Daisy estaba sobre la rampa del camión a las diez de la mañana siguiente. Tenía los músculos de las piernas agarrotados y le dolían a cada paso que daba. Además sentía como si le hubieran estirado los brazos en un potro de tortura.
– Lo siento, Digger. Me he quedado dormida.
A pesar de lo cansada que estaba la noche anterior, se había despertado a eso de las tres de la madrugada tras un sueño en el que Alex y ella navegaban en una barca rosa con forma de cisne por un anticuado túnel del amor. Alex la besaba y la miraba con tal ternura que ella se había sentido como si su cuerpo se fundiera con la barca, con el agua y con el propio Alex. Había sido esa sensación lo que la había despertado y lo que la había hecho reflexionar, tumbada en el sofá, sobre el doloroso contraste entre aquel bello sueño y la realidad de su matrimonio.
Cuando llegaron a la amplia explanada de High Point, en Carolina del Norte, el remolque que transportaba a los elefantes aún no había aparecido, y se había metido en la camioneta para echar una siesta. Dos horas después, se había despertado con el cuello rígido y dolor de cabeza.
Desde lo alto de la rampa vio que Digger casi había terminado de retirar el estiércol del camión. La sensación de alivio se mezcló con una punzada de culpabilidad. Ése era su trabajo.
– Deja que siga yo.
– Lo peor ya está hecho. -Habló como un hombre que estaba acostumbrado a esperar lo peor de la vida.
– Lo siento, no ocurrirá de nuevo.
Él sorbió por la nariz y la miró como diciendo que se lo creería cuando lo viera.
Desde donde estaba, Daisy tenía una amplia vista de la nueva localización del circo, situado entre un Pizza Hut y una gasolinera. Según le había dicho Alex, la mayor parte de los miembros del circo preferían instalarse en un terreno liso y asfaltado, aunque eso significara tener que reparar antes de marcharse todos los agujeros que hicieran para clavar las estacas.
Oyendo de fondo el rítmico golpeteo de los hombres que montaban el circo, miró hacia atrás y vio a Heather sentada en una silla delante de su caravana. Sheba estaba de pie detrás de ella haciéndole una trenza. También había visto cómo la dueña del circo echaba una mano a los trabajadores y ayudaba a levantarse al pequeño de los Lipscomb, de seis años, cuando se caía. Sheba Quest era una mujer llena de contradicciones: con Daisy se comportaba como una bruja malvada, pero con todos los demás era una persona muy amable.
Sintió que le tiraban del pantalón. Cuando bajó la vista vio que era la trompa de Tater, que estaba al pie de la rampa, mirándola con adoración a través de unas pestañas ridículamente rizadas.
Digger se burló de ella.
– Tu novio ha venido a verte.
– Pues se va a llevar un chasco. No me he puesto perfume.
– Supongo que tendrá que acercarse más para comprobarlo por sí mismo. Llévalo con los demás, ¿de acuerdo? Hay que darles de beber. El pincho está allí dijo, señalando con la cabeza el objeto apoyado contra el camión.
Ella miró el pincho con autentica aversión. Al fondo de la rampa, Tater barritó y giró sobre sí mismo, como si estuviera llamándola. Luego se detuvo, y levantó una pata tras otra como si fuera un bebé pataleando. O mucho se equivocaba Daisy o todo eso era por ella.
– ¿Qué voy a hacer contigo, Tater? ¿No te das cuenta del miedo que me das?
Armándose de valor, se acercó al fondo de la rampa mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar una zanahoria mustia que había encontrado en la nevera. Esperaba que la siguiera al ver que iba a alimentarlo, y le ofreció la hortaliza con una mano temblorosa.
El animalito alargó la trompa y olisqueó la zanahoria con delicadeza, haciéndole cosquillas en la palma de la mano. Ella retrocedió un paso, utilizando la zanahoria como cebo para llevarlo con los demás. Tater se la arrebató de la mano y se la llevó a la boca.
