– Ahora tengo una clase -dijo Kate.
Rebus la esperaba fuera de la residencia. La muchacha, sin más palabras, se alejó camino del aparcamiento de bicicletas.
– La llevo en coche -dijo Rebus.
Ella no contestó y abrió el candado de la cadena de su bici.
– Tenemos que hablar -insistió Rebus.
– No hay nada de qué hablar.
– Bueno, podría ser cierto…
Ella alzó la mirada hacia él.
– Pero sólo si optamos por no mencionar a Barney Grant y a Howie Slowther.
– Yo, sobre Barney, no tengo nada que decirle.
– Le ha prevenido él, ¿verdad?
– No tengo nada que decir.
– Sí, claro. ¿Y de Howie Slowther?
– No sé quién es.
– ¿No?
Ella meneó la cabeza en actitud desafiante agarrando el manillar de la bicicleta.
– Perdone… pero llego tarde.
– Sólo otro nombre -replicó Rebus alzando el dedo índice-. Chantal Rendille… Quizá lo pronuncio mal.
– No conozco ese nombre.
Rebus sonrió.
– Es muy mentirosa, Kate… Le brillaron los ojos cuando le pregunté por ella la primera vez. Claro que entonces yo no sabía el nombre, pero ahora sí. Con Stuart Bullen encerrado, no necesita seguir escondiéndose.
– Stuart no mató a ese hombre.
– De todos modos -replicó Rebus encogiéndose de hombros- me gustaría que me lo dijese ella -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. Últimamente hay mucha gente asustada por ahí. ¿No crees que es hora de poner fin a esta situación?
– Mi intervención no cuenta para nada -dijo ella en voz muy baja.
– ¿Es una decisión de Chantal? Pues hable con ella y dígale que no hay por qué tener miedo. Todo está a punto de acabar.
– Ojalá tuviera yo su misma confianza, inspector.
– Puede que yo sepa cosas que usted ignora…, cosas que Chantal debería saber.
Kate miró a su alrededor. Sus compañeros pasaban camino de la clase, algunos con ojos de sueño, pero otros observando con curiosidad al hombre con quien hablaba; era evidente que no se trataba de un estudiante ni un amigo.
– Kate -insistió Rebus.
– Primero tengo que hablar con ella a solas.
– Muy bien. ¿Vamos en coche -añadió señalando con la cabeza- o está cerca?
– Depende de lo que le guste caminar.
– Francamente, ¿le parece que tengo pinta de caminante?
– Pues no -replicó ella casi sonriendo pero aún nerviosa.
– Pues, entonces, vamos en el coche.
A pesar de que finalmente aceptó ocupar el asiento delantero, Kate tardó un instante en cerrar la portezuela y más aún en abrocharse el cinturón de seguridad, por lo que Rebus temió que fuera a echarse atrás.
– ¿Qué dirección tomamos? -preguntó Rebus en un tono casi intrascendente.
– Es en Bedlam -contestó ella apenas en un susurro que dejó indeciso a Rebus-. Al teatro de Bedlam -añadió Kate-. Es una iglesia en desuso.
– ¿Enfrente de Greyfiars Kirk? -preguntó Rebus arrancando.
Ella asintió con la cabeza. Por el camino la joven le explicó que Marcus, el estudiante de la habitación enfrente de la suya, era muy activo en el grupo de teatro universitario con sede en Bedlam. Rebus dijo que había visto los carteles en la habitación de Marcus y le preguntó cómo había conocido a Chantal.
– Edimburgo es como un pueblo a veces -respondió ella-. Un día que la vi venir hacia mí por la calle, me di cuenta enseguida.
– ¿Se dio cuenta, de qué?
– Del país del que era… Es difícil de explicar. Dos senegalesas en pleno Edimburgo -añadió encogiéndose de hombros-. Nos echamos a reír y comenzamos a hablar.
– ¿Y cuando le pidió ella ayuda?
La joven le miró como si no entendiera.
– ¿Qué pensó? ¿Le contó ella lo que sucedió?
– Por encima… -respondió Kate mirando por la ventanilla-. Ella misma se lo explicará si quiere.
– ¿Queda claro que yo estoy de parte de ella? Y, vamos, también de parte de usted.
– Lo sé.
El teatro Bedlam estaba en el cruce diagonal formado por Forrest Road y Bristo Place, frente al amplio espacio del puente George IV. Años atrás era la parte de Edimburgo preferida de Rebus, con sus librerías raras y el mercado de discos de segunda mano. Ahora dominaban la zona los establecimientos de las cadenas Subway y Starbucks, y el mercado de discos era un bar de franquicia. Tampoco había mejorado el aparcamiento, y Rebus finalmente dejó el coche en raya amarilla, confiando en la buena suerte de volver antes de que avisaran a la grúa.
La puerta principal estaba cerrada, pero Kate le condujo hacia un lateral del edificio y sacó una llave del bolsillo.
– ¿Se la ha dejado Marcus? -aventuró Rebus.
Ella asintió con la cabeza, abrió la modesta puerta y se volvió hacia él.
– ¿Quiere que espere aquí? -añadió.
La joven le miró a los ojos y suspiró.
– No -dijo-. Ya que ha venido, entre.
Había poca luz dentro. Subieron un tramo crujiente de escalera y entraron en la parte alta del auditorio, que dominaba un escenario provisional. Había filas de bancos, casi todos llenos de cajas de cartón vacías, decorados y elementos de iluminación.
– ¿Chantal? ¿Estás ahí?-dijo Kate alzando la voz-. C'est moi.
Un rostro surgió de detrás de una fila de asientos. La joven, despertada de su sueño en un saco de dormir, parpadeó y se restregó los ojos, y, al ver que Kate estaba acompañada, se quedó boquiabierta.
– Calme-toi, Chantal. Il est policier.
– ¿Por qué lo traes? -replicó Chantal con voz chillona, asustada.
Al levantarse y salir del saco de dormir, Rebus vio que estaba vestida.
