CAPÍTULO 20

Sheba estaba bajo las sombras del toldo, ocultando su sufrimiento, mientras observaba reírse a Alex y Daisy frente a su caravana. Él quitó una paja del pelo a su esposa y luego le rozó la cara; un gesto tan íntimo que fue como si le hubiera acariciado el pecho.

La amargura se extendió por su cuerpo como una vid corrupta, despojándola de todo lo demás. Habían pasado cuatro días desde que Heather había confesado la verdad y Sheba no podía soportar lo feliz que parecía la pareja. Sentía como si fuera a su costa, y Alex no merecía ser feliz.

– Olvídalo, Sheba.

Se giró y vio a Brady caminando hacia ella. Él llevaba pavoneándose como un gallito por el recinto del circo desde la noche que habían pasado juntos. Sheba casi esperaba que se pusiera las manos bajo las axilas y cacarease. Era típico de Brady Pepper creer que porque se hubiera metido en su cama una vez tenía derecho de entrometerse en su vida.

– Déjame en paz.

– No es eso lo que quieres que haga.

Sheba odió la mirada de lástima que él le lanzó.

– No sabes nada.

– Déjalo, Sheba. Alex forma parte de tu pasado. Será mejor que lo olvides.

– Suponía que dirías algo así. Eres todo un experto en olvidar, ¿no es cierto?

– Si estás hablando de Heather…

– Ya sabes que sí.

Digirió la mirada hacia el camión de los elefantes donde Heather empujaba una carretilla cargada de estiércol. Ahora era ella quien se encargaba de esa tarea, la misma que había realizado Daisy. Sheba lo consideraba un castigo apropiado, pero Brady no estaba satisfecho. Lo había arreglado todo para enviar a Heather con su cuñada Terry en cuanto ésta regresara de visitar a su madre en Wichita.

– Heather es cosa mía. En lugar de preocuparte por ella, por qué no piensas en lo bien que lo pasamos juntos la otra noche.

– ¿Bien? Pero ¡si casi nos matamos el uno al otro!

– Sí. ¿No estuvo genial?

Brady sonrió ampliamente ante el recuerdo y Sheba sintió un escalofrío traidor en su interior. Había estado bien: la excitación, la emoción de alcanzar el clímax junto a alguien con tan mal genio y tan exigente como ella. Se moría por acostarse con él otra vez, así que se puso una mano en la cadera y adelantó el labio inferior.

– Preferiría que me abrieran en canal.

– Pues nena, yo siempre tengo el taladro listo para el trabajo.

Ella casi sonrió. Entonces vio que Alex se inclinaba para besar a Daisy en la punta de la nariz. Cómo lo odiaba. Cómo los odiaba a los dos. A ella nunca la había mirado así.

– Mantente alejado de mí, Brady. -Lo empujó al pasar por su lado y se alejó con paso airado.


Tres días después, Daisy se dirigía a la casa de fieras con una bolsa de golosinas que había comprado cuando había pasado con Alex por la tienda de comestibles. Tater iba detrás y los dos se detuvieron para admirar la voltereta que Peter Tolea, de tres años, estaba haciendo frente a su madre, Elena. La rumana, esposa del acróbata, sólo hablaba un poco de inglés, así que Daisy y ella se saludaron en italiano, un idioma que ambas dominaban a la perfección.

Tras hablar con Elena unos minutos, Daisy siguió caminando hacia la casa de fieras, donde pasó unos pocos minutos con Sinjun.

«Díselo.»

«Lo haré.»

«Díselo ya.»

«Pronto.»

Le dio la espalda escapando de la reprimenda que creía haber visto en los ojos de Sinjun. Durante los últimos días Alex había sido tan feliz como un niño y ella no había sido capaz de aguarle la fiesta. Sabía que a él le costaría acostumbrarse a la idea de un bebé, así que era importante elegir el momento adecuado para darle la noticia.

Cogió las ciruelas que había comprado para Glenna y entró en la carpa. Pero la jaula de la gorila había desaparecido.

Salió con rapidez. Tater abandonó el heno y trotó felizmente tras ella mientras se acercaba al camión que transportaba a las fieras. Troy estaba echando una siesta dentro de la cabina y ella se inclinó sobre la ventanilla abierta para sacudirle el brazo.

