CAPÍTULO 16

Daisy miró fijamente a su padre.

– Eso es imposible. No te creo.

– Es cierto, Daisy. El abuelo de Alex fue el único hijo varón del último zar de Rusia, Alexi Romanov.

Daisy conocía toda la historia sobre Alexi Romanov, el joven hijo de Nicolás II. En 1918, cuando Alexi tenía catorce años, sus padres, sus cuatro hermanas y él fueron encerrados por los bolcheviques en el sótano de una mansión en Ekaterinburgo, donde fueron ejecutados. Se lo recordó a su padre.

– Todos fueron asesinados. El zar Nicolás, su esposa Alexandra, los niños. Encontraron los restos de la familia en una fosa común de los Montes Urales en 1993. Se hicieron pruebas de ADN.

Max tomó un sorbo de té de la taza que le había ofrecido.

– Las pruebas de ADN identificaron al zar, a Alejandra y a tres de las cuatro hijas. Pero faltaba una hija. Muchos creen que era Anastasia, y tampoco fueron encontrados los restos del joven heredero, Alexi.

Daisy intentó asimilarlo. A lo largo del siglo XX, habían surgido personas que afirmaban ser uno de los hijos asesinados del zar, pero la mayoría habían sido mujeres que creían ser Anastasia. Su padre le había dicho que todas eran unas impostoras. Era un hombre muy meticuloso y no podía imaginarlo dejándose engañar por nadie. ¿Por qué ahora creía que el príncipe heredero había escapado de aquella fría muerte? ¿Acaso su obsesión por la historia rusa lo había hecho perder el juicio?

Le habló con cautela.

– No puedo imaginar cómo el príncipe heredero logró escapar de una masacre tan terrible.

– Fue rescatado por unos monjes que lo escondieron con una familia en el sur de Rusia. Años después, en 1920, un grupo leal al zar lo sacó a escondidas del país. Sabiendo de primera mano lo violentos que podían llegar a ser los bolcheviques, es normal que viviera escondido. Finalmente se casó y tuvo un hijo, el padre de Alex, Vasily. Vasily conoció a Katya Markov cuando ésta actuaba en Múnich, se enamoró como un tonto y se fugó con ella. Vasily apenas era un adolescente. Su padre acababa de morir y el era rebelde e indisciplinado, de otra manera nunca se hubiera casado con alguien inferior a su rango. Tenía sólo veinte años cuando Alex nació. Unos dos años después, Katya y él murieron en un accidente ferroviario.

– Lo siento, papá. Aunque no dudo de tu palabra, simplemente, no puedo creerlo.

– Créeme, Theodosia. Alex es un Romanov. Y no un Romanov cualquiera. Ese hombre que se hace llamar Alex Markov es el heredero de la corona de Rusia.

Daisy miró a su padre con tristeza.

– Alex trabaja en un circo. Eso es todo.

– Ya me dijo Amelia que reaccionarías así. -En un gesto inusitado en él, Max le palmeó la rodilla. -Te llevará tiempo acostumbrarte a la idea, pero espero que…e conozcas lo suficiente para comprender que nunca firmaría tal cosa si no estuviera absolutamente seguro.

– Pero…

– Te he contado muchas veces la historia de mi familia, pero es evidente que la has olvidado. Los Petroff han estado al servicio de los zares de Rusia desde el siglo XIV, desde el reinado de Alejandro I. Hemos estado vinculados a través del deber y la obligación, pero nunca a través del matrimonio. Hasta ahora.

Daisy oyó el ruido de un avión, el rugido de un camión. Poco a poco fue comprendiendo lo que su padre le estaba insinuando.

– Así que lo planeaste todo, ¿no? Has concertado mi matrimonio con Alex por culpa de esa absurda idea que tienes sobre su origen.

– No es una absurda idea. Pregúntale a Alex.

– Lo haré -dijo poniéndose en pie. -Por fin lo entiendo todo. No soy más que un peón en tu loco sueño dinástico. Querías unir las dos familias como hacían los padres en la Edad Media. Es tan increíblemente cruel que no me lo puedo creer.

– Yo no diría que sea una crueldad estar casada con un Romanov.

Daisy se presionó las sienes con los dedos.

– Nuestro matrimonio sólo durará cinco meses más. ¿Cómo puedes estar tan satisfecho? ¡Un matrimonio de cinco meses no es precisamente el inicio de una dinastía!

Max dejó la taza y se acercó lentamente hacia ella.

– Alex y tú no tenéis por qué divorciaros. De hecho, espero que no lo hagáis.

