CAPÍTULO 23

Alex acompañó a Daisy a una casa modesta en una calle de un barrio obrero bastante alejado del zoológico. Había una escultura de escayola de la Virgen María en el diminuto patio delantero, al lado de unos girasoles que rodeaban un parterre de petunias rosadas. Daisy había alquilado una habitación en la parte trasera con vistas a la vía del tren. Mientras ella recogía sus escasas pertenencias, él fue a pagar a la casera sólo para descubrir que Daisy ya había pagado el alquiler por adelantado.

Gracias a la charlatana mujer se enteró de que Daisy trabajaba como recepcionista en un salón de belleza durante el día y de camarera en una cafetería del barrio por la noche. No era de extrañar que pareciera tan cansada. No tenía coche y tenía que ir andando o en autobús a todas partes; ahorraba todo lo que ganaba para cuando naciera el bebé. El hecho de que su esposa hubiera vivido en la miseria mientras él tenía dos automóviles de lujo y una casa llena de obras de arte de incalculable valor sólo contribuyó a hacerlo sentir más culpable.

Antes de ponerse en camino, Alex consideró por un momento llevarla a su casa en Connecticut, pero al instante rechazó la idea. Ella necesitaba más que una curación física, necesitaba una curación emocional y tal vez los anímales que amaba la ayudarían a conseguirla.


Aquello le resultaba tan familiar que Daisy sintió una momentánea felicidad cuando la camioneta se detuvo. Alex y ella estaban en la carretera, camino de la siguiente ubicación del circo. Estaba enamorada y embarazada y… Se despertó de golpe cuando la realidad se abatió sobre ella.

Alex sacó la llave del contacto y abrió la puerta.

– Tengo que dormir un poco o acabaremos empotrándonos contra un árbol. Pasaremos aquí la noche. -Bajó de la camioneta y cerró la puerta.

Daisy se reclinó en el asiento y cerró los ojos ante el brillante crepúsculo; también cerró el corazón a la dulzura que escuchaba en la voz de Alex. Él se sentía culpable, cualquiera podía verlo, pero no dejaría que eso la ablandara. Seguro que él se sentía mejor después de haberle dicho todas aquellas mentiras, pero si ella las creía acabaría atrapada. Tenía que proteger a su bebé; ya no podía permitirse el lujo de ser optimista.

Alex le había dicho que Amelia y su padre habían sustituido las píldoras anticonceptivas y se había disculpado por no haber confiado en ella. Otra cosa que lo hacía sentirse culpable. Ella lo ignoró.

¿Por qué Alex no podía dejarla sola? ¿Por qué la había obligado a regresar con él? Por primera vez en semanas, todas las emociones que mantenía bajo control irrumpieron en su interior. Apretó los nudillos contra los labios y luchó por contener todos aquellos sentimientos hasta que volvió a erigir el muro que la había mantenido en pie el último mes.

Ella siempre se había dejado llevar por las emociones, pero si quería sobrevivir no podía seguir así. El orgullo lo es todo, le había dicho Alex, y era cierto. Fue el orgullo lo que la sostuvo. Lo que consiguió que contestara al teléfono en la peluquería un día tras otro y que pasara las noches cargando las pesadas bandejas con aquella comida grasienta que le producía náuseas. El orgullo fue lo que puso un techo sobre su cabeza y lo que le hizo ganar dinero para el futuro. El orgullo la mantuvo en pie cuando el amor la traicionó.

¿Y ahora qué? Por primera vez en semanas, experimentaba temor por algo que no tenía nada que ver con poder pagar el alquiler. Le daba miedo Alex. ¿Qué quería de ella?

«La peor amenaza para los tigres jóvenes es un tigre adulto. Los tigres no mantienen fuertes vínculos familiares como los leones o los elefantes. No es inusual que un tigre mate a su cachorro.»

Forcejeó con el tirador de la puerta sólo para ver que su marido se dirigía hacia ella.

Alex apartó la silla de la mesa donde el camarero del servicio de habitaciones había puesto la comida que había pedido.

– Siéntate y come, Daisy.

Alex no había escogido un motelucho de carretera, de eso nada; los había instalado en una suite de lujo en un reluciente y novísimo hotel Marriott a orillas del río Ohio, en la frontera entre Indiana y Kentucky. Daisy recordó cómo acostumbraba a contar los peniques cuando iba a hacer la compra y el sermón que le soltaba a Alex cuando adquiría una botella de vino de buena cosecha. Cómo debía de haberse reído de ella.

