Al amanecer efectuó una redada en Knoxland el mismo equipo que había detenido en la playa de Cramond a los recolectores de berberechos. Esta vez en Stevenson House, el bloque sin pintadas. ¿Por qué? Por respeto o por temor. Rebus pensó que debía de haberlo sospechado desde el principio. Stevenson House era distinta y recibía trato distinto. Los equipos del puerta a puerta encontraron allí muchas viviendas donde no respondieron a las llamadas; casi toda una planta. ¿Habían vuelto otro día? No. ¿Por qué? Por excesivo despliegue de las tropas o tal vez porque los agentes no habían insistido demasiado, ya que para ellos la víctima era una simple cifra en las estadísticas.
Pero Felix Storey no pensaba dejar las cosas a medio hacer. Ahora aporrearían las puertas y mirarían por los respectivos buzones. Esta vez no se conformarían si no abrían. El Servicio de Inmigración -igual que el de Aduanas- tenía más poder que la policía y podían echar abajo las puertas sin autorización judicial de registro. «Causa justificada», les había oído decir Rebus, y si de algo estaba convencido Storey era de que causa justificada tenían de sobra.
Caro Quinn había recibido amenazas cuando intentó hacer fotos de Stevenson House y aledaños, y a Mo Dirwan fue allí donde le habían agredido cuando iba preguntando de puerta en puerta.
A Rebus le despertaron a las cuatro, y a las cinco escuchaba a Storey arengando a sus hombres medio dormidos, que olían a refrescante bucal y a café.
A continuación, se dirigió en su coche a Knoxland, con cuatro agentes. Apenas hablaron y fueron con las ventanillas abiertas para que no se empañaran los cristales del Saab. La caravana de coches, algunos sin el rótulo de la policía, discurrió por calles de tiendas sin luces y chalets donde comenzaban a encenderse algunos dormitorios, y se cruzó con taxistas curiosos al comprender que algo ocurría. Los pájaros estarían despiertos, pero no se les oía cantar cuando llegaron a Knoxland. Sólo se oyó el ruido discreto de las portezuelas abriéndose y cerrándose. Todo eran gestos y toses contenidas. Algunos agentes escupían en el suelo. Un perro curioso fue ahuyentado antes de que comenzara a ladrar.
Las pisadas en las escaleras sonaban como papel de lija. Más gestos y susurros al tomar posiciones en la tercera planta, donde en tantas puertas no había obtenido respuesta la policía en su primera visita. Se dispusieron tres agentes en cada puerta, a la espera, atentos a sus relojes, para comenzar a aporrearlas dando voces a las seis menos cuarto.
Faltaban treinta segundos.
En aquel momento se abrió la puerta que daba a la escalera y apareció un niño extranjero con un blusón sobre los pantalones y una bolsa de compra en la mano. El crío dejó caer la bolsa al ver a los policías y la botella de leche que envolvía se rompió contra el suelo. Un agente se acercó al crío con el dedo en los labios en el momento en que profería un grito tremendo.
Comenzaron a aporrear las puertas y a sacudir los buzones. Un agente cogió al niño y lo llevó escaleras abajo, dejando huellas de pisadas lechosas.
Las puertas que no se abrieron fueron derribadas, y aparecieron escenas de familias desayunando, cuartos de estar con siete u ocho personas durmiendo en sacos o cubiertas con mantas, y más en los pasillos. Los niños chillaban aterrados con ojos muy abiertos y las madres los protegían en su regazo; los jóvenes se vestían apresuradamente o se subían los sacos de dormir hasta el cuello.
Los mayores protestaban en diversas lenguas entre aspavientos y los viejos, indiferentes a aquella nueva humillación y medio ciegos sin sus gafas, adoptaban como podían una actitud de dignidad.
Storey recorrió las viviendas de habitación en habitación acompañado de tres intérpretes que no daban abasto. Un agente le entregó una hoja arrancada de una pared y él se la pasó a Rebus. Parecía una lista de turnos con direcciones de fábricas procesadoras de alimentos y una segunda lista de nombres con los turnos que habían cumplido. Rebus se la devolvió y centró su interés en las grandes bolsas de plástico del pasillo llenas de pulseras y cintas para la cabeza. Pulsó una de ellas y dos esferas gemelas lanzaron un destello rojo. Miró a su alrededor, pero no vio al jovencito vendedor de Lothian Road. El fregadero de la cocina estaba lleno de rosas podridas y capullos sin abrir.
Los intérpretes fueron mostrando fotos de la vigilancia de Hill y de Bullen y preguntando a todos si los conocían. Muchos negaban con la cabeza y con el dedo, pero algunos asentían. Un hombre, que a Rebus le pareció chino, gritó en mal inglés:
– ¡Pagamos mucho dinero a venir aquí… mucho! Trabajo duro… para mandar dinero a casa. ¡Trabajar queremos! ¡Trabajar queremos!
Un compañero le replicó en su idioma y clavó la mirada en Rebus, quien asintió despacio con la cabeza comprendiendo lo que decía.
«No te molestes. Nosotros como personas no les interesamos.»
El hombre se acercó a Rebus, que negó con la cabeza y señaló a Felix Storey. El emigrante se detuvo ante él y para llamar su atención le tiró de la manga de la chaqueta, algo que probablemente no había vuelto a hacer desde su infancia.
Storey le miró furioso, pero el hombre no se inmutó.
– Stuart Bullen -dijo-. Peter Hill. -Ahora Storey sí que le hacía caso-. Coja a ésos.
– Ya están detenidos -contestó el de Inmigración.
– Muy bien -añadió el hombre en voz queda-. ¿Ha encontrado a los que mataron?
Storey miró a Rebus y de nuevo al hombre.
– ¿Le importaría repetir eso? -le pidió.
El hombre se llamaba Min Tan y era de una aldea de China central. Iba sentado en el coche de Rebus al lado de Storey. Rebus conducía.
Aparcados delante de una panadería en Gorgie Road, Min Tan continuaba dando sorbos a un vaso de té con azúcar. Rebus acababa de tirar su bebida, porque nada más llevarse a los labios aquel café grisáceo recordó que era el mismo establecimiento en que compró el imbebible líquido la tarde del descubrimiento del cadáver de Stef Yurgii. Pero no faltaba clientela, tanto los de cercanías que iban a su trabajo a Edimburgo como los de una parada de autobús cercana salían de la tienda vasito en mano. Otros comían bocadillos de salchichas y huevos revueltos.
Storey había interrumpido el interrogatorio del chino y sostenía una conversación con alguien a través del móvil.
La contrariedad era que en las celdas de las comisarías de Edimburgo no cabían los inmigrantes de Knoxland. Llamó a los tribunales, pero los calabozos de detención estaban también a rebosar. Así que, de momento, los inmigrantes de Knoxland seguían confinados en sus viviendas de la tercera planta de Stevenson House cerrada a visitas. La solución era allegar refuerzos, porque los agentes que habían asignado a Storey tenían que cubrir sus tareas diarias y no podían asumir la vigilancia, y Storey estaba convencido de que sin los debidos refuerzos sería imposible impedir que los recluidos en Stevenson House desbordaran aquellos servicios mínimos y huyeran.
Por eso llamaba a sus superiores de Londres y de otros lugares pidiendo ayuda a Aduanas.
– No me diga que no hay unos cuantos inspectores sin hacer nada -le oyó decir Rebus.
Storey se agarraba a un clavo ardiendo. Poco faltó para que Rebus dijese que por qué no dejaban marchar a aquellos desgraciados de rostros cansados y exhaustos de tanto trabajar. Pero Storey alegaría que la mayoría -quizá todos- habían entrado ilegalmente en el país o que sus visados y permisos habían caducado y eran delincuentes. Con toda evidencia, para Rebus eran también víctimas. Min Tan les había explicado la vida miserable que llevaba en el campo y de su «deber» de enviar dinero a casa.
Deber era una palabra que Rebus no oía con frecuencia.
Se había brindado a comprarle en la panadería algo de comer, pero Min Tan arrugó la nariz dando a entender que no estaba tan necesitado para alimentarse con comida inglesa. Storey tampoco quiso nada y Rebus fue a comprar un panecillo recalentado, que en su mayor parte estaba ahora en la cuneta junto al vaso de café.
Storey cerró el móvil con un gruñido. Min Tan fingió concentrarse en su té, pero Rebus comentó sin reparos:
– Dese por vencido, hombre.
Vio en el retrovisor lo ojos entrecerrados de Storey, que a continuación centró su atención en el inmigrante.
– Bien, ¿así que hay más de una víctima? -preguntó.
Min Tan asintió con la cabeza y levantó dos dedos.
– ¿Dos? -dijo Storey.
– Dos al menos -respondió Min Tan.
Temblaba y dio otro sorbo de té. Rebus se percató de que la ropa del chino era insuficiente para el frío de la mañana, y dio al contacto para poner en marcha la calefacción.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Storey.
– Si vamos a pasarnos el día sentados en el coche acabaremos muertos -replicó Rebus.
– Dos muertos -puntualizó Min Tan al oír la última palabra de Rebus.
– ¿Uno de ellos fue el kurdo, Stef Yurgii? -preguntó Rebus.
– ¿Quién? -dijo el chino frunciendo el ceño.
– El hombre apuñalado. Era de los vuestros, ¿verdad? -añadió Rebus, volviéndose en el asiento, pero el chino negaba con la cabeza.
– No conozco a esa persona -dijo.
Rebus se apresuró a concluir:
– ¿Peter Hill y Stuart Bullen no mataron a Stef Yurgii?
– ¡Le digo que no conozco a ese hombre! -exclamó el chino.
– Vio cómo mataban a dos personas -terció Storey, pero el hombre negó con la cabeza-. Pero si acaba de decir que sí…
– Todos lo saben; nos lo dicen.
– ¿El qué? -insistió Rebus.
– Que hay dos… -respondió el hombre sin encontrar la palabra- después de muertos -añadió estirándose la piel del brazo que sostenía el vaso-. Desaparece todo, no queda nada.
– ¿No queda piel? -dijo Rebus-. Cuerpos sin piel. ¿Esqueletos?
Min Tan esgrimió un dedo corroborándolo.
– ¿Y la gente habla de eso? -añadió Rebus.
– Una vez… un hombre no quería trabajar con paga tan baja. Protestó y dijo a la gente que no trabajar, escapar…
– ¿Y lo mataron? -preguntó Storey.
– ¡No, matar no! -exclamó Min Tan incomodado-. ¡Por favor, escuche! Le llevaron a un local y le mostraron dos cuerpos sin piel y dijeron que suceder eso a él, a todos, si no obedecer y trabajar bien.
– Dos esqueletos -dijo Rebus en voz queda hablando consigo mismo.
Pero Min Tan le oyó.
– Madre e hijo -añadió con los ojos muy abiertos de terror, imaginándoselo-. Si matan madre e hijo y no los descubren, no los arrestan, pueden hacer lo que quieran, matar a cualquiera que no obedece.
Rebus asintió con la cabeza.
Dos esqueletos: madre e hijo.
– ¿Ha visto esos esqueletos?
Min Tan negó con la cabeza.
– Otros vieron. Uno, un niño envuelto en periódico. Lo enseñaron en Knoxland; la cabeza y las manos. Luego metieron a madre y niño en… bajo tierra -dijo al fin.
– ¿Un sótano? -preguntó Rebus.
Min Tan asintió con la cabeza repetidas veces.
– Enterraron allí delante de uno de nosotros. Él contó la historia.
Rebus miró por el parabrisas. Todo concordaba: habían utilizado los esqueletos para aterrorizar a los inmigrantes, quitándoles los alambres y los tornillos para que parecieran más reales. Y como epílogo los habían recubierto de cemento en presencia de un testigo para que lo contase al volver a Knoxland.
«Pueden hacer cualquier cosa, matar a cualquiera que no obedece…»
Faltaba media hora para abrir cuando llamó a la puerta de The Warlock.
Le acompañaba Siobhan, a quien había llamado desde el coche después de dejar a Storey y a Min Tan en Torphichen, donde Storey iba a plantear unas cuantas preguntas más a Bullen y al irlandés. Siobhan iba medio dormida y Rebus tuvo que explicarle varias veces los hechos. Lo que a él más le interesaba era cuántos pares de esqueletos habían aparecido en los últimos meses.
Y Siobhan había puntualizado que sólo uno, que ella supiera.
– De todos modos tengo que hablar con Mangold -dijo ella mientras él aporreaba con el pie la puerta del mesón, al ver que no contestaban a las llamadas normales.
– ¿Por algo en concreto? -preguntó Rebus.
– Ya lo verás cuando le interrogue.
– Gracias por decírmelo -comentó él dando una última patada sin resultado-. No hay nadie.
Siobhan consultó el reloj.
– Ya es casi la hora -dijo.
Él asintió con la cabeza. Normalmente tendría que haber alguien dentro preparando los barriles de cerveza y para abrir la caja. Los de la limpieza ya se habrían marchado, pero el que se encargara del bar debería estar calentando motores.
– ¿Qué hiciste anoche? -preguntó Siobhan por dar conversación.
– Poca cosa.
– Es extraño que no aceptaras que te llevara en el coche.
– Tenía ganas de pasear.
– Sí, eso dijiste -dijo ella cruzando los brazos-. ¿Para ir parando en los pubs del camino?
