CAPÍTULO 11

– ¿Qué has dicho? -Alex se incorporó sobre ella con rapidez.

Daisy quiso morderse la lengua. ¿Cómo podía habérsele escapado aquello? Había estado tan somnolienta y feliz que había pensado en voz alta.

– N-nada -tartamudeó, -no he dicho nada.

– Te he oído claramente.

– Entonces, ¿para qué preguntas?

– Has dicho que ya no eres virgen.

– ¿En serio?

– Daisy… -la voz de Alex tenía un ominoso tono de advertencia. -¿Lo has dicho literalmente?

Ella intentó adoptar un tono de superioridad.

– No es asunto tuyo.

– Bobadas. -El saltó fuera de la cama, agarró los vaqueros y se los puso como si fuera obligatorio poner algún tipo de barrera entre ellos. Se giró para enfrentarse a ella. -Dime, ¿a qué estás jugando?

Daisy no pudo evitar fijarse en que él no se había subido la cremallera de los vaqueros y tuvo que obligarse a apartar la vista de la tentadora V de aquel duro y plano vientre.

– No quiero hablar de eso.

– ¿No esperarás en serio que crea que eras virgen?

– Claro que no. Tengo veintiséis años.

Él se pasó la mano por el pelo y se paseó de un lado a otro del estrecho espacio que había a los pies de la cama. Parecía como si no la hubiera oído.

– He notado que eras muy estrecha. He creído que era porque había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuviste con alguien, pero nunca hubiera imaginado… ¿Cómo coño has llegado a los veintiséis años sin echar un polvo?

Ella se incorporó bruscamente.

– No es necesario usar esa clase de lenguaje. ¡Quiero que te disculpes ahora mismo!

Él la miró como si se hubiera vuelto loca.

Ella le sostuvo la mirada. Si Alex pensaba que se iba a acobardar, podía esperar sentado. Durante los años que había vivido con Lani había oído suficientes palabras obscenas para toda una vida y no pensaba dejar pasar aquel tema por alto.

– Estoy esperando.

– Responde a la pregunta.

– Después de que te disculpes.

– ¡Lo siento! -gritó él, perdiendo su rígido control. -O me dices la verdad ahora mismo o voy a estrangularte con las medias y a arrojar tu cuerpo en una zanja al lado de la carretera después de pisotearlo.

Como disculpa no valía mucho, pero Daisy no esperaba conseguir nada mejor.

– No soy virgen -repuso con suavidad.

Por un momento, Alex pareció aliviado, luego la miró con suspicacia.

– No eres virgen ahora, pero ¿lo eras cuando entraste en la caravana?

– Puede que lo fuera -masculló ella.

– ¿Puede que lo fueras?

– Vale, lo era.

– ¡No te creo! Nadie con tu aspecto llega a los veintiséis años sin echar…

Ella le dirigió una mirada fulminante.

– … sin hacerlo. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?

Ella jugueteó con el borde de la sábana.

– Mientras crecía vi cómo mi madre se liaba con un tío tras otro.

– ¿Y eso qué tiene que ver contigo?

– La promiscuidad no es nada agradable, y me rebelé.

– ¿Te rebelaste?

– Decidí ser todo lo contrario a mi madre.

Alex se sentó a los pies de la cama.

– Daisy, tener un amante de vez en cuando no te hubiera convertido en una mujer promiscua. Eres muy apasionada. Mereces tener una vida sexual.

– No estaba casada.

– ¿Y qué?

– Alex, yo no creo en el sexo fuera del matrimonio.

Él la miró anonadado.

– No creo en el sexo fuera del matrimonio -repitió ella. -Ni para las mujeres. Ni para los hombres.

– ¿Estás de coña?

– No pretendo juzgar a nadie, pero eso es lo que pienso. Si quieres reírte, adelante.

– ¿Cómo puedes pensar algo así en los tiempos que corren?

– Soy hija ilegítima, Alex. Eso hace que vea las cosas de otra manera. Probablemente me consideres una puritana, pero no puedo evitarlo.

– Después de lo que ha pasado entre nosotros esta noche, no me atrevería a llamarte puritana. -Él sonrió por primera vez. -¿Dónde aprendiste todos esos trucos?

– ¿Qué trucos?

– Lo de poner las manos contra la pared y cosas por el estilo.

– Ah, eso. -Daisy notó que se sonrojaba. -He leído algunos libros guarros.

– Bien hecho.

Ella frunció el ceño, preocupada.

– ¿No te ha gustado? Acepto críticas constructivas. Quiero aprender, puedes decirme la verdad.

– Me ha gustado.