Daisy observó con aprensión la mano ahora vacía mientras el alargaba la trompa hacia ella otra vez.
– N-no tengo más.
Pero no era comida lo que él quería; era perfume.
Metió la trompa por el cuello de la camiseta de Daisy buscando el olor que tanto le gustaba.
– Amiguito… lo siento… yo…
¡Zas! Con un dramático barrito, Tater le dio un golpe con la trompa y la tiró al suelo. Daisy gritó. Al mismo tiempo, Tater levantó la cabeza y volvió a barritar, anunciando al mundo la profunda traición de la que acababa de ser objeto: ¡Daisy no llevaba perfume!
– Daisy, ¿estás bien? -Alex apareció de la nada y se puso en cuclillas a su lado.
– Estoy bien. -Hizo una mueca de dolor al sentir una punzada en la cadera.
– ¡Maldita sea! No puedes dejar que este animal continúe haciéndote eso. Sheba me ha dicho que ayer también te tiró.
Por supuesto, Sheba no había podido resistirse a dejar pasar algo como eso, pensó Daisy, tensándose al cambiar de postura.
Por el rabillo del ojo, vio cómo Neeco se acercaba a grandes zancadas hacia ellos.
– Yo me encargaré de esto -les dijo.
Daisy soltó un grito ahogado cuando lo vio coger el pincho.
– ¡No! ¡No le pegues! Ha sido culpa mía. Yo… -Ignorando el dolor, se obligó a ponerse de pie y se interpuso de un salto entre Neeco y Tater, pero llegó demasiado tarde.
Horrorizada, observó cómo Neeco golpeaba al elefantito en aquel lugar sensible detrás de la oreja. Tater soltó un agudo chillido y retrocedió. Neeco se acercó de nuevo a él, levantando el pincho para propinarle un segundo golpe.
– Ya basta, Neeco.
Daisy no oyó las suaves palabras de advertencia de Alex porque ya se había lanzado sobre la espalda de Neeco.
– ¡No vuelvas a pegarle! -con un grito de indignación, intentó arrebatarle el pincho.
Alarmado, Neeco tropezó, y tras recuperar el equilibrio, soltó una maldición y se dio la vuelta. Daisy no pudo sujetarse a sus hombros y sintió que se resbalaba. Pero en vez de caer al sucio por segunda vez ese día, Alex la atrapó en sus brazos.
– Ya te tengo.
Sheba se acercó con rapidez.
– Por el amor de Dios, Alex, hay periodistas en el recinto.
Mientras la dejaba en el suelo, Daisy se preparó para sufrir una bronca de Alex. Pero para su sorpresa, Alex se volvió hacia Neeco.
– Creo que Tater ha captado el mensaje la primera vez.
Neeco se puso rígido.
– Sabes tan bien como yo que no hay nada más peligroso que un elefante se vuelva contra sus adiestradores.
Daisy no pudo morderse la lengua.
– ¡Es sólo un bebé! Y fue culpa mía. No me he puesto perfume y se enfadó conmigo.
– Cállate, Daisy -dijo Alex con suavidad.
– Tu bebé pesa una tonelada -dijo Neeco apretando los labios. -No dejaré que ninguno de los que trabaja conmigo se ponga sentimental con los animales. No podemos correr riesgos. Actuando de esa manera pones en peligro la vida de la gente; los animales tienen que saber quién manda.
Daisy dejó salir toda su frustración.
– ¡Las vidas de los animales también tienen valor! Tater no pidió que lo encerraran en un circo. No pidió que lo llevaran por todo el país en un remolque maloliente, ni que le ataran para ser exhibido delante de personas ignorantes. Dios no creó a los elefantes para que hicieran equilibrios sobre sus patas. Los creó para que vagaran libres.
Sheba se cruzó de brazos y alzó una ceja con ironía.
– Ya la veo tirando pintura roja a los abrigos de piel. Alex, controla a tu esposa o la echaré de mi circo.