– Soy oficial de policía, Chantal, y quiero hablar con usted -dijo Rebus despacio.
– ¡No! ¡No hablamos! -replicó ella agitando las manos como si aventara humo.
Sus brazos eran delgados, llevaba el cabello muy corto y su cabeza parecía desproporcionada para aquel cuello tan fino.
– ¿Sabe que hemos detenido a los hombres? -preguntó Rebus-. Los hombres que pensamos que mataron a Stef. Van a ir a la cárcel.
– Ellos me matarán.
Rebus la miró a los ojos, mientras ella negaba con la cabeza.
– Van a estar mucho tiempo en la cárcel, Chantal. Han hecho muchas cosas malas. Pero si queremos castigarles por lo que hicieron a Stef… creo que será imposible si no nos ayuda.
– Stef era buen hombre -dijo ella con el rostro contraído de dolor al recordarlo.
– Sí, lo era -dijo Rebus-. Y tienen que pagar por su muerte -añadió sin dejar de acercarse despacio hasta casi medio metro de ella-. Stef se lo pide, Chantal, como un último esfuerzo.
– No -replicó ella, pero sus ojos lo desmentían.
– Necesito que me lo cuente usted misma, Chantal -añadió él en voz baja-. Tengo que saber qué es lo que vio.
– No -repitió ella, mirando a Kate, implorante.
– Oui, Chantal -dijo Kate-. Tienes que hacerlo.
Sólo Kate había desayunado, y se dirigieron al cercano café de Elephant House en el coche de Rebus, que encontró sitio para aparcar en Chambers Street. Chantal quería chocolate, Kate una infusión, y Rebus pidió una ración de cruasans y pastelillos y un café solo doble para él, más botellas de agua y zumo de naranja. Si no las bebían, lo haría él, probablemente con un par más de aspirinas de suplemento a las tres que había tragado antes de salir de casa.
Se sentaron a una mesa al fondo, junto a una ventana con vistas al patio de la iglesia, donde unos borrachos iniciaban su jornada pasándose una lata de cerveza extra fuerte. Pocos días antes unos jóvenes habían profanado una tumba y jugado al fútbol con un cráneo. Por los altavoces del local sonaba suavemente Mad World, y Rebus pensó que con toda razón.
Rebus hacía tiempo, dejando que Chantal devorase el desayuno. La joven dijo que los pasteles eran demasiado dulces, pero comió dos cruasans acompañándolos con una botella de zumo.
– Sería mejor fruta fresca -comentó Kate.
Rebus, que daba cuenta de un trozo de tarta de albaricoque, no supo exactamente si lo decía por él o por su amiga. Al llegar el momento de repetir café, Chantal dijo que iba a tomar otro chocolate y Kate se sirvió otra taza de infusión color frambuesa. Rebus observó a las dos mujeres mientras aguardaba en el mostrador. Hablaban tranquilamente sin alterarse. Chantal no estaba nerviosa. Por eso había elegido el Elephant House, mejor que la comisaría. Cuando volvió a la mesa con el café y el chocolate, la joven sonrió y le dio las gracias.
– Bueno -dijo Rebus llevándose la taza a los labios-, por fin he podido conocerla, Chantal.
– Es muy persistente.
– Tal vez sea mi única virtud. ¿Quiere contarme qué sucedió aquel día? Creo que conozco parte de ello. Stef era periodista y sabía muy bien lo que era un buen reportaje. Me imagino que fue usted quien le dijo lo de Stevenson House.
– Él ya sabía algo -dijo Chantal titubeante.
– ¿Cómo se conocieron?
– En Knoxland. Él… -comenzó a decir.
Se volvió hacia Kate y largó una parrafada en francés, que ésta tradujo.
– Stef se dedicaba a preguntar a los inmigrantes que se encontraba por el centro de Edimburgo, y ahí nacieron sus sospechas.
– ¿Y Chantal le dio datos y se hizo amiga suya? -aventuró Rebus.
Chantal asintió con la mirada.
– Y luego Stuart Bullen le sorprendió husmeando…
– No fue Bullen -replicó ella.
– Sería Peter Hill -dijo Rebus describiendo al irlandés.
Chantal se reclinó ligeramente en el respaldo como impresionada por lo que decía.
– Sí, fue él. Le persiguió y… le apuñaló -explicó bajando la vista y recogiendo las manos en su regazo.
Kate puso encima una mano compasiva.
– Usted echó a correr -continuó Rebus despacio.
Chantal comenzó de nuevo a hablar en francés.
– No tenía otro remedio -dijo Kate-. Porque, si no, la habrían enterrado en el sótano con los otros.
– No había nadie enterrado -replicó Rebus-. Era un truco.
– Ella estaba aterrada -añadió Kate.
– Pero regresó al lugar a poner flores.
Kate lo tradujo a Chantal, quien asintió con la cabeza.
– Ha cruzado todo un continente para llegar a un país donde sentirse segura -dijo Kate- y lleva casi un año en Edimburgo sin entender aún lo que sucede aquí.
– Dígale que no es la única. Yo llevo intentándolo más de medio siglo.
Mientras Kate traducía sus palabras, Chantal sonrió levemente. Rebus no sabía muy bien qué relación habría tenido con Stef. ¿Había sido algo más que una fuente de información o se había servido exclusivamente de ella como hacen muchos periodistas?
– ¿Hay alguien más implicado, Chantal? -preguntó-. ¿Había alguien más aquel día?
– Uno joven… con poco pelo… y sin un diente aquí -dijo ella dándose un golpecito en el centro de su blanca dentadura.
Rebus comprendió que se refería a Howie Slowther. Podría obligarle a comparecer en rueda de reconocimiento de sospechosos.
– Chantal, ¿por qué cree que se enteraron de lo que hacía Stef? ¿Cómo sabían que iba a publicarlo en los periódicos?
– Porque él se lo dijo -respondió ella alzando la vista.
– ¿Él se lo dijo? -inquirió Rebus entornando los ojos.
La joven asintió con la cabeza.
– Él quería que su familia viniera con él y sabía que ellos podían hacerlo.