– ¿Dónde está Glenna?

Troy se despertó sobresaltado y su desgastado Stetson chocó contra el espejo retrovisor cuando se enderezó.

– ¿Eh?

– ¡Glenna! No está en su jaula.

Él bostezó.

– Vinieron esta mañana por ella.

– ¿Quien?

– Un tío. Sheba estaba con él. Cargó la jaula de Glenna en una camioneta y se piró.

Aturdida, Daisy soltó al muchacho y dio un paso atrás. ¿Qué había tramado Sheba?

Daisy encontró a Alex revisando la lona del circo por si había desgarrones.

– ¡Alex! ¡Se han llevado a Glenna!

– ¿Qué?

Le explicó lo que había averiguado, y Alex la miró con gravedad.

– Vamos a hablar con Sheba.

La dueña del circo estaba sentada tras el escritorio del vagón rojo ocupándose del papeleo. Tenía el pelo recogido y estaba vestida con un mono color caqui con el cuello adornado con un bordado de estilo mexicano. Daisy se puso delante de Alex para enfrentarse a ella.

– ¿Qué has hecho con Glenna?

Sheba levantó la vista.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Porque soy yo quien se encarga de la casa de fieras. Es uno de mis animales y está bajo mi cuidado.

– ¿Perdón? ¿Uno de tus animales? Me temo que no.

– Ya basta, Sheba-la interrumpió Alex. -¿Dónde está la gorila?

– La he vendido.

– ¿La has vendido? -la increpó él.

– Por si no lo sabíais, el circo de los Hermanos Quest está de rebajas. Como todos os quejabais de la casa de fieras, he decidido venderla.

– ¿No crees que deberías habérmelo dicho?

– Pues la verdad es que ni se me pasó por la cabeza. -Se levantó del escritorio y llevó un fajo de documentos al archivador.

Daisy dio un paso adelante cuando Sheba abrió uno de los cajones.

– ¿A quién se la has vendido? ¿Dónde está?

– No sé por qué estás tan disgustada. ¿No era a ti a quien le gustaba decir a todo el mundo lo inhumana que era nuestra exhibición de fieras?

– Eso no quiere decir que quisiera que vendieras a Glenna. Quiero saber adónde se la han llevado.

– A un nuevo hogar. -Sheba cerró el cajón.

– ¿Adónde?

– ¿Estás interrogándome?

Alex apoyó la mano en el hombro de Daisy.

– ¿Por qué no vuelves con los animales y dejas que yo me encargue de esto?

– Quiero saber dónde está. Alex, tengo que decirle un montón de cosas sobre las costumbres de Glenna al nuevo propietario. Odia los ruidos fuertes y le dan miedo las personas que llevan sombreros grandes. -Se le puso un nudo en la garganta al pensar que no vería otra vez a la dulce gorila. Quería que Glenna tuviera un nuevo hogar, pero le habría gustado poder despedirse de ella. Recordó la manera en que a la gorila le gustaba asearla y se preguntó si alguno de sus nuevos cuidado res le dejaría hacerlo. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. -Le encantan las ciruelas. Tengo que decirles lo de las ciruelas.

Alex le dio una palmadita en el brazo.

– Escribe una lista y me aseguraré de que la lean. Venga, ahora tengo que hablar con Sheba.

Daisy quiso protestar, pero se dio cuenta de que Alex tendría más posibilidades de conseguir que Sheba colaborara si estaban solos. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo en el umbral y volvió la mirada hacia la dueña del circo.

– Ni se te ocurra hacerlo de nuevo, ¿me has oído? La próxima vez que vendas un animal, quiero saberlo antes. Y también quiero hablar con el nuevo propietario.

Sheba arqueó las cejas.

– No puedo creer que te atrevas a darme órdenes.

– Pues créetelo. Y será mejor que me hagas caso. -Se dio la vuelta y los dejó solos.

Durante un rato, ni Sheba ni Alex abrieron la boca. Alex dudaba que el discurso de Daisy hubiera intimidado a Sheba, pero se sintió orgulloso de que su esposa se hubiera defendido sola. Observó a su antigua amante y sólo sintió asco.

