CAPÍTULO 12

Alex clavó los ojos en la puerta por donde acababa de desaparecer Heather, luego miró a su esposa.

– La tuya ha sido la peor actuación que he visto en mi vida. ¿De verdad has dicho que le vas a impedir que te robe el marido o me lo he imaginado?

– Heather se lo ha creído y eso es lo único que cuenta. Después de lo que le has dicho era necesario que alguien la tratara como a una mujer adulta.

– No pretendía herir sus sentimientos, pero ¿qué querías que hiciera? No es una adulta. Es una niña.

– Te ha ofrecido su corazón, Alex, y tú lo has rechazado como si no valiera nada.

– No sólo me ha ofrecido su corazón. Un poco antes de que llegaras me dejó bien claro que su cuerpo también iba incluido en el lote.

– Está desesperada. Si hubieras aceptado, se hubiera desmayado del susto.

Él se estremeció.

– Una quinceañera no está en mi lista de perversiones favoritas.

– ¿Qué clase de perversiones…? -Daisy se mordió la lengua. ¿Cuándo iba a comenzar a pensar antes de hablar?

Alex le brindó una sonrisa enloquecedora que le puso la piel de gallina.

– Será más divertido que lo vayas averiguando poco a poco.

– ¿Por qué no me lo dices ahora?

– Espera y verás.

Daisy lo observó.

– ¿Incluye algo con…? No, claro que no.

– Estás pensando en los látigos otra vez.

– No, por supuesto que no -mintió.

– Bien. Porque no tienes por qué preocuparte de eso. -Alex hizo una pausa significativa. -Si lo hago bien no duele en absoluto.

Daisy abrió los ojos de par en par.

– ¡Deja de hacer eso!

– ¿El qué?

La expresión inocente de Alex no la engañó ni por un instante.

– Deja de plantar todas esas dudas en mi cabeza.

– No soy yo quien planta dudas en tu cabeza. Lo haces tú sólita.

– Sólo porque tú sigues diciendo esas cosas. No me gusta que me tomes el pelo. Sólo tienes que responderme sí o no. ¿Alguna vez le has dado latigazos a una mujer?

– ¿Sólo sí o no?

– Eso he dicho, ¿no?

– ¿Sin ninguna aclaración?

– Sin ninguna aclaración.

– Bueno, entonces sí. Sí, definitivamente le he dado latigazos a una mujer.

– Vale, será mejor que me lo aclares -dijo ella débilmente tragando saliva.

– Lo siento, cariño, pero ya te he respondido. -Con una amplia sonrisa, él se sentó detrás del escritorio. -Tengo mucho trabajo que hacer, quizá sea mejor que me digas para qué querías verme.

Pasaron varios segundos antes de que Daisy lograra recordar lo que la había llevado hasta allí.

– Se trata de Glenna.

– ¿Qué pasa con ella?

– Es un animal grande y su jaula es muy pequeña. Necesita una nueva.

– ¿Nada más? ¿Sólo quieres que compremos una jaula nueva? -replicó él con ironía.

– Es inhumano que la pobre viva en un lugar tan estrecho. Se la ve muy deprimida, Alex. Tiene esos deditos tan suaves, y los saca por los barrotes como si necesitara el contacto de otro ser vivo. Y ése no es el único problema que tenemos. Las jaulas son tan viejas que no son de fiar. La del leopardo se cierra sólo con un alambre.

Alex cogió un lápiz y tamborileó con él la gastada superficie del escritorio.

– Estoy de acuerdo contigo. Odio esa condenada exposición de fieras, me parece inhumana, pero las jaulas son caras y Sheba aún se está pensando si deshacerse de esos anímales o no. Por ahora tendrás que arreglártelas como puedas. -Alex desplazó la mirada a la ventana y la silla rechinó cuando se reclinó para ver mejor. -Vaya, mira ahí fuera. Parece que tienes visita.

Ella siguió la dirección de la mirada y vio a un elefantito con la correa colgando delante del vagón rojo,

– Es Tater. -Cuando ella lo miró, el elefante levantó su trompa y bramó como un trágico héroe que vagara por el mundo en busca de su amor perdido. -¿Qué hace ahí?

– Supongo que estará buscándote. -Alex sonrió. -Los elefantes crean fuertes vínculos familiares, y Tater parece haberlo establecido contigo.

– Es un poco grande para ser mi mascota.

– Me alegra oír eso, porque por mucho que me lo pidas jamás dormirá en nuestra cama.