– ¿Avalarlos para que salieran de Whitemire?
Ella volvió a asentir, y Rebus se inclinó sobre la mesa.
– ¿Intentaba chantajearlos?
– No decir lo que sabía a cambio de tener a su familia.
Rebus se reclinó en el asiento y miró la calle a través del cristal.
Sus ojos se centraron con avidez en la lata de cerveza extra fuerte. Un mundo loco de verdad. Más le habría valido a Stef Yurgii suicidarse. No se había reunido con el periodista del Scotsman porque era sólo un farol para que Bullen viera de lo que era capaz. Y todo por su familia… Chantal era una amiga si acaso. El pobre no era más que un hombre desesperado, esposo y padre, metido en un juego peligroso y muerto por su coraje.
Muerto por el peligro que representaba. A él no iban a disuadirle unos esqueletos.
– ¿Vio lo que sucedió? -preguntó-. ¿Vio cómo mataban a Stef?
– Yo no podía hacer nada.
– Llamó por teléfono. Hizo lo que pudo.
– Pero no bastó… no bastó… -añadió ella, echándose a llorar.
Kate la consolaba. Dos ancianas de otra mesa les miraban, dos señoras de Edimburgo, con su rostro empolvado y el abrigo abotonado casi hasta la barbilla, que probablemente no habían tenido otra vida que tomar el té y cotillear. Rebus las fulminó con la mirada hasta que volvieron la cabeza a otro lado y continuaron untando de mantequilla sus tostadas.
– Kate -dijo-, tendrá que repetir lo que vio, para que conste oficialmente.
– ¿En la comisaría? -preguntó Kate.
Rebus asintió con la cabeza.
– Convendría que la acompañases -añadió él.
– Sí, desde luego.
– Hablará con otro inspector que se llama Shug Davidson. Es buena persona y sabe tratar a la gente mucho mejor que yo.
– ¿Usted no estará?
– No creo. El encargado es Shug -dijo Rebus tomando un sorbo de café y saboreándolo antes de tragarlo-. Yo no tenía que intervenir en este caso -añadió como para sus adentros mirando otra vez hacia la calle.
Llamó a Davidson con el móvil, le explicó su gestión y dijo que acompañaría a las dos mujeres a Torphichen.
Chantal no dijo una palabra en el coche y sólo miraba por la ventanilla, pero Rebus tenía otras preguntas que hacer a su amiga, que ocupaba el asiento de atrás.
– ¿Qué tal fue la conversación con Barney Grant?
– Bien.
– ¿Va a seguir abriendo The Nook?
– Sí, hasta que vuelva Stuart. ¿Por qué se ríe?
– Porque no sé si es eso lo que Barney desea.
– No acabo de entenderle.
– No importa. Esa descripción que le di a Chantal es de un hombre llamado Peter Hill, un irlandés, probablemente con contactos paramilitares. Sabemos que ayudaba a Bullen a cambio de que éste le ayudara a pasar droga en la barriada.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
– Tal vez nada. El más joven, ése al que le falta un diente, se llama Howie Slowther.
– Ya mencionó antes su nombre.
– Sí. Lo hice porque después de tu charla con Barney Grant en el club, Barney subió a un coche en el que estaba Howie Slowther -añadió cruzando su mirada con la de ella en el retrovisor-. Barney está implicado de lleno en esto, Kate, y tal vez en algo más. Así que si piensas fiarte de él…
– No se preocupe por mí.
– Me alegro de que lo digas.
Chantal dijo algo en francés y Kate le contestó en el mismo idioma, pero Rebus sólo entendió alguna palabra.
– Te ha preguntado si van a deportarla -aventuró él, y vio por el retrovisor que Kate asentía con la cabeza-. Dile que le juro que haré cuanto pueda por evitarlo.
Notó una mano en su hombro. Se volvió y vio que era Chantal.
– Le creo -dijo la joven.
Siobhan y Les Young vieron desde el coche de Young, aparcado enfrente de la cochera de Market Street, cómo Ray Mangold bajaba del Jaguar dispuesto a abrir las puertas, mientras Ishbel Jardine, sentada en el asiento del pasajero, se maquillaba mirándose en el espejo retrovisor. Al acercar el pintalabios a la boca se detuvo un instante.
– Nos ha visto -dijo Siobhan.
– ¿Está segura?
– Al cien por cien, no.
– Esperemos a ver qué sucede.
El plan de Young era que Mangold encerrara el coche para él acercar el suyo y bloquear la salida. En los casi cuarenta minutos de espera, Young había expuesto los rudimentos del juego del bridge sin apartar la mano de la llave de encendido. Una vez abiertas las puertas de la cochera, Mangold volvió a ocupar el asiento del Jaguar al ralentí; Siobhan no sabía si Ishbel le decía algo, pero al ver que su mirada se cruzaba con la de Mangold sobre el espejo retrovisor se disiparon sus dudas.
– Hay que actuar -dijo, abriendo la portezuela sin perder tiempo.
Pero el Jaguar, con las luces de marcha atrás encendidas, pasó a toda velocidad junto a ella, con el motor rugiendo del esfuerzo, y enfiló hacia New Street. Siobhan volvió corriendo al coche de Young y cerró la portezuela al mismo tiempo que él arrancaba pisando a fondo el acelerador. El Jaguar llegaba ya al cruce de New Street, frenó patinando para tomar la cuesta de Canongate.
– ¡Ponga la radio y dé la descripción! -gritó Young.
Siobhan conectó la radio. En la cuesta de Canongate había mucho tráfico, y el Jaguar giró a la izquierda cuesta abajo hacia Holyrood.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Siobhan.
– Yo conozco mal la ciudad.
– Creo que se dirige al parque, porque si sigue por las calles, tarde o temprano se encontrará con un atasco, mientras que en el parque es posible que pueda apretar a fondo el acelerador y darnos esquinazo.
– ¿Es que desprecia mi coche?
– Que yo sepa, los Daewoo no tienen motor de cuatro litros.