– Oh, papá…

– Eres una mujer llamativa, Daisy. Quizá no tan guapa como tu madre pero, no obstante, atractiva. Si fueras menos frívola, quizá podrías retener a Alex. Ya sabes que una esposa debe adaptarse a determinados roles. Antepone los deseos de tu marido a los tuyos. Sé complaciente. -Miró los sucios vaqueros y la desastrada camiseta de Daisy con el ceño fruncido. -Deberías cuidar más tu apariencia. Nunca te había visto tan descuidada. ¿Sabías que tienes paja en el pelo? Quizás Alex no estaría tan ansioso por deshacerse de ti si fueras la clase de mujer que un hombre quiere tener esperándolo en casa.

Daisy lo miró con consternación.

– ¿Quieres que lo espere en la puerta de la caravana con las zapatillas en la mano?

– Ese es justo el tipo de comentario frívolo que ahuyentaría a alguien como Alex. Es un hombre serio. Como no reprimas ese inapropiado sentido del humor, no tendrás ninguna posibilidad con él.

– ¿Quién dice que quiero tenerla? -Pero mientras lo decía, Daisy sintió una dolorosa punzada en su interior.

– Ya veo que no quieres ser razonable. Creo que es hora de irme. -Max se dirigió hacia la puerta. -Sólo espero que no tires piedras contra tu propio tejado, Theodosia. Recuerda que eres una mujer que no se sabe valer por sí sola. Dejando a un lado el asunto del linaje familiar de Alex, es un hombre sensato y digno de confianza, y no se me ocurre nadie mejor para cuidar de ti.

– ¡No necesito que un hombre cuide de mí!

– Entonces, ¿por qué aceptaste casarte con él?

Sin esperar respuesta, Max abrió la puerta de la caravana y salió a la luz del sol. ¿Cómo podía explicarle ella los cambios que habían tenido lugar en su interior? Sabía que ya no era la misma persona que había salido de la casa de su padre un mes antes, pero Max no la creería.

Fuera, los niños con los que había hablado antes se agrupaban alrededor de su profesora, listos para regresar al jardín de infancia. Durante el mes anterior, Daisy se había acostumbrado a los olores y las imágenes del circo de los Hermanos Quest, pero ahora lo miraba todo con nuevos ojos.

Alex y Sheba estaban cerca del circo discutiendo por algo. Los payasos ensayaban un truco de malabarismo mientras Heather practicaba el pino y Brady la miraba con el ceño fruncido. Frankie jugaba en el suelo junto a Jill, que adiestraba a los perros con algunos ejercicios que hacían que Daisy se encogiera de miedo. El olor de las hamburguesas que las showgirls asaban a la parrilla inundó sus fosas nasales mientras oía el omnipresente zumbido del generador y veía cómo los banderines ondeaban con la brisa de junio.

Y luego se oyó un grito infantil.

El sonido fue tan ensordecedor que todo el mundo lo escuchó. Alex giró la cabeza con rapidez. Heather dejó de hacer el pino y los payasos soltaron lo que tenían entre manos. Max se detuvo en seco, impidiendo que Daisy viera lo que pasaba. La joven oyó el grito ahogado que éste emitió y se puso a su lado para ver qué causaba la conmoción. Se le detuvo el corazón.

Sinjun se había escapado de la jaula.

El tigre estaba en la franja de hierba que había entre la casa de fieras y la parte trasera del circo. La puerta de su jaula estaba abierta; se había roto una de las bisagras. El animal tenía las orejas levantadas y sus pálidos ojos dorados se habían clavado en algo que estaba a menos de tres metros de él.

La pequeña de las mejillas sonrosadas. La niña se había separado del resto de la clase y había sido su penetrante grito lo que había captado la atención de Sinjun. La pequeña chillaba despavorida aunque permanecía quieta; la mancha que se le extendía por el babi del jardín de infancia indicaba que se había hecho pis.

Sinjun respondía a los gritos, revelando sus afilados y letales dientes, curvos como cimitarras, diseñados para mantener inmóvil a su presa mientras la despedazaba con las garras. La niña volvió a soltar aquel chillido penetrante. Los poderosos músculos de Sinjun se tensaron y Daisy palideció. Sintió que el tigre estaba a punto de saltar. Para Sinjun, aquella niña que agitaba los brazos y gritaba sin parar era uno de sus más amenazadores enemigos.

Neeco apareció de la nada y corrió hasta Sinjun. Daisy vio la picana en su mano y dio un paso adelante. Quería advertirle que no lo hiciera. Sinjun no estaba acostumbrado a las descargas. No se acobardaría de la misma manera que los elefantes, sólo se enfurecería más. Pero Neeco estaba reaccionando de manera impulsiva, con la intención de contener al tigre de la única manera que sabía, como si Sinjun no fuera más que un elefante revoltoso.

