Por la mañana Rebus volvió a Knoxland. En el suelo había aún pancartas y cartones con los lemas medio borrados por las huellas de pisadas. Entró en la caseta a tomarse el café que llevaba en la mano y a terminar de leer el periódico. En conferencia de prensa la tarde anterior habían revelado a los medios de comunicación el nombre de Stef Yurgii, que en el tabloide de Steve Holly figuraba como una simple mención, mientras que Mo Dirwan tenía dedicados dos párrafos. Había también unas fotos de Rebus: sujetando al cabeza rapada, recibiendo las gracias por parte de un alborozado Dirwan brazos en el aire, mientras sus seguidores contemplaban la escena. Estaba casi seguro de que el titular era del propio Holly: «apedreado».
Tiró el periódico a la papelera, pero, pensando en que probablemente lo cogería alguien para hojearlo, al ver un vaso de plástico con restos de café, lo vertió en las páginas y se quedó más tranquilo. Consultó su reloj: las nueve y cuarto. Había pedido un coche patrulla para ir a Portobello y pensó que estaría a punto de llegar. En la caseta reinaba la tranquilidad. Por prudencia habían decidido no llevar un ordenador y los informes del puerta a puerta se recopilaban en Torphichen. Se acercó a la ventana, arrancó unos trozos de vidrio e hizo con ellos un montón. A pesar de la reja, habían roto la ventana con un palo o un hierro para echar dentro algo pegajoso que manchaba el suelo y la mesa más cercana. Como toque final pintarrajearon con spray la palabra PASMA en todas las superficies posibles del exterior. Antes de terminar la jornada entablarían la ventana, y seguramente la caseta sería inventariada como material disponible, ya que allí habían averiguado cuanto podían y recogido las pruebas existentes. Rebus sabía que Shug Davidson emplearía la estrategia básica de abochornar al Gobierno haciendo hincapié en las condiciones del barrio. Tal vez los artículos de Steve Holly vendrían bien.
Bueno, no estaría mal que así fuera, pero lo más probable sería que en Knoxland muchos no vieran el fondo racista del caso y sintieran que estaba plenamente justificado. De todos modos, la única esperanza de Davidson era que alguien le sacara de apuros: un testigo.
Un nombre.
Había la sangre, un arma que esconder, ropa que quemar o tirar. Alguien habría visto algo y estaba agazapado en uno de aquellos bloques, y Rebus esperaba que le remordiera bien la conciencia. Alguien tenía que saber algo.
Había llamado a Steve Holly a primera hora para preguntarle cómo era posible que estuviera siempre delante de The Nook para sorprender la salida de algún famoso.
– Se trata de periodismo de investigación de calidad. Pero de eso hace tiempo.
– Ah, ya.
– Cuando inauguraron el local tuvo unos meses de gran aceptación; fue cuando hice esas fotos. Va usted mucho por allí, ¿eh?
Rebus colgó sin dignarse replicar.
Oyó que llegaba un coche; miró por el cristal roto y sonrió al ver quién era, apuró el café y salió a recibir a Gareth Baird, saludando con una inclinación de cabeza a los dos agentes uniformados que lo traían.
– Buenos días, Gareth.
– ¿A qué viene todo esto? -exclamó Gareth metiendo los puños en los bolsillos-Es puro acoso.
– En absoluto. Resulta que eres un testigo valioso. No olvides que tú sabes qué aspecto tiene la amiga de Stef Yurgii.
– ¡Dios, si apenas me fijé!
– Pero la oíste hablar -replicó Rebus despacio- y nos da la impresión de que la reconocerías si volvieras a verla.
– ¿Qué quieren, que les haga un retrato robot?
– Eso después. Ahora lo que vas a hacer es un recorrido con estos dos agentes.
– ¿Un recorrido?
– De puerta en puerta. Así te harás una idea de lo que es el trabajo de la policía.
– ¿De cuántas puertas? -dijo Gareth mientras miraba los bloques altos.
– Todas.
El muchacho miró a Rebus con ojos muy abiertos como un niño que recibe una regañina inmerecida.
– Cuanto antes empieces… -añadió Rebus dándole unas palmaditas en la espalda-. Lleváoslo, muchachos -dijo a los agentes.
Miró a Gareth caminar de mala gana y cabizbajo entre los dos agentes hacia el primer bloque y sintió una punzada de satisfacción. Era agradable ver que la profesión ofrecía de vez en cuando un aliciente.
Llegaron otros dos coches. Davidson y Wylie en uno de ellos, y Reynolds en el segundo. Seguramente venían juntos desde Torphichen. Davidson traía el periódico doblado por el titular de «apedreado».
– ¿Has visto esto? -preguntó.
– Yo no caigo tan bajo, Shug.
– ¿Por qué no? -dijo Reynolds sonriente-. Ahora es el nuevo paladín de los del turbante.
Davidson se sonrojó.
– Charlie, otro comentario como ése y te abro expediente, ¿está claro?
– Se me ha escapado, señor -dijo Reynolds poniéndose firme.
– Se te escapa mucho la lengua. Que sea la última vez.
– Sí, señor.
Davidson hizo una larga pausa antes de hablar.
– ¿Hay algo útil que tengas que hacer? -preguntó.
Reynolds se relajó visiblemente.
– Información interna, señor: en un piso hay una mujer que hace té con galletas.
– ¿Ah, sí?
– Hablamos ayer, señor. Y dijo que no le importaría hacernos un té de vez en cuando.
– Pues ve a traerlo -comentó Davidson, y añadió antes de que Reynolds se alejara-: Ah, Charlie, y no te entretengas mucho, que el tiempo corre.
– No se preocupe, señor, será una gestión estrictamente profesional -replicó Reynolds dirigiendo una sonrisa de connivencia a Rebus al pasar por su lado.
Davidson se volvió hacia él.
– ¿Quién era ese que iba con los agentes? -preguntó.
– Gareth Baird -contestó Rebus encendiendo un cigarrillo-. Van con él para ver si descubren en algún piso a la amiga de la víctima.
– Una aguja en un pajar -comentó Davidson.
Rebus se encogió de hombros. Ellen Wylie estaba dentro de la caseta y Davidson miró las pintadas.
– La pasma, la pasma… -dijo apartándose el pelo de la frente y rascándose la cabeza-. ¿Hay algo más para hoy?
– La esposa de la víctima va a identificar el cadáver. Creo que yo debería estar presente -Hizo una pausa-. A menos que quieras ir tú.
– Te lo dejo a ti. ¿No tienes ninguna otra cosa en Gayfield?
– Ni siquiera una mesa decente.
– ¿Esperan que te retires?
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Crees que debería hacerlo?
– ¿Qué te espera después de la jubilación? -preguntó Davidson con gesto escéptico.
– Una hepatitis, probablemente. Ya tengo dada la entrada…
Davidson sonrió.
– Bueno, a nosotros nos falta personal, lo que quiere decir que me alegra que sigas de servicio.
Rebus iba a decir algo, quizá «gracias», pero Davidson levantó un dedo.
– Siempre que no me organices líos, ¿está claro?
– Como el agua, Shug.
Se volvieron los dos al oír un saludo en voz alta procedente de un segundo piso:
– ¡Buenos días, inspector!
Era Mo Dirwan, que agitaba la mano desde la galería exterior. Rebus le devolvió el saludo displicentemente, pero recordó que quería hacerle unas preguntas.
– Aguarde ahí un momento, que ahora subo.
– Estoy en la vivienda doscientos dos.
– Dirwan se ocupaba del caso de la familia Yurgii -dijo Rebus-. Tengo que aclarar algo con él.
– Pues adelante. Pero nada de fotos -añadió Davidson poniéndole la mano en el hombro.
– Pierde cuidado, Shug.
Rebus subió en el ascensor al segundo piso y fue hasta la puerta 202. Miró hacia abajo y vio que Davidson examinaba los deterioros externos de la caseta y que no se veía por ninguna parte a Reynolds con el té prometido.
La puerta estaba abierta y entró sin llamar. Era un piso alfombrado con una especie de retales y había una escoba apoyada en la pared del vestíbulo. Un escape de agua había dejado su huella oscura en el techo color crema.
– Estoy aquí -oyó decir a Dirwan.
Se encontraba sentado en el sofá del cuarto de estar. El calefactor tenía las dos resistencias encendidas y el vaho cubría las ventanas. Se oía una música étnica suave procedente de un casete y, de pie, frente al sofá, un hombre y una mujer ya mayores.
– Siéntese aquí -dijo Dirwan dando una palmadita sobre el sofá y sosteniendo en la otra mano un platillo con una taza.
Rebus se sentó y la pareja inclinó levemente la cabeza en respuesta a su sonrisa de saludo. Sólo después de sentarse advirtió que no había más sillas y que la pareja permanecía de pie por necesidad. Al abogado no parecía importarle.
– El señor y la señora Singh llevan aquí once años -dijo-. Pero les queda poco.
– Lo lamento -dijo Rebus.
Dirwan contuvo la risa.
– No van a deportarlos, inspector. A su hijo le han ido bien los negocios y tiene una buena casa en Barnton.
– En Cramond -corrigió el hombre.
Cramond era una de las mejores zonas de la ciudad.
– Una buena casa en Cramond -repitió el abogado- y van a mudarse a ella.
– En casa aparte -añadió la mujer complacida con la expresión-. ¿Quiere té o café?
– No, muchas gracias -dijo Rebus-. Pero querría hablar con el señor Dirwan.
– ¿Quiere que les dejemos a solas?
– No, no; podemos hablar fuera -respondió Rebus mirando intencionadamente a Dirwan.
Éste tendió la taza a la mujer.
– Dígale a su hijo que le deseo toda clase de parabienes -añadió elevando la voz exageradamente.
Los Singh le dirigieron una inclinación de la cabeza y Rebus se puso en pie. Tras estrecharles la mano, condujo a Dirwan a la galería.
– No me dirá que no es una familia encantadora -comentó Dirwan después de cerrarse la puerta-. Ya ve que los inmigrantes aportan también prosperidad a la sociedad.
– Nunca lo he puesto en duda. ¿Sabe que tenemos el nombre de la víctima? Stef Yurgii.
Dirwan lanzó un suspiro.
– Me he enterado esta mañana -dijo.
– ¿Ha visto las fotos publicadas en los tabloides?
– Yo no leo la prensa basura.
– ¿Pensaba comunicarnos que le conocía?
– Yo no le conocía. Conozco a la esposa y a los hijos.
– ¿Y no ha tenido ningún contacto con él? ¿No trató de hacer llegar a través de usted algún mensaje a su familia?
Dirwan negó con la cabeza.
– A través de mí, no. Se lo habría dicho a usted. Tiene que creerme, John -añadió mirándole fijamente.
– Sólo mis mejores amigos me llaman John -replicó Rebus-y la confianza hay que ganársela, señor Dirwan. -Se calló un momento para que lo pensase-. ¿No sabía que estaba en Edimburgo?
– No lo sabía.
– Pero se ocupa del caso de la esposa.
El abogado asintió con la cabeza.
– Escuche. No hay derecho. Nos llamamos civilizados, pero nos da igual que ella se pudra con los niños en Whitemire. ¿Ha estado allí?
Rebus asintió con la cabeza.
– Pues ya lo ha visto: no hay árboles, es como una cárcel, con el mínimo de enseñanza y de comida.
– Pero eso no tiene nada que ver con esta investigación -no pudo por menos de replicar Rebus.
– ¡Dios mío, no acabo de creerme lo que oigo ahora que ve personalmente los problemas del racismo en este país!
– Que no afecta a los Singh.
– Que los vea usted sonreír no significa nada -espetó de pronto Dirwan rascándose la nuca-. No debería tomar tanto té: calienta la sangre.
– Escuche, le doy las gracias por su ayuda por hablar con toda esa gente…
– Por cierto, ¿quiere saber qué he averiguado?
– Naturalmente.
– Estuve ayer toda la tarde yendo de puerta en puerta y esta mañana desde primera hora. Claro que hubo muy pocos que me dijeran algo interesante o que aceptasen hablar conmigo.
– Gracias por intentarlo.
Dirwan aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza.
– ¿Sabe que Stef Yurgii era periodista en su país?
– Sí.
– Pues bien, los que le conocían en el barrio lo ignoraban. Pero él sabía llegar a la gente y lograr que hablaran, cosa natural en un periodista, ¿de acuerdo?
Rebus asintió con la cabeza.
– Pues Stef hablaba con la gente de sus vidas y les preguntaba datos muy relacionados con su propio pasado.
– ¿Cree que pensaba escribir algo sobre ese tema?
– Es una posibilidad.
– ¿Y qué me dice de su amiga?
Dirwan negó con la cabeza.
– Nadie la conoce. Claro que, teniendo mujer e hijos en Whitemire, es muy posible que no le interesara hacer pública esa relación.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Alguna cosa más? -inquirió.
– De momento no. ¿Quiere que siga llamando a las puertas?
– Sé que es una tarea ingrata…
– ¡Ni mucho menos! Empiezo a hacerme una idea de este barrio y estoy conociendo a gente que a lo mejor quiere formar una asociación.
– ¿Como la de Glasgow?
– Exactamente. La unidad hace la fuerza.
Rebus reflexionó un instante.
– Bien, le deseo suerte. Y gracias de nuevo -añadió estrechando la mano que le tendía sin que le inspirara plena confianza.
Al fin y al cabo era un abogado y, además, tenía sus propios planes.
Alguien avanzaba por la galería y se apartaron para dejar paso. Rebus vio que era el jovenzuelo del día anterior; el de la piedra. Les miró sin saber a cuál de los dos dirigir mayor desprecio, se detuvo ante los ascensores y pulsó el botón.
– Me han dicho que te gustan los tatuajes -dijo Rebus, al tiempo que se despedía de Dirwan con una inclinación de cabeza y se acercaba al chico, quien dio un paso atrás como si viera a un apestado.
Ninguno de los dos apartaba los ojos de la puerta del ascensor, en tanto que Dirwan, después de llamar sin resultado al 203, se dirigió al 204.
– ¿Qué quiere? -murmuró el joven.
– Pasar buenamente el día. Es lo que hacen los seres humanos: comunicarse, ¿sabes?
– ¿Y a mí qué coño me importa?
– Y también aceptamos la opinión de los demás. Al fin y al cabo, cada uno es como es.
