CAPÍTULO 22

Petroff lo fulminó con la mirada.

– ¿Por qué pierdes el tiempo buscándola aquí? Ya te dije que me pondría en contacto contigo en cuanto supiera algo de ella.

Alex miró por la ventana, escrutando Central Park como si pudiera encontrar la respuesta en el parque. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había comido algo decente o dormido más de unas cuantas horas sin despertar sobresaltado. Tenía el estómago revuelto, había perdido peso y sabía que estaba hecho un desastre.

Hacía un mes que Daisy había huido, pero no estaba más cerca de localizarla ahora que la noche que había desaparecido. Había seguido una pista tras otra, faltando a más funciones de las que podía enumerar, pero ni él, ni el detective que había contratado, habían conseguido averiguar nada.

Max le había dado una lista de las personas con las que podía haber contactado Daisy, y Alex había ido a visitarlas a todas, pero era como si su esposa hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Él rezaba para que sus alas de ángel la mantuvieran a salvo.

Se volvió lentamente y se enfrentó a Max.

– He pensado que podías haber pasado algo por alto. Daisy no tenía más de cien dólares cuando se fue.

Amelia intervino desde el sofá.

– Alex, ¿de verdad piensas que Max te ocultaría algo después de todo el trabajo que se tomó para que estuvierais juntos?

La manera que tenía Amelia de arquear las cejas siempre le había hecho rechinar los dientes y, con los nervios a flor de piel, Alex no pudo ocultar su desagrado.

– La cuestión es que mi esposa ha desaparecido y nadie sabe dónde está.

– Tranquilo, Alex. Estamos tan preocupados por ella como tú.

– Te aconsejo -dijo Amelia- que le preguntes a ese empleado que la vio por última vez.

Alex había interrogado a Al Poner hasta la saciedad, y ya se había convencido de que el anciano no tenía nada más que decirle. Mientras Alex cometía la estupidez de ir a aquella tienda, Al había visto cómo Daisy se subía a un camión de dieciocho ruedas. Llevaba puestos los vaqueros y, en la mano, la pequeña maleta de Alex.

– No puedo creer que hiciera autoestop -dijo Max. -Podrían haberla asesinado.

Aquella angustiosa posibilidad había tenido a Alex en vilo durante tres días, pero una tarde Jack salió precipitadamente del vagón rojo para decirle que acababa de hablar con Daisy por teléfono. Al parecer había llamado para asegurarse de que los animales estaban bien.

Colgó sin mencionarlo a él en cuanto Jack intentó sonsacarle dónde se encontraba.

Alex maldijo las circunstancias que habían evitado que fuera él quien contestara al teléfono, luego recordó la media docena de llamadas que no habían tenido más respuesta que un chasquido al otro lado de la línea. Daisy había llamado hasta que fue otra persona la que respondió. No quería hablar con él.

Max se paseó de un lado a otro de la estancia.

– No puedo comprender por qué la policía no se lo toma más en serio.

– Porque desapareció voluntariamente.

– Pero podría haberle ocurrido cualquier cosa desde entonces. No es capaz de valerse por sí misma.

– Eso no es cierto. Daisy es inteligente y no le asusta el trabajo duro.

Max ignoró sus palabras. A pesar del incidente que había presenciado con Sinjun, todavía veía a su hija como una persona inútil y frívola.

– Tengo amigos en el FBI, ya va siendo hora de que hable con alguno de ellos.

– Centenares de testigos vieron lo que sucedió esa noche en la pista. La policía cree que tenía razones de sobra para desaparecer.

– Eso fue un accidente y, a pesar de todos sus defectos, Daisy no es vengativa. Nunca te guardaría rencor. No, Alex. Tiene que haber alguien más implicado, no dejaré que me mantengas al margen más tiempo. Hoy mismo me pondré en contacto con el FBI.

Alex no le había explicado a Max toda la verdad, y era eso lo que le había impulsado a ir allí ese día. Al no haberle puesto al corriente de todos los hechos, se estaba reservando una información que podría dar una pista a Max o a Amelia sobre el paradero de Daisy. No le gustaba tener que decir nada desagradable de sí mismo, pero su orgullo no era tan importante como la seguridad y el bienestar de su mujer y su hijo.