El Jaguar adelantó a un autobús de turistas descubierto, en la parte más estrecha de la calle, arrancó el retrovisor de una camioneta de reparto estacionada, y el conductor salió de una tienda dando gritos. El tráfico de cara impedía a Young adelantar al autobús y continuó despacio la bajada.
– Toque el claxon -dijo Siobhan.
Young así lo hizo, pero el autobús no se apartó hasta llegar a una parada en Tolbooth. Los conductores que venían de frente protestaron al ver que Young invadía su carril para superar el atasco. El coche de Mangold, con mucha ventaja, al llegar a la rotonda del palacio de Holyrood giró a la derecha hacia Horse Wynd.
– Tenía razón -dijo Young.
Siobhan iba transmitiendo por radio la dirección que seguía. El parque de Holyrood era propiedad de la Corona y disponía de policía propia, pero ella prescindió del reglamento. El Jaguar continuaba a toda velocidad bordeando los peñascos de Salisbury.
– ¿Y ahora qué hará? -preguntó Young.
– Pues o se pasa el día dando la vuelta al parque o sale de él, y hay dos alternativas: Dalkeith Road o Duddingston. Me apuesto algo a que sale por Duddingston. Una vez allí estará a dos pasos de la A1, entonces sí que nos dejará atrás y llegará hasta Newcastle de un tirón si quiere.
Antes de la salida había un par de rotondas, y en la segunda el Jaguar invadió el bordillo y Mangold estuvo a punto de perder el control. Continuó por detrás de Pollock Halls con el motor rugiendo.
– Sale a Duddingston -comentó Siobhan, dando otra vez instrucciones por radio.
Aquel tramo de la carretera estaba lleno de curvas y perdieron de vista a Mangold, pero instantes después Siobhan vio tras un peñasco una nube de polvo.
– Mierda -exclamó.
Al doblar la curva vieron en la calzada las marcas negras del frenazo, y a la derecha, los hierros destrozados del guardarraíl del inclinado talud por el que se despeñaba el Jaguar hacia el lago de Duddingston. Patos y ocas aleteaban huyendo enloquecidos, pero los cisnes se deslizaban por la superficie como si nada. El Jaguar continuaba cuesta abajo haciendo saltar piedras y plumas con las luces de los frenos inútilmente encendidas. Finalmente torció de lado, dio un vuelco de noventa grados y entró de cola en el agua, quedando con las ruedas delanteras girando lentamente en el aire.
Había gente a cierta distancia en las orillas -padres con niños dando de comer a los patos-, y varias personas corrieron hacia el coche. Young aparcó el Daewoo como pudo en el símil de acera para no bloquear la calzada y Siobhan comenzó a bajar casi patinando por el declive. El Jaguar tenía las puertas abiertas, y vio asomar dos figuras por ambos lados, pero en ese momento el coche dio una sacudida y comenzó a hundirse. Mangold estaba fuera, con el agua hasta el pecho, pero Ishbel había sido arrastrada dentro del vehículo. La presión del agua cerraba la portezuela y el coche se inundaba poco a poco. Mangold, al verlo, entró de nuevo para intentar sacarla por el lado del conductor. Pero la joven estaba enganchada y ya sólo eran visibles el techo y el parabrisas. Siobhan entró en el agua maloliente y vio que el motor sumergido desprendía vapor.
– ¡Écheme una mano! -dijo Mangold tirando de los brazos de Ishbel.
Siobhan cogió aire y se zambulló. El agua era turbia y llena de burbujas, pero pudo ver qué sucedía: Ishbel tenía el pie encajado entre el asiento y el freno de mano. Y cuanto más tiraba de ella Mangold, más se encajaba.
Salió a la superficie.
– ¡Suelte! -exclamó-. ¡Suéltela, que la ahoga!
Volvió a tomar aire y a zambullirse y se vio con Ishbel frente a frente. Su rostro había adquirido una sorprendente calma entre los detritus y desechos del lago, y de sus fosas nasales y de la comisura de los labios le salían pequeñas burbujas. Siobhan se deslizó por delante para liberarle el pie y sintió que la joven se le abrazaba y la apretaba contra sí como decidida a que ambas se quedaran allí. Siobhan trató de zafarse sin dejar de manipular en el pie para soltárselo.
Ya estaba suelto, pero Ishbel seguía agarrada a ella.
Siobhan trató de cogerle las manos, aunque era difícil porque las tenía apretadas con fuerza detrás de su espalda. Casi no le quedaba aire en los pulmones, apenas podía moverse y la joven la arrastraba cada vez más hacia dentro del coche.
Hasta que Siobhan le dio un rodillazo en el plexo solar y notó que aflojaba y pudo soltarse. Cogió a Ishbel por el cabello, se impulsó con fuerza hacia la superficie y se encontró con unas manos que palpaban: eran las de Mangold. Abrió la boca para respirar, escupió agua, se limpió los ojos y la nariz y se apartó el pelo de la cara.
– ¡Imbécil, hija de puta! -gritó a Ishbel, a quien, medio ahogada, tosiendo y escupiendo, Mangold conducía a la orilla-. ¡Me quería ahogar con ella! -añadió enfurecida en dirección a Les Young, que la miraba boquiabierto.
Young la ayudó a salir del agua. Ishbel estaba tumbada unos pasos más allá rodeada por un grupo de curiosos. Uno tenía una cámara de vídeo y filmaba la escena. Al enfocar a Siobhan, ella le apartó de un manotazo y se inclinó sobre la joven empapada.
– ¿Por qué demonios has hecho eso?
Mangold se arrodilló y acunó a Ishbel en sus brazos.
– No sé qué me ha sucedido -dijo.
– ¡No me refiero a usted, sino a ella! -replicó Siobhan tocándola con la punta del pie.
Young trataba de apartarla diciéndole que se calmara, pero ella no le oía. Era como si fuera a estallar de rabia.
Ishbel movió la cabeza, con el pelo pegado a la cara, y la miró.
– Estoy seguro de que se lo agradece -dijo Mangold.