– ¿Qué te pasa, Sheba? Siempre has sido una mujer dura, pero nunca fuiste cruel.

– No sé de qué te quejas. A ti tampoco te gusta la exposición de fieras.

– No te hagas la tonta. Querías hacer daño a Daisy y lo has conseguido. La utilizas a ella para hacerme daño a mí y no pienso consentirlo.

– No seas creído, no eres tan importante.

– Te conozco, Sheba. Sé cómo piensas. Todo iba bien mientras la gente pensaba que Daisy era una ladrona, pero ahora que saben la verdad, no puedes soportarlo.

– Hago lo que me da la gana, Alex. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

– ¿Dónde está la gorila?

– No es asunto tuyo. -Sheba salió de la caravana tras fulminarle con la mirada.

Alex se negó a ir tras ella, no pensaba darle la satisfacción de tener que pedirle nada. Se acercó al teléfono.

Tardó un día en localizar al distribuidor al que Sheba había vendido la gorila. El distribuidor le pidió el doble de lo que le había pagado a Sheba por el animal, pero Alex no regateó.

Buscó un hogar confortable para Glenna y, el miércoles de la semana siguiente, pudo decirle a Daisy que su gorila se acababa de convertir en la nueva residente del zoo Brookfield de Chicago. Lo que no le dijo fue que había sido su dinero el que lo había hecho posible.

Daisy rompió a llorar y le dijo que era el marido más maravilloso del mundo.


Brady y Heather se detuvieron en el mostrador de la TWA en el aeropuerto de Indianápolis. La chica embarcaría en un avión de esa compañía rumbo a Wichita. No se habían dirigido la palabra desde que habían salido del recinto esa mañana, y a Brady le corroía la culpa, algo que no le gustaba nada. Sheba lo había insultado de todas las maneras que sabía y, el día anterior, Daisy lo había acorralado contra uno de los tenderetes para ponerlo de vuelta y media. Lo habían hecho sentir un canalla. Pero ninguna de ellas sabía lo que era tener una hija ni quererla tanto que haría cualquier cosa por ella. Miró enfadado a su hija.

– Haz caso a tu tía Terry, ¿me oyes? Te llamaré todas las semanas. Si necesitas dinero me lo dices, y no se te ocurra empezar a salir con chicos todavía.

Ella miró hacia delante, con la mochila agarrada firmemente entre las manos. Se la veía tan bonita, delgada y resentida, que a él le dolió el corazón. Quería proteger a su hija, protegerla y hacerla feliz. Daría su vida por ella.

– Te enviaré un billete de avión para que vengas a Florida a pasar las vacaciones de Navidad con nosotros -dijo bruscamente. -Quizá podríamos ir a Disneylandia. ¿Te gustaría?

Heather se volvió hacia él con la barbilla temblorosa.

– No quiero volver a verte en mi vida.

Brady sintió un dolor desgarrador en las entrañas.

– No lo dices en serio.

– Ojalá no fueras mi padre.

– Heather…

– No te quiero. Nunca te he querido. -Sin derramar ni una sola lágrima y con la cara inexpresiva, Heather lo miró directamente a los ojos. -Quería a mamá, pero a ti no.

– No digas eso, cariño.

– Deberías sentirte feliz. Ya no tienes que sentirte culpable por no quererme.

– ¿Quién te ha dicho que no te quiero? Maldita sea, ¿te lo han dicho los chicos?

– Eres tú quien me lo ha dicho.

– Jamás he hecho tal cosa. ¿De qué diablos hablas?

– Me lo has demostrado de mil maneras. -Se puso la mochila al hombro. -Lamento lo que sucedió con el dinero, pero ya te lo dije. Ahora me piro al avión. No te molestes en llamarme. Siempre estaré demasiado ocupada para ponerme al teléfono.

Se dio media vuelta y se alejó de él. Le enseñó el billete a la azafata y desapareció por la puerta de embarque.

Santo Dios, ¿qué había hecho? ¿Qué había querido decir su hija con que le había demostrado de mil maneras que no la quería? Jesús, María y José, lo había jodido todo. Él sólo quería lo mejor para ella. Aquel era un mundo duro y tenía que ser exigente con ella o acabaría convirtiéndose en una vaga. Pero todo había salido mal.