Cuando miró a su suegro se dio cuenta de que había envejecido considerablemente durante el último mes. Había perdido parte de la flema diplomática que le caracterizaba. Sus movimientos eran más lentos y su voz menos firme. A su manera -rígida y prejuiciosa, por lo que Alex había podido observar, -Max quería a Daisy y sufría por ella.

Alex miró por un momento el samovar de plata que había encontrado para Max en una galería de París. Había sido diseñado por Peter Cari Faberge para el zar Alejandro III y llevaba impresa el águila imperial rusa. El distribuidor le había dicho que databa de 1886, pero el detalle de la pieza hacía que Alex pensara que se acercaba más a 1890.

Contemplar el talento de Faberge era menos duro que pensar en lo que tenía que contarle a Max. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y luego las sacó. Carraspeó.

– Daisy no sólo estaba molesta conmigo por lo que le hice con el látigo.

Max lo miró fijamente.

– ¿Qué?

– Está embarazada.

– Te lo dije -dijo Amelia desde el sofá. Max y Amelia intercambiaron una mirada que puso a Alex en guardia.

– Claro que me lo dijiste, cariño -dijo Max en tono cariñoso.

– Y supongo que la reacción de Alex al oír las buenas nuevas no fue demasiado agradable.

Amelia era irritante pero no estúpida. Aquellas palabras fueron como meter el dedo en la llaga.

– Me comporté mal con ella -admitió él.

Amelia miró a su marido con aire satisfecho.

– También te dije que ocurriría eso.

Alex trago saliva antes de obligarse a decir el resto.

– Le ordené que abortara.

Max apretó los labios.

– ¿Cómo te atreviste a decirle eso?

– Cualquier cosa que me digas ya me la he dicho yo mil veces.

– ¿Sigues pensando igual?

– Por supuesto que no -dijo Amelia. -Sólo hay que mirarle a la cara para darse cuenta. La culpa le pesa sobre los hombros. -Se levantó del sofá. -Voy a llegar tarde al masajista. Ya resolveréis esto vosotros solos. Felicidades, Max.

Alex percibió que había algo oculto en las últimas palabras de Amelia y en la sonrisita cómplice que intercambió con Max. Se la quedó mirando mientras abandonaba la estancia y supo que Max y ella le ocultaban algo.

– ¿Tiene razón Amelia? -inquirió Max. -¿Ya no piensas lo mismo?

– Tampoco lo pensaba cuando se lo dije a ella. Pero me dio la noticia de sopetón y la adrenalina me nubló la razón -estudió a Max. -Amelia no se ha sorprendido al oír que Daisy estaba embarazada a pesar de saber que tomaba la píldora. ¿Por qué?

Max se acercó a la vitrina de nogal y observó la colección de porcelana a través de las puertas de cristal.

– Lo esperábamos, eso es todo.

– ¡Estás mintiendo! Daisy me dijo que era Amelia quien compraba las pastillas. ¿Qué me estás ocultando?

– Nosotros… hicimos lo que creímos más conveniente.

Alex se quedó paralizado. Pensó en el pequeño bote de las píldoras de Daisy. Como si lo estuviera viendo en ese momento, recordó que no tenía precinto. En esta época de medicamentos precintados, aquellas píldoras no lo llevaban.

La presión que sentía desde que Daisy desapareció le oprimió el pecho. Una vez más había dudado de su esposa y, de nuevo, se había equivocado.

– Lo planeaste tú, ¿no? Igual que planeaste todo lo demás. Reemplazaste sus píldoras.

– No sé de qué me hablas.

– No quiero jugar al gato y al ratón. Dime la verdad, Max. Dímela ya.

El hombre pareció derrumbarse. Se le doblaron las rodillas y se hundió en la silla que tenía más cerca.

– ¿No lo entiendes? Era mi deber.

– ¿Tu deber? Debí suponer que lo verías así. No puedo creer que haya sido tan estúpido. Siempre he sabido lo obsesionado que estás con la historia de mi familia, pero nunca se me ocurrió que pudieras hacer algo así. -La amargura le revolvió el estómago. Desde el principio, Daisy y él no habían sido más que títeres de Max.