Young musitaba algo sobre reflejo automático, como había oído en cierta ocasión.
Pero Ishbel Jardine no dijo nada; agachó la cabeza y vomitó una mezcla de bilis y agua sobre la tierra llena de plumas blancas.
– La verdad es que estaba ya harto de ustedes.
– ¿Y ése es su pretexto, señor Mangold? -replicó Les Young-. ¿Esa es la explicación que nos da?
Estaban sentados en el cuarto de interrogatorios número 1 en la comisaría de St. Leonard, muy cerca del parque de Holyrood. Algunos agentes uniformados comentaban extrañados el regreso de Siobhan a su antigua demarcación, pero su malhumor aumentó con la llamada que recibió en el móvil del inspector jefe Macrae de Gayfield Square preguntándole dónde demonios estaba. Al responderle, Macrae inició un sermón sobre el talante respecto al trabajo en equipo y el poco apego aparente de algunos ex oficiales de St. Leonard a su nuevo destino.
Mientras Macrae hablaba, Siobhan se arropaba con una manta y sostenía en su mano una taza caliente de sopa de sobre, mirando los zapatos que había puesto a secar sobre un radiador.
– Perdone, señor, ¿cómo decía? -dijo al acabar el jefe la parrafada.
– Sargento Clarke, ¿lo encuentra gracioso?
– No, señor -contestó, pensando que en cierto modo sí que lo era, pero no creía que Macrae compartiera su sentido del absurdo.
Se embutió una camiseta prestada, sin sujetador, y unos pantalones de uniforme tres tallas más grandes, con calcetines masculinos blancos de deporte y las chanclas de plástico preceptivas en los escenarios de homicidios, más la manta modelo oficial de los calabozos para detenidos. No había ninguna posibilidad de lavar allí aquel pelo apelmazado, sucio y maloliente del agua del lago.
Mangold estaba también envuelto en una manta, aferrando en sus manos un vaso de plástico de té caliente. Había perdido las gafas color naranja y sus ojos eran como dos ranuras bajo la luz de los tubos fluorescentes. Siobhan no pudo por menos de advertir que la manta era del mismo color que el té. Les separaba una mesa. Les Young, sentado al lado de Siobhan, puso encima un cuaderno formato A4.
Ishbel estaba en una celda para ser interrogada después.
Quien más les interesaba era Mangold. Mangold, que llevaba dos minutos sin abrir la boca.
– Y bien, ¿se corrobora en esa explicación? -preguntó Les Young comenzando a garabatear en el cuaderno.
Siobhan se volvió hacia él.
– Es muy libre de decir lo que quiera, pero eso no altera los hechos.
– ¿Qué hechos? -dijo Mangold, fingiendo no sentir el menor interés.
– Los del sótano -respondió Les Young.
– Dios, ¿otra vez con eso?
Fue Siobhan quien le replicó:
– A pesar de lo que me dijo la última vez, señor Mangold, yo creo que conoce a Stuart Bullen. Y creo que le conoce hace tiempo. De él fue la idea de ese falso enterramiento para hacer ver a los inmigrantes a lo que se arriesgaban si no obedecían.
Mangold se reclinó en el respaldo elevando las patas delanteras de la silla y miró al techo con los ojos cerrados. Siobhan siguió hablando con voz tranquila.
– Tras cubrir los esqueletos con cemento el asunto había concluido, pero no fue así, porque su local está en la Royal Mile, donde hay turistas todos los días. Y no hay nada que les encante más que un poco de ambiente histórico, por eso son tan concurridas las rutas de fantasmas. Y usted quiso que The Warlock se beneficiara.
– Sí, claro -dijo Mangold-, por eso estaba rehabilitando el sótano.
– Exacto… Pero obtendría un aluvión de turistas si se desenterraban un par de esqueletos. Una buena publicidad gratuita, y más con una historiadora atizando el fuego.
– Sigo sin entender a dónde quiere ir a parar.
– La cuestión estriba en que no calibró bien el asunto, Ray. Lo que menos le interesaba a Stuart Bullen es que aparecieran los esqueletos, porque comenzarían a plantearse interrogantes y esos interrogantes conducirían hacia él y su negocio de esclavos. ¿Es ése el motivo por el que le dio unos tortazos? O quizá lo hizo por él el irlandés.
– Ya le expliqué de qué son estas contusiones.
– Bueno, pues no me lo creo.
Mangold se echó a reír sin dejar de mirar al techo.
– Ha aludido a hechos, pero yo no oigo nada que pueda demostrar.
– Lo que yo me pregunto…
– ¿Qué?
– Míreme y se lo diré.
Las patas de la silla volvieron despacio a tocar el suelo y Mangold clavó en Siobhan la ranura de sus ojos.
– Lo que no acabo de saber -prosiguió ella- es si lo hizo por indignación, porque Bullen le había pegado y gritado, y quería descargar en otro esa indignación… -Hizo una pausa-. O fue más bien una especie de obsequio para Ishbel, no un regalo envuelto con un lazo, pero un regalo de todos modos… para eliminar un pesar de su vida.
Mangold se volvió hacia Les Young.
– Por favor, explíqueme a qué se refiere, si usted lo entiende.
– Mire -continuó Siobhan, rebulléndose ligeramente en la silla-, cuando el inspector Rebus y yo fuimos a verle la última vez, estaba en el sótano.
– ¿Y bien?
– El inspector Rebus estuvo manoseando un escoplo. ¿Lo recuerda?
– Pues no.
– Estaba en la caja de herramientas de Joe Evans.
– Primera noticia.
Siobhan sonrió sin ningún esfuerzo.
– Y había también un martillo, Ray.
– Un martillo en una caja de herramientas. A ver, ¿qué más?
