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Tenía mojado el cuello de la gabardina y me dolía un poco la garganta, y el presentimiento de la fiebre era como una voz que me llamaba, avisándome, diciéndome que no debería haber emprendido el viaje, que tal vez aún estaba a tiempo de decirle al conductor que volviera a llevarme al aeropuerto, al refugio inseguro de aquel avión cuyas hélices resplandecían y vibraban como en los vuelos secretos de la guerra. Pero seguí inmóvil y guardando silencio en el asiento posterior, mirando calles oscuras y esquinas de barrios deshabitados, semáforos en ámbar que parpadeaban para nadie. La ciudad era igual a cualquier otra de Inglaterra o de Francia, una de esas ciudades que después del anochecer abandonan sus calles a los automovilistas que las cruzan viniendo desde muy lejos y ni siquiera las miran. Pensé rencorosamente en las vidas ocultas tras los postigos de madera y las fachadas ocres o amarillas. Yo había visto calles semejantes en una noche muy antigua de temporal y de fracaso, hombres con boinas y mantas y pasamontañas de mendigos desfilando ante los gendarmes que los insultaban en francés y los cacheaban para quitarles las armas y las pitilleras. Ellos, nosotros, caminábamos sobre un fango de nieve y rodadas de camiones y todas las puertas y las ventanas de las casas se iban cerrando a nuestro paso, como si el solo hecho de asomarse a ellas para vernos contagiara el fracaso. Pero sin duda no dormían, sin duda estaban despiertos y al acecho tras sus postigos cerrados y escuchaban los sordos pasos de las botas militares y las caballerías.

Pensé que únicamente eso me quedaba de entonces, el sagrado rencor de los arrojados y los perseguidos. Tuve de nuevo veinte años y un desgarrado uniforme con las insignias de oficial. Pero mi lealtad no era ya para los vivos, sino para los muertos, y decidí que nunca más haría otro viaje como éste. Sin volverse hacia mí, manejando el volante con una sola mano, el conductor me ofreció un cigarrillo. Lo rechacé, tratando de distinguir su cara sombría en el retrovisor. Era un hombre de unos cuarenta años, callado y agrio, con bruscos arrebatos de velocidad. No quiso responderme a ninguna pregunta: él no sabía nada, sólo le habían ordenado que fuera a recogerme y me llevara al hotel. Involuntariamente se parecía a un taxista. Tal vez lo fue en alguna de las vidas anteriores y errantes que casi todos ellos poseían: en cada uno habitaba al menos un posible héroe y un posible desertor o traidor. Por eso eran tan hábiles en la ficción del secreto, como actores sin trabajo que ejercen desinteresadamente la mentira.

El coche se detuvo ante la puerta de un hotel. En la radio sonaba confusamente una voz aguda de mujer entre maracas y trompetas. La oí como si en pleno invierno hubiera recibido una postal desde el trópico, con una neutra nostalgia de algún lugar donde no he estado nunca. Sobre el portal pendía un luminoso en tonos verdes con la mitad de las luces apagadas: Hotel Parigi. Mientras yo salía del coche el conductor permaneció con la mirada fija en el parabrisas y las dos manos posadas sobre el volante, que era muy ancho y tenía un brillo de ébano. Al mirar por última vez a aquel hombre pensé con la intensidad de un vaticinio que ya no volvería a ver su rostro. Antes de entrar en el hotel esperé a que el coche se alejara. Era un modelo de líneas rudas y pesadas, como esos coches solitarios que cruzan con lentitud las avenidas de Praga o de Varsovia.

En el vestíbulo del hotel había columnas de granito y altos espejos que duplicaban palmeras de plástico. El ascensor, tapizado de un rojo sofocante, subía muy despacio, y en las bóvedas de los pasillos había pinturas mitológicas. Era imposible avanzar en línea recta: los corredores se quebraban tras cortinajes inútiles y al doblar las esquinas aparecían inesperadas escaleras. Cuando encendía la luz de mi cuarto recordé el título de la canción que había escuchado en la radio: Bahía. Era una habitación tan alta y tan estrecha que parecía tener sólo dos dimensiones. Me quité la gabardina y el sombrero, me senté en la cama, mirando la maleta cerrada frente a mí. No la abriría, desde luego, no haría nada, ni una llamada de teléfono. Que ellos vinieran a buscarme, que pidieran disculpas y siguieran inventando misterios. Sin quitarme los zapatos me tendí en la cama, cubriéndome con una colcha fría y más bien rígida, con los ojos cerrados, con la boca tapada por el embozo. Como una cálida marea que viniera hacia mí anunciándome el sueño recordé la voz latina y el ritmo tardo de la música que la envolvía, espeso y cálido como un movimiento de caderas. Temblaba un poco, tal vez tenía fiebre, y no quería abrir los ojos ni que sonara el teléfono ni salir del hotel. Medía el tiempo de la quietud en fracciones de segundo, escuchando en la almohada los latidos de mi sangre y el tictac de mi reloj como si auscultara a un cuerpo extraño tendido junto a mí. Me paralizaba un disperso deseo de estar en otra parte o de permanecer así de inerte para siempre, con los ojos cerrados.