– ¿Y qué? Por Dios, deberías agradecérmelo. -Max se levantó de un salto de la silla. Apuntó a Alex con un dedo tembloroso. -Para ser historiador, no respetas tu linaje. ¡Eres bisnieto del zar!

– Soy un Markov. Eso es lo único que significa algo para mí.

– Una panda de vagabundos. Vagabundos, ¿me oyes? Eres un Romanov y tu deber era tener un hijo. Pero no querías ser padre, ¿verdad?

– ¡Ésa era una decisión mía, no tuya!

– Esto es mucho más importante que un capricho egoísta.

– Cuando Daisy me dijo que estaba embarazada pensé que lo había hecho a propósito. ¡La acusé de haberme mentido, bastardo!

Max hizo una mueca y la justa indignación de Alex perdió fuelle.

– Alex, míralo desde mi punto de vista. Sólo disponía de seis meses y tenía que aprovecharlos. No podía esperar que llegaras a enamorarte de ella, es imposible que un hombre con tu inteligencia se interese por alguien tan atolondrado como mi hija, salvo para acostarse con ella.

Alex sintió ganas de vomitar. ¿Cómo era posible que su educada e inteligente esposa sintiera cariño por un padre que tenía tan poco respeto por ella?

– Daisy es más lista que nosotros dos juntos.

– No es necesario que enmascares los hechos.

– No lo hago. No conoces a tu hija en absoluto.

– No podía aceptar que vuestro matrimonio finalizara sin intentar que hubiera un heredero Romanov.

– No era asunto tuyo.

– Eso no es cierto. A lo largo de la historia, los Petroff siempre se han dedicado a hacer lo mejor para los Romanov, incluso aunque los Romanov no estuvieran de acuerdo.

Mientras miraba a Max, Alex se dio cuenta de que el padre de Daisy estaba obsesionado con ese tema. Max podía ser un hombre coherente en todo lo demás, pero no en eso.

– Ibas a dejar que muriera tu estirpe -dijo Max, -y yo no podía consentirlo.

No había nada más que discutir con él. Para Max el niño que Daisy llevaba en su vientre no era más que un peón, pero ese bebé significaba algo muy diferente para Alex, y todos sus instintos paternos afloraron para protegerlo.

– ¿Qué coño ha estado tomando Daisy? ¿Qué le diste?

– Nada que pudiera dañar al bebé. Pastillas de fluoruro, eso es todo. -Max se derrumbó en la silla. -Tienes que encontrarla antes de que haga algo estúpido. ¿Y si se ha librado del bebé?

Alex clavó los ojos en el anciano. Poco a poco la amargura se convirtió en piedad al pensar en todos los años que Max había desaprovechado, todos los años que había pasado sin conocer a su maravillosa hija.

– Nada conseguiría que Daisy hiciera eso. Tiene agallas, Max. Hará lo que sea para mantener a salvo a ese bebé.


Alex llegó al circo a la mañana siguiente, cuando los primeros camiones entraban en el recinto de Chattanooga. Los días eran más cortos y el verano llegaba a su fin. El circo se dirigía hacia el sur para pasar el invierno cerca de Tampa, donde se instalarían hasta el final de la temporada durante la última semana de octubre. La excedencia de Alex en la universidad concluía en enero y había pensando hacer una investigación en Ucrania antes de incorporarse, pero ahora sabía que no lo haría. Sin Daisy todo lo demás carecía de importancia.

Echó un vistazo al recinto. El nuevo asentamiento estaba en una ladera con muy poco espacio llano para montar la carpa principal. Alex tenía ojeras por la falta de sueño, pero le dio la bienvenida al reto. Sabía que eso no apartaría a Daisy de sus pensamientos -nada lo hacía, -pero le ayudaría a pasar el tiempo.

Era Trey quien conducía su caravana hasta allí, pero aún no había llegado, así que Alex se dirigió a la carpa de la cocina para tomarse un café bien cargado que calmara el vacío de su estómago. Antes de llenarse la taza, oyó un chillido agudo y exigente. Maldijo por lo bajo y se dirigió hacia donde estaban los elefantes.

Cuando llegó, no le sorprendió ver que Neeco parecía resentido.

– Devuélveme la picana, Alex. Con un solo pinchazo pondremos fin a esta sandez.