Ni el más mínimo atisbo de emoción cruzó por la cara de Alex cuando sus ojos se encontraron con los de Sheba.
– Daisy es la encargada de los elefantes. Por lo que he visto, sólo cumplía con su trabajo.
A Daisy casi se le detuvo el corazón. ¿Sería posible que su marido la estuviera defendiendo?
El placer de la joven se desvaneció cuando él se volvió hacia ella, señalando con la cabeza el remolque de los elefantes.
– Se está haciendo tarde y aún no lo has limpiado con la manguera. Vuelve al trabajo.
Ella se dio la vuelta y, deseando que los tres se fueran al infierno, volvió a su tarea. Sabía que los animales que viajaban con el circo debían estar bajo control, pero la idea de que estaban siendo obligados a comportarse en contra de su naturaleza, le molestaba. Tal vez encontrara tan perturbadora su situación porque sentía que tenía algo en común con ellos. Como los animales del circo, estaba cautiva contra su voluntad y, como ellos, su guardián tenía todo el control.
Sheba casi había llegado al vagón rojo cuando la abordó Brady Pepper. A pesar de lo molesta que estaba con Brady, no podía negar lo apuesto que era, con aquella piel aceitunada y esos rasgos fuertes y firmes. Aunque tenía cuarenta y dos años, sólo había unas pocas hebras plateadas en el pelo rizado del acróbata y aquel atlético y poderoso cuerpo que poseía no tenía ni un ápice de grasa.
– ¿Te tiras a Neeco? -preguntó él de esa manera agresiva que siempre la hacía rechinar los dientes.
– No es asunto tuyo.
– Me apuesto lo que sea a que sí. Es el tipo de tío que te gusta. Guapo y corto de entendederas.
– Vete al infierno. -La irritación de la mujer se debía al hecho de que sí se había acostado con Neeco en alguna ocasión al inicio de la temporada. Sin embargo, había perdido rápidamente el interés en él y no había sentido ganas de repetir la experiencia. No quería que nadie sospechara que el sexo ya no le interesaba tanto como antes.
– Con un tío como Neeco siempre puedes llevar la voz cantante, ¿verdad? Mientras que con alguien como yo…
– Alguien como tú nunca podría satisfacerme. -Dirigiéndole una falsa sonrisa, le recorrió con la uña el deltoides que se marcaba bajo la camiseta. -Las chicas dicen que ya no se te levanta, ¿es cierto?
Para disgusto de Sheba, él reaccionó a la puya con una carcajada.
– Vigila esa lengua viperina que tienes, Sheba Quest. Un día te meterá en grandes problemas.
– Me gustan los problemas.
– Lo sé. En especial los que provocan los hombres.
Ella continuó caminando hacia el vagón rojo, pero en vez de darse por aludido y marcharse, Brady no tardó en ajustar su paso al de ella. Todo en él, desde la longitud de su zancada hasta el movimiento de sus hombros, anunciaba que se consideraba un regalo de Dios para las mujeres. Era además un machista confeso, por lo que Sheba siempre tenía que recordarle quién era la que mandaba. Y aun así, a pesar de todo lo que la exasperaba, era el tipo de hombre que más le gustaba. Orgulloso, trabajador y honesto. Debajo de su hosca fachada tenía una naturaleza generosa y, a diferencia de Alex Markov, no había en él más de lo que se veía.
La recorrió con la mirada tal y como hacía siempre. Brady nunca había mantenido en secreto que le gustaban las mujeres y, a pesar de que solía coquetear con las jóvenes del circo, tenía una manera de mirarla que la hacía sentir como si aún estuviera en la flor de la vida. Ella había fingido no notar la sensual cadencia de caderas de ese hombre, pues no podía olvidar que Brady era el hijo de un carnicero de Brooklyn sin una sola gota de sangre circense en las venas.
– Heather y tú pasáis mucho tiempo juntas últimamente -dijo él.
– Hoy le he hecho una trenza, si es eso a lo que te refieres.