– Pero quizá no he sido lo suficientemente imaginativa para ti. -Daisy pensó en los látigos. -Para ser sincera, no creo que pueda ser mucho más atrevida. Y deberías saber que el sadomasoquismo no es lo mío.

Por un momento Alex pareció confundido, luego sonrió.

– ¿Te dan miedo los látigos?

– Es difícil no pensar en ellos cuando los veo por todas partes.

– Supongo que tan difícil como me resulta a mí pensar que alguien tan interesado en el sexo fuera todavía virgen.

– No dije que estuviera interesada. Sólo estaba tratando de que nos entendiéramos. Y en lo que se refiere a mis creencias, poco antes de morir mi madre tenía amantes más jóvenes que yo. De verdad que lo odiaba.

Alex se levantó de la cama.

– ¿Por qué no me has dicho que eras virgen?

– ¿Hubiera cambiado algo?

– No sé. Tal vez. Sin duda alguna no hubiera sido tan rudo.

Daisy abrió los ojos con sorpresa.

– ¿Estabas siendo rudo?

Alex relajó las duras líneas de su boca. Se sentó al lado de ella y le pasó el pulgar por los labios.

– ¿Qué voy a hacer contigo?

– Tengo una idea, pero a lo mejor no te gusta.

– Dime.

– ¿Podríamos… no sé exactamente cuánto tiempo lleva recuperarse, pero… cuando lo hagas…?

– ¿Estás intentando decir que te gustaría repetir?

– Sí.

– Está bien, cariño. -Él sonrió, pero parecía preocupado. -Supongo que alguien que ha esperado tanto, tiene que recuperar el tiempo perdido.

Daisy abrió los labios, ansiosa por besarlo, pero él retiró la sábana y la avergonzó diciéndole que no haría nada hasta asegurarse de que estaba bien. Ignorando las protestas de la joven, Alex se deshizo de las medias e hizo justo lo que le había dicho. Cuando finalmente comprobó que no le había hecho daño, comenzó a seducirla de nuevo. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas y, después de amarse, Daisy se hundió en el primer sueño reparador en meses.


Apenas había amanecido cuando él comenzó a agredirla verbalmente. Y todo porque él la había distraído antes de que ella hubiera tenido tiempo de explicarle un pequeño detalle.

– Pensé que sabías lo que decías. ¡Lo pensé! Dios mío, qué asno soy. Merezco estar casado contigo. ¿Cómo pude pensar que estabas bien informada sobre eso cuando no haces nada a derechas?

Después de la tierna magia de la noche anterior, aquel ataque era doblemente hiriente. Al principio, la cólera de Alex había sido fría y calmada, pero ahora era como si hubiera estallado una válvula a presión.

– ¿No podías terminar de explicármelo? -despotricó él. -No, claro que no. Hubiera sido demasiado lógico.

Ella parpadeó ante la dureza de sus ojos y se odió a sí misma con todas sus fuerzas por no ser el tipo de persona capaz de devolverle los gritos.

– Cuando me dijiste que tomabas la píldora, tenías que habérmelo contado todo, Daisy. ¡Tenías que haberme dicho que acababas de empezar a tomarlas, que no llevabas ni un mes con el tratamiento, que todavía existía alguna jodida posibilidad de que te quedaras embarazada! ¿No podías habérmelo explicado todo?

Ella se clavó las uñas en las pal mas de las manos para no llorar. Al mismo tiempo se maldecía a sí misma por permitir que le hiciera eso.

– ¡Contéstame de una puta vez!

El nudo en la garganta de Daisy se había vuelto tan grande que tuvo que obligarse a escupir las palabras.

– Me… dejé llevar por la p-pasión.

Parte de la tensión pareció abandonar el cuerpo de Alex. Él soltó un poco el acelerador y la miró con el ceño fruncido.

– ¿Estás llorando?

Ella alzó la barbilla y negó con la cabeza pero, al mismo tiempo, le resbaló una lágrima por la mejilla. Daisy no podía soportar la idea de volver a llorar delante de él. La joven siempre había odiado la facilidad con que se le saltaban las lágrimas.

Él bajó el tono de voz y recobró el control.

– Daisy, lo siento. -Miró por el espejo retrovisor y dirigió la camioneta al arcén.

– ¡No te atrevas a parar! -le dijo ella con fiereza.

Las ruedas levantaron la grava cuando Alex detuvo la camioneta, ignorando como siempre los deseos de Daisy. Intentó abrazarla, pero ella se apartó.

– ¡No soy una debilucha! -le espetó mientras se enjugaba las lágrimas con furia.

– No he dicho que lo fueras.

– ¡Pero lo piensas! Es cierto que lloro con facilidad, pero eso no quiere decir nada y no estoy tratando de manipularte con lágrimas. Quiero que te disculpes porque estás portándote como un imbécil, no porque esté llorando y te remuerda la conciencia.

– Definitivamente, estoy portándome como un imbécil.

– No puedo evitar llorar. Siempre he sido una persona muy emotiva. Bebés, anuncios sensibleros, baladas. Veo u oigo algo y lo siguiente que sé es que…

– Daisy estoy tratando de disculparme. Si quieres, puedes seguir llorando, pero cállate, ¿vale?

Ella sorbió por la nariz y buscó un pañuelo de papel en el bolso.

– Vale.

– No ha estado bien que te grite. Estaba enfadado conmigo mismo y me he desquitado contigo. Fui yo quien te impidió explicarte anoche. Fue culpa mía. Nunca había sido tan irresponsable antes y, la verdad, no lo entiendo. Supongo que simplemente… -Él vaciló.

Ella se sonó la nariz.

– ¿Te dejaste arrastrar por la pasión?

Él sonrió.

– Supongo que esa es una razón tan buena como cualquier otra. Pero si te quedas embarazada por culpa de mi estupidez…

El miedo que ella oyó en su voz hizo que quisiera llorar una vez más. Pero sólo sorbió por la nariz con seriedad.

– Estoy segura de que no ocurrirá. No es el momento apropiado. Tiene que venirme la regla en un par de días.

El alivio de Alex fue casi palpable y Daisy se sintió aún más dolida. No es que quisiera quedarse embarazada, porque no quería, pero no le gustaba que la idea lo repeliera.

Él se pasó las manos por el pelo.

– Supongo que me vuelvo irracional cuando surge este tema, pero no puedo evitarlo. No quiero tener hijos, Daisy.

– No tienes de qué preocuparte. Amelia me envió a su ginecólogo hace unas semanas.

– Vale. Espero que lo entiendas. Cuando digo que no quiero tener hijos, quiero decir que no quiero tenerlos nunca. Sería un padre terrible y ningún niño se merece eso. Prométeme que jamás te olvidarás de tomar la píldora.

– No me olvidaré. Y, francamente, Alex, me estoy cansando de que me trates como si fuera estúpida.

Él miró el espejo retrovisor y metió la marcha antes de volver a la carretera.

– Usaré preservativos hasta el mes próximo, cuando ya no corras peligro de quedarte embarazada.

A Daisy no le gustó que Alex diera por hecho que continuaría acostándose con él.

– Te aseguro que no habrá necesidad.

Él la miró.

– ¿De qué?

– Actúas como si lo que sucedió anoche fuera a repetirse.

– Créeme. Volverá a repetirse.

Tanta seguridad la irritó.

– No estés tan seguro.

– No finjas que no te ha gustado. Estaba allí, ¿recuerdas?

– No estoy fingiendo. Fue maravilloso. Una de las cosas más maravillosas que me ha ocurrido en la vida. Lo que quiero decir es que tu actitud con respecto a hacer el amor deja mucho que desear.

– ¿Qué le pasa a mi actitud?

– Es insultante. Sólo hay que fijarse en tu vocabulario: las palabras que usas son, definitivamente, insultantes.

– No estoy de acuerdo.

– Se supone que hacer el amor es algo sagrado.

– Se supone que es tórrido, sudoroso y divertido.

– Eso también. Pero sigue siendo un acto sacrosanto.

– ¿Sacrosanto? -La miró con incredulidad. -¿Cómo es posible que alguien que creció rodeada de parásitos sociales y estrellas de rock haya salido así de puritana?

– ¡Lo sabía! Sabía que pensabas que soy puritana, pero anoche no fuiste lo suficientemente sincero como para admitirlo.

– Ya entiendo. Estás intentando sacarme de quicio a propósito. Oiga lo que diga te cabrearás igualmente conmigo, ¿no? -Alex le dirigió una mirada exasperada.

– No intentes hacerte el inocente conmigo. Eres demasiado borde para eso.

Alex volvió la cabeza y, para sorpresa de Daisy, parecía muy dolido.

– ¿De verdad crees que soy borde?

– No lo eres todo el rato -admitió ella. -Pero sí la mayor parte del tiempo. Casi siempre, en realidad.

– Cualquiera del circo te dirá que soy el gerente más imparcial que han conocido.

– Eres imparcial. -Hizo una pausa. -Con todos menos conmigo.

– He sido justo contigo. -Vaciló. -Bueno, tal vez no lo fui el día de la fiesta sorpresa, pero aquello me pilló desprevenido y… eso no me excusa, ¿verdad? Lo siento, Daisy. No debería haberte humillado de aquella manera.

Ella lo observó, luego asintió con la cabeza.

– Acepto tus disculpas.

– Y no fui borde anoche.

– Preferiría no hablar de lo que pasó anoche. Y quiero que me prometas que no intentarás seducirme de nuevo esta noche. Tengo que reflexionar y pienso hacerlo en el sofá.

– No sé qué tienes que pensar. No crees en el sexo fuera del matrimonio, pero estamos casados, así que, ¿cuál es el problema?

– Nuestro matrimonio es un «acuerdo legal» -señaló ella con suavidad. -Hay una sutil diferencia.

Él masculló una obscenidad especialmente desagradable. Antes de que pudiera recriminárselo, Alex giró a la derecha bruscamente y entró en el aparcamiento de camiones de una estación de servicio.

Esta vez la camarera era hosca y de mediana edad, así que Daisy no tuvo ningún problema en dejarlo solo para ir al servicio. Debería habérselo pensado mejor, pues cuando salió él había entablado conversación con una atractiva rubia que estaba sentada en la mesa de al lado.

Daisy sabía que él la había visto salir del baño, pero aun así vio cómo la rubia cogía su taza de café y se sentaba al lado de su marido. Sabía por qué Alex hacía eso. Quería asegurarse que ella no le daba importancia a lo que había sucedido entre ellos.

Daisy apretó los dientes. Tanto si Alex Markov quería admitirlo como si no, era un hombre casado, y ningún flirteo del mundo cambiaría eso.

Vio un teléfono público en la pared, no lejos de la mesa donde la rubia admiraba los músculos de su marido. En cuanto controló su temperamento, descolgó el teléfono y lo mantuvo apretado contra la oreja mientras contaba hasta veinticinco. Finalmente, se volvió hacia él y exclamó:

– ¡Alex, querido! ¡¿A que no lo adivinas?!

Él levantó la cabeza y la miró con cautela.

– ¡Buenas noticias! -canturreó. -¡El médico dice que esta vez serán trillizos!


Alex volvió a dirigirle la palabra cuando llegaron al nuevo recinto. Cuando bajó de la camioneta y empezó a desenganchar la caravana, le dijo a Daisy que no volvería a trabajar con los animales. Que debía dedicarse a cosas más ligeras, como ordenar el vestuario y, claro está, aparecer en el desfile todas las noches.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

– Pensaba que te alegraría no tener que trabajar tan duro -dijo él. -¿Qué es lo que te parece mal ahora?

– ¿Por qué has esperado hasta esta mañana para aligerar mis tareas?

– Por ninguna razón en particular.

– ¿Seguro?

– Déjate de rodeos y dime qué estás pensando.

– Me siento como una prostituta a la que están pagando por los servicios prestados.

– Vaya ridiculez. Había tomado la decisión antes de que nos acostáramos juntos. Además, quién dice que tendría que pagarte. Creo sin duda alguna que mi actuación fue buenísima.

Ella no picó el anzuelo.

– Dije que me ocuparía de las fieras y eso es lo que haré.

– Y yo te digo que no tienes por qué hacerlo.

– Y yo digo que quiero hacerlo. -Era cierto. Tras su experiencia con los elefantes, sabía que sería un trabajo duro, pero no podía ser peor de lo que ya había sido.

Había sobrevivido. Había recogido estiércol hasta que le salieron ampollas en las manos, había transportado pesadas carretillas y había sido golpeada por malhumorados elefantitos. Se había enfrentado al miedo y todavía seguía en pie -magullada, tal vez- pero con la cabeza bien alta.

El la miró con una mezcla de incredulidad y algo que casi parecía admiración, aunque Daisy sabía que no podía ser eso.

– ¿Por qué no me haces caso y dejas correr el tema?

Daisy se mordisqueó el labio inferior y frunció el ceño.

– Mira, no sé qué me deparará el futuro, me limito a vivir el día a día. Ahora mismo lo único que tengo claro es que tengo que hacerlo.

– Daisy, es demasiado trabajo.

– Lo sé. -Sonrió. -Por eso tengo que hacerlo.

Alex la observó un buen rato y luego, para sorpresa de Daisy, inclinó la cabeza y la besó. Allí mismo, en mitad del recinto, con todos yendo de un lado para otro, con Brady y sus hijos ensayando sus saltos acrobáticos y Heather haciendo equilibrios a su lado. En medio de todo eso le dio un beso largo y profundo.

Cuando se separaron, ella se sentía débil y jadeante. É levantó la cabeza y miró a su alrededor. Daisy esperaba que se sintiera avergonzado por aquella exhibición pública, pero no lo parecía. Quizás intentaba compensar el incidente de la fiesta sorpresa, o tal vez sus motivaciones fueran más complicadas pero, sin importar cuál fuera la razón, había dejado claro a todo el que quisiera mirar que ella significaba algo para él.

Daisy tuvo poco tiempo para pensar en el tema cuando emprendió sus tareas en la casa de fieras. Poco después apareció un joven llamado Trey Skinner que dijo que Alex le había enviado para ayudarla con el trabajo más pesado. Daisy le mandó poner la jaula de Sinjun a la sombra y meter dentro un poco de heno, después le dijo que podía marcharse.

Por suerte, Lollipop no intentó escupirle de nuevo, pero aun así Daisy se mantuvo alejada de la llama. Además de Lollipop, Sinjun y Chester, en la casa de fieras también había un leopardo llamado Fred, un buitre con las alas cortadas y una gorila. Había también una boa pero, para alivio de Daisy, la serpiente se había convertido en la mascota de Jill y vivía en su caravana cuando no estaba en la exhibición.

Siguiendo las escuetas instrucciones de Digger, Daisy alimentó a los animales y después comenzó a limpiar las jaulas, empezando por la de Sinjun. El tigre la miraba con aire condescendiente cuando comenzó a remojarlo con la manguera, como si le estuviera otorgando el privilegio de servirlo.

– No me gustas -murmuró ella empapándolo de agua.

«Mentirosa.»

Ella casi dejó caer la manguera.

– Deja de hacer eso -siseó. -Deja de meterte en mi mente.

El tigre bostezó y se estiró bajo el chorro de agua, haciéndola sentir increíblemente tonta.

Cuando terminó de duchar a Sinjun, volvió a la carpa y miró a la gorila que recibía el nombre de Glenna y ocupaba la jaula de la esquina. Sus ojos color chocolate parecían tristes y le sostuvieron la mirada cuando la observó a través de los barrotes oxidados de aquella vieja jaula que parecía demasiado pequeña para ella. Algo en la tranquila resignación del animal enterneció a Daisy, que se acercó a la jaula.

Glenna se sentó, observándola en silencio, estudiando a uno más de los cientos de humanos que pasaba cada día por su jaula. Daisy se detuvo y esperó. De alguna manera sentía que tenía que obtener el permiso de Glenna para poder acercarse más, como si en este pequeño acto la gorila tuviera voz y voto.

Glenna se acercó a la parte delantera de la jaula y la observó. Lentamente el animal levantó el brazo y lo metió entre los barrotes. Daisy la miró y se dio cuenta de que la gorila trataba de darle la mano.

Glenna esperó pacientemente, con la mano tendida hacia ella. A Daisy se le aceleró el corazón. Si apenas se atrevía a acariciar a un gatito, ni hablar de tocar a un animal salvaje. Quiso darse la vuelta, pero el animal parecía tan humano que ignorar su gesto hubiera sido imperdonable, y se acercó vacilante hacía ella.

Glenna se mantuvo inmóvil con la palma hacia arriba. Con gran renuencia, Daisy extendió la mano y tocó cautelosamente la punta del dedo de Glenna con su dedo índice. Era blanda y suave. Sintiéndose un poco más valiente, deslizó el dedo sobre el de la gorila. Glenna cerró los ojos y suspiró con suavidad.

Daisy se quedó allí un rato, acariciándole la mano, y sintiendo como si le hubiera encontrado sentido a su vida.

Según transcurrió la mañana, se multiplicaron las dudas de Daisy sobre el cuidado correcto de los animales. Varias veces acudió a Digger para pedir consejo sobre piensos y rutinas diarias y, cada vez que se acercaba, Tater le daba un golpe con la trompa como si fuera el matón del patio.

Digger respondió a las preguntas a regañadientes, por lo que Daisy supuso que todavía estaba molesto por lo ocurrido el día anterior. La segunda vez que se acercó a preguntarle ese día, él escupió cerca de la deportiva de ella.

– No tengo tiempo para más preguntas, señorita. No quiero que nadie piense que no hago mi trabajo.

– Digger, no dije que no hicieras tu trabajo. Sólo estaba preocupada por las condiciones en las que se encontraban los animales de la casa de fieras. -Daisy se preguntó para sus adentros si Digger conocería realmente la manera correcta de tratar a los animales de la exposición. Digger estaba loco por los elefantes, pero los demás le traían sin cuidado. Lo cierto es que el hombre no sabía que a los tigres les gustaba el agua. Daisy decidió informarse en su tiempo libre.

Los legañosos ojos del anciano estaban llenos de resentimiento.

– Llevo cincuenta años cuidando animales. ¿Cuánto llevas tú?

– Sólo dos semanas. Por eso necesito tu consejo.

– No tengo tiempo para hablar. Tengo demasiado trabajo que hacer. -El hombre miró por encima del hombro de Daisy y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes amarillentos y los huecos de los que le faltaban. La joven se dio cuenta demasiado tarde de cuál era la fuente de su diversión. Tater se había acercado a ella a hurtadillas.

«¡Zas!»

Daisy sintió como si le hubieran golpeado en el pecho con una alfombra enrollada. Sin nada a lo que aferrarse, patinó por el suelo antes de tropezar con un fardo de heno. Cayó de lado sobre el estiércol golpeándose la cadera y el dolor le atravesó el cuerpo de arriba abajo. La risa cascada de Digger resonó en sus oídos. Daisy levantó la cabeza justo a tiempo de ver en los ojos de Tater una expresión que se parecía muchísimo a una sonrisa de satisfacción.

Daisy comenzó a ver rojo. ¡Ya había tenido suficiente!

Ignorando el dolor de la pierna y de la cadera, se puso bruscamente en pie y se plantó delante del elefantito meneando el puño ante sus narices.

– ¡No vuelvas a hacerlo! ¡Jamás! ¿Me has oído?

El elefante retrocedió torpemente mientras ella avanzaba hacia él.

– Eres bruto, sucio y malo. ¡Y la próxima vez que me tires, lo lamentarás! ¡No dejaré que sigas abusando de mí! ¿Me has entendido?

Tater soltó un gemido lastimoso y agachó la cabeza, pero ya se había pasado demasiado con ella y Daisy no se ablandó. Olvidando su aversión a tocar animales, le clavó el dedo índice en la trompa.

– ¡Si quieres mi atención, compórtate como es debido! ¡Pero no vuelvas a golpearme!

Él encogió la trompa y plegó una de sus orejas. Daisy se irguió en toda su estatura.

– ¿Nos entendemos o no?

Tater levantó la cabeza y le dio una cabezadita en el hombro. Ella se cruzó de brazos, rechazando aquella oferta de reconciliación.

– No puedo olvidar lo que has hecho.

Él le dio otro empujoncito con la cabeza, con esos melancólicos ojos oscuros. Daisy se hizo la fuerte ante la mirada que él le brindaba tras las rizadas pestañas.

– Lo siento, pero te va a llevar tu tiempo. Tienes que hacerme olvidar muchas cosas. Ahora si me perdonas, tengo que volver a la casa de fieras. -Se giró para marcharse.

Tater gimió. Desconsolado. Triste. Como un niño que hubiera perdido a su madre.

Daisy aminoró el paso y se le rompió el corazón cuando vio al desolado elefantito con las orejas caídas y los oscuros ojos tristes. Arrastraba la pequeña trompa por el suelo manchándola de tierra.

– Tú te lo has buscado -señaló.

El animal soltó un gemido plañidero.

– Yo intenté ser simpática.

Otro gemido patético. Y luego, para asombro de Daisy, vio que comenzaban a caerle lágrimas de los ojos. Digger le había dicho que los elefantes eran uno de los animales más sentimentales que existían y que además lloraban, pero no le había creído. Ahora, mientras observaba resbalar las lágrimas por la arrugada piel de Tater, se evaporó todo su resentimiento.

Por segunda vez en el día, ignoró la aversión que sentía a acariciar animales. Tendió la mano y acarició la trompa de Tater.

– Eso no vale. Eres tan llorón como yo.

Él levantó la cabeza y dio unos pasos vacilantes hacia ella. Cuando estuvo a su lado se paró como si quisiera pedir permiso antes de restregarle la cabeza contra el hombro.

Una vez más casi la arrojó al suelo, pero esta vez el gesto había sido cariñoso. Daisy le acarició la frente.

– No pienses que te perdono porque soy una debilucha. Tienes que mejorar tus modales o todo habrá terminado entre nosotros.

Él se frotó contra ella con la misma suavidad que un patito.

– Nada de golpes. Nada de trucos.

Tater dejó salir un suave suspiro y Daisy se rindió.

– Eres un bebé tonto.

Mientras Daisy perdía el corazón por el elefante, Alex estaba en la puerta trasera del circo, observando lo sucedido. Vio cómo el elefante curvaba la trompa en torno al brazo de su esposa y sonrió. Lo supiera Daisy o no, acababa de hacer un amigo para toda la vida. Se rio entre dientes y se encaminó hacia el vagón rojo.


Heather nunca se había sentido tan desdichada. Sentada en la mesa de cocina de la Airstream de su padre, clavó la mirada en los deberes de la escuela, pero lo escrito en la página no captaba su atención. Como los demás niños del circo, recibía lecciones por correspondencia a través de la Calvert School de Baltimore, un lugar especializado en enseñar a los niños que no podían ir a la escuela. Cada pocas semanas llegaba un grueso paquete con libros, cuadernos y exámenes.

Sheba se había acostumbrado a supervisar la tarea escolar de Heather, pero la educación de la mujer no había sido demasiado buena y no había mucho que pudiera hacer excepto comprobar los exámenes. Heather tenía dificultades con la geografía y había suspendido lengua inglesa.

En ese momento apartó el libro y miró el cuaderno de apuntes que había debajo, donde había garabateado algunos nombres. «Señora de Alex Markov. Heather Markov. Heather Pepper Markov.»

«Mierda.» ¿Porque él lo había permitido? ¿Por qué Alex había dejado que Daisy lo besara de esa manera delante de todo el mundo? Heather había querido morirse al presenciar ese beso. Odiaba a Daisy, y lo mejor que le había ocurrido esas dos semanas había sido verla sucia y cubierta de mierda. Era lo que se merecía, estar cubierta de mierda.

Más de una vez, Heather había intentado aliviar la culpa que sentía por lo que le había hecho a Daisy diciéndose a sí misma que se lo merecía. Que allí no había sitio para ella. Que no encajaba en el circo. Y que nunca debería haberse casado con Alex. Que Alex era suyo.

Se había enamorado de él hacía seis semanas, la primera vez que lo vio. Al contrario que su padre, Alex siempre tenía tiempo para hablar con ella. No le importaba pasar el rato con ella e incluso, antes de que llegara Daisy, había dejado que lo acompañara a hacer algunos recados. Una vez, en Jacksonville, habían ido juntos a una sala de exposiciones y le había explicado cosas sobre los cuadros. También la había invitado a hablar sobre su madre y en dos ocasiones la había consolado por algo que le había dicho su terco padre.

Pero a pesar de lo mucho que lo amaba, Heather sabía que aún la veía como una niña. Últimamente había estado pensando en que tal vez, si él se hubiera dado cuenta de que era una mujer, la habría mirado de forma diferente y no se habría casado con Daisy.

De nuevo sintió que le invadía la culpa. No había planeado coger ese dinero y esconderlo en la maleta de Daisy, pero había entrado en el vagón rojo y Daisy estaba ocupada con aquella llamada telefónica. El cajón de la recaudación estaba abierto y, simplemente, había ocurrido.

Estaba mal, pero no dejaba de decirse a sí misma que no era tan grave como parecía. Alex no amaba a Daisy, hasta Sheba lo decía. Daisy cargaría con la culpa del delito y él se desharía de ella ahora en vez de más adelante.

Pero el beso que había presenciado esa mañana le decía que Daisy no iba a dejarlo escapar con tanta facilidad. Heather todavía no podía creerse la manera en que se había abalanzado sobre él. ¡Alex no la necesitaba! No necesitaba a Daisy cuando podía tenerla a ella.

¿Pero cómo iba a saber él lo que ella sentía si nunca se lo había dicho? Apartó los libros a un lado y se levantó de un salto. No podía soportarlo más. Tenía que hacerle entender que ya no era una niña. Tenía que hacerle entender que no necesitaba a Daisy.

Sin darse tiempo a pensarlo dos veces, salió rápidamente de la caravana y se encaminó al vagón rojo.


Alex levantó la vista del escritorio cuando entró Heather. La jovencita llevaba metidos los pulgares dentro de los bolsillos de unos pantalones cortos de cuadros, que quedaban casi cubiertos por completo por una enorme camiseta blanca. Se la veía pálida e infeliz, como un hada con las alas cortadas. Sintió pena por ella. La trataban de una manera muy dura, pero a pesar de eso seguía luchando y a él le gustaba que lo hiciera.

– ¿Qué te pasa, cariño?

Ella no le respondió. En vez de eso deambuló por la caravana, tocando el brazo del sofá o cogiendo un archivador. Alex vio una imperceptible mancha naranja en la mejilla, donde había intentado tapar una espinilla, y sintió un atisbo de ternura. Algún día, muy pronto, Heather se convertiría en una auténtica belleza.

– ¿Problemas?

Ella levantó la cabeza de golpe.

– No.

– Bien.

Heather tragó saliva y se aclaró la garganta.

– Es sólo que pensé que tal vez quisieras saber… -La jovencita inclinó la cabeza y comenzó a mordisquearse una uña ya comida.

– ¿Saber qué?

– Vi lo que Daisy te ha hecho hoy -dijo Heather con rapidez. -Sólo quiero que sepas que sé que no puedes evitarlo y todo eso.

– ¿Y qué me hizo Daisy?

– Ya sabes a qué me refiero.

– Pues me temo que no.

– Ya sabes -ella clavó la vista en un punto sobre la mesa. -Te ha besado donde todos podían verlo y todo eso. Te ha humillado.

Tal y como Alex lo recordaba, había sido él quien la había besado a ella. No le gustaba la manera en la que todos miraban el vientre de su esposa y contaban los meses con los dedos. Tampoco le gustaba la manera en que la ridiculizaban a sus espaldas, en especial cuando sabía que él tenía la culpa.

– No sé qué tiene que ver eso contigo, Heather.

Ella se agarró las manos y habló atropelladamente.

– Todos saben lo que sientes por ella y todo eso. Que no te gusta. Y cuando mi padre me dijo que no estaba embarazada ni nada, no pude entender por qué le casaste con ella. Luego recordé que los tíos os volvéis locos si tenéis una chica cerca y no podéis… ya sabes… mantener relaciones con ella, pero a veces os dicen que no conseguiréis nada a menos que os caséis con ellas. Así que me imaginé que fue por esa razón por la que te casaste con ella. Pero lo que quiero decir es que… si quieres que se vaya y todo eso…

Por primera vez desde que comenzó su acalorada perorata, lo miró directamente a los ojos y él vio desesperación en ellos. Heather hizo una mueca y soltó a borbotones el resto de las palabras.

– Sé que piensas que soy una niña, pero no lo soy. Tengo dieciséis años. Puede que no sea tan bonita como Daisy, pero ya soy una mujer y puedo hacer que… te dejaría mantener relaciones sexuales conmigo y todo eso, así no tendrías que hacerlo con ella.

Alex se quedó pasmado y no supo qué decir. Heather se había puesto colorada como un tomate -probablemente igual que él- y no hacía otra cosa que mirar el suelo.

Él se puso en pie lentamente. Se había enfrentado a sucios borrachos y camioneros con navajas, pero nunca a nada semejante. Heather había confundido su amistad con otra cosa y tenía que aclararlo de inmediato.

– Heather… -Alex se aclaró la garganta y rodeó el escritorio. Cuando se detuvo, Daisy apareció en la puerta detrás de Heather, pero la adolescente estaba tan absorta en lo que había dicho que no se dio cuenta. Daisy debió de notar que estaba ocurriendo algo importante porque se detuvo y esperó.

– Heather, cuando una jovencita se encapricha…

– ¡No es un encaprichamiento! -Heather levantó la cabeza con los ojos suplicantes y llorosos. -Me enamoré de ti a primera vista, y creía que quizá tú también me querías, pero que, como era tan joven y todo eso, no te decidías a dar el primer paso. Por eso he venido a decírtelo.

Alex deseó que Daisy le echara una mano, pero ella seguía inmóvil y en silencio, asimilando lo que acababa de oír. Por el bien de Heather, él tenía que hacerle ver la realidad de la situación.

– No me amas, Heather.

– ¡Sí te amo!

– Sólo crees que me amas. Pero eres una niña, es sólo un encaprichamiento absurdo. Lo superarás. Créeme, dentro de un par de meses los dos nos reiremos de esto.

Heather lo miró como si la hubiera abofeteado y Alex se dio cuenta de que había metido la pata. La chica respiró hondo y se le llenaron los ojos de lágrimas. Pensó con consternación en cómo podría reparar el daño.

– Me gustas, Heather, en serio. Pero sólo tienes dieciséis años. Yo soy adulto y tú eres todavía una niña. -Se dio cuenta por su expresión de que sólo estaba empeorando las cosas. Nunca se había sentido tan indefenso y le lanzó a Daisy una mirada suplicante.

Para irritación de Alex, su esposa puso los ojos en blanco, como si él fuera la persona más estúpida de la tierra. Luego se plantó delante de Heather como un vaquero en un duelo.

– ¡Sabía que te encontraría aquí, lagarta! ¡Piensas que porque eres joven y muy guapa puedes robarme al marido sin que yo te lo impida!

Heather la miró boquiabierta y dio un paso atrás. Alex clavó los ojos en Daisy con incredulidad. De todas las idioteces que la había visto hacer, y eran unas cuantas, ésta se llevaba la palma. Incluso un retrasado mental se habría dado cuenta de lo histriónico de sus palabras.

– ¡No me importa lo joven y guapa que seas! -exclamó Daisy. -¡No dejaré que arruines mi matrimonio! -y con aire dramático alargó el brazo y señaló la puerta con un dedo. -Ahora te sugiero que te largues de aquí antes de que haga algo de lo que pueda arrepentirme.

Heather cerró la boca de golpe. Corrió a ciegas hacia la puerta y huyó de allí.

Pasaron varios segundos antes de que Alex se hundiera bruscamente en el sofá y preguntara:

– ¿La he cagado?

Daisy lo miró con algo parecido a la piedad.

– Para ser un hombre listo no pareces tener demasiado sentido común.

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