A pesar de la petición, Alex sabía que el domador prefería no usar la picana tras su encuentro con Sinjun. Le gustaba pensar que había sido Daisy y su manera de tratar a los animales lo que había abierto los ojos de Neeco, porque ahora era más suave con los elefantes y todo marchaba mucho mejor. Pero tenía que asegurarse de que Neeco lo había entendido y de que no volvería a las andadas.

– Mientras siga siendo el jefe, no volverás a usar la picana.

– Entonces, hazlo tú.

Alex se acercó a Tater y el elefante lo abrazó. Le metió la punta de la trompa por el cuello de la camisa para olerlo, igual que hacía con Daisy. Alex lo desató y se dirigió al camión que transportaba la carpa con Tater trotando tras él.

Tater había dejado de comer al desaparecer Daisy, pero Alex había estado demasiado sumergido en su infierno privado para notarlo. Neeco le obligó a ser consciente de la situación cuando el estado del elefantito comenzó a deteriorarse.

No tardó mucho en comprobar que el elefante encontraba sosiego con su presencia; pero no por Alex, sino porque Tater lo asociaba con Daisy. Comenzó a comer otra vez y poco después seguía a Alex por el recinto como antes la había seguido a ella.

Los dos se abrieron paso hasta el camión. Desenrollarían la carpa tan pronto decidieran dónde colocar el circo. Brady había llegado antes que él, pero se apartó cuando Alex se acercó. Alex no sabía que hubiera hecho sin Brady; Jack y él se habían encargado de que todo marchara bien durante sus largas ausencias.

Durante las horas siguientes, Alex trabajó codo con codo con los empleados en el montaje. Todavía tenía puesta la ropa que llevaba en el avión, pero tampoco se la cambió cuando llegó Trey con la camioneta. El sudor empapaba la camisa azul de algodón y se le había desgarrado el pantalón del traje gris, pero no le importó. El trabajo le entumecía la mente e impedía que pensara.

Cuando ya no pudo posponerlo más, fue a la caravana con Tater pisándole los talones. Ató el animal cerca de donde Digger había preparado el heno y vaciló al acercarse a la puerta. La caravana olía a Daisy, tenía su toque, lo único que faltaba era su presencia y él odiaba estar allí dentro.

Entró y se vio torturado por imágenes de ella entrando corriendo por la puerta con las mejillas manchadas, la ropa sucia, la paja enredada en el pelo y un brillo de satisfacción en los ojos. Se acercó a la nevera, pero lo único que encontró fue una lata de cerveza y un yogur que Daisy había comprado. Había caducado dos semanas antes, pero no quería tirarlo.

Agarró la cerveza y la abrió mientras se acercaba a Tater. El elefantito se estaba echando el heno en el lomo, y tomó un poco de paja fresca para espolvorear a Alex con ella como gesto de amistad. Alex entendía ahora por qué su esposa siempre llevaba el pelo lleno de heno.

– Estoy seguro de que Daisy te echa de menos, amiguito -dijo suavemente, frotando la trompa del elefante.

Se sentiría todavía más perdida sin Sinjun. Existía una extraña comunión entre Daisy y el tigre, algo que él nunca había entendido por completo. A su esposa le encantaba trabajar con los animales que nadie más quería: un elefantito problemático, una gorila tímida, un viejo tigre con aire regio… Debía de ser difícil para ella no estar con los seres que amaba. En ese momento se quedó paralizado, se le puso la piel de gallina y se olvidó de respirar. ¿Qué le hacía pensar que no estaba con uno de ellos?


Veinticuatro horas después estaba frente a la verja de la zona tropical del zoo Brookfield de Chicago mirando a Glenna. La gorila estaba sentada sobre la montana rocosa del centro del recinto y comía un tallo de apio. Alex llevaba horas vagando por las pasarelas que rodeaban el hábitat. Le picaban los ojos por la falta de sueño, le dolía la cabeza y notaba como si le ardiera el estómago.

¿Y si se equivocaba? ¿Y si ella no estaba allí después de todo? Había pasado por la oficina de empleo del zoo y sabía que no trabajaba allí. Pero estaba seguro de que Daisy querría estar cerca de Glenna. Además, no tenía más pistas y no perdía nada por intentarlo.

