CAPÍTULO 05

Cuando Daisy salió de la caravana por la tarde, se tropezó con una ¡oven, espigada y rubia, que llevaba un chimpancé sobre los hombros. La reconoció como Jill, de «Jill y Amigos», un número en el que participaban un perro y el chimpancé. Tenía la cara redonda, la piel perfecta y el pelo con las puntas abiertas, algo en lo que Daisy podría ayudarla si le daba la oportunidad.

– Bienvenida al circo de los Hermanos Quest -dijo la mujer. -Soy Jill.

Daisy le devolvió la cordial sonrisa.

– Yo soy Daisy.

– Lo sé. Heather me lo ha dicho. Éste es Frankie.

– Hola, Frankie. -Daisy levantó la cabeza hacia el chimpancé encaramado en los hombros de Jill, luego dio un salto atrás cuando él le enseñó los dientes y chilló. Ya estaba bastante nerviosa tras un día sin nicotina y la reacción del chimpancé sólo consiguió exacerbarla aún más.

– Cállate, Frankie. -Jill le palmeó la pierna peluda. -No sé qué le pasa. Le gustan todas las mujeres.

– Los animales no suelen ser demasiado cariñosos conmigo.

– Eso es porque te dan miedo. Ellos siempre lo notan.

– Supongo que será eso. Me mordió un pastor alemán cuando era pequeña y desde entonces les tengo miedo a todos los animales. -El pastor alemán no había sido el único. Recordó una excursión del colegio a un zoo de Londres cuando tenía seis años. Se había puesto histérica cuando una cabra había comenzado a mordisquearle el uniforme.

Una mujer con unos pantalones bombachos negros y una camiseta enorme se acercó y se presentó como Madeline. Daisy sabía que era una de las chicas que había entrado a la pista a lomos de uno de los elefantes. Su ropa informal hizo que Daisy se sintiera demasiado arreglada. Había querido tener buen aspecto en su primer día en la taquilla; para ello se había puesto una blusa de seda color marfil con unos pantalones gris perla de Donna Karan en lugar de los vaqueros y la camiseta del outlet que Alex había insistido en comprarle antes de llegar.

– Daisy es la novia de Alex-dijo Jill.

– Ya lo he oído -contestó Madeline. -Qué suerte la tuya. Alex está como un tren.

Daisy abrió la boca para decirles a esas chicas que era la esposa de Alex, no su novia, pero se echó hacia atrás cuando Frankie comenzó a gritarle.

– Calla, Frankie. -Jill le dio al chimpancé una manzana, luego miró a Daisy con el evidente placer de quien ama un buen cotilleo. -Alex y tú debéis ir en serio. Jamás había visto que trajera a una chica a vivir con él.

– A Sheba le va a dar un ataque cuando regrese. -Parecía que a Madeline le complacía tal posibilidad.

Frankie miró a Daisy fijamente, poniéndola tan nerviosa que le costó prestar atención a las dos jóvenes. Observó alarmada que Jill bajaba al chimpancé al suelo, donde se le agarró firmemente a la pierna.

Daisy dio otro paso atrás.

– No tendrás una correa por ahí, ¿verdad?

Jill y Madeline se rieron.

– Está amaestrado -dijo Jill, -no necesita correa.

– ¿Seguro?

– Sí. ¿Cómo os conocisteis Alex y tú? Jack Daily, el maestro de ceremonias, nos ha dicho que Alex no le ha contado nada de su amiguita.

– Soy algo más que su amiguita. ¿Estás segura sobre la correa?

– No te preocupes. Frankie no le haría daño ni a una mosca.

El chimpancé pareció perder interés en ella, y Daisy se relajó.

– No soy la amiguita de Alex.

– ¿No estáis viviendo juntos? -preguntó Madeline.

– Claro que sí. Soy su mujer.

– ¡Su mujer! -Jill soltó un chillido de placer que estremeció a Daisy hasta la punta de los pies. -¡Alex y tú estáis casados! Es genial.

Madeline miró a Daisy con resentimiento.

– Voy a fingir que me parece bien, aunque llevo más de un mes intentando ligármelo.

– Tú y medio circo -rio Jill.

– ¡Dai-syyyyy!

Vio que Heather la llamaba a voces desde el lado del patio.

– ¡Daisy! -gritó la adolescente. -Alex dice que te estás retrasando. Está bastante mosqueado contigo.

Daisy se sintió avergonzada. No quería que aquellas chicas supieran que Alex y ella no se habían casado por amor.