Cuando Sinjun le dio la espalda a la pequeña, girándose hacia Neeco, Alex se acercó con rapidez por el lado contrario. Se acercó a la niña y la cogió entre sus brazos para llevarla a una zona segura.

Y luego, todo pasó en un instante. Neeco presionó la picana en el hombro del tigre. El animal se revolvió enloquecido, rugió lleno de furia y lanzó su enorme cuereo contra Neeco, tirando al domador al suelo; Neeco soltó la picana que rodó fuera de su alcance.

Daisy nunca había sentido tanto terror. Sinjun iba a atacar a Neeco y ella no podía detenerlo de ninguna manera.

– ¡Sinjun! -gritó desesperada.

Para sorpresa de la joven, el tigre alzó la cabeza. Daisy no sabía si había respondido a su voz o a otro tipo de instinto. Se acercó a él, a pesar de que le temblaban tanto las rodillas que apenas podía mantenerse en pie. No sabía qué iba a hacer. Sólo sabía que tenía que actuar.

El tigre permaneció encorvado sobre el cuerpo inmóvil de Neeco. Por un momento Daisy pensó que el entrenador estaba muerto, pero luego se dio cuenta de que permanecía quieto a la espera de que el tigre se olvidase de él.

Ella oyó la tranquila pero autoritaria voz de Alex.

– Daisy, no des un paso más.

Y luego la de su padre, más chillona.

– ¿Qué estás haciendo? ¡Regresa aquí!

Daisy los ignoró a los dos. El tigre se giró ligeramente y se quedaron mirando fijamente el uno al otro. Los dientes afilados y curvos del animal estaban al descubierto, tenía las orejas aplastadas contra la cabeza y la miraba de una manera salvaje. Daisy sintió que estaba aterrorizado.

Sinjun -dijo ella con suavidad. Pasaron unos segundos. Daisy vio un destello de pelo rojizo entre Sinjun y la carpa principal; era el pelo llameante de Sheba Quest. La dueña del circo corría hacia Alex, que ya había dejado a la niña en los brazos de la maestra. Sheba le dio algo a Alex, pero Daisy estaba demasiado aturdida para deducir lo que era.

El tigre pasó por encima del cuerpo de Neeco y centró toda su feroz atención en ella. El animal tenía todos los músculos tensos y preparados para saltar.

– Tengo un arma. -La voz de Alex sólo fue un susurro. -No te muevas.

Su marido iba a matar a Sinjun. Comprendía la lógica de lo que estaba a punto de hacer -con gente en el recinto, un tigre salvaje y aterrorizado era, evidentemente, un peligro, -pero ella no podía consentirlo. Esa magnífica bestia no debía ser ejecutada sólo por seguir los instintos de su especie.

Sinjun no había hecho nada malo, salvo actuar como un tigre. A las personas sólo las encerraban cuando delinquían. A él lo habían arrebatado de su hábitat natural, lo habían encerrado en una jaula diminuta y lo habían obligado a vivir bajo la mirada de sus enemigos. Y ahora, sólo porque Daisy no se había dado cuenta de que la puerta de su jaula estaba rota, iban a matarlo.

Se movió lo más rápidamente que pudo para interponerse entre su marido y el tigre.

– Quítate de en medio, Daisy. -El tono tranquilo de su voz no suavizaba la autoridad de su orden.

– No dejaré que lo mates -susurró ella en respuesta. Y se acercó lentamente al tigre.

Los ojos dorados del animal se clavaron en ella. La atravesaron. Daisy sintió cómo el terror de Sinjun penetraba en cada célula de su cuerpo hasta unirse al de ella. Sus almas se fundieron y ella lo oyó en su corazón.

«Los odio.»

«Lo sé.»

«Detente.»

«No puedo.»

Daisy acortó la distancia entre ellos hasta que apenas los separaron dos metros.

– Alex te matará -susurró, mirando fijamente los ojos dorados de la bestia.

– Daisy, por favor… -Ella oyó una desesperada tensión en la súplica de Alex y lamentó el desasosiego que le estaba causando, pero no podía detenerse.

Cuando se acercó al tigre, sintió que Alex cambiaba de posición para poder disparar desde otra dirección. Daisy sabía que se le acababa el tiempo.

A pesar del miedo que le oprimía el pecho hasta dejarla sin respiración, se puso de rodillas delante del tigre. Le llegó su olor salvaje mientras lo miraba a los ojos.

– No puedo dejar que mueras -susurró. -Ven conmigo. -Lentamente estiró el brazo para tocarlo.