– Aunque no te lo creas, puedo estar horas seguidas sin beber -replicó él encendiendo un cigarrillo-. ¿Y tú qué hiciste? ¿Otra cita con el Mayor Calzoncillos?
Ella le miró y Rebus sonrió.
– Los apodos se divulgan enseguida.
– Tal vez, pero lo dices mal: es capitán, no mayor.
Rebus negó con la cabeza.
– Quizá fuera así al principio, pero puedo asegurarte que ahora es mayor. Son graciosos los motes…
Llegó hasta el extremo del callejón Fleshmarket; al exhalar humo hacia abajo advirtió algo y se acercó a la puerta del sótano.
La puerta estaba entreabierta.
La abrió del todo con el puño y entró seguido por Siobhan.
Ray Mangold, con las manos en los bolsillos, contemplaba absorto una de las paredes. Estaba solo en medio de las obras sin terminar. Ya no había suelo de hormigón ni escombros, pero sí polvo en el aire.
– Señor Mangold -dijo Rebus.
Mangold volvió la cabeza.
– Ah, son ustedes -contestó no muy contento.
– Bonitas contusiones -comentó Rebus.
– Se van curando -dijo Mangold tocándose la mejilla.
– ¿Cómo se las hizo?
– Ya se lo dije a su colega -añadió Mangold señalando con la cabeza a Siobhan-Tuve una discusión con un cliente.
– ¿Quién la ganó?
– El que ganó no volver a tomarse una copa en The Warlock.
– Disculpe si le interrumpimos -dijo Siobhan.
Mangold negó con la cabeza.
– Sólo estaba imaginando el aspecto que tendrá el local una vez terminado.
– A los turistas les encantará -comentó Rebus.
– Eso espero -añadió Mangold sonriente, sacando las manos de los bolsillos y juntándolas-. Bien, ¿qué se les ofrece hoy?
– Se trata de esos esqueletos… -dijo Rebus señalando el lugar en que habían aparecido.
– No puedo creer que sigan perdiendo el tiempo…
– No estamos perdiendo el tiempo -replicó Rebus al lado de una carretilla, seguramente de Joe Evans, el albañil, sobre la cual había una caja de herramientas abierta en la que destacaban un martillo y un escoplo. Rebus cogió el escoplo, sorprendido por su peso-. ¿Conoce a un tal Stuart Bullen?
Mangold reflexionó un instante.
– Sé que es el hijo de Rab Bullen.
– Exacto.
– Creo que es dueño de un club de striptease…
– The Nook.
– Eso es -añadió Mangold asintiendo con la cabeza.
Rebus dejó caer el escoplo en la carretilla.
– Y se dedica también al esclavismo, señor Mangold.
– ¿Al esclavismo?
– Inmigrantes ilegales. Los explota y se queda seguramente con una buena tajada. Y por lo visto les facilita identidades falsas.
– Dios -exclamó Mangold mirando a uno y otro sucesivamente-. Pero bueno, un momento, ¿qué tiene eso que ver conmigo?
– Hubo un inmigrante que le salió respondón y Bullen decidió meterle miedo enseñándole un par de esqueletos enterrados en un sótano.
– ¿Esos que desenterró Evans? -preguntó Mangold con los ojos muy abiertos.
Rebus se encogió de hombros sin apartar los ojos de Mangold.
– ¿Siempre está cerrada la puerta del sótano, señor Mangold?
– Escuche, ya les dije desde un principio que el cemento lo habían echado antes de hacerme cargo yo del local.
Rebus volvió a encogerse de hombros.
– Sólo tenemos su palabra y no ha sido capaz de mostrarnos ningún papel.
– Bueno, podría volver a mirar.
– Podría. Pero tenga cuidado porque los cerebros de los laboratorios de la policía son unos ases analizando cuándo han sido exactamente escritos o mecanografiados los documentos, ¿lo sabía?
Mangold asintió con la cabeza.
– No sé si encontraré algo.
– Pero volverá a mirarlo, y se lo agradecemos -dijo Rebus cogiendo de nuevo el escoplo-. Así que no conoce a Stuart Bullen… ¿Nunca le ha visto?
Mangold negó con la cabeza enérgicamente. Rebus dejó que se hiciera un silencio y luego se volvió hacia Siobhan indicando que era su turno de asalto.
– Señor Mangold -empezó ella-, ¿qué puede decirme de Ishbel Jardine?
– ¿Qué sucede con ella? -replicó Mangold perplejo.
– Esa respuesta es una de mis preguntas. ¿La conoce?
– ¿Si la conozco? No… Bueno…, venía a mi club.
– ¿Al Albatros?
– Sí.
– ¿Y la conocía?
– No mucho.
– ¿Quiere hacerme creer que recuerda los nombres de todos los clientes que iban al Albatros?
Rebus lanzó un bufido para mayor intranquilidad de Mangold.
– Conozco el nombre -balbució Mangold- por lo de su hermana, que se suicidó. Escuchen…-añadió consultando su reloj de oro-, tengo que estar arriba para abrir dentro de un minuto.
– Sólo unas preguntas más -dijo Rebus resuelto sin soltar el escoplo.
– No sé qué pretenden. Primero los esqueletos, ahora Ishbel Jardine… ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo?
– Ishbel ha desaparecido, señor Mangold -respondió Siobhan-. Iba a su club y ahora ha desaparecido.
– Al Albatros venían cientos de personas cada semana -protestó Mangold.
– Pero no todas han desaparecido, ¿verdad?
– Sabemos lo de los esqueletos del sótano -añadió Rebus, dejando caer el escoplo provocando un ruido ensordecedor-, pero ¿y los que guarda en su armario? ¿Tiene algo que decirnos, señor Mangold?
– Mire, no tengo nada que decirles.
– Stuart Bullen está detenido y es posible que quiera llegar a un acuerdo contándonos más cosas de las necesarias. ¿Qué cree que nos dirá respecto a los esqueletos?
Mangold se dirigió a la puerta pasando entre los dos, como si necesitara respirar aire, y desde el callejón Fleshmarket se volvió hacia ellos.
– Tengo que abrir -dijo con la respiración entrecortada.
– Le escuchamos -replicó Rebus.
Mangold le miró.
– De verdad que tengo que abrir el bar.
Rebus y Siobhan salieron a la calle, vieron cómo echaba el candado, salía a la calle y desaparecía por la esquina.
– ¿Qué crees? -preguntó Siobhan.
– Creo que aún formamos un buen equipo.
Ella asintió con la cabeza.
– Ése sabe más de lo que dice.
– Como todo el mundo -comentó Rebus, sacudiendo la cajetilla y decidiendo guardar el último pitillo para más tarde-. Bueno, ¿qué hacemos a continuación?
– ¿Puedes dejarme en casa? Tengo que coger mi coche.
– Desde tu casa puedes ir a pie a Gayfield Square.
– Pero no voy a Gayfield Square.
– ¿Adonde, entonces?
Ella se dio unos golpecitos con el dedo en un lado de la nariz.
– Secretos, John… Como todo el mundo.
Rebus volvió a Torphichen, donde Felix Storey discutía acaloradamente con el inspector Shug Davidson porque necesitaba un despacho, una mesa y silla.
– Y línea telefónica -añadió Storey-. Portátil tengo.
– No nos sobran mesas, y despachos, menos aún -replicó Davidson.
– En Gayfield Square tiene libre mi mesa -terció Rebus.
– Tengo que estar aquí -insistió Storey señalando el suelo.
– ¡Por lo que a mí respecta puede quedarse «ahí»! -espetó Davidson alejándose.
– Eso ha sido ingenioso -musitó Rebus.
– Qué falta de colaboración -comentó Storey resignado.
– A lo mejor tiene envidia -dijo Rebus-, por los buenos resultados que usted cosecha.
Storey hizo ademán de mostrarse ufano.
– Sí, todos esos resultados tan fáciles -añadió Rebus.
Storey le miró a la cara.
– ¿Qué quiere decir?
Rebus se encogió de hombros.
– Nada, simplemente que le debe a su misterioso confidente un par de cajas de whisky por lo bien que ha resuelto este caso.
– Eso no es asunto suyo -replicó Storey sin dejar de mirarle.
– ¿No es eso lo que suele decir el malo cuando hay algo que no quiere que se sepa?
– ¿Y qué es exactamente lo que cree que no quiero que sepa? -dijo Storey con voz más grave.
– Tal vez no lo sepa hasta que me lo diga.
– ¿Y por qué iba a decirle nada?
Rebus sonrió abiertamente.
– Tal vez porque soy el bueno -aventuró.
– Todavía no estoy muy convencido, inspector.
– ¿A pesar de que me metí en esa conejera y empujé a Bullen hacia la calle?
Storey le dirigió una fría sonrisa.
– ¿Es que tengo que darle las gracias?
– Con ello le ahorré que se manchara su elegante y costoso traje…
– No tan costoso.
– Y no he dicho ni una sola palabra sobre usted y Phyllida Hawes…
Storey le miró furioso.
– La agente Hawes era miembro de mi equipo.
– ¿Y por eso estaban los dos dentro de una furgoneta un domingo por la mañana?
– Si va a empezar a hacer acusaciones…
Rebus sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo con el reverso de la mano.
– Era por pincharle, Felix.
Storey tardó un instante en calmarse y Rebus aprovechó para ponerle al corriente de la visita a Ray Mangold. El de Inmigración quedó pensativo.
– ¿Cree que están relacionados?
Rebus se encogió de hombros.
– No sé si eso tendrá importancia, pero hay otro aspecto que considerar.
– ¿Qué?
– Esos pisos de Stevenson House, que son del Ayuntamiento…
– ¿Y qué?
– Habría que ver los nombres del registro de alquileres.
– Continúe -dijo Storey escrutándole.
– Cuantos más nombres consigamos, más posibilidades de imputar rápido a Bullen.
– Lo que implica hacer una gestión en el Ayuntamiento.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Y sabe qué? Yo conozco a alguien que puede sernos útil.
Estaban los dos sentados en el despacho de la señora Mackenzie, quien les explicaba los chanchullos del imperio delictivo de Bob Baird, que incluía al menos tres de las viviendas donde habían efectuado la redada matinal.
– Y quizá más -dijo la señora Mackenzie-. Hemos descubierto hasta ahora doce alias, porque ha utilizado nombres de parientes, nombres elegidos al azar en la guía telefónica y otros de personas fallecidas recientemente.
– ¿Van a denunciarlo a la policía? -preguntó Storey.
Le asombró el expediente de la señora Mackenzie, recopilación de un verdadero árbol genealógico en unas hojas unidas con cinta adhesiva que casi cubría la mesa. Al lado de cada nombre figuraban datos individuales.
– Ya está en marcha -contestó ella-. Quiero asegurarme de que, por lo que a nosotros respecta, se ha hecho todo lo posible.
Rebus asintió con gesto de admiración, y ella se ruborizó.
– En consecuencia -dijo Storey-, ¿casi todas las viviendas de la tercera planta de Stevenson House estaban subarrendadas por Baird?
– Creo que sí -respondió Rebus.
– ¿Y es de suponer que él estaba al corriente de que los inquilinos los aportaba Stuart Bullen?
– Es de lógica. Yo diría que la mitad del barrio sabía lo que sucedía, por eso los pandilleros no osaban ni tocar los muros.
– ¿Ese Stuart Bullen es alguien a quien teme la gente? -preguntó la señora Mackenzie.
– No se preocupe, señora Mackenzie, Stuart Bullen está detenido -dijo Storey.
– Y no sabrá nada de su excelente trabajo -añadió Rebus dando unos golpecitos sobre el diagrama.
Storey, que estaba inclinado sobre la mesa, se irguió en la silla.
– Tal vez ha llegado el momento de hablar con Baird.
Rebus asintió con la cabeza.
Dos agentes escoltaron a pie hasta la comisaría de policía de Portobello a Bob Baird, que no había cesado de despotricar por el agravio y la humillación.
– Razón de más para que la gente nos mirara con mayor interés -comentó uno de los agentes con cierta fruición.
– Así que estará de muy mal genio -añadió el otro agente.
Rebus y Storey intercambiaron una mirada.
– Estupendo -dijeron al unísono.
Baird paseaba de arriba abajo en los estrechos límites del cuarto de interrogatorio. Al entrar ellos dos, abrió la boca y soltó una sarta de quejas.
– Cállese -espetó Storey-. Por el lío en que está metido, le aconsejo que se limite estrictamente a contestar las preguntas que se le hagan. ¿Entendido?
Baird le miró sonriente y lanzó un resoplido.
– Para consejo, este que le doy, amigo: no abuse de la lámpara de cuarzo.
Storey replicó con una sonrisa de las suyas.
– ¿Es acaso una referencia al color de mi piel, señor Baird? Supongo que en sus actividades ser racista debe de ser un tanto positivo.
– ¿A qué actividades se refiere?
Storey sacó del bolsillo su carnet.
– Soy oficial de Inmigración, señor Baird.
– ¿Y me va a detener de acuerdo con la ley de relaciones entre razas? -replicó Baird con otro resoplido que a Rebus le recordó el de un cerdo hambriento-. ¿Simplemente por alquilar pisos a sus compañeros de tribu?
Storey se volvió hacia Rebus.
– Ya veo que es muy divertido, como me dijo.
Rebus cruzó los brazos.