– Te he dicho que no tengo hambre.

– Entonces siéntate y acompáñame.

A Daisy le costó menos sentarse en la silla que discutir con él. Alex se ajustó el nudo del cinturón del albornoz blanco que se había puesto tras la ducha y se sentó frente a ella. Tenía el pelo húmedo y se le rizaba en las sienes. Necesitaba un buen corte.

Alex bajó la vista a la ingente cantidad de comida que había pedido para Daisy: una enorme ensalada, pechugas de pollo con salsa de champiñones, patatas al horno, pasta, lasaña, dos panecillos, un gran vaso de leche y una ración de tarta de queso.

– No puedo comerme todo esto.

– Estoy hambriento. Comeré parte de lo tuyo.

Aunque a él le gustaba comer, no comía tanto como para dar cuenta de todo aquello. Daisy sintió el estómago revuelto. Había tenido problemas para retener la comida cuando abandonó a Alex y durante todo el primer trimestre de embarazo.

– Prueba esto -Alex tomó un poco de lasaña de su plato y la acercó a sus labios. Cuando ella abrió la boca para negarse, él se la metió dentro con rapidez, obligándola a tragársela.

– He dicho que no tengo hambre.

– Pruébala. Está buena, ¿verdad?

Para sorpresa de Daisy, en cuanto pasó la impresión inicial, la lasaña sabía bien, aunque no pensaba decírselo. Tomó un sorbo de agua.

– De verdad, no quiero nada más.

– No me sorprende -Alex señaló el pollo. -Tiene pinta de estar seco.

– Está flotando en salsa. No está seco.

– Créeme, Daisy, este pollo está tan seco como la suela de un zapato.

– No sabes lo que dices.

– Déjame probar.

Ella pinchó el pollo con el tenedor y cuando comió un trozo, vio que era jugoso.

– Aquí tienes. -Daisy le acercó el tenedor.

Él abrió obedientemente la boca, lo masticó e hizo una mueca.

– Seco.

Daisy agarró el cuchillo con rapidez, cortó un pedazo para ella y se lo comió. Estaba tan delicioso como parecía.

– El pollo está riquísimo.

– Supongo que no me sabe a nada por culpa de la lasaña. Déjame probar la pasta.

Irritada, Daisy lo observó girar el tenedor en la pasta y metérselo en la boca. Un momento después, él dio su veredicto.

– Lleva demasiado condimento.

– Ahora prefiero la comida muy especiada.

– Luego no me digas que no te lo dije.

Ella cogió un poco de pasta que goteó en el mantel cuando se la llevó a la boca. Estaba suave y sabrosa.

– No está demasiado condimentada.

Se dispuso a coger otro bocado pero detuvo el tenedor en el aire. Se dio cuenta de que la estaba engañando. Lo miró y dejó el tenedor en el plato.

– Otro juego de poder.

Los dedos largos y delgados de Alex se cerraron en torno a su muñeca mientras la miraba con una preocupación que Daisy no se creyó ni por un momento.

– Por favor, Daisy, me asusta lo delgada que estás. Tienes que comer por el bien del bebé.

– ¡No me digas lo que tengo que hacer! -La atravesó una sensación dolorosa. Contuvo las palabras que había estado a punto de decir y se escudó detrás de la gélida barrera que la mantenía a salvo. Las emociones eran sus enemigas, aunque debía hacer lo más conveniente para su hijo.

Sin decir nada más, se concentró en la comida y tragó hasta que no pudo más. Ignoró los intentos de Alex por entablar conversación y que él no comiera casi nada. Daisy se había escapado mentalmente a un bello prado donde su bebé y ella eran libres, donde les protegía un poderoso tigre llamado Sinjun, que los amaba y que no se pasaba el día encerrado en una jaula.

– Estás agotada -dijo Alex cuando ella dejó el tenedor sobre el plato. -Los dos necesitamos dormir. Nos acostaremos temprano.

Daisy se levantó de la mesa, cogió sus cosas y entró en el baño; se permitió el placer de darse una larga ducha. Cuando salió, la suite estaba a oscuras, alumbrada sólo por la tenue luz que se filtraba por la abertura en las cortinas. Alex estaba acostado boca arriba en uno de los lados de la enorme cama.