Una parte de ella esperaba que las poderosas mandíbulas de Sinjun se cerraran sobre su mano, pero había otra parte -su alma tal vez, porque sólo el alma podía resistirse con tal terquedad a la lógica- a la que no le importaba que le mordiera si con eso le salvaba la vida. Le acarició con mucha suavidad entre las orejas.

El pelaje era a la vez suave y áspero. Dejó que se acostumbrara a su contacto, y el calor del animal le traspasó la palma de la mano. Los bigotes del felino le rozaron la suave piel del brazo, y sintió su aliento a través de la delgada tela de algodón de la camiseta. Él cambió de posición y poco a poco se dejó caer en la tierra con las patas delanteras extendidas.

La calma se extendió por el cuerpo de Daisy, que dejó de sentir miedo. Experimentó una sensación mística de bienvenida, una paz que jamás había conocido antes, como si el tigre se hubiera convertido en ella y ella en el tigre. Por un momento Daisy comprendió todos los misterios de la creación: que cada ser vivo era parte de los demás, que todo era parte de Dios, que estaban unidos por el amor, puestos sobre la tierra para cuidar unos de otros. Sin miedo, enfermedad o muerte. No existía nada salvo el amor.

Y en esa fracción de segundo, Daisy entendió que también amaba a Alex de la manera terrenal en que una mujer ama a un hombre.

Rodeó con los brazos el cuello del tigre como si fuera lo más natural del mundo. Tan natural como apretar la mejilla contra él y cerrar los ojos. Pasó el tiempo. Oyó los latidos del corazón de la fiera y, por encima, un ronroneo ronco y profundo.

«Te amo.»

«Te amo.»

– Tengo que encerrarte de nuevo -susurró ella finalmente, con las lágrimas deslizándosele por los párpados cerrados. -Pero no te abandonaré. Nunca.

El ronroneo y el latido del corazón se hicieron uno.

Permaneció arrodillada un rato más, con la mejilla presionada contra el cuello de Sinjun. Daisy nunca había sentido tanta paz, ni siquiera cuando había permanecido cobijada entre las patas de Tater. Había muchas cosas malas en el mundo, pero este lugar… este lugar era sagrado.

Poco a poco fue consciente de lo que la rodeaba. Los demás se habían quedado paralizados como estatuas.

Alex todavía apuntaba con el arma a Sinjun, Qué tonto. Como si ella fuera a permitir que hiriera a ese animal. La piel bronceada de su marido había adquirido el color de la tiza, y supo que tenía miedo por ella. Con el retumbar del corazón del tigre debajo de su mejilla, Daisy supo que había puesto el mundo de Alex patas arriba de una manera que él no podría perdonar. Cuando todo aquello acabara, ella tendría que afrontar las terribles consecuencias.

Max -viejo, flaco y con la tez grisácea- permanecía de pie no muy atrás de Alex, al lado de Sheba. Heather se aferraba al brazo de Brady. Los niños guardaban absoluto silencio.

El mundo exterior había irrumpido en la mente de Daisy y ya no pudo permanecer más tiempo quieta. Se movió lentamente. Manteniendo la mano sobre el cuello de Sinjun, hundió las puntas de los dedos en su pelaje.

Sinjun volverá ahora a su jaula -anunció a todo el mundo. -Por favor, manteneos alejados de él.

Se puso en movimiento y no se sorprendió cuando el tigre la siguió; sus almas estaban entrelazadas, así que no le quedaba otra elección. El animal le rozaba la pierna con la pata mientras lo guiaba a la jaula. Con cada paso, Daisy era consciente del arma de Alex apuntándole.

Cuando más se acercaban a su destino, mayor era la tristeza del tigre. La joven deseaba que Sinjun entendiera que aquél era el único lugar donde podía mantenerlo a salvo. Cuando llegaron a la jaula, el animal se detuvo.

Daisy se arrodilló ante él y lo miró a los ojos.

– Me quedaré un rato contigo.

El felino la miró fijamente. Y luego, para sorpresa de Daisy, restregó la cabeza contra la mejilla de la joven. Le rozó el cuello con los bigotes y de nuevo soltó aquel ronroneo profundo y ronco.

Luego Sinjun se apartó y, con un poderoso impulso de sus cuartos traseros, entró en la jaula de un salto.

Daisy oyó que todo el mundo comenzaba a moverse detrás de ella y se volvió. Vio que Neeco y Alex se acercaban corriendo a la jaula para coger la puerta rota y ponerla en su lugar.

– ¡Alto! -Daisy levantó los brazos para que se detuvieran. -No os acerquéis más.

Los dos hombres se detuvieron en seco.

– Daisy, quítate de en medio -la voz de Alex vibraba y la tensión endurecía sus hermosos rasgos.

– Dejadnos solos. -Se volvió hacia la puerta abierta de la jaula dándoles la espalda.