En ese momento se dio cuenta de que no podía dejar que se fuera. Sheba y Daisy habían tenido razón desde el principio.

Empujó a la azafata al pasar por su lado y se coló por la puerta de embarque dando voces.

– ¡Heather Pepper, vuelve aquí ahora mismo!

La alarmada azafata se interpuso en su camino.

– Señor, ¿puedo ayudarle en algo?

Los pasajeros que se interponían entre Heather y él se giraron para ver qué pasaba, pero ella siguió caminando.

– ¡Vuelve aquí inmediatamente! ¿Me has oído?

– Señor, voy a tener que llamar a seguridad. Si tiene algún problema…

– Venga, llámelos. Esa chica es mi hija y quiero que vuelva.

Heather casi había llegado a la puerta del avión cuando Brady la alcanzó.

– No pienso tolerar que ninguna hija mía me hable así. ¡Ni hablar! -La apartó a un lado con intención de decirle lo que se merecía. -Si crees que adoptando esa actitud conseguirás volver con tu tía Terry, estás muy equivocada. Mueve el culo, nos volvemos al circo, jovencita, y espero que te guste limpiar porque es lo que vas a hacer de camino a Florida.

Ella se lo quedó mirando con los ojos tan abiertos que parecían caramelos azules de menta.

– ¿Me quedo?

– Por supuesto que te quedas. Y no quiero volverte a oír hablar así. -Se le quebró la voz. -Soy tu padre, y si se te ocurre no quererme de la misma manera que yo te quiero, te arrepentirás.

A continuación, Brady la abrazó y ella le devolvió el abrazo mientras los pasajeros que intentaban subir al avión los empujaban con sus bolsas y carritos, pero a ninguno de los dos pareció importarle. Brady siguió abrazando con fuerza a esa hija que amaba con locura y de la que no pensaba separarse nunca.


La noche del lunes sólo hubo una función, así que Alex invitó a Daisy a cenar fuera. La suave música flotaba en el comedor en penumbra de un lujoso restaurante en el centro de Indianápolis, donde la pareja tomó asiento en un reservado de la esquina.

Ahora que ya no estaba preocupada por Glenna, Daisy se sentía como si le hubieran quitado un peso de encima. También había contribuido a su bienestar que Brady hubiera regresado del aeropuerto con Heather. El equilibrista no se había mostrado demasiado comunicativo al respecto, más bien se había comportado como un puerco espín cuando Daisy le había preguntado qué había sucedido, pero fue evidente que mantuvo a su hija pegada a él durante casi todo el día. Ésta no había estado tan feliz en todo el verano.

De todas maneras, Daisy consideraba las últimas dos semanas las mejores de su vida. Alex había sido tan tierno y cariñoso con ella que apenas parecía el mismo hombre. Estaba decidida a contarle lo del bebé esa noche, aunque aún no sabía cómo.

Alex sonrió; estaba tan guapo que el corazón de Daisy hizo una pirueta. A los hombres corpulentos no solía sentarles bien el traje, pero él era, definitivamente, una excepción.

– Estás preciosa esta noche.

– Pensé que ya no sabría cómo arreglarme. -Por una vez no se vio impulsada a decirle que su madre habría estado guapísima, tal vez porque a Daisy ya no le importaba su apariencia tanto como antes. Se había pasado tanto tiempo en vaqueros, coleta y con la cara lavada que esa noche se sentía muy sofisticada.

– Te aseguro que estás estupenda.

Ella sonrió. Para salir a cenar se había puesto la única ropa de vestir que tenía: un jersey de seda color hueso y una minifalda a juego. Había utilizado como cinturón una larga bufanda dorada y se la había enrollado dos veces a la cintura dejando colgar los flecos de los extremos. Las únicas joyas que llevaba puestas eran la alianza y unos discretos pendientes de oro. Como no había querido malgastar el dinero en ir a la peluquería, tenía el pelo más largo que nunca y, tras tantas semanas de llevarlo recogido, sentía el sensual roce en el cuello y en los hombros.

El camarero dejó dos ensaladas ante ellos, cada una con corazones de alcachofa, vainas de guisante y pepino, regadas con salsa de frambuesa y sazonadas con queso rallado.