Se oyó un leve sonido metálico al abrirse las puertas del ascensor de la izquierda y Rebus, que se disponía a entrar, al ver que el joven se quedaba atrás, le agarró de la cazadora y le arrastró dentro, sujetándole hasta que se cerraron las puertas. El chico trató de zafarse para pulsar el botón de apertura, pero el ascensor inició el descenso.
– ¿Te gustan los paramilitares esos de la UVF? -prosiguió Rebus.
El joven se limitó a apretar los labios.
– Claro, me imagino que es una especie de cobijo -añadió Rebus como hablando para sus adentros-. Los cobardes necesitan algo en que escudarse. En cuanto a esos tatuajes, ya verás qué bonitos resultan cuando te cases y tengas hijos, vecinos católicos y un jefe musulmán.
– Sí, hombre, me gustaría verlo.
– Vas a ver muchas cosas que no podrás evitar, hijo. Te lo dice alguien con experiencia.
El ascensor se detuvo pero las puertas no se abrieron lo deprisa que el joven esperaba, y él las forzó y salió corriendo. Rebus le vio cruzar la zona de juegos bajo la mirada de Shug Davidson, que observaba la escena desde la puerta de la caseta.
– ¿Haciendo amistades en el barrio? -dijo.
– Dándole unos consejos para el futuro -asintió Rebus-. Por cierto, ¿cómo se llama?
– Howard Slowther -contestó Davidson tras un momento de reflexión-. Le llaman Howie.
– ¿Qué edad tiene?
– Casi quince años. Los funcionarios de Educación andan buscándole por faltar a clase. Uno más que se encamina irremediablemente hacia la delincuencia -añadió Davidson alzando los hombros-. Y nosotros no podemos hacer nada si no comete alguna estupidez gorda.
– Que puede ser en cualquier momento -comentó Rebus sin apartar la mirada del chico.
A lo lejos, comenzaba a bajar la cuesta hacia el pasadizo subterráneo.
– En cualquier momento -repitió Davidson-. ¿A qué hora es la cita en el depósito?
– A las diez -contestó Rebus consultando el reloj-. Me marcho.
– No te olvides de mantenerte en contacto.
– Te enviaré una postal, Shug: «Ojalá estuvieras aquí».
Siobhan no tenía motivos para pensar que el chulo de Ishbel fuese Stuart Bullen; era demasiado joven. Tenía chaqueta de cuero, pero no un coche deportivo. Había buscado el X5 en Internet, y comprobó que no era precisamente deportivo.
Claro que ella le había hecho una pregunta muy concreta. ¿Qué coche llevaba? A lo mejor tenía más coches; el X5 para diario y otros para salir por la noche y los fines de semana. ¿Valía la pena comprobarlo? ¿Hacer otra visita a The Nook? De momento, creía que no.
Encontró aparcamiento en Cockburn Street y se dirigió al callejón Fleshmarket. Una pareja de turistas de mediana edad miraba la puerta de la taberna. El hombre llevaba una cámara de vídeo y la mujer una guía.
– Perdone -dijo la mujer con acento inglés de los Midlands, quizá de Yorkshire-¿sabe si es aquí donde han descubierto unos esqueletos?
– Así es -contestó Siobhan.
– Nos lo dijo ayer tarde la guía de la visita -añadió la mujer.
– ¿De una de esas visitas de fantasmas? -aventuró Siobhan.
– Exacto, guapa. Nos dijo que era cosa de brujería.
– ¿Ah, sí?
El marido comenzó a filmar la puerta de madera claveteada y Siohban se disculpó y se acercó al local, que aún no estaba abierto, pero, pensando que ya habría alguien, golpeó la puerta con el pie. La parte inferior era de madera maciza, mientras que la superior era de cuarterones con círculos de vidrio como culos de botellas de vino. Vio una sombra tras los cristales y oyó el clic de la llave al girar.
– Abrimos a las once.
– Señor Mangold, soy la sargento Clarke. ¿Me recuerda?
– Dios, ¿de qué se trata ahora?
– ¿Puedo pasar?
– Estoy ocupado con alguien.
– Seré breve.
Mangold no acababa de decidirse, pero al final le franqueó la entrada.
– Gracias -dijo Siobhan-. ¿Qué le ha sucedido?
Mangold se llevó la mano a una magulladura en la mejilla izquierda bajo un ojo morado.
– Fue en una disputa con un cliente -contestó-. Gajes del oficio.
Siobhan miró al camarero, que trasvasaba hielo de una cubitera a otra, quien le dirigió una inclinación de cabeza a guisa de saludo. Olía a desinfectante y a cera líquida. En la barra se consumía un cigarrillo en un cenicero al lado de un café. Había también papeles y el correo.
– Usted salió bien librado -comentó Siohban al camarero.
– No estaba de servicio -respondió él encogiéndose de hombros.
En la mesa de un rincón vio otras dos tazas de café y a una mujer que sujetaba una de ellas con las manos, y unos libros de los que acertó a leer un par de títulos: Edimburgo, garitos y La ciudad de arriba abajo.
– Le ruego que sea breve. Hoy tengo mucho trabajo -dijo Mangold sin preocuparse de presentarlas.
Siobhan sonrió a la mujer y ésta se la devolvió. Tendría más de cuarenta años y llevaba el pelo oscuro rizado recogido hacia atrás con un lazo de terciopelo negro. No se había quitado el abrigo de lana afgana, bajo el cual asomaban unos pies desnudos calzados con sandalias. Mangold estaba de pie entre ambas con los brazos cruzados y las piernas separadas.
– Quedamos en que miraría si existía alguna factura -le recordó Siobhan.
– ¿Factura?
– De la obra del suelo del sótano.
– Me faltan horas -alegó Mangold.
– Bien, aunque de todos modos…
– ¿Pero qué importancia pueden tener dos esqueletos falsos? -añadió abriendo los brazos desolado.
Siobhan vio que la mujer se acercaba.
– ¿Le interesan los enterramientos? -dijo con voz queda y sibilina.
– Sí -respondió Siobhan-. Soy la sargento Clarke de la policía y usted es Judith Lennox.
La mujer se quedó boquiabierta.
– La he reconocido por la foto del periódico -añadió Siobhan.
Lennox dio la mano a Siobhan con un apretón peculiar.
– Señorita Clarke, está llena de energía. Es como electricidad -dijo.
– ¿Está dando una lección de historia al señor Mangold?
– Exacto -respondió la mujer, sorprendida por segunda vez.
– Lo digo por los títulos del lomo de esos libros -añadió Siobhan señalándolos con la cabeza.
Lennox miró a Mangold.
– Estoy ayudando a Ray a desarrollar el ambiente para la reforma del bar. Es muy interesante.
– ¿Para el sótano? -aventuró Siobhan.
– Ray quiere que le explique el contexto histórico.
Mangold se aclaró la garganta.
– Estoy seguro de que a la sargento Clarke no le faltan cosas de qué ocuparse -dijo insinuando que a él le sucedía lo propio, y añadió dirigiéndose a Siobhan-: He hecho una revisión rápida de lo relativo a las obras, pero no he encontrado nada. Tal vez no hubo factura. No faltan obreros dispuestos a hacer un trabajo sin que haya nada por escrito.
– ¿Nada por escrito? -repitió Siobhan.
– ¿Estaba presente cuando aparecieron los esqueletos? -pregunto Judith Lennox.
Siobhan trató de no hacer caso y se centró en Mangold.
– ¿Pretende decirme…?
– Era Mag Lennox, ¿verdad? Encontraron su esqueleto.
Siobhan miró a la mujer.
– ¿De dónde ha sacado eso?
– Tenía la premonición -respondió la mujer cerrando los ojos-. Quise organizar visitas a la Facultad de Medicina y me negaron el permiso, no me permitieron ver el esqueleto. Es antepasada mía, ¿sabe? -añadió con fuego en los ojos.
– ¿Ah, sí?
– Ella maldijo al país y a quienes la engañaran o le hicieran daño -dijo Lennox con repetidas inclinaciones de cabeza.
Siobhan pensó en Cater y McAteer. No se apreciaban signos de que la maldición les hubiese alcanzado, y pensó en decirlo, pero recordó su promesa a Curt.
– Yo sólo sé que eran unos esqueletos falsos -añadió con firmeza.
– Lo que yo le decía -terció Mangold-. ¿Por qué le interesan tanto?
– Por mor de hallar una explicación -respondió ella tranquila, pensando en la escena del sótano y en la impresión que le había causado ver el esqueleto infantil que cubrió con su chaqueta.
– En el paraje de Holyrood han encontrado esqueletos -añadió Lennox-, pero ésos sí que son auténticos. Y un aquelarre, en Gilmerton.
Siobhan sabía que lo del aquelarre era una simple serie de cámaras subterráneas debajo del despacho de un corredor de apuestas. Pero le constaba que se había demostrado que pertenecían a una antigua herrería. Aunque se imaginaba que la historiadora no compartía esa idea.
– Entonces, ¿no puede decirme nada más? -insistió a Mangold.
Él volvió a abrir los brazos haciendo sonar las pulseras de oro.
– En ese caso -dijo Siobhan-, no le importuno más. Encantada de conocerla, señorita Lennox.
– Igualmente -respondió la historiadora adelantando la palma de la mano. Siobhan retrocedió un paso y Lennox cerró otra vez los ojos-. Utilizaré esta energía. Es recuperable.
– Me alegra oírlo.
Lennox abrió los ojos y fijó la mirada en Siobhan.
– Nosotras damos parte de la fuerza vital a nuestros hijos. Ellos son la auténtica recuperación.
La mirada que Mangold dirigió a Siobhan era en parte pidiendo disculpas y también autocompadeciéndose por el largo rato que le quedaba de estar con Judith Lennox.
Era la primera vez que Rebus veía niños en la sala de espera de un depósito de cadáveres y le disgustó la escena. Aquél era un lugar para profesionales, para adultos, para viudos. Un lugar para verdades desagradables sobre el cuerpo humano: la antítesis de la niñez.
Pero ¿qué era la niñez para los hijos de Yurgii sino desconcierto y desesperación?
Rebus ni lo pensó y llevó a un aparte casi a la fuerza a uno de los guardianes, sin empujarle ni utilizar las manos, simplemente situándose a una distancia corta e intimidatoria y avanzando despacio hasta que lo tuvo de espaldas contra la pared de la sala de espera.
– ¿Cómo ha traído aquí a los niños? -le espetó.
El poco garboso uniforme del joven guardián era magra defensa frente a una persona como Rebus.
– Se negaban a soltarse de la madre y berreaban… -tartamudeó el guardián.
Rebus volvió la cabeza y miró a la madre sentada con los dos niños abrazados, abrazada a su vez por la amiga del chal en la cabeza del centro de detención. Ninguno prestaba atención a la escena; sólo el niño le miraba fijamente.
– El señor Traynor pensó que era mejor dejarles venir.
– Podían haberse quedado en la furgoneta -replicó Rebus, que había visto en la calle un coche celular azul con barrotes en las ventanas y una rejilla divisoria entre la cabina de conducción y los bancos de atrás.
– Es que no se soltaban de la madre…
Se abrió la puerta y entró otro guardián de más edad con una carpeta, y tras él, la figura en bata blanca de Bill Ness, director del depósito. Ness tenía cincuenta años cumplidos, llevaba gafas de Buddy Holly y, como de costumbre, masticaba chicle. Se acercó a la familia y ofreció el paquete recién abierto de goma de mascar a los niños, que se apretaron aún más contra su madre. A la izquierda de la puerta estaba Ellen Wylie en calidad de testigo del acto de identificación. No esperaba encontrase allí a Rebus, puesto que él le había dicho que se ocupara ella.
– ¿Todo en orden? -preguntó el guardián mayor a Rebus.
– Guai -contestó él retrocediendo unos pasos.
– Señora Yurgii, cuando usted quiera -dijo Ness muy amable.
Ella asintió con la cabeza y trató de ponerse en pie, pero tuvo que ayudarla su amiga. La mujer puso ambas manos en la cabeza de sus hijos.
– Yo me quedo con ellos si quiere -dijo Rebus.
Ella le miró y susurró algo a los niños, que le agarraron con más fuerza.
– Vuestra mamá estará sólo unos minutos ahí dentro -dijo Ness señalando la puerta.
La señora Yurgii se puso en cuclillas delante de los niños y les musitó algo. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Sentó a los niños en sendas sillas, les sonrió y se dirigió a la puerta que Ness abrió para que pasara. Los dos guardianes la siguieron y el mayor dirigió una mirada a Rebus sugiriéndole que vigilara a los niños. Rebus le miró imperturbable.
En cuanto la puerta se cerró, la niña echó a correr hacia ella y apoyó las manitas en la madera sin decir nada y sin llorar. Su hermano se acercó, la abrazó, y los dos volvieron a las sillas. Rebus se puso en cuclillas frente a ellos con la espalda apoyada en la pared. Era una sala angustiosa sin carteles ni avisos de ningún tipo y sin revistas; sin nada para entretenerse por ser un simple lugar de paso donde se esperaba un instante, el tiempo preciso para sacar el cadáver del refrigerador y llevarlo a la sala de reconocimiento. Hecho lo cual la gente se marchaba a toda prisa deseando no demorarse ni un minuto más. Ni siquiera había reloj, porque, como Ness le había comentado a Rebus en una ocasión, «El tiempo no cuenta para nuestros clientes»; una de las gracias que hacía más llevadero aquel trabajo a los empleados.
– Yo me llamo John -dijo Rebus a los niños.
La pequeña no apartaba los ojos de la puerta, pero el niño lo entendió.
– Policía mala -dijo con énfasis.
– Aquí no -replicó Rebus-. En este país, no.
– En Turquía muy mala.
Rebus asintió con la cabeza.
– Pero aquí, no -repitió-. Aquí, la policía buena.
El niño le miraba escéptico, cosa que a Rebus le pareció más que comprensible. Al fin y al cabo, ¿qué experiencia tenía el crío de la policía? Habían venido a por ellos unos funcionarios de Inmigración para llevárselos al centro de detención y desconfiaba de cualquier uniforme. De cualquier autoridad. Eran gentes que habían hecho llorar a su madre, culpables de la desaparición del padre.
– ¿Quieres quedarte aquí? ¿En este país? -preguntó Rebus.
El niño parpadeó perplejo sin entender.
– ¿Qué juguetes te gustan?