– Ayer tarde fui al sótano y cogí ese martillo y les dije a los forenses que era urgente. Estuvieron analizándolo por la noche, y, aunque los resultados de ADN tardarán algo más, encontraron restos de sangre, Ray. Sangre del mismo grupo que la de Donny Cruikshank. Ésos son los hechos -añadió encogiéndose de hombros y esperando la réplica de Mangold. Pero éste callaba-. Bien -prosiguió ella-, el caso es que si ese martillo se utilizó para matar a Donny Cruikshank, yo creo que existen tres posibilidades. Evans, Ishbel o usted -apostilló alzando tres dedos sucesivamente-. Ha de ser uno de los tres. Pero yo creo que, lógicamente, podemos descartar a Evans -dijo bajando un dedo-. Y nos quedan usted o Ishbel, Ray. ¿Quién de los dos?
Les Young dejó de nuevo el bolígrafo sobre el cuaderno.
– Tengo que verla -dijo Ray Mangold con voz seca y quebrada-. Quiero estar a solas con ella. Sólo cinco minutos.
– No puede ser, Ray -replicó Young con firmeza.
– No hablaré si no me dejan verla.
Young meneó con firmeza la cabeza, y Mangold miró a Siobhan.
– El jefe es el inspector Young -dijo ella.
Mangold se inclinó hacia delante, con los codos en la mesa y el rostro entre las manos, y al hablar sus palabras fueron casi inaudibles.
– No lo he captado, Ray -dijo Young.
– ¿No? Pues capte esto -replicó Mangold lanzándose por encima de la mesa con el puño cerrado.
Young esquivó el golpe echándose hacia atrás, al tiempo que Siobhan se levantaba, agarraba a Mangold por el brazo y se lo retorcía. Mientras Young dejó caer el bolígrafo, dio la vuelta a la mesa y le hizo una llave en el cuello.
– ¡Hijos de puta! -gritó Mangold-. ¡Son todos unos hijos de puta!
Pero un par de minutos más tarde, con la llegada de refuerzos dispuestos a intervenir, dijo:
– De acuerdo… Fui yo. ¿Están contentos, cerdos? Le sacudí con el martillo en la cabeza. ¿Y qué? Lo que hice fue un favor para todos.
– Tendrá que repetirlo -dijo Siobhan entre dientes.
– ¿Qué?
– Cuando le soltemos, tiene que repetirlo -añadió soltándole y dejando que los uniformados se acercaran.
– Si no -añadió-, la gente pensará que le retorcí un brazo.
Salieron a tomar un café, y Siobhan se inclinó sobre la máquina con los ojos cerrados. Les Young, pese a las advertencias de ella, había optado por una sopa y ahora olfateaba el recipiente torciendo el gesto.
– ¿Qué cree? -preguntó.
Siobhan abrió los ojos.
– Ya se lo advertí.
– Me refiero a Mangold.
Siobhan se encogió de hombros.
– Asume la culpabilidad.
– Sí, pero ¿lo hizo él?
– Él o Ishbel.
– Él la quiere, ¿verdad?
– Me da esa impresión.
– Podría estar encubriéndola.
Siobhan se encogió de nuevo de hombros.
– Me pregunto si acabará en la misma galería que Stuart Bullen. En cierto modo sería una especie de justicia, ¿no?
– Tal vez -replicó Young en tono escéptico.
– Anímese, Les -dijo Siobhan-. Lo hemos resuelto.
– ¿Sabe una cosa, Siobhan? -añadió él mirando exageradamente el panel de la máquina expendedora.
– ¿Qué?
– Es la primera vez que llevo un caso de homicidio. Quiero resolverlo.
– Eso no sucede siempre en la realidad, Les -dijo ella dándole una palmadita en el hombro-. Pero al menos ha metido un pie en el agua.
– Pero usted se ha mojado del todo -replicó él sonriendo.
– Sí… y por poco no salgo -añadió ella bajando la voz.
El Royal Infirmary de Londres quedaba lejos del centro, en una zona llamada Little France.
De noche Rebus le encontraba parecido con Whitemire por la escasa iluminación del alumbrado del aparcamiento. El estilo del edificio tenía una fuerza que le confería carácter propio. Al salir del Saab notó que el aire era distinto al del centro de Edimburgo; más limpio pero más frío. No tardó en encontrar la habitación de Alan Traynor, porque él mismo había sido paciente no hacía mucho en una de las salas del hospital. Se preguntó quién pagaría la habitación individual de Traynor; tal vez la empresa norteamericana.
O el Servicio de Inmigración del Reino Unido.
Felix Storey dormía sentado junto a la cama, con una revista femenina en el regazo. A juzgar por los bordes manoseados, Rebus pensó que debía de haberla cogido de algún montón de otro lugar del hospital. Storey había puesto la chaqueta en el respaldo de la silla y, aunque con corbata, tenía desabrochado el último botón de la camisa. Cuando Rebus entró roncaba suavemente, al contrario de Traynor, que estaba despierto aunque dopado. Tenía las muñecas vendadas y un brazo entubado. Sus ojos apenas miraron a Rebus al entrar, pero él le dirigió una inclinación de cabeza como saludo al tiempo que daba un puntapié a la pata de la silla. Storey dio un respingo con un ronquido.
– Despierte, hombre -dijo Rebus.
– ¿Qué hora es? -preguntó Storey restregándose la cara.
– Las nueve y cuarto. Mala guardia hace.
– Quería estar presente cuando se despierte.
– Me da la impresión de que lleva un buen rato despierto -dijo Rebus señalando con la cabeza a Traynor-, pero bajo los efectos de los analgésicos.
– Una buena dosis, según el médico. Mañana le examinará un psiquiatra.
– ¿Ha podido preguntarle algo?
Storey negó con la cabeza.
– Oiga -dijo-. Me dejó en la estacada.
– ¿Por qué? -inquirió Rebus.
– Me prometió que me acompañaría a Whitemire.
– Casi nunca cumplo lo que prometo -respondió Rebus encogiéndose de hombros-. Además tenía que reflexionar.
– ¿Sobre qué?
Rebus le miró.
– Mejor será que se lo enseñe.
– No creo que… -replicó Storey mirando a Traynor.
– En ese estado no puede hablar, Felix. Cualquier declaración la rechazará el tribunal.