Ella estaba tan cansada que casi no se mantenía en pie, pero el pecho desnudo de Alex impidió que se acercara a la cama.

– Está bien -susurró él en la oscuridad. -No te tocaré, cariño.

Daisy permaneció donde estaba hasta que se dio cuenta que le daba lo mismo si la tocaba o no. No le importaba lo que él hiciera porque no sentía nada.


Alex metió las manos en los bolsillos del impermeable y se apoyó en la cerca contra huracanes que marcaba el borde del recinto donde pasarían los dos días siguientes. Estaban en Monroe County, Georgia; la fresca brisa de esa mañana del mes de octubre traía la esencia del invierno.

Brady se acercó a él.

– Tienes un aspecto horrible.

– Bueno, tú no pareces estar mucho mejor.

– Mujeres -bufó Brady. -No se puede vivir con ellas, pero tampoco sin ellas.

Alex ni siquiera logró esbozar una sonrisa. Puede que Brady tuviera problemas con Sheba, pero al menos su relación con Heather iba viento en popa. Pasaban mucho tiempo juntos, y era un entrenador más paciente que nunca. Algo que daba frutos, porque las actuaciones de Heather habían mejorado sustancialmente.

Daisy y él habían regresado diez días antes y todos se habían dado cuenta de que a Daisy le pasaba algo malo. Su esposa ya no se reía ni rondaba por el recinto con su coleta rebotando al viento. Era educada con todos -incluso ayudaba a Heather con los deberes, -pero todas las cualidades especiales que la hacían ser como era parecían haber desaparecido. Y todos esperaban que él tomara cartas en el asunto.

Brady cogió un palillo del bolsillo do su camisa y se lo puso en la boca.

– Daisy no parece la misma.

– Son los primeros meses de embarazo, nada más.

Brady no pareció convencido.

– Echo de menos cómo era. Bueno, no echo de menos que meta la nariz en mis asuntos como solía hacerlo, eso te lo aseguro, pero sí que añoro la manera en que se preocupaba por todos. Parece que ahora sólo le interesan Sinjun y los elefantes.

– Lo superará.

– Supongo.

Observaron en silencio cómo un camión descargaba heno. Alex miró cómo Daisy lavaba a Puddin. Le había dicho que no quería que siguiera trabajando, pero ella le respondió que se había acostumbrado a hacerlo. Luego había intentado que se mantuviera alejada de los elefantes a excepción de Tater, temiendo que alguno le hiciera daño. Daisy lo había mirado sin responder y había hecho lo que le vino en gana.

Brady se cruzó de brazos.

– Creo que deberías saber que anoche volví a verla dentro de la jaula de Sinjun.

– ¡Maldita sea! Te juro que la esposaré para que se mantenga alejada de la jaula de ese tigre.

– Me asusta cómo está. Odio verla así.

– Bueno, pues no eres el único.

– ¿Por qué no haces algo?

– ¿Qué me sugieres? He hecho traer uno de mis coches desde Connecticut para que no tuviera que desplazarse en la camioneta, pero me dijo que le gustaba la camioneta. Le he comprado flores, pero las ignora. Intenté que nos trasladáramos a una caravana RV nueva, pero casi le dio un ataque cuando se enteró, así que lo dejé pasar. Ya no sé qué hacer. -Alex se pasó una mano por el pelo. -Pero ¿por qué te cuento todo esto? Si supieras algo de mujeres no andarías detrás de Sheba.

– No pienso discutir contigo.

– Daisy se pondrá bien. Es sólo cuestión de tiempo.

– Puede que tengas razón.

– Te aseguro que la tengo.

Si se lo repetía lo suficiente, tal vez se convertiría en realidad. La echaba de menos. Ahora Daisy ya no lloraba. Aquellas lágrimas repentinas que habían sido parte de ella como el aire que respiraba, habían desaparecido; era como si se hubiese anestesiado para no sentir nada. Recordaba cómo solía lanzarse a sus brazos desde la rampa del camión, su risa, cómo le acariciaba el pelo. La necesitaba como nunca había necesitado a nadie… Y para colmo, la noche anterior había tocado fondo.

Hizo una mueca sólo de recordarlo.