– ¿Juguetes?
– Cosas para jugar.
– Yo juego con mi hermana.
– ¿Hacéis juegos, leéis libros?
De nuevo la pregunta era un enigma para el pequeño.
Se abrió la puerta y apareció la señora Yurgii sollozando, abrazada a su amiga y seguida por los funcionarios con cara de circunstancias. Ellen Wylie dirigió una inclinación de cabeza a Rebus dándole a entender que había identificado el cadáver.
– Ya está -dijo el guardián de más edad.
Los niños echaron a correr hacia su madre y los dos vigilantes condujeron a los cuatro hacia la salida, camino del mundo de los vivos.
El niño volvió la cabeza para observar la reacción de Rebus, quien esbozó una sonrisa que no obtuvo respuesta.
Ness se dirigió a las dependencias internas, y en la sala de espera sólo quedaron Rebus y Wylie.
– ¿Tenemos que hablar con ella? -preguntó Wylie.
– ¿Para qué?
– Para tomar nota de cuándo fue la última vez que tuvo noticia de su marido…
– Haz lo que quieras, Ellen.
Ella le miró.
– ¿Qué es lo que sucede?
Rebus movió despacio la cabeza.
– Es duro para los niños -añadió ella.
– Dime una cosa, ¿cuándo crees que no ha sido dura la vida para esos niños? -preguntó él.
– Nadie les pidió que vinieran aquí -replicó ella encogiéndose de hombros.
– No, supongo que no.
Wylie no dejaba de mirarle.
– Pero no era eso a lo que se refería -aventuró.
– Simplemente me refería a que se merecen vivir su niñez -replicó Rebus.
Salió a la calle a fumar un pitillo y observó a Wylie arrancar con el Volvo. Paseó por el reducido aparcamiento en el que había tres furgonetas anodinas del depósito a la espera de un servicio mientras adentro los empleados pasaban su tiempo jugando a las cartas y tomando té. Enfrente del edifico había una guardería y Rebus pensó cuan breve era la distancia; aplastó la colilla con la suela del zapato y subió al coche. Fue hacia Gayfield Square, pero pasó de largo la comisaría y se dirigió a una tienda de juguetes que conocía en Elm Row: Harburn Hobbies. Aparcó delante, entró y, sin fijarse en los precios, eligió varios artículos: un tren, un par de maquetas de construcción y una casa de juguete con su muñeca. El dependiente le ayudó a cargarlo todo en el coche. Una vez sentado al volante se le ocurrió algo y se dirigió a su piso de Arden Street. En el armario del vestíbulo tenía una caja con anuarios y cuentos de su hija de veinte años atrás. ¿Por qué los guardaba? Quizás esperando unos nietos que aún no llegaban. Los puso en el asiento trasero del coche con los juguetes y salió de Edimburgo en dirección oeste. Había poco tráfico y antes de media hora estaba en la salida de Whitemire. Vio humo en el campamento, pero la mujer estaba recogiendo la tienda y no prestó atención a su paso. En la caseta había otro vigilante de turno; le enseñó el carnet, entró en el aparcamiento, y allí acudió otro guardián, que le ayudó a descargar las cajas a regañadientes.
No vio a Traynor, pero le daba igual. Entraron con los juguetes.
– Tienen que pasar control -dijo el guardián.
– ¿Control?
– No se permite entrar nada.
– ¿Cree que hay droga escondida en la muñeca?
– Es el reglamento, inspector. Sabemos que es una tontería, pero es nuestra obligación -añadió el guardián bajando la voz.
Intercambiaron una mirada y Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Pero se los darán a los niños? -insistió.
– Esta misma tarde si puedo.
– Gracias -dijo Rebus, estrechándole la mano y mirando a su alrededor-. ¿Cómo puede aguantar este trabajo?
– ¿Preferiría que lo hicieran otros que no fueran como yo? Bien sabe Dios que hay montones…
– Tiene razón -replicó Rebus.
Forzó una sonrisa y dio de nuevo las gracias al guardián, quien se encogió de hombros.
Al salir del centro de detención vio que ya no estaba la tienda. La mujer iba caminando por el arcén cargada con la mochila. Paró el coche y bajó el cristal de la ventanilla.
– ¿Quiere que la lleve? Voy a Edimburgo -dijo.
– Usted estuvo aquí ayer -dijo ella.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Quién es usted?
– Soy policía.
– ¿Vino por lo del asesinato en Knoxland? -aventuró ella.
Rebus asintió con la cabeza. La mujer miró el asiento de atrás.
– Hay sitio de sobra para la mochila.
– No miro por eso.
– ¿No?
– ¿Y la casita de muñecas? Cuando pasó antes vi una casita de muñecas.
– Pues le habrá engañado la vista.
– Es evidente -dijo ella-. Al fin y al cabo, ¿a cuento de qué vendría un policía a un centro de detención cargado de juguetes?
– Efectivamente -asintió Rebus bajándose para ayudarla a meter la mochila.
Los primeros quinientos metros rodaron en silencio hasta que Rebus le preguntó si fumaba.
– No, pero fume usted si quiere.
– No, no me apetece -mintió él-. ¿Cuántas veces monta guardia ahí?
– Tantas como puedo.
– ¿Sola?
– Al principio éramos más.
– Recuerdo haberlo visto en la tele.
– A veces viene más gente; sobre todo los fines de semana.
– Claro, si trabajan… -comentó Rebus.
– Yo también trabajo, ¿sabe? -replicó ella-. Pero hago acrobacias para compaginarlo.
– ¿Trabaja en un circo?
Ella sonrió.
– Es que soy artista -replicó, haciendo una pausa para ver si él le preguntaba-. Y gracias por no dar un resoplido.
– ¿Por qué iba a dar un resoplido?
– La mayoría de personas como usted lo hacen.
– ¿Qué personas como yo?
– Personas que se sienten amenazadas por quienes son distintos.
Rebus fingió reflexionar al respecto.
– Así que yo soy una de ellas. Y yo que creía…
Ella sonrió.
– De acuerdo. Es una conclusión precipitada, pero no sin fundamento, créame.
Se inclinó, accionó el mecanismo del asiento y lo echó completamente hacia atrás, poniendo los pies en el tablero. Rebus pensó que tendría poco más de cuarenta años. Su pelo era castaño parduzco, peinado en trencitas, y llevaba tres anillos en cada lóbulo. Tenía un rostro pálido y pecoso, con incisivos ligeramente protuberantes que le daban un aire de colegiala traviesa.
– Le creo -dijo él-. Supongo que no será rendida admiradora de nuestras leyes de inmigración.
– Leyes que apestan.
– ¿Apestan, a qué?
Ella volvió la cabeza y le miró.
– En primer lugar, a hipocresía -dijo-. Vivimos en un país donde puedes comprar un pasaporte si conoces al político adecuado. Pero si no, y si no gusta el color de tu piel o tu adscripción política, no hay nada que hacer.
– ¿O sea, que no damos facilidades?
– Por favor… -replicó ella con desdén, dirigiendo la mirada al paisaje.
– Era una simple pregunta.
– ¿Una pregunta a la que de antemano cree saber la respuesta?
– Yo sólo sé que aquí hay más bienestar que en muchos países.
– Sí, exacto. ¿Y eso justifica que la gente entregue los ahorros de toda su vida a esas mafias que los introducen por la frontera? ¿Que muera asfixiada en camiones de transporte o aplastada en contenedores?
– Y no se olvide del Eurostar. ¿No se esconden bajo los vagones?
– ¡No me trate en plan condescendiente!
– No lo pretendo. Era por darle conversación -replicó Rebus concentrándose unos instantes en la conducción-. Bien, ¿a qué arte se dedica?
Ella no contestó de inmediato.
– Soy pintora. Hago sobre todo retratos… y algún paisaje.
– ¿Conoceré yo su firma?
– No tiene aspecto de coleccionista.
– En cierta ocasión tuve un H.R. Giger.
– ¿Auténtico?
Rebus negó con la cabeza.
– La funda de un LP, Brain Salad Surgery.
– Por lo menos recuerda el nombre del artista -dijo ella con un bufido, pasándose la mano por la nariz-. Mi nombre es Caro Quinn.
– ¿Caro es diminutivo de Caroline?
Ella asintió con la cabeza y Rebus tendió como pudo la mano derecha.
– John Rebus -dijo.
Quinn se quitó el guante de lana gris y se estrecharon la mano; el coche rozó la divisoria central de la carretera y Rebus se apresuró a enderezar la dirección.
– ¿Llegaremos enteros a Edimburgo? -comentó la pintora.
– ¿Dónde quiere que la deje?
– ¿Pasa cerca de Leith Walk?
– Mi comisaría está en Gayfield.
– Perfecto. Si no es mucha molestia, yo vivo en Pilrig Street.
– Muy bien.
Permanecieron unos minutos en silencio hasta que Quinn lo rompió:
– En Europa no trasladan al ganado como se hace con algunas de estas familias. En Gran Bretaña hay casi dos mil en centros de detención.
– Pero muchas consiguen quedarse, ¿no es cierto?
– No tantas. En Holanda están a punto de deportar a veintiséis mil personas.
– Qué barbaridad. ¿Cuántas hay en Escocia?
– Sólo en Glasgow once mil.
Rebus lanzó un silbido.
– Hace un par de años éramos el país que más solicitantes de asilo acogía.
– Yo pensaba que seguíamos siéndolo.
– La cifra va en franca disminución.
– ¿Porque se vive mejor en otros sitios?
Ella le miró y vio que era un sarcasmo.
– Porque cada vez endurecen más los controles.
– Pero hay trabajo para todos -comentó Rebus encogiéndose de hombros.
– ¿Y por eso hemos de ser menos compasivos?
– En mi trabajo no queda mucho tiempo para la compasión.
– ¿Por eso fue a Whitemire con un montón de juguetes?
– Me llaman Papá Noel.
Rebus aparcó en doble fila delante de una casa de apartamentos que ella le indicó.
– Suba un momento -dijo Quinn.
– ¿Para qué?
– Quiero enseñarle una cosa.
Cerró el coche, esperando que el dueño de un Mini que quedaba bloqueado no se molestara. La pintora dijo que vivía en el último piso; como los estudiantes, según la experiencia de Rebus, pero Quinn dio otra explicación:
– Dispongo de doble espacio porque la vivienda comunica con la buhardilla por una escalera.
Abrió el portal y Rebus se quedó rápidamente rezagado medio tramo de escalera y creyó oírle decir algo cuando ella entró en el piso -un nombre tal vez-, pero al meterse por el pasillo no vio a nadie. Quinn había dejado la mochila contra la pared y le hacía señas de que fuese hacia la empinada escalera que conducía a la buhardilla. Rebus respiró hondo un par de veces y se dispuso a escalar de nuevo.
Era una sola pieza con luz natural de cuatro grandes ventanas Velux. Había lienzos apoyados en las paredes y fotos en blanco y negro sujetas por chinchetas, que cubrían por completo las vigas del techo.
– Suelo trabajar a partir de fotos -dijo ella-. Quería que viera éstas.
Señaló unos primeros planos de rostros en los que la cámara había enfocado específicamente los ojos. Rebus vio desconfianza, miedo, curiosidad, indulgencia y buen humor. Tantas miradas por doquier le hacían sentirse como un objeto y así se lo dijo a ella, que se mostró complacida.
– En la próxima exposición que haga no voy a dejar un solo espacio en las paredes. Las cubriré totalmente con rostros pintados que exijan que se les haga caso.
– Rostros que nos miren -comentó Rebus asintiendo con la cabeza-. ¿Dónde las ha hecho?
– En muchos sitios: en Dundee, en Glasgow, en Knoxland.
– ¿Son todas de inmigrantes?
Ella asintió con la cabeza mirando las fotos.
– ¿Cuándo estuvo en Knoxland?
– Hace tres o cuatro meses. Pero me echaron a patadas al cabo de dos días.
– ¿A patadas?
– Bueno, digamos que me hicieron ver que allí estaba de más -replicó ella volviéndose.
– ¿Quién?
– La gente de allí, la intolerancia, las personas resentidas.
Rebus miró más detenidamente las fotos, pero no vio ninguna cara conocida.
– Algunos se niegan a que les hagan fotos, y yo lo respeto.
– ¿Pregunta sus nombres?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Conoció a alguien llamado Stef Yurgii?
Ella comenzó a negar con la cabeza, pero de pronto se puso tensa y abrió exageradamente los ojos.
– ¡Me está interrogando!
– Ha sido una simple pregunta -replicó él.
– Se hizo el amable ofreciéndose a llevarme en el coche… -añadió ella meneando la cabeza, contrariada por haber caído en la trampa-. Dios, y yo le invito a subir a mi casa.
– Caro, yo estoy resolviendo un caso, y si quiere que le diga la verdad, me ofrecí a traerla por simple curiosidad. Nada más.
Ella le miró a la defensiva cruzando los brazos.
– Curiosidad ¿por qué exactamente? -inquirió.
– No lo sé… Tal vez intrigado por el hecho de que se manifestara frente a Whitemire. No me pareció el prototipo.
– ¿Qué prototipo? -replicó ella entrecerrando los ojos.
Rebus se encogió de hombros.
– No iba despeinada y con guerrera, ni con mirada de mala leche y un perro atado con cuerda de tender… ni va atiborrada de piercings -dijo tratando de quitarle hierro al asunto.
Vio con alivio que ella se relajaba, le dirigía una breve sonrisa, bajaba los brazos y metía las manos en los bolsillos.
Abajo, en el piso, se oyó el llanto de un niño.
– ¿Es suyo? -preguntó Rebus.
– Ni siquiera estoy casada, de momento.
Empezó a bajar la estrecha escalera, mientras él lo pensaba un instante antes de seguirla, convencido de que todos aquellos ojos le miraban.
Vio una puerta abierta en el pasillo; la de un pequeño dormitorio con una cama donde una mujer de piel oscura y ojos somnolientos estaba sentada dando el pecho a una niña.
– ¿Estás bien? -preguntó Quinn a la joven.
– Bien -contestó ella.
– Te dejo, entonces -dijo Quinn cerrando la puerta.
– Te dejo -se oyó decir dentro del cuarto.
– ¿Sabe dónde la encontré? -preguntó la pintora a Rebus.
– ¿En la calle?
Ella negó con la cabeza.