«Tonto.» La palabra resonaba en su cabeza como el ruido de una taladradora. «Tonto. Tonto. Tonto. Tonto.»

El pesar que sentía era demasiado privado para ser exhibido y, cuando oyó el murmullo de otro grupo de niños, subió por la senda curva, bordeada por vegetación tropical y una verja de hierro pintada de verde como el bambú y unida por una cuerda. Arriba estaría solo. Glenna se agarró con fuerza a una de las pesadas cuerdas que colgaba de los troncos que coronaban la cima de la montaña de los gorilas y se acercó a él. Parecía sana y feliz en su nuevo hogar. Se bajó, esta vez con una zanahoria.

De repente, la gorila alzó la cabeza y comenzó a emitir ruiditos. Alex siguió la dirección de su mirada y vio cómo Daisy se acercaba por el sendero de abajo hacia el animal.

El corazón le palpitó contra las costillas, pero la alegría que amenazó con hacerlo estallar fue sustituida casi de inmediato por ansiedad. Incluso a quince metros era evidente que Daisy no llevaba maquillaje y que las líneas de fatiga marcaban su rostro. Llevaba el pelo recogido en la nuca y, por primera vez desde que la conocía, parecía marchita. ¿Dónde estaba la Daisy que disfrutaba maquillándose y echándose perfume? ¿La Daisy que disfrutaba untándose loción de albaricoque y pintándose los labios de color frambuesa? ¿Dónde estaba la Daisy que gastaba toda el agua caliente en una ducha dejando una densa capa de vapor en el cuarto de baño? A Alex se le secó la boca mientras se empapaba con la imagen de su esposa y algo se desgarró en su interior. Ésta era la Daisy que él había creado.

Ésta era la Daisy con la luz del amor extinguida.

Se acercó más y vio que se le habían hundido las mejillas; se dio cuenta de que había perdido peso. Deslizó la mirada a su vientre, pero la chaqueta floja y los pantalones oscuros le impidieron ver si su cuerpo había experimentado algún cambio. Alex se asustó. ¿Y si había perdido al bebé? ¿Sería ése el castigo que le esperaba a él?

Daisy estaba tan concentrada en la silenciosa comunión con la gorila que no vio cómo él se abría paso entre los niños y se acercaba a ella.

– Daisy -dijo en voz baja.

Daisy se puso tensa antes de volverse. La vio palidecer todavía más y cerrar los puños. Lo miró como si se estuviera preparando para escapar y él dio un paso adelante para detenerla, pero la fría expresión de su esposa lo detuvo. Sólo había visto unos ojos tan vacíos como ésos cuando se miraba en el espejo.

– Tenemos que hablar. -Aquellas palabras imitaron inconscientemente las que ella le había dicho tantas veces, y la expresión fría con que lo miró debía de ser un reflejo de la manera en que él la había mirado con frecuencia.

¿Quién era esa mujer? En su cara no asomaba la animación que acostumbraba. Sus enormes ojos violeta estaban tan vacíos que parecía que nunca hubiera llorado. Era como si algo hubiera muerto en su interior y él comenzó a sudar. ¿Habría perdido al bebé? ¿Era ésa la causa de su cambio? «Por favor, que no le haya pasado nada al bebé.»

– No hay nada de qué hablar. -Se volvió y se alejó atravesando la cortina de cuerda que servía de entrada al hábitat. Él la siguió y la tomó del brazo sin pensar.

– Suéltame.

¿Cuántas veces le había dicho eso Daisy cuando él la arrastraba por el recinto del circo o la sacaba de la cama al amanecer? Pero en ese momento las palabras carecían de la fuerza anterior. Miró la cara pálida e inexpresiva de su esposa. «¿Qué te he hecho, mi amor?»

– Sólo quiero hablar contigo -dijo él con rapidez, apartándola de la gente.

Ella miró en silencio la mano con que le rodeaba el brazo.

– Si lo que quieres es que aborte, es demasiado tarde.

Alex quiso echar la cabeza hacia atrás y aullar. Daisy había perdido el bebé y era culpa suya.

– No sabes cuánto lo siento -dijo a duras penas, dejando caer la mano.

– Oh, ya lo sé -dijo ella con una extraña calma, -me lo dejaste muy claro.