Daisy se rio. Pero se abstuvo de recordarle que aún no estaba segura de si ella dormiría o no con él. Había demasiadas cosas por resolver entre ellos.


Sheba estaba de un humor de perros cuando se acercó a Alex. Esa mañana Brady le había dicho que Daisy no estaba embarazada. La idea de que esa mujer llevara a un Markov en su vientre era tan aborrecible que debería haberse sentido aliviada, pero por el contrario se le había puesto un nudo de angustia en la boca del estómago. Si Alex no se había casado con Daisy porque estaba embarazada, entonces lo había hecho porque quería. Lo había hecho porque la amaba.

La bilis la corroía por dentro. ¿Cómo podía Alex amar a esa pobre e inútil niña rica cuando no la había amado a ella?

¿No veía lo indigna que era Daisy? ¿Habría perdido Alex todo su orgullo?

En ese momento la intención de Sheba era poner en práctica el plan que hacía días que le rondaba la mente. Tenía cabeza para los negocios -siempre pensaba en lo mejor para el circo, por encima de sus sentimientos perenales, -pero lo que se le había ocurrido haría que Alex viera con otros ojos a su esposa.

Se detuvo detrás de él mientras éste estaba trajinando en la grúa de montaje del circo. La camiseta húmeda K le pegaba a los firmes músculos de la espalda. Recordó el tacto de esa piel tensa bajo las manos, pero en lugar de excitarla ese recuerdo hizo que sintiera asco de sí misma. Sheba Quest, la reina de la pista central, le había robado a ese hombre que la amara y él la había rechazado. El rencor hizo que se le revolviera el estómago.

– Tenemos que hablar sobre tu número.

Él cogió un trapo grasiento y se limpió las manos con él. Alex siempre había sido un mecánico de primera y reparar la grúa no era un problema para él, aunque hora mismo Sheba no sentía ningún tipo de gratitud por el dinero que le ahorraba.

– Dime.

La mujer levantó la mano para protegerse los ojos del sol, tomándose su tiempo, haciéndole esperar. Tardó un buen rato en hablar.

– Deberías hacer algún cambio. No lo has hecho desde la última gira y aún queda demasiada temporada para seguir repitiendo lo mismo.

– ¿Qué has pensado?

Sheba cogió las gafas de sol con las que se retiraba d pelo de la cara.

– Quiero que Daisy intervenga en tu número.

– Olvídalo.

– ¿Crees que no podrá hacerlo?

– Sabes muy bien que no.

– Bueno, pues tendrá que hacerlo. ¿O es que ahora es ella quien lleva los pantalones en tu casa?

– ¿Qué pretendes, Sheba?

– Daisy es ahora una Markov. Es hora de que comience a comportarse como tal.

– Eso es asunto mío, no tuyo.

– No mientras yo siga siendo la dueña del circo, Daisy sabe cómo meterse al público en el bolsillo y tengo intención de aprovecharlo. -Le dirigió a Alex una larga y dura mirada. -Quiero que actúe en el espectáculo, Alex, te doy dos semanas para prepararla. Si se niega a hacerlo recuérdale que, si quiero, todavía puedo denunciarla.

– Estoy harto de tus amenazas.

– Entonces limítate a pensar en lo que es mejor para el espectáculo.


Alex terminó de reparar la grúa y se dirigió a la caravana para lavarse las manos llenas de grasa. Mientras tomaba el cepillo de las uñas y el jabón de debajo del fregadero, se obligó a reconocer que Sheba tenía razón. Daisy sabía cómo camelar al público y, aunque no había querido admitirlo antes, ya había pensado en incluirla en el número. Su reticencia provenía de lo difícil que sería entrenarla.

Todas las ayudantes con las que había trabajado en el pasado habían sido artistas con experiencia y no les daban miedo los látigos. Pero Daisy sentía terror. Si se sobresaltaba cuando no debía…

Ahuyentó ese pensamiento. Podía entrenarla para que no se sobresaltase y permaneciese completamente inmóvil. Su tío Sergey lo había entrenado a él y lo había hecho tan bien que incluso cuando la función terminaba y aquel pervertido hijo de puta lo hostigaba por alguna ofensa imaginaria, Alex no había movido ni un solo músculo.

Su mente había recorrido aquel tortuoso camino de su infancia más veces de las que quería recordar y no quería remover aquella mierda otra vez, así que apartó un lado aquellos viejos recuerdos. Había otra ventaja en utilizar a Daisy como ayudante, una más importante que el simple hecho de cambiar el número, le daría a él una razón válida para mandarle menos trabajo, una razón contra la que ella no podría discutir.