– Eso es porque sigue creyendo que sólo se trata de fraude al Ayuntamiento.
Storey se volvió hacia Baird abriendo ligeramente los ojos.
– ¿Es eso lo que usted cree, señor Baird? Pues lamento darle malas noticias.
– ¿Me encuentro en uno de esos programas de la cámara indiscreta? -replicó Baird-. ¿Y aparecerá entonces quien me explique la broma?
– No es ninguna broma -dijo Storey despacio y meneando la cabeza-. Cedió sus pisos a Stuart Bullen y él los atiborró de inmigrantes ilegales a los que hacía trabajar como esclavos. Yo me atrevería a decir que se vio varias veces con su socio, un tipo muy amable llamado Peter Hill, muy bien relacionado con los paramilitares de Belfast. Terrorismo y esclavismo -continuó Storey alzando un par de dedos-: una buena mezcla. Y eso sin contar transporte y entrada en el país de inmigrantes ilegales, con falsificación de pasaportes y tarjetas del Servicio de Salud hallados en poder de Bullen -añadió Storey esgrimiendo otro dedo hacia el rostro de Baird-. Así que le acusaremos de conspiración, no únicamente de fraude al Ayuntamiento y al honrado ciudadano que paga sus impuestos, sino además de contrabando, esclavismo, usurpación de identidad y de mil cosas. Y no hay nada que a los fiscales de Su Majestad les guste tanto como una bonita trama conspirativa, así que yo en su lugar haría acopio de buen humor porque va a necesitarlo para los años que pasará en la cárcel -dijo Storey bajando el brazo-, diez o doce por lo menos. Ya ve qué broma.
Se hizo un silencio en el cuarto, y Rebus oyó el tictac de un reloj: el de Storey, probablemente un buen modelo clásico y sencillo de los que cumplen su cometido con precisión. Al igual que su propietario, tuvo que admitir.
Baird estaba completamente pálido. En apariencia se mantenía bastante tranquilo, pero Rebus sabía que había resultado estratégicamente vulnerado. Se mantenía serio y pensativo con los labios prietos. No era la primera vez que se encontraba en una situación delicada y sabía que era crucial lo que declarase.
Diez o doce años, había dicho Storey, pero era demasiado, aun con un veredicto de culpabilidad. Storey lo había exagerado lo justo, porque de haber dicho quince o veinte, Baird se habría percatado de que mentía y se tiraba un farol. Pero también habría podido aceptar ir a la cárcel y no decirles nada.
Pero diez o doce… Baird estaría echando cuentas. Aunque Storey exagerase, tal vez saliera bien librado con siete o nueve y cumpliría cuatro o cinco, quizás algo más. Los años son preciosos cuando se tiene la edad de Baird. A Rebus le habían comentado en cierta ocasión que la mayor preocupación de los delincuentes habituales era el proceso de envejecimiento, por el anhelo de no morir en la cárcel y disfrutar de libertad con sus hijos y nietos y hacer cosas a las que siempre han aspirado.
Rebus se imaginó que leía todo aquello en el rostro surcado de arrugas de Baird.
Finalmente, el hombre pestañeó varias veces, miró al techo y suspiró.
– Pregunten -dijo.
Así lo hicieron.
– Conteste sin ambigüedades -dijo Rebus-. ¿Le permitía a Stuart Bullen utilizar algunos pisos suyos?
– Correcto.
– ¿Sabía a qué los destinaba?
– Me lo imaginaba.
– ¿Cómo empezó todo?
– Vino a verme porque sabía que yo subarrendaba pisos a minorías necesitadas -dijo Baird mirando a Felix Storey al pronunciar las dos últimas palabras.
– ¿Y él, cómo lo sabía?
Baird se encogió de hombros.
– Tal vez se lo dijese Peter Hill. Hill andaba siempre por Knoxland haciendo chanchullos y traficando con droga; más bien esto último. Y se enteraría.
– ¿Y usted aceptó?
Baird sonrió amargamente.
– Yo conocía a su padre y a Stu le había visto alguna vez en funerales y qué se yo. No es la clase de persona a la que convenga negarle nada -dijo Baird.
Se llevó el té a los labios y se pasó la lengua por ellos como saboreándolo. Lo había preparado Rebus para los tres en la reducida cocina de la comisaría, pero en la caja sólo quedaban dos bolsitas, que estrujó cuanto pudo para obtener tres tazas.
– ¿Conocía mucho a Rab Bullen? -preguntó Rebus.
– No mucho. Yo por entonces hacía mis chanchullos y traficaba, y pensé que en Glasgow habría más oportunidades… pero Rab me lo explicó claramente. Fue muy amable, como cualquier hombre de negocios. Me dijo cómo estaba repartida la ciudad y que no había sitio para uno nuevo. -Hizo una pausa-. ¿No van a grabar lo que digo?
Storey se inclinó en la silla con las manos juntas.
– Esto es una especie de interrogatorio previo.
– ¿Habrá otros?
Storey asintió despacio con la cabeza.
– Que se grabarán en vídeo. De momento, digamos que estamos en un sondeo.
– De acuerdo.
Rebus sacó una cajetilla entera de cigarrillos y ofreció a ambos. Storey rehusó con la cabeza, pero Baird aceptó. Había carteles que prohibían fumar en tres de las paredes, y Baird expulsó el humo hacia uno de ellos.
– De vez en cuando se incumple el reglamento, ¿eh?
Rebus hizo caso omiso y planteó una pregunta.
– ¿Sabía que Stuart Bullen formaba parte de una red de introducción ilícita de inmigrantes?
Baird negó de forma enérgica con la cabeza.
– Me cuesta creerlo -dijo Storey.
– Pero es así.
– ¿De dónde pensaba que provenían exactamente esos inmigrantes?
Baird se encogió de hombros.
– Pensé que eran refugiados…, solicitantes de asilo… No tenía por qué preguntarlo.
– ¿No sintió curiosidad?
– ¿No es lo que mata al hombre?
– De todos modos…
Baird se encogió de hombros de nuevo mirando la punta del cigarrillo, y Rebus rompió el silencio con otra pregunta.
– ¿Sabía que explotaba a esa gente como trabajadores ilegales?
– No habría podido decir si eran ilegales o no.
– Los explotaba al máximo.
– ¿Y por qué no se marchaban?
– Usted mismo ha dicho que le tenía miedo, ¿cree que ellos no se lo iban a tener?
– Ésa es una explicación.
– Tenemos pruebas de intimidación.
– Puede que lo lleve en los genes -añadió Baird tirando ceniza al suelo.
– ¿De tal palo, tal astilla? -apostilló Felix Storey.
Rebus se levantó y dio la vuelta a la silla de Baird, deteniéndose y agachando la cabeza hasta el hombro de éste.
– ¿Dice que no sabe que traficaba con personas?
– No.
– Bien, ahora que se lo hemos explicado, ¿qué piensa?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Le sorprende?
Baird reflexionó un instante.
– Pues sí.
– ¿Y por qué?
– No lo sé… Tal vez porque nunca me figuré que Stu pudiera jugar tan fuerte.
– ¿Es un delincuente de poca monta? -dijo Rebus.
Baird pensó un instante y asintió con la cabeza.
– Eso del tráfico de personas es cosa de altos vuelos, ¿no cree?
– Exacto -respondió Felix Storey-. Y quizá Bullen lo hacía por eso, para demostrar que estaba a la altura de su padre.
El comentario dio tregua a Baird, y Rebus advirtió que el hombre pensaba en su propio hijo, Gareth. Competencia entre padres e hijos.
– Vamos a aclarar esto -dijo Rebus volviendo a donde estaba previamente para tener a Baird frente a frente-. No sabía nada de los pasaportes falsificados y le sorprende que Bullen jugara tan fuerte en un asunto como éste.
Baird asintió con la cabeza mirándole a la cara.
Felix Storey se puso en pie.
– Pues, en resumen, es lo que hacía.
Tendió la mano a Baird para que se la estrechara y por instarle a levantarse de la silla.
– ¿Puedo marcharme? -preguntó.
– Si promete no huir. Le llamaremos, tal vez dentro de unos días para proceder a otro interrogatorio grabado.
Baird asintió con la cabeza sin darle la mano. Miró a Rebus, que tenía las suyas en los bolsillos, poco predispuesto a tenderle una.
– ¿Conoce la salida? -preguntó Storey.
Baird asintió con la cabeza y abrió la puerta sin acabar de creerse su suerte. Rebus aguardó a que se cerrara la puerta.
– ¿Por qué cree que no va a huir? -preguntó en voz baja para que Baird no lo oyera.
– Una intuición.
– ¿Y si se equivoca?
– No nos ha dicho nada que no supiésemos.
– Él es una pieza del rompecabezas.
– Tal vez, John, pero si así es, no es más que un simple trocito de cielo o de nube que no afecta a la estampa completa.
– ¿La estampa completa?
El rostro de Storey se endureció.
– ¿No cree que ya he utilizado más que de sobra las celdas de la policía de Edimburgo? -espetó cogiendo el móvil para ver si tenía mensajes.
– Escuche -replicó Rebus-. Trabaja en este caso hace tiempo, ¿de acuerdo?
– Eso es -contestó Storey sin levantar la vista de la pantalla.
– ¿Y hasta dónde llegan sus averiguaciones? ¿Quién más está implicado aparte de Stuart Bullen?
Storey levantó la vista.
– Tenemos algunos nombres; un transportista de Essex y una banda turca de Rotterdam…
– ¿Inequívocamente relacionados con Bullen?
– Relacionados.
– ¿Y todo eso lo sabe gracias a su confidente anónimo? ¿Y no se le ocurre preguntarse…?
Storey alzó un dedo pidiendo silencio para poder escuchar un mensaje. Rebus giró sobre sus talones, se arrimó a la pared opuesta y sacó el móvil, que empezó a sonar inmediatamente. No había mensajes, pero tenía una llamada.
– Hola, Caro -dijo al reconocer el número.
– Acabo de oír las noticias.
– ¿Sobre qué?
– Toda esa gente detenida en Knoxland, esos pobrecillos…
– Por si le sirve de consuelo, hemos detenido también a los malos y estarán entre rejas mucho después de que los otros hayan salido.
– ¿Hayan salido, hacia dónde?
Rebus miró a Felix Storey, sin saber qué contestar.
– John…
Una fracción de segundo antes de que la plantease, Rebus ya sabía qué pregunta iba a hacerle.
– ¿Estaba allí cuando derribaron las puertas y los detuvieron? ¿Fue testigo de eso?
Pensó en mentir, pero ella no lo merecía.
– Sí, allí estaba -dijo-. Es mi trabajo, Caro -añadió en voz más baja al ver que Storey ponía fin a la conversación-. ¿Ha oído que hemos atrapado a los culpables?
– Hay otros trabajos, John.
– Es lo que soy, Caro… Lo toma o lo deja.
– ¿Se ha enfadado?
Miró hacia Storey, que guardaba el teléfono, y comprendió que su deber era Storey, no Caro.
– Tengo que irme… ¿Podemos hablar después?
– ¿Hablar de qué?
– De lo que quiera.
– ¿De las miradas de esa gente? ¿De los niños llorando? ¿Hablamos de eso?
Rebus apretó el botón rojo y cerró el móvil.
– ¿Todo bien? -preguntó Storey solícito.
– Guai, Felix.
– Nuestro trabajo puede causar estragos. La noche en que fui a su piso noté la ausencia de una señora Rebus.
– Acabará siendo buen policía.
Storey sonrió.
– Mi esposa y yo… La verdad es que seguimos juntos por los niños.
– Pues no veo que lleve anillo de casado.
– Es cierto, no lo llevo -dijo Storey alzando la mano.
– ¿Sabe Phyllida Hawes que está casado?
– Eso no es asunto suyo, John -dijo Storey serio, entornando los ojos.
– Es cierto… Hablemos de ese Garganta Profunda suyo.
– ¿Qué pasa?
– Por lo visto sabe muchas cosas.
– ¿Y?
– ¿No se ha planteado cuál será la motivación?
– Pues no.
– ¿Y no se lo ha preguntado?
– ¿Para espantarle? -dijo Storey cruzando los brazos-. ¿Para qué iba a hacerlo?
– Para dar un vuelco a la situación.
– ¿Sabe una cosa, John? Al mencionar Stuart Bullen a ese Cafferty, consulté la documentación y he visto que ustedes dos se conocen hace mucho tiempo.
– ¿Qué quiere decir? -replicó Rebus frunciendo el ceño.
Storey alzó las manos disculpándose.
– No viene a cuento. Mire -añadió consultando el reloj-, creo que es hora de almorzar. Le invito. ¿Sabe de algún restaurante recomendable?
Rebus negó despacio con la cabeza sin dejar de mirarle.
– Vamos a Leith y ya encontraremos uno en la playa.
– Lástima que conduzca -dijo Storey-. Tendré que beber yo por los dos.
– Bueno, un vaso puedo tomarme -replicó Rebus.
Storey sostuvo la puerta cediéndole el paso. Rebus salió el primero, impasible y sin dejar de pensar. Storey se había puesto nervioso y había mencionado a Cafferty para dar la vuelta a la situación. ¿Qué es lo que temía?
– ¿No ha grabado nunca una llamada de ese confidente anónimo? -preguntó como quien no quiere la cosa.
– No.