Durante unos minutos, enrarecido por la fiebre, soñé que estaba en Inglaterra, en mi casa, y que oía el sonido insistente de la campanilla de la tienda. Era noche cerrada y el viento traía un estrépito de guijarros empujados por el mar, y me parecía un poco sospechoso que alguien, a esa hora, hubiera salido a la calle para comprar un grabado antiguo. Luego la campanilla fue el timbre del teléfono. Todavía dormido lo descolgué y no estuve seguro de que fuera a mí a quien le hablaban. Como asentir era el modo más rápido de lograr que la voz metálica callara dije que sí varias veces y colgué. Habría deseado que cerrar los ojos de nuevo me bastara para borrar automáticamente el mundo y detener el tiempo. Pero el recepcionista había dicho que un joven español solicitaba permiso para visitarme. Me puse en pie, lento y entumecido, apoyándome en el respaldo de la cama, guardé la maleta en el armario y me lavé la cara con agua fría, mirándome en el espejo mientras me secaba. Mis facciones no eran exactamente iguales a las que vi una hora antes en el lavabo del aeropuerto: cada ciudad, pensé, cada viaje, nos transfigura a su medida, como un amor reciente.

Oí pasos que venían por el corredor. Todavía ante el espejo, con la toalla húmeda en la mano, espié en mis pupilas el rápido brillo del acecho. Hasta que no llamaron a la puerta no se me ocurrió pensar que podía estar cayendo en una trampa. Instantáneamente recordé la expresión del recepcionista al tenderme la llave: tenía, como todos, una sonrisa de delator afable. Pero quién iba a saber, a quién le iba a interesar mi viaje o las vanas consignas que tan incrédulamente obedecía, los documentos o los fajos de dólares usados que tal vez había traído en el doble fondo de la maleta. ¿También yo jugaba a la mentira y sin darme cuenta tendía a confundirla con la realidad, y casi a preferirla? Llamaron otra vez, me puse desganadamente la corbata y abrí.

– Capitán -dijo el hombre joven, sin entrar todavía-. Capitán Darman.

Parecía haberse vestido y no afeitado en varias semanas la barba por fidelidad exclusiva a la literatura de las descripciones policiales. Usaba un anorak azul con las solapas levantadas y una gesticulación recelosa. Me pregunté en seguida por qué lo habían enviado a él y no a cualquier otro de torpeza menos evidente, qué razones tuvieron para urdir una cita que ellos debían saber fracasada de antemano, desde el instante en que abrí la puerta y miré su cara. Tal vez era una especie de prueba a la que me sometían, o ni siquiera eso, una supersticiosa dilación imaginada para que todo sucediera con la lentitud de lo irreparable.

No le estreché la mano. Cerré la puerta y le di la espalda para abrir el armario y dejar la maleta sobre la cama. La miró como si no supiera que debía llevársela. Del bolsillo de su anorak sobresalía una revista con los bordes mojados. Sus botas dejaban huellas de barro en la alfombra. Sonreía y hablaba casi sin separar los labios, moviendo la boca como un pez bajo el agua.

– Al final hubo contraorden -me dijo-. Por eso no pude ir al aeropuerto, capitán.

– No me llame capitán.

– Todos me hablan de usted. Los viejos, sobre todo. Quiero decir, los de antes. Nosotros somos recién llegados. Lo sabemos todo por los libros. ¿Ha contado el dinero?

– Qué dinero -vi que se le borraba la sonrisa.

– El de la maleta. Meses esperándolo.

– Yo nunca sé lo que traigo.

Con una familiaridad irritante, con el aire cándido de un escolar que ocupa su banca en un aula, se sentó en la cama y extrajo del interior de su anorak una llave muy pequeña sujeta a una anilla metálica. La hizo girar en el dedo índice y luego palmeó la maleta, sonriendo, como si ése fuera un gesto de camaradería hacia mí. Yo estaba en pie, mirándolo, preguntándome qué tenía que ver con ese hombre, cuántos minutos faltaban para que se fuera. En algún archivo de Madrid habría una foto de su cara y una cartulina con su nombre y sus huellas digitales. Luque, así me dijo que se llamaba. Dos años en París, me explicó luego con murmurada humildad y evidente soberbia, descargando cajas de frutas en los amaneceres de Les Halles, y ahora aquí, en Italia, enlace para los correos que llegaban del Este, emisario de otros que no iban a los aeropuertos ni visitaban hoteles. Mansamente insistía en llamarme capitán para que yo supiera que sabía olvidadas historias. Afortunado usted, me dijo, que vuelve al interior, y pareció arrepentirse de divulgar un secreto. Esa palabra, el interior, era en su voz el talismán de una geografía cifrada.