Aún no podía creer que Daisy se hubiera negado a permitir que le facilitara las cosas. Esa mañana Alex había vuelto a insistir, pero algo en la expresión de su esposa lo había hecho desistir. El trabajo era importante para ella; se había dado cuenta de que Daisy lo consideraba una especie de prueba de supervivencia.

Pero a pesar de lo que ella pensaba, él no tenía intención de permitir que acabara agotada. Lo supiera Daisy o no, actuar en la pista central con él era mucho menos duro que recoger estiércol de elefante. O limpiar jaulas.

Mientras se lavaba las manos y se las secaba con una toalla de papel, recordó lo frágil que la había sentido bajo ellas la noche anterior. La manera de hacer el amor de su esposa había sido tan buena que lo asustaba. No se lo había esperado, nunca se hubiera imaginado que Daisy tuviera tantas facetas: inocente y tentadora, infantil e insegura, agresiva y generosa. Había querido conquistarla y protegerla al mismo tiempo, y ahora estaba jodidamente confundido.

Al otro lado del recinto, Daisy salió del vagón rojo. A Alex no le agradaría descubrir que había hecho un par de llamadas a larga distancia con su móvil, pero ella estaba más que satisfecha con lo que había aprendido del guardián del zoo de San Diego. El hombre le había sugerido algunos cambios que ella intentaría llevar a cabo: tenía que reajustar la dieta de los animales, darles vitaminas extras y cambiar los horarios de alimentación.

Caminó hacia la caravana, donde había visto dirigirse a su marido unos minutos antes. Al terminar las tareas en la casa de fieras había ido a echarle una mano a Digger, pero el hombre le había dicho con un gruñido que no necesitaba su ayuda, así que Daisy había decidido aprovechar esas horas libres para ir a la biblioteca de la localidad. La vio al pasar por el pueblo y quería investigar un poco más sobre los animales. Pero antes tenía que conseguir que Alex le dejara las llaves de la camioneta, cosa que, hasta entonces, no había conseguido.

Cuando ella entró en la caravana, él estaba delante del fregadero lavándose las manos. La atravesó una especie de vértigo absurdo. Alex era demasiado grande para un lugar tan estrecho y Daisy pensó que aquella oscura presencia que él poseía parecía mucho más adecuada para vagar por un páramo inglés del siglo XIX que para viajar con un circo itinerante del siglo XX. Alex se volvió y ella contuvo el aliento ante el impacto de esa mirada color ámbar.

– ¿Podrías dejarme las llaves de la camioneta? -dijo Daisy cuando recuperó la voz. -Tengo que hacer unos recados.

– ¿Vas a ir a comprar tabaco?

– Por si no te has dado cuenta, he dejado de fumar.

– Estoy orgulloso de ti. -Alex lanzó la toalla de papel a la basura y Daisy observó cómo la camiseta se le pegaba al pecho húmedo de sudor. Tenía una mancha de grasa en el brazo. -Te llevaré dentro de una hora o así.

– Puedo ir sola. Esta mañana vi una lavandería al lado de la biblioteca del pueblo. He pensado que podría hacer la colada y, al mismo tiempo, pillar algún libro. ¿Te parece bien?

– Genial. Pero prefiero llevarte yo.

– ¿Tienes miedo de que te robe la camioneta?

– No. Es sólo que… la camioneta no es mía. Es del circo y no creo que tú debas conducirla.

– Soy una conductora excelente. No voy a darle ningún golpe.

– Eso no puedes asegurarlo.

Daisy tendió la mano decidida a salirse con la suya.

– Por favor, dame las llaves.

– Te acompañaré y aprovecharé para coger un libro de la biblioteca.

Ella le dirigió su mirada más intimidante.

– Las llaves, por favor.

Él se frotó la barbilla con los dedos como si considerase la idea.

– Hagamos un trato. Desabróchate la camisa y te daré las llaves.

– ¿Qué?

– Es mi mejor oferta. O la tomas o la dejas.

Al observar el brillo divertido en los ojos de Alex, Daisy se preguntó cómo alguien tan serio podía tener una naturaleza tan juguetona cuando se trataba de sexo.

– ¿De verdad esperas que yo…?

– Aja. -Alex se apoyó en el fregadero y se cruzó de brazos, esperando.