– Sí, pero yo no voy a dejar…
– Creo que es lo mejor.
– Alguien tiene que vigilar.
– ¿Por si intenta matarse otra vez? Mírele, Felix, está inconsciente.
Storey lo miró y se rindió a la evidencia.
– No nos llevará mucho tiempo -añadió Rebus.
– ¿Qué quiere que vea?
– Si se lo digo no hay sorpresa. ¿Tiene coche? -Storey asintió con la cabeza-. Entonces, siga al mío.
– Seguirle, ¿adónde?
– ¿Lleva bañador?
– ¿Bañador? -preguntó Storey frunciendo el ceño.
– Es igual -dijo Rebus-. Improvisaremos.
Rebus condujo con cuidado, sin dejar de mirar por el retrovisor los faros de Storey. No dejaba de pensar que improvisación era precisamente lo que iba a hacer. A mitad de camino llamó a Storey por el móvil para decirle que ya llegaban.
– Más vale -contestó Storey irritado.
– De verdad -añadió Rebus. Cruzaron las afueras de chalés que bordeaban la carretera y bloques de viviendas detrás, fuera del alcance de la vista. Las visitas verían chalés, pensó Rebus, convencidos de que Edimburgo era un lugar bonito y elegante. Pero la realidad estaba más allá, lejos de su vista, dispuesta a no dejar escapar ninguna oportunidad.
No había mucho tráfico en el extrarradio sur. Morningside era el único indicio de que Edimburgo tenía cierta vida nocturna: bares, tiendas de comida para llevar, supermercados y estudiantes. Rebus puso el intermitente izquierdo, comprobando por el retrovisor si Storey hacía lo propio. Al sonar el móvil supo que sería Storey; estaba más irritado aún preguntando si faltaba mucho.
– Ya hemos llegado -musitó Rebus, aparcando junto al bordillo, secundado por el oficial de Inmigración, que fue el primero en bajar del coche.
– Ya está bien de juegos -dijo.
– Y que lo diga -replicó Rebus mirando hacia otro lado. Estaban en un barrio residencial de grandes casas recortadas contra el cielo. Rebus empujó una cancela, seguro de que Storey seguiría sus pasos, y, sin tocar el timbre, echó a andar por el camino de coches a buen paso.
El jacuzzi seguía allí, sin tapa y exhalando vapor. Y Big Cafferty dentro del agua, con los brazos abiertos estirados sobre el borde. De fondo se oía música de ópera.
– ¿Te pasas el día sentado en el agua? -preguntó Rebus.
– Rebus -dijo Cafferty con voz cansina-. Ah, qué detalle, ha traído un amigo -añadió pasándose la mano por el vello del pecho.
– Ah, sí, olvidaba que no se conocen personalmente, ¿verdad? -admitió Rebus-. Felix Storey, le presento a Morris Gerald Cafferty.
Rebus estaba atento a la reacción de Storey. El londinense metió las manos en los bolsillos.
– Okay -dijo-. ¿A qué viene esto?
– A nada -respondió Rebus-. Pensé que le gustaría ver el rostro de la voz misteriosa.
– ¿Qué?
Rebus no se molestó en contestar de inmediato y optó por dirigir la mirada al cuarto de encima del garaje.
– Cafferty, ¿no está Joe esta noche?
– Tiene la noche libre cuando considero que no lo necesito.
– Con tantos enemigos como te has hecho, me cuesta creer que te sientas seguro un solo momento.
– Hay que correr riesgos de vez en cuando -respondió Cafferty manipulando el panel de control para apagar los chorros y la música.
Pero las luces siguieron funcionado y cambiando de color cada diez o quince segundos.
– Oiga, ¿yo que pinto aquí? -preguntó Storey.
Rebus, que miraba a Cafferty, no contestó.
– Sé que hacía tiempo que le guardabas rencor. ¿Cuándo regañaste con Rab Bullen? ¿Hace quince, veinte años? Pero el rencor lo heredan los hijos, ¿verdad Cafferty?
– Yo no tengo nada contra Stu -gruñó Cafferty.
– Pero no desdeñarías una parte de su tarta, ¿verdad? -Rebus hizo una pausa y encendió un pitillo-. Ha sido una buena jugada -añadió expulsando humo hacia el cielo, que se mezcló con el vapor.
– No quiero saber nada de esa historia -anunció Storey, dándose la vuelta para marcharse.
Rebus no dijo nada, pensando en que no lo haría. Tras dar unos pasos, Storey se detuvo y volvió sobre ellos.
– A ver, ¿qué tiene que decir? -espetó desafiante.
Rebus miró la punta del cigarrillo.
– Cafferty, aquí presente, es su Garganta Profunda, Felix. Cafferty estaba al corriente de lo que sucedía porque tenía un topo: el lugarteniente de Bullen, Barney Grant, quien se lo contaba todo, y él se lo contaba a usted. A cambio de lo cual Grant le serviría la tarta de Bullen en bandeja.
– ¿Y eso qué importa? -inquirió Storey frunciendo el ceño-. Aunque fuese su amigo Cafferty…
– No es mi amigo, Felix. Es «su» amigo -aclaró Rebus-. Pero el asunto es que Cafferty no sólo le pasaba información… Aportó también los pasaportes que Barney Grant puso en la caja fuerte, probablemente mientras perseguíamos a Bullen por el túnel. Así cargaba a Bullen con el muerto y todos tan felices. Pero la pregunta es: ¿de dónde sacó Cafferty los pasaportes? -Miró a uno y a otro y se encogió de hombros-. Es fácil si es Cafferty quien mete de matute a los inmigrantes en el Reino Unido -añadió mirando fijamente a Cafferty, cuyos ojos parecían más pequeños y negros que nunca en aquel rostro gordinflón que irradiaba maldad. Volvió a encogerse de hombros con gesto aparatoso-. Cafferty y no Bullen, Felix. Cafferty ha vendido a Bullen para quedarse con todo el negocio…
– Y lo más bonito -terció Cafferty con su voz cansina- es que no hay ninguna prueba y no puede hacer nada.