– ¿Y tiene idea de cómo supo su número?
– No.
– ¿Ni tiene un número de él?
– No.
Rebus miró por encima del hombro el rostro ceñudo del oficial de Inmigración.
– Es una ficción, ¿verdad, Felix?
– Si fuera una ficción no estaríamos aquí -refunfuñó Storey.
Rebus se encogió de hombros.
– Lo tenemos -anunció Les Young a Siobhan al entrar ella en la biblioteca de Banehall.
Roy Brinkley, que estaba en el mostrador, le había dirigido una sonrisa al pasar. Ahora se explicaba aquellas voces en el cuarto de la investigación: habían capturado a Spiderman.
– Explícame -dijo.
– Sabes que envié a Maxton a Barlinnie para que averiguase si Cruikshank había hecho algún amigo en la cárcel. Bien, se llama Mark Saunders.
– ¿El del tatuaje de la tela de araña?
Young asintió con la cabeza.
– Cumplió tres años de una condena de cinco por abusos deshonestos, salió un mes antes que Cruikshank y regresó a su pueblo.
– ¿No a Banehall?
Young negó con la cabeza.
– A Bo'ness, quince kilómetros al norte.
– ¿Le han detenido allí?
Young volvía a asentir y no pudo evitar pensar en los perros de juguete que llevan algunos coches en la bandeja trasera.
– ¿Y ha confesado que mató a Cruikshank?
Young dejó de asentir bruscamente.
– Sí, claro, sería demasiado -añadió ella.
– Pero el caso es que no se presentó al saber la noticia de la muerte -replicó Young.
– O sea, que tiene algo que ocultar. ¿No será que cree que se lo queremos cargar por las buenas?
Young frunció el ceño.
– Eso precisamente alegó él.
– ¿Le has interrogado tú?
– Sí.
– ¿Le preguntaste sobre la filmación?
– ¿Por qué lo dices?
– ¿Para qué la hizo?
Young cruzó los brazos.
– El pobre cree que se convertirá en un capitoste del negocio pornográfico vendiendo a través de Internet.
– Desde luego, en la cárcel dio rienda suelta a sus fantasías.
– Fue donde aprendió informática y programación.
– Me alegra saber que ofrecemos estudios prácticos a los delincuentes sexuales.
– ¿Tú no crees que él lo mató? -preguntó Young hundiendo los hombros.
– Dime un móvil y te contestaré.
– Esos tipos… siempre andan peleándose.
– Yo me peleo con mi madre cada vez que hablo con ella por teléfono y no creo que vaya a pegarle un martillazo.
Young advirtió que su expresión cambiaba.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Nada -mintió ella-. ¿Dónde está detenido?
– En Livingston. Vuelvo a interrogarle dentro de una hora aproximadamente. ¿Quieres venir?
Siobhan negó con la cabeza.
– Tengo cosas que hacer.
– Podríamos vernos más tarde -propuso Young mirándose los zapatos.
– Tal vez -dijo ella.
Young se disponía ya a marcharse, pero recordó algo.
– A los Jardine también vamos a interrogarles.
– ¿Cuándo?
– Esta tarde. Es inevitable, Siobhan -añadió, encogiéndose de hombros.
– Lo sé. Es tu trabajo. Pero trátalos bien.
– No te preocupes, mis tiempos de represor son cosa del pasado -dijo él, complacido al ver que ella sonreía-. Y también vamos a interrogar a esas amigas de Tracy Jardine cuyos nombres nos diste.
Susie, Angie, Janet Eylot y Janine Harrison.
– ¿Crees que ocultan algo? -preguntó ella.
– Bueno, la gente de Banehall no coopera mucho que digamos.
– Nos han prestado la biblioteca.
– Es cierto -dijo Young sonriendo a su vez.
– Es curioso -añadió Siobhan-. Donny Cruikshank ha muerto en un pueblo lleno de enemigos y la única persona que hemos detenido era seguramente su único amigo.
Young se encogió de hombros.
– Tú misma lo has visto, Siobhan, hay amigos que cuando rompen llegan a ser terribles.
– Es cierto -repuso ella asintiendo con la cabeza.
Les Young jugueteó con su reloj.
– Tengo que irme -dijo.
– Yo también, Les. Buena suerte con Spiderman. Espero que cante.
– Pero no lo asegurarías -añadió él frente a ella.
Ella volvió a sonreír y negó con la cabeza.
– Todo es posible -dijo.
Él, más animado, le hizo un guiño y se dirigió a la puerta. Siobhan aguardó hasta que oyó el ruido del motor del coche y fue a recepción, donde Roy Brinkley miraba la pantalla del ordenador buscando el título de un libro que solicitaba una mujer pequeña y de aspecto frágil, que se apoyaba con ambas manos en un bastón y movía la cabeza imperceptiblemente. Se volvió hacia Siobhan y le dirigió una gran sonrisa.
– Señora Shields, es Odio a los polis el que quiere, ¿verdad? -preguntó Brinkley-. Se lo pido por el servicio Interbibliotecas.
La señora Shields asintió satisfecha y empezó a alejarse arrastrando los pies.
– La llamaré cuando lo tenga -dijo Brinkley-. Es una de las lectoras habituales -añadió.
– ¿Y odia a la policía?
– Es una novela de Ed McBain. A la señora Shields le gustan los argumentos duros -contestó él tecleando el pedido y rematando la maniobra con gesto florido-. ¿Deseaba algo? -añadió levantándose.
– Es que he visto que tienen prensa -dijo Siobhan, señalando con la cabeza hacia una mesa redonda donde cuatro jubilados se intercambiaban tabloides.
– Recibimos casi todos los periódicos y algunas revistas.
– ¿Y qué hacen con ellos una vez que los han leído?
– Nos deshacemos de ellos. En las bibliotecas más grandes los conservan.
– ¿Aquí no?
Él negó con la cabeza.
– ¿Buscaba algo?
– Un Evening News de la semana pasada.
– Pues tiene suerte -dijo el bibliotecario saliendo del mostrador-. Venga conmigo.
La condujo hasta una puerta cerrada con un letrero que advertía «Sólo personal», en la que pulsó unos números de un teclado para abrirla. Era un cuarto con fregadero, hervidor y microondas. Había una puerta que daba paso a un váter, pero Brinkley abrió la de al lado.
– Nuestro almacén -dijo.
Era el cementerio de los libros viejos; había estanterías llenas, algunos sin portada y con páginas sueltas.
– De vez en cuando intentamos venderlos, y si no podemos los entregamos a tiendas dedicadas a causas benéficas. Pero incluso éstas rechazan algunos ejemplares -explicó Brinkley, abriendo uno al que le faltaban las últimas páginas-. Éstos los reciclamos con las revistas y periódicos viejos -añadió dando un golpecito con el pie a una gran bolsa junto a otras llenas de periódicos-. Ha tenido suerte porque mañana vienen a recogerlos.
– ¿Suerte, dice? -replicó Siobhan escéptica-. Supongo que no tendrá ni idea de en qué bolsa están los de la semana pasada.
– La detective es usted -dijo él en el momento en que sonaba un zumbador indicando que había alguien en el mostrador-. La dejo aquí con su trabajo -agregó con una sonrisa.
– Gracias -dijo Siobhan.
Miró las bolsas con las manos en las caderas lanzando un suspiro. Mientras se hacía una composición de lugar, notó que olía a cerrado. Había diversas alternativas, pero todas ellas suponían ir en el coche a Edimburgo y regresar a Banehall.
Se agachó sin pensarlo más, sacó un periódico de la primera bolsa y miró la fecha. Lo dejó a un lado y probó con otro de más abajo e hizo lo mismo. Repitió el proceso con la segunda bolsa. En la tercera había periódicos de hacía dos semanas, hundió las manos y sacó todo el montón para verificar las fechas. Ella tenía costumbre de volver a casa con un Evening News, que a veces hojeaba por la mañana durante el desayuno. Era un buen método para enterarse de lo que hacían concejales y políticos. Ahora casi todos aquellos titulares le resultaban viejos y apenas los recordaba, pero finalmente encontró lo que quería; arrancó la página, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Metió lo mejor que pudo los periódicos en la bolsa, fue al fregadero y bebió un vaso de agua. Al salir miró a Brinkley, alzó los dos pulgares y se dirigió al coche. En realidad el Salón no quedaba tan lejos, pero tenía prisa. Aparcó en doble fila a sabiendas de que sería un instante. Empujó la puerta de la peluquería, y vio que estaba cerrada. En el escaparate, un letrero con el horario rezaba: «Cerrado miércoles y domingos»; sin embargo, era martes. En ese momento advirtió otro aviso escrito a mano apresuradamente en una bolsa de compra, caído del vidrio al que estaba pegado: «Cerrado por imprevisto».
Lanzó una maldición. ¿No se lo había dicho Les Young? Estaban interrogándolas oficialmente. Lo que quería decir en Livingston. Volvió al coche y se encaminó hacia allí.
Tardó poco porque no había mucho tráfico y, además, encontró aparcamiento frente al cuartel general de la División F. Entró en el edificio y preguntó al sargento del mostrador dónde efectuaban los interrogatorios del caso Cruikshank. El sargento se lo indicó y al llegar al cuarto en cuestión llamó a la puerta y abrió. Les Young y un agente uniformado del DIC estaban sentados frente a un individuo lleno de tatuajes.
– Lo siento -dijo disculpándose y maldiciéndose otra vez para sus adentros.
Aguardó en el pasillo un instante para ver si Young salía a preguntarle qué hacía allí, pero no salió. Lanzó un suspiro y probó en la siguiente puerta con el mismo resultado: dos agentes uniformados la miraron molestos por su intrusión.
– Perdonen que les moleste -dijo Siobhan entrando en el cuarto.
Angie alzó la vista hacia ella.
– ¿Saben dónde puedo encontrar a Susie?
– En la sala de espera -contestó uno de los agentes.
Dirigió a Angie una sonrisa tranquilizadora y salió. A la tercera va la vencida, se dijo antes de abrir la siguiente puerta.
Efectivamente, allí estaba Susie sentada con las piernas cruzadas, limándose las uñas, mascando chicle y asintiendo con la cabeza a algo que le decía Janet Eylot. Estaban las dos solas, segregadas de Janine Harrison. Siobhan comprendió la estrategia de Les Young, dejándolas juntas para que hablaran y quizá se pusieran nerviosas, porque para nadie es agradable estar en una comisaría. Advirtió el nerviosismo de Janet Eylot y recordó las botellas de vino que había visto en su nevera. Seguro que Janet no diría que no a un trago en aquel momento.
– Hola -dijo Siobhan-. Susie, ¿podemos hablar un momento?
Eylot se puso aún más seria, preguntándose tal vez por qué a ella la policía la dejaba sola para hablar con las demás.
– Es sólo un minuto -añadió Siobhan.
Susie no tenía ninguna prisa en salir del cuarto: primero abrió el bolso de bandolera, de leopardo de imitación, sacó el estuche de maquillaje y colocó la lima de uñas bajo la gomita elástica. Luego se puso en pie y la siguió al pasillo.
– ¿Me toca comparecer ante el inquisidor? -preguntó.
– No -contestó Siobhan desdoblando la hoja de periódico y enseñándosela-. ¿Le reconoces? -preguntó.
Era la foto que acompañaba al artículo sobre el callejón Fleshmarket: Roy Mangold delante del mesón con los brazos cruzados y sonriendo afablemente al lado de Judith Lennox.
– Se parece… -dijo Susie interrumpiendo la masticación de chicle.
– ¿A quién?
– Al que venía a esperar a Ishbel.
– ¿Tienes idea de quién es?
Susie negó con la cabeza.
– Era el dueño del Albatros -añadió Siobhan.
– Nosotras íbamos allí alguna vez -dijo Susie examinando con más atención la foto-. Sí, ahora que lo dice…
– ¿Es el misterioso amigo de Ishbel?
– Puede ser -respondió Susie asintiendo con la cabeza.
– ¿Sólo «puede ser»?
– Ya le dije que nunca lo vi bien. Pero así, de cerca… sí que puede ser él -declaró asintiendo con la cabeza-. ¿Y sabe lo más gracioso?
– ¿Qué?
Susie señaló el titular.
– Que había visto este periódico, pero ni se me ocurrió pensarlo. No es más que una foto, ¿no cree? Una no piensa…
– Claro, Susie, una no piensa -dijo Siobhan doblando la página-. Una no piensa.
– Oiga -replicó Susie bajando la voz-, ¿cree que nos van a echar la culpa de algo en el interrogatorio?
– ¿De qué? No habéis matado a Donny Cruikshank, ¿verdad?
Susie torció el gesto.
– Pero como escribimos esas cosas en el váter… Eso es vandalismo, ¿no?
– Susie, por lo que he visto en Banehall, un buen abogado alegaría que es diseño de interiores -dijo Siobhan, y esperó a que Susie sonriera-. Así que no te preocupes… no os preocupéis. ¿De acuerdo?
– Okay.
– Y díselo a Janet.
– ¿Ha visto cómo está? -preguntó Susie mirándola a la cara.
– Me da la impresión de que necesita a sus amigas en este momento.
– Ella, siempre -dijo Susie en tono pesaroso.
– Reconfórtala lo mejor que puedas, ¿eh? -añadió Siobhan tocándola en el brazo.