Una ardiente llamarada de excitación atravesó el cuerpo de Daisy al ver el deseo en los ojos de Alex. No estaba segura de estar preparada para otro encuentro sexual con él, pero por otra parte… ¿qué daño podía hacerle jugar un rato? La humedad de la blusa le recordó que llevaba toda la mañana trabajando y que estaba sucia. Aunque por otro lado, él también lo estaba y, después de todo, sólo retozarían un poco. Entonces ¿qué importaba lo demás?

Lo miró por encima del hombro con un gesto altivo.

– No acostumbro a utilizar mi cuerpo como moneda de cambio. Es ofensivo.

– Siento que pienses así. -Sacó las llaves del bolsillo y, con exagerada inocencia, las lanzó al aire y las cogió con la mano.

La suave piel de los pechos de Daisy se erizó bajo la húmeda camisa y los pezones se le pusieron como guijarros.

– ¿De verdad te gustaría que hiciera algo así?

– Cariño, me encantaría.

Conteniendo una sonrisa, Daisy se desabrochó lentamente el botón superior.

– Está bien, pero sólo una miradita. -Una vocecilla interior le dijo que estaba jugando con fuego, pero la ignoró.

– Con una miradita conseguirás la llave de la puerta, pero no la del contacto.

Daisy se desabrochó otro botón.

– ¿Qué tendría que hacer para conseguir la llave del contacto?

– ¿Llevas sujetador?

– Sí.

– Pues quitártelo.

Daisy sabía que debería poner fin al juego en ese momento, pero se desabrochó el siguiente botón.

– Bueno, supongo que como eres el responsable de la camioneta, es normal que pongas tú las reglas.

Se tomó su tiempo con los últimos botones. Cuando estuvieron todos abiertos, agarró las solapas de la blusa y jugueteó con ellas, tomándole el pelo, aunque sabía que lo estaba provocando.

– Quizá debería pensármelo un poco más.

– No hagas que me ponga duro. -El ronco susurro de Alex no era amenazador, pero hizo que Daisy se pusiera a temblar.

– Ya que te pones así… -abrió la blusa, mostrando un sujetador con un estampado floral.

– Quítatelo también.

Daisy se lo acarició con la mano, pero no lo abrió.

– Haz lo que te digo y nadie resultará herido.

Daisy no pudo ocultar una sonrisa mientras abría el broche. Se desprendió lentamente de las húmedas copas de encaje que le cubrían los pechos y se exhibió ante él con descarado atrevimiento, sin haberse desnudado del todo, pero con la blusa abierta y los pechos desnudos.

– Eres preciosa. -El susurrante cumplido de Alex la hizo sentir la mujer más bella del mundo.

– ¿Lo bastante para que me des la llave del contacto?

– Lo suficiente para que te dé toda la puta camioneta.

En dos pasos la tomó entre sus brazos. Alex bajó la cabeza con rapidez y le cubrió la boca con la suya, y Daisy sintió que el mundo comenzaba a girar como un loco carrusel. Él se deshizo de la camisa de Daisy fácilmente, bajándosela por los hombros; luego la agarró por las caderas y la alzó lo justo para rozarla contra las suyas. Daisy lo sintió duro y exigente, y supo que el tiempo de jugar había terminado.

La sangre rugió ardiente y necesitada en las venas de Daisy. Separó los labios para que la lengua de Alex penetrara en su boca mientras él la cogía en brazos y la llevaba a la cama donde la dejó caer sin ningún miramiento.

– Estoy sucia y sudada.

– Yo también, así que no hay problema. -Con un rápido movimiento Alex se quitó la manchada camiseta por la cabeza. -Vas demasiado vestida para mi gusto.

Daisy se deshizo de los zapatos y se desabrochó los vaqueros, pero al parecer no con la suficiente rapidez para él.

– ¿Por qué tardas tanto? -En unos instantes Alex le había arrancado la ropa para dejarla tan desnuda como él.

Los ojos de Daisy recorrieron el cuerpo de su marido, los músculos marcados, la piel morena y el vello del pecho donde resaltaba la medalla esmaltada. Tenía que preguntarle por ella. Tenía que preguntarle muchas cosas.

Cuando Alex se dejó caer junto a ella, Daisy inhaló el carnal olor a sudor, producto del trabajo duro, y se preguntó por qué no se sentía asqueada. Lo primitivo de aquel encuentro la excitaba de una manera que nunca hubiera creído posible. El desenfreno que sentía la hacía avergonzarse.

