándome, en la habitación del hotel, igual que podría estar en cualquier otra parte, en aquella casa donde pasaría las horas esperando una llamada de teléfono, en el escenario de la boîte Tabú, alumbrada por los focos azules que aislaban su alta figura en el espacio y en el tiempo, como si nunca hubiera pertenecido a ningún lugar ni a ninguna mirada, a nadie, ni a sí misma.

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