En cuanto los dejó solos, Daisy susurró:

– Tal vez deberíamos haber pedido la ensalada de la casa, esto parece demasiado caro.

Alex pareció divertirse con su preocupación.

– Incluso los más humildes tenemos derecho a vivir la vida de vez en cuando.

– Lo sé, pero…

– No te preocupes por eso, cariño. Podemos permitírnoslo.

Daisy decidió para sus adentros que las siguientes semanas haría comidas baratas para compensar el gasto. Aunque Alex no hablaba jamás de dinero, ella no creía que un profesor universitario ganara demasiado.

– ¿No quieres que te sirva vino?

– No, así está bien. -Al beber un sorbo de agua con gas, miró el vino que brillaba en la copa de Alex. Había pedido una de las botellas más caras de la carta y a ella le habría encantado probarlo, pero no pensaba hacer nada peligroso para el bebé.

No deberían tirar el dinero en una cena tan cara con un bebé en camino. Tan pronto como terminara la gira, buscaría un trabajo y trabajaría hasta que llegara el momento del parto, así podría ayudar con los gastos extra. Cuatro meses antes no se le hubiera pasado por la cabeza tal cosa, pero ahora la idea de trabajar duro no le preocupaba. Pensó que le gustaba mucho la persona en la que se había convertido.

– Come. Me encanta verte meter el tenedor en la boca. -La voz de Alex se había vuelto ronca y manifiestamente seductora. -Me recuerda a todas esas otras cosas que haces con ella.

Daisy se ruborizó y volvió a concentrarse en la ensalada, pero sentía los ojos de Alex clavados en ella con cada bocado que daba. Un montón de imágenes eróticas comenzó a desfilar por su mente.

– ¡Deja de hacer eso! -Soltó el tenedor con exasperación.

Él acarició el tallo de la copa con aquellos dedos largos y elegantes, luego deslizó el pulgar por el borde.

– ¿Que deje de que hacer qué?

– ¡Deja de seducirme!

– Pensaba que te gustaba que te sedujera.

– No cuando me he arreglado para cenar en un restaurante.

– Entiendo. Ya veo que no llevas sujetador. ¿Llevas bragas?

– Por supuesto.

– ¿Algo más?

– No. Con las sandalias no uso pantis.

– Bien. Pues vas a hacer lo siguiente: levántate y ve al baño. Quítate las bragas y mételas en el bolso. Luego vuelve aquí.

El calor se extendió por los lugares más secretos del cuerpo de Daisy.

– ¡No pienso hacer eso!

– ¿Sabes qué pasó la última vez que un Petroff desafió a un Romanov?

– No, y no sé si quiero saberlo.

– Perdió la cabeza. Literalmente.

– Entiendo.

– Pues te doy diez segundos.

Aunque mantenía una expresión desaprobadora, a Daisy se le había disparado el pulso ante la idea.

– ¿Es una orden?

– Apuesta tu dulce trasero a que sí.

Aquellas palabras fueron como una caricia erótica que casi la hizo disolverse, pero logró apretar los labios y levantarse de la mesa con aparente renuencia.

– Señor, es usted un tirano y un déspota.

Salió del comedor con la ronca risa de Alex resonando en sus oídos.

Cuando regresó cinco minutos después, se acercó apresuradamente al reservado. Si bien las luces eran tenues, estaba segura de que todos podían darse cuenta de que estaba desnuda bajo la delgada tela de seda. Alex la estudió con atención mientras se acercaba. Había tal arrogancia en su postura que no cabía duda de que era un Romanov de los pies a la cabeza.

Cuando Daisy se acomodó a su lado, él le pasó un brazo por los hombros y le deslizó un dedo por la clavícula.

– Pensaba decirte que abrieras el bolso y me mostraras tu ropa interior para estar seguro de que habías seguido mis órdenes, pero me parece que no será necesario.

– ¿Se nota? -Miró a los lados, alarmada. -Ahora todos saben que estoy desnuda debajo de la ropa y es culpa tuya. Nunca debí dejar que me convencieras de esto.

Alex le deslizó la mano bajo el pelo y la cogió por la nuca.

– Tal y como yo lo recuerdo, no tenías otra opción. Fue una orden real, ¿recuerdas?