– T-tengo que ducharme.

– Después. -Alex cogió un condón del cajón de la mesilla, lo abrió y se lo puso.

– Pero estoy muy sucia.

Él le separó las rodillas.

– Quiero que disfrutes, Daisy.

Ella gimió y le mordió el hombro cuando se apretó contra ella. Su piel le supo a sal y a sudor; lo mismo que él saboreaba en sus pechos. Se le puso un nudo en la garganta.

– De verdad, Alex, tengo que ducharme.

– Después.

– Oh, Dios mío, ¿qué me estás haciendo?

– ¿Te gusta?

– ¿Te gusta a ti?

– Sí. ¿Quieres más?

– Sí, oh, sí.

Olores y sabores. Caricias. Sudor y fuerza bajo las palmas de las manos de Daisy mientras Alex embestía una y otra vez.

A ella se le pegó el pelo a las mejillas y una brizna de paja le hizo cosquillas en el cuello. Alex le pasó los dedos por la hendidura del trasero y la puso sobre su cuerpo, manchándole el costado con la grasa del brazo. Le aferró los muslos con las manos y la alzó sobre él.

– Móntame.

Ella lo hizo. Se arqueó y bajó con rapidez, moviéndose como le dictaba su instinto, e hizo una mueca de dolor al intentar albergarle en su cuerpo.

– Más despacio, cariño. No voy a ir a ningún sitio.

– No puedo. -Lo miró a través de una neblina de dolor y deseo y vio la cara de Alex cubierta de sudor con los labios apretados y pálidos. La suciedad oscurecía esos rudos pómulos eslavos y tenía un poco de paja en el brillante pelo negro. El sudor se deslizaba entre los pechos de Daisy. Volvió a descender sobre él y soltó un jadeo de dolor.

– Así no, cariño. Shhh… más despacio.

Alex le deslizó las manos por la espalda y la atrajo hacia él, apretándole los pechos contra su torso, enseñándole a encontrar un nuevo ritmo.

Daisy lo abrazó con los muslos y la medalla esmaltada le arañó la piel. Se movió sobre el cuerpo masculino. Lentamente al principio, contoneándose después adorando la sensación de tener el control, de dictar el compás y la profundidad. Ahora ya no había dolor, sólo placer.

Alex le aferró las nalgas, pero dejó que siguiera a su ritmo. Daisy sabía por la tensión de esos duros músculos que a él le costaba renunciar al control. Alex le mordió en la clavícula, sin hacerle daño; como si quisiera utilizar otra parte de su cuerpo para sentirla.

Daisy se abandonó en medio del sudor y el olor almizcleño. Alex emitió unos sonidos incoherentes y ella respondió en el mismo lenguaje. Olvidaron cualquier rastro de civilización, regresando a la selva, a la caverna, al mundo primitivo; a un momento suspendido en el tiempo en el que recordaron el origen de la creación.

Daisy dejó la cama en cuanto pudo y se metió en el cuarto de baño. Mientras el agua caía sobre su cuerpo se estremeció por esa desconocida y salvaje parte de sí misma ¿Era sagrada o profana? ¿Cómo podía abandonarse de esa manera a un hombre al que no amaba? Aquella pregunta la atormentaba.

Cuando salió del baño envuelta en una toalla, con la piel limpia y el alma confusa, Alex estaba apoyado en el fregadero. Se había vuelto a poner los vaqueros sucios y sostenía una cerveza en la mano.

La miró fijamente y frunció el ceño.

– Vas a complicarlo todo, ¿verdad?

Ella cogió ropa limpia del cajón y le dio la espalda para vestirse.

– No sé a qué te refieres.

– Lo veo en tu cara. Estás dándole vueltas a lo que acaba de ocurrir.

– ¿Y tú no?

– ¿Por qué iba a hacerlo? Es sólo sexo, Daisy. Es divertido y ardiente. Y no hace falta enredarlo más.

Ella señaló la cama con la cabeza.

– ¿Te ha parecido algo sencillo?

– Ha estado bien. Eso es todo lo que importa.

Daisy se subió la cremallera de los pantalones cortos y se puso unas sandalias.

– Te has acostado con muchas mujeres, ¿verdad?

– No de manera indiscriminada, si es eso lo que quieres decir.

– ¿Ha sido así siempre?

Alex vaciló.

– No.

Por un momento, desapareció parte de la tensión de Daisy.

– Me alegro. Quiero que signifique algo.