Brady la cogió del brazo y la giró hacia él.
– Eso no es lo que quiero decir, y lo sabes. Estoy hablando del tiempo que dedicas a entrenarla.
– ¿Y qué?
– No quiero que la hagas albergar falsas esperanzas. Sabes que no tiene madera para ser una buena equilibrista.
– ¿Por qué dices eso? Ni siquiera le has dado una oportunidad.
– ¿Estás de coña? ¡He trabajado con ella desde que llegó y no ha mejorado nada!
– ¿Y te parece extraño?
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que podría llegar a ser buena si tú fueras un buen entrenador.
– ¡No me jodas! No hay nadie que entrene mejor que yo. -Se clavó el pulgar en el pecho. -Fui yo quien le enseñó a mis hijos todo lo que saben.
– Matt y Rob son tan duros como tú. Una cosa es enseñar a dos chicos pendencieros y otra trabajar con una joven sensible. ¿Cómo va a aprender algo contigo si no haces más que decirle lo mal que lo hace?
– ¿Qué demonios sabrás tú de jovencitas sensibles? Por lo que me han dicho, tu madre te amamantó con arsénico.
– Muy gracioso.
– No intentes convencerme de que tu padre se añilaba con contemplaciones cuando te enseñaba a hacer el triple salto.
– No tenía que andarse con nada. Yo ya sabía que me quería.
Brady apretó los labios.
– ¿Estás insinuando que no quiero a mi hija?
Ella plantó las manos en las caderas.
– Pero ¡qué estúpido eres! ¿No se te ha ocurrido pensar que en este momento te necesita más como padre que como entrenador? Si dejaras de presionarla tanto, lo haría mejor.
– Vaya, pero si tenemos aquí a la jodida Arm Landers -dijo refiriéndose a la famosa columnista del Chicago Tribune.
– ¡Vigila tu lengua!
– Mira quién fue a hablar. Te lo advierto, Sheba, no me jodas con Heather. Ya lo tiene bastante difícil en este momento sin que tú intentes ponerla en mi contra.
Y se fue rezumando animosidad.
Lo observó durante un momento, luego abrió la puerta y entró en el vagón rojo. Brady y ella habían chocado desde el principio, pero además existía entre ellos una poderosa atracción sexual que la hacía mantenerse en guardia. La experiencia le había enseñado a ser cauta con los hombres que elegía como amantes. El día que se casó con Owen Quest había sido el día que se había prometido a sí misma que nunca más se acostaría con un hombre al que no pudiera controlar. Tenía mala suene con los hombres y en dos ocasiones casi la habían destruido: primero Carlos Méndez y luego, de manera más contundente, Alex Markov.
Había hecho pagar a Carlos Méndez por lo que le había hecho, y se recordó a sí misma que Alex había tenido su propio castigo. Miró por la ventana y vio a Daisy Markov forcejeando con un fardo de heno. Sheba casi sintió lástima por ella -y la hubiera sentido de haber sido otra persona, -pero Daisy era el instrumento con el que podía castigar a Alex. Qué humillado debía de sentirse.
Seguro que estaba embarazada, ¿por qué otra razón se hubiera casado Alex con esa mujer? Pero a pesar de lo mucho que odiaba a Alex, el circo lo significaba todo para Sheba, y le parecía denigrante que la sangre de los Markov -una de las familias más famosas en la historia del circo- pasara a la siguiente generación a través de una ladronzuela. Cada vez que miraba a Daisy, Sheba se preguntaba cómo podría haber mantenido la cabeza en alto si no se hubiera hecho pública la verdad sobre Daisy.
Tiempo después Daisy no pudo recordar cómo consiguió aguantar durante los diez días siguientes mientras el circo recorría Carolina del Norte antes de cruzar la frontera de Virginia. Durante el día Alex y ella estaban solos en la camioneta y, cuando él se dignaba a hablarle, ella sentía como si le estuviera pinchando con carámbanos. Ni siquiera compartían las comidas. Alex siempre se abría alguna lata de conservas mientras ella estaba en el cuarto de baño arreglándose para la función y le dejaba preparado un plato de comida mientras él se cambiaba. Nunca le preguntó qué le apetecía comer ni le pidió que cocinara, aunque ella tampoco habría tenido fuerzas para hacerlo.