– Es un impaciente. Supongo que será mejor que me vaya. Encantada de haberos conocido. -Se dio la vuelta con una sonrisa, pero sólo había dado unos pasos, cuando sintió un golpe en la espalda.

– ¡Ay! -Se volvió con rapidez y vio una manzana mordida en el suelo al lado de ella. Más allá, Frankie gritaba con deleite mientras Jill le dirigía una mirada avergonzada.

– Lo siento -gritó. -No sé por qué actúa de esta manera. Deberías estar avergonzado, Frankie, Daisy es nuestra amiga.

Las palabras de Jill mermaron el deseo de Daisy de estrangular a la pequeña bestia, así que se despidió de las dos mujeres con la mano y se dirigió hacia la caravana de la taquilla. Se corrigió mentalmente al recordar que se suponía que tenía que llamarlo El vagón rojo. Poco antes, Alex le había contado que las taquillas del circo se llamaban siempre así, fueran del color que fuesen.

Heather se puso a su lado y ajustó su paso al de ella.

– Quería pedirte perdón por haber sido grosera contigo ayer. Estaba de mal humor.

Daisy sintió que por fin veía a la persona que se ocultaba tras aquella fachada de hostilidad.

– No pasa nada.

– Alex está muy cabreado. -Daisy se sorprendió al oír un atisbo de simpatía en la voz de Heather. -Sheba dice que es el tipo de hombre que nunca está demasiado tiempo con una mujer, así que estate preparada para… ya sabes.

– ¿Qué?

– Ya sabes. Para que pase de ti. -Soltó un suspiro de pesar. -Debe de ser una pena ser su novia tan poco tiempo.

Daisy sonrió.

– Yo no soy su novia. Soy su mujer.

Heather se paró en seco y se puso pálida.

– ¡No es cierto!

Daisy también se detuvo y, cuando vio la reacción de la chica, le tocó el brazo con preocupación.

– Alex y yo nos casamos ayer por la mañana, Heather.

Heather se zafó de ella.

– No te creo. ¡Mientes! Sólo lo dices porque yo no te gusto.

– No estoy mintiendo.

– Alex no se ha casado contigo. ¡No lo ha hecho! ¡Sheba me dijo que él jamás se casaría!

– Pues Sheba se ha equivocado. Para asombro de Daisy, a Heather se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Puta! ¡Te odio! ¿Por qué no me lo dijiste? ¡Odio que te hayas burlado de mí! -Dio varios pasos hacia atrás antes de volverse y correr hacia las caravanas. Daisy la siguió con la mirada, intentando comprender la razón de la hostilidad de la chica hacia ella. Sólo se le ocurrió una explicación. Heather debía de estar enamorada de Alex. Daisy experimentó una inesperada punzada de compasión. Recordaba demasiado bien lo que se sentía al ser una adolescente sin ningún control sobre las acciones de los adultos que la rodeaban. Con un suspiro, se encaminó al vagón rojo.

A pesar del nombre que recibía, la taquilla era blanca; estaba salpicada por un puñado de estrellas de colores y un letrero donde se leía: HERMANOS QUEST. En contraste con el alegre exterior, el interior era aburrido y desordenado. Un maltrecho escritorio de acero se asentaba frente a un pequeño sofá repleto de montones de periódicos. Había sillas que no hacían juego, un viejo archivador y un flexo verde con la pantalla abollada. Alex estaba sentado detrás del escritorio, con un móvil en una mano y un portapapeles en la otra. Una sola mirada a su cara tempestuosa le dijo a Daisy que Heather había tenido razón en una cosa: Alex estaba realmente enfadado.

Su marido acabó la conversación bruscamente y se levantó, hablándole con esa calmada y espeluznante voz que ella estaba empezando a temer cada vez más.

– Cuando digo que estés en un sitio a una hora, quiero que estés allí a esa hora.

– Pero sí apenas llego media hora tarde.

Su voz se hizo todavía más áspera.

– No sabes nada sobre la vida real, ¿verdad, Daisy? Esto es un trabajo, no es como tener cita en la peluquería. De ahora en adelante, te quitaré cinco dólares del sueldo por cada minuto de retraso.

A Daisy se le iluminó la cara.

– ¿Vas a pagarme?

Él suspiró.

– Por supuesto que voy a pagarte. Es decir, si realmente llegas a hacer algo. Pero no creas que vas a poder comprarte diamantes. Los sueldos en el circo son muy bajos.

A ella no le importó. La idea de recibir un sueldo era emocionante.

– Enséname qué tengo que hacer. Te prometo que no volveré a retrasarme.