Sinjun la observó. Ahora que estaba encerrado de nuevo, se mostraba tan altivo como siempre: regio, distante, como si lo hubiera perdido todo salvo la dignidad. Daisy sabía lo que él quería y no podía soportarlo. Quería que ella fuera su carcelera. La había elegido para que lo encerrara en la jaula.

Daisy no se había dado cuenta de que estaba llorando hasta que sintió que las lágrimas se le deslizaban por las mejillas. Los ojos dorados de Sinjun brillaron tenuemente mientras la miraba con su acostumbrado desdén, haciéndola sentir un ser inferior.

«Hazlo, debilucha -ordenó con los ojos. -Ya.»

La joven levantó los brazos con esfuerzo y asió la puerta de la jaula. La bisagra rota hacía que pesara más y fuera difícil de mover, pero consiguió cerrarla con un sollozo.

Alex se acercó con rapidez y agarró la puerta para asegurarla pero, en el momento en que la tocó, Sinjun le enseñó los dientes y lanzó un rugido.

– ¡Deja que lo haga yo! -exclamó ella. -Se está enfadando. Por favor. Yo cerraré la puerta.

– ¡Maldita sea! -Alex dio un paso atrás, lleno de rabia y frustración.

Pero cerrar la jaula no era una tarea fácil. La plataforma sobre la que descansaba estaba a un metro de altura y Daisy tenía que levantar demasiado los brazos para cerrar la puerta. Neeco cogió un taburete y se lo puso al lado. Luego le dio un trozo de cuerda. Por un momento Daisy no supo para qué era. -Pásala entre los barrotes para que haga de bisagra -dijo Alex. -Carga tu peso contra la puerta para sujetarla. Y por el amor de Dios, estate preparada para saltar hacia atrás si decide atacar.

Alex se colocó detrás de ella y le deslizó las manos alrededor de las caderas para sostenerla. Con su ayuda, intentó hacer lo que él había dicho: sujetar la puerta cerrada con el hombro mientras anudaba la cuerda alrededor de la bisagra rota. Comenzó a temblar debido a la tensión de su postura. Sintió el bulto del arma que Alex había metido en la cinturilla de los vaqueros. Su marido la sujetó con más fuerza.

– Ya casi está, cariño.

El nudo era grande y tosco, pero servía. Daisy dejó caer los brazos. Alex la bajó del taburete y la estrecho contra su pecho.

La joven permaneció inmóvil unos instantes, agradeciendo su consuelo antes de levantar la mirada hacia aquellos ojos tan parecidos a los del tigre. Saber que amaba a ese hombre era aterrador. Eran muy diferentes, pero sentía la llamada de su alma tan claramente como si Alex hubiese hablado en voz alta.

– Siento haberte asustado.

– Ya hablaremos de eso después.

La arrastraría a la caravana para fustigarla en privado. Puede que eso fuera la gota que colmara el vaso; lo que haría que Alex se deshiciera de ella. Daisy ahuyentó ese pensamiento y se alejó de él.

– No puedo irme aún. Le he dicho A Sinjun que me quedaría un rato con él.

Las líneas de tensión de la cara de Alex se hicieron más profundas, pero no la cuestionó.

– Vale.

Max se acercó a ellos.

– ¡Eres idiota! ¡Es increíble que aún estés viva! ¿En qué diablos estabas pensando? Jamás vuelvas a hacer una cosa así. De todo lo que…

Alex le interrumpió.

– Cállate, Max. Yo me encargaré de esto.

– Pero…

Alex arqueó una ceja y de inmediato Max Petroff guardó silencio. Ese sencillo gesto de su marido había sido suficiente. Daisy nunca había visto a su dominante padre ceder ante nadie, y ese hecho le recordó la historia que le había contado. Durante siglos los Petroff habían tenido el deber de obedecer los deseos de los Romanov.

En ese momento, Daisy aceptó que lo que su padre le había contado era cierto, pero ahora lo que le importaba era Sinjun, que parecía inquieto y encrespado.

– Amelia se preguntará dónde estoy -dijo su padre a sus espaldas. -Será mejor que me vaya. Adiós, Theodosia. -Max rara vez la tocaba y Daisy se sorprendió al sentir el suave roce de su mano en el hombro. Antes de que ella pudiera responder, su padre se despidió de Alex y se fue.

La actividad del circo había vuelto a la normalidad. Jack hablaba con la profesora mientras la ayudaba a escoltar a los niños hasta el jardín de infancia. Neeco y los demás habían vuelto a su trabajo. Sheba se acercó a ellos.