– Lo único que significa es que, aunque nos cueste comunicarnos a nivel mental, nuestros cuerpos no encuentran ninguna dificultad para hacerlo.

– No creo que sea tan sencillo.

– Para mí sí.

– La tierra se ha movido -dijo ella suavemente. -Es algo más que dos cuerpos que se atraen.

– A veces sucede, a veces no. A nosotros nos pasa y punto.

– ¿De verdad crees eso?

– Daisy, escúchame. Si comienzas a imaginar cosas que no van a ocurrir, lo único que conseguirás es salir herida.

– No sé lo que quieres decir.

Alex la miró fijamente a los ojos y ella sintió como si estuviera mirándole el alma.

– No voy a enamorarme de ti, cariño. No ocurrirá. Me importas, pero no te amo.

Cómo herían esas palabras. ¿De verdad era amor lo que quería de él? Ciertamente, lo deseaba. Lo respetaba. ¿Pero cómo era posible llegar a amar a alguien que sentía tan poco aprecio por ella? En lo más profundo de su alma sabía que a ella le resultaría muy difícil amar a un hombre como Alex Markov. Él necesitaba a alguien tan terco y arrogante como él, alguien obstinado e imposible de intimidar, una mujer que no se echara a temblar ante todos esos oscuros ceños y que le respondiera de la misma manera. Una mujer que se sintiera como en casa en el circo, que no temiera a los animales ni el trabajo agotador. Necesitaba a Sheba Quest.

Los celos la inundaron. Aunque reconocía la lógica de que Alex y Sheba eran perfectos el uno para el otro, su corazón rechazaba la idea.

Vivir con él le había enseñado algo de orgullo, y Daisy irguió la cabeza.

– Lo creas o no, no me he pasado todo el tiempo pensando en cómo voy a conseguir que te enamores de mí. -Cogió la cesta de ropa que se iba a llevar a la lavandería. -De hecho, no quiero tu amor. Lo que sí quiero son las llaves de la maldita camioneta.

Las cogió del mostrador y salió corriendo hacia la puerta. Él se movió con rapidez para bloquearle el paso. Alex le quitó la cesta de las manos.

– No pretendo hacerte daño, Daisy -dijo. -Me importas. No quería que fuera así, pero no puedo evitarlo. Eres dulce y graciosa, y me encanta mirarte.

– ¿De veras?

– Aja.

Daisy alargó la mano para limpiarle con el pulgar una mancha del pómulo.

– Bueno, a pesar de que eres un hombre con muy mal genio, también me gusta mirarte.

– Me alegro.

Ella sonrió e intentó coger de nuevo la cesta de la ropa sucia, pero él no se la dio.

– Antes de que te vayas… Sheba y yo hemos hablado. A partir de ahora tendrás una nueva tarea.

Ella lo miró con cautela.

– Ya estoy ayudando con los elefantes y con las fieras. No creo que tenga tiempo para hacer nada más.

– A partir de ahora, ya no te encargarás de los elefantes, y Trey se hará cargo de la casa de fieras.

– Los animales son responsabilidad mía.

– Bien. Puedes supervisarlo si quieres. El hecho es, Daisy, que le gustas al público y Sheba quiere aprovecharse de ello. Actuarás conmigo. -Ella clavó los ojos en él. -Comenzaré a entrenarte mañana.

Daisy se dio cuenta de que le rehuía la mirada.

– ¿Entrenarme para que haga qué?

– Tu trabajo consistirá en estar quieta y hermosa.

– ¿Y qué más?

– Tendrás que ayudarme. No será difícil.

– Ayudarte. ¿A qué te refieres con eso de ayudarte?

– Sólo eso. Lo hablaremos mañana.

– Dímelo ahora.

– Sostendrás algunas cosas, eso es todo.

– ¿Sostenerlas? -Daisy tragó saliva. -¿Las arrancarás de mi mano?

– De tu mano -Alex hizo una pausa, -de tu boca.

Daisy palideció.

– ¿De mi boca?

– Es un truco fácil. Lo he hecho centenares de veces, y no debes preocuparte de nada. -Alex abrió la puerta y le puso la cesta en los brazos. -Si quieres pasarte por la biblioteca, será mejor que te vayas ya. Te veré más tarde.

Con un suave empujón la echó afuera. Daisy se dio La vuelta para decirle que de ninguna manera pensaba actuar en la pista central con él, pero Alex le cerró la puerta en las narices antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.

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