– En Whitemire. Es enfermera y no le dejan trabajar aquí. En Whitemire hay médicos, maestros… -Sonrió al ver la cara que ponía él-. Pierda cuidado, que no la saqué a escondidas ni nada de eso. Si se avala a una persona con un dinero, dando una dirección, la ponen en libertad.
– ¿De verdad? No lo sabía. ¿Cuánto cuesta?
– ¿Está pensando en ayudar a alguien, inspector? -replicó ella sonriendo.
– No… Era por saberlo.
– Mucha gente como yo ha avalado a detenidos. Incluso algún diputado del parlamento escocés. -Hizo una pausa-. Lo dice por la señora Yurgii, ¿verdad? La vi volver al centro en un coche celular con los niños y no había pasado una hora cuando llegó usted con los juguetes. -Hizo otra pausa-. No aceptarán el aval.
– ¿Por qué no?
– Porque se considera que existe riesgo de fuga, probablemente debido a que su esposo se escabulló.
– Pero ha muerto.
– No creo que eso cambie las cosas -dijo ladeando la cabeza como estudiando sus facciones-. ¿Sabe una cosa? Tal vez le juzgué precipitadamente. ¿Tiene tiempo para tomar un café?
Rebus consultó el reloj fingiendo pensárselo.
– Tengo que hacer -contestó a la vez que sonaban unos bocinazos en la calle-. Además, habrá que apaciguar al conductor de ese Mini.
– Pues en otra ocasión.
– Eso es -asintió él tendiéndole una tarjeta-. Por detrás está anotado el número de mi móvil.
Ella sostuvo la tarjeta en la palma de la mano como sopesándola.
– Gracias por traerme -dijo.
– Avíseme cuando inaugure la exposición.
– Tendrá que venir con dos cosas: el talonario de cheques…
– ¿Y qué más?
– Su conciencia -añadió abriéndole la puerta.
Siobhan estaba harta de esperar. Había llamado de antemano al hospital y aunque solicitaron la presencia del doctor Cater por megafonía, éste no había aparecido, en vista de lo cual decidió ir personalmente en coche y preguntar por él en recepción. Volvieron a llamarle por los altavoces con idéntico resultado.
– Estoy segura de que está aquí -dijo una enfermera que pasó por su lado-. Le he visto hace media hora.
– ¿Dónde? -preguntó Siobhan.
Pero la enfermera no lo recordaba bien y mencionó varias posibilidades que ahora ella estaba verificando, a través de salas y pasillos, escuchando tras las puertas, atisbando por rendijas entre tabiques divisorios y esperando fuera de los cuartos de consulta a que salieran los pacientes para comprobar que el médico que los atendía no fuera Alexis Cater.
«¿En qué puedo servirle?» le habían preguntado más de diez veces, y tras preguntar por el doctor Cater, había recibido respuestas contradictorias.
«Puedes correr pero no esconderte», se dijo para sus adentros al entrar en un pasillo por el que sin lugar a dudas ya había pasado diez minutos antes. Se detuvo ante una máquina de bebidas y sacó un Irn-Bru, que fue bebiendo mientras proseguía su búsqueda. Sonó su móvil y por la pantalla vio que la llamada era de otro móvil.
– Diga -contestó doblando un recodo.
– ¿Shiv? ¿Es usted?
Se detuvo de pronto.
– Claro que soy yo. Está llamando a mi teléfono, ¿no?
– Bueno, si se pone así…
– Un momento, un momento -replicó ofuscada-. Le estoy buscando.
– He oído rumores -dijo Alexis Cater conteniendo la risa-. Me alegra saber que soy tan popular.
– Pero cayendo en picado al final de la lista en este momento. Creí que habíamos quedado en que me llamaría.
– ¿Ah, sí?
– Para darme detalles sobre su amiga Pippa -añadió Siobhan sin ocultar su exasperación, llevándose la lata a los labios.
– Se estropeará los dientes -dijo Cater.
– ¿Qué…?
De pronto cayó en la cuenta y, al darse la vuelta, vio que el médico la observaba por el cristal superior de una puerta batiente del centro del pasillo, y se dirigió hacia él enfurecida.
– Bonitas caderas -le oyó decir.
– ¿Cuánto tiempo lleva siguiéndome? -preguntó ella por el teléfono.
– Hace un rato -contestó él empujando el batiente y cerrando el teléfono al mismo tiempo que ella.
Llevaba la bata blanca abierta enseñando la camisa gris y una corbata verde guisante estrecha.
– Quizá tenga usted tiempo para jugar, pero yo no.
– ¿Y por qué se ha tomado la molestia de venir en coche hasta aquí? Habría bastado con una llamada.
– No respondía al teléfono.
Él hizo un mohín con sus gruesos labios carnosos.
– ¿Está segura de que no deseaba verme?
– Hablemos de su amiga Pippa -replicó ella entornando los ojos.
Él asintió con la cabeza.
– Se lo digo si tomamos una copa cuando acabe el trabajo.
– Me lo dice ahora.
– Buena idea, así tomaremos la copa sin hablar de negocios -dijo él metiendo las manos en los bolsillos-. Pippa trabaja con Bill Lindquist. ¿Le conoce?
– No.
– Es un capitoste de las relaciones públicas. Tuvo oficina en Londres, pero le gustaba el golf y se enamoró de Edimburgo. Jugó muchos partidos con mi padre… -añadió, comprobando que no impresionaba a Siobhan lo más mínimo.
– Deme la dirección de la firma.
– La encontrará en el listín por Lindquist Relaciones Públicas. Está en la Ciudad Nueva… puede que en India Street. Yo en su lugar llamaría antes. Las relaciones públicas dejan mucho que desear si te hacen calentar las posaderas en la sala de visitas.
– Gracias por el consejo.
– Bien, ¿qué hay de esa copa?
Siobhan asintió con la cabeza.
– ¿En el Opal Lounge a las nueve? -dijo.
– Muy bien.
– Estupendo -añadió ella con una sonrisa.
Comenzó a alejarse, pero él la llamó y Siobhan volvió la cabeza.
– ¿No irá a dejarme plantado?
– Tendrá que ir a las nueve para averiguarlo.
Le dijo adiós con la mano pasillo adelante. Sonó el móvil, se lo llevó al oído y oyó la voz de Cater:
– Decididamente, tiene espléndidas caderas, Shiv. Lástima que no les ofrezca un poco de aire y ejercicio.
Fue directamente a India Street y llamó previamente para asegurarse hora como máximo. Tal como había previsto, el tráfico de entrada a Edimburgo haría que ella tampoco llegase a la oficina de Lindquist antes de una hora. La firma ocupaba la planta baja de una casa georgiana clásica a la que se accedía por una escalinata curvilínea. Siobhan sabía que habían transformado en oficinas muchos edificios de la Ciudad Nueva, pero ahora gran parte de ellos volvían a convertirse en viviendas y en las calles se veían bastantes letreros que anunciaban «Se vende». Los edificios de la Ciudad Nueva no se prestaban a reformas según los parámetros modernos, ya que había muchos interiores catalogados como bien cultural protegido y no permitían el derribo de tabiques para hacer la instalación eléctrica, ni redistribuir el espacio o hacer añadidos; enseguida se echaba encima la burocracia municipal para preservar la celebrada «elegancia» de la Ciudad Nueva. Y cuando no lo hacía el Ayuntamiento, no faltaban asociaciones protectoras.
Éste fue el tema de conversación entre Siobhan y la recepcionista, quien le informó consternada de que Pippa llegaba con retraso. Le sirvió un café de máquina y le ofreció una galleta que sacó del cajón de su mesa, sin dejar de darle conversación entre llamada y llamada telefónica.
– El techo es fantástico, ¿verdad? -dijo.
Siobhan no tuvo más remedio que admitirlo al contemplar las elaboradas molduras.
– Tendría que ver la chimenea del despacho del señor Lindquist. Es algo… -añadió poniendo los ojos en blanco.
– ¿Fantástico? -aventuró Siobhan.
La recepcionista asintió con la cabeza.
– ¿Quiere otro café?
Siobhan rehusó porque no había probado el primero. Se abrió una puerta y asomó una cabeza de hombre.
– ¿Ha vuelto Pippa?
– Se retrasa, Bill -contestó la recepcionista en tono desolado.
Lindquist miró a Siobhan y cerró la puerta sin decir nada.
La recepcionista le dirigió una sonrisa y alzó levemente las cejas como elocuente gesto de que el señor Lindquist merecía también la consideración de fantástico. Tal vez en las relaciones públicas todos y todo eran fantásticos, pensó Siobhan.
Se abrió la puerta de entrada de golpe.
Entró una joven delgada con un traje sastre que moldeaba su figura.
– Gilipollas es lo que son…, una pandilla de gilipollas.
Lucía una melena pelirroja y carmín de labios brillante. Todo complementado con zapatos negros de tacón alto y medias negras. Sí, decididamente medias y no leotardos, pensó Siobhan.
– ¿Cómo demonios vamos a ayudarlos si son unos gilipollas de campeonato? ¡Dímelo, Sherlock, por favor! -añadió, dejando de golpe su cartera en el mostrador de recepción-. Zara, pongo a Dios por testigo de que si Bill vuelve a enviarme allí lo haré con una Uzi y toda la puta munición que quepa en esta cartera -exclamó dando palmetazos sobre el cuero y apercibiéndose en aquel momento de que Zara dirigía sus miradas hacia los sillones junto a la ventana.
– Pippa, esta señora te está esperando -dijo Zara temblorosa.
– Soy Siobhan Clarke -dijo ella dando un paso hacia la joven-. Una posible cliente… -Al ver la cara de horror de Greenlaw alzó una mano y añadió-: Era una broma. Soy policía.
– Lo de la Uzi no era en serio.
– Por supuesto; me consta que tiene fama de encasquillarse. Es mejor una Heckler and Koch.
Pippa Greenlaw sonrió.
– Pase a mi despacho, que voy a apuntármelo.
El despacho era probablemente el cuarto de la criada de la antigua mansión, estrecho, no muy largo y con ventanas con reja que daban a un aparcamiento reducido, en el que Siobhan vio un Maserati y un Porsche.
– Ése debe de ser su Porsche -comentó.
– Sí, claro. ¿No ha venido por eso?
– ¿Qué le hace pensarlo?
– Porque la maldita cámara junto al zoológico volvió a captarme la semana pasada.
– Yo no tengo nada que ver con eso. ¿Puedo sentarme?
Greenlaw frunció el ceño y asintió al mismo tiempo con la cabeza. Siobhan quitó unos papeles de una silla.
– Quiero hacerle unas preguntas sobre una fiesta de Lex Cater -dijo.
– ¿Cuál de ellas?
– Una de hará cosa de un año. La de los esqueletos.
– Ah… Estaba a punto de decirle que nadie recuerda nunca nada de las fiestas de Lex, por la cantidad de bebida, pero ésa sí la recuerdo. Al menos no se me ha olvidado lo del esqueleto -añadió con una mueca-. El cabrón no dijo que era auténtico hasta después de besarlo yo.
– ¿Lo besó?
– Fue por una apuesta. -Hizo una pausa-. Después de una buena docena de copas de champán. Había también uno de niño -agregó con otra mueca-. Ahora lo recuerdo.
– ¿Y recuerda quiénes asistieron?
– Los de siempre, probablemente. ¿De qué se trata?
– Al final de la fiesta desaparecieron los esqueletos.
– ¿Ah, sí?
– ¿Lex no se lo dijo?
Pippa negó con la cabeza. Su rostro estaba cubierto de pecas que el bronceado no ocultaba del todo.
– Yo pensé que los habría tirado.
– Usted fue a la fiesta con una pareja.
– Pareja nunca me falta, querida.
Se abrió la puerta y apareció la cabeza de Lindquist.
– Pippa, te espero en mi despacho ¿Dentro de cinco minutos…?
– No hay problema, Bill.
– ¿Qué tal la reunión?
Ella se encogió de hombros.
– Perfecto, Bill. Lo que tú dijiste.
Él sonrió y volvió a desaparecer. Siobhan pensó si realmente habría un cuerpo unido al cuello y la cabeza; tal vez el resto fueran cables y metal. Aguardó un instante antes de reanudar la conversación.
– Seguro que le oyó entrar, a menos que tenga el despacho insonorizado.
– Bill sólo oye las buenas noticias; es su regla de oro. ¿A qué viene este interrogatorio sobre la fiesta de Lex?
– Porque los esqueletos han reaparecido en un sótano del callejón Fleshmarket.
– ¡Sí que lo oí por la radio! -dijo Greenlaw con los ojos muy abiertos.
– ¿Y qué pensó?
– Mi primera reacción fue pensar que se trataba de un truco publicitario.
– Los cubría un suelo de hormigón.
– Y aparecieron al cambiarlo.
– Al cabo de casi un año…
– Prueba de premeditación… -añadió Greenlaw no tan tajante-. De todos modos, no veo qué tiene eso que ver conmigo -dijo, inclinándose hacia delante con los codos apoyados en la mesa, que sólo ocupaba un portátil fino plateado sin impresora ni cables.
– Pues que usted fue con alguien, y Lex dice que pudo ser su acompañante quien se llevó los esqueletos.
– ¿Con quién fui yo? -preguntó Greenlaw desconcertada.
– Es lo que quiero que me diga. Lex cree recordar que era futbolista.
– ¿Un futbolista?
– Le conoció por su trabajo.
Greenlaw reflexionó un instante.
– No creo que en mi vida haya… Un momento, sí que conocí a uno -dijo alzando la cabeza hacia el techo y dejando ver un cuello esbelto-. No era un futbolista de verdad… Jugaba en un equipo de aficionados. Dios, ¿cómo se llamaba…? ¡Barry! -exclamó mirando con cara de triunfo a Siobhan.
– ¿Barry?
– O Gary… Algo así.
– Debe de conocer a muchos hombres.
– No tantos, la verdad. Pero sí a muchos olvidables, como ese Barry o Gary.
– ¿No recuerda el apellido?
– Seguramente ni me lo dijo.
– ¿Dónde le conoció?
Greenlaw volvió a pensar.
– Casi con toda seguridad en un bar… o en alguna fiesta o lanzamiento de campaña de algún cliente -dijo sonriente como pidiendo disculpas-. Fue un ligue de una noche y era bastante guapo como acompañante. En realidad, ahora creo que me acuerdo. Sí, a Lex debió de chocarle.