– Yo no te dejé claro nada. No te dije que te amaba. Lo único que te dije fue un montón de estupideces. Cosas que no sentía de verdad. -A Alex le dolían los brazos por el deseo de abrazarla, pero Daisy había erigido una barrera invisible a su alrededor. -Olvidémonos de todo eso, cariño. Vamos a empezar de cero. Te prometo que todo será distinto esta vez.

– Tengo que irme. No puedo llegar tarde al trabajo.

Fue como sí él no hubiera hablado. Le había dicho que la amaba, pero no había servido de nada. Daisy sólo quería irse y no volver a verlo nunca más.

La determinación de Alex se hizo más fuerte. No podía dejar que ocurriera eso. Ya se ocuparía más tarde de su pesar. Antes haría lo que fuera necesario para recuperar a su esposa.

– Te vienes conmigo.

– Ni hablar. Tengo que ir a trabajar.

– ¿Y qué pasa con nuestro matrimonio?

– No es un matrimonio de verdad. Nunca fue más que un acuerdo legal.

– Ahora es de verdad. Hicimos unos votos, Daisy. Unos votos sagrados. Y eso es tan cierto como que estamos aquí.

A Daisy le tembló el labio inferior.

– ¿Por qué haces esto? Ya te he dicho que es muy tarde para que aborte.

Sufría por ella. A pesar de lo intenso que era su dolor, sabía que no podía ser tan intenso como el de Daisy.

– No te preocupes, cariño. Lo intentaremos otra vez. En cuanto el médico nos lo permita.

– ¿De qué estás hablando?

– Quería a este bebé tanto como tú, pero no me di cuenta de ello hasta que desapareciste. Sé que es culpa mía que lo hayas perdido. Si te hubiera cuidado mejor nunca habría ocurrido.

Daisy frunció el ceño.

– No he perdido al bebé. -Lo miró a los ojos. -Aún estoy embarazada.

– Pero has dicho… cuando te dije que quería hablar contigo, dijiste que era demasiado tarde para que abortaras.

– Estoy de cuatro meses y medio. El aborto ya no es legal.

Mientras él se sentía inundado por la alegría, Daisy torció la boca en un gesto de cinismo que nunca hubiera imaginado en ella.

– Eso cambia las cosas, ¿no, Alex? Ahora que sabes que el pastel sigue en el horno y que va a quedarse ahí, supongo que ya no estarás tan ansioso por que regrese.

Alex se vio embargado por tantas emociones que no sabía cómo asimilarlas. Aún estaba embarazada. Lo odiaba. No quería volver con él. No podía manejar tal caos emocional, así que recurrió a lo práctico.

– ¿Estás yendo al médico?

– Voy a una consulta no lejos de aquí.

– ¿A una consulta? -Él tenía una fortuna en el banco y su esposa iba a una consulta. Tenía que llevársela a un lugar donde pudiera borrar a besos esa implacable y resuelta mirada de su cara, pero la única manera de hacerlo era intimidándola.

– No creo que hayas estado cuidándote demasiado. Estás delgada y pálida. Y tan nerviosa que parece que te vaya a dar un ataque.

– ¿Y a ti qué te importa? No quieres al bebé.

– Oh, claro que quiero al bebé. Puede que actuara como un bastardo cuando me diste la buena nueva, pero te aseguro que he recuperado la cordura. Sé que no quieres volver conmigo ahora, pero no tienes otra opción. Es peligroso para a ti y para el bebé, Daisy, y no voy a permitir que sigas así.

Alex supo que había encontrado su punto débil, pero ella se siguió oponiendo a él con terquedad.

– No es asunto tuyo.

– Claro que sí. Voy a asegurarme de que tanto tú como el bebé estéis bien. -En los ojos de Daisy apareció una mirada recelosa. -No me importa jugar sucio -añadió Alex en voz baja, -pienso descubrir dónde trabajas y me encargaré de que te despidan.

– ¿Me harías eso?

– Sin pensarlo dos veces.

Daisy hundió los hombros y él supo que había ganado, pero no sintió ninguna satisfacción.

– Ya no te amo -susurró ella. -No te amo en absoluto.

A él se le puso un nudo en la garganta.

– No importa, cariño. Yo tengo amor suficiente por los dos.

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