Alex la llevó a la ventanilla que había en el lateral de la caravana y le explicó el procedimiento con voz suave. Era muy sencillo y Daisy lo aprendió de inmediato.

– Comprobaré hasta el último penique -dijo él, -así que no cojas nada, ni siquiera para tabaco.

– Yo no haría eso.

Él no pareció convencido.

– Y asegúrate de no perder de vista el cajón de la recaudación ni un minuto. El circo está al borde de la ruina, no podemos permitirnos el lujo de perder dinero.

– Por supuesto que no lo haré. No soy estúpida.

Ella contuvo el aliento presintiendo que él lo negaría, pero Alex se concentró en destrabar la bisagra de la ventanilla. La acompañó mientras despachaba a los primeros clientes para asegurarse de que lo hacía bien, y cuando vio que no tenía ningún tipo de problema le dijo que se iba.

– ¿Vas a la caravana? -preguntó ella.

– Iré cuando tenga que vestirme. ¿Por qué?

– Lo he dejado algo revuelto. -Tenía que volver a la caravana antes de que él viera el desorden que había. Al comenzar con la limpieza, debería haber dejado los armarios para el final, pero había querido fregar a fondo, Así que había vaciado los estantes para limpiarlos primero. Ahora los armarios estaban limpios, pero no le había dado tiempo de volver a colocar las cosas y no había ni una sola superficie en la caravana que no estuviera cubierta por algo: ropa, herramientas o un alarmante montón de látigos.

– Te juro que lo recogeré todo en cuanto acabe aquí -le dijo atropelladamente, -así que no te preocupes si ves las cosas fuera de su sitio.

Él asintió con la cabeza y la dejó sola. Las siguientes horas pasaron sin incidentes. A Daisy le gustaba conversar con las personas que iban a comprar las entradas, y en varias ocasiones, cuando las familias le parecían pobres, se inventó un sinnúmero de asombrosas razones para decirles que habían ganado entradas gratis.

Ya se había propagado el rumor de que era la mujer de Alex, y muchos de los empleados del circo se inventaron excusas para pasar por allí y satisfacer su curiosidad sobre ella. Tanta cordialidad extrañó a Daisy. Reconoció a algunos de los hombres que se ocupaban de los tenderetes, a algunos payasos y a varios miembros de la familia Lipscomb, que realizaba un número ecuestre. Se dio cuenta de que algunas de las chicas tenían que disimular para ocultar los celos que sentían porque ella hubiera logrado pescar a Alex Markov; Daisy apreció el gesto. Por primera vez, sintió un atisbo de esperanza. Tal vez las cosas resultaran bien después de todo.

Quizá la persona más interesante que se presentó ante ella fue Brady Pepper, el padre de Heather. Apareció con sus ropas de trabajo: un mono blanco ceñido a la cintura por un ancho cinturón de color oro con unas cintas doradas que adornaban el escote y los tobillos.

Una chica llamada Charlene ya le había dicho que Brady y Alex eran los hombres más atractivos del circo, y tuvo que darle la razón. Brady Pepper le recordaba a una versión más baja de Sylvester Stallone, lleno de músculos, actitud arrogante y acento neoyorquino. Tenía un atrayente aspecto de tío rudo, aunque por la manera que tuvo de examinarla de arriba abajo Daisy supo que era un redomado mujeriego. Se recostó en la esquina del escritorio con las piernas extendidas; la perfecta imagen de un hombre que se sentía a gusto con su cuerpo.

– Así que procedes del circo, ¿no?

Él le hizo la pregunta con el tono agresivo y casi acusatorio que muchos neoyorquinos empleaban para preguntar cualquier cosa y Daisy tardó un momento en darse cuenta de a qué se refería.

– ¿Yo? Oh, no. Mi familia no forma parte del circo.

– Eso lo hará todo más difícil para ti. En el circo de los Hermanos Quest no eres nadie si no puedes justificar tu ascendencia circense en un mínimo de tres generaciones. Simplemente pregúntale a Sheba.

– ¿A Sheba?

– Es la dueña del circo. Bathsheba Cardoza Quest. Es una de las voladoras más famosas del mundo. Trapecista -dijo él cuando vio su expresión confusa. -Ahora entrena a los hermanos Tolea, que actúan con nosotros. Son rumanos. También hace la coreografía de otros números, supervisa el vestuario y otras cosas por el estilo.

– Si el circo es suyo, ¿por qué no lo dirige ella en vez de Alex?

– Ése es un trabajo de hombres. El gerente tiene que tratar con borrachos, peleas con cuchillo, discusiones. A Sheba no le gustan esas cosas.