– Chocarle ¿en qué sentido?
– Pues… porque era un poco rudo.
– Rudo ¿hasta qué extremo?
– Dios, no digo que fuera uno de esos moteros, sino que era un poco… -añadió sin encontrar la palabra adecuada-. Era más «proleta» que los que yo suelo ligar.
Volvió a encogerse de hombros disculpándose y se reclinó en el asiento, balanceándolo suavemente con las manos unidas por la yema de los dedos.
– ¿Tiene idea de dónde era, dónde vivía o de qué trabajaba?
– Creo recordar que tenía un piso en Corstorphine… aunque no estuve en él. Era… -Cerró los ojos un instante-. No, no recuerdo de qué trabajaba, pero presumía de dinero.
– ¿Y su aspecto físico?
– Llevaba el pelo descolorido con vetas oscuras. Era fuerte, presumía de paquete… Lleno de energía en la cama, pero sin finura. Ni tampoco muy dotado.
– Bueno, creo que es suficiente.
Ambas intercambiaron una mirada.
– Parece cosa de hace mil años -comentó Greenlaw.
– ¿No ha vuelto a verle?
– No.
– No habrá conservado su número de teléfono…
– El día de Año Nuevo hago una pira funeraria con esos papelitos con números e iniciales de gente a quien nunca más vas a llamar y de algunos que ni recuerdas cómo los conociste. Todos esos hipócritas insoportables y horteras que te tocan el culo bailando o que en los cócteles te soban una teta como si por trabajar en relaciones públicas fueses una mujer pública… -añadió Greenlaw con un gruñido.
– ¿Ha bebido por casualidad algo en la reunión que ha tenido esta tarde?
– Champán.
– ¿Y ha vuelto en el Porsche?
– Por Dios, ¿me va a hacer la prueba de alcoholemia, agente?
– La verdad es que estoy impresionada porque no me he percatado hasta ahora.
– Lo malo del champán es que me pone sedienta -dijo consultado el reloj-. ¿Le apetece tomar algo?
– Zara tiene café -replicó Siobhan.
Greenlaw arrugó la nariz.
– Tengo que hablar con Bill. Pero luego se acabó la jornada.
– Suerte la suya.
Greenlaw avanzó el labio inferior.
– ¿Y más tarde? -dijo.
– Le diré un secreto: Lex estará a las nueve en el Opal Lounge.
– ¿Ah, sí?
– Estoy segura de que le invitará a una copa.
– Pero aún faltan muchas horas -protestó Greenlaw.
– Piénselo -añadió Siobhan poniéndose en pie-. Y gracias por atenderme.
Iba a marcharse ya cuando Greenlaw le hizo una seña para que se sentara y rebuscó en los cajones de la mesa hasta encontrar una libreta y un bolígrafo.
– ¿De qué marca era esa metralleta que mencionó? -preguntó.
En Knoxland una grúa cargaba ya la caseta en un camión. Se veía gente tras los cristales de las ventanas de los pisos observando la maniobra. Habían hecho nuevas pintadas en la caseta desde la última vez que había estado Rebus, la ventana tenía aún más destrozos y había señales de fuego en la puerta.
– Y en el techo -añadió Shug Davidson-. Tiraron un neumático viejo y periódicos impregnados con fluido de encendedor.
– Me sorprende.
– ¿El qué?
– Lo de los periódicos. ¿Tú crees que en Knoxland alguien los lee?
Davidson reaccionó con una breve sonrisa y cruzó los brazos.
– A veces me pregunto por qué nos esforzamos tanto.
Mientras hablaba vieron que del bloque más próximo salían los dos agentes con Gareth Baird. Los tres tenían cara de aturdidos y cansados.
– ¿Nada? -preguntó Davidson.
Uno de los agentes negó con la cabeza.
– Hemos llamado a cuarenta o cincuenta viviendas y nada.
– ¡Yo no vuelvo! -protestó Gareth.
– Volverás si te lo mandamos -le advirtió Rebus.
– ¿Le llevamos a su casa? -preguntó el agente.
Rebus negó con la cabeza mirando a Gareth.
– Que vaya en autobús. Hay uno cada media hora.
– ¿Después de todo lo que he hecho? -protestó Gareth estupefacto.
– No, hijo -replicó Rebus-. «Por» todo lo que has hecho. Apenas has comenzado a pagar las consecuencias. Allí tienes la parada del autobús -añadió señalando hacia la carretera de dos carriles-. Puedes atajar por el pasaje subterráneo, si tienes valor.
Gareth miró a su alrededor y no vio más que caras hostiles.
– Bueno, pues muchísimas gracias, ¿eh? -murmuró echando a andar.
– Vuelvan a la comisaría, muchachos -dijo Davidson-. Lamento que no hayan sacado nada en limpio.
Los agentes asintieron con la cabeza y se dirigieron al coche patrulla.
– Verás qué sorpresa se llevan -comentó Davidson-. Les han estampado un paquete de huevos en el parabrisas.
Rebus balanceó la cabeza de un lado a otro.
– ¿Tú crees que en Knoxland compran alimentos frescos? -dijo.
Davidson no sonrió porque sonó el móvil; Rebus oyó el soniquete del Scots Wha Hae y Davidson se encogió de hombros.
– Uno de mis hijos lo toqueteó anoche y se me olvidó cambiarlo -dijo al tiempo que respondía a la llamada, mientras Rebus escuchaba-. Ah, sí, señor Allan -añadió poniendo los ojos en blanco-. Sí, eso es. ¿Eso hizo? -inquirió mirando fijamente a Rebus-. Muy interesante. ¿Podría hablar personalmente con usted? -preguntó consultando el reloj-. Hoy mismo si puede ser. En este momento estoy libre, si le viene bien… Estaríamos ahí en unos veinte minutos. Sí, desde luego. Gracias. Adiós.
Davidson cortó la comunicación y permaneció mirando el teclado.
– ¿Señor Allan? -preguntó Rebus.
– Rory Allan -dijo Davidson distraídamente.
– ¿El director del Scotsman?
– Un periodista del departamento de noticias dice que recibieron una llamada hará una semana de alguien con acento extranjero que dijo llamarse Stef.
– ¿Stef Yurgii?
– Es probable… Dijo que era periodista y que tenía un tema para escribir un artículo.
– ¿Sobre qué?
Davidson se encogió de hombros.
– Por eso voy a hablar con Rory Allan.
– ¿Quieres que te acompañe, muchacho? -dijo Rebus con su mejor sonrisa.
Davidson reflexionó un instante.
– En realidad, debería venir Ellen…
– Pero no está.
– Podría llamarla.
Rebus puso cara de ofendido.
– ¿Me marginas, Shug?
Davidson se mostró indeciso un momento antes de guardarse el móvil en el bolsillo.
– Sólo si te portas bien -dijo.
– Por el honor de Escocia -respondió Rebus con un saludo militar.
– Que Dios me ayude -comentó Davidson, como arrepintiéndose de haber consentido.
El periódico de gran formato de Edimburgo tenía su sede en un edificio nuevo en Holyrood Road frente a la BBC, con una buena panorámica de las grúas que cubrían el cielo sobre las obras en marcha del nuevo parlamento escocés.
– Me pregunto si estará terminado antes de que el coste nos hunda -musitó Davidson al entrar en el edificio del Scotsman.
El vigilante de seguridad les franqueó el torniquete, indicándoles que tomaran el ascensor hasta el primer piso; al salir vieron más abajo a los periodistas en la planta diáfana. El fondo era una pared de cristal con vistas a los riscos de Salisbury. Afuera, en la terraza, había fumadores en acción, lo que recordó a Rebus que no se podía fumar allí dentro. Rory Allan vino a su encuentro.
– Inspector Davidson… -dijo dirigiéndose instintivamente a Rebus.
– Yo soy el inspector Rebus y, a pesar de mi aspecto, el jefe es él.
– Me confieso culpable de discriminación por edad -dijo Allan estrechando la mano a Rebus antes que a Davidson-. Hay una sala de reunión libre; vengan por aquí.
Pasaron a un cuarto largo y estrecho con una mesa oval en medio.
– Huele a nuevo -comentó Rebus mirando el mobiliario.
– Es que lo usamos poco -dijo el editor.
Rory Allan tenía algo más de treinta años, una alopecia prematura, ya con canas, y usaba gafas tipo John Lennon. Había dejado la chaqueta en su despacho y lucía corbata roja de seda sobre una camisa azul claro, que llevaba arremangada como un trabajador cualquiera.
– Siéntense, por favor. ¿Quieren un café?
– No, muchas gracias, señor Allan.
Allan asintió con satisfacción.
– Pues, vamos al grano… Comprenderán que podríamos haber publicado el asunto, dejándoles a ustedes las averiguaciones.
Davidson asintió levemente con la cabeza. Llamaron a la puerta.
– ¡Adelante! -vociferó Allan.
Entró una versión en pequeño del director, con el mismo peinado, las mismas gafas, y camisa con las mangas remangadas.
– Les presento a Danny Watling. Es nuevo en la plantilla. Le he convocado a la reunión para que él mismo se lo explique -dijo Allan, haciendo una seña al periodista para que se sentara.
– No hay mucho que explicar -dijo Danny Watling en voz tan baja que a Rebus, que estaba sentado en el extremo contrario de la mesa, le costó oírlo-. Estaba en recepción y atendí una llamada de alguien que dijo ser periodista y que tenía un tema para escribir un artículo.
Shug Davidson apoyó las manos entrelazadas en la mesa.
– ¿Dijo de qué tema se trataba?
Watling negó con la cabeza.
– Hablaba con cautela… y en un inglés poco claro. Como si estuviera sacando las palabras del diccionario.
– O las leía, tal vez -apuntó Rebus.
Watling reflexionó un instante.
– Sí, quizá las leía.
Davidson preguntó a Rebus que por qué lo decía.
– Podría habérselas escrito su amiga, que habla mejor inglés -contestó él.
– ¿Le dijo cómo se llamaba? -preguntó Davidson al periodista.
– Sí; Stef.
– ¿No dijo el apellido?
– Tengo la impresión de que no quería decírmelo -contestó Watling mirando al director-. La verdad es que recibimos docenas de llamadas de perturbados…
– Quizá Danny no lo tomó tan en serio como debía -comentó Allan quitándose una mota imaginaria del pantalón.
– No, es que… -dijo Watling ruborizándose-. Yo le dije que normalmente no trabajamos con periodistas por cuenta propia, pero que si quería contárselo a alguien podríamos incluir su nombre en la firma.
– ¿Y él qué dijo? -inquirió Rebus.
– Creo que no lo entendió. Eso me hizo sospechar.
– ¿No sabía qué quería decir «por cuenta propia»? -dijo Davidson.
– No. Yo creo que antes quería hablar personalmente conmigo.
– ¿Y usted se negó?
– Oh, no -replicó Watling irguiéndose-. Le dije que de acuerdo, y quedamos citados a las diez de la noche frente a Jenner's.
– ¿Los grandes almacenes? -preguntó Davidson.
Watling asintió con la cabeza.
– Era el único lugar que conocía; yo señalé varios pubs, incluso los más famosos, que hasta los turistas saben donde están, pero me dio la impresión de que no conocía Edimburgo.
– ¿Le pidió usted que diera él algún lugar de cita?
– Le dije que nos viésemos donde él quisiera, pero no se le ocurría nada y entonces le señalé Princes Street, me dijo que sabía dónde estaba y le cité en el punto más visible.
– ¿Y no se presentó? -aventuró Rebus.
El periodista negó despacio con la cabeza.
– Probablemente debió de ser la noche antes de su muerte.
Se hizo un silencio.
– Puede ser algo o nada -comentó Davidson sin poder evitarlo.
– Podría ser un móvil -añadió Rory Allan.
– Otro móvil, querrá decir -replicó Davidson-. Los periódicos, creo que incluido el suyo, señor Allan, de momento se contentan con presentarlo como un crimen racista.
– Es una simple especulación -comentó el director encogiéndose de hombros.
Rebus miró al periodista.
– ¿Conserva notas de la conversación? -preguntó.
Watling asintió, ladeó la cabeza y miró a su jefe, quien, a su vez, dio el visto bueno con otra inclinación de cabeza. Watling tendió a Davidson una hoja de libreta doblada. Davidson la examinó unos segundos y se la pasó a Rebus a través del tablero de la mesa.
Stef… ¿Europeo del este?
Periodista. Artículo
22 h. Jenner's.
– No nos procura lo que yo llamo una nueva perspectiva -dijo Rebus con voz queda-. ¿No volvió a llamar?
– No.
– ¿A nadie más de la plantilla?
El joven negó con la cabeza.
– Y cuando habló con usted, ¿era la primera llamada que hacía?
El periodista asintió con la cabeza.
– Supongo que no le pediría un número de teléfono ni averiguó desde dónde llamaba.
– Me pareció una cabina por el ruido de tráfico.
Rebus pensó en la parada de autobús en un extremo de Knoxland, a cincuenta metros de la cual había una cabina junto a la calzada.
– ¿Sabemos desde dónde se hizo la llamada del nueve nueve nueve? -preguntó a Davidson.
– Desde la cabina próxima al paso subterráneo -dijo Davidson.
– Tal vez la misma -comentó Watling.
– Casi es tema para un nuevo artículo. «Descubierta en Knoxland una cabina telefónica que funciona» -dijo el director en broma.
Shug Davidson miró a Rebus, quien alzó un hombro para darle a entender que no tenía nada más que preguntar, y ambos se pusieron en pie.
– Bien, gracias por avisarnos, señor Allan. Ha sido muy amable.
– Sé que no es gran cosa…
– No deja de ser otra pieza del rompecabezas.
– ¿Y cómo va el rompecabezas, inspector?
– Tenemos terminados los bordes pero nos falta llenarlo, por así decirlo.
– Lo más difícil -comentó Allan en tono simpático.
Se dieron la mano unos a otros, Watling volvió a su mesa y Allan les dijo adiós con la mano cuando entraron en el ascensor. En la calle, Davidson señaló un café en la otra acera.
– Invito yo -dijo.
Rebus encendió un pitillo.
– Estupendo; espera un minuto que me lo fume -dijo aspirando con ganas, echando el humo por la nariz y quitándose una hebra de tabaco de la lengua-. Así que un rompecabezas, ¿eh?
– Las personas como Allan piensan con arreglo a estereotipos… pero yo le daría uno para resolver.