– Buen trabajo, Daisy. -La dueña del circo dijo las palabras de mala gana. Aunque a Daisy le pareció ver algo de respeto en sus ojos, tuvo la extraña sensación de que el odio que Sheba sentía hacia ella se había intensificado. La pelirroja evitó mirar a Alex y se alejó dejándolos solos con Sinjun.

El tigre se mantenía en actitud vigilante, pero los miraba con su acostumbrado desprecio. Daisy metió las manos entre los barrotes de la jaula. Sinjun se acercó a ellas. La joven notó que Alex contenía el aliento cuando el tigre comenzó a restregar aquella enorme cabeza contra sus dedos.

– ¿Podrías dejar de hacer eso?

Ella alargó más las manos para rascar a Sinjun detrás de las orejas.

– No me hará daño. No me respeta, pero me quiere. Alex se rio entre dientes y luego, para sorpresa de Daisy, la rodeó con los brazos desde atrás mientras ella acariciaba al tigre.

– Nunca había pasado tanto miedo -dijo él apoyando la mandíbula en su pelo.

– Lo siento.

– Soy yo quien lo siente. Me advertiste sobre las jaulas y debería haberte hecho caso. Ha sido culpa mía.

– La culpa es mía. Soy yo quien se encarga de las fieras.

– No intentes culparte. No lo permitiré.

Sinjun acarició la muñeca de Daisy con la lengua. La joven notó que Alex tensaba los músculos de los brazos cuando el tigre comenzó a lamerla.

– Por favor, ¿podrías sacar las manos de la jaula? -pidió él en voz baja. -Está a punto de darme un ataque.

– En un minuto.

– He envejecido diez años de golpe. No puedo permitirme el lujo de perder más.

– Me gusta tocarle. Además, Sinjun se parece a ti, no ofrece su afecto con facilidad y no quiero ofenderle marchándome.

– Es un animal, Daisy. No tiene emociones humanas. -Daisy sentía demasiada paz para discutírselo. -Cariño, tienes que dejar de hacerte amiga de los animales salvajes. Primero Tater, ahora Sinjun. ¿Sabes qué? Es evidente que necesitas una mascota de verdad. Lo primero que haremos mañana por la mañana será comprar un perro.

Ella lo miró con alarma.

– Oh, no, no podemos hacerlo.

– ¿Por qué?

– Porque me dan miedo los perros. Él se quedó inmóvil, luego se echó a reír. Al principio sólo fue un ruido sordo en el fondo del pecho, pero pronto se convirtió en un alegre rugido que rebotó contra las paredes del circo y resonó en el recinto.

– Claro, era de esperar-murmuró Daisy con una sonrisa. -Para que Alex Markov se ría, tiene que ser a mi costa.

Alex levantó la cara hacia el sol y estrechó a Daisy entre sus brazos riéndose con más fuerza.

Sinjun los miró con fastidio, luego apretó la cabeza contra los barrotes de la jaula y lamió el pulgar de Daisy.


Alex se abrió paso a empujones entre los periodistas y fotógrafos que rodeaban a Daisy al término de la última función.

– Mi esposa ha tenido suficiente por hoy. Necesita descansar un poco.

Ignorándole, un periodista metió una pequeña grabadora bajo las narices de Daisy.

– ¿En qué pensó cuando se dio cuenta de que el tigre andaba suelto?

Daisy abrió la boca para responder, pero Alex la interrumpió sabiendo que su esposa era tan condenadamente educada que respondería a todas las preguntas aunque estuviera muerta de cansancio.

– Lo siento, no tenemos nada más que decir. -Pasó el brazo por los hombros de Daisy y la alejó de allí.

Los periodistas se habían enterado enseguida de la fuga del tigre y no habían dejado de entrevistarla desde la primera función. Al principio Sheba se había alegrado por la publicidad que eso suponía, pero luego había oído que Daisy comentaba que la casa de fieras era cruel e inhumana, por lo que se había puesto hecha una furia. Cuando Sheba había tratado de interrumpir la entrevista, Daisy le había lanzado una mirada inocente y había dicho sin pizca de malicia:

– Pero Sheba, los animales odian estar allí. Son infelices en esas jaulas.

Cuando Alex y Daisy llegaron a la caravana, él estaba un contento de tenerla sana y salva que no podía concentrarse en lo que le estaba contando. Daisy trastabilló y Alex se dio cuenta de que caminaba demasiado rápido. Siempre le estaba haciendo eso. Arrastrándola. Empujándola. Haciendo que se tropezara. ¿Y si hubiera resultado herida? ¿Y si Sinjun la hubiera matado?

Sintió un pánico aplastante mientras se le cruzaban por la cabeza unas imágenes horripilantes de las garras de Sinjun despedazando aquel delgado cuerpo. Si le hubiera ocurrido algo a Daisy, jamás se lo hubiera perdonado a sí mismo. La necesitaba demasiado.