Algunas veces Daisy pensaba que había soñado aquel apasionado beso que habían compartido. Ahora a ni siquiera se tocaban, salvo en esas ocasiones en las que se quedaba dormida en la camioneta y se despertaba acurrucada contra él. Cuando eso ocurría se apartaba de un salto, sólo para sentir la intensa energía sexual que existía entre ellos, tan palpable como la brisa que entraba en la camioneta.
O puede que todo eso fuera cosa de su imaginación. Tal vez Alex no se sentía atraído por ella. ¿Cómo iba a encontrar atractiva a una chica con las manos llenas de ampollas, la nariz quemada por el sol y los codos llenos de costras, que no vestía otra cosa que ropa de trabajo sucia? En algún momento de la última semana había dejado de maquillarse hasta la hora de la función. Durante el día se recogía el pelo en una coleta, con algunos rizos sueltos que le caían sobre el cuello y las mejillas. En sólo dos semanas había abandonado las costumbres de toda una vida.
Ni siquiera sabía quién era cuando se miraba en el espejo.
Siempre estaba cansada. Se quedaba dormida en el sofá antes de medianoche, pero luego, una vez que Alex entraba en la caravana, le resultaba imposible volver a dormirse. Daba igual lo que hiciera, daba vueltas durante horas hasta que finalmente caía en un sueño intranquilo y se despertaba sin haber descansado. Se sentía agotada, confundida e increíblemente sola.
Como todos creían que era una ladrona, continuaban haciendo todo lo posible para evitarla y, por otro lado, tampoco había mejorado la relación con los elefantes. Tater todavía se comportaba como si lo hubiera traicionado. Varias veces llegó a considerar la posibilidad de ponerse perfume, pero la asustaba todavía más el cariño del elefantito que su odio. Cuando Neeco y Digger estaban cerca, el animal la dejaba tranquila, pero, si no estaban a la vista, buscaba cualquier oportunidad para arrojarla al suelo; la derribó tantas veces que Daisy tenía magulladuras por todas partes.
Los otros elefantes se dieron cuenta enseguida de que era una presa fácil y la convirtieron en el blanco de todas sus travesuras. La rociaban con agua, le chillaban y la tiraban al suelo si se acercaba demasiado. Lo peor era ver cómo esperaban a que se aproximara a ellos antes de divertirse a su costa. Neeco le decía que, como se negaba a usar el pincho, tenía lo que se merecía y que jamás vencería.
Aunque se mantuvo alejada de Sinjun y averiguó más cosas de él por lo que les oyó a los demás. Era un tigre viejo, tenía unos dieciocho años y fama de arisco. Según Digger, ninguno de sus entrenadores había conseguido ganar su confianza, y todos lo consideraban imprevisible y peligroso.
Como su marido.
Alex la confundía de tal manera que no sabía qué pensar de él. Tan pronto se comportaba como un monstruo sádico como aparecía por el camión de los elefantes con unos nuevos guantes de trabajo para ella o una gorra de béisbol para que no se quemara con el sol. Y, más de una vez, llegó justo a tiempo de bajar una carretilla cargada de estiércol por la rampa antes de que Daisy tuviera ocasión de hacerlo. Sin embargo, la mayor parte del tiempo sólo parecía sentir pena por ella.
Era un día insoportablemente cálido para estar sólo a mediados de mayo. La temperatura superaba los treinta y cinco grados y la espesa humedad dificultaba la respiración. De nuevo instalaron el circo en un aparcamiento, en un pequeño pueblo al sur de Richmond, y el asfalto negro intensificaba el calor. Los elefantes ya habían conseguido tirar a Daisy dos veces ese día y, la segunda vez, se raspó el codo. Para empeorar las cosas, todos los miembros del circo parecían disfrutar de un tiempo de relax excepto ella.