La muchacha asintió por fin con la cabeza; después le sonrió y se volvió para marcharse.
– La próxima vez que quiera cambiar de peinado, venga al Salón. Se lo haremos por cuenta de la casa.
– A esa clase de sobornos sí me presto -contestó Siobhan, diciéndole adiós con la mano.
Encontró sitio para aparcar en Cockburn Street y se dirigió al callejón Fleshmarket. Dobló a la izquierda en High Street y otra vez a la izquierda, y entró en The Warlock. Había una clientela variada de trabajadores en su turno de descanso, oficinistas leyendo el periódico y turistas hojeando planos y guías.
– No está -dijo el camarero-. A lo mejor vuelve dentro de unos veinte minutos, si quiere esperarle.
Siobhan asintió con la cabeza, pidió un refresco; cuando quiso pagar, el camarero negó con la cabeza, pero ella dejó el dinero en la barra. Había gente de la que prefería no aceptar invitaciones. Al ver que él no cogía las monedas, las echó en el bote de una asociación benéfica.
Se acomodó en un taburete y dio un sorbo a la bebida.
– ¿Sabe adónde ha ido? -preguntó.
– Por ahí.
Siobhan dio otro sorbo.
– Tiene coche, ¿verdad?
El barman la miró.
– No se preocupe, no estoy interrogándole -dijo-. Es que como por aquí el aparcamiento es una pesadilla, me preguntaba cómo se las arregla.
– ¿Conoce las cocheras de Market Street?
Iba a decir que no, pero asintió con la cabeza.
– ¿Esas puertas de arco en el muro?
– Pues son garajes, y él tiene uno allí. A saber lo que pagará.
– Ah, ¿y guarda allí el coche?
– Lo deja allí y viene aquí andando, así hace ejercicio. Nunca le he visto…
Siobhan iba ya camino de la puerta.
Market Street estaba frente a la línea del ferrocarril del sur con origen en la estación de Waverley, a espaldas de la cual Jeffrey Street trazaba una curva cuesta arriba hacia Canongate. Las cocheras formaban una hilera escalonada en la pendiente. Había algunas demasiado pequeñas para un coche, pero todas menos una estaban cerradas con candado. Siobhan llegó en el momento en que Ray Mangold iba a cerrar la suya.
– Bonita máquina -comentó.
Él tardó un instante en reconocerla y a continuación dirigió la vista hacia donde ella miraba: un Jaguar rojo descapotable.
– A mí me gusta -dijo Mangold.
– Siempre me habían intrigado estos locales -continuó Siobhan mirando las bóvedas de ladrillo-. Son fantásticos, ¿verdad?
– ¿Quién le dijo que yo tenía uno? -replicó él mirándola.
– Soy policía, señor Mangold -respondió ella sonriendo y dando una vuelta al Jaguar.
– No encontrará nada -espetó él.
– ¿Qué es lo que cree que busco? -preguntó Siobhan que, efectivamente, miraba el interior detenidamente.
– Dios sabe… A lo mejor sus malditos esqueletos.
– No se trata de esqueletos, señor Mangold.
– ¿Ah, no?
Siobhan negó con la cabeza.
– Estoy pensando en Ishbel -dijo situándose frente a él, cara a cara-. Me pregunto qué ha hecho con ella.
– No sé de qué habla.
– ¿Cómo se hizo esas contusiones?
– Ya le dije que fue…
– ¿Tiene algún testigo? Por lo que yo recuerdo, cuando le pregunté al camarero, él afirmó que no sabía nada. Tal vez con una hora o dos de interrogatorio en comisaría podríamos averiguar la verdad.
– Escuche…
– ¡No, escuche usted! -replicó ella irguiendo la espalda y aupándose casi a su altura.
La puerta seguía entreabierta y, aunque un peatón se detuvo a mirar cómo discutían, Siobhan no hizo caso.
– Conoció a Ishbel en el Albatros -añadió-. Y comenzaron a verse y la recogió varias veces en el trabajo. Tengo un testigo presencial y me apostaría algo a que si enseño fotos suyas y del coche en Banehall habrá más de uno que lo recuerde. Bien, Ishbel ha desaparecido y usted tiene contusiones en la cara.
– ¿Cree que yo le he hecho algo? -preguntó él acercándose a las puertas para cerrarlas.
Siobhan no se lo consintió y dio un puntapié a una de las hojas para que permaneciera abierta. Pasaba un autobús de turistas que miraron la escena. Siobhan les saludó con la mano y se volvió hacia Mangold.
– Hay muchos testigos -dijo a modo de advertencia.
Mangold abrió aún más los ojos.
– Dios… Escuche…
– Le escucho.
– ¡Yo no he tocado a Ishbel!
– Demuéstrelo -replicó Siobhan cruzando los brazos-. Dígame qué le ha ocurrido.
– ¡No le ha ocurrido nada!
– ¿Sabe dónde está?
Mangold la miró con los labios apretados, moviendo la mandíbula a ambos lados. Finalmente habló como quien explota.
– Pues sí, sé dónde está.
– ¿Dónde?
– Se encuentra bien… Está viva y está bien.
– Pero no contesta las llamadas al móvil.
– Porque son de sus padres -Ahora que había decidido hablar, era como si se hubiera liberado de un peso y se recostó en el guardabarros del Jaguar-. Se marchó a causa de ellos.
– Demuéstrelo y dígame dónde está.
Él consultó el reloj.
– Probablemente estará en el tren.
– ¿En el tren?
– De vuelta a Edimburgo. Fue de compras a Newcastle.
– ¿A Newcastle?
– Por lo visto hay más y mejores tiendas.
– ¿A qué hora espera que llegue?
Mangold negó con la cabeza.
– Por la tarde. No sé a qué hora llega el tren.
Siobhan le miró.
– Yo sí -dijo sacando el móvil.
Llamó al DIC de Gayfield. Contestó Phyllida Hawes.
– Phyl, soy Siobhan. ¿Está Col? Que se ponga, por favor. -Aguardó sin quitar ojo de Mangold-. ¿Col? Soy Siobhan. Oye, tú que tienes los horarios, ¿a qué hora llegan los trenes de Newcastle?
Rebus estaba sentado en el Departamento de Investigación Criminal de Torphichen mirando una vez más los papeles que tenía en la mesa.
Eran un trabajo concienzudo. Habían contrastado los nombres de la lista de turnos encontrada en el coche de Peter Hill con los de los detenidos en la playa de Cramond y los de los inquilinos de los pisos de Stevenson House. La oficina estaba tranquila después de conducir los interrogatorios y salir los coches celulares hacia Whitemire con su carga de nuevos detenidos. Que él supiera, la capacidad del centro de detención no daba para más y se imaginaba de sobra cómo iban a arreglárselas para alojar a tanto inmigrante; tal como había dicho Storey:
– Es una empresa privada y con beneficio a la vista, seguro que se las ingenian.
La lista que Rebus tenía en la mesa no era obra de Felix Storey; él no había prestado casi atención cuando se la enseñaron porque andaba ya diciendo que regresaba a Londres, donde otros casos requerían su presencia. Volvería de vez en cuando, naturalmente, para seguir el caso de Stuart Bullen.
«Estaría al tanto», había dicho.
Alzó la vista al entrar Reynolds Culo de Rata, que miró como buscando a alguien. Llevaba una bolsa marrón de papel y tenía cara de contento.
– ¿Qué se te ofrece, Reynolds?
Reynolds sonrió.
– He traído un regalo de despedida para su amigo -contestó sacando un racimo de plátanos de la bolsa- y estoy buscando el mejor sitio para dejarlo.
– ¿Porque no tienes agallas para dárselo? -dijo Rebus levantándose despacio.
– Es en plan de guasa, John.
– Para ti tal vez. Pero, no sé por qué, a Felix Storey no le va a hacer tanta gracia.
– Pues es cierto -se oyó decir al propio Storey, que entraba en la sala ajustándose el nudo de la corbata y alisándosela sobre la camisa.
Reynolds metió los plátanos en la bolsa y la apretó contra el pecho.
– ¿Son para mí? -preguntó Storey.
– No -contestó Reynolds.
Storey se arrimó a él cara a cara.
– Como soy negro, soy un mono. Esa es su lógica, ¿verdad?
– No.
Storey abrió la bolsa.
– Pues da la casualidad de que me gustan los plátanos… si son buenos. Pero éstos parecen pasados. Un poco como usted, Reynolds, que está rancio -añadió cerrando la bolsa-. Ahora lárguese y haga de policía para variar. Averigüe cómo le llaman a sus espaldas -apostilló Storey dándole a Reynolds una palmadita en la mejilla izquierda y cruzando los brazos como dando a entender que había acabado.
Cuando se hubo marchado, Storey se volvió hacia Rebus y le hizo un guiño.
– Le voy a decir otra cosa divertida -dijo éste.
– Siempre estoy dispuesto a reírme.
– Esto es más curioso que chistoso.
– ¿De qué se trata?
– Hay ciertos nombres que no tienen su cuerpo correspondiente -dijo Rebus dando una palmadita en una de las hojas que tenía en la mesa.
– Quizá nos oyeron llegar y escaparon.
– Quizás.
Storey recostó su trasero en el borde de la mesa.
– A lo mejor estaban en un turno de trabajo cuando hicimos la redada y si se han enterado me imagino que no volverán a aparecer por Knoxland, ¿no cree?
– No -contestó Rebus-. La mayoría de los nombres parecen chinos… pero hay uno africano: Chantal Rendille.
– ¿Rendille? ¿Cree que eso es africano? -preguntó Storey frunciendo el ceño y estirando el cuello para ver la lista-. Rendille es francés, ¿no?
– El francés es el idioma oficial en Senegal -dijo Rebus.
– ¿Cree que será un testigo renuente?
– Es lo que me pregunto. Se lo enseñaré a Kate.
– ¿Quién es Kate?
– Una estudiante senegalesa a quien, de todos modos, tengo que preguntarle otra cosa.
Storey se apartó de la mesa, irguiéndose.
– Que tenga suerte.
– Un momento -dijo Rebus-. Hay otra cosa.
Storey lanzó un suspiro.
– ¿Qué?
Rebus dio una palmadita sobre otra hoja.
– El autor de esto era muy concienzudo -explicó.
– No me diga.
Rebus asintió con la cabeza.
– A todos los interrogados se les preguntó su dirección anterior a Knoxland -añadió Rebus levantando la vista, pero Storey se encogió de hombros-. Y muchos dieron la de Whitemire.
– ¿Cómo? -exclamó Storey con auténtico interés.
– Porque salieron con un aval.
– ¿Un aval de quién?
– Hay diversos nombres, probablemente falsos. Y las direcciones de contacto son también falsas.
– ¿Bullen? -aventuró Storey.
– Es lo que estaba pensando. Es perfecto: los avala y los pone a trabajar. Y si alguno protesta sabe que pende sobre su cabeza la amenaza de Whitemire. Y si eso no da resultado, recurre a los esqueletos.
– Tiene lógica -comentó Storey asintiendo con la cabeza.
– Creo que habrá que hablar con alguien en Whitemire.
– ¿Para qué?
Rebus se encogió de hombros.
– Es mucho más sencillo tratar una cosa así con un amigo que… ¿cómo decirlo? -añadió Rebus fingiendo buscar las palabras-… que esté al tanto -espetó finalmente.
Storey le miró con odio.
– Tal vez tenga razón -dijo-. ¿Y con quién tendríamos que hablar?
– Con un tal Alan Traynor. Pero antes de hacer nada…
– ¿Hay algo más?
– Sí, algo -contestó Rebus, que seguía mirando las hojas en las que había trazado líneas que unían ciertos nombres con nacionalidades y lugares-. Los detenidos en Stevenson House y los de la playa…
– ¿Qué?
– Algunos procedían de Whitemire, otros tenían visado caducado y otros…
– ¿Sí?
Rebus se encogió de hombros.
– Había unos cuantos sin papeles… y quedan unos pocos que, al parecer, llegaron aquí en un camión. Sólo unos pocos, Felix, sin pasaporte ni documento de identidad falsos.
– ¿Y bien?
– Pues que ¿dónde está esa gran operación de entrada de inmigrantes ilegales? Y Bullen, el rey de la delincuencia, con una caja fuerte llena de documentación falsa… ¿Cómo es que no salió a relucir nada fuera del despacho?
– Puede ser que acabara de recibir una nueva remesa de sus amigos de Londres.
– ¿De Londres? -repitió Rebus frunciendo el ceño-. No me había dicho que tuviera amigos en Londres.
– Dije Essex, ¿no es cierto? Para el caso es lo mismo.
– Acepto su palabra.
– Bien, ¿vamos a hacer una visita a Whitemire o qué?
– Una última cosa… -añadió Rebus alzando un dedo-. Entre nosotros dos, ¿hay algo que me oculta sobre Stuart Bullen?
– ¿Como qué?
– Sólo lo sabré si me lo dice.
– John…, el caso está cerrado. Hemos obtenido resultados. ¿Qué más quiere?
– Tal vez quiero estar seguro de que estoy…
Storey alzó una mano como quien pide benevolencia, pero demasiado tarde.
– Al tanto -dijo Rebus.
Cuando llegaron a Whitemire, Caro, que estaba junto a la pista hablando por el móvil, ni los miró.