Le llegó la dulce y picante fragancia de su esposa mezclada con algo más, quizás el olor de la bondad. ¿Cómo había logrado Daisy metérsele bajo la piel en tan poco tiempo? No era su tipo, pero le hacía sentir emociones que nunca había imaginado. Esa joven cambiaba las leyes de la lógica y hacía que el negro fuera blanco y el orden se convirtiera en caos. Nada era racional cuando ella estaba cerca. Convertía a los tigres en mascotas y retrocedía con espanto ante un perrito. Le había enseñado a reírse y, también, había conseguido algo que nadie más había logrado desde que era un niño, había destruido su rígido autocontrol. Tal vez fuera por eso que él comenzaba a sentir dolor.

Una imagen le cruzó por la mente, al principio difusa, aunque poco a poco se volvió más nítida. Recordó cuando en los días más fríos de invierno pasaba demasiado tiempo a la intemperie y luego entraba para calentarse. Recordó el dolor en sus manos congeladas cuando empezaban a entrar en calor. El dolor del deslució. ¿Sería eso lo que le ocurría? ¿Estaba sintiendo el deshielo de sus emociones?

Daisy volvió la mirada a los reporteros.

– Van a pensar que soy una maleducada, Alex. No debería haberme ido así.

– Me importa un bledo lo que piensen.

– Eso es porque tienes la autoestima alta. Yo, sin embargo, la tengo baja…

– No empieces…

Tater, atado cerca de la caravana, soltó un barrito al ver a Daisy.

– Tengo que darle las buenas noches.

Alex sintió los brazos vacíos cuando ella se acercó a Tater y apretó la mejilla contra su cabeza. Tater la rodeó con la trompa y Alex tuvo que contener el deseo de apañarla antes de que el elefantito la aplastara por un exceso de cariño. Un gato. Quizá podría comprarle un gato. Sin uñas, para que no le arañara.

La idea no lo tranquilizó. Conociendo a Daisy, probablemente se asustaría también de los gatos domésticos.

Finalmente Daisy se alejó de Tater y siguió a Alex a la caravana, donde comenzó a desvestirse, pero se lo pensó mejor y se sentó a los pies de la cama.

– Venga, échame la bronca. Sé que llevas queriendo hacerlo todo el día.

Alex nunca la había visto tan desolada. ¿Por qué siempre tenía que pensarlo peor de él? Aunque su corazón lo impulsaba a tratarla con suavidad, su mente le decía que tenía que dejar las cosas claras y echarle un sermón que jamás olvidaría. El circo estaba lleno de peligros y él haría cualquier cosa para mantenerla a salvo.

Mientras pensaba en eso, ella lo miró y todos los problemas del mundo se reflejaron en las profundidades violeta de sus ojos.

– No podía dejar que lo mataras, Alex. No podía.

Las buenas intenciones de Alex se disolvieron.

– Lo sé. -Se sentó a su lado y comenzó a quitarle las hebras de paja del pelo mientras le hablaba con voz ronca: -Lo que has hecho hoy fue lo más valiente que he visto nunca.

– Y lo más estúpido. Venga, dilo.

– Eso, también. -Alex alargó la mano y le apartó un mechón de la mejilla con el dedo índice. Miró nariz respingona y no pudo recordar haber visto algo que lo conmoviera más profundamente. -Cuando te conocí, pensé que eras una niña mimada, tonta y consentida; demasiado hermosa para su propio bien.

Como era de esperar, ella comenzó a negar con la cabeza.

– No soy hermosa. Mi madre…

– Lo sé. Tu madre era bellísima y tú eres feísima -sonrió. -Lamento decirte, nena, que no estoy de acuerdo contigo.

– Eso es porque no la conociste.

Daisy lo dijo con tal seriedad que él tuvo que reprimir uno de esos ataques de risa que lo asaltaban cada vez que estaban juntos.

– ¿Tu madre habría conseguido meter al tigre en la jaula?

– Quizá no, pero era muy buena con los hombres. Se desvivían por ella.

– Pues este hombre se desvivirá por ti. Daisy abrió mucho los ojos, y él lamentó haber dicho esas palabras porque sabía que habían revelado demasiado. Se había prometido a sí mismo que la protegería de sus sueños románticos, pero acababa de insinuar cuánto le importaba. Conociendo a Daisy y su anticuada visión del matrimonio, imaginaría que aquel cariño era amor y empezaría a construir castillos en el aire sobre un futuro juntos; quimeras que la retorcida carga emocional de él no le dejarían cumplir. La única manera de protegerla era hacerle ver con qué cabrón hijo de perra se había casado.