Brady y Perry Lipscomb estaban sentados a la sombra del toldo de la caravana Airstream de la familia Pepper, tomando una cerveza fría y escuchando un partido de béisbol en la radio. Jill se rociaba con agua mientras el tomaba el sol recostada en una silla con el último ejemplar del Cosmopolitan en las manos. Incluso Digger echaba una siesta a la sombra.
– ¡Daisy, mueve el culo y ocúpate del heno! -le ordenó Neeco a gritos desde la puerta de la caravana de los equilibristas, luego rodeó los hombros de Charlene con el brazo. Algunas veces, desde que se habían enfrentado por el pincho, Neeco la trataba con hostilidad. Le encargaba los trabajos más duros, y la hacía trabajar durante horas interminables, hasta que llegaba Alex y le decía que ya había sido suficiente por ese día.
Cuando comenzó a mover el heno, le ardía cada músculo del cuerpo. Tenía la camiseta empapada de sudor y un roto en el hombro; sus vaqueros parecían no haber visto una lavadora en semanas, y la suciedad, el heno y el abono se le pegaban a cada centímetro de su húmeda piel. Tenía el pelo enredado y las uñas tan quebradas como su espíritu.
Al otro lado del recinto, Sheba tomaba un refresco y se pintaba las uñas de los pies. A Daisy le goteaba el sudor por los ojos, haciendo que le picaran, pero tenía las manos demasiado sucias para enjugarse la cara.
– ¿Quieres apresurarte, Daisy? -gritó Neeco, mientras Charlene soltaba una risita tonta. -Está entrando otra carga.
Algo dentro de Daisy explotó. Estaba harta de ser el chivo expiatorio de todos. Estaba cansada de que los elefantes la tiraran y de que los seres humanos la despreciaran.
– ¿Sabes qué te digo? ¡Que lo hagas tú mismo! -Arrojó al suelo el rastrillo y se alejó con paso airado. Ya había tenido suficiente. Iba a buscar a Alex y a exigirle que le comprara ese billete de avión. Nada podía ser tan malo como eso.
Un gran rugido resonó en el recinto. En ese momento, le comenzó a arder la piel y su deshidratada garganta clamó por agua. Vio una manguera enganchada al camión del agua, que serpenteaba hasta la zona de las fieras. Corrió hacia ella, presa del pánico porque jamás se había sentido tan acalorada.
Una vez más oyó el rugido, y le sorprendió ver a Sinjun en su jaula cociéndose bajo el sol. Oleadas de calor rebotaban contra el asfalto, y las rayas naranjas y negras del tigre parecían brillar débilmente.
No todos los animales estaban debajo de la carpa de las fieras. Algunos estaban en una pequeña zona cercada entre la carpa de los animales y el circo. Chester, un camello de aspecto enfermizo, no estaba demasiado lejos de allí, al lado de Lollipop, una llama de ojos somnolientos. Un gran toldo de nailon blanco, un tanto gastado, les daba sombra; pero nada protegía a Sinjun del sol inclemente que lo golpeaba a través de los barrotes de la jaula. Igual que ella, Sinjun parecía haber sido escogido para que los demás abusaran de él.
El animal clavó los ojos en Daisy con amarga resignación, sin siquiera molestarse en mover las orejas. Detrás de él, la llama emitió un sonido extraño, pero el camello no le hizo ni caso. El calor del asfalto traspasaba la suela de las deportivas de Daisy y le quemaba los pies. Le goteaba el sudor entre los pechos. Los ojos de Sinjun le taladraron el alma. «Calor. Tengo calor.»
Daisy odiaba ese lugar donde los animales se exhibían en jaulas. El extraño sonido de la llama reverberó en sus oídos. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto por el olor a moho del toldo de nailon. Instintivamente dio un paso atrás, intentando alejarse del sol, y de esos tristes animales, del horrible calor y de ese olor nauseabundo. Pisó un charco. Miró hacia abajo y vio una fuga en la manguera que llevaba el agua al abrevadero.