– Lo sé -dijo Rebus.
– Entonces, ¿para qué lo cuenta? -ladró Storey.
– Escuchando se aprende -replicó Rebus.
Cafferty sonrió.
– Rebus siempre tiene razón -comentó.
Rebus echó la ceniza en la bañera, cortando en seco su sonrisa.
– Cafferty conoce Londres y tiene allí contactos. No Stuart Bullen. ¿Recuerdas esa foto tuya, Cafferty? En ella apareces con tus socios de Londres. Incluso a Felix se le escapó que hay una conexión londinense en todo esto. Bullen no tenía hombres, ni nada, para montar algo tan meticuloso como es meter en el país a personas de contrabando. Él es el chivo expiatorio mientras las aguas se serenan una temporada. Pero la verdad es que con Bullen entre rejas resulta muchísimo más fácil el negocio si hay alguien dentro, alguien como usted, Felix. Un oficial de Inmigración con vista para realizar una redada fácil. Resuelve el caso, se apunta sus buenos tantos y Bullen es quien se jode. En lo que a usted respecta, Bullen, de todos modos, es una basura y no va a calentarse los cascos pensando en quién le hace la jugarreta ni por qué motivo. Sin embargo, lo cierto es que, por muchos laureles que coseche, no sirve para nada en absoluto, porque lo que ha hecho ha sido desbrozarle el terreno a Cafferty. A partir de ahora operará él sólito, no sólo metiendo a ilegales en el país, sino haciéndoles trabajar hasta matarlos. -Se calló un instante-. Así que, muchas gracias.
– Todo esto es una gilipollez -espetó Storey entre dientes.
– Yo no lo creo -replicó Rebus-. Para mí todo cuadra… por encima de todo.
– Pero, como ha dicho -terció Cafferty-, no puede demostrar nada.
– Exacto -dijo Rebus-. Sólo quería que Felix, aquí presente, se enterara para quién ha estado trabajando todo el tiempo -añadió arrojando la colilla al césped.
Storey se lanzó sobre él enseñando los dientes, pero Rebus esquivó la embestida, le hizo una llave en el cuello y le obligó a hundir la cabeza en el agua. Storey era casi tres centímetros más alto, más joven y estaba más en forma, pero no tenía el peso de Rebus y abrió los brazos sin saber si buscar apoyo en el borde de la bañera o zafarse de la llave.
Cafferty continuó sentado en el agua, en su rincón, contemplando el forcejeo como si fuera un ring.
– No has ganado -espetó Rebus entre dientes.
– Por lo que yo veo, creo que sí.
Rebus advirtió que la resistencia de Storey cedía, aflojó la llave y retrocedió unos pasos fuera del alcance del londinense. Storey cayó de rodillas escupiendo agua, pero se incorporó rápido y avanzó hacia Rebus.
– ¡Basta! -ladró Cafferty.
Storey se volvió hacia él dispuesto a descargar su ira en otro. Pero había algo en Cafferty, incluso con su edad, obeso y desnudo como estaba en aquella bañera… Hacía falta alguien con más coraje o más temerario que Storey para plantarle cara, y eso lo vio inmediatamente el de Londres. Hundió los hombros y abrió los puños tratando de dominar la tos y la respiración entrecortada.
– Bien, muchachos -añadió Cafferty-, creo que ya es hora de acostarse, ¿no les parece?
– Aún no he terminado -replicó Rebus.
– Yo pensaba que sí -replicó Cafferty casi como dando una orden.
Rebus la despreció con una mueca.
– Repito: no puedo probar nada -añadió mirando a Storey-, pero eso no quiere decir que no lo intente, porque la mierda huele aunque no se vea.
– Ya le dije que yo no sabía quién era Garganta Profunda.
– ¿Y no sospechó nada de nada al darle el dato sobre el dueño del BMW? -preguntó Rebus, esperando inútilmente que contestara-. Mire, Felix, para cualquiera que se pare a pensarlo, o está usted implicado o es tonto de remate, datos nada recomendables en su currículo.
– Yo no lo sabía -repitió Storey.
– Pero me apuesto algo a que lo imaginaba. Sólo que no quiso verificar nada y siguió adelante obsesionado por los tantos que pensaba apuntarse.
– ¿Qué es lo que quiere? -gruñó Storey.
– Quiero que dejen salir de Whitemire a la viuda y a los hijos de Yurgii. Y quiero que les den una vivienda donde a usted le parezca. Mañana mismo.
– ¿Cree que yo puedo hacerlo?
– Ha desbaratado una operación clandestina con inmigrantes, Felix. Le deben un favor.
– ¿Eso es todo?
Rebus negó con la cabeza.
– No. Tampoco quiero que deporten a Chantal Rendille.
Storey parecía esperar más peticiones, pero Rebus había concluido.
– Estoy seguro de que el señor Storey hará cuanto pueda -comentó Cafferty con el tono uniforme de la voz de la razón.
– Cafferty, si aparece en Edimburgo uno solo de tus sin papeles… -añadió Rebus dejando en el aire una amenaza inútil.
Cafferty era bien consciente, pero sonrió y asintió levemente con la cabeza. Rebus se volvió hacia Storey.
– En el fondo, creo que actuó movido por la codicia viendo que se le presentaba una fantástica ocasión, y decidió no cuestionarla y menos despreciarla. Aunque tiene una oportunidad de redención dirigiendo su artillería contra él -añadió señalando con el dedo a Cafferty.
Storey asintió despacio con la cabeza y quienes momentos antes entablaban combate miraron al mismo tiempo al hombre de la bañera. Cafferty les daba a medias la espalda y ya no les hacía caso, ocupado como estaba con el panel de control, hasta que volvieron a salir burbujas.
– La próxima vez tráigase el bañador -dijo cuando Rebus ya iba camino de la entrada de coches.
– Sí, y un alargador -replicó Rebus.
«Para conectarlo a la estufa eléctrica y ver cómo cambia el agua de color con el cortocircuito.»