Pasaron los controles de seguridad habituales, abrieron y cerraron las puertas y el vigilante les acompañó desde el aparcamiento hasta el edificio, ante el cual estacionaban media docena de furgonetas vacías: los refugiados ya habían llegado. Felix Storey miraba todo con un gran interés.
– Me imagino que no había venido aquí nunca -dijo Rebus.
Storey negó con la cabeza.
– Pero he ido varias veces a Belmarsh, ¿sabe dónde está?
Rebus negó con la cabeza.
– En Londres. Es una auténtica cárcel de alta seguridad donde internan a los solicitantes de asilo.
– Precioso.
– Esto, comparado con aquello, es como el Club Mediterráneo.
En la puerta principal les aguardaba Alan Traynor sin ocultar su irritación.
– Oigan, no sé a qué vendrán, pero ¿no podrían aplazarlo? Estamos intentando acomodar a docenas de nuevos ingresados.
– Lo sé -dijo Felix Storey-. Yo los envié.
Traynor no pareció oírlo, preocupado como estaba con sus problemas.
– Tendremos que alojarlos en el comedor, pero nos va a ocupar horas.
– En ese caso, cuanto antes se deshaga de nosotros, mejor -dijo Storey.
Traynor hizo un gesto teatral.
– Muy bien. Síganme.
En la oficina externa al despacho pasaron por delante de Janet Eylot, que levantó la vista del ordenador, clavó los ojos en Rebus y abrió la boca para decir algo, pero él se anticipó.
– Perdone, señor Traynor, pero tengo que ir al… -dijo señalando hacia el pasillo donde había visto unos servicios-. Vuelvo enseguida.
Storey le miró convencido de que tramaba algo, Rebus le hizo un guiño, giró sobre sus talones y fue hacia el pasillo, donde aguardó hasta oír que se cerraba la puerta del despacho de Traynor. Entonces asomó la cabeza y dirigió un suave silbido a Janet Eylot, quien se levantó y fue a su encuentro.
– ¡Cómo son ustedes! -dijo entre dientes.
Rebus se llevó un dedo a los labios y ella bajó la voz temblando de rabia.
– No me dejan en paz desde la primera vez que hablé con usted. Ha venido la policía a mi casa, ha estado en mi cocina, acabo de llegar de la comisaría de Livingston ¡y aquí está usted otra vez! Y ahora con todo este montón de ingresos no damos abasto…
– Tranquila, Janet, tranquila. -La joven temblaba, tenía los ojos enrojecidos bañados en lágrimas y le latía una venilla junto al párpado izquierdo-. Pronto habrá acabado todo; ahora no tiene por qué preocuparse.
– Sabiendo que soy sospechosa de homicidio, ¿no?
– Estoy seguro de que no es sospechosa. Se trata sólo de pesquisas necesarias.
– ¿Han venido a hablar de mí con el señor Traynor? ¿No basta con que haya tenido que mentirle esta mañana sobre mi ausencia, diciéndole que era un asunto urgente de familia?
– ¿Por qué no le ha dicho la verdad?
Ella negó violentamente con la cabeza. Rebus se inclinó y miró hacia la oficina. La puerta de Traynor seguía cerrada.
– Escuche, van a sospechar algo…
– ¡Explíqueme a qué viene todo esto y por qué me afecta a mí!
Rebus la sujetó por los hombros.
– Aguante un poco, Janet. Un poco más.
– No sé hasta cuándo podré aguantar… -repuso ella con voz desmayada y mirada perdida.
– Tómeselo con calma, Janet. Es lo mejor -dijo Rebus bajando las manos y mirándola a la cara un instante-. Tómeselo con calma -repitió alejándose sin volver la cabeza.
Llamó a la puerta del despacho de Traynor y entró.
Vio que estaban los dos sentados y él ocupó la silla vacía.
– Le he explicado al señor Traynor lo de la red ilegal de Stuart Bullen -dijo Storey.
– No me lo puedo creer -aseguró Traynor alzando las manos.
Rebus, sin hacer caso, miró a Storey.
– ¿No le ha dicho lo otro? -preguntó.
– Esperaba a que estuviera usted presente.
– ¿Qué es lo que no me ha dicho? -inquirió Traynor esbozando una sonrisa.
Rebus volvió hacia él la mirada.
– Señor Traynor, muchos de los que detuvimos provenían de Whitemire y habían salido avalados por Stuart Bullen.
– Imposible -replicó sin sonreír mirando a uno y otro-. No lo habríamos aceptado.
Storey se encogió de hombros.
– Lo haría con nombres falsos y direcciones falsas.
– Entrevistamos a los avalistas.
– ¿Usted personalmente, señor Traynor?
– No siempre.
– A la entrevista acudirían individuos de aspecto respetable que le suplantaban -dijo Storey sacando un papel del bolsillo-. Tengo aquí la lista de Whitemire y puede comprobarla usted mismo.
Traynor cogió el papel y lo leyó.
– ¿Le suena algún nombre? -preguntó Rebus.
Traynor asintió despacio con la cabeza, pensativo. Sonó el teléfono y lo cogió.
– Sí, diga. No; podemos apañarnos, aunque nos llevará su tiempo; el personal tendrá que hacer horas extra… Sí, claro que haré una hoja de cálculo, pero tardaré unos días… -Escuchó a su interlocutor sin apartar la vista de sus visitas-. Bien, por supuesto. Si pudiéramos contratar más personal o recibir un refuerzo de otros centros… Hasta que los nuevos estén controlados, por así decir…
La conversación prosiguió un minuto más y Traynor anotó algo en una hoja mientras colgaba.
– Ya ven lo ocupado que estoy -comentó.
– ¿Organizando el caos? -aventuró Storey.
– Por eso debo abreviar esta reunión.
– ¿Debe? -inquirió Rebus.
– No tengo más remedio.
– ¿Y no será porque tiene miedo de lo que vamos a preguntarle?
– No acabo de entenderle, inspector.
– ¿Quiere que le facilite una hoja de cálculo? -replicó Rebus con una sonrisa glacial-. Resulta mucho más fácil organizar algo así con alguien dentro.
– ¿Qué?
– Cuestión de dinero que cambia de mano, aparte de la suma del aval.
– Escuche, verdaderamente, no sé a qué se refiere.
– Eche otro vistazo a lista, señor Traynor. Hay en ella un par de nombres kurdos, de kurdos turcos, como los Yurgii.
– ¿Y qué?
– Cuando le pregunté me dijo que no había salido de Whitemire ningún kurdo avalado.
– Pues me equivocaría.
– Y hay un nombre en la lista que creo que es de Costa de Marfil.
Traynor bajó la vista hacia la lista.
– Eso parece.
– Costa de Marfil, cuyo idioma oficial es el francés. Pero cuando yo le pregunté si había africanos en Whitemire me dijo lo mismo: que no habían avalado a ninguno.
– Escuche, esto es demasiado… Yo no recuerdo haber dicho eso.
– Yo creo que sí, y el único motivo que se me ocurre para que mintiera es que tiene algo que ocultar y no quería que yo supiera nada de esas personas, porque las habríamos localizado y habríamos averiguado los nombres y direcciones falsos de sus avalistas. A menos que usted me dé otra explicación -añadió Rebus alzando la mano.
Traynor dio un golpe con la palma de la mano sobre la mesa y se puso en pie sonrojado.
– No tiene derecho a hacer esas acusaciones.
– Demuéstrelo.
– No creo que haga falta.
– Yo creo que sí, señor Traynor -terció Felix Storey con voz pausada-. Porque son imputaciones graves y habrá que hacer indagaciones, lo que significa que mis hombres examinarán sus archivos para comprobar nombres. Irrumpirán en su despacho e investigarán su vida privada para inspeccionar en las cuentas bancarias y sus últimas adquisiciones por si hay algún coche nuevo o vacaciones de lujo. Tenga la seguridad de que se hará de forma exhaustiva.
Traynor agachó la cabeza y, al sonar el teléfono, lo tiró de un manotazo, arrastrando con ello una foto enmarcada, cuyo cristal se rompió, dejando deslizar la foto de una mujer sonriente abrazada por una niña. Se abrió la puerta y entró Janet Eylot.
– ¡Fuera! -vociferó Traynor.
Eylot se retiró con un chillido.
Se hizo un silencio, que rompió Rebus.
– Otra cosa -dijo pausadamente-. Bullen no sale de ésta, eso está claro. ¿Cree que va a cerrar la boca respecto al resto de implicados? Imputará lo que sea a quien sea. Y si tiene miedo a algunos, a usted no, Traynor. En cuanto se le proponga un arreglo, seguro que lo primero que pronuncia es su nombre.
– No puedo ocuparme de eso… ahora-replicó Traynor con voz quebrada-. Con tantos ingresos por atender -añadió alzando la vista hacia Rebus casi con lágrimas en los ojos-. Esa gente me necesita.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Hablará con nosotros más tarde?
– Tengo que pensarlo.
– Si habla -añadió Storey- no habrá necesidad de que investiguemos su situación económica.
Traynor le dirigió una sonrisa torva.
– ¿Mi situación económica? En cuanto hagan pública esta imputación me quedaré sin empleo.
– Quizás habría debido pensarlo antes.
Traynor no replicó. Se apartó de la mesa, recogió el teléfono, lo puso en su sitio, e inmediatamente comenzó a sonar, pero se agachó a recoger la foto y no contestó a la llamada.
– ¿Quieren marcharse, por favor? Hablaremos más tarde.
– Pero no muy tarde -le advirtió Storey.
– Tengo que atender los nuevos ingresos.
– ¿Mañana por la mañana? -insistió Storey.
Traynor asintió con la cabeza.
– Que compruebe Janet en su agenda si tengo compromisos.
Storey le miró satisfecho, se levantó y se abrochó la chaqueta.
– Pues bien, le dejamos; pero recuerde, señor Traynor, que esto no puede aplazarse. Es mejor que hable con nosotros antes de que lo haga Bullen -añadió Storey tendiendo la mano.
Como Traynor no se la estrechó, se dirigió a la puerta y salió del despacho. Rebus quedó rezagado un instante y luego siguió sus pasos. Janet Eylot pasaba las hojas de una agenda grande.
– Tiene una reunión a las diez y cuarto.
– Anúlela -dijo Storey-. ¿A qué hora viene al despacho?
– Hacia las ocho y media.
– Anótelo para esa hora. Necesitaremos como mínimo dos horas.
– A las doce tiene otra reunión. ¿La anulo también?
Storey asintió con la cabeza. Rebus miraba a la puerta del despacho.
– John -dijo Storey-, vendrá conmigo mañana, ¿verdad?
– Pensé que iba a Londres.
Storey se encogió de hombros.
– Así atamos todos los cabos -contestó.
– En ese caso, vendré.
El vigilante que les había recibido en el aparcamiento aguardaba para acompañarlos a la salida. Rebus tocó el brazo de Storey.
– ¿Puede esperar un momento en el coche?
– ¿Qué sucede ahora? -dijo Storey mirándole.
– Voy a ver a una persona. Es un minuto.
– Me deja en blanco -comentó Storey.
– Tal vez, pero ¿le importa quedarse?
Storey lo pensó un instante, luego accedió.
Rebus pidió al vigilante que le llevara al comedor, sin embargo, cuando estaban lejos de Storey, cambió la petición:
– En realidad, quiero ir al ala de familias -dijo.
Al llegar al sitio vio lo que quería: los hijos de Stef Yurgii entretenidos con los juguetes que les había comprado, aunque ellos no se dieron cuenta de su presencia, absortos como estaban en su mundo infantil. No vio a la viuda, pero pensó que no era necesario. Hizo una seña al guardián y éste le acompañó al patio.
Iba camino del coche cuando sonaron los gritos. Procedían del interior del edificio principal y se aproximaban cada vez más. La puerta se abrió de golpe y dio paso a una mujer que cayó de rodillas: Janet Eylot, que no paraba de gritar.
Rebus echó a correr, consciente de que Storey le seguía.
– Janet, ¿qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
– Se ha…, se ha…
Incapaz de expresarse, la joven se tendió de lado en el suelo gimiendo en posición fetal, fuertemente abrazada a sus rodillas.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó entre gemidos.
Echaron a correr hacia el interior y cruzaron el pasillo hasta las oficinas. La puerta del despacho de Traynor estaba abierta y el personal se apiñaba en el umbral. Rebus y Storey se abrieron paso. Una vigilante estaba arrodillada junto a un cuerpo en el suelo. Había sangre por todas partes, en la alfombra y en la camisa de Traynor. La mujer presionaba con la palma de la mano sobre una herida en la muñeca izquierda de Traynor. Otro vigilante hacía lo propio en la muñeca derecha. Traynor estaba consciente y miraba con los ojos muy abiertos, tenía la respiración entrecortada y el rostro cubierto de sangre.
– Llamad a un médico.
– Una ambulancia.
– No dejéis de presionar.
– Traed toallas.
– Vendas…
– ¡No dejes de presionar! -gritó la vigilante a su compañero.
No dejar de presionar, pensó Rebus. ¿No era eso lo que había hecho Storey?
En la camisa de Traynor había trozos de vidrio de la foto enmarcada: los fragmentos con que se había cortado las venas. Rebus advirtió que Storey le miraba y él le devolvió la mirada.
«Lo sabías, ¿verdad? -parecía decir Storey con los ojos-. Sabías que sucedería esto y no hiciste nada. Nada.»