Pero era difícil. De todas las crueles jugarretas que le había hecho el destino, la peor había sido atarlo a esa frágil y decente mujer, con esos bellos ojos y ese corazón tan generoso. El cariño no era suficiente para ella. Daisy necesitaba a alguien que la quisiera de verdad. Necesitaba hijos y un buen marido, uno de esos tipos con el corazón de oro y trabajo fijo, que fuera a la iglesia los domingos y que la amara hasta el final de sus días.

Sintió una dolorosa punzada en su interior al pensar que Daisy podría casarse con otra persona, pero la ignoró. Sin importar lo que tuviera que hacer, iba a protegerla.

– ¿Qué quieres decir, Alex? ¿Te desvivirías realmente por mí? -A pesar de todas aquellas buenas intenciones, Alex asintió como un tonto. -Entonces siéntate y déjame hacerte el amor.

Alex se tensó, duro y palpitante; deseaba tanto a Daisy que no podía contenerse. En el último instante, antes de que el deseo de poseerla lo dominase, la bota de Daisy se curvó en una sonrisa tan dulce y suave que él sintió como si le patearan el estómago.

Ella no se reservaba nada. Nada en absoluto. Si ofrecía a él en cuerpo y alma. ¿Cómo podía alguien ser tan autodestructivo? Alex se puso a la defensiva. Si ella no era capaz de protegerse a sí misma, él haría el trabajo sucio.

– El sexo es algo más que dos cuerpos -le dijo con dureza. -Eso fue lo que me dijiste. Que tenía que ser sagrado, pero no hay nada sagrado entre nosotros. Entre nosotros no hay amor, Daisy. Es sólo sexo. No olvides.

Para absoluta sorpresa de Alex, ella le brindó una tierna sonrisa, teñida por un poco de piedad.

– Eres tonto. Por supuesto que hay amor. ¿Acaso no lo sabes? Yo te amo.

Él sintió como si le hubieran golpeado a traición.

Ella tuvo el descaro de reírse.

– Te amo, Alex, y no hay necesidad de hacer una montaña de un grano de arena. Sé que te dije que no lo haría, pero no he podido evitarlo. He estado negando la verdad, pero hoy Sinjun me hizo comprender lo que siento.

A pesar de todas las advertencias y amenazas, de todos sus sermones, Daisy había decidido que estaba enamorada de él. Pero era él quien tenía la culpa. Debería haber mantenido más distancia entre ellos. ¿Por qué había paseado por la playa con ella? ¿Por qué le había abierto su corazón? Y lo más reprobable de todo, ¿por qué no la había mantenido alejada de su cama? Ahora tenía que demostrarle que lo que ella pensaba que era amor no era más que una visión romántica de la vida. Y no iba a ser fácil.

Antes de que pudiera señalarle su error, ella le cubrió la boca con la suya. Alex dejó de pensar. La deseaba. Tenía que poseerla.

Daisy le recorrió los labios con la punta de la lengua, luego profundizó el beso con suavidad. Él le cogió la cabeza entre las manos y hundió los dedos en su suave pelo. La joven se acomodó entre sus brazos, ofreciéndose a él por completo.

Daisy gimió con dulzura. Vulnerable. Excitada. El sonido atravesó la embotada conciencia de Alex y lo trajo de vuelta a la realidad. Tenía que recordarle a Daisy cómo eran las cosas entre ellos. Por su bien tenía que ser cruel. Mejor que ella sufriera un pequeño dolor en ese momento que uno devastador más adelante.

Se apartó bruscamente de ella. La hizo tumbarse en la cama con una mano y se ahuecó la protuberancia de los vaqueros con la otra.

– Lo mires como lo mires, un buen polvo es mejor que el amor.

Alex dio un respingo para sus adentros ante la expresión de sorpresa que cruzó por la cara de Daisy antes de que se ruborizara. Conocía a su esposa y se preparó para lo que vendría a continuación: iba a levantarse de la cama de un salto y a hacer que le saliera humo por los oídos con un sermón sobre la vulgaridad.

Pero no lo hizo. El rubor de la cara de Daisy se desvaneció y fue sustituido por la misma expresión de pesar que había adoptado antes.

– Sabía que te pondrías difícil con esto. Eres tan previsible.

«¿Previsible? ¿Así lo veía? ¡Maldita fuera, estaba tratando de salvarla y ella se lo pagaba burlándose de él. Pues bien, se lo demostraría con hechos.»

Se obligó a esbozar una sonrisa cruel.

– Quítate la ropa. Me siento un poco violento y no quiero desgarrártela.

– ¿Violento?

– Eso es lo que he dicho, nena. Ahora desnúdate.

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