Estaba soñando que Daisy le sonreía como antes, con su cara iluminada por completo y ofreciéndose a él. Se había despertado acurrucado contra ella. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que habían hecho el amor y la deseaba demasiado para alejarse.

Le deslizó la mano por la cadera y por el vientre redondeado. Ella se despertó al momento y se tensó bajo sus caricias, pero no se apartó. Ni siquiera se resistió cuando le separó los muslos y se colocó encima. Daisy se mantuvo inmóvil mientras él añadía un pecado más a la lista de los que ya había cometido contra ella. Se había sentido como un violador y esa mañana ni siquiera se había afeitado para no verse en el espejo.

– Sigue hablando con Heather -dijo Brady. -Pero no como solía hacerlo. Heather está tan preocupada como todos nosotros.


Heather terminó los tacos que Sheba había preparado y se limpió los dedos en la servilleta de papel.

– ¿Quieres saber lo que me dijo mi padre ayer por la noche?

Sheba la miró desde el fregadero.

– Claro.

Heather sonrió ampliamente, luego resopló.

– Me dijo: «Bueno, Heather, saca tus cosas del sofá. Que te quiera tanto no significa que quiera mancharme el culo de maquillaje.»

Sheba se rio.

– Tu padre sabe cómo engatusar a la gente.

– Sheba, aquel día en el aeropuerto… -Heather parpadeó. -Mi padre tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Te quiere mucho.

– Supongo que sí. -Su sonrisa se desvaneció. -Me siento culpable de ser tan feliz cuando Daisy está tan jodida. Ayer dije «joder» delante de ella y ni siquiera se inmutó.

Sheba pasó un paño por la encimera de la cocina.

– No hacéis más que hablar de ella. Me pone enferma.

– Eso es porque no la soportas. No entiendo por qué. Quiero decir que sé que Alex y tú estuvisteis saliendo y todo eso, pero a ti ya no te interesa él y Daisy está muy deprimida. ¿Qué es lo que tienes contra ella?

– Lo que pasa es que Sheba no puede aguantar que haya alguien que no la considere el ombligo del mundo. -Brady estaba al lado de la puerta, aunque ninguna de las dos lo había oído entrar.

Sheba se volvió hacia él hecha una furia.

– ¿No sabes llamar a la puerta?

Heather suspiró.

– ¿Vais a empezar a discutir otra vez?

– Yo no discuto -dijo Brady. -Es ella.

– ¡Ja! Se cree que puede decirme lo que tengo que hacer y no pienso consentirlo.

– Eso es lo que él dice de ti -señaló Heather con paciencia. Y luego, aunque pensaba que gastaba saliva inútilmente añadió: -Si os casarais de una vez por todas estaríais tan ocupados dándoos órdenes mutuamente que nos dejaríais en paz a todos los demás.

– ¡No me casaría con él por nada del mundo!

– ¡No me casaría con ella aunque fuera la última mujer de la tierra!

– Entonces no deberíais acostaros juntos. -Heather imitó lo mejor que supo a Daisy Markov. -Papá, sé que sales a hurtadillas todas las noches para dormir con ella, pero mantener relaciones sexuales con otra persona sin estar enamorado de ella es inmoral.

Sheba se puso roja. Su padre abrió y cerró la boca un par de veces como si fuera una carpa dorada, luego comenzó a farfullar.

– No sabes lo que dices, señorita. Sheba y yo sólo somos amigos, eso es todo. Tuvo problemas con el depósito de agua y yo…

Heather puso los ojos en blanco.

– No soy imbécil, papá.

– Escúchame…

– ¿Qué clase de ejemplo crees que me estás dando? Ayer mismo leí algo sobre madurez psicológica en mis deberes, y parece que tengo dos cosas en mi contra.

– ¿Cuáles?

– Perdí a mi madre y soy producto de una familia desestructurada. Eso y lo que veo que hacen los dos adultos más influyentes de mi vida hace que tenga muchas posibilidades de acabar embarazada antes de cumplir los veinte años.

Brady arqueó las cejas hasta que prácticamente se perdieron en el nacimiento del pelo, y Heather llegó a pensar que perdería c! control. Aunque Brady ya no le daba el mismo miedo que antes, no era estúpida.

– Me piro. Nos vemos, chicos.

Cerró de un portazo al salir de la caravana.

– ¡Qué cabrita!