– Lo que sucede con los rompecabezas -añadió Rebus- es que dependen del número de piezas que tengan.
– Es cierto, John.
– ¿Cuántas piezas tenemos de éste?
– A decir verdad, la mitad están en el suelo y algunas quizá debajo del sofá y de la alfombra. Bueno, ¿te fumas esa porquería de una vez? Necesito un café solo ya.
– Qué pena da ver a alguien tan adicto -dijo Rebus, dando la última profunda calada al cigarrillo.
Cinco minutos después estaban sentados ante sendos cafés y Davidson masticaba trocitos pegajosos de pastel de cereza.
– Por cierto -comentó entre dos bocados, dando unas palmaditas en el bolsillo de su chaqueta-, tengo algo para ti. La grabación de la llamada de socorro -añadió sacando un casete.
– Gracias.
– Se la hice escuchar a Gareth Baird.
– ¿Y era la amiga de Yurgii?
– No estaba seguro. Tal como dijo, no es precisamente Dolby Pro Logic.
– Gracias, de todos modos -dijo Rebus guardándosela.
La escuchó en el coche camino de casa, manipulando bajos y agudos, pero sin apenas mejorar la calidad. Era una voz angustiada de mujer interrumpida por la serenidad profesional de la telefonista.
«Se muere…, se muere…¡Dios mío!»
«¿Puede darme una dirección, señora?»
«Knoxland… En medio de los bloques… Los altos… En el suelo…»
«¿Quiere una ambulancia?»
«Muerto… muerto…» Gritos de dolor y sollozos.
«Hemos avisado a la policía. ¿Puede esperar hasta que llegue, por favor? ¿Señora? Escuche, señora…»
«¿Qué? ¿Qué?»
«¿Me da su nombre, por favor?»
«Le han matado… Él dijo… Oh, Dios mío…»
«La ambulancia está en camino. ¿No puede precisar la dirección? Señora…Señora, ¿sigue al habla?»
No. La comunicación había concluido. Rebus se preguntó si habría usado la misma cabina que Stef cuando llamó al Scotsman. Y le intrigaba qué tema sería para tanto insistir en contárselo personalmente al periodista. Stef Yurgii, con su instinto de periodista, hablando con los inmigrantes de Knoxland… y decidido a que nadie le robara el artículo. Volvió a pasar la cinta.
«Le han matado… Él dijo…»
Dijo, ¿el qué? ¿Le previno a ella de lo que iba a suceder? ¿Le dijo que su vida corría peligro?
¿Por un artículo?
Rebus puso el intermitente y paró junto al bordillo. Volvió a escuchar la cinta de un tirón a todo volumen. El zumbido de fondo perduró en sus oídos después de apagar el casete. Era como si por efecto de la altitud sus oídos fuesen a destaponarse.
Era un crimen racista, por odio. Feo y simple; un asesino resentido y retorcido que descargaba su rencor con aquel acto.
¿Qué, si no?
Niños sin padre, guardianes con lavado de cerebro que sospechaban de unos juguetes, neumáticos ardiendo sobre una caseta…
«¿Qué es lo que está sucediendo en este país, por el amor de Dios?», pensó. Pero el mundo seguía su curso sin preocuparse: caravanas de coches de regreso a casa y peatones que no levantan la vista del suelo ante sus pies; ojos que no ven, corazón que no siente. Un mundo feliz esperando la inauguración del nuevo parlamento, un país con una población envejecida, perdiendo sus talentos por los cuatro puntos cardinales y hostil al turismo y a los inmigrantes.
– Por el amor de Dios -musitó apretando las manos sobre el volante.
Vio que unos metros más adelante había un pub. A lo mejor le multaban pero se arriesgaría.
Pero no… Si hubiera querido beber habría ido camino del Oxford y ahora iba camino de casa como los demás trabajadores. Se daría un baño caliente y reposado y se tomaría un par de chupitos de whisky. Tenía unos cuantos cedes por escuchar, comprados el último fin de semana: Jackie Leven, Lou Reed, los Bluesbreakers de John Mayall, y además los que le había prestado Siobhan: Show Patrol y Grant-Lee Phillips, que ya hacía una semana había prometido devolvérselos.
Podía tal vez llamarla para ver si estaba libre. No saldrían a tomar una copa; cenarían algo con una cerveza en su casa o en la de ella, escucharían música y charlarían. Las cosas habían estado un tanto extrañas desde aquella ocasión en que la había abrazado y besado en la boca. No habían hablado de ello porque él sabía que ella quería olvidarlo. Pero eso no significaba que no pudieran reunirse para compartir la cena. ¿No?
Claro, que a lo mejor ella tenía otros planes. No le faltaban amigos, al fin y al cabo. ¿Y él qué tenía? Con tantos años en aquella ciudad, haciendo aquel trabajo, ¿a él qué le esperaba en casa?
Fantasmas. Noches en vela ante la ventana mirando su propio reflejo.
Pensó en Caro Quinn, rodeada de ojos… Sus propios fantasmas. Le interesaba en cierto modo porque representaba un reto: él con sus prejuicios y ella con los suyos. Se preguntaba hasta qué punto tendrían algo en común. Le había dejado el número de teléfono, pero dudaba mucho que le llamara. Si optaba por beber, bebería solo, y se convertiría en lo que su padre llamaba «reyes de la cebada», esos hombres hoscos amargados que, sentados en la barra frente al botellero con las medidas, beben el whisky más barato sin hablar con nadie porque han renegado de la sociedad y no saben ya conversar ni reír. Los reyes de un solo súbdito.
Finalmente, sacó la cinta. Se la devolvería a Shug. No iba a revelar ningún secreto inesperado. A él lo único que le decía era que había una mujer que quería a Stef Yurgii. Una mujer que tal vez supiera cómo había muerto. Una mujer que se escondía.
¿A qué preocuparse? Deja el trabajo en la comisaría, John. Debes considerarlo sólo eso: un trabajo. No se merecían más los cabrones que le habían destinado a un rinconcito de Gayfield Square. Sacudió la cabeza, se rascó la coronilla para aclarar ideas y dándole al intermitente se reintegró al río del tráfico.
Iría a casa y que le dieran por saco al mundo.
– ¿John Rebus?
Era un hombre negro; alto y musculoso. Al surgir de la oscuridad, lo primero que Rebus vio fue el blanco de los ojos.
Le esperaba en el fondo del portal, al lado de la puerta trasera que daba paso a la zona de césped llena de hierbajos, una zona de atracos. Rebus se puso en tensión a pesar de haber sido interpelado por su nombre.
– ¿Es el inspector John Rebus?
El hombre negro tenía el pelo muy corto y vestía un traje elegante, con camisa roja, sin corbata. Sus orejas eran pequeños triángulos casi sin lóbulos. Estaba a un paso de él y se miraron los dos sin pestañear unos veinte segundos.
Rebus llevaba una bolsa en la mano derecha con una botella de whisky de veinte libras y no estaba dispuesto a estampársela en la cabeza si no era estrictamente necesario. Sin saber por qué pensó en un chiste de Chic Murray: un hombre cae al suelo con una botella en el bolsillo, siente algo húmedo, se palpa y exclama: «¡Gracias a Dios que es sangre!».
– ¿Quién diablos es usted?
– Perdone si le he asustado.
– ¿Quién ha dicho eso?
– No irá a sacudirme con eso que lleva en la bolsa.
– No lo sé. ¿Quién es y qué quiere?
– ¿Le parece bien que le enseñe el carnet? -preguntó el hombre sin decidirse a llevarse la mano al bolsillo interior de la chaqueta.
– Hágalo.
Sacó una cartera y la abrió con un movimiento. Se llamaba Felix Storey y era oficial de Inmigración.
– ¿Felix? -preguntó Rebus enarcando una ceja.
– Significa feliz; es mi nombre.
– Y el de un gato de cómic.
– Sí, claro, también -añadió Storey guardándose la cartera-. ¿Lleva algo de beber en la bolsa?
– Puede ser.
– Veo que es de una tienda de licores autorizada.
– Muy observador.
– Por eso estoy aquí -dijo Storey sonriendo.
– ¿Y por qué?
– Porque usted, inspector, fue observado anoche saliendo de un local llamado The Nook.
– ¿Ah, sí?
– Tengo unas cuantas fotos de doce por veinticuatro centímetros que lo demuestran.
– ¿Y qué demonios tiene todo eso que ver con Inmigración?
– Se lo cuento a cambio de un trago.
A Rebus le bailaban una docena de preguntas en la cabeza, pero le estaba pesando la bolsa, asintió imperceptiblemente y comenzó a subir la escalera seguido de Storey. Sacó la llave, abrió la puerta y apartó de una patada el correo, que fue a parar encima del montón del día anterior. Fue a la cocina, logró encontrar dos vasos limpios y condujo a Storey al cuarto de estar.
– No está mal -comentó éste mirando la habitación-. Techos altos y ventanal. ¿Son tan grandes todos los pisos en este barrio?
– Los hay más grandes -contestó Rebus, que había sacado la botella de la caja y desenroscaba el tapón-. Siéntese.
– Me vendrá bien un trago de escocés.
– Aquí no lo llamamos así.
– ¿Cómo, entonces?
– Whisky o malta.
– ¿Y por qué no escocés?
– Creo que se debe a la época en que «escocés» era insultante.
– ¿Un término peyorativo?
– Si es el vocablo elegante…
Storey sonrió dejando ver unos dientes relucientes.
– En mi trabajo hay que conocer la jerga legal -dijo levantándose ligeramente del sofá y cogiendo el vaso que le tendía Rebus-. Salud.
– Slainte.
– Es una palabra gaélica, ¿verdad? -Rebus asintió con la cabeza-. ¿Habla gaélico?
– No.
Storey reflexionó un instante saboreando el trago de Lagavulin y asintió con la cabeza complacido-. Sí que es fuerte…
– ¿Quiere agua?
El inglés negó con la cabeza.
– Su acento es de Londres, ¿verdad? -dijo Rebus.
– Exacto; de Tottenham.
– Yo estuve una vez en Tottenham.
– ¿Para ver un partido de fútbol?
– Para un caso de homicidio. Un cadáver que apareció en un canal.
– Creo recordarlo. Yo era niño…
– Gracias por el cumplido -dijo Rebus sirviéndose más whisky y ofreciendo la botella a Storey.
Éste la cogió y se sirvió.
– Bien, es de Londres y trabaja para Inmigración. Y por algún motivo tiene bajo vigilancia The Nook.
– Exacto.
– Eso explica que me viera, pero no que sepa quién soy.
– Contamos con ayuda del DIC de Edimburgo. No puedo mencionar nombres, pero el agente les reconoció inmediatamente a usted y a la sargento Clarke.
– Es interesante.
– Ya le digo que no puedo mencionar nombres.
– Bien, ¿y por qué le interesa The Nook?
– ¿Y a usted?
– Yo he preguntado primero… Pero, a ver si lo adivino: porque algunas de las chicas del club son extranjeras.
– Sí, claro.
Rebus entrecerró los ojos levemente por encima del borde del vaso.
– ¿Y no está allí por eso?
– Antes de que se lo explique, tengo que saber qué hacía allí.
– Acompañaba a la sargento Clarke que tenía que hacer unas preguntas al dueño.
– ¿Qué preguntas?
– Ha desaparecido una joven y a sus padres les preocupa que acabe en un local como The Nook -respondió Rebus encogiéndose de hombros-. Simplemente eso. La sargento Clarke conoce a los padres y les hace ese favor.
– ¿No le apetecía ir al local sola?
– No.
Storey, sin decir nada, reflexionó mirando morosamente el vaso al tiempo que lo agitaba.
– ¿Le importa que lo verifique con ella? -dijo.
– ¿Cree que miento?
– No necesariamente.
Rebus le miró enfurecido, sacó el móvil del bolsillo y llamó a Siobhan.
– ¿Siobhan? ¿Te interrumpo? -Escuchó la respuesta sin apartar los ojos de Storey-. Escucha, tengo una visita; uno de Inmigración que quiere saber qué hacíamos en The Nook. Te lo paso.
Storey cogió el teléfono.
– ¿Sargento Clarke? Me llamo Felix Storey. Ya se lo explicará el inspector Rebus, de momento sólo quiero que me confirme a qué fueron a The Nook. -Hizo una pausa y escuchó-. Sí, eso es lo que el inspector me ha dicho. Gracias por la información y perdone la molestia.
Devolvió el teléfono a Rebus.
– Adiós, Shiv. Luego hablamos. Ahora le toca al señor Storey -espetó Rebus, y cerró el teléfono.
– No tenía por qué hacer eso -dijo el funcionario de Inmigración.
– Es preferible dejar las cosas claras.
– Me refiero a que no había necesidad de que usara el móvil habiendo un teléfono fijo -añadió Storey señalando la mesa con la barbilla-. Habría sido mucho más barato.
Rebus sonrió finalmente, y Storey dejó el vaso en la alfombra y juntó las manos.
– No puedo correr riesgos en el caso que investigo.
– ¿Por qué?
– Porque tal vez haya un par de policías implicados -dijo Storey con una pausa-. Aunque no tengo pruebas de ello. Simplemente podría ser, porque los tipos que persigo no dudarían ni un instante en sobornar a todo un cuerpo.
– Será que en Londres no hay policías corruptos.
– Sí que los habrá.
– Si las bailarinas no son ilegales, quien va contra la ley debe de ser Stuart Bullen -espetó Rebus.
El funcionario de Inmigración asintió despacio con la cabeza.
– Y que alguien venga desde Londres y autoricen el gasto de montar vigilancia…
Storey continuó asintiendo.
– Es un caso importante -dijo-. Podría ser muy importante -añadió cambiando de postura en el sofá-. Mis padres llegaron a este país en los años cincuenta. De Jamaica a Brixton; dos emigrantes entre muchos otros. Era una época de inmigración, pero incomparable a la que vivimos ahora, en que desembarcan ilegalmente miles de personas al año… pagando en muchos casos una buena cantidad por ello. Los sin papeles se han convertido en un gran negocio, inspector. Pero sucede que no se los ve hasta que algo sale mal.
Hizo una pausa y dio pie a una pregunta de Rebus.
– ¿Hasta qué punto está Bullen implicado?
– Creemos que tal vez dirija toda la operación en Escocia.
– ¿Ese mequetrefe? -dijo Rebus con desdén.