– Aún no la conozco.

– Es que se ha ido unos días. Lo hace en ocasiones, cuando las cosas se ponen feas por aquí.

Debió de resultar evidente que ella no comprendía lo que él había querido decir, así que se lo explicó.

– A Sheba le gustan los hombres. Sin embargo, no está demasiado tiempo con ninguno. Es un poco esnob. No se enrolla con nadie que no proceda de una antigua familia del circo.

La imagen que se había formado de la dueña del circo, una viuda entrada en años, se desvaneció de la mente de Daisy. El gesto tirante en la boca de Brady hizo que se preguntara si Sheba Quest no significaría algo para él.

– En mi caso, mi viejo era carnicero en Brooklyn. Me marché con un circo ambulante el día que me gradué en el instituto y nunca miré atrás. -La miró con algo de rabia, como si esperara que discutiera con él. -Sin embargo mis hijos sí tienen sangre circense en las venas gracias a su madre.

– No creo haberla conocido.

– Cassie murió hace dos años, pero nos divorciamos hace doce, por lo que no estoy exactamente de luto. Ella odiaba el circo, aunque había crecido en él, y por esa razón se mudó a Wichita y se licenció en la universidad, pero a mí me gusta este mundo y me quedé aquí.

Así que Heather también había perdido a su madre. Daisy quiso saber aún más.

– Entonces tus hijos viven contigo, ¿no?

– Heather vivía en Wichita con su madre, pero Cassie tenía problemas para manejar a los chicos, así que se vinieron a vivir conmigo cuando eran muy jóvenes. Desde ese día, hice una función con ellos. Matt y Rob tienen ahora veinte y veintiún años. Son unos demonios, ¿pero qué puedes esperar siendo yo su padre?

Daisy no estaba interesada en los diabólicos hijos de Brady e ignoró la inconfundible nota de orgullo en su voz.

– Entonces, ¿Heather acaba de venirse a vivir contigo?

– Llegó el mes pasado, pero suele pasar conmigo un par de semanas en verano. Aunque claro, no es como vivir aquí todo el año.

Cuando lo vio fruncir el ceño, se dio cuenta de que la situación no estaba resultando como él había planeado, pero Daisy ya tenía suficientes dificultades con su propio padre como para sentir otra punzada de compasión hacia Heather. No era de extrañar que fumara y se enamorara de hombres mayores que ella. Aunque Brady Pepper era innegablemente atractivo, no parecía ser el más paciente de los padres.

– Ya he conocido a Heather. Parece una chica muy sensible.

– Demasiado sensible diría yo. Ésta es una vida dura y Heather es demasiado blanda. -Brady se levantó bruscamente. -Me voy antes de que comience a llegar la gente. Encantado de conocerte, Daisy.

– Igualmente.

Cuando llegó a la puerta le dirigió otra de esas miradas de rompecorazones.

– Alex es un hombre afortunado.

Ella sonrió educadamente y deseó que también Alex pensase de esa manera.

Sólo después de que comenzara la segunda función pudo Daisy abandonar la taquilla y observar la actuación de Alex. Esperaba que volver a ver el espectáculo diluyera la impactante sensación que había experimentado la noche anterior, pero la habilidad de su marido le pareció todavía más impresionante. ¿Dónde había aprendido a hacer esas cosas?

Hasta que no terminó la función no recordó que debía acabar de ordenar la caravana. Regresó rápidamente y estaba abriendo la puerta cuando Jill, con Frankie encaramado de nuevo a sus hombros, la llamó. Al ver a Daisy, el mono comenzó a chillar inmediatamente y a taparse los ojos.

– Cállate, bicho malo. Ven, Daisy, quiero enseñarte una cosa.

Daisy cerró la puerta de la caravana con rapidez, antes de que Jill pudiese ver el desorden del interior y se diera cuenta de la terrible ama de casa que era. La joven la tomó del brazo y la condujo por la hilera de caravanas. A la izquierda pudo veraJackDaily.cl maestro de ceremonias, hablando con Alex mientras los trabajadores comenzaban a apilar las gradas.

– ¡Ay! -Daisy dio un chillido cuando sintió un fuerte tirón del pelo.

Frankie chilló.

– Niño malo -canturreó Jill, mientras Daisy se colocaba lejos del alcance del chimpancé. -Ignóralo. En cuanto comprenda que no le haces caso te dejará en paz.

Daisy decidió no decirle lo mucho que dudaba que eso sucediera.