Sin ni siquiera pensar lo que estaba haciendo, corrió hacia donde la manguera se conectaba a la boquilla de latón. La tomó y cortó el flujo del agua. Hasta que sólo cayeron unas gotas en sus manos.
Entrecerró los ojos ante el resplandor que se reflejaba en el sucio toldo blanco y sintió los ojos de Sinjun quemándola, derritiéndole la piel.
«Calor. Tengo tanto calor.»
Daisy miró el agua fría que le goteaba en las manos. Accionó la boquilla de nuevo, levantó la manguera y comenzó a rociar agua fría en la jaula de tigre.
¡Sí!
Al momento sintió el alivio del animal en su propio cuerpo.
– ¡Eh! -Digger se acercó a ella corriendo tan deprisa como sus artríticas rodillas se lo permitían. -¡Detente, Daisy! Para de una vez, ¿me has oído?
El tigre le enseñó los dientes al anciano. Daisy se giró con rapidez y lanzó el chorro de agua fría al hombre, mojándole la mugrienta camisa de trabajo.
– ¡No te acerques!
Digger se detuvo.
– ¿Qué estás haciendo? ¡Vas a matar al tigre! A los felinos no les gusta el agua.
Volvió a dirigir el chorro al tigre y sintió un fresco alivio en los huesos, como si estuviera mojándose ella misma.
– A éste sí.
– ¡Te he dicho que te detengas! No puedes hacer eso.
– A Sinjun le gusta. Míralo, Digger.
Cierto, en vez de alejarse del agua, el tigre se recreaba en ella, permaneciendo inmóvil bajo el chorro. Mientras continuaba mojando al felino, Daisy quiso decirle a Digger que eso no habría sido necesario si él hubiera hecho mejor su trabajo, pero sabía que el pobre hombre no podía hacer más de lo que hacía y se mordió la lengua.
– ¡Dame eso!
Neeco se había plantado detrás de ella y alargó el brazo para quitarle la manguera de la mano. Pero Daisy va estaba harta de Neeco Martin y no dejó que se la arrebatara.
El agua cambió de dirección. Daisy soltó un jadeo al sentir toda la fuerza del chorro en la cara, pero no soltó la manguera.
Él le retorció la muñeca.
– ¡Detente, Daisy! Dame la manguera.
El rugido enloquecido de Sinjun vibró a través del pesado aire de la tarde, ahogando por completo el alboroto habitual del circo. La jaula tembló cuando Sinjun lanzó su enorme cuerpo contra los barrotes, casi como si estuviera intentando llegar a Neeco para protegerla. Alarmado, el domador soltó la muñeca de Daisy y se volvió hacia los rugidos.
Sinjun aplanó las orejas contra la cabeza y le siseó al hombre. Daisy le arrancó de un tirón la manguera.
– Condenado tigre loco -masculló Neeco. -Alguien debería haberlo doblegado hace años.
Daisy envió otro chorro de agua a la jaula. Con más seguridad de la que sentía, le dijo:
– No le gusta que te metas conmigo.
– Mira eso, Neeco -dijo Digger. -A ese cabrón le gusta el agua.
– ¿Qué coño pasa aquí?
Todos se volvieron hacía Alex, que se acercaba a ellos. Daisy se limpió los ojos con la manga de la camisa sucia mientras seguía apuntando el chorro de agua hacia la jaula del tigre.
– Daisy ha decidido duchar a Sinjun -dijo Neeco.
– ¿Duchar a Sinjun? -Alex la observó con esos inescrutables ojos rusos.
– Sinjun tenía calor -explicó ella débilmente. -Quería que lo refrescara.
– ¿Te lo ha dicho él?