– Es hijo de su padre, inspector.
– Chicory Tip -musitó Rebus y, al ver la cara de sorpresa de Storey, añadió-: Tuvieron una canción de éxito llamada Hijo de mi padre… Usted no la habrá oído. ¿Cuánto tiempo lleva vigilando The Nook?
– Desde la semana pasada.
– ¿Están en la tienda de prensa cerrada? -aventuró Rebus, recordando el local de la acera de enfrente del club con el escaparate pintado de blanco.
Storey asintió con la cabeza.
– Bueno, yo, que he estado en The Nook, puedo decirle que no creo que haya cuartos atiborrados de ilegales -puntualizó Rebus.
– Yo no insinúo que los oculte allí.
– Ni he visto ningún montón de pasaportes falsos.
– ¿Entró al despacho?
– No me pareció que ocultase nada; tenía abierta la caja fuerte.
– ¿No sería para despistar? -aventuró Storey-. Cuando le dijeron a qué iban, ¿advirtieron algún cambio de actitud? ¿Se relajó un poco?
– No advertí nada que indicase que le preocupase otra cosa. Bien, ¿qué es exactamente lo que creen que hace?
– Él es un eslabón de la cadena, y ése es uno de los problemas: que no sabemos cuántos eslabones hay ni la función que cada uno desempeña.
– Me da la impresión de que lo que saben es la raíz cuadrada de cero.
Storey optó por no contradecirle.
– ¿Cómo conoció a Bullen? -preguntó.
– Ni sabía de su presencia en Edimburgo -contestó Rebus.
– ¿Pero sabía quién era?
– Conocía a su familia; de oídas, no vaya a pensar.
– No estoy insinuando nada, inspector.
– Pero lo parece, lo que viene a ser lo mismo. Y con poca sutileza.
– Lo siento si se lo ha parecido…
– Me lo parece. Y aquí nos tiene, compartiendo el whisky-añadió Rebus moviendo la cabeza de un lado a otro.
– Conozco su reputación, inspector, y nada de lo que me han dicho me impulsa a pensar que esté en connivencia con Stuart Bullen.
– Quizá porque no ha hablado con quien tenía que hablar -replicó Rebus sirviéndose más whisky sin ofrecerle a Storey-. Bien, ¿qué espera encontrar espiando en The Nook? Aparte de polis corruptos.
– Socios, indicios y alguna pista.
– ¿Porque las antiguas no llevan a ninguna parte? ¿Qué pruebas de convicción tiene?
– Su nombre ha salido a relucir…
Rebus aguardó a que dijera algo más, pero, al ver que callaba, lanzó un bufido.
– ¿Una delación anónima? Podría tratarse de cualquiera de la competencia del triángulo púbico para hundirle.
– Ese club es una buena tapadera.
– ¿Ha estado en él?
– Aún no.
– ¿Por temor a llamar la atención?
– ¿Lo dice por mi color de piel? -Storey se encogió de hombros-. Tal vez. No se ven muchos negros por Edimburgo, pero eso cambiará. Que quieran verlos o no es otro cantar -añadió echando otra mirada al cuarto-. Bonito piso.
– Se repite.
– ¿Hace mucho que vive aquí?
– Unos veinte años.
– Son muchos años… ¿Y soy yo la primera persona negra que invita a entrar?
Rebus reflexionó un instante.
– Probablemente -contestó.
– ¿Algún chino, algún asiático? -Rebus optó por no responder-. Lo que pretendo decir…
– Escuche -le interrumpió Rebus-. Ya estoy muy harto. Acabe el whisky y puerta… y no es porque sea racista, sino porque estoy harto -añadió poniéndose en pie.
Storey hizo lo propio y le tendió el vaso.
– Era muy buen whisky -dijo-. ¿No ve? Me ha enseñado a no decir «escocés». -Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le dio una tarjeta-. Por si cree que necesita ponerse en contacto conmigo.
Rebus la cogió sin leerla.
– ¿En qué hotel está? -preguntó.
– En uno cerca de Haymarket, en Grosvenor Street.
– Ya sé cuál.
– Pase alguna noche y le invitaré a una copa.
Rebus no contestó al ofrecimiento y se limitó a decir:
– Le acompaño.
Le despidió, apagó las luces al volver al cuarto de estar y se quedó de pie ante el ventanal mirando a la calle. Sí, le vio salir; y en ese momento un coche se detuvo y él subió al asiento de atrás. Rebus no acertó a ver al conductor ni la matrícula. Era un coche grande, tal vez un Vauxhall, que giró a la derecha al fondo de la calle. Volvió a la mesa, cogió el teléfono fijo, pidió un taxi y bajó a esperarlo a la calle. En el momento en que llegaba sonó el móvil. Era Siobhan.
– ¿Has acabado con el visitante misterioso?
– De momento.
– ¿Qué demonios era ese asunto?
Se lo explicó lo mejor que pudo.
– ¿ Y ese gilipollas arrogante se cree que Bullen nos tiene metidos en el bolsillo?
Una pregunta que a Rebus le pareció de más.
– A lo mejor quiere hablar contigo.
– Descuida, le espero en guardia.
De una bocacalle salió una ambulancia haciendo sonar la sirena.
– ¿Estás en el coche?
– Voy en taxi -contestó él-. Lo único que me faltaba era una denuncia por ir bebido.
– ¿Adónde vas?
– A dar una vuelta -dijo en el momento en que el taxi pasaba por el cruce de Tollcross-. Mañana hablamos.
– Que te diviertas.
– Lo procuraré.
Cortó la comunicación. El taxista se desvió por detrás de Earl Grey Street aprovechando la dirección única; cruzaron Lothian Road y Morrison Street camino de Bread Street. Rebus le dio una propina y le pidió un recibo. Trataría de cargar el gasto al caso Yurgii.
– No creo que los locales de destape desgraven, amigo -comentó el taxista.
– ¿Le parezco un cliente habitual?
– No sé qué decirle -replicó el hombre, al tiempo que arrancaba.
– Es la última vez que le doy propina -musitó Rebus guardándose el recibo.
Aún no eran las diez. Se veían hombres por las calles adyacentes yendo de un pub a otro. A la entrada, en la penumbra, montaban guardia gorilas en chaquetón tres cuartos o con cazadora. Independientemente de la vestimenta, a Rebus le parecían clonados. No tanto porque fueran idénticos, sino por su modo de ver el mundo, dividido en amenazas y víctimas.
Sabía que no podía detenerse junto a la tienda cerrada, porque si a uno de los porteros de The Nook le resultaba sospechosa su presencia, la operación de Storey se iría al agua. Cruzó la calle en la misma acera del club pero a diez metros de la entrada. Se detuvo, se llevó el móvil al oído y fingió hablar como si estuviera borracho.
– Sí… Soy yo… ¿Dónde estás? Habíamos quedado en el Shakespeare… No, estoy en Bread Street…
Daba igual lo que dijera. Para quien le viera u oyera era un noctámbulo de tantos hablando con la lengua pastosa de los borrachos. Pero él no se perdía detalle de la tienda. No había luces ni se advertía movimiento, ni una sombra. Si la vigilancia era de veinticuatro horas los siete días de la semana, era perfecta. Sabía que estarían filmando, pero no veía cómo. Cualquier pequeña porción cuadrada que faltase en el blanco del escaparate permitiría ver desde fuera y se detectaría algún reflejo en el objetivo. Pero no había ni una ranura. Cubría la puerta una rejilla metálica y una persiana por dentro, también sin ningún agujero. Pero, un momento… Encima de la puerta había como un ventanuco, de noventa por sesenta aproximadamente, tapado también con blanco salvo un pequeño cuadrado en una esquina. Era ingenioso; ningún peatón dirigiría la vista allá arriba. Claro que eso implicaba que quien se ocupara de la vigilancia tendría que subirse a una escalera o algo parecido cámara en mano. Nada cómodo, pero perfecto.
Concluyó la llamada imaginaria y se alejó del club de vuelta hacia Lothian Road. Los sábados por la noche era mejor no pasar por allí. Pero incluso en un día entre semana como aquél se oían cantos y gritos y había gente que daba patadas a las botellas de la calzada y cruzaba por entremedias de los coches, más las risas estridentes de pandillas femeninas, chicas en minifalda con cintas parpadeantes para la cabeza. Había un hombre vendiéndolas que ofrecía también bastoncillos centelleantes. Llevaba un puñado en cada mano y paseaba de arriba abajo. Rebus le miró y recordó las palabras de Storey: «Que quiera o no verlos…». Era un hombre fuerte y joven, de piel oscura. Rebus se detuvo frente a él.
– ¿Cuánto cuestan?
– Dos libras.
Rebus fingió rebuscar despacio las monedas en los bolsillos.
– ¿De dónde eres?
El hombre, sin responder, miró para todos lados.
– ¿Cuánto tiempo llevas en Escocia?
El hombre comenzó a alejarse.
– ¿No me vendes una?
Era evidente que no; el hombre seguía alejándose. Rebus siguió caminando en dirección opuesta hacia el extremo oeste de Princes Street. Del pub Shakespeare salió un vendedor de flores con unos ramitos de rosas en el brazo.
– ¿Cuánto cuestan? -preguntó Rebus.
– Cinco libras -dijo el chico de apenas quince años y rostro oscuro, quizá de Oriente Medio.
Rebus rebuscó en los bolsillos.
– ¿De dónde eres?
El chico hizo como si no le oyera.
– Cinco -repitió.
– ¿Está por aquí cerca tu jefe? -insistió Rebus.
El chico miró a derecha e izquierda como pidiendo ayuda.
– ¿Qué edad tienes, hijo? ¿A qué colegio vas?
– No entiendo.
– No me digas.
– ¿Quiere rosas?
– A ver si encuentro el dinero… Es un poco tarde para que andes trabajando, ¿no? ¿Tus padres saben que vendes rosas?
El vendedor no pudo más y echó a correr dejando caer uno de los ramos, sin volver la cabeza ni detenerse. Rebus lo recogió y se lo dio a un grupo de chicas que pasaban por su lado.
– Por eso no me voy a bajar las bragas -dijo una de ellas-, pero te doy esto -añadió besándole en la mejilla.
Mientras se alejaban todas tambaleándose entre grititos y estrépito de taconeo, otra de ellas exclamó con voz chillona que tenía edad para ser su abuelo.
«Claro que la tengo, y soy consciente de ello», pensó él.
Fue mirando caras por Princes Street. Había más chinos de lo que él pensaba. Los mendigos tenían acento inglés y escocés. Se paró delante de un hotel. Hacía quince años que conocía al jefe de camareros y no importaba que fuese sin afeitar, con un traje corriente y una camisa cualquiera.
– ¿Qué va a ser, señor Rebus? -preguntó el hombre colocando un posavasos frente a él-. ¿Un whisquito?
– Un Lagavulin -dijo Rebus, que sabía que uno sencillo allí le costaría lo que vale un cuarto de botella. El camarero le puso el vaso con el whisky solo, sin necesidad de preguntarle si quería hielo o agua.
– Ted, ¿aquí tenéis personal extranjero? -preguntó Rebus.
A Ted, como buen profesional que era, no le sorprendía ninguna pregunta. Abrió la boca pensando la respuesta mientras Rebus cogía unas avellanas del cuenco que había aparecido junto a la bebida.
– En la barra tuvimos algún australiano -contestó Ted, poniéndose a secar vasos con un paño-. Viajan alrededor del mundo y se detienen aquí unas semanas. No los admitimos si no tienen experiencia.
– ¿Y en otro tipo de establecimientos? ¿En los restaurantes?
– Ah, sí hay muchos en el servicio de mesas. Y más en tareas domésticas.
– ¿Tareas domésticas?
– De criadas.
Rebus acogió la explicación con una leve inclinación de cabeza.
– Escucha, estrictamente entre nosotros…
Ted se inclinó algo más para oírlo.
– ¿Podría darse el caso de que trabajara aquí algún sin papeles?
El camarero le miró con recelo por la insinuación.
– Aquí todo es legal, señor Rebus. La dirección ni lo haría ni podría…
– Muy bien, Ted. No insinuaba nada.
Ted se tranquilizó.
– Ahora que -añadió- hay establecimientos con menos escrúpulos. Escuche, le contaré un caso. Yo suelo tomar una copa los viernes por la noche en mi pub habitual y he observado que vienen grupos de ésos; no sé de dónde son. Dos muchachos que tocan la guitarra y cantan Dame todos tus besos y cosas así, y otro mayor que toca una pandereta pasándola por las mesas para que le echen dinero, y me apostaría algo a que son refugiados -añadió meneando despacio la cabeza.
Rebus alzó su vaso.
– Es un mundo totalmente distinto -dijo-. La verdad es que no me había parado a pensarlo.
– ¿Le sirvo otro? -preguntó Ted con una mueca que le arrugó el rostro-. Por cuenta de la casa, si me lo permite.
El frío de la noche le azotó el rostro al salir del bar. Girando a la izquierda iría camino de casa, pero cruzó la calle y echó a andar hacia Leith Street hasta llegar a Leith Walk, cruzando por delante de supermercados asiáticos y tiendas de tatuajes y de comida para llevar. No sabía adónde se dirigía. En el paseo de Leith estaría quizá Cheyanne ejerciendo su profesión y tal vez John y Alice Jardine haciendo un recorrido en coche por si veían a su hija. Allí, la oscuridad ocultaba todo tipo de angustias. Iba con las manos en los bolsillos y la chaqueta bien abrochada. Pasaron seis motos estrepitosas que tuvieron que detenerse en el semáforo en rojo. Cuando se dispuso a cruzar iba ya a cambiar de color, y tuvo que dar un paso atrás porque la primera moto arrancaba.
– ¿Minitaxi, señor?
Rebus se volvió hacia la voz. Era un hombre en el umbral de una tienda iluminada en el interior que, evidentemente, se había convertido en oficina de alquiler de taxis. El hombre parecía asiático. Rebus negó con la cabeza, pero cambió de idea. El chófer le condujo hasta un Ford Escort bastante viejo; al darle la dirección, el hombre echó mano al callejero.
– Yo le indicaré el camino -dijo Rebus.
El taxista asintió con la cabeza y puso en marcha el motor.
– ¿Ha estado tomando unas copas, señor? -preguntó el hombre con acento local.
– Unas cuantas.