Él había aprovechado todas las oportunidades que se le presentaban para tomarle el pelo desde el domingo, y ella disfrutaba de cada minuto. Le lanzó una mirada reprobatoria.

– Yo no obedezco órdenes reales.

Él se acercó más y le rozó la oreja con los labios.

– Cariño, con un chasquido de dedos puedo hacer que te encierren en una mazmorra. ¿Seguro que no quieres reconsiderar tu postura?

La llegada del camarero la salvó de responder. Había retirado los restos de la ensalada mientras ella estaba en el baño y ahora les sirvió el plato principal. Alex había pedido salmón ahumado y ella pasta. Los linguini olían a sabrosas hierbas y a los camarones que se escondían entre las verduras. Mientras probaba el delicado manjar, Daisy intentó olvidarse de que estaba medio desnuda, pero Alex no la dejó.

– ¿Daisy?

– ¿Mmm?

– No quiero ponerte nerviosa, pero…

Él levantó la servilleta que cubría el pan caliente y estudió atentamente la cesta y su contenido. Ya que todos los panecillos eran iguales, ella no entendía por qué tardaba tanto tiempo en elegir uno como no fuera para ponerla nerviosa.

– ¿Qué? -lo azuzó. -¿Qué decías?

Alex partió el pan y lo untó lentamente de mantequilla.

– Si no me satisfaces por completo esta noche… -la miró, y sus ojos estaban llenos de fingido pesar- me temo que tendré que cederte a mis hombres.

– ¡Qué! -Daisy casi se levantó de un salto de los cojines.

– Es sólo para inspirarte. -Con una sonrisa diabólica, hundió con firmeza los dientes blancos en el trozo de pan.

¿Quién podía haber imaginado que ese hombre tan complicado sería un amante tan imaginativo? Pensó que ese pícaro juego podían jugarlo los dos y sonrió con dulzura.

– Entiendo, Su Alteza Imperial. Le aseguro que estoy demasiado aterrada por su real presencia para osar decepcionarle.

Alex arqueó una ceja diabólicamente mientras pinchaba un camarón del plato de Daisy y se lo acercaba a los labios de la joven.

– Abre la boquita, cariño.

Daisy se tomó su tiempo para comer el camarón y, mientras, deslizó los dedos por el interior de la pantorrilla de Alex, agradeciendo la intimidad y la escasa luz del reservado que los resguardaban de miradas curiosas. Tuvo la satisfacción de sentir cómo a su marido se le tensaban los músculos de la pierna y supo que él no estaba tan relajado como parecía.

– ¿Tienes las piernas cruzadas? -preguntó él.

– Sí.

– Sepáralas. -Ella casi soltó un grito ahogado. -Y mantenías así el resto de la velada.

La comida se volvió insípida de repente y todo en lo que Daisy pudo pensar fue en salir del restaurante y meterse en la cama con él.

Separó las piernas unos centímetros. Él le tocó la rodilla bajo el mantel, y su voz ya no sonó tan segura como antes.

– Muy bien. Sabes acatar las órdenes. -Introdujo la mano debajo de la falda y la deslizó hacia arriba por el interior del muslo.

Tal audacia la dejó sin aliento y, en ese momento, se sintió como una esclava bajo el yugo del zar. La fantasía la hizo sentirse débil de deseo.

Aunque ninguno de los dos mostró señales de apresuramiento, acabaron de comer en un tiempo récord y rehusaron tomar el café y el postre. Pronto estuvieron de regreso en el circo.

Alex no le dirigió la palabra hasta que estuvieron dentro de la caravana, donde lanzó las llaves en el mostrador antes de volverse hacia ella.

– ¿Has tenido suficiente diversión por esta noche, cariño?

El roce de la seda en su piel desnuda y su flirteo público habían hecho que Daisy abandonara sus inhibiciones, pero aun así se sintió un poco tonta cuando bajó la vista e intentó mostrarse sumisa.

– Lo que Su Alteza Imperial desee.

Él sonrió.

– Entonces desnúdame.