Nada.
La mirada de Rebus era muda.
Cuando llegó la ambulancia, Rebus estaba dentro del perímetro exterior fumando un cigarrillo. Al abrirse las puertas salió afuera, cruzó por delante de la garita y bajó hasta donde estaba Caro Quinn mirando cómo entraba la ambulancia.
– ¿No será otro suicidio? -preguntó espantada.
– Un intento -dijo Rebus-. Pero no es un detenido.
– ¿Quién es?
– Alan Traynor.
– ¿Qué? -inquirió perpleja.
– Intentó cortarse las venas de las muñecas.
– ¿Está vivo?
– Pues no lo sé. Pero es una buena noticia para usted.
– ¿Qué quiere decir?
– Caro, dentro de poco comenzará a salir mierda de ese centro, y tanta que a lo mejor lo cierran.
– ¿Y a eso le llama una buena noticia?
– Es lo que usted reivindicaba -replicó Rebus frunciendo el ceño.
– ¡Pero no de esta manera! ¡A costa de una vida, no!
– No quise decir eso -respondió Rebus.
– Yo creo que sí.
– No sea paranoica.
Ella retrocedió un paso.
– ¿Es eso lo que soy?
– Escuche, me refiero a…
– No me conoce, John. No me conoce en absoluto…
Rebus guardó silencio pensando qué responder.
– Pues no la conoceré -dijo al fin, volviendo la cabeza hacia la entrada.
Storey, que le aguardaba junto al coche, comentó:
– Sí que conoce a gente aquí.
Rebus lanzó un resoplido y los dos vieron llegar corriendo a un enfermero que iba hacia la ambulancia a recoger algo que había olvidado.
– Deberíamos haber pedido dos ambulancias -comentó Storey.
– ¿Otra para Janet Eylot? -preguntó Rebus.
Storey asintió con la cabeza.
– Están preocupados; la han llevado a otra oficina y la tienen allí en el suelo envuelta en una manta, tiritando.
– Yo le dije que no tenía que preocuparse -musitó Rebus casi para sus adentros.
– Yo no me fiaría mucho de su opinión de especialista.
– No -dijo Rebus-, haría muy bien.
El tren llegó con un cuarto de hora de retraso.
Siobhan y Mangold, que esperaban al principio del andén, vieron abrirse las puertas de los vagones; comenzaron a bajar los viajeros, casi todos turistas con equipaje, cansados y perplejos. De los de primera clase se apeaban hombres de negocios que se dirigían sin perder tiempo hacia la fila de taxis. No faltaban madres con niños y cochecitos, parejas de ancianos, hombres solos de andar tambaleante, mareados de tres o cuatro horas en el vagón bar.
A Ishbel no se la veía por ninguna parte.
El andén era largo con muchas salidas, y Siobhan estiró el cuello para ver mejor sin preocuparse por las miradas y comentarios que suscitaba entre los viajeros que tenían que esquivarla.
Mangold le dio un golpecito en el brazo.
– Ahí está -dijo.
La tenía allí, más cerca de lo que ella creía, cargada de bolsas. Al ver a Mangold, las levantó y sonrió satisfecha, ufana de sus compras. No había visto a Siobhan, quien, de no haber sido por Mangold, tampoco se habría percatado de su presencia porque ahora era la Ishbel de antes, sin pelo teñido y con un nuevo peinado. No un calco de su hermana, sino la auténtica Ishbel Jardine. Echó los brazos al cuello de Mangold y le dio en los labios un beso prolongado con los ojos cerrados; pero Mangold los mantenía abiertos mirando por encima de su hombro hacia Siobhan. Finalmente, Ishbel retrocedió un paso y Mangold le puso la mano en el hombro y la hizo volverse hacia Siobhan.
– Dios mío. Usted…
– Hola, Ishbel.
– ¡No pienso volver! ¡Dígaselo!
– ¿Por qué no se lo dices tú?
Ishbel negó con la cabeza.
– Ellos me… Serían capaces de convencerme. No sabe cómo son. ¡Demasiado les he dejado controlar mi vida!
– Vamos a la sala de espera para hablar-dijo Siobhan señalando hacia el andén ya más desalojado.
Al fondo se veían taxis subiendo por la rampa de salida hacia el puente de Waverley.
– No hay nada de qué hablar.
– ¿Ni siquiera de Donny Cruikshank?
– ¿Y bien?
– ¿Sabes que ha muerto?
– ¡Qué descanso!
Toda su actitud, la voz, los gestos, eran más duros que la última vez que Siobhan la había visto. Estaba curtida y endurecida por la experiencia, sin temor a mostrar su indignación. Muy capaz también de recurrir a la violencia.
Siobhan centró su atención en Mangold. Mangold, con sus contusiones en la cara.
– Hablemos en la sala de espera -dijo en tono autoritario.
Pero la sala de espera estaba cerrada y volvieron sobre sus pasos hacia el bar de la estación.
– Estaríamos mejor en The Warlock -declaró Mangold mirando la decoración anticuada y la clientela más anticuada aún-. De todos modos, tengo que volver allí.
Siobhan no hizo caso de lo que decía y pidió las bebidas. Mangold sacó un fajo de billetes, negándose a que pagara, y ella no discutió. Nadie hablaba en el local, pero había ruido suficiente para amortiguar lo que ellos hablasen, porque el televisor retransmitía el programa de una cadena deportiva y sonaba una música de fondo de gaitas, el zumbido del extractor y una máquina tragaperras. Estaban en una mesa en un rincón; Ishbel había dejado las bolsas en el suelo.
– Buen cargamento -comentó Siobhan.
– Unas cosillas -repuso Ishbel mirando de nuevo a Mangold y sonriéndole.
– Ishbel, tienes a tus padres muy preocupados -comentó Siobhan sin preámbulos-. Lo que implica que también la policía anda preocupada.
– ¿Acaso tengo yo la culpa? Yo no le pedí que metiera la nariz en mis asuntos.
– La sargento Clarke cumple con su deber -terció Mangold en tono apaciguador.
– Y yo digo que no tenía por qué molestarse… y ya está -replicó Ishbel llevándose el vaso a los labios.
– En realidad, no es totalmente cierto -explicó Siobhan-. En los casos de homicidio hay que interrogar a todos los sospechosos.
Sus palabras causaron el efecto deseado, pues Ishbel miró por encima del borde del vaso y, sin beber, lo dejó en la mesa.
– ¿Sospechan de mí?
Siobhan se encogió de hombros.
– ¿Hay alguna persona que tuviera mayor motivo para matar a Donny Cruikshank?
– ¡Pero si yo me fui de Banehall porque él me daba miedo!
– Creí que habías dicho que fue por tus padres.
– Bueno, también por eso… Querían que yo fuese como Tracy.
– Lo sé. He visto fotos tuyas, y pensé que era idea tuya, pero el señor Mangold me lo explicó.
Ishbel dio un apretón en el brazo a Mangold.
– Ray es mi mejor amigo.
– ¿Y tus amigas, Susie, Janet y las demás? ¿Crees que no están preocupadas?
– Tenía pensado llamarlas -respondió Ishbel en tono más hosco.
Siobhan dedujo que, a pesar de lo que aparentaba, seguía siendo una jovencita de dieciocho años, quizá la mitad de la edad de Mangold.
– ¿Y mientras, tú te dedicabas a gastar el dinero de Ray?
– No me importa que lo gaste -replicó Mangold-. Ha tenido una vida desgraciada y ya es hora de que se divierta un poco.
– Ishbel -añadió Siobhan-, ¿has dicho que Cruikshank te daba miedo?
– Exacto.
– ¿Por qué exactamente?
– Por lo que veía en sus ojos cuando me miraba -respondió ella bajando la vista.
– ¿Porque le recordabas a Tracy?
Ishbel asintió con la cabeza.
– Y me daba cuenta de lo que él pensaba… Recordaba lo que le había hecho a mi hermana -añadió tapándose la cara con las manos.
Mangold le pasó el brazo por los hombros.
– A pesar de ello le escribiste en la cárcel -continuó Siobhan- diciéndole que te había arrebatado la vida igual que a Tracy.
– Porque mis padres querían «convertirme» en Tracy -dijo con voz entrecortada.
– Tranquilízate, nena -intervino Mangold bajando la voz, y añadió para Siobhan-: ¿No ve lo que yo le decía? Ha sido muy duro.
– No lo dudo, pero debe contestar a las preguntas de la investigación.
– Ahora necesita que la dejen en paz.
– ¿En paz y con usted, quiere decir?
Mangold entrecerró los ojos tras sus gafas color naranja.
– ¿Qué insinúa?
Siobhan se encogió de hombros fingiendo fijar su atención en la bebida.
– Es lo que te dije, Ray-aseguró Ishbel-. Nunca me libraré de Banehall -añadió meneando la cabeza despacio-. Ni yendo al otro extremo del mundo. Tú dijiste que no pasaría nada, pero ya ves… -terminó cogiéndose de su brazo.
– Lo que a ti te hace falta son unas vacaciones, con copas al borde de la piscina, desayuno en la cama y una bonita playa.
– Ishbel, ¿qué has querido decir con que no pasaría nada? -terció Siobhan.
– No quería decir nada -espetó Mangold abrazando más fuerte a la joven por los hombros-. Si quiere hacer más preguntas, hágalo en plan oficial -añadió poniéndose en pie y cogiendo unas bolsas-. Vámonos, Ishbel.
Ella recogió las bolsas que quedaban y miró si dejaba algo.
– Lo haremos de forma oficial, señor Mangold -dijo Siobhan amenazadora-. Los esqueletos en el sótano son una cosa, pero el homicidio es otra.
Mangold hacía todo cuanto podía por hacerse el desentendido.
– Vamos, Ishbel. Tomaremos un taxi hasta el bar, no vamos a ir andando con tanta bolsa.
– Ishbel, llama a tus padres -insistió Siobhan-. Recurrieron a mí porque estaban preocupados por ti; eso no tiene nada que ver con Tracy.
Isabel no respondió, pero Siobhan repitió su nombre alzando la voz y eso le hizo volver la cabeza.
– Me alegro de que estés bien -dijo Siobhan sonriendo-. De verdad.
– Pues dígaselo a ellos.
– Si es tu deseo…
Ishbel estuvo a punto de contestar, pero Mangold ya sostenía la puerta para darle paso y únicamente miró a Siobhan, dirigiéndole una imperceptible inclinación de cabeza, y salió de la cafetería.
Siobhan los vio a través del cristal dirigirse a la parada de taxis. Agitó el vaso y le pareció agradable el sonido de los cubitos de hielo. Pensó que Mangold realmente quería a Ishbel, lo que no significaba que fuese buena persona. «Dijiste que no pasaría nada, pero ya ves…» La frase había hecho que Mangold se levantase de pronto, y Siobhan creía saber por qué. El amor podía ser un sentimiento mucho más destructivo que el odio. Lo había comprobado en numerosas ocasiones en casos de celos, de desconfianza, de venganza. Reflexionó sobre esos tres sentimientos agitando otra vez el vaso, lo que debió de molestar al camarero, porque subió el volumen del televisor cuando ya ella había reducido a uno los tres cubitos.
La venganza.
Joe Evans no estaba en casa y fue la esposa quien abrió la puerta del chalecito en Liberton Brae. No había jardín delantero, sino un espacio de aparcamiento con una caravana vacía.
– ¿Qué es lo que ha hecho ahora? -preguntó la mujer al enseñarle ella el carnet.
– Nada -contestó Siobhan-. ¿Le contó él lo que descubrió en The Warlock?
– Más de diez veces.
– Quisiera hacerle unas preguntas rutinarias -dijo Siobhan haciendo una pausa-. ¿Su marido ha tenido problemas alguna vez?
– Yo no he dicho semejante cosa.
– Como si lo hubiera dicho -replicó Siobhan, pero sonriente para darle a entender que le daba igual.
– Se ha peleado un par de veces en el pub… Embriaguez y alteración del orden. Pero este último año ha sido ejemplar.
– Me alegro. Señora Evans, ¿tiene idea de dónde podría encontrarle?
– Estará en el gimnasio, maja. No hay manera de apartarle de allí. -Vio el gesto de desconcierto de Siobhan y lanzó un bufido-.
Que quede entre nosotras: está donde todos los martes, en el concurso de acertijos del pub, al final de la cuesta, en la otra acera -explicó la mujer señalando con el pulgar.
Siobhan le dio las gracias y echó a andar.
– Y si no está allí -añadió la mujer-, vuelva a decírmelo, porque será prueba de que tiene alguna amiga de tapadillo.
Siobhan oyó la carcajada que siguió hasta llegar al coche.
El pub tenía un pequeño aparcamiento, que estaba lleno. Estacionó en la calle y entró en el local. Los clientes eran mayores, prueba de que era un buen local. Todas las mesas estaban ocupadas por los equipos, un miembro de los cuales anotaba las respuestas por escrito. En el momento de entrar ella repetían una pregunta. El que dirigía el concurso debía de ser el dueño, porque estaba detrás del mostrador micrófono en mano y con la hoja de la pregunta en la otra.
– Es la última pregunta. Repito: ¿qué estrella de Hollywood está relacionada con un actor escocés en la canción Yellow? Moira pasará por las mesas a recoger las respuestas. Haremos una pausa y anunciaremos cuál es el equipo ganador. En la mesa de billar hay bocadillos.