Daisy estaba demasiado agotada para responder. Además, ¿cómo podía explicarle que Sinjun se había comunicado con ella? Ni siquiera ella podía comprender esa especie de conexión mística que parecía tener con el tigre.
Dirigió el chorro del agua al barro que se había acumulado en el fondo de la jaula.
– Estas jaulas están asquerosas. Habría que limpiarlas con más frecuencia.
Digger se mostró ofendido.
– Yo no puedo con todo. Si crees que las jaulas están asquerosas, quizá deberías limpiarlas tú misma.
– Vale. Lo haré.
¿Qué estaba diciendo? Sólo unos minutos antes, había decidido irse de allí, y ahora se ofrecía voluntaria para echarse más trabajo a la espalda. ¿Cómo iba a poder encargarse de otra tarea si casi no lograba terminar las que le asignaban?
Alex frunció el ceño.
– Daisy, tú ya haces demasiado. Apenas te mantienes en pie y no quiero que hagas nada más.
La joven ya estaba un poco harta de que su marido le dijera lo que podía o no podía hacer.
– Ya he dicho que lo haría, y lo haré. Ahora, a menos que Neeco y tú queráis acabar tan mojados como Digger, será mejor que me dejéis sola.
La sorpresa brilló en los ojos de Alex. Neeco la presionó más.
– Daisy no consigue siquiera terminar las tareas que le asigno. ¿Cómo se va a ocupar también de las fieras?
– No lo hará -dijo Alex firmemente.
– Lo haré.
– Daisy…
– No puedes decirme lo que tengo que hacer en mi tiempo libre.
– No tienes tiempo libre -le recordó.
– Entonces supongo que tendré que trabajar más rápido.
Él la miró durante un buen rato. Daisy vio brillar en sus ojos algo que no pudo comprender del todo. ¿Un poco de reconocimiento? ¿Un atisbo de respeto?
– ¿De verdad quieres hacerlo? -le preguntó él.
– Sí.
– ¿Estás segura de saber lo que haces?
Ella le sostuvo la mirada sin pestañear.
– No tengo la menor idea.
Una emoción que casi parecía ternura brilló en los ojos de Alex, pero desapareció tan pronto como éste asintió bruscamente con la cabeza.
– Vale, estarás a prueba durante unos días. Puedes trabajar aquí un par de horas a primera hora de la mañana y luego te encargarás de hacer lo que te mande Neeco.
Digger comenzó a protestar.
– ¡Pero necesito ayuda! ¡No puedo hacerlo todo yo solo!
– Tampoco puede hacerlo Daisy -dijo Alex en voz baja.
Sorprendida, la joven clavó los ojos en él. Él arqueó una ceja.
– ¿Algo más?
Daisy acababa de recordar que le daban miedo los animales, pero no era el momento de sacar el tema a colación y negó con la cabeza.
– Entonces, serás tú quien se ocupe de las fieras.
Mientras Alex se alejaba, Daisy pensó que cada vez que lo consideraba el malo de la película, él la sorprendía. También se dio cuenta de que ya no le daba miedo. No de verdad. Alex tenía unas reglas duras y, para Daisy, injustas, pero siempre se ceñía a ellas y Daisy no podía imaginárselo comprometiéndose en algo en lo que no creyera.
Durante las horas siguientes, regó las jaulas con la manguera y limpió la porquería acumulada mientras intentaba mantenerse lo más alejada posible de los animales. Cuando por fin terminó, estaba incluso más sucia que cuando empezó, dado que se había añadido barro a la mugre que la cubría.
Convenció a uno de los trabajadores para que moviera la jaula de Sinjun a la sombra, luego le puso heno limpio a Chester y a Lollipop. El camello intentó patearla, pero la llama se mantuvo tranquila, y cuando Daisy miró los ojos somnolientos de Lollipop, decidió que por fin había encontrado un animal que le gustaba.
– Eres toda una dama, Lollipop. Nos vamos a llevar muy bien.
La llama movió los belfos y le lanzó un escupitajo maloliente.
Eso era gratitud, sí señor.