Ella le quitó la chaqueta y la corbata, y le desabotonó la camisa al mismo tiempo que presionaba la boca contra el torso que dejaba al descubierto. El roce sedoso del vello cosquilleó en sus labios poniéndole la piel de gallina. Lamió una de las oscuras y duras tetillas. Sintió los dedos torpes al forcejear con la hebilla del cinturón y, cuando por fin consiguió abrirlo, comenzó a bajarle la cremallera.

– Desnúdate tú primero -dijo él, -pero antes dame la bufanda.

A Daisy le temblaron las manos cuando se desató la bufanda dorada de la cintura y se la dio. Se quitó los pendientes y se deshizo de las sandalias. Con un grácil movimiento se pasó el jersey por la cabeza mostrando los pechos. La cinturilla de la falda cedió bajo los dedos y la frágil seda se le deslizó por las caderas. La apartó con el pie y se quedó desnuda ante él.

Alex la acarició con la mano, desde el hombro a la cadera, desde las costillas a los muslos, como si estuviera marcando una propiedad. El gesto licuó la sangre de Daisy en sus venas, enardeciéndola hasta tal punto que apenas era capaz de mantenerse en pie. Satisfecho, él cogió la bufanda y dejó que el extremo se deslizara lentamente entre sus dedos.

Había una amenaza erótica en el gesto y Daisy no pudo apartar la vista de la tela. ¿Qué iba a hacer Alex con ella?

Contuvo el aliento cuando él le pasó la bufanda alrededor del cuello dejando que los extremos colgasen sobre sus pechos. Tomando los flecos en las manos, Alex levantó primero un extremo y luego el otro, deslizándolos de un lado a otro. Los dorados hilos de seda le rozaron los pezones con suavidad. La sensación, cálida y pesada, se extendió por el vientre de Daisy.

A Alex se le oscurecieron los ojos hasta adquirir el color del brandy.

– ¿A quién perteneces?

– A ti -susurró ella.

Él asintió con la cabeza.

– ¿Ves qué sencillo es?

Terminó de desnudarlo. Entonces, Daisy deslizó las palmas de las manos por los muslos de Alex, sintiendo las duras texturas de la piel y los músculos. Estaba majestuosamente excitado. Ella sintió los pechos pesados y consideró que tenía más que suficiente, pero siguió con la fantasía.

– ¿Qué quieres ahora de mí? -preguntó.

Él apretó los dientes y emitió un profundo sonido inarticulado mientras la empujaba por los hombros hacia abajo.

– Esto.

A Daisy se le paró el corazón. Acató su orden silenciosa y lo amó como quería. El tiempo perdió su significado. A pesar de estar en aquella postura sumisa, nunca se había sentido tan poderosa. Alex le enredó los dedos en el pelo, mostrándole sin palabras lo que necesitaba. Los ahogados gemidos de placer de Alex incrementaron la excitación de Daisy.

La joven sintió la rígida tensión de los músculos bajo las palmas de las manos y la película de sudor que cubría aquella dura piel masculina. En ese momento Alex la puso bruscamente en pie y la tendió en la cama.

Retrocedió un paso para mirarla a los ojos.

– Ábrete para mí y dejaré que me sirvas otra vez.

Oh, Santo Dios. Alex debió de sentir el estremecimiento que la recorrió porque sus ojos se entornaron con satisfacción. Daisy separó las piernas.

– No tan rápido. -Él le atrapó el lóbulo de la oreja entre los dientes y lo mordisqueó con suavidad. -Primero tengo que castigarte.

– ¿Castigarme? -Ella se quedó rígida pensando en los látigos guardados bajo la cama, justo debajo de sus caderas.

– Me has excitado, pero no has terminado lo que empezaste.

– Eso fue porque tú…

– Basta. -Alex se levantó de nuevo y la miró con toda la noble arrogancia heredada de sus antepasados Romanov.

Daisy se relajó. Él jamás le haría daño.

– Cuando quiera tu opinión, mujer, te la pediré. Hasta entonces, será mejor que controles la lengua. Mis cosacos llevan demasiado tiempo sin una mujer.

Ella le lanzó una mirada afilada.

A Alex le tembló la comisura de los labios, pero no sonrió. Se limitó a inclinar la cabeza y rozarle con los labios el interior del muslo.

– Sólo hay un castigo adecuado para una esclava que no sabe guardar silencio. Una severa y cruel reprimenda.