Los jugadores comenzaron a levantarse para ir entregando la hoja con las respuestas a la dueña, mientras algunos se preguntaban entre ellos qué tal habían contestado.
– Esas malditas preguntas de aritmética…
– ¡Pues vaya contable!
– La última, ¿se refería a Yellow Submarine?
– ¿Quién era la pareja de Humphrey Bogart en El halcón maltes?.
Siobhan sabía la respuesta: Miles Archer, y se lo dijo al hombre, que se la quedó mirando.
– Yo la conozco -dijo él señalándola con el dedo.
En la otra mano sostenía un vaso grande de cerveza casi vacío.
– Nos conocimos en The Warlock -explicó Siobhan-, un día que bebía coñac. ¿Quiere tomar otra? -añadió señalando el vaso.
– ¿Qué quiere ahora? -preguntó él, mientras los demás se hacían a un lado como si se hubiera activado de pronto un campo de fuerzas entre ellos y Siobhan y Evans-No serán esos malditos esqueletos…
– Pues no, no es eso… La verdad es que quiero pedirle un favor.
– ¿Qué clase de favor?
– Un favor que empieza por una pregunta.
Evans reflexionó un instante y miró el vaso vacío.
– Entonces sí que tomo otra.
Ambos se dirigieron hacia la barra. A ella la asediaron preguntándole quién era, de qué conocía a Evans y si era oficial de vigilancia de libertad condicional o asistenta social. Siobhan capeó la encuesta lo mejor posible, sonriendo a las carcajadas que suscitó, y tendió la cerveza a Evans, quien se la llevó a los labios y dio tres o cuatro sorbos prolongados sin respirar.
– Bueno, pregunte.
– ¿Sigue con ese trabajo en The Warlock?
Evans asintió con la cabeza.
– ¿Eso es todo? -inquirió.
Siobhan negó con la cabeza.
– Quisiera saber si tiene llave del local.
– ¿Del pub? -replicó él con un bufido-. Ray Mangold no es tan tonto.
Siobhan negó otra vez con la cabeza.
– Me refiero al sótano -dijo-. ¿Puede entrar y salir cuando quiere?
Evans la miró intrigado y dio nuevos sorbos a la cerveza, limpiándose el labio superior con la lengua.
– ¿Por qué no se lo pregunta al público? -dijo Siobhan.
Él reaccionó con una sonrisa irónica.
– La respuesta es sí -contestó.
– Así que tiene llave.
– Sí, tengo llave.
Siobhan suspiró hondo.
– Respuesta correcta -dijo-. Bien, ¿quiere seguir para una pregunta de premio?
– No es necesario -respondió Evans. Los ojos le brillaban.
– ¿Por qué?
– Porque sé la pregunta. Quiere que le deje la llave.
– ¿Y bien?
– Estoy pensando hasta qué punto no me indispondrá con el jefe.
– ¿Y?
– Pero me intriga por qué la quiere usted. ¿Cree que hay más esqueletos?
– En cierto modo -contestó Siobhan-. La respuesta se la daré más tarde.
– ¿Si le entrego la llave?
– O si me la deja para que no le diga a su esposa que no le encontré esta tarde en el concurso del pub.
– No puedo negarme -dijo Evans.
Ya tarde, por la noche, sonó el teléfono de Rebus en Arden Street. Cuando Siobhan llegó al descansillo, él la esperaba ya con la puerta abierta.
– Pasaba por aquí y vi luz en tu ventana -dijo ella.
– Mentirosa -replicó él-. ¿Tenías ganas de beber?
– Genios afines, etcétera -contestó ella alzando la bolsa de compras.
Él la hizo pasar. El cuarto de estar presentaba no mayor desorden de lo habitual. Rebus tenía su sillón junto a la ventana, con el cenicero y un vaso en el suelo. Sonaba Hard Nose the Highway, de Van Morrison.
– Sí que van mal las cosas -comentó ella.
– ¿Y cuándo no? Es más o menos el mensaje de Van Morrison -dijo él bajando un poco el volumen.
Ella sacó una botella de la bolsa.
– ¿Tienes sacacorchos?
– Te lo traigo -respondió él yendo hacia la cocina-. Y querrás también vaso…
– Perdona que sea tan exigente. -Se quitó el abrigo y lo dejó en el brazo del sofá en el momento en que él regresaba-. Una noche tranquila, por lo que veo -observó cogiendo el sacacorchos.
Rebus sostuvo el vaso mientras ella servía.
– ¿Tú quieres uno?
Él meneó la cabeza.
– Voy por el tercer whisky, y ya sabes lo que dicen del vino y el whisky.
Siobhan cogió el vaso que él le tendía y se sentó en el sofá.
– ¿Tú has tenido una tarde tranquila? -preguntó Rebus.
– Qué va, he estado dale que dale hasta hace tres cuartos de hora.
– ¿Ah, sí?
– Logré convencer a Ray Duff para que se quedara hasta tarde.
Rebus asintió con la cabeza. Ray Duff trabajaba en el laboratorio forense de la policía en Howdenhall, y ya le debían unos cuantos favores.
– A Ray le cuesta negarse -comentó él-. ¿Se trata de algo que me interese?
Ella se encogió de hombros.
– No lo sé muy bien. ¿Qué tal ha sido tu jornada?
– ¿Te has enterado de lo de Alan Traynor?
– No.
Rebus se tomó su tiempo para hablar; se llevó el vaso a los labios, dio un par de sorbos y los saboreó con fruición.
– Es agradable tomarse una copa juntos, ¿no?
– Vale, acepto… Tú me cuentas lo tuyo y yo te cuento lo mío.
Rebus sonrió y se acercó a la mesa en que estaba la botella de Bowmore, se llenó el vaso y volvió a sentarse.
Y comenzó a hablar.
A continuación Siobhan le explicó lo que había estado haciendo ella. Van Morrison fue seguido por Hobotalk, y Hobotalk por James Yorkston. Ya era más de medianoche. Después de hacer tostadas con mantequilla y despacharlas, en la botella de vino quedaba la cuarta parte y la de whisky estaba en las últimas. Cuando Rebus comentó que no intentara conducir, Siobhan le confesó que había venido en taxi.
– ¿O sea que era todo premeditado? -dijo él en broma.
– Puede ser.
– ¿Y si hubiera estado aquí Caro Quinn?
Siobhan se encogió de hombros.
– No era probable -añadió Rebus mirándola-. Me parece que he roto con Nuestra Señora de las Vigilias.
– ¿La… qué?
– Así la llama Mo Dirwan.
Siobhan miró fijamente su vaso. Rebus pensó que tendría varias preguntas y media docena de reproches, pero al final sólo comentó:
– Creo que de aquí no paso.
– ¿Lo dices por mi compañía?
Ella negó con la cabeza.
– Por el vino. ¿Podría tomar un café?
– Ya sabes donde está la cocina.
– Eres el anfitrión perfecto -dijo ella levantándose.
– Yo también tomaré uno, si me invitas.
– No te invito.
Pero volvió con dos tazas.
– La leche de la nevera aún puede utilizarse.
– ¿Y bien?
– Pues que es la primera vez, ¿no?
– Ah, cría cuervos… -replicó Rebus dejando la taza en el suelo.
Ella se sentó en el sofá con la taza entre las manos. Aprovechando su ausencia en la cocina, él había entreabierto la ventana para que no se quejara del humo. Advirtió que ella se había percatado y esperó a ver si hacía algún comentario.
– ¿Sabes lo que me pregunto, Shiv? Por qué esos esqueletos irían a parar a manos de Stuart Bullen. ¿No sería la pareja de Pippa Greenlaw aquella noche?
– Lo dudo. Ella dijo que se llamaba Barry o Gary y que jugaba al fútbol. Creo que por eso le conoció…
Interrumpió lo que decía al ver la sonrisa en el rostro de Rebus.
– ¿Recuerdas el golpe que me di en la pierna en The Nook? -preguntó-. El barman australiano comentó que él bien sabía lo que era.
– Porque era como una lesión frecuente en el fútbol -añadió ella asintiendo con la cabeza.
– Y se llama Barney, ¿verdad? No es Barry, pero muy parecido.
Siobhan seguía asintiendo con la cabeza. Sacó del bolso el móvil y el bloc y buscó el número.
– Es la una de la madrugada -dijo Rebus.
Ella, sin hacerle caso, marcó el número y se llevó el aparato al oído.
En cuanto contestaron al otro lado de la línea comenzó a hablar.
– ¿Pippa? Soy la sargento Clarke, ¿me recuerda? ¿Está en un club? -preguntó con la vista clavada en Rebus para irle poniendo al corriente-. Ah, esperando un taxi para volver a casa… ¿Sale del Opal Lounge? Escuche, perdone que la moleste a esta hora.
Rebus se acercó al sofá y arrimó el oído al teléfono. Oía ruido de tráfico, voces de borrachos, de pronto, un frenazo. «¡Taxi!», seguido de unas palabrotas.
– Me lo han quitado -dijo Pippa Greenlaw con la respiración sofocada.
– Pippa -siguió Siobhan-, se trata de su pareja aquella noche de la fiesta de Lex…
– ¡Lex está conmigo! ¿Quiere hablar con él?
– Quiero hablar con usted.
– Creo que estamos a punto de iniciar algo -dijo Greenlaw bajando la voz como si tratara de evitar que alguien la oyese.
– ¿Usted y Lex? Estupendo, Pippa -comentó Siobhan poniendo los ojos en blanco-. Bien, respecto a esa noche en que desaparecieron los esqueletos…
– ¿Sabe que a uno de ellos le di un beso?
– Ya me lo dijo.
– Pues todavía siento asco… ¡Taxi!
– Pippa -prosiguió Siobhan apartando el teléfono del oído-, sólo quiero saber una cosa. Su pareja de aquella noche… ¿no sería un australiano llamado Barney?
– ¿Cómo?
– Que si era un australiano quien la acompañó a la fiesta…
– Ah, pues ahora que lo dice…
– ¿Y no pensó que merecía la pena mencionármelo?
– No se me ocurrió en aquel momento. Se me pasaría… -respondió Greenlaw dejando la frase en el aire y resumiendo de qué hablaban a Lex Cater, a quien pasó el teléfono.
– ¿Hablo con la pequeña alcahueta? Me ha dicho Pippa que organizó el encuentro con ella aquella noche en que tenía usted que haber acudido a la cita y fue ella la que compareció. ¿Fue por aquello de la solidaridad femenina?
– No me dijo que la pareja de Pippa en la fiesta era un australiano.
– ¿Era un australiano? Pues ni me di cuenta… Le paso a Pippa.
Pero Siobhan cortó la comunicación.
– «Pues ni me di cuenta…» -repitió. Rebus volvió a su sillón.
– Suele pasarle a gente como él porque se creen el ombligo del mundo. ¿De quién sería la idea? -añadió Rebus pensativo.
– ¿De qué?
– Lo de los esqueletos no fue un robo por encargo. Así que o Barney Grant tuvo la idea de utilizarlos para asustar a los inmigrantes…
– O fue idea de Stuart Bullen.
– Pero si fue idea de nuestro amigo Barney, quiere decir que estaba al corriente de lo que Bullen se traía entre manos y que no es un camarero, sino su lugarteniente.
– Lo que explicaría que estuviera con Howie Slowther, y que éste trabajase también para Bullen.
– O más bien para Peter Hill, pero tienes razón; en definitiva es lo mismo.
– En consecuencia, Barney Grant debería igualmente estar entre rejas -añadió Siobhan-. Porque si no, todo volverá a comenzar.
– Ahora nos vendría muy bien alguna prueba concreta. Sólo tenemos en el haber que Barney Grant iba en un coche con Slowther…
– Eso y los esqueletos.
– No es mucho para motivar al fiscal.
Siobhan sopló la superficie del café. El tocadiscos había dejado de sonar, quizás hacía un buen rato.
– Cosas para resolver otro día, ¿no, Shiv? -dijo Rebus finalmente.
– ¿Me invitas a que me vaya?
– Soy mayor que tú y necesito dormir.
– Yo creía que las personas mayores necesitaban dormir menos.
Rebus meneó la cabeza.
– No necesitan dormir menos. Lo quieren.
– ¿Por qué?
Rebus se encogió de hombros.
– Porque se acerca la muerte, imagino.
– ¿Y cuando mueres tienes tiempo de sobra para dormir?
– Eso es.
– Bueno, pues perdona que te tenga en vela tan tarde, viejo.
Rebus sonrió.
– No tardarás mucho en tener a un colega más joven sentado frente a ti.
– No es una mala idea para acabar la noche…
– Voy a pedirte un taxi. A menos que quieras ocupar la habitación de invitados.
Siobhan se puso el abrigo.
– No, que luego se sueltan las malas lenguas, ¿no crees? Voy andando hasta los Meadows y allí lo tomaré.
– ¿Tú sola a esta hora de la noche?
Siobhan cogió el bolso y se lo colgó al hombro.
– No soy una niña, John. Sé valerme sola.
Él se encogió de hombros, la acompañó hasta el vestíbulo y, después de cerrar la puerta, volvió a la ventana, viéndola alejarse acera adelante.
«No soy una niña…», pero sí timorata respecto al qué dirán.