– Mañana vuelvo a Inglaterra -desmentí-. ¿Me ha traído el pasaje?

– Le he traído instrucciones, capitán -dudó un instante, como si temiera enojarme-. Mañana volará usted a Madrid, vía Roma.

– Estuve en Madrid hace muy poco. Todavía no es prudente volver.

– Ahora es distinto, capitán -ya no sonreía, y ni siquiera parecía tan joven como unos minutos antes. A medida que hablaba, separando tan débilmente los labios que era muy difícil entenderlo, sus gestos y su voz adquirían una desesperada intención de autoridad. Había estado fingiéndose dócil y ligeramente amedrentado por mi presencia, pero quería hacerme saber que esa actitud era sólo preludio de las órdenes inapelables que ahora me iba a transmitir. Solemne como un mensajero se puso en pie, guardó la llave en un bolsillo y dio unos pocos pasos, examinando sin interés la altura del techo y las láminas de la pared. También era más alto y me miraba a los ojos, pero su voz siguió filtrándose entre los labios tan inaudiblemente como un rezo. Le habían dicho que dijera ciertas palabras que él no comprendía del todo, que pronunciara un nombre. Lo hizo no para obtener una respuesta, sino para advertir en mis ojos una súbita expresión de recuerdo que tal vez le daba miedo.

– Acuérdese del caso Walter, capitán -dijo, arañándose la barba, aceptando que era un intruso, que yo lo había detestado desde que lo vi y sólo deseaba cerrar la puerta y olvidarlo y olvidar ese nombre que llevaba tantos años sin oír-. Usted lo conoció muy de cerca, no de oídas, como yo. Yo estoy aquí y pasa el tiempo y no ocurre nada. No ha ocurrido casi nada desde que nací. Todo acabó cuando ustedes eran jóvenes.

La habitación era tan estrecha que su aliento y su olor a ropa húmeda me daban en la cara. «Está borracho», pensé, «está borracho o tiene miedo de algo y por eso no llegó a tiempo al aeropuerto».

– El caso Walter se mantuvo siempre en secreto -dije-. Nadie debe hablar de él.

– Yo no soy nadie -se apresuró a decir, como si solicitara mi perdón. Oí el roce de sus uñas entre los duros rizos de la barba-. Me han enviado a hablar con usted porque no soy nadie. Quieren que no se sepa que usted va a ir al interior. Que llegue a Madrid y haga su trabajo y se vuelva a Inglaterra cuanto antes. Igual que entonces. ¿Va entendiendo?

Dije que no: mirándome todavía a los ojos pareció desvanecerse como una sombra sin cuerpo. Le di la espalda y miré hacia la calle. Hombres solos y embozados caminaban aprisa bajo una llovizna de aguanieve. Por encima de los tejados, tan irreal y cercana como un espejismo, fosforecía casi blanca la cúpula de la catedral, y tras ella el cielo bajo y deslumbrado por la nieve y los focos cobraba un frío resplandor de incendio. Recordé el olor del aire entre los árboles que rodeaban el aeropuerto. Su inmovilidad y su tibieza me habían anunciado la nieve sin que yo lo advirtiera. Cerré los altos postigos y dije otra vez que no, de una manera general, negando toda complicidad o evidencia. Él aún no se rindió.

– También ahora hay un traidor entre nosotros -dijo en un blando susurro, y respiró por la nariz, arañándose el pelo sucio de la nuca-. Casi nadie sabe que lo es, pero tenemos pruebas. Pruebas indudables. El martes debe acudir a una cita con alguien que llegará de París a entregarle unos documentos. Irá usted. Como entonces.

– ¿La cita es en Madrid?

– En un edificio que está cerca de la estación de Atocha -Luque sacó de su anorak una tarjeta de visita que tenía algo escrito a mano en el reverso-. La dirección la tiene aquí.

Noté que ese nombre, Atocha, se me había vuelto exótico, y que Madrid también era para mí una ciudad extraña, la clase de ciudad menor, centroeuropea o nórdica, de la que uno casi nunca posee imágenes veraces. Luque dijo que, cuando yo llegara, aquel hombre, el traidor, me estaría esperando. Describió un almacén abandonado, un edificio de ladrillo rojo en cuya fachada aún permanecía un antiguo anuncio de máquinas de coser. Miré la tarjeta sin tocarla. La dirección estaba escrita con una penosa caligrafía de extranjero. Me pregunté quién habría trazado esas vacilantes mayúsculas como firmando una sentencia, en qué lugar lejano. Creían sobre todo y casi únicamente en eso, en la eficacia mágica de las palabras escritas e inmovilizadas en consignas, en su clandestina transmisión. Palabras impresas en el papel o en el aire, murmuradas al oído de alguien que las guardaría y las repetiría, intangibles viáticos escondidos en maletas de doble fondo. No quise preguntar el nombre del traidor ni por qué sabían que lo era.