El techo dio vueltas mientras él cumplía su amenaza y la llevaba a un reino de ardiente placer, a un éxtasis tan antiguo como el tiempo. El cuerpo de Alex se volvió resbaladizo por el sudor y tensó los músculos de los hombros bajo las manos de Daisy, pero no se detuvo. Sólo al final, cuando ella le rogó que forzara la dulce penetración que necesitaba con tanta desesperación.

Alex la penetró profundamente y toda diversión desapareció de sus ojos.

– Quiero amarte -susurró.

A ella le ardieron los ojos por las lágrimas cuando él dijo las palabras que tanto había deseado oír. Alex se pegó a su cuerpo, y se dejaron llevar por un ritmo tan eterno como el latido de sus corazones. Se movieron como si fueran uno. Daisy sintió cómo su amado la llenaba por completo, llegando al mismo centro de su alma.

Se perdieron en un torbellino de pasión; hombre y mujer, cielo y tierra. Todos los elementos de la creación convergiendo en una perfecta combinación.

Cuando todo terminó, Daisy experimentó una dicha que nunca había sentido antes y tuvo la certeza de que todo iría bien entre ellos. «Quiero amarte», había dicho él. No había dicho, «quiero hacer el amor contigo», sino «quiero amarte». Y lo había hecho. No podía haberla amado más intensamente aunque hubiera repetido las palabras cien veces.

Lo miró por encima de la almohada. Estaba de cara a ella, con los ojos medio cerrados y somnolientos. Extendiendo el brazo, Daisy le acarició la mejilla y él volvió la cabeza para besarle la palma de la mano.

Ella le recorrió la mandíbula con el pulgar, disfrutando de la suave aspereza de su piel.

– Gracias.

– Soy yo quien debería darte las gracias.

– ¿Quiere eso decir que no vas a compartirme con tus cosacos?

– No te compartiría con nadie.

El juego erótico que habían estado jugando la había hecho olvidarse de la promesa que se había hecho interiormente de decirle lo del bebé esa noche.

– Llevas días sin hablar del divorcio.

Alex se puso en guardia de inmediato y rodó sobre la espalda.

– No he pensado en ello.

Daisy se sintió desanimada por su retirada, pero ya sabía que iba a ser difícil y continuó presionándolo, aunque con toda la suavidad que pudo.

– Me alegro. No es algo agradable en lo que pensar.

La observó con una mirada preocupada.

– Sé lo que quieres que diga, pero aún no puedo. Dame un poco más de tiempo, ¿vale?

Con un nudo en la garganta, Daisy asintió con la cabeza.

Parecía tan nervioso como un animal salvaje obligado a vivir bajo el yugo de la civilización.

– Nos lo tomaremos día a día.

Daisy comprendió que no debía seguir presionándolo. Pero el hecho de que él no hubiera mencionado que su matrimonio finalizaría en apenas dos meses le daba la suficiente esperanza como para retrasar un poco más la noticia del bebé.

– Eso haremos.

Él se incorporó y se reclinó contra las almohadas apoyadas contra el cabecero.

– Sabes que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, ¿verdad?

– Sin lugar a dudas.

Él se rio entre dientes y dio la impresión de que lo abandonaba parte de la tensión. Daisy se puso boca abajo, se apoyó en los codos y le acarició el vello del pecho con la yema de los dedos.

– ¿Catalina la Grande fue una Romanov?

– Sí.

– He leído que era una mujer muy lujuriosa.

– Tenía un montón de amantes.

– Y mucho poder. -Daisy se inclinó hacia delante y le mordisqueó el pectoral. Alex se estremeció, así que lo mordisqueó otra vez.

– ¡Ay! -la cogió por la barbilla. -¿Qué es lo que está tramando exactamente esa retorcida mente tuya?

– Sólo pensaba en todos esos hombres tan fuertes bajo el yugo de Catalina la Grande…

– Aja.

– … obligados a servirla… a someterse a ella.

– Aja.

Ella le acarició con los labios.

– Te toca ser el esclavo, machote.

Por un momento él pareció alarmado, luego soltó un profundo suspiro.

– Creo que he muerto y he ido al cielo.

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