– Mañana tiene el día libre, ¿eh?
– No, si puedo evitarlo.
El hombre se echó a reír sin que Rebus entendiera por qué. Cuando iban por Princes Street y Lothian Road en dirección a Morningside, Rebus le dijo que parase un momento. Entró en una tienda de las que permanecen abiertas de noche, compró una botella de litro de agua mineral y nada más sentarse en el taxi echó un trago y deglutió cuatro aspirinas.
– Buena idea, señor. Más vale atacar antes para evitar la resaca por la mañana y descartar la excusa de estar enfermo.
Unos seiscientos metros después, Rebus dijo al taxista que se desviara por Marchmont para parar un momento delante de su piso. Bajó. Abrió la puerta, sacó un sobre abultado del cajón del cuarto de estar, lo abrió, cogió unos recortes de prensa y volvió al taxi.
Al llegar a Bruntsfield, Rebus le indicó que girase a la derecha y otra vez a la derecha. Estaban en el extrarradio, en una calle con poca luz de casas separadas, casi todas ocultas por setos y vallas. Las pocas ventanas que no tenían cerradas las contraventanas estaban a oscuras; sus moradores dormían plácidamente. Pero había una iluminada y allí le dijo Rebus al taxista que parara. La cancela hizo ruido al abrirse, buscó el timbre y llamó. No hubo respuesta. Retrocedió unos pasos y miró las ventanas del piso de arriba. Había luz pero estaban echadas las cortinas. Los ventanales de la planta baja a ambos lados del porche tenían cerradas las contraventanas. Le pareció oír música; miró por la ranura del buzón pero, al no ver movimiento, comprendió que la música venía de la parte de atrás de la casa. Vio un camino de grava a un lado y al internarse por él se activaron unas luces de seguridad. La música procedía del jardín, cuya única luz era un extraño fulgor rojizo. Unida por un paseo de tablas al invernadero de cristal vio una construcción en medio del césped de la que salía vapor y unas notas de música clásica. Rebus se acercó al jacuzzi.
Porque de eso se trataba: un jacuzzi al aire libre en Escocia. Y en él, sentado en el extremo de la bañera, Morris Gerald Cafferty, llamado Big Ger, con los brazos estirados sobre el borde, deleitándose con los chorros de agua que brotaban por ambos lados. Rebus miró a su alrededor, pero Cafferty estaba solo. Filtros de color rojo iluminaban el agua, que reflejaba su fulgor sobre los objetos y el espacio. Cafferty tenía la cabeza echada hacia atrás, un gesto meditativo mucho más que relajado y los ojos cerrados.
Los abrió en aquel momento y los clavó en Rebus. Sus pupilas eran pequeñas y negras y su rostro gordo. Tenía pegado al cráneo el pelo gris corto, y una mata de vello más oscuro y rizado le cubría la porción de tórax visible por encima de la superficie del agua. No mostró sorpresa al ver a un intruso delante de él a aquella hora de la noche.
– ¿Se ha traído el bañador? -preguntó-. Yo no me lo he puesto -añadió bajando la vista.
– Me enteré de que habías cambiado de casa -dijo Rebus.
Cafferty pulsó un botón del panel de control que tenía en la mano izquierda y la música bajó de volumen.
– Es un compacto; los altavoces están dentro -explicó al tiempo que tamborileaba en la bañera con los nudillos.
Pulsó otro botón y se detuvo el motor y el movimiento del agua.
– Y juegos de luces -comentó Rebus.
– Del color que quiera -replicó Cafferty.
Pulsó otro botón y el tono del agua cambió de rojo a verde y de verde a azul, a continuación blanco deslumbrante y de nuevo rojo.
– El rojo te sienta bien -dijo Rebus.
– ¿Me da aspecto mefistofélico? -preguntó Cafferty conteniendo la risa-. Me gusta estar aquí a esta hora de la noche. Rebus, ¿oye el viento en los árboles? Esos árboles llevan aquí mucho más tiempo que nosotros y seguirán ahí cuando nosotros hayamos pasado.
– Creo que tú has estado demasiado tiempo, Cafferty. Se te está arrugando el cerebro.
– Simplemente me voy haciendo viejo, Rebus… Igual que usted.
– ¿Demasiado viejo para prescindir de guardaespaldas? ¿Ya has enterrado a todos tus enemigos?
– Joe acaba a las nueve, pero nunca anda demasiado lejos. -Hizo una breve pausa-. ¿Verdad, Joe?
– No, señor Cafferty.
Rebus se volvió hacia el guardaespaldas. Iba descalzo y en calzoncillos y camiseta.
– Joe duerme en la habitación de encima del garaje -dijo Cafferty-. Déjanos, Joe. Seguro que con el inspector no corro peligro.
Joe dirigió una mirada fulminante a Rebus y se alejó por el césped.
– Este barrio está muy bien -dijo Cafferty-, y no se cometen delitos.
– Seguro que contigo cambia.
– Yo ya lo he dejado, Rebus, igual que hará usted pronto.
– No me digas -repuso Rebus.
Esgrimió los recortes de prensa que había cogido en su casa con fotos de Cafferty del año anterior en compañía de malhechores conocidos de Manchester, Birmingham y Londres.
– ¿Me está vigilando o qué? -dijo Cafferty.
– Quizá.
– No sé si tomármelo como una lisonja… -replicó Cafferty poniéndose en pie-. Deme ese albornoz, haga el favor.
Rebus así lo hizo. Cafferty salió del agua apoyando los pies en un escalón de madera, se envolvió en el albornoz de algodón blanco y se calzó unas sandalias de playa.
– Ayúdeme a poner la tapadera -dijo Cafferty-. Después entramos y me cuenta qué demonios quiere de mí.
Rebus hizo como decía.
En una época, Big Ger Cafferty había sido prácticamente el amo del mundo delictivo de Edimburgo, desde drogas y saunas hasta estafas de altura. Pero desde su última estancia en la cárcel lo había dejado. No es que Rebus creyera ni mucho menos que se hubiera jubilado, porque la gente como Cafferty nunca abandona. Para Rebus, Cafferty se había vuelto con la edad más astuto y más avisado sobre los métodos de la policía para investigar sus asuntos.
Cafferty tendría unos sesenta años y había conocido a casi todos los gángsteres famosos a partir de la década de los sesenta. Se decía que había trabajado con los Kray y con Richardson en Londres, y también con los malhechores más conocidos de Glasgow. En pasadas investigaciones habían tratado de vincularle a bandas de narcotraficantes holandeses y de trata de blancas de Europa del Este, pero sin grandes resultados. Muchas veces era por falta de presupuesto del cuerpo o de pruebas decisorias para que actuase el fiscal del Estado. En ocasiones, también, porque desparecían los testigos.
Siguió a Cafferty, cruzaron el invernadero y entraron en una cocina con suelo de piedra caliza. Rebus miró aquella ancha espalda pensando, y no por primera vez, cuántas ejecuciones habría ordenado aquel hombre, de cuántas muertes era responsable.
– ¿Toma té o algo más fuerte? -preguntó Cafferty arrastrando los pies con sus sandalias.
– Té.
– Dios, debe de ser algo serio… -comentó Cafferty con una sonrisita, enchufando el hervidor y echando tres bolsitas en la tetera-. Bueno, será mejor que me ponga algo. -Y añadió-: Venga, pase al estudio.
Era un salón de la parte delantera de la casa con grandes ventanales y una imponente chimenea de mármol. De unos rieles de exposición colgaban diversos cuadros. Rebus no sabía gran cosa de pintura, pero los marcos eran caros. Cafferty subió al piso de arriba y Rebus aprovechó para echar una ojeada al salón, pero no había nada que llamara su atención: nada de libros, aparato de música o mesa de despacho, ni siquiera adornos en la repisa de la chimenea.
Sólo el sofá, los sillones, una enorme alfombra oriental y los cuadros. No era un cuarto acogedor. Quizá Cafferty celebraba allí reuniones para impresionar con su colección pictórica. Rebus rozó con los dedos el mármol con la ilusa esperanza de que fuera de imitación.
– Aquí tiene -dijo Cafferty entrando con dos tazas y tendiéndole una a Rebus.
– Con leche y sin azúcar -informó Cafferty, y vio que Rebus sonreía-. ¿De qué se ríe?
Rebus señaló con la barbilla, en un rincón del techo junto a la puerta, una cajita blanca en la que parpadeaba una lucecita roja.
– De que tienes alarma antirrobos -dijo.
– ¿Y qué?
– Que… tiene gracia.
– ¿Cree que aquí no pueden entrar ladrones? En la puerta no hay ningún cartel proclamando quién vive.
– Sí, claro -comentó Rebus tratando de ser agradable.
Cafferty se había puesto unos pantalones de chándal y una sudadera con cuello de pico. Estaba bronceado y relajado, y Rebus pensó que debía de tener una lámpara de cuarzo en casa.
– Siéntese -dijo Cafferty.
– Me interesa alguien -dijo Rebus acomodándose- y creo que puedes conocerle: Stuart Bullen.
– El pequeño Stu -dijo Cafferty arrugando el labio superior-. Conocía mejor a su padre.
– No lo dudo, pero ¿qué sabes de las actividades recientes del hijo?
– ¿Es que se porta mal?
– No estoy seguro -contestó Rebus tomando un sorbo de té-. ¿Sabes que está en Edimburgo?
Cafferty asintió despacio con la cabeza.
– Tiene un club de striptease, ¿no?
– Exacto.
– Y por si eso fuera poco, ahora usted le toca los huevos.
Rebus negó con la cabeza.
– Se trata de que una joven se ha ido de casa y la madre sospecha que podría estar trabajando para Bullen.
– ¿Y es así?
– No, que yo sepa.
– Pero fue a ver al pequeño Stu y le cabreó.
– Sólo le hice unas preguntas.
– ¿Como cuáles?
– Qué es lo que hace en Edimburgo.
Cafferty sonrió.
– No me diga que no sabe que muchos tipos duros de la costa oeste se trasladaron al este.
– Sé de algunos.
– Vienen aquí porque en Glasgow no pueden dar dos pasos y no les dejan respirar. Es la moda, Rebus -añadió Cafferty encogiéndose exageradamente de hombros.
– ¿Quieres decir que busca la oportunidad de empezar de nuevo?
– Él es hijo de Rab Bullen y siempre lo será.
– ¿Lo que significa que alguien ha puesto precio a su cabeza?
– No anda por ahí escondiéndose, si es eso lo que está pensando.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque Stu no es de ésos. Quiere destacar por mérito propio, apartarse de la sombra de su padre… Ya sabe a qué me refiero.
– ¿Y lo va a conseguir con un puticlub?
– Quién sabe -comentó Cafferty mirando la superficie del té-. Pero quizá tenga otros planes.
– ¿Por ejemplo?
– No lo conozco lo suficiente para dar una respuesta. Yo soy viejo, Rebus; la gente ya no me cuenta tantas cosas como antes. Y aunque yo supiera algo… ¿por qué iba a molestarme en decírselo?
– Por rencor hacia él -comentó Rebus dejando la taza medio vacía en el suelo de madera-. ¿No te engañó Rab Bullen en cierta ocasión?
– De eso hace mucho tiempo, Rebus, mucho tiempo.
– Por lo que tú sabes, ¿el hijo está limpio?
– No sea idiota; nadie está limpio. ¿Es que últimamente va por el mundo sin mirar? Claro que en Gayfield Square no hay mucho que ver. Pero ¿no huele las cloacas en los pasillos? -Cafferty sonrió al ver que callaba-. Sí, algunos aún me cuentan cosas… de vez en cuando.
– ¿Quiénes?
– «Conoce a tu enemigo», se dice -replicó Cafferty sonriendo aún más-. Por eso seguramente guarda recortes de prensa con mis fotos.
– No es por tu aspecto de artista pop, desde luego.
Cafferty dio un gran bostezo.
– Después del baño caliente siempre me entra sueño -dijo como disculpa mirando a Rebus-. Me he enterado también de que trabaja en el caso de ese emigrante de Knoxland. El pobre desgraciado tenía… ¿cuántas puñaladas? ¿Doce? ¿Quince? ¿Qué les habrá parecido a los señores Curt y Gates?
– ¿Qué quieres decir?
– Debió de ser alguien enloquecido…, descontrolado.
– O cargado de rencor -añadió Rebus.
– Lo que viene a ser lo mismo. Lo que quiero decir es que a ellos les habrá estimulado.
Rebus entornó los ojos.
– Sabes algo, ¿verdad?
– Yo no, Rebus. Estoy muy tranquilo aquí sentado envejeciendo.
– Y viajando a Inglaterra a ver a la basura de tus amigos.
– Sus palabras me rompen el corazón.
– Esa víctima de Knoxland, Cafferty… ¿Qué es lo que me ocultas?
– ¿Se cree que voy a ponerme a hacer su trabajo? -replicó Cafferty rehusando despacio con la cabeza y asiendo los brazos del sillón para levantarse-. Es hora de acostarse. La próxima vez que venga tráigase a esa preciosa sargento Clarke y dígale que venga con el bikini. La verdad, si me la manda a ella, usted puede quedarse en casa -añadió Cafferty riendo más de lo que merecía la gracia, mientras acompañaba a Rebus hasta la puerta.
– Knoxland -dijo éste.
– ¿Qué pasa con Knoxland?
– Que ya que lo has mencionado… ¿recuerdas que hace unos meses los irlandeses intentaron apoderarse del negocio de la droga?
Cafferty hizo un gesto inhibitorio.
– Parece que vuelven… ¿No sabes nada?
– Las drogas son para perdedores, Rebus.
– Qué original.
– Será que pienso que no merece mejor información -dijo Cafferty con la puerta abierta-. Oiga, Rebus… todas esas noticias periodísticas sobre mí, ¿las guarda en un portafolios con corazones en la tapa?
– Con puñales.
– Cuando le jubilen, eso es lo que le quedará… unos cuantos años con el portafolios. No es mucho que digamos…
– ¿Y tú que es lo que dejas detrás, Cafferty? ¿Algún hospital con tu nombre?
– Por el dinero que doy para obras benéficas, bien podría ser.
– Todo ese dinero no te redime.
– No hace falta. De lo que se trata es de que estoy contento con mi suerte. -Hizo una pausa-. Al contrario de algunos que yo me sé.
Cafferty contuvo la risa y cerró la puerta a espaldas de Rebus.