– ¿Cómo lo reconoceré cuando lo vea?

– Muy fácil -Luque sonreía arañándose la barba: sin duda estaba improvisando-. Él es el único que conoce ese lugar. Nadie más tiene llave.

– ¿Ni la policía?

– Los nuestros vigilan día y noche el edificio -hablaba mirándose las puntas sucias de las botas, jugando con la tarjeta entre los dedos, como si tocara a un insecto-. No habrá peligro para usted. Podemos garantizarlo.

– No pueden -lo interrumpí con terminante suavidad, bajando un poco más la voz, envuelta en una tibia ira-. También me garantizaron que usted me esperaría en el aeropuerto. La cita era en la cantina, ¿se acuerda?

– En el periódico venían equivocados los horarios -dijo Luque, satisfecho, casi sorprendido de haber encontrado tan rápidamente una respuesta, indefenso-. Cómo íbamos a saberlo.

De modo que consultaban el periódico para saber cuándo llegaría un mensajero. No sentí rabia, sino un acceso de impaciente piedad por todos ellos y sobre todo por mí mismo, por lo que había sido veinte o treinta años atrás y ya no era. Fui otro, un catálogo de desconocidos cuyas fotografías había ido quemando o perdiendo como se deshace un asesino de su pasado culpable, como un traidor abjura de su lealtad y su memoria: acuérdese del caso Walter, había dicho Luque. Temí haberme parecido alguna vez a él, y para comprobar que no era cierto decidí insultar y concluir.

– Márchese -dije-. Dígales que no iré a Madrid. Que le he dicho que estoy enfermo, pero que usted se ha dado cuenta de que es mentira. Que tengo miedo, por ejemplo. Vaya y dígales eso.

– Capitán -Luque movía los labios, pero sus palabras tardaban en oírse-. Nadie va a creer que usted tiene miedo. Nadie.

Permanecía en pie, opaco y obstinado, ocupando como un dique el espacio entre la pared y la cama. Sin mirarlo ya, borrándolo, le toqué el codo y lo aparté como si oprimiera el resorte automático de una puerta muy pesada. Volví a verlo en el espejo del cuarto de baño, quieto en el umbral, arañándose la barba con un ruido de carcoma. Me lavé la cara y las manos con el agua helada y luego me peiné despacio y me ajusté la corbata, oyéndolo respirar. Sin volverme le dije otra vez que se fuera, pero no se movió.

– Capitán -dijo, inalterable, abrumado por el infortunio-. Ese hombre ha deshecho nuestra organización en Madrid. Era el responsable máximo y los ha ido entregando a todos, uno a uno. No merece seguir viviendo, capitán. Sí yo pudiera, si me dejaran, iba mañana mismo a Madrid y lo mataba con mis manos. Como hizo usted entonces.

– Yo no he matado a nadie con mis manos -dije, examinándolo ahora desde otra perspectiva, la de su improbable coraje-. ¿Sabe manejar una pistola?

– Hice un curso de comandos, el verano pasado. El instructor me habló de usted.

De nuevo le brillaban los ojos: había conocido a los héroes y era su discípulo, estaba ante uno de ellos y no aceptaba que yo no quisiera parecerme a las cosas que le habían contado de mí y a los designios de su imaginación. Con un gesto lo hice apartarse y luego abrí la puerta de la habitación y me quedé junto a ella. Una corriente de aire frío y húmedo entró desde el pasillo.

– También puede decirles que he perdido facultades. Que ha visto que me tiemblan las manos, o que llevo gafas de miope. Elija.

– Capitán -dijo Luque, pero ya no creía que esa palabra sirviera de conjuro. Se miró las manos y no supo qué hacer con ellas y las hundió en los bolsillos del anorak. Salió sin mirarme, con la cabeza baja, con el aire de humillación y desamparo de un vendedor a domicilio. Cerré la puerta y me quedé un instante al acecho tras ella, sin oír los pasos de Luque, imaginándolo quieto y perdido en el corredor. Miré la cama y volví a abrir, temiendo que ya se hubiera marchado. Caminaba hacia el ascensor con desganada lentitud, y al oírme se dio la vuelta con un impulso de esperanza.

– Oiga -le dije-. Se le olvidaba la maleta.

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