– Siéntate -dijo Sheba. -Sólo intenta decirnos algo.

– ¿Qué?

– Que deberíamos casarnos. -Sheba se llevó un trozo de carne a la boca. -Lo que demuestra lo poco que sabe de la vida.

– No la has entendido bien.

– Aún no se ha dado cuenta de lo incompatibles que somos.

– Excepto ahí dentro. -Brady señaló con la cabeza el dormitorio de la parte de atrás.

– Bueno, lo cierto es… -Una astuta sonrisa se extendió por la cara de Sheba- que parece que los chicos de las clases bajas tenéis vuestra utilidad.

– Pues claro que la tenemos. -La tomó entre sus brazos y ella se apretó contra él. Comenzó a besarla, pero se apartó porque los dos tenían cosas que hacer y una vez que empezaban no habría nada que los detuviera.

Brady notó la preocupación en los ojos de Sheba.

– La temporada termina -dijo ella. -En un par de semanas estaremos en Tampa.

– Nos veremos en invierno.

– ¿Quién ha dicho que quiera verte?

Sheba mentía y los dos lo sabían. Estaban muy a gusto juntos, pero Brady tenía el presentimiento de que ella quería algo que él no podía darle.

Enterró los labios en el pelo de Sheba.

– Sheba, tengo que protegerme de ti. Creo que te amo, pero no puedo casarme contigo. Soy un hombre orgulloso y tú siempre estás pisoteando mi orgullo.

Ella se tensó y se alejó de él, lanzándole una mirada tan desdeñosa que Brady se sintió como una cucaracha.

– Creo que nadie ha hablado de matrimonio.

Brady no sabía expresarse bien, pero había algo importante que quería decirle desde hacía tiempo.

– Me gustaría casarme contigo, pero me resultaría imposible estar casado con alguien que disfruta humillándome todo el tiempo.

– ¿Qué dices? Tú también me humillas.

– Sí, pero yo lo hago sin querer y tú no. Hay una gran diferencia. Lo cierto es que te crees mejor que los demás. Piensas que eres perfecta.

– Nunca he dicho eso.

– Entonces cuéntame algo malo de ti.

– Ya no soy tan buena trapecista como antes.

– No hablo de eso. Hablo de algo que tengas dentro, algo que no sea como debería ser. A todos nos pasa.

– No me pasa nada malo, no sé de qué me hablas.

Brady negó tristemente con la cabeza.

– Te conozco, nena. Y hasta que no resuelvas eso, no hay esperanza para nosotros.

La soltó y se dio la vuelta para marcharse, pero antes de que él llegara a la puerta, Sheba comenzó a gritar:

– ¡No sabes nada de mí! Que sea dura no quiere decir que sea una mala persona. ¡No lo soy, maldita sea! ¡Soy buena!

– Además, eres una esnob -repuso él, mirándola. -Sólo te importa lo que tú sientes. Hieres a los demás. Estás obsesionada con el pasado y eres la persona más engreída que he conocido nunca.

Por un momento Sheba se quedó atontada, pero luego volvió a gritar:

– ¡Mentiroso! ¡Soy buena! ¡Lo soy!

El grito furioso de Sheba hizo que Brady se estremeciera. Supo que ella le atacaría y logró salir antes de que estrellara el plato de tacos contra la puerta.


Mientras daba vueltas esa noche por el recinto, Daisy se dio cuenta de que hubiera preferido seguir actuando con Alex. Al menos hubiera estado ocupada. Cuando le había dicho que no iba a volver a la pista con él, no sintió ni alegría ni decepción. Le dio igual. En las últimas semanas había descubierto un dolor mucho más profundo que cualquiera que pudiera provocarle con el látigo.

Observó el bullicio de la multitud al otro lado del recinto. Los niños cansados se aferraban a sus madres y los padres llevaban en brazos a los más pequeños con manchas de manzana de caramelo en las bocas. Antes, ver a esos padres hubiera hecho que los ojos se le llenasen de lágrimas de emoción, pues imaginaba a Alex llevando en brazos a su hijo. Pero ahora tenía los ojos secos. Junto con todo lo demás, había perdido la capacidad de llorar.