Rodearon la última caravana y Daisy soltó un jadeo sorprendida al ver a muchos de los artistas, todavía con ropa de actuación, alrededor de una mesa plegable sobre la que había una tarta rectangular con unos novios de plástico en el centro. Madeline, la chica que había conocido antes, estaba cerca del pastel, junto con Brady Pepper y sus hijos, el más joven de los Lipscomb, varios payasos y otros muchos empleados que había conocido antes. Sólo Heather parecía haberse quedado al margen.

Sonriendo ampliamente, Jack Daily empujó a Alex hacia delante mientras Madeline levantaba las manos como un director de orquesta.

– Atención todos. ¡Felicidades! ¡Felicidades!

Mientras el grupo cantaba, a Daisy se le empañaron los ojos. Esas personas apenas la conocían, pero le tendían una mano amistosa. Después de la fría ceremonia que había sido su boda, la joven se recreó en la intimidad de ese momento. En esa improvisada reunión de los amigos de Alex, se sintió como si estuviera asistiendo a una verdadera celebración, a una aceptación de que había ocurrido algo realmente personal, como si aquello no fuera un castigo de su padre sino una ocasión feliz.

– Gracias -susurró ella cuando terminaron de cantar. -Gracias de todo corazón.

Miró a Alex, y la felicidad de la joven se evaporó al ver su expresión rígida y gélida.

La gente fue guardando silencio poco a poco. Se dieron cuenta de la reacción de Alex y supieron que algo iba mal. «Por favor, no lo hagas -pensó ella. -Quiero que sean mis amigos. Por favor finge ser feliz.»

Algunas mujeres se miraron de reojo. La certeza de que Alex era un novio radiante desapareció con rapidez y Daisy observó cómo varias miradas se posaban en su barriga para intentar averiguar si estaba embarazada.

Daisy se obligó a hablar:

– Nunca había tenido una sorpresa tan agradable. ¿Y tú, Alex?

Hubo un largo silencio antes de que él asintiera con la cabeza.

La joven levantó la barbilla y forzó una sonrisa.

– La tarta parece deliciosa. Apuesto lo que sea a que todos queréis tomar un trozo. -Miró fijamente a Alex, suplicándole en silencio que colaborara. -Ven, vamos a cortarla los dos juntos.

El silencio pareció extenderse infinitamente.

– Tengo las manos sucias. Hazlo tú.

Con las mejillas ardiendo de vergüenza, Daisy se acercó a la mesa plegable, cogió un cuchillo y comenzó a cortar la tarta en porciones cuadradas. Continuaron en silencio mientras ella intentaba fingir que no pasaba nada.

– No puedo creer que improvisarais esto con tanta rapidez. ¿Cómo demonios lo habéis hecho?

Madeline movió los pies con inquietud.

– Esto… er… no fue tan difícil.

– Bueno, pues estoy impresionada. -Con las mejillas doliéndole por el esfuerzo de sonreír, Daisy cortó el primer trozo de tarta, lo colocó en un plato de cartón y se lo dio a Alex.

Él lo tomó sin decir palabra.

El silencio se hizo más ensordecedor. Finalmente, Jill se acercó con rapidez, mirando a los novios con nerviosismo.

– Siento que sea de chocolate. Tuvimos poco tiempo, y en la pastelería no había tartas de boda.

Daisy la miró con gratitud al ver que intentaba aliviar la tensa situación.

– La tarta de chocolate es mi favorita.

Alex colocó el plato sobre la mesa tan bruscamente que el intacto trozo de pastel se tambaleó y cayó de lado.

– Perdonad. Tengo mucho trabajo que hacer. Gracias por todo.

A Daisy le tembló la mano cuando le pasó un plato a Madeline. Alguien soltó una risita maliciosa. Daisy levantó la cabeza y vio que era Heather.

La adolescente le dirigió una sonrisa triunfal y corrió detrás de Alex.

– ¿Quieres que te eche una mano?

– Claro, cariño. -La voz cálida y afectuosa de Alex respondiéndole a Heather, llegó a través de la brisa nocturna. -Tenemos problemas con uno de los camiones de carga. Puedes ayudarme a comprobarlo.

Daisy parpadeó con fuerza. Era de lágrima fácil, pero si lloraba ahora nunca podría volver a enfrentarse a esas personas.

– ¿Un trozo de tarta? -Tendió un plato hacia un hombre rubio con barba y aspecto de surfista. Recordó que se había presentado como Neeco Martin, el domador de elefantes, cuando había ido a conocerla al vagón rojo.

Él lo tomó sin mediar palabra y le dio la espalda para decirle algo a uno de los payasos. Madeline dio un paso adelante para ayudar a Daisy, pensando, sin duda, quiera mejor acabar lo antes posible. Los demás artistas fueron cogiendo el trozo de tarta que les correspondía y, uno a uno, se fueron marchando.

Al cabo de un rato, sólo quedaron Jill y ella.

– Lo siento, Daisy. Pensé que era una buena idea, pero debería haber supuesto que a Alex no le parecería bien. Es muy reservado.

Él ni siquiera se había molestado en mencionarle a sus amigos que se había casado.

Daisy forzó otra sonrisa.

– Todas las parejas tardan algún tiempo en adaptarse al matrimonio.

Jill recogió los restos de la tarta y se los ofreció a Daisy.

– Venga, ¿por qué no te llevas lo que queda?

Daisy pudo sentir la bilis en la garganta cuando los cogió; su único deseo era perder de vista aquella tarta.

– ¡Santo cielo! Sí que se ha hecho tarde. Y tengo un montón de cosas que hacer antes de acostarme -dijo, y huyó de allí.


Durante las horas siguientes, mientras desmontaban el circo para llevarlo al siguiente pueblo, ella se dedicó a recolocar todo dentro de los armarios. Se sentía invadida por una sensación de desesperación y un infinito cansancio que hacía que apenas pudiera mantenerse en pie, pero a pesar de ello siguió trabajando.

Los caros pantalones de marca que llevaba puestos estaban completamente sucios y la blusa se le pegaba a la piel, pero no le importaba. Quería que esas personas fueran amigos suyos, pero ahora que sabían lo poco que le importaba a Alex y lo que éste pensaba de su matrimonio, ya no lo serían. La pequeña fiesta improvisada y la tarta habían sido una pequeña bendición para ella, pero su marido la había estropeado.

Alex entró en la caravana, que todavía parecía tan desordenada como cuando ella llegó, poco después de medianoche. Aunque Daisy había limpiado y organizado los armarios, no había tenido ni tiempo ni energía para hacer nada más. Los platos sucios seguían amontonados en el fregadero y la cacerola llena de costra estaba sobre el fogón.

Él apoyó las manos en las caderas y examinó los muebles sucios, la polvorienta superficie de la mesa y los restos de la tarta de boda.

– Pensé que ibas a limpiar esto. Pero ya veo que sigue igual de sucio.

Ella apretó los dientes.

– Los armarios están limpios.

– ¿A quién coño le importan los armarios? ¿No sabes hacer nada bien?

Daisy no lo pensó. Llevaba horas trabajando, su matrimonio era una farsa y había sido humillada en público por un hombre que había jurado honrarla ante Dios. Con rapidez, recogió la tarta con una mano y se la lanzó.

– ¡Eres un imbécil!

Alex extendió las manos automáticamente para impedir que se la arrojara, pero no fue lo suficientemente rápido. La tarta le dio en el hombro y se deshizo en mil pedazos.

Ella observó el desastre con una curiosa indiferencia. Trocitos de tarta y azúcar glas habían volado por todas partes. Una pegajosa sustancia blanca salpicaba el pelo, las cejas e incluso las pestañas de Alex. Los pedazos de chocolate que se le habían quedado pegados a la mandíbula cayeron sobre el hombro de su camiseta. La indiferencia de Daisy desapareció cuando vio que se ponía rojo.

Iba a matarla.

Él intentó limpiarse los ojos a la vez que se movía hacia ella. Daisy se apartó de su camino y, aprovechando la ceguera temporal de Alex, salió corriendo por la puerta.

Miró frenética a su alrededor, buscando un lugar seguro donde esconderse. Habían desmontado el circo. Las carpas más pequeñas estaban cerradas y la mayoría de los camiones se habían marchado. Tropezó con un matorral y acabó refugiándose en un estrecho espacio entre dos furgonetas. El corazón le golpeaba con fuerza contra las costillas. ¿Qué había hecho?

Dio un respingo al oír la voz de un hombre y se deslizó más profundamente en las sombras, chocando contra algo sólido. Sin mirar lo que era, se apoyó allí mientras recobraba el aliento. ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrarla? Y… ¿qué haría luego con ella?

Sintió un gruñido justo detrás de la oreja.

Tenía el cabello recogido y el cuello expuesto; un helado escalofrío le recorrió la espalda. Se volvió con rapidez y se quedó mirando fijamente un par de ojos color oro pálido.

Se quedó paralizada. Sabía qué clase de bestia era aquélla. Sabía que tenía ante sí a un tigre, pero era incapaz de asimilarlo.

El animal estaba tan cerca que ella sintió su aliento en la cara. El tigre dejó al descubierto los dientes, un arma afilada y letal. Daisy olió su esencia y oyó cómo aquel ronco gruñido de intimidación aumentaba de volumen hasta convertirse en un rugido cruel. Salió de su parálisis saltando hacia atrás cuando el animal embistió contra los barrotes de hierro que los separaban.

Daisy chocó con violencia contra algo sólido y humano, pero no pudo arrancar la vista del tigre. Una alarma comenzó a sonar en su cabeza. En ese momento, la bestia parecía la reencarnación de toda la maldad del mundo y la joven sintió como si esa malevolencia fuera dirigida hacia ella. Como si de alguna manera, en esa salvaje noche de Carolina del Sur, hubiera encontrado su destino.

Se dio la vuelta, incapaz de soportar la intensa mirada de esos ojos dorados por más tiempo. Al volverse se topó con una cálida fortaleza detrás de ella y supo que había encontrado un santuario.

Luego sintió algo áspero bajo la mejilla. Los acontecimientos, el miedo, el cansancio y todos los angustiosos cambios en su vida durante los últimos dos días la abrumaron y se echó a llorar.

La mano de Alex fue sorprendentemente suave cuando la tomó por la barbilla para obligarla a mirarle a la cara. Daisy se encontró con otro par de pálidas pupilas, tan parecidas a los dorados ojos del tigre, que sintió como si hubiera escapado de una bestia para caer en las garras de otra.

Sinjun no puede lastimarte, Daisy. Está en una jaula.

– ¡Eso no importa! -La histeria se apoderó de ella.

¿Acaso no se daba cuenta de que una jaula no podía protegerla de lo que había visto en los ojos de ese enorme felino?

Pero él no lo entendía y ella nunca podría explicarle la fugaz sensación de haber tenido un encuentro cara a cara con su propio destino. Se apartó de él.

– Lo siento. Tienes razón. Soy una estúpida.

– Y no por primera vez -dijo él con seriedad.

Daisy levantó la mirada hacía él. Aún manchado de pastel y azúcar glas, tenía un aspecto feroz, magnífico y aterrador; igual que el tigre. Se dio cuenta de que a Alex le temía de otra manera, de una que no comprendía por completo, sólo sabía que era algo que iba más allá de la amenaza física. Era más que eso. De alguna manera sentía que su marido podía dañarle el alma.

Daisy había llegado a los límites de su resistencia. Habían sido demasiados cambios, demasiados conflictos, y no tenía ganas de luchar más. Estaba cansada hasta lo más profundo de su ser y apenas tenía fuerzas para hablar.

– Supongo que ahora me amenazarás con algo horrible.

– ¿No crees merecerlo? Sólo los niños tiran las cosas, no los adultos.

– Tienes razón, por supuesto. -Se apartó el pelo de la cara con una mano temblorosa. -¿De qué va esto, Alex? ¿Humillación? Ya he tenido bastante por esta noche. ¿Desprecio? También he tenido suficiente. ¿Odio? No, eso no funcionará; estoy demasiado entumecida para sentirlo. -Hizo una pausa, vacilando. -Me temo que tendrás que recurrir a algo distinto.

Mientras la miraba, le pareció tan infeliz que algo se ablandó en el interior de Alex. Sabía que Daisy le tenía miedo -se había asegurado de ello- y aun así seguía sin poderse creer que la joven hubiera tenido el valor suficiente como para tirarle la tarta. Pobre cabeza hueca. No se le había ocurrido pensar que había sido como atacarle con las garras de un gatito.

La sintió temblar bajo sus manos. Daisy había guardado las garras y sus ojos sólo mostraban desesperación. ¿Sabía ella que su rostro reflejaba cada uno de sus sentimientos?

Se preguntó con cuántos hombres se habría acostado. Probablemente ni ella misma lo sabía. A pesar de su inocente apariencia, estaba claro que le gustaban los placeres de la vida. También era un poco atolondrada y no le costaba imaginársela en la cama de cualquier playboy, sin ni siquiera saber cómo había llegado hasta allí.

Al menos eso era algo que se le daba bien. Mientras la observaba tuvo que contener el repentino deseo de cogerla en brazos y llevarla de vuelta a la caravana, donde la dejaría en la cama y satisfaría todas las preguntas que comenzaba a hacerse. ¿Cómo se verían cada uno de esos rizos sueltos y extendidos como cintas oscuras sobre la almohada? Quería observarla desnuda sobre las sábanas arrugadas, ver la palidez de su piel contra la de él, más oscura; sopesar sus pechos con las manos. Quería olerla y sentir sus caricias.

El día anterior, tras la boda, se había dicho a sí mismo que no era el tipo de mujer con la que se acostaría, pero eso había sido antes de atisbar aquel redondo trasero bajo la camiseta cuando la despertó esa mañana. Había sido antes de observarla en la camioneta, cruzando y descruzando esas largas piernas, dejando colgada la sandalia del dedo gordo del pie. Tenía los pies bonitos y pequeños, con un empeine alto y delicado y las uñas pintadas del mismo color rojo que el manto de una virgen ortodoxa.

No le gustaba que otros hombres supieran más de las apetencias sexuales de su esposa que él mismo. Pero también sabía que era cuestión de tiempo. No podía tocarla hasta asegurarse de que ella entendía cómo serían las cosas entre ambos. Y para entonces, había muchas posibilidades de que Daisy cogiera la maleta y se largara.

La tomó del brazo y la llevó a la caravana. Por un momento, Daisy se resistió, y luego cedió.

– De verdad, comienzo a odiarte -dijo débilmente. -Lo sabes, ¿no?

A él le sorprendió que aquellas palabras le dolieran, sobre todo cuando eso era exactamente lo que quería que ella hiciera. Daisy no estaba hecha para una vida tan dura y él no tenía ningún deseo de alargar aquella situación indefinidamente. Era lo mejor que podía hacer.

– Quizá sea lo mejor.

– Hasta ahora nunca había odiado a nadie. Ni siquiera a Amelia o a mi padre, y ellos me han dado razones suficientes para hacerlo. Pero a ti no te importa lo que sienta por ti, ¿verdad?

– No.

– Creo que nunca he conocido a nadie tan frío.

– Seguro que no. -«Frío, Alex. Eres tan frío.» Se lo había oído decir a muchas mujeres antes que a ella. Mujeres de buen corazón. Mujeres competentes e inteligentes que habían merecido algo más que un hombre cuyos sentimientos habían desaparecido mucho tiempo antes de conocerlas.

Cuando era joven había pensado que una familia podría curar esa parte herida y solitaria de su interior. Pero mientras buscaba una relación duradera había herido a esas mujeres de buen corazón y se había probado a sí mismo que no tenía sentimientos para amar a ninguna, ni aunque hubiera sido su intención hacerlo.

Llegaron a la caravana. Pasó junto a Daisy al llegar a la puerta y se metió dentro.

– Voy a darme una ducha. Te ayudaré a limpiar cuando salga.

Ella lo detuvo antes de que llegase al baño.

– ¿No podrías haber fingido ser feliz esta noche?

– Soy como soy, Daisy. Yo no finjo. Nunca.

– Estaban tratando de ser amables. ¿Te costaba tanto disimular un poco?

«¿Como podía explicárselo para que lo entendiera?»

– Creciste protegida, Daisy, pero yo lo hice de la manera más cruda. Mucho más cruda de lo que puedas imaginar. Cuando creces así, tienes que aprender a protegerte de alguna manera, tienes que aferrarte a algo que impida que te conviertas en una bestia. En mi caso fue el orgullo. Nunca me doblego. Jamás.

– No puedes condicionar tu vida por eso. El orgullo no es tan importante como otras cosas.

– ¿Como cuáles?

– Como… -Ella vaciló, como si supiera que a él no le iba a gustar nada lo que estaba a punto de decir. -Como el cariño y la compasión. Como el amor.

Él se sintió viejo y cansado.

– El amor no existe para mí.

– Existe para todo el mundo.

– No para mí. No te hagas ideas románticas conmigo, Daisy. Sólo sería una pérdida de tiempo. He aprendido a vivir según mis reglas. Intento ser honesto y lo más justo posible. Por este motivo paso por alto que me hayas tirado la tarta. Comprendo que esto es duro para ti y supongo que lo estás haciendo lo mejor posible. Pero no confundas justicia con sentimientos. No soy un sentimental. Puede que eso de las emociones funcione con otras personas, pero no conmigo.

– Esto no me gusta -susurró ella, -no me gusta nada.

– Has caído en manos del diablo, cariño. Cuanto antes lo aceptes, mejor será para ti -dijo él cuando por fin habló con una voz que nunca había sonado tan triste.

Alex entró en el baño, cerró la puerta y apretó los párpados, intentando apartar de su mente el juego de emociones que había visto cruzar por el rostro de su esposa. Había visto de todo: cautela, inocencia y una esperanza casi aterradora de que quizás él no fuera tan malo como parecía.

Pobre cabeza hueca.

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