Como el circo permanecería allí esa noche, los empleados tenían la urde libre y se habían dirigido al pueblo en busca de comida y alcohol. El recinto se fue quedando en silencio. Mientras Alex se ocupaba de Misha, ella se puso una de las viejas sudaderas de su marido y se movió entre los elefantes dormidos hasta llegar a Tater. Se arrodilló y se acurrucó entre las patas delanteras del animal y dejó que le apoyase la trompa en las rodillas.

Se arrebujó dentro de la sudadera de Alex. La suave prenda olía a él, a esa particular combinación de jabón, sol y cuero que ella habría reconocido en cualquier parte. ¿Llegaría a perder todo lo que amaba?

Oyó unos pasos. Tater se incorporó sobre los cuartos traseros y Daisy vio un par de piernas enfundadas en vaqueros que no tuvo ninguna dificultad en reconocer.

Alex se puso en cuclillas a su lado y apoyó los codos en las rodillas, dejando colgar las manos entre ellas. Parecía tan triste que por una fracción de segundo quiso consolarlo.

– Por favor, sal de ahí -susurró él. -Te necesito tanto.

Daisy apoyó la mejilla contra la arrugada piel del pecho de Tater.

– Creo que me quedaré aquí un rato más.

Alex hundió los hombros y pasó un dedo por el suelo.

– Mi casa… es grande. Hay una habitación de invitados con una buena vista del bosque que hay al sur.

Daisy soltó el aliento con un suave suspiro.

– Hace frío esta noche. Va a nevar.

– He pensado que podríamos convertirla en una habitación infantil. Es una estancia agradable, soleada, con un gran ventanal. Tal vez podríamos tener allí una mecedora.

– Siempre me ha gustado la nieve.

Los animales se movieron y uno de ellos bufó en sueños. Tater levantó la trompa de la rodilla de Daisy y la pasó por los hombros de Alex. El tono suave de Alex no disimuló su amargura.

– ¿No vas a perdonarme nunca? -Ella no dijo nada. -Te amo, Daisy. Te amo tanto.

Ella oyó el sufrimiento en su voz, vio la vulnerabilidad en su cara y, si bien sabía que era debido a lo culpable que se sentía, Daisy había sufrido demasiado dolor para encontrar placer en infligírselo a otro, en especial a alguien que era tan importante para ella.

– Tú no sabes cómo amar, Alex.

– Puede que eso fuera cierto antes, pero ya no lo es.

Tal vez fuera por lo cómoda que se sentía bajo el corazón de Tater, o tal vez fuera el dolor de Alex, pero Daisy sintió que la gélida barrera que rodeaba su corazón comenzaba a agrietarse. A pesar de todo, todavía 1c amaba. Se había mentido a sí misma cuando se dijo que no lo hacía. Él era su alma gemela y su corazón siempre le pertenecería. Con esa certeza llegó un conocimiento más profundo y amargo. Si volvía a caer víctima del amor que sentía por él, podría acabar destruida y, por el bien del bebé, no podía permitir que eso ocurriera.

– ¿Es que no lo ves? Sólo te sientes culpable.

– Eso no es cierto.

– Eres un hombre orgulloso. Has violado tu código del honor e intentas arreglarlo. Lo entiendo, pero no voy a dejar que mi vida se base en unas palabras que no sientes de verdad. Este bebé es demasiado importante para mí.

– El bebé también es importante para mí.

Ella hizo una mueca de dolor.

– No digas eso, por favor.

– Te probaría mi amor si pudiera, pero no sé cómo hacerlo.

– Tienes que dejarme ir. Sé que eso heriría tu orgullo y lo siento, pero vivir contigo así es demasiado duro para mí.

Él no dijo nada. Ella cerró los ojos e intentó ocultarse tras la helada barrera que la había mantenido en pie hasta entonces, pero Alex había provocado demasiadas grietas.

– Por favor, Alex -susurró entrecortadamente. -Por favor, deja que me vaya.

La voz de Alex apenas era un susurro.

– ¿Es eso lo que quieres de verdad?

Daisy asintió con la cabeza.

Jamás había pensado que lo vería tan derrotado, pero en ese momento la chispa que ardía en el interior de Alex pareció apagarse.

– Vale -dijo con voz ronca. -Que sea como tú quieras.

Si eso era lo que quería, ¿por qué le dolía tanto?

A su lado se movió una sombra, pero los dos estaban demasiado absortos en su sufrimiento para darse cuenta de que alguien más